Uno

  • July 2020
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  • Words: 2,561
  • Pages: 11
I

Uno Parada frente a la enorme puerta de madera, Ana suspiró. Aquella puerta la hacía sentirse muy pequeña, débil e impotente. Porque era la puerta inaccesible, la puerta inalcanzable, la puerta por donde entran los adultos, la puerta por donde entra papá. —«Es su estudio,» explicó la abuela una vez. «Tú sabes que tu padre es curioso e inquieto y estudia esas cosas tan chistosas en lugar de ocuparse de los negocios». Y la abuela le hace una leve caricia a Ana en los cabellos. —«Es ahí donde trabajo,» contesta papá, evasivamente. —«Es ahí donde pierde el tiempo con sus amigotes,» dice mamá. —«Pretenden cambiar el mundo,» añade con gesto de desprecio. Y detrás de aquella puerta, a ella, a la niña rebelde, a la niña indomable,

se le llena el pecho de algo que podría ser coraje y aprieta los dientes llena de una terrible decisión. —«Conspiran,» musitó alguien, y la palabra desconocida flota misteriosamente y le da vueltas en la cabeza a Ana cuando, parada frente a la enorme puerta de madera, se muere de las ganas de entrar.

Dos Ana Patricia de los Ángeles Villagómez y Díaz es Pati para su hermano, Ana para su padre, Ana Patricia de todos los Demonios para su mamá cuando se enoja —como en este mismísimo momento, que ha castigado a su hija, poniéndola de rodillas, por haber hecho tropezar y caer a su hermano, el pequeño Paquito—. Pero Ana no se arrepiente ni tantito de su travesura —de espantosa iniquidad la ha calificado la madre— porque su hermano se lo merecía, por tonto y por presumido. —«¡Chin!» —pensó Ana— y se reía para sus adentros al pensar en la cara que hubiera puesto la madre si supiera cuántas groserías se sabía por habérselas oído a los criados en la cocina, palabras que no comprendía, por otra parte, y que no se atrevía a formular más que en su mente porque si su madre la oyera, no ya ponerla de rodillas, capaz sería de enviarla ante el Santo Tribunal de la Inquisición. Pero estar de rodillas es bastante incómodo. Ana apoya primero la rodilla derecha, luego la izquierda, la derecha, la izquierda. ¡Nada! Se le cansan las dos por igual. Trataba de distraerse pensando cosas bonitas, pero cuando uno está de rodillas es muy difícil pensar en cosas bonitas. Y pensando en pensar cosas bonitas termina pensando en su papá, que es inteligente y bueno y guapo y consentidor. Pensando en su padre Ana es capaz hasta de olvidar que está en esta miserable posición en la esquina del zaguán, que la odiosa criada Matilde establece sobre ella una cuidadosa vigilancia para que cumpla su castigo, de olvidar que mamá ha ido a la costurera y cuando va a la costurera no se sabe cuándo va a regresar porque la costurera —le ha oído decir— acaba de recibir no sé cuántos encajes y telas de la misma Francia. Y lo peor es que el castigo va a durar hasta que mamá regrese.

Papá… Ana siente cuando piensa en él algo bonito que sube desde su maldito dolor en las rodillas y se le instala en el corazón. Y ¡zas! Debe estar soñando, pero va sintiendo un beso suavecito, suavecito, ahí, en la nuca. La impresión es tan fuerte y tan real que Ana se da la vuelta sorprendida. «¡Papá! ¡Papá de mi corazón!» —«Mi niña traviesa otra vez castigada,» —dice papá con fingido aire de severidad. Ana se ruboriza, ligeramente abochornada. Pero papá, que sabe muy bien que mamá no debe estar en casa, que mamá es la que debe haberla castigado, la levanta del suelo dulcemente. Ana le echa una sonrisita de triunfo a su hermano, que entra en ese momento.

Tres En la noche la casa está de fiesta porque hoy es el cumpleaños de mamá. Cientos de luces titilan desde las grandes lámparas del techo y tiemblan en los hermosísimos candelabros de plata que se duplican en los hermosos espejos. Ana estaba escondida en su rincón favorito de cuando hay fiesta: detrás de la más esplendorosa mata de helechos del corredor del piso alto, muy cerca de su pieza. Allí podía ver sin ser vista a las personas que iban llegando por el anchísimo zaguán, cuya puerta de entrada franqueaba una y otra vez el viejo Manuel, ridículo en su uniforme de terciopelo rojo. El papá había salido a uno de sus viajes cortos tan frecuentes, pero a pesar de su ausencia, la madre, muy aficionada a todo tipo de festejos, había aprovechado la visita de sus suegros, los señores Villagómez, y celebraba esplendorosamente su aniversario.

¡Qué hermosa se ve mamá con aquel riquísimo traje de brocado todo bordado de flores y su collar de esmeraldas, verde como sus ojos, y en los dos brazos pulseras de diez vueltas de perlas! Hoy mamá, de tan bella, se parece al retrato que le hiciera el pintor Miguel Cabrera y que está colgado en el gran salón. Pero Ana sólo pudo verla un instante: ocupada como estaba en la vorágine de los manteles y las vajillas y los cubiertos y las flores y las órdenes de última hora. Ana se sentía levemente melancólica, lo que le ocurría cuando las cosas pasaban por su lado sin que ella participara activamente; aunque no podía negar que le divertía por un rato ver a aquellos encapotados señorones, tiesos en sus trajes almidonados, con sus largas medias de seda y sus pelucas engominadas. Por ahí llegaban las señoritas Lafora y Gay, hermanas gemelas que no se separaban para nada, iban juntas a todas partes con la cabeza reventando de flores; y la hija de don José Esquivel, con su gesto pensativo y su pelo rizado. Mamá enviaba siempre una invitación a los feos pero elegantísimos condes de Calimaya, que nunca se molestaban en venir. Ya los violines comenzaban a afinar y el sordo murmullo de los invitados recrudecía la melancolía de Ana. «¡Basta!,» suspiró. Tenía sus planes. Entró furtivamente a su cuarto. Tomó una jarra que estaba encima de la mesa de noche. Vertió agua en una hermosa copa que le había regalado su madrina y, sacando de su delantal un sobrecito, lo echó en el agua y revolvió ligeramente con el dedo.

Cuatro Ana se acercaba sigilosamente. Parecía muy—muy seria, pensó Francisco Javier. El pequeño Paco sintió una cierta curiosidad porque Ana sostenía en sus manos una copa de cristal con una especie de té de un tono entre rosa y morado. —«Sht...» Paco se adelantó un poco.

—«Esta poción…,» dijo Ana muy bajito, … «es mágica. Completamente mágica.» —«Si te la tomas,» añadió, «te vuelves invisible…» Paquito sintió un huequito de incredulidad. —«¿A poco?» —«Como lo oyes.» Y se perdió en detalles inventadísimos sobre cómo lo había conseguido, de cómo era posible verse y sentirse uno; de cómo uno era invisible para los demás, y cómo podrían salir a la calle tan tranquilos para ver lo que ahí ocurría, para que no les contaran. —«¿Y podremos entrar al salón prohibido?,» preguntó Paco, que conocía muy bien las ansias de su hermana. Ana movió negativamente la cabeza. —«Para eso sí que no sirve…,» dijo un poco triste. «Se necesita algo demasiado poderoso para empujar esa puerta.» —«Esta bebida sólo surte efecto… allá fuera…,» añadió, tragando un poco en seco. «Seremos como sombras, mejor que sombras, como fantasmas, invisibles… Pero ni creas que te voy a obligar…» Y Ana empezó a tomarse aquel brebaje. —«¡No te lo tomes todo!,» grito Paquito. «¡Déjame a mí la mitad! ¡La mitad!,» solicitó imperiosamente. Ana sonrió por dentro. ¡Perfecto! Había mordido el anzuelo.

Cinco

Con la mejor cara invisible que pudo encontrar y Paquito, que se sentía ligerito como plumita de colibrí, completamente convencido de su invisibilidad, se deslizaron hacia las cocheras. Aprovecharían toda la confusión y el ruido de aquel traqueteo de coches y carrozas, el intercambio de saludos entre los cocheros y el rumoreo de faldas y levitas, para escapar de la casa. —«Un ratito,» le explicó Ana a Paquito, que estaba bien asustado. «Solamente una vuelta a la plaza y regresamos». En realidad Ana ya había visitado la plaza y el Parián con su mamá y había visto aquellos "cajones de San José", como llamaban a los lugares donde colocaban las mercancías y desde donde los comerciantes atendían a la clientela. Pero aquellas veces habían ido al ritmo y al capricho de la madre. Hacía mucho tiempo que Ana deseaba husmear a sus anchas por la plaza, ver una por una las tiendas del Parián y, sobre todo, tenía especial interés en buscar la casa de trucos porque le había oído decir al viejo Manuel que allí podría encontrar toda clase de maravillas: barajas encantadas que pueden predecir el futuro, unos lentes chistosos con una enorme nariz postiza, una cajita de la que salta una viborita, máscaras espantosísimas... Pero no había contado la pequeña Villagómez con la noche. Las sombras eran demasiado espesas ahora que había salido de la isla de luz que era la casa en fiesta. La mano de Paquito temblaba en la mano de Ana. —«¿Estás segura, Pati, que somos invisibles?» —«Seguro que sí. ¿No viste qué fácilmente salimos de la casa? Somos completamente invisibles. Mira, la plaza no está lejos.» No era nada fácil caminar por aquellas calles tan mal emparejadas. Si Ana hubiera escapado algunos meses después hubiera encontrado unas calles mejor iluminadas y mucho más transitables, porque en diciembre de ese año de 1789 el virrey, segundo conde de Revillagigedo, mandó hacer importantes mejoras a la plaza, pero estamos apenas en julio y hay lodo por todas partes. De repente, del interior de alguna de las casas, al grito de «¡Agua va!» lanzaban el producto de sus orinales a la calle. Francisco Javier, el invisible, se apretaba la nariz con la mano derecha porque el olor no era muy agradable.

Pero ¿dónde estaba la casa de trucos? ¿Y la panadería? Cerradas, descubrió Ana con desilusión. El trayecto que había recorrido no había sido demasiado largo porque la casa estaba situada de modo que, casi enseguida, llegaron al Palacio del Virrey. Era éste un edificio que, aparte de las habitaciones y salones del gobernante, tenía bodegas y almacenes para guardar fruta y una fonda y vinatería que llamaban Botillería. Ana y Francisco Javier se detuvieron asombrados ante el súbito espectáculo de todos aquellos hombres y mujeres, casi desnudos, en harapos, envueltos solamente en unas capas sucias y raídas, vagabundeando por aquel lugar, sin duda para dirigirse a la Botillería. —«Regresemos,» dijo Paco, con voz quebrada. —«Espera… espera un poco,» dijo Ana, la valiente, que no quería sentirse derrotada. Sin duda aquel hombre los estaba mirando. Sus ojos eran turbios. Paco miró a su hermana con aire interrogante. —«Yo creo que ya pasó el efecto de la bebida,» mintió Ana. «Ya no somos invisibles». —«¡Corramos!,» dijo Paco. Pero ya el hombre, cojeando —le faltaba el pie derecho y se apoyaba en un palo que hacía las veces de bastón—, les había cerrado completamente el paso y agachándose hacia ellos musitó: —«No sé qué hacen estos señoritos tontos por aquí, solos y a estas horas de la noche. Quizás para hacer la fortuna de este pobre mendigo, ¿verdad?» Y se reía y cuando se reía mostraba una bocota a la que faltaban algunos dientes.

El hombre le había echado el ojo a la sortija que Ana llevaba en su mano derecha.

—«La señorita me la dará y así evitará muchos problemas…» Ana quiso decir algo, pero de su boca se había escapado la voz. Y justo en ese momento en que el hombre estiraba la mano para arrebatar la joya, Paquito, de una patada, tiró el bastón del hombre al suelo, lo que le hizo perder el equilibrio. Un juramento terrible y el hombre cayó al suelo. Ana y Paco echaron a correr despavoridos.

Seis Y huyeron, cayendo, tropezándose, orgullosa ella del gesto valiente del hermano; sintiéndose heroico él, duro y crecido. Un trapo oscuro llegado de quién sabe dónde

voló al encuentro de los niños y unas manos feroces los empujaron hacia el interior de una humilde pieza. «¡Es el fin!,» pensó Ana. Paco no tuvo tiempo de pensar nada. —«¡Mis niños!,» decía la mujer… «¡mis niños!» Y les pasaba las manos por la cabeza y los apretujaba contra ella. «Mis niños…» parecía muy exaltada y los empujaba decidida, cerrando la puerta. —«Tanto he rogado a Dios,» decía… «Tanto le he pedido a la virgencita de Guadalupe, nuestra patrona, para que me los devolviera… y míralos aquí: hermosos, florecidas sus carnes, que no enjutos, pálidos y secos como estaban cuando se murieron… ¡Gracias! ¡Gracias!,» y la mujer caía de rodillas ante una lámina pequeñita de la Virgen de Guadalupe, iluminada débilmente por la temblorosa luz de una veladora. Ana miraba sin entender aquella habitación tan pequeña y estrecha. En un rincón, tendidos en un petate, se amontonaban dos o tres bultos que dormían y que ahora comenzaban a moverse, despertándose ante el apasionado monólogo de la mujer. —«¿Y ustedes, de dónde se los pepenó mi mamá,?» pregunta la Lupita, abriendo mucho la boca al bostezar. «¡Dios mío! ¡Si son los señoritos Villagómez!» Los reconoce porque hace algún tiempo fue sirvienta allí. «Si los descubren,» dice, «tendremos problemas con la autoridad». Y les contó a los niños que su madre, la Lupe, se había vuelto loca tres años atrás, cuando la hambruna se llevó uno tras otro a sus cuatro hijos más pequeños. —«Yo sería como tú —dice la Lupita— y recuerdo muy bien cómo no había nada de comer ¡pero nada!, y la gente comía yerba, pero no crean que era cilantro o epazote, no, cualquier zacatito que apareciera por ahí, y de miseria y hambre se moría la gente por montones y había tantos muertos —decía— que no alcanzaban a ponerlos en sus cajas, los apilaban en carretas y se los llevaban». Y lo platicaba así, tranquila, sin dolor y sin aspavientos, y a Ana, que recuerda la opulencia de su mesa, la dispendiosa lujuria de frutos, guisos, confituras y licores, le parecía que nada de eso que le cuentan puede ser verdad y que nada de lo que ha ocurrido en las últimas horas ha pasado en realidad, sino en un sueño y por un momento se pregunta si la loca, la Lupita, la plaza, el cojo de la plaza, ella misma, no serán sino un sueño del niño Jesús.

—«Mi madre tiene la idea fija,» continúa la joven, «de creer que cuanto niño ve es hijo suyo. Y nos trae problemas, de verdad.» Pero, dice, «están haciendo un asilo de dementes y cuando terminen la llevaremos allá, a ver si quieren recibirla». Y la Lupita sonríe, esperanzada. La mujer se ponía absorta, ora canturreaba, ora intentaba acariciar a los niños. —«Síganle la corriente,» suplica la hija, «que no hace nada, la pobrecita. Al rato se nos va a dormir… ya verán… Esperaremos la mañana,» decide. «Salir ahora es muy peligroso». Y la Lupita, sin decirlo, se regodea ante la expectativa de alguna recompensa. A Paco, rendido de tantas emociones, se le cierran los ojos, recostado contra el regazo de su hermana. Ana comienza a entrever que la vida afuera es dura y terrible. Piensa en su casa, en la tibia dulzura de su pieza. La vida —decide— es muy emocionante. Y un frío temblor le recorre la espalda.

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