Transgénicos: ¿qué está en juego realmente? Sacha Barrio Healey
Adquiere increíble magnitud y trascendencia la llegada de la biotecnología, sabiendo que nuestras especies vegetales han evolucionado a lo largo de millones de años, siempre confinadas a leyes naturales. Muchas formas de contaminación, incluyendo la nuclear, pueden ser reversibles, pero la contaminación genética quedará inmortalizada para la eternidad, ya que es prácticamente imposible de revertir. Nos queda la pregunta: ¿qué es lo que realmente está en juego con esta novedosa y seductora biotecnología?, ¿qué nos puede aportar y cómo podría perjudicarnos? Hay científicos que proponen la biotecnología para producir plantas resistentes a heladas, invulnerables a plagas, para aumentar la productividad y combatir la hambruna de países del tercer mundo. Pero, si hacemos un análisis más profundo, veremos que mucho del aparente desarrollo y avance científico está oscuramente amasado con insondables intereses económicos. Además de una lista de perjuicios para nuestra salud e impacto negativo sobre el medio ambiente. Parte de la práctica de la ingeniería genética consiste en introducir genes de bacterias dentro del código genético de especies vegetales. Un ejemplo es del Bacillus thurgingiensis, bacteria que produce una sustancia que es letalmente tóxica para las orugas del maíz y el algodón. Se podría practicar el rociado de esta bacteria sobre el cultivo, con lo cual la bacteria y su toxina estarían activas durante unos tres días, tiempo en el cual las orugas serían ahuyentadas. Pero, si se ha introducido su material genético en una especie vegetal, cada una de sus células ahora sintetizará esta sustancia tóxica y lo hará durante todo su ciclo vital. No tenemos las investigaciones científicas pertinentes, ni tampoco podemos adivinar qué efectos tendría esta sustancia tóxica en el hombre o en los animales que se alimenten de estos cultivos. Pero seria demasiado ingenuo suponer que lo que es letal para un organismo vivo pueda ser completamente inofensivo para otro. Sabemos, por ejemplo, que federaciones de agricultores orgánicos y la organización Greenpeace han enjuiciado a la Environment Protection Agency (EPA), organismo estatal de EEUU para la protección ambiental, por legalizar estas especies genéticamente modificadas (GM). El algodón GM altera, hiere, intoxica y mata a un amplio espectro de insectos, como mariquitas, mariposas, chanchitos, abejas y avispas, y no solo a las orugas del maíz y el algodón sino a todo el universo de orugas. Se sabe que las abejas expuestas a al polen del maíz GM se desorientan y pierden el olfato que les permite distinguir a las distintas flores; sabemos también que la población mundial de abejas ha disminuido considerablemente en los últimos años, lo cual representa graves problemas para los agricultores que dependen de ellas para polinizar sus cultivos. Otro problema entomológico es que el polen del maíz transgénico es mortífero para las mariposas monarca. El polen es el semen del reino vegetal y su poder nutritivo es de incomparable valor para el hombre y las abejas; además, estamos entrometiéndonos con la quintaesencia de la fertilidad y la sexualidad vegetal.
También podría ocurrir que las toxinas de bacterias transferidas a alimentos GM potencialmente ejerzan un impacto sobre la flora intestinal del hombre. La disbiosis intestinal es otra enfermedad endémica de nuestra generación, gracias al cloro del agua y el uso de antibióticos. Para introducir un gen de una bacteria en los anaqueles del DNA vegetal, muchos otros genes deberán desplazarse para crear el espacio necesario; en otros se habrán producido mudanzas de lugar o profundas modificaciones de conducta. Con esto, la planta sintetiza un nuevo grupo de proteínas, y fitoquímicos, y habrá procreado un nuevo universo bioquímico, donde habrán sido elaborado otras incógnitas sustancias, al margen de las del Bacillus thurgingiensis. Estas sustancias no pueden ser examinadas porque no se les conoce, menos aún sus probables interacciones. Esto es equiparable a lo que ocurriría con un médico que no puede diagnosticar una enfermedad que no conoce, lo cual tomaría varios años de estudio, observaciones e investigaciones hasta llegar a definir, delimitar y comprender la nueva enfermedad. Sabemos que la leche de vaca es altamente alergénica y que el 80% de la población presenta intolerancia a la lactosa; la leche de soya tampoco parece ayudar en ese sentido, ya que deshonrosamente está clasificada dentro de los 10 alimentos más alergénicos disponibles en el mercado. Cuando leemos textos antiguos de medicina, casi no hay mención de enfermedades alérgicas; no hay textos que aludan a la etiología o al tratamiento de enfermedades como la rinitis alérgica, por la sencilla razón de que, hace 100 años, esas enfermedades prácticamente no existían en la vida de nuestros ancestros. Pero el día de hoy, es difícil encontrar familias en las que no existan hijos con alergias. No es que los alimentos GM sean 100% imputables, pero es obvio que todo nuestro medio ambiente está cada vez más contaminado. Sabemos también que la soya ha calado hondo en la alimentación de nuestros niños y se conoce que actualmente el 70% de la que se expende en el mercado es GM. A diferencia de Europa, EEUU pasó una ley en la que no obliga al etiquetado de productos GM, lo cual entorpece la capacidad de rastreo. Si una madre observa que su hijo presenta una alergia severa, necesita saber qué alimentos podrían estar ocasionando el problema y transmitir esta información al médico. En los ocho mil años de historia de la agricultura china, los chinos nunca consumieron soya, por haber sido siempre considerada un alimento no apto para consumo humano; recién en el siglo XVII se empieza a consumir soya fermentada: el proceso de fermentación le remueve el ácido fitico, que es tóxico. El ácido fitico es una sustancia natural de la soya que protege a la planta de hongos, bacterias y virus, pero igualmente es tóxico para el ser humano. Entre los productos de soya fermentada tenemos el miso, el tempeh y el nato. La soya también contiene bociogenos (goitregens), que son perjudiciales para la tiroides. Razón por la cual toda persona que padezca de males a la tiroides haría bien en evitar su consumo. Igualmente, la soya inhibe la absorción de zinc, pues contiene inhibidores de enzima que
obstruyen el metabolismo de los carbohidratos; entre las enzimas inhibidas por la soya tenemos a la amilasa, la tripsina y la quimotripsina. Hay estudios que demuestran que la soya produce efectos vasculares negativos en el cuero cabelludo y causan la alopecia o pérdida de cabello. No queremos aquí difamar a la soya, y sabemos que todo alimento tiene su lado luminoso y su lado oscuro también; pero lo sorprendente es hallarla ubicada en el pedestal del alimento maravilla, a pesar de toda la evidencia negativa sobre los efectos secundarios de todos sus componentes. La realidad es que tan solo la soya fermentada es apta para consumo humano. Cuando hablamos de soya transgénica, entramos en otro territorio que está doblemente cuestionado. También se ha aconsejado imitar el pionero desarrollo de Argentina y Brasil, al haberse propagado en todo su territorio un vasto manto de soya transgénica, cuando más exacto sería decir que el presidente Menem vendió su país a los intereses de las transnacionales de la biotecnología, con resultados lamentables. Ahora Argentina es el segundo productor mundial de soya (después de EEUU), ha tapizado todo su territorio de soya transgénica: lo que antes eran pampas, ganadería y vastas variedades de productos agrícolas, ahora son millones de hectáreas de monocultivo de soya transgénica de Monsanto y su inseparable herbicida, el glifosfato; lo que se conoce como roundup ready soya seed. No solo eso, sino que miles de hectáreas anualmente son deforestadas para abrirle más espacio a la soya. Si esta soya alimentara al pueblo, en algo nos consolaríamos; pero lo que ocurre abrumadoramente es que su destino es convertirse en alimento animal. Animales a los que se les dará antibióticos, hormonas, grasas hidrogenadas y luego se convertirán en otro cuestionable alimento para el hombre. Hay personas que profesan el credo de que la segunda revolución verde alimentará al mundo hambriento y terminarán las hambrunas, todo lo cual es una siniestra calumnia. La soya transgénica tiene una productividad reducida en un 4%, comparada con la soya natural, según las investigaciones del profesor Oplinger de la Universidad de Wisconsin. Otras investigaciones independientes han demostrado que la soya transgénica de Monsanto es 10% menos productiva que las variedades naturales. Además que, como hemos dicho, la mayoría —entre el 80 y 90%— de la soya, el maíz y la canola transgénicos es destinada a ser alimento animal y no alimento para el hombre. El producir un kilo de carne animal requiere 100 veces mayor consumo de agua que un kilo de carne vegetal de la misma calidad; en el espacio necesario para producir un kilo de carne animal podríamos producir entre 15 a 20 kilos de proteína vegetal. En Brasil y Argentina, hay deforestación y derroche de recursos naturales para abrir espacio a más soya transgénica y más cultivo de ganado: ¿es esta la ciencia progresista que verdaderamente nos va a ayudar a preservar el medio ambiente? ¿Acaso no viene la semilla transgénica aparejada con su respectivo herbicida, en donde el negocio para la transnacional es doble: venta de semilla y de herbicida? Nos alarma e inquieta saber que entre los genes de la ingeniería está uno denominado el gen terminator, el cual vuelve a las semillas estériles, para así asegurar que el agricultor tenga que comprar nuevamente semillas a la industria. ¿Podemos imaginar qué podría suceder en países del tercer mundo —un país africano como Etiopia o Mozambique— que después de cosechar las semillas no tuviera dinero para comprar nuevas semillas ni tampoco semillas fértiles? ¿Es acaso
legítimo y honorable ser dueño de las cadenas de producción y de la vida o la muerte de una semilla? Mientras que Europa ya le cerró las puertas a la biotecnología y le dijo «no, gracias» a EEUU, por ingenuidad, nuestros pueblos latinoamericanos corren el peligro de no estar muy bien informados y no saber qué es lo que realmente está en juego. En un reciente congreso internacional sobre ingeniería genética, se libraron feroces debates entre los protransgénicos y los antitransgénicos y, después de varios días de enfrentamientos, solo llegaron a un acuerdo: que no se debe permitir el ingreso de transgénicos en las zonas de alta biodiversidad. Es difícil imaginar un país con mayor biodiversidad que el Perú; quizá nuestro país sea algo así como el arca de Noe del planeta, donde es necesario preservar el gemoplasma de tantas especies vegetales y animales. Los internacionalmente afamados productos agrícolas peruanos son en parte responsables de la exquisita cocina peruana, que es también otro gran tesoro de nuestro pueblo. Con la introducción de los alimentos genéticamente modificados se perdería el sabor del alimento y, por supuesto, la innumerable diversidad de cada grano, oleaginosa, tubérculo y fruto que ofrece cada uno de los ecosistemas del país. Como nadie ignora, terminaríamos imitando a EEUU y nos volveríamos comensales de lánguidos vegetales y frutos desabridos, sin el arco iris de variedades al que estamos acostumbrados y además recubiertos de agroquímicos. Una importante parte del esfuerzo por promover la intrusión en el material genético se hace con el propósito de que la planta sea resistente al glifosfato (Round up), un herbicida que es también producido por Monsanto. Del glifosfato, dolorosamente se puede decir que es el herbicida que en la actualidad está lloviendo torrencialmente sobre buena parte del territorio colombiano donde se cultivan hojas de coca, como parte del programa que ejecuta el foráneamente subsidiado Plan Colombia. Vuelven, entonces, a nuestra memoria la funeraria topografía de Vietnam y el agente naranja, que es otra creación de la Monsanto coincidentemente en ambos casos para combatir la guerrilla. Según el U. S. Fish and Wildlife Service (entidad estadounidense encargada de proteger la vida silvestre y acuática), por lo menos 74 especies vegetales están en peligro de extinción debido al uso indiscriminado de Round up o glifosfato; este herbicida puede ser letal para peces en concentraciones tan ínfimas como de diez partes por millón, impide el crecimiento de lombrices y es tóxico para los microbios del suelo que ayudan a las plantas a tomar nutrientes (un ejemplo de ellos son los Rhizobium, bacterias que viven en las raíces de las leguminosas y que ayudan a fijar el nitrógeno atmosférico en nitrógeno biológicamente disponible para las plantas). También en algunos estudios se ha determinado que hay relación entre la exposición del glifosfato y el riesgo de contraer linfoma, uno de los tipos de cáncer cuyo índice epidemiológico rápidamente está creciendo. A finales de los noventa, la FDA estadounidense triplicó la cantidad de glifosfato que está permitido que permanezca en los cultivos, ya que los residuos estaban excediendo los límites legales previamente permitidos. Lo curioso es que existe una documentada lista de funcionarios de la FDA que antes lo fueron de la Monsanto y, lo que es más, muchos de estos funcionarios parecen alternar 2 o 3 años de servicio en cada lado.
La Monsanto ha entablado más de 3500 juicios a diferentes agricultores en Canadá y EEUU, porque, según las inspecciones, sus cultivos contienen semillas transgénicas patentadas y los agricultores no contaban con las licencias respectivas. Estos juicios, en algunos casos, han sido elevados hasta la corte suprema, donde se dictamina que no importa cómo haya llegado el material genético a estos campos, por polinización accidental o por el viento, aun así el agricultor no tiene la licencia y deberá ser multado, después de lo cual al agricultor le es recomendado por sus abogados que no vuelva a sembrar sus semillas naturales porque nuevamente incurrirá en el mismo problema legal; el resultado final es que el agricultor tiene que pasar a ser comprador de semillas transgénicas de Monsanto y a volverse dependiente de sus técnicas agrícolas. Normalmente, cuando una empresa contamina, tiene que indemnizar a las personas perjudicadas, pero ahora el negocio es doble: contamino el medio ambiente y, además, cobro por hacerlo. En el Perú los incas crearon un extraordinario monumento histórico llamado Moray; actualmente estas ruinas arqueológicas son el asombro de los turistas, pero en su tiempo fueron un centro de ingeniera genética de semillas de la mejor calidad. El antiguo poblador andino buscaba nutrir el alma y fortalecer la conexión con la tierra: adecuo y cultivo semillas buscando un pueblo fuerte y sano. Estas semillas eran atesoradas y contienen una larga historia del pueblo y la tierra. Muchas proezas genéticas hemos heredado de los incas, pero su ciencia se hacia conforme a leyes naturales y vale decir que nunca se les pagó nada. En contraste con la motivación de la moderna biotecnología, que es máximamente una oscura oportunidad de mercado e ingresos económicos. ¿Será acaso un futuro promisorio el que nuestros hijos tengan que comprar semillas de papa, maíz o quinua peruanas a las grandes transnacionales de la biotecnología? Es algo que ya sucede con la soya y el algodón. La existencia de cadenas de fast food en todo el planeta, cual grifos de combustible chatarra para las personas, ha generado ingentes ingresos a las transnacionales y, parejamente, un deterioro a la salud de la humanidad. Pero intentar adueñarse de la cadena productiva del alimento del que dependemos todos es verdaderamente una operación de admirable sagacidad y astucia. El tema no solo es económico sino de dominio y control sobre las cadenas de producción de alimento para la humanidad, y honestamente podemos decir que no hay amor ni dignidad en este alimento. Si no tenemos independencia agraria, naturalmente tampoco podremos aspirar a tener independencia económica. Nuestro anhelo no es solo nutrirnos de alimento puro, vital y de la mejor calidad para nuestra sangre, sino ser un pueblo soberano y libre de las invisibles telarañas del poder que implica una agricultura gobernada con estas reglas. Más que nadie buscamos legítimo desarrollo y avance tecnológico, pero cosa muy diferente es pasar a ser cándidos e ignorantes títeres de una avarienta tecnología Frankenstein, que no aporta ningún beneficio social o económico, y que tampoco pretende ofrecer contribución alguna a nuestra salud, más bien oscuramente la amenaza. Como pueblo que históricamente ha venerado la tierra y que ha desarrollado una admirable filosofía de ayni, de compartir en reciprocidad con sus coterráneos, buscamos ser un pueblo con
ética alimentaria, comensales profundamente conscientes no solo de nuestra salud sino también de la salud de todo lo que nos rodea, de las montañas, animales, ríos, plantas y mares. Luego de millones de años en que solo éramos mezquinos cazadores recolectores, la agricultura llegó a nosotros hace más de 8 mil años para darnos una gran lección mística de amor: ahora hay pan para todos, y me siento a comer alimento puro para celebrar juntos nuestra amistad. Nos preguntamos entonces: ¿cuál será la enseñanza y moral de la biotecnología transgénica? ¿Será beneficioso este instintivo razonamiento de no medir las consecuencias, para la salud o el medio ambiente, y donde realistamente, tampoco podemos decir que sea una fugaz oportunidad para que nuestro país acumule riqueza? No se trata de puritanismos a ultranza, de estar sujetos a objeciones morales o cánones religiosos, ni de ser ecologistas utópicos. Más bien, se trata de ver cruda y frontalmente el juego: y el juego consiste en pasar de una independencia agrícola a una dependencia agrícola y, por lo tanto, en estar amarrados a una obediencia económica. Por consiguiente, para evitar lo que sería una histórica, incalculable y lamentable desfiguración de nuestro país, el Congreso de la República debe seguir el ético ejemplo de la Unión Europea, el Japón y tantos otros países que han medido y definido las profundas implicancias de los transgénicos para la salud, el medio ambiente y la economía. Es del común interés, de todo el pueblo y territorio peruano que la actualmente debatida Ley de Bioseguridad y Biotecnología no solo le ponga un seguro candado a la introducción de los transgénicos en el Perú, sino que además sea una ley que promueva la protección del medio ambiente y la biodiversidad en todo el territorio nacional.
Lima 6 de agosto 2007