Ω 18/nov/04
TEJ IDO A los siete años reconocí el asedio de dios: pretendía que escuchara su voz, engendraba en mi sueño aberraciones que no deben suponerse reales, las hacía caminar y cantar, deshacerse en un flujo que golpea el suelo, levantarse de nuevo, contarme historias, arrastrarse entre los matorrales y fingir un desierto. Tuvo cuidado de no mostrarse, de guardar su rostro, pero no dejó de sugerirse cuando yo no podía constatar que era él y tuve que asumir que en la duermevela le había visto cruzar un muro. A la mañana siguiente guardé mi silencio sepulcral y caminé como por obsesión, por el deseo de tenerlo enfrente e increparlo. Sentía los labios entumidos, todo se veía oscurecido; y una y otra vez algo retumbaba en mis costados. Sabía que era él, que yo estaba dentro de su plan. Mantuvo una prudente distancia durante algún tiempo, pues no podía arriesgarse a que lo descubriera una vez más en su asedio; prefirió arrojarme temblores y vibraciones fortuitas como las que me habían recorrido el cuerpo aquel día: me estremecía en la cama, daba vueltas y tenía visiones. Después comprendí que no sólo le resultaba más fácil, sino que así nos mantenía vivos durante más tiempo, nos manipulaba mejor, encaminaba nuestra mirada hacia donde era conveniente que miráramos. El asedio cambiaba de rostro; y sin embargo, podía percibir las agresiones con que se perpetuó: las sentía enterrarse como astillas de vidrio bajo las uñas. Pero aún tenía la precaución de apenas anunciarse, siempre bajo la máscara de la involuntaria traición del universo que reprimía. Conservó esa mecánica de sutilezas y silencios algunos años, inconstantemente, desdoblando su masa de nervios y golpeándome apenas con la punta de uno de ellos. Después de eso, pasaban días para que yo dejara de sentir el cuerpo rasgado y ver en el fondo de los cuerpos la complicada urdimbre de nervios amarillentos que los recorrían. Al principio, las visiones duraban sólo unas horas y no podía ver más que el entramado en la palma de una mano; luego fue el cuerpo entero durante cinco o seis días. Vi la urdimbre esencial en mi madre, la podredumbre en la de mi hermana y la opacidad en muchos de los que conocía. Y como vi urdimbres que pretendían el infinito con una necedad incomprensible, también vi otras en las que se cifraba el universo en su abrumadora sencillez. Me mantuvo así, en un espacio vestibular, preparándome: de sentir la sangre escurrirse de entre mis manos y mirar no la materia, sino cúmulos de nervios, incapaz de controlar las imágenes o experimentar algo ante ello, llegué a ver el orden supremo en el que se disponen materia y pensamientos. Tomé una decisión, la única que era posible tomar –ya tan poco me pertenecía–: aprender y dominar. Si era capaz de mirar ese orden, parecía lógico que pudiera modificarlo sin perder el control de mis resultados. El reto se estableció y los ejercicios comenzaron: obsesivamente dediqué horas y días a una investigación que no sólo pretendía encontrar las leyes del universo, sino doblarlas según mi capricho. Así, ambición y obsesión depuraron de ripios el precario sistema del que me había hecho. Lo primero era distinguir las formas menores del orden supremo, discriminarlas y comprender cada una por separado. Luego me avoqué de lleno a reordenar pequeños grupos de partículas de tal manera que pudiera traspasar con un dedo el borde de un repisa, luego la mano, al final el cuerpo entero. Supuse que podría lograr más: estudié detenidamente el orden de un anillo e intenté cambiar el orden de las partículas del aire de tal manera que se organizaran en plata sólida y pura. Lo logré. El juego siguió, aumentando siempre la complejidad de mis resultados: de objetos pasé a materias menos tangibles y escuché la música que quise, mi casa olía a pasto si así lo deseaba. Dominé por entero mis propios límites, aspiraba a logros más elevados, siempre más acabados. Concluí que sólo me faltaba una cosa por lograr: recordé las urdimbres de los otros, mis ejercicios iniciales y enfilé mis esfuerzos a reorganizar piedras en pequeños pájaros. En un principio, esos pájaros se quedaban
estáticos en la mesa: los había reordenado pájaros, pero no había podido insuflar vida en ellos. Pensé que quizá debía intentar animales menos complejos y me esmeré en el reordenamiento a moscas; pero a pesar de intentarlo pacientemente, una y otra vez, no podía hacerlas volar. Volví a mi fase de estudio meticuloso, comparando el orden de pájaros vivos y muertos, buscando cualquier cosa que los diferenciara. Pero esa partícula era sabia y elusiva, sabía mantenerse lejos del alcance de mi ambición y mantener así su estatuto de inefabilidad. Desistí provisionalmente de ese esfuerzo y decidí poner en práctica cuanto había logrado: después de meses de encierro, fui a un local de apuestas. Tomé un asiento y busqué la manera de reordenar sutilmente la caída de las cartas a mi favor. A pesar de que pude haber ganado desde la primera partida, preferí esperar algunas manos. Después de tanto tiempo, volví a sentir placer sincero; rebosaba de alegría cuando noté algo asombroso: en aquello que salía de mi pecho también había un orden. Regresé a casa, más pasmado por mi descubrimiento que excitado por mi triunfo. Y ahí también reconocí un orden. Entre uno y otro había diferencias tan tenues que era difícil distinguirlos, pues sucedían simultáneos a otras varias dimensiones, sin enturbiarse ni diluirse. Busqué más –odio, ira, tristeza– y encontré que todos formaban parte de una unidad. Sometí el total de mi conocimiento a una causa que parecía imposible: saturé una piedra con ello, pero una vez más algo faltó. Entonces sentí los nervios de dios desdoblarse de nuevo y traspasarme, como si me hubiese reorganizado en una llama. Con la piel casi fuera de su lugar, escuché en el cuerpo una orden suya que me decía: “aquí lo tienes, termina”. Una navaja ya esperaba por mí en el hielo.