Iba a esperarla a la salida de su colegio dos o tres veces por semana, pero no siempre me acercaba. Mi madre se había acostumbrado a almorzar sola, aunque no sé si de veras creía que me iba a casa de un amigo. De todos modos, le convenía que yo faltara, así gastaba menos en la comida. Algunas veces, al verme regresar a casa al mediodía, me miraba con fastidio y me decía “¿hoy no vas a Chucuito?”. Por mí, hubiera ido todos los días a buscarla a su colegio, pero en el Dos de Mayo no me daban permiso para salir antes de la hora. Los lunes era fácil, pues teníamos educación física; en el recreo me escondía detrás de los pilares hasta que el profesor Zapata se llevara al año a la calle; entonces me escapaba por la puerta principal. El profesor Zapata había sido campeón de box, pero ya estaba viejo y no le interesaba trabajar; nunca pasaba lista. Nos llevaba al campo y decía: “jueguen fútbol que es un buen ejercicio para las piernas; pero no se alejen mucho”. Y se sentaba en el pasto a leer el periódico. Los martes era imposible salir antes; el profesor de matemáticas conocía a toda la clase por su nombre. En cambio los miércoles teníamos dibujo y música y el doctor Cigüeña vivía en la luna; después del recreo de las once me salía por los garajes y tomaba el tranvía a media cuadra del colegio. El flaco Higueras me seguía dando plata. Siempre me esperaba en la Plaza de Bellavista para invitarme un trago, un cigarrillo y para hablarme de mi hermano, de mujeres, de muchas cosas. “Ya eres un hombre, me decía. Hecho y derecho.” A veces me ofrecía dinero sin que yo se lo pidiera. No me daba mucho, cincuenta centavos o un sol, cada vez, pero bastaba para el pasaje. Iba hasta la Plaza Dos de Mayo, seguía la avenida Alfonso Ugarte hasta su colegio y me paraba siempre en la tienda de la esquina. Algunas veces me acercaba y ella decía “hola, ¿hoy también saliste temprano?” y luego me hablaba de otra cosa y yo también. “Es muy inteligente,
! pensaba
yo; cambia de tema para no ponerme en apuros.” Caminábamos hacia la casa de sus tíos, unas ocho cuadras, y yo procuraba que fuéramos bien despacio, dando pasitos cortos o parándome a mirar las vitrinas, pero nunca demoramos más de media hora. Conversábamos de las mismas cosas, ella me contaba lo que ocurría en su colegio y yo también, de lo que estudiaríamos en la tarde, de cuándo serían los exámenes y si aprobaríamos el año. Yo conocía de nombre a todas las chicas de su clase y ella los apodos de mis compañeros y profesores y los chismes que corrían sobre los muchachos más sabidos del Dos de Mayo. Una vez pensé que le diría “anoche soñé que éramos ángeles y nos casábamos.” Estaba seguro que ella me haría preguntas y ensayé muchas frases para no quedarme callado. Al día siguiente, mientras caminábamos por la avenida Arica, le dije de repente: “oye, anoche me soñé…” “¿Qué cosa?, ¿qué soñaste?”, me preguntó. Y yo sólo le dije: “que pasábamos el año los dos.” “Ojalá que ese sueño se cumpla”, me contestó. Cuando la acompañaba, cruzábamos siempre a los alumnos de La Salle, con sus uniformes café con leche, y ese era otro tema de conversación. “Son unos maricas, le decía; no tienen ni para comenzar con los del Dos de Mayo. Esos blanquiñosos se parecen a los del Colegio de los Hermanos Maristas del Callao, que juegan fútbol como mujeres; les cae una patada y se ponen a llamar a su mamá; mírales las cara, no más.” Ella se reía y yo seguía hablando de lo mismo, pero al final se me agotaba el tema y pensaba “ya estamos llegando”. Lo que me ponía más nervioso era la idea de que se aburriera al oírme contar siempre las mismas historias, pero me consolaba pensando que ella también me hablaba muchas veces de lo mismo y a mí eso nunca me parecía cansado. Me contaba dos y hasta tres veces la misma película que veía con su tía los lunes femeninos. Precisamente, hablando de cine me atrevía
una vez a decirle algo. Ella me preguntó si había visto no sé qué película y le dije que no. “Nunca vas al cine, ¿no?”, me preguntó. “Ahora no mucho, le dije, pero el año pasado iba. Con dos muchachos del Dos de Mayo gorreábamos la vermuth de los miércoles en el Sáenz Peña; el primo de uno de mis amigos era policía municipal y cuando estaba de servicio nos hacía pasar a cazuela. Apenas se apagaban las luces nos bajábamos a platea alta; están separadas por una madera que cualquiera salta.” “¿Y nunca los chaparon?”, dijo ella, y yo le dije: “quién nos iba a chapar si el municipal era el primo de mi amigo”, y ella me dijo: “¿por qué este año no hacen lo mismo?”. “Ahora van los jueves, le dije, porque al municipal le han cambiado su día de servicio.” “¿Y tú no vas?”, me preguntó. Y yo sin darme cuenta le contesté: “prefiero ir a tu casa a estar contigo”. Y apenas se lo dije me callé. Fue peor porque ella se puso a mirarme muy seria y yo pensé: “ya se enojó”. Y entonces dije: “pero quizá una de estas semanas vaya con ellos. Aunque, la verdad, no me gusta mucho el cine.” Y le hablé de otra cosa, pero sin dejar de pensar en la cara que había puesto, una cara distinta a la de siempre, como si al oírme se le hubieran ocurrido las cosas que no me atrevía a decirle. Una vez el flaco Higueras me regaló un sol con cincuenta. “Para que te compres cigarrillos, me dijo, o te emborraches si tienes penas de amor.” Al día siguiente íbamos caminando por la avenida Arica, por la vereda del cine Breña, y de casualidad nos paramos frente a la vitrina de una panadería. Había unos pasteles de chocolate y ella dijo “¡qué ricos!”. Me acordé de la plata que tenía en el bolsillo, pocas veces he sentido tanta felicidad. Le dije: “espera, tengo un sol y voy a comprar uno” y ella dijo “no, no estés gastando, lo decía en broma”, pero yo entré y le pedí al chino un pastel. Estaba tan atolondrado que me salí sin esperar el cambio, pero el chino, muy honrado, me dio alcance y me dijo: “le debo una pese-
ta. Téngala”. Le di el pastel y ella me dijo: “pero no va a ser todo para mía. Partamos.” Yo no quería y le aseguraba que no tenía ganas, pero ella insistía y al final me dijo: “al menos dale un mordisco” y estiró la mano y me puso el pastel en la boca. Mordí un pedacito y ella se rió. “Te has manchado toda la cara, me dijo, qué tonta soy, yo tengo la culpa, voy a limpiarte.” Y entonces levantó la otra mano y la acercó a mi cara. Yo me quedé inmóvil y la sonrisa se me heló al sentir que me tocaba y no me atrevía a respirar cuando pasaba sus dedos por mi boca, para no mover los labios, se hubiera dado cuenta que tenía unas ganas de besarle la mano. “Ya está” dijo después y seguimos caminando hacia La Salle, sin hablar una palabra, yo estaba muerto de con lo que acababa de pasar, y estaba seguro que se había demorado al pasar su mano por mi boca, o que la había pasado varias veces y yo decía para mí, “a lo mejor lo hizo adrede”.
Vargas Llosa, Mario. La ciudad y los perros (1962). Biblioteca Breve de Bolsillo. 10a edición. Barcelona: Seix Barral, 1973. p 176-9