Vanguardia, exilio y sabiduría El escritor cultivó con igual brillantez la novela, el cuento y el ensayo La inteligencia era el don que unificaba las múltiples facetas de la personalidad de Francisco Ayala. A su propósito, cabe pensar esa inteligencia como una disposición general, pero también como una constelación de estrategias vitales: el privilegio de acertar con la oportunidad, la capacidad de relativizar las cosas (empezando por sí mismo), el uso adecuado de la ironía, la disposición para cambiar de rumbo y la capacidad de desprenderse de lo accesorio (aunque forme parte de uno), la lealtad crítica a lo fundamental.
Francisco Ayala Nacimiento: 1906 Lugar: Granada
Adecuó su invención a lo vivido, fruto de lo cual fue 'El jardín de las delicias' Antes de la guerra civil, se había fraguado una notable reputación como escritor de vanguardia (sus prosas de Cazador en el alba están entre las mejores y su Indagación del cinema fue un ensayo brillante y oportuno) pero, a la vez, se convertía también en un funcionario público de alto nivel, dotado de una moderna formación jurídica. La guerra civil y su lealtad crítica a lo fundamental le impidieron desarrollar la segunda dimensión de su vida; la misma contienda, sumada a la universal que le siguió, le hizo aparcar su prosa de vanguardia y le llevó a otra forma de literatura, como argumentó en el prefacio a sus cuentos La cabeza del cordero. Entonces y después recurrió a la capacidad de desprenderse de lo afectivamente accesorio, cuando le tocó hacerse cargo de las circunstancias de un mundo diferente: su ensayo Razón del mundo fue una luminosa reflexión sobre el compromiso del intelectual, la función del Estado y la nueva dimensión del liberalismo. Que eran quizá los temas capitales de la posguerra internacional, que Ayala abordó en su nueva condición de sociólogo y con un propósito que
recogía el título de la revista que fundó y dirigió en Buenos Aires: Realidad (1947-1949). Era un escritor exiliado y supo evitar la tentación de hacerse un profesional del exilio. No todos entendieron que se preguntara, ya en 1947, "¿Para quién escribimos nosotros?" y se respondiera de forma poco benevolente, pensando ya en la caducidad del sistema cultural de la emigración. Vivió en Argentina con intensidad, también lo hizo en Brasil, en 1945. Luego lo haría en Puerto Rico (desde 1950) y en Estados Unidos, a partir de 1956. No asociaba el exilio al calor de un grupo basado en la nostalgia o el rencor. Cuando Max Aub le preguntó su opinión sobre un artículo de Aranguren en 1953, titulado La evolución espiritual de los intelectuales en la emigración, respondió: "Yo no creo, dada la situación, que sea lo mejor echarse encima y cerrarse a la banda, desanimando así las buenas voluntades; nada de eso tiene importancia en orden al régimen imperante, tan indiferente a las opiniones de los intelectuales de allí como a las nuestras. Por eso, la contestación colectiva que habéis pensado, me parece mal. Por eso, y porque creo que si hay un error en el artículo de Aranguren es englobar a los intelectuales. No hay tal grupo. La aglutinación es de carácter político y eso no vale para los efectos actuales y a la fecha de hoy". Tampoco albergó dudas al empezar a residir temporadas en España. "Es muy cierto -escribía a Aub en 1963- que me he comprado un piso frente a la Academia de Jurisprudencia. Si le quedan a uno unos pesos, en este país no hay en qué invertirlos, y hay que darles colocación en algún país subdesarrollado, ¿y cuál mejor que el nuestro? Si alguna vez las cosas se mejoran y llega la hora de jubilarse, por lo menos ahí tenemos un rincón". Había escrito ya un par de novelas excepcionales, Muertes de perro y El fondo del vaso, y preparaba un regreso que fue un prodigio de discreción y habilidad: eligió editores, periódicos en que escribir y hasta compiló un libro misceláneo, Confrontaciones, carta de presentación a sus lectores españoles. Con los años, supo adecuar su invención a lo personal y vivido, fruto de lo cual fueron El jardín de las delicias y El tiempo y yo, socarrones y enigmáticos, melancólicos a veces, disfrutados siempre. Supo sobrevivir a la vejez y a la servidumbre de los homenajes porque solo quien ha sabido vivir con inteligencia sabe habitar su propia posteridad. Y ahí es donde contaba mucho el don de la ironía... Quienes tuvimos el privilegio de tratarle no olvidaremos nunca su lección de vida.