La industria cultural Ilustración coiiio engafio dc masas La tesis sociológica de que la pérdida del sostén en la religión objetiva, la disolución de los últimos residuos precapitalistas, la diferenciación técnica y social y la especialización han acabado produciendo un caos cultural, es dirariamente desmentida. Hoy la cultura lo hace codo semejante. Cinc, radio y revistas constituyen iin sistema. Cada sector está armonizado en sí mismo y todos entre ellos. Las manifesraciones estéticas, incluso de posiciones políticas opuestas, proclamari del mismo modo el elogio del ritmo de acero. Los edificios decorativos de las administraciones y las exposiciones industriales apenas son diferentes en los países autoritarios y en los demás. Las iiionumentales y resplandecientes edificaciones que se elevan por todas partes representan la lógica e indefectible regularidad de los grandes consorcios rnultiestatales a la que ya tendía la iniciativa eiiipresarial libre de trabas, cuyos monumentos son los sombríos edificios de viviendas y oficinas de las inlióspitas ciudades. Las casas más antiguas en torno a los centros de hormigón aparecen ya como suburbios, y los nuevos bungalows en la periferia de la ciudad proclaman ya, como las frágiles construcciones de las ferias internacionales, la alabanza del progreso técnico, e invitan a tirarlos tras un brcve uso, como las latas de conservas. Pero los proyectos urbanísticos, que se supone deben perpetuar en pequeñas viviendas higiénicas al individuo como ser más o menos indeperidic~ite,lo somctcn tanto más radicalmente a su adversario, al poder total del capital. Como a sus habitantes se les hace ir para el trabajo y el entretenimiento, es decir, como productores y consumidores, a los ccntros, las células-vivienda cristalizan en complejos bien organizados.
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La manifiesta unidad de macrocosmos y microcosmos muestra a los hombres el modelo de su cultura: la falsa identidad de universal y paiticular. Bajo el rnonopolio, toda cultura de masas es idéntica, y su es queleto, el armazón conceptual fabricado por aquél, comienza a des tacarse. Los dirigentes ya no están tan interesados en esconderlo; sil poder se refuerza cuanto más brutalmeilte se declara. El cine y la radio no necesitan >-apresentarse como arte. La verdad de que no soii sino negocio la utilizan como ideología que debe legitimar las bagatelas que producen deliberadamente. Se llaman sí mismos industrias, y las cifras publicadas de los sueldos de sus directores generales acabaii con roda duda respecto a la necesidad social de sus productos. Los interesados en la industria cultural gustan de explicarla en términos tecnológicos. La participación en ella de millones de personas obliga, según ellos, al uso de procediinientos de reproducción que, a su vez, Iiacen inevitable que en iniiurnerables lugares las mismas necesidades sean satisfechas con bienes estándares. El conrraste técnico entre pocos centros de producción y una recepción dispersa condiciona la organizacióri y la planificación de los que las ordenan. Los estándares se originaron de las necesidades de los consumidores: de ahí que se '1 en realidad, es en el círculo de inanipulaacepraran sin resistencia. ; ción y necesidad reactiva donde la unidad del sistema se ahanza cada vez 111;ís. Pci-oen todo ello se sileiicia que el terreno sobre el que la técnica adquiere poder sohre la sociedad es e1 poder de los económicamente más fuertes sobrg la saciedad. La racionalidad técnica es hoy la racionalidad del dominio misino. Es el carácter coactivo de la sociedad alienada. Los automóviles, las bombas y ei cine mantienen unido el todo social Iiasta que su elemento nivelador muestra su fuerza en la injusticia inisma a la que scrvía. Por ahora, la téciiica de la industria cultural ha llevado sólo a la estandarización y la reproducción en serie, y ha sacriticado aquello por lo que la lógica de la obra se diferenciaba de la lógica del sistema social. Por ello no se debe achacar a una ley dinámica de la técnica como tal, sino a su función en la economía actual. La necesidad que acaso podría escapar al conrrol cenrral es ya reprimida por el de la conciencia individual. El paso del teléfono a la radio ha separado claramente los papeles. Liberal, el teléfono aún permitía al participante representar el de sujeto. Democrática, la radio convierte a todos en oyentes iguales para entregarlos autoritariamente a los programas, iguales entre si, de las emisoras. No se ha desarrollado
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iiingún sistema de réplica, y las emisiones privadas deben resignarse a 1.1 falta de libertad. Se limitan al ámbito no reconocido de los «amaicursn, que por lo demás son también organizados desde arriba. Pero i-ualquier indicio de espontaneidad del público en el marco de la ra(lío oficial es dirigido y absorbido, a través de una selección especiali~ a d a por , cazadores de talentos, concursos ante el micrófono y actuaciones protegidas de toda clase. Los talentos pertenecen a la empresa inucho antes de que ésta los presente: si así no fuera, no se adaptarí,111 tan fervientemente. La constitución del público, que en teoría y de Ilecho L~voreceal sistema de la industria cultural, es una parre del sislema. no su disculpa. Cuando una rama artística procede según la misma receta que otra, miiy alej~dade ella en cuanto al medio y al contenido; cuando el nudo dramitico en las rotzp ope~ilr*de la radio se convierte en ejemplo pedagógico para resol~erdificultades récnicas, que son dominadas como jtzm del mismo modo que en los puntos culmiexperimental de nantes de la vida del jazz: o cuando la «adaptación~~ una composición de Beethoven se realiza conforme al mismo esquema con el que se lleva una novela de Tolstoi al cine. el recurso a los deseos espontáneos del público se convierte en fútil pretexto. Más próxima a la realidad se encuentra ya la explicación por medio del propio peso del aparato técnico y personal, que, por cierto, debe ser considerado en todos sus dctalles como parte del mecanismo económico de selección. A ello se afiade el acuerdo, o al menos la común determinación de los poderosos ejecutivos, de no producir o permitir nada que no se asemeje a sus gráficos, a su concepto de los consumidores y, sobre todo, a ellos mismos. Si la tendencia social ohjetiva en esta era se encarna en las oscuras intenciones subjetivas de los directores generales, éstos son primariamente los de los poderosos sectores de la industria: acero, petróleo, elecrricidad y química. Coinparados con ellos, los monopolios culturales son débiles y dependientes. Deben apresurarse a contentar a los verdaderos poderosos para que su esfera en la sociedad de masas, cuyo tipo específico de mercancía tiene aún mucho que ver con el liberalismo amistoso y los intelectuales judíos, no sea sometida a una serie de acciones depuradoras. La dependencia de la más Seriales radiofónicos, por lo comúri n~eiodraiuáricosy así llamados porque entre los patrocinadores de los mismos abundaban los fabricarites de jahones. [N. del T]
poderosa compaíiía radiofónica respecto de la industria eléctrica, o la del cine respecto de los bancos, caracteriza a toda la esfera, cuyas ramas particulares están a su vez ecoiiómicamente enredadas unas con otras. Todo está tan próximo a todo, que la concentración del espíritu alcaiiza un volunien que le permite traspasar la línea divisoria de empresas y sectores técnicos. La desconsiderada unidad de la industria cultural da testiiilonio de la que se anuncia en la política. Distinciones como las que se establecen entre películas de tipo A y B, o entre historietas en revistas de distintas categorías y precios, más que resultar de la cosa misma, sirven para clasificar, organizar y inanejar a los consumidores. Para todos hay algo previsto, a fin de que ninguno pueda escapar; las diferencias son preparadas y propagadas. Este proveer al público de una jerarquía de cualidades en seric sirve sólo a una cuantificación tanto más perfecta. Cada uno debe comportarse más o menos espontáneamente de acuerdo con su «nivel)>, que le ha sido previamente asignado a partir de indicios, y echar mano de la categoría de productos de masas que lia sido fabricada para su tipo. Reducidos a material estadístico, los consumidores son distribuidos sobre los mapas de las oficinas de investigación, que ya no se diferencian de las de propaganda, en grupos seguii ingresos, en campos rojos, verdes y azules. El esquematismo del procedimiento se muestra en que, finalmente, los productos mecánicamente diferenciados se revelan como lo mismo. Que la diferencia entre la serie Clirysler y la General i2.10tors es eE el fondo.ilusoria, es algo que saben ya los nitíos que se entusiasman con esa diferencia. Lo que los entendidos consideran como ventajas o desventajas sólo sirve para perpetuar la apariencia de competencia y de posibilidad de elegir. No otra cosa sucede con las presentaciones de la Warner Brothers y la Metro Goldwyn Mayer. Pero incluso entre los tipos más caros y más baratos del surtido de modelos de una misina firma, las diferencias tienden a reducirse cada vez más: en los automóviles, a diferencias en el número de cilindros, de volumen y de fechas de las patentes de los gadgets; en el cine, a diferencias en el número de estrellas, en el despliegue de medios técnicos, de mano de obra y de decoración, ); en la aplicación de nuevas fórmulas psicológicas. La medida unitaria del valor consiste en la dosis de conspicousproduction, de inversión exhibida. Las diferencias de valor presupuestadas por la industria cultural
no tienen nada que ver con diferencias objetivas, con el sentido de los productos. También los medios técnicos son impulsados a una creciente uniformidad entre ellos. La televisión tiende a una síntesis de radio y cine, que es retrasada en tanto las partes interesadas no se hayan puesto totalmente de acuerdo, pero cuyas posibilidades ilimitadas el empobrecimiento de los materiales estéticos promete aumentar hasta tal punto que la identidad, apenas disimulada, de todos los productos de la industria cultural podrá niafiana triunfar abiertamente como cumplimiento sarcástico del suefio wagneriano de la obra de arte total. El acuerdo entre palabra, imagen y música se logra de forma tanto más perfecta que en el Zistán por cuanto que los elementos sensibles, que no hacen más que registrar, todos juntos y sin oposición. la superficie de la realidad social, son ya producidos, en principio, en el mismo proceso técnico de trabajo y expresan la unidad de este proceso como su verdadero contenido. Tal proceso de trabajo integra todos los elementos de la producción, desde la concepción de la novela, que bizquea hacia el cine, hasta el ú1timo efecto sonoro. Es el triunfo del capital invertido. Grabar con letras de fuego su omnipotencia, como omnipotencia de sus amos, en el corazón de todos los desposeídos solicitantes de empleo, constituye el sentido de todas las películas, independientemente de la trama que la dirección de producción seleccione en cada caso. Durante el tiempo libre, el individuo debe organizarse de acuerdo con la unidad de producción. La tarea que el esquematismo kantiano aún esperaba de los sujetos, a saber, la de referir por anticipado la multiplicidad sensible a los conceptos fundamentales, se la quita la industria al sujeto. Ésta establece el esquematismo como primer servicio al ciente. En el alma debía actuar un mecanismo secreto que prepara los datos inmediatos de tal modo que puedan adaptarse al sistema de la razón pura. Hoy, el secreto ha sido desvelado. Incluso si la planificación del mecanismo por parte de aquellos que ponen los datos, por la industria cultural, es impuesta a esta misma por el peso de una sociedad que, a pesar de toda racionalización, es irracional, esta tendencia fatal es transformada, a su paso por las agencias del negocio industrial, en la astuta intencionalidad de éste. Para el consumidor no hay nada por clasificar que no venga ya anticipado en el esquematismo de la producción. El prosaico arte para
el pueblo realiza ese idealismo soñador que para el idealismo crítico iba demasiado lejos. 'lodo procede de la concieticia: en Malebranche y Berkeley, de la de Dios; en el arte de masas, de la terrenal dirección de la producción. No sólo se mantienen cíclicamente los tipos de canciones de moda, estrellas y seriales radiofónicos como rígidas invariantes, sino que el mismo contenido específico del espectáculo, lo aparentemente variable, es deducido de ellos. Los detalles se vuelven fungibles. La breve sucesión de notas que hace que una canción de moda resulte pegadiza, el chasco pasajero del héroe, que sabe aguantar como good sport, la aleccionadora paliza que la amada recibe de las robustas manos del galán y la dureza de éste con la mimada heredera, son, como todos los detalles, clichés listos para usar a placer aquí y allá, enteramente definidos cada vez por la finalidad que cumpleri en el esquema. Confirmar el esquema a la vez que lo componer1 es todo lo que hacen, lo que constituye su vida misma. Por regla general, en una película se puede saber en seguida cómo terminará, quién será recompensado, castigado u olvidado; y en la música ligera el oído ya preparado puede adivinar, tras los primeros compases de la canción, la continuación de ésta y sentirse feliz cuando eso es lo que efectivamente sucede. El número medio de palabras de la short story es incotimovible. Incluso los gngs, los efectos y los chistes están calculados como armazón en el que se insertan. Son administrados por expertos especiales, y su escasa variedad se puede repartir, en lo esencial, en el despacho. La industria cultural se ha desarrollado con el predominio del efecto, del logro tangible, del detalle téciiico sobre la obra, que una vez fue la portadora de la idea y que fue liquidada junto con ésta. El detalle, al emanciparse, se había hecho rebelde y se había erigido, desde el romanticismo hasta el expresionismo, en expresión desenfrenada, en exponente de la protesta contra la organización. El efecto arinónico aislado había hecho desaparecer en la música la conciencia del todo formal; el color particular en la pintura, la composición del cuadro; la penetración psicológica en la novela, la arquitectura de la misma. A ello pone fin, mediante la totalidad, la industria cultural. Al no conocer otra cosa que los efectos, acaba con la insubordinación de éstos y los somete a la forma que sustituye a la obra. Ella trata por igual al todo y a las partes. El todo se opone, inexorable y sin relación, a los detalles; es como la carrera de un hombre de éxito, a
la que todo lo que a éste le acontece debe servir de ilustración y prueba, mientras que ella misma no es otra cosa que la suma de esos acontecimientos idiotas. La llamada idea general es un registro general y crea orden, pero no conexión. Sin oposición y sin relación, el todo y el detalle portan los mismos rasgos. Su armotiía garantizada de antemano es la caricatura de la fatigosainente lograda de la gran obra de arte burguesa. En Alemania, sobre las películas más entretenidas de la democracia se cernía ya el silencio sepulcral de la dictadura. El mundo entero debe pasar por el filtro de la industria cultural. La vieja experiencia del espectador de cine que percibe la calle fuera de la sala como continuación del espectáculo que acaba de dejar porque este mismo quiere precisamente reproducir fielmente el mundo perceptivo de la vida cotidiana, se ha convertido en el hilo conductor de la producción. Cuanto más perfecta e integralmente las técnicas cinematográficas dupliquen los objetos empíricos, tatito más fácilmente se logra hoy la ilusión de creer que el mundo fuera de la sala de proyección es la simple prolongación del que se conoce dentro de ella. Desde la repentina introducción del cine sonoro, el proceso de reproducción mecánica se ha puesto enteramente al servicio de este propósito. La tendencia apunta a que la vida no pueda distinguirse ya del cine sonoro. En la medida eti que éste, superando ampliamente al teatro ilusionista, no deja ya a la fantasía ni al pensamiento de los espectadores ninguna dimensión en la que pudieran -en el marco de la obra cinematográfica, pero no controlados por los datos exactos de la misma- apartarse y divagar sin perder el hilo, adiestra a los que se le entregan para que lo identifiquen directamente con la realidad. La atrofia de la imaginación y de la espontaneidad del actual consuniidor cultural no necesita ser reducida a mecanismos psicológicos. Los misnios productos, empezando por el más característico, el cine sonoro, paralizari, por su propia constitución objetiva, esas facultades. Ellos están hechos de tal matiera que su coniprensión adecuada exige rapidez. capacidad de observación y competencia, pero al mismo tiempo prohíben directamente la actividad pensante del espectador, si éste no quiere perder los hechos que pasan rápidos ante su mirada. La tensióti está tan bien ajustada que no necesita ser actualizada en ningúti caso particular, y sin embargo reprime la imaginación. Quien es de tal manera absorbido por el universo de la película, por los gestos, las imá-
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genes y las palabras, que no es capaz de aiiadirle aquello sólo con lo cual podría convertirse verdaderamente en un universo, no tiene por qué estar durante la exhibición especialmente atento a los efectos de la maquinaria. A partir de todas las demás películas y de otros productos culturales que necesariamente debe conocer, los esfuerzos de atención requeridos han llegado a serle tan familiares, que los hace automáticamente. La violencia de la sociedad industrial actúa en los hombres de una vez para siempre. Los productos de la industria cultural pueden contar con que serán consumidos alegremente incluso en un estado de distracción. Pero cada uno de ellos es un modelo de la gigantesca maquinaria económica que mantiene a todos desde el principio en tensión, tanto en el trabajo como en el descanso que se le asemeja. De cualquier película sonora, de cualquier programa radiofónico, se puede deducir lo que no podría atribuirse como efecto a ninguno de ellos tomado aisladamente, sino al conjunto de todos ellos en la sociedad. Inevitablemente cada manifestación particular de la industria cultural hace de los hombres aquello en lo que dicha industria en su totalidad los ha convertido ya. Y todos los agentes de ésta, desde el producrr hasta las asociaciones femeninas, velan por que el proceso de la simple reproducción del espíritu no lleve a una reproducción ampliada. Las quejas de los historiadores del arte y de los abogados de la cultura respecto a la extinción de la fuerza creadora de estilos en Occidente son pavorosamente infundadas. La traducción estereotipada de todo, incluso de aquello que aún no ha sido pensado, al esquema de la reproducibilidad mecánica supera el rigor y la validez de todo verdadero estilo, con cuyo concepto los amigos de la cultura idealizan como orgánico el pasado precapitalista. Ningún Palestrina habría podido perseguir la disonancia no preparada y no resuelta con el purismo con el que hoy un arreglista de jazz elimina todo giro que no quepa en su jerga. Si hace una adaptacion de Mozart al jazz, no se limita a modificarlo allí donde es excesivamente difícil o serio, sino también donde armonizaba la melodía de forma distinta, incluso de manera más simple, de lo que hoy es usual. Ningún constructor medieval hubiera revisado los temas de las vidrieras de las iglesias y de las esculturas con la desconfianza con que la jerarquía de los estudios cinematográficos examina un texto de Balzac o de Victor Hugo antes de recibir el irnprimatur que lo hace utilizable. Ningún capítulo habría asignado a las
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figuras diabólicas y a las penas de los condenados su puesto en el ordo del supremo amor tan concienzudamente como la dirección de producción se lo asigna a la tortura del hkroe o a la falda levantada de la lending lady en la letanía del gran éxito cinematográfico. El catálogo explícito e implícito, exotérico y esotérico, de lo prohibido y lo tolerado, llega tan lejos que no sólo delimita el ámbito libre, sino que lo domina por entero. Conforme a él son modelados incluso los detalles mínimos. La industria cultural -como su antítesis, el arte de vanguardia- fija positivamente con sus prohibiciones su propio lenguaje, con su sintaxis y su vocabulario. La necesidad permanente de nuevos efectos, que permanecen sin embargo ligados al viejo esquema, no hace más que acrecentar, como regla adicional, la autoridad de lo tradicional, de la que cada efecto particular querría escapar. Todo lo que aparece está tan perfectamente marcado, que llegará un momento en que nada pueda darse que no lleve por anticipado la huella de la jerga y que no demuestre, a primera vista, que ha sido aprobado. Pero los personajes principales", productores y reproductores, son aquellos que hablan la jerga con tanta facilidad, libertad y alegría, como si fuese la lengua que ella misma redujo hace tiempo al silencio. Es el ideal de lo natural en esta rama de la industria. Un ideal que se afirma tanto más despótico cuanto más reduce la técnica perfeccionada la tensión entre la imagen y la existencia cotidiana. La paradoja de la rutina disfrazada de naturaleza se percibe en todas las manifestaciones de la industria cultural, y en niuchas de ellas se puede tocar con la mano. Un músico de jazz que tiene que tocar un trozo de música seria, el más simple minueto de Beethoven, lo sincopa involuntariamente y sólo accede, con una sonrisa de superioridad, a tocar las notas preliminares. Esta «naturaleza~,complicada por las pretensiones, siempre presentes y tendentes a la exageración, del medio específico, constituye el nuevo estilo, es decir, «un sistema de la no-cultura; y a ella es a la que cabría conceder incluso una cierta "unidad de estilo" si es que, claro está, el hablar de una barbarie estilizada tuviese todavía sentido»'. -
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* Die Matadoren, plural de Matador (torero), palabra tomada del espafiol a través del francés y, como en este idioma, también usada figuradamente para referirse a un individuo triunfador, un cabecilla o un protagonista de algo. [N. del T ] l Nietzsche, U;zzeitgemasseBetrachtungen, en Werke, Grossoktaveausgabe, Leipzig, 1923, vol. 1, p. 187 [ed. cast. de A. Sánchez Pascual, Consideraciones irrtempestivas, Madrid, Alianza, 1988, vol. 1, p. 371,
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La fuerza universalmente vinculante de esta estilización supera ya a la de las prescripciones y prohibiciones oficiosas; hoy se disculpa con más facilidad que una canción de moda no se atenga a los treinta y dos compases o al ámbito de la novena que el que esa canción contenga incluso el más secreto detalle melódico o armónico extraiío al idioma. Todas las violaciones de los usos del oficio cometidas por Orson Welles le son perdonadas porque ellas, como incorrecciones calculadas que son, afirman tanto más celosamente la validez del sistema. La presión del idioma técnicamente condicionado que estrellas y directores deben producir como naturaleza para que la nación pueda hacerlo suyo, se refiere a matices tan finos que casi alcanzan la sutileza de los medios de una obra de vanguardia, mediante los cuales ésta, a diferencia de aquéllos, sirve a la verdad. La rara capacidad de cumplir minuciosamnete las exigencias del idioma de la naturalidad en todos los sectores de la industria cultural se convierte en medida de la competencia. Lo que se dice y la forma de decirlo deben poder ser controlados desde el lenguaje ordinario. como en el positivisnio lógico. Los productores son expertos. .El idioma exige la fuerza productiva más asombrosa, que él absorbe y desperdicia. El idioma ha superado satánicamente la distinción culturalmente conservadora entre estilo auténtico y estilo artificial. Artificial podría considerarse en todo caso un estilo que se imprimiese desde fuera a los impulsos resistentes de la forma. Pero en la industria cultural el material surge, hasta en sus últimos elementos, del mismo aparato del que brota la jerga en la que se vierte. Las querellas en que se enzarzan los especialistas artís~icoscon los patrocinadores y los censores a propósito de una mentira demasiado increíble son testimonio no tanto de una tensión estética interna cuanto de una divergencia de intereses. La fama del especialista. en la que a veces halla refugio un último resto de autonomía objetiva, choca contra la política comercial de la Iglesia o del consorcio que produce la mercancía cultural. Pero la cosa está ya, en su misma esencia, reificada como aceptable antes de que se llegue al conflicto de las instancias. Antes de que Zanuck* la comprase, Sama Bernardette brillaba en el campo visual de su poeta como un anuncio publicitario para todos los consorcios interesados. En esto han venido a parar los impulsos * Productor cinematográfico y cofundador de 20th Centuiy Pictuves. [A'. del Z,i
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de la forma. De ahí que el estilo de la industria cultural, que ya no necesita ponerse a prueba en ningún material que le oponga resistencia. sea al mismo tiempo la negación del estilo. La reconciliación de lo universal y lo particular, de la regla y la pretensión específica del objeto, sólo en cuya realización el estilo adquiere contenido, es vana porque no se llega ya a ninguna tensión entre los polos: los extremos que se tocan forman una confusa identidad, y lo universal puede sustituir a lo particular y viceversa. No obstante, esta caricatura del estilo dice algo sobre el estilo «auténtico,, del pasado. El concepto de estilo auténtico se evidencia en la industria cultural como equivalente estético del dominio. La idea del estilo como regularidad puramente estética es una fantasía retrospectiva dc los románticos. En la unidad del estilo, no sólo del Medievo cristiano, sino también del Renacimiento, se expresa la estructura diversa de la violencia social, no la oscura experiencia de los dominados. en la que se hallaba encerrado lo universal. Los grandes artistas no fueron nunca quienes encarnaron el estilo de la manera más resuelta y perfecta, sino aquellos que lo acogieron en su propia obra como firmeza frente a la expresión caótica del sufrimiento, como verdad negativa. En el estilo de las obras, la expresión ganaba la fuerza sin la cual la existencia pasaría inadvertida. Incluso aquellas obras llamadas clásicas, como la música de Mozart, contienen tendencias objetivas que buscan algo distinto del estilo que encarnan. Hasta Schonberg y Picasso, los grandes artistas se han guardado la desconfianza hacia el es~iloy se han atenido, en lo esencial, menos a éste que a la lógica del obje~o.Lo que expresionistas y dadaístas afirmaban polémicamente, la falsedad del estilo en cuanto tal, triunfa hoy en la jerga de la canción del crooner, en la gracia estudiada de las estrellas del cine e incluso en la maestría de la instantánea fotográfica de la cabaiía miserable del labrador. En toda obra de arte el estilo es una promesa. Al entrar lo expresado, a través del estilo, en las formas dominantes de la universalidad, en el lenguaje musical, pictórico o verbal, debe reconciliarse con la idea de la verdadera universalidad. Esta promesa de la obra de arte -la de crear verdad a través de la adhesión de la forma a las fórmulas socialmente transmitidas- es tan necesaria como hipócrita. Ella pone como absolutas las formas reales de lo existente al pretender anticipar la plenitud en sus derivados estéticos. En esa medida, la pretensión del arte es también siempre ideología. Sin
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embargo, el arte no encuentra expresión para el sufrimiento de otra manera que en esa confrontación con la tradición, que cristaliza en el estilo. El elemento de la obra de arte con el que ésta trasciende la realidad es, en efecto, inseparable del estilo; pero no radica en la armonía producida, en la problemática unidad de forma y contenido, interior y exterior, individuo y sociedad, sino en aquellos rasgos en los que aparece la discrepancia, en el necesario fracaso del apasionado esfuerzo por la identidad. La obra mediocre, en lugar de exponerse a este fracaso, en el que el estilo de la gran obra de arte se ha visto siempre negado, se ha asido siempre a la semejanza con las otras, se ha contentado con el sucedáneo de la identidad. La industria cultural, en definitiva, absolutiza la imitación. Reducida a mero estilo, revela el secreto de éste: la obediencia a la jerarquía social. La barbarie estética cumple hoy la amenaza que pesa sobre las creaciones del espíritu desde que han sido reunidas y neutralizadas como cultura. Hablar de cultura ha estado siempre contra la cultura. El denominador común ((cultura))contiene ya virtualmente la captación, la catalogación y la clasificación que llevan la cultura al dominio de la administración. Sólo la subsunción industrializada -la subsunción consecuente- es del todo adecuada a este concepto de cultura. Al subordinar todas las ramas de la producción espiritual de la misma manera a la finalidad única de cerrar los sentidos de los hombres, desde la salida de la fábrica por la tarde hasta la llegada, a la mafiana siguiente, al reloj controlador, con los sellos del proceso de trabajo que ellos mismos deben mantener a lo largo del día, esa subsunción realiza sarcásticamente el concepto de cultura unitaria que los filósofos de la personalidad opusieron a la masificación. D e este modo, la industria cultural, el estilo más flexible de todos, se revela como el objetivo mismo del liberalismo, al que se le reprocha falta de estilo. No se trata sólo de que sus categorías y contenidos hayan surgido de la esfera liberal, del naturalismo domesticado como de la opereta y de la revista: los modernos consorcios culturales son el lugar económico donde, junto con los tipos de empresarios correspondientes, sobrevive aún, por ahora, una parte de la esfera de la circulación, la cual se halla en curso de demolición. Ahí puede uno todavía hacer fortuna, con tal de que no se concentre demasiado en su propio objetivo, sino que esté dispuesto a transigir. Lo que se resiste puede sobrevivir sólo en la medida en que se integra. Una vez
registrado en su diferencia por la industria cultural, forma ya parte de ésta como el reformador agrario del capitalismo. La rebelión que tiene en cuenta la realidad se convierte en la marca de quien tiene una nueva idea que aportar a la industria. La esfera pública de la sociedad actual no permite llegar a ninguna acusación perceptible en cuyo tono los perspicaces no se figuren ya la prominencia bajo cuyo signo el rebelde se reconcilia con ellos. Cuanto más profundo se hace el abismo entre el coro y el vértice, con tanta mayor certeza habrá en éste un puesto para todo aquel que sepa manifestar su propia superioridad mediante una originalidad bien organizada. Por eso sobrevive también en la industria cultural la tendencia del liberalismo a seleccionar a sus individuos más aptos. Abrir hoy camino a estos individuos capacitados es aún la función del mercado, por lo demás ya ampliamente regulado, cuya libertad ya en su época de esplendor se reducía, en el arte como en cualquier otro ámbito, para los tontos a la libertad de morir de hambre. No en vano procede el sistema de la industria cultural de los países industrializados más liberales. como también es en ellos donde triunfan todos sus medios característicos, especialmente el cine, la radio, el jazz y las revistas ilustradas. Su avance sin duda se debe a las leyes generales del capital. Gaumont y Pathé*, Ullstein y Hugenberg** habían seguido, no sin fortuna, la tendencia internacional: la dependencia económica del continente respecto a los EE.UU. tras la guerra y la inflación hicieron el resto. Creer que la barbarie de la industria cultural es una consecuencia del cultural lag, del atraso de la conciencia americana por detrás de la posición en la técnica, es pura ilusión. Más bien ocurría que la Europa prefascista iba rezagada en la tendencia hacia el monopolio cultural. Pero precisamente gracias a este atraso conservaba el espíritu un resto de autonomía. y sus últimos exponentes su existencia, por penosa que ésta fuera. En Alemania, la escasa penetración del control democrático en la vida tuvo un efecto paradójico. Muchas cosas quedaron al margen de aquel mecanismo del mercado que se había desatado en los países occidentales. El sistema educativo alemán -incluidas las universidades-, los teatros artísticamente influyentes, las grandes orquestas y los museos se hallaban bajo protección. Los poderes políticos, el Estado y los municipios, que
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habían recibido dichas instituciones corno herencia del absolutismo, les habían reservado un trozo de aquella independencia respecto de las relaciones de dominio declaradas en el mercado que les había sido concedida por los príncipes y senores feudales hasta bien entrado el siglo XIX. Ello reforzó la posición del arte tardío frente al veredicto de la oferta y la demanda y aumentó su resistencia niucho más allá de la protección efectiva. Incluso en el mercado, el tributo a la calidad 110 aprovechable y aún no corriente se convirlió en poder adquisitivo: de ahí que honrados editores literarios y n~usicalespudieran interesarse por autores que no podían aportar mucho más que la estima de los entendidos. Sólo la obligación de incorporarse sin cesar, bajo drástica amenaza, como experto estético a la vida comercial ha puesto freno a los artistas. En otro tiempo, éstos firmaban sus cartas, coino ICant y Huine, como «humildísimos siervos)), mientras minabaii las bases del trono y el altar. Hoy tratan a los jefes de Estado empleando su nombre de pila y son, en todos sus impulsos artísticos, siervos del juicio de sus jefes iletrado~.El análisis que hizo Tocqueville hace cien afios se ha confirrnado entretanto plenamente. Bajo el monopolio privado de la cultura, «la tiranía deja el cuerpo y va derecha al alma. El amo ya no dice: "pensad como yo o moriréis". Dice: "Sois libres de no pensar como yo. Vuestra vida, vuestros bienes, todo lo conservaréis, pero a partir de ese día seréis un extrafio entre nos otros^^. El que no se adapta es golpeado con una impotencia económica que se prolonga en la impotericia espiritual del solitario. Apartado de la industria, es fácil convencerlo de su insuficiencia. Hoy, mientras en la producción material el mecanismo de la oferta y la demanda se disuelve, en la superestructura actúa como control a favor de los que dominan. Los consuinidores son los obreros y los empleados, los agricultorcs y los pequeííos burgueses. La producción capitalista los absorbe de tal modo en cuerpo y alma, que se someten sin resistencia a todo lo que se les ofrece. Pero lo mismo que los dominados siempre se han tomado la moral que les venía de los señores más en serio que éstos mismos, hoy las masas engafiadas sucumben, más aún que los afortunados, al mito del éxito. Las masas tienen lo que desean. Por eso se aferran si11 dudarlo a la ideología con la que se las esclaviza. El funesto apego del pueblo al mal que se le hace se ade-
lanta a la astucia de las instancias. Él sobrepuja en rigorismo al Hays OJj;cer, igual que en las !grandes épocas el pueblo ha alentado instancias mayores dirigidas contra t l mismo, como el terror de los tribunales. Él promueve a Miltey Rooney contra la trágica Garbo, y al pato Donald contra Betty Boop. La industria se adapta a los deseos por ella misma suscitados. Lo que para una firma que a veces no puede explotar hasta el fin el contrato con una estrella en declive sonfduxfrais, para el sistema en su totalidad son costes legítimos. Al sancionar astutamente la demanda de fruslerías, el sistema inaugura la armonía total. La aptitud y la competencia son proscritas como presunción de quien se cree mejor que los demás, cuando la cultura ha repartido tan democráticamente sus privilegios entre todos. Ante la tregua ideológica, el conformismo de los consumidores, como la insolencia de la producción que éstos mantienen en marcha, adquiere buena conciencia. Este conforinismo se contenta con la eterna reproducción de lo misnio. Este «siempre lo mismo)) regula también la relación con el pasado. Lo nuevo de la fase de la cultura de masas respecto a la fase liberal tardía consiste justamente en la exclusión de lo nuevo. La máquina rueda sobre el misnio lugar. Mientras determina ya el consumo, descarta corno un riesgo lo que no se ha experimentado. Las gentes del cine miran con desconfianza todo manuscrito que no se base en un tranquilizador best-seller. Precisamente por eso se habla siempre de idea, novelty y surprise, de aquello que es archiconocido y a la Tez no ha existido nunca. Para ello sirven el tempo y el dinamismo. Nada debe seguir como antes, todo debe transcurrir incesantemente. estar en movimiento. Pues sólo el triunfo universal del ritmo de producción y reproducción mecánicas garantiza que nada cambie, que no surja nada que no se adecue. Las posibles adiciones al inventario cultural ya experimentado son demasiado especulativas. Los tipos formales congelados, como el sketch, la historia corta, la película de tesis y la canción de moda son la medida, hecha normativa y amenazadoramente impuesta, del gusto liberal tardío. Los gigantes de las agencias culturales, que armonizan entre sí como sólo un manager con otro, independientemente de que éste proceda del ramo de la confección o del college, han saneado
A. de Tocqueville, De la Démocratie en íimérique: París. 1864, vol. 11, p. 15 1 [ed. cast. de R. Viejo Viñas, Ln democracia r77América, Madrid; Xkal, 2007. pp. 312-3131,
* Organización estadounidense. instituida en 1934, que promulgó un código moral para el cine. [Ar.de[ T,i
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y racionalizado desde hace tiempo el espíritu objetivo. Es como si una instancia omnipresente hubiese ordenado el material y establecido el catálogo oficial de bienes culturales que recoge sucintamente las series disponibles. Las ideas están escritas en el cielo de la cultura, en el que fueron ya dispuestas y numeradas por Platón, más aún, convertidas en números, fijos e invariables. La diversión y todos los elementos de la industria cultural han existido mucho antes que ésta. Ahora son retomados desde arriba y puestos a la altura de los tiempos. La industria cultural puede vanagloriarse de haber llevado a cabo con energía, y haber erigido en principio, la a menudo poco hábil transposición del arte a la esfera del consumo, así como de haber despojado a la diversión de sus ingenuidades más molestas y haber mejorado la hechura de las mercancías. Cuanto más total ha llegado a ser, cuanto más despiadadamente ha obligado a todo outsider o a quebrar o a entrar en la corporación, tanto más fina y elevada se ha vuelto, hasta terminar en una síntesis de Bcethoven y Casino de París. Su triunfo es doble: lo que fuera extingue como verdad, puede dentro reproducirlo a voluntad como mentira. El arte «ligero» como tal, la distracción, no es una forma degenerada. Quien lo acusa de traición al ideal de la pura expresión se hace ilusiones sobre la sociedad. La pureza del arte burgués, que se hipostasió como reino de la libertad en oposición a la praxis material, fue pagada desde el principio con la exclusión de la clase inferior, a cuya causa -la verdadera universalidad- el arte sigue siendo fiel justamente liberando de los fines de la falsa universalidad. El arte serio se ha negado a aquellos para quienes la miseria y la opresión de la existencia convierten la seriedad en burla y se sienten contentos cuando pueden emplear el tiempo que no pasan en el tajo en dejarse llevar. El arte ligero ha acompañado como una sombra al arte autónomo. Es la mala conciencia social del arte serio. Lo que éste tuvo que perder de verdad en razón de sus premisas sociales da a aquél una apariencia de legitimidad. La escisión misma es la verdad: ella expresa al menos la negatividad de la cultura a que dan lugar, sumadas, las dos esferas. Esta antítesis en modo alguno se puede conciliar incluyendo el arte ligero en el serio o viceversa. Pero esto es lo que intenta hacer la industria cultural. La excentricidad del circo, del museo de cera y del burdel con respecto a la sociedad le resulta tan molesta como la de Schonberg o la de Karl Kraus. Por ello, el músico de jazz Benny
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Goodman debe presentarse con el cuarteto de cuerda de Budapest y tocar con ritmo más pedante que cualqiiier clarinetista de orquesta filarmónica, mientras los de Budapest tocan de forma tan lisa y vertical y tan melosamente como Guy Lombarda*. Lo notable no son la crasa incultura, la estupidez o la rusticidad. Las bagatelas de antaño han sido eliminadas por la industria cultural gracias a su misma perfección, a la prohibición y a la domesticación del diletantismo, aunque ella cometa sin cesar gruesos deslices, sin los cuales no sería concebible un nivel alto. Pero lo nuevo está en que los elementos irreconciliables de la cultura, arte y distracción, son reducidos, mediante su subordinación al fin, una única y falsa fórmula: a la totalidad de la industria cultural. Esta consiste en repetición. El hecho de que sus innovaciones características se reduzcan siempre y en todas partes a mejoramientos de la reproducción en masa no es algo externo al sistema. Con razón el interés de innumerables consumidores se concentra en la ténica, no en los contenidos siempre repetidos, mermados y ya medio abandonados. El poder social que los espectadores veneran se manifiesta más eficazmente en la omnipresencia del estereotipo impuesta por la técnica que en las rancias ideologías, a las que deben representar los efímeros contenidos. No obstante, la industria cultural sigue siendo la industria de la diversión. Su poder sobre los consumidores está mediatizado por la diversión; el cual es finalmente disuelto no por un mero dictado, sino por la hostilidad, inherente al principio mismo de la diversión, hacia todo lo que sea más que ella. Como la introducción de todas las tendencias de la industria cultural en la carne y la sangre del público se realiza a través del entero proceso social, la supervivencia del mercado en esta rama actúa promoviendo dichas tendencias. La demanda ilo ha sido sustituida aún por la simple obediencia. La gran reorganización del cine antes de la Primera Guerra Mundial -condición material de su expansión- consistió justamente en la adaptación consciente a las necesidades del público registradas cual entradas en caja, las cuales en los días de los pioneros de la pantalla apenas se creía que hubiera que tener en cuenta. A los capitanes del cine, que hacen siempre la prueba sólo sobre sus propios ejemplos, sus éxitos más o menos fenomenales, y se guardan prudentemente de hacerlo sobre el
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* Director de orquesta que gozó de gran popularidad. [N. del T ]
ejemplo contrario, sobre la verdad, les parece así aún hoy. Su ideología es el negocio. En ello es cierto que la fuerza de la industria cultural reside en su unidad con la necesidad creada, y no en la simple oposición a ella, aunque esta oposición fuera la de omnipotencia e impotencia. La diversión es la prolongación del trabajo bajo el capicalismo tardío. Es buscada por quien quiere apartarse al proceso de trabajo mecanizado para poder estar de nuevo a tono con él. Pero, al mismo tiempo, la n~ecanizaciónha adquirido tal poder sobre el individuo que disfruta del tiempo libre y su felicidad, determina tan fundamentalmente la fabricación de los productos para la diversión, que ese individuo ya no puede experimentar otra cosa que la percepción de las imágenes eil él persistenres del proceso mismo de trabajo. El supuesto contenido no es más que uria pálida fachada; lo que deja huella en las mentes es la sucesión automática de operaciones reguladas. Del proceso de trabajo en la fábrica y en la oficina sólo es posible escapar amoldándose a él en el ocio. Toda diversiór-i se resiente de esta realidad. El placer se petrifica en aburrimiento, pues para seguir siendebiendo discurrir por los carriles de do tal 110 ha de costar esf~~erzo, las asociaciones habituales. El espectador no ha de necesitar ningún pensamiento propio: el producto indica toda reacción: no en virtud de su contexto objetivo -éste se desmorona en cuanto implica al pensamiento-, sino por medio de señales. Toda conexión lógica que exija esfuerzo intelectual es cuidadosarnente evitada. Los desarrollos deben seguirse a ser posible de la situación inmediatamente anterior, y no de la idea del todo. No hay ninguna acción que se resista al empefio de los colaboradores en extraer de la escena particular todo lo que en ella puedan encontrar. Al final aparece como peligroso incluso el esquema, en la medida en que haya instituido un contexto de significado, por pobre que sea, allí donde sólo la ausencia de sentido es aceptable. A menudo se le niega maliciosamente a la acción la continuación que los caracteres y el asunto exigían en el esquema inicial. En lugar de ello se elige en cada caso, como paso siguiente, la idea aparentemente más eficaz de las que a los guionistas se les han ocurrido para la situación dada. Una sorpresa tontamente inventada irrumpe en la acción cinematográfica. La tendencia del producto a recurrir malignameilte al puro absurdo, en el que tuvo parte legítima el arte popular, la farsa y la payasada hasta Chaplin y los hermanos Marx, aparece del modo más evidente en los géneros menos cultivados. h,lien-
tras las películas de Greer Garson y Bette Davis derivan aún de la unidad del caso psicológico-social algo así como la exigencia de una acción coherente, aquella teridencia se ha impuesto plenamente en el texto de la noz,r1ty sonf, en el cine policiaco y en los dibujos animados. La idea misma es, como los objetos de lo cómico y de lo aterrador, masacrada y desmembrada. Las noz~rltysongs han vivido siempre del sarcasmo hacia el significado que ellas, como precursoras y sucesoras del psicoanálisis, indefectiblemente reducen al simbolismo sexual. En las películas policiacas y de aventuras ya no se concede hoy al espectador asistir a un proceso de ilustración. Debe contentarse, incluso en las producciones no irónicas del género, con el sobresalto que le producen situaciories apenas relacionadas entre sí. Los dibujos animados fueron una vez exponentes de la fantasía contra el racionalismo. Ellos hicieron a la vez justicia a los animales y a las cosas electrizados por su técnica al prestar a los seres mutilados una segunda vida. Hoy no hacen sino confirmar la victoria de la razón tecnológica sobre la verdad. Hace pocos anos tenían acciones consistentes, que sólo en los últimos minutos se disolvían en el torbellino de la persecución. Su modo de proceder se asemejaba en esto al viejo esquema de la slupstick cornedy**. Pero ahora las relaciones temporales se han desplazado. Ya en las primeras secuencias del cine de dibujos animados se anuncia un motivo de la acción para que, en el curso de la misma, se pueda practicar sobre él la destrucción: en medio del vocerío del público el protagonista es arrojado como un trapo. De ese modo, la cantidad de la diversión organizada se convierte en la calidad de la crueldad organizada. Los censores autodesignados de la industria cinematográfica, unidos a ésta por afinidad e del crimen prolongaelectiva, vigilan e s ~ r u ~ u l o s a n ~ e rlai tduración do como espectáculo de caza. El regocijo excluye el placer que supuestamente podría proporcionar la visión del abrazo y aplaza la satisfacción para el día delpogrorn. Si los dibujos animados tienen otro efecto además del de acostumbrar los sentidos al nuevo tempo, es el de martillear en todos los cerebros la vieja sabiduría de que la paliza continua y la eliminación de toda resistencia individual, es condición de la vida en esta sociedad. En los dibujos animados el pato Donald $
Cancióii de moda con elementos humorísticos. [N. del TI Comedia bullanguera y chocarrera. [N. dtl T ]
recibe, como los desdichados en 13 reaiidad, su tuiida para que los espectadores se acostu~iibrer~ a las que ellos reciben. La diversióri ante la violenci;i que sufre el personiije se coil\iiei.te e11 violencia contra el espectador, y la distracción eii esfuerzo. Al ojo fatigado n o dcbe escapársele liada que los cxpertos hayan inventado como estimulante; u n o no debe mostrarse en ningún momento ingenuo ante la astucia de la representacióii; ha de poder seguir en toda ocasión el hilo y tener él mismo esa agilidad que la representación exhibe y recomienda. C o n lo cual se puede dudar de si la misma industria cultural cumple a ú n la función de distraer, de la que tanto se jacta. Si la mayor parte de las radios y los cines se cerrasen, probablemente los consumidores n o sentirían demasiado su falta. Después de todo, el camino de la calle al cine no conduce ya a un inundo de ensuefio, y si las instituciones dejasen de obligar, por el solo hecho de existir, a servirse de ellos, no se suscitaría un deseo tan grand e de ellos. Esta clausura n o sería un reaccionario asalto a la máquina. Desil~isioiiadosse sentirían 110 tanto sus entusiastas como aquellos e n los que, por l o demás, todo se venga: los atrasados. Al ama de casa, la oscuridad del cine le ofrece, a pesar de las películas destinadas a integrarla, un refugio donde puede permanecer unas horas sin que nadie la controle, igual que antaiío, cuando aún había viviendas y tardes de fiesta, las pasaba mirando por la ventana. Los desocupados de los grarides centros encuentran fresco en verano y calor en invierno en los locales con temperatura regulada. Fuera de esto, el abultado aparato de la diversión n o hace, ni siquiera sobre la base de lo existente, más humana la vida a los hombres. La idea de <
pl rel="nofollow">~iipocolas obr;is de arte consistían e n exhibiciones sexu;iles. l'ero al representar la privacióil como algo negativo, cn cicrto modo revocaban la niortificación del instinto y salvaban lo negado en cuanto nicdiatizado. Tal es el secreto dc la s~iblimaciónestética: representar la plenitud a través de su negación. Pero la industria cultural no sublima, reprime. Al exponer una y otra vez lo deseado -el seno en el suéter y el torso desnudo del héroe deportivo- no hace más que excitar el placer preliminar no sublimado que, por el hábito de la privación, ha quedado e n gran medida estropeado y reducido a placer masoquista. 1Vo hay ninguna situación erótica que no una a la alusión y la excitación la advertencia precisa de que jamás se debe llegar a ese punto. El Hdy Ofice no hace más que confirmar el ritual que la industria cultural ya ha establecido: el de T'ántalo. Idas obras de arte son ascéticas e impúdicas; la indusrria cultural es pornográfica y mojigata. Así, ella reduce el amor al romance. Y así reducidas permite muchas cosas, incluso el libertinaje como especialidad corriente, en porciones y con la etiqueta de ddring. La producción e n serie de lo sexual genera automáticamente su represión. La estrella de cine de la que uno debería enaniorarse es, en su ubucuidad, desde el principio una copia de ella misma. Toda voz de tenor suena ya corno un disco de Caruso, y los rostros de las jóvenes de Texas se asemejan ya, en su aspecto natural, a los modelos más exitosos, conforme a los cuales serían clasificados e n Hollywood. La reproducción mecánica de lo bello, a la que sirve tant o más ineludiblemerire la exaltación reaccionaria de la cultura en su sistemática idolatría de la individualidad, n o deja ningún espacio a la inconscieiite idolatría a cuyo cumplimiento estaba ligado lo bello. El triunfo sobre l o hello es realizado p o r el humor, por la alegría que se sieiite en el mal ajeno, e n cada privación conseguida. Es un reírse del hecho de que n o hay nada de q ~ i éreírse. La risa, reconciliada o terrible, acompaña siempre al m o m e n t o e n que se desvanece u n miedo. Ella anuncia la liberación, ya sea del peligro físico, ya de las redes de la lógica. La risa reconciliada resuena como el eco de haber logrado escapar al poder; la terrible vence el miedo pasándose a las insrancias que hay que temer. Es el eco del poder como fuerza ineliiccablc. La brorna cs u n haíío rcconh)rtante. La industria cic la diversióri lo recoriiienda contiriuameritc. E,n ella, la risa se corivierte en instrumento de engaiio a la felicidad. Los momentos di: felicidad no la conoccn; sólo las operetas, y inás tarde el cine, pre-
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sentan el sexo con carcajadas. Baudelaire, e n cambio, tiene tan poco humor como Holderlin. En la falsa sociedad, la risa ha atacado a la felicidad como una enfermedad, y la arrastra consigo a su indigna totalidad. Reírse por algo es siempre burlarse, y la vida que, según Bergson, rompe en la risa la corteza endurecida, es en realidad la vida bárbara que irrumpe, la autoafirinación que en el encuentro amistoso se arreve a celebrar su liberación de todo escrúpulo. El colectivo de los que ríen parodia a la humanidad. Son mónadas, cada una de las cuales se entrega al placer de estar dispuesta a todo a costa de rodas las demás y con el respaldo de la mayoría. En semejante armonía ofrecen la caricatura de la solidaridad. Lo diabólico de la risa falsa radica justamente en el hecho de que ella parodia eficazmente incluso lo mejor: la reconciliación. El placer, en cambio, es severo: res severa verum xr7udit~m*.La ideología de los conventos, según la cual no es la ascesis sino el acto sexual lo que implica ln renuncia a la felicidad accesible, se ve confi rmada negativamente por la seriedad del amante que, lleno de presentimientos, hace pender su vida del instante fugitivo. La industria cultural pone la renuncia jovial en el lugar del dolor, que está presente tanto en la embriaguez como en 13 ascesis. La ley suprema es que los individuos no alcancen de ningún modo lo que desean, y justamente con ello deben reír y contentarse. La permanente renuncia que la civilización ordena es reiteradamente impuesta y demostrada de modo inequívoco a los a ella sometidos en toda exhibición de la industria cultural. Ofrecerles algo a ésios y privarles de ello es una y la misma cosa. Tal es el efecto de todo el aián erótico. Justamente porque no puede producirse jamás, todo gira en torno al coito. Admitir, por ejemplo, en una película una relación ilegítima sin que los culpables reciban el justo castigo está marcado por un tabú más rígido que el de que el futiiro yerno del millonario participe en el movimiento obrero. En contraste con la era liberal, la cultura industrializada puede, como la nacional, permitirse la indignación frente al capitalismo, pero no la renuncia a la amenaza de castración. Esta últinia constituye toda su esencia. Ella sobrevive a la relajación organizada de las costumbres frenre a los hombres de uniforme en las películas alegres producidas para ellos y finalmente en la realidad. Lo que hoy decide * La verdadera alegría cs ausrera. Séneca, Cuitas a Lucilio, carta 23. [N. de/ T j
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ya no es el puritanismo, aunque continúe Iiaciéndose valer en forma de asociaciones femeninas, sino la necesidad intrínseca al sistema de no dejar en paz al consumidor, de no darle ni un solo instante la sensación de que es posible oponer resistencia. El principio del sistenia ordena presentarle todas las necesidades como susceptibles de ser satisfechas por la industria cultural, mas, por otra parte, organizar previamente esas mismas necesidades de ral forma que en ellas se experimente a sí mismo sólo como eterno consumidor, como objeto de la industria cultural. Ésta no sólo le persuade de que su engano es la satisfacción de la necesidad, sino que además le indica que en cualquier caso debe contentarse con lo que se le ofrece. C o n la huida de la vida cotidiana que la industria cultural, en todas sus ramas, promete facilitar sucede coino coi1 el rapto de la hija en la revista humorística americana: el padre mismo sostiene la escalera en la oscuridad. La industria cultural ofrece como paraíso la misma vida cotidiana. E-~capey elopement deben desde el principio reconducir al punto de partida. La diversión promueve la resignación que en ella se quisiera olvidar. La diversión enteramente liberada sería no sólo lo opuesto al arte, sino también el extremo que lo toca. El absurdo a la manera de Mark 'Twain, con el que a veces coquetea la industria cultural americana, podría ser un correctivo del arte. Cuanto más en serio se toma éste su oposición a la existencia, tanto niás se asemeja a la seriedad de la existencia, a su opuesto: cuanto más se empefia en desarrollarse puramente a parrir de su propia ley formal, tanto mayor es el esfuerzo de comprensión que exige, cuando su fin era justamente negar el peso del esfuerzo y el trabajo. En algunos musicales americanos, pero sobre todo en la farsa y en losfi~nnies*,centellea por momentos la posibilidad de esta negación. Pero no se debe llegar a su realización. Lo que la pura diversión implica -el despreocupado abandonarse a las más variadas asociaciones y a felices absurdos- está excluido de la diversión corrien~e:es impedido por el sucedáneo de un senrido coherente que la industria cultural se obstina en dar a sus producciones al tiempo que, haciendo un guifio al espectador, lo maneja como mero pretexto para la aparición de las estrellas. Tramas biográficas y de otro género unen los trozos de absurdo en una acción * Páginas con chistes y tiras de cómics en los periódicos. [N. ddrl T j
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imbécil. En ella no se oye el tintineo del gorro de cascabeles del bufón, sino el del manojo de llaves de la razón capitalista, que incluso en la imagen vincula el placer a los fines del éxito. En el musical cinematográfico, cada beso debe contribuir al éxito del boxeador o de algún experto en canciones, cuya carrera es exaltada. El engaño no radica, pues, en que la industria cultural sirva distracción, sino en que eche a perder el placer al quedar ligada, por su celo comercial, a los clichés de la cultura que se liquida a sí misma. La ética y el buen gusto ponen en entredicho la diversión sin trabas por ((ingenua))-la ingenuidad está tan mal vista como el intelectualismo- y limitan incluso la potencialidad técnica. La industria cultural es perversa, pero no como Babel pecadora, sino como catedral de la alta diversión. En todos sus niveles, desde Herningway hasta Emil Ludwig*. desde Mrs. Miniver** hasta Lone Rangers**, desde Toscanini hasta Guy Lombardo, la falsedad habita en el espíritu que el arte y la ciencia reciben ya confeccionado. La huella de lo mejor la conserva la industria cultural en los rasgos que la aproximan al circo, en el hacer tozudo e insensato de jinetes, acróbatas y payasos, en la «defensa y justificación del arte corporal frente al arte espiritual»3. Pero las guaridas de este arte sin alma, que representa a lo humano frente al mecanismo social, son levantadas sin contemplaciones por una razón planificadora que obliga a todo a declarar su significado y función. Ella hace desaparecet abajo lo carente de sentido de forma tan radical como arriba el sentido de las obras de arte. La actual fusión de cultura y entretenimieilto no se realiza sólo como depravación de la cultura, sino también como espiritualización forzada de la diversión. Esto se ve ya en el hecho de que se asista a ella sólo a través de reproducciones: de la fotografía en el cine y de la gtabación en la radio. En la época de la expansión liberal, la diversión vivía de la fe inquebrantable en el futuro: todo seguiría así y, no obstante, iría a mejor. Hoy la fe vuelve a espiritualizarse; se hace tan sutil que pierde de vista toda meta y queda reducida al fondo dorado que se proyecta detrás de lo real. Ella se compone de los acentos de significado que, paralelamente a la vida misma, se colocan una vez
más, en el espectáculo, sobre el mozo apuesto, el ingeniero, la muchacha excelente, la desconsideración disfrazada de carácter, los intereses deportivos y, finalmente, los automóviles y los cigarrillos incluso cuando el espectáculo no se hace a cuenta de la publicidad de sus directos productores, sino a cuenta de la publicidad del sistema en su totalidad. La diversión misma se alinea entre los ideales, ocupa el lugar de los bienes más altos, que ella misma quita completamente a las masas repitiéndolos de forma aún más estereotipada que las frases publicitarias privadamente costeadas. La interioridad, la forma subjetivamente limitada de la verdad, estuvo siempre sometida, más de lo que ella imaginaba, a los señores exteriores. La industria cultural la reduce a mentira patente. Ya sólo se la experimenta como palabrería que se tolera corno ingrediente molesto-agradable en los best-sellers religiosos, en las películas psicológicas y en los women serial~,para poder dominar con mayor seguridad los propios impulsos humanos en la vida real. En este sentido, la diversión lleva a cabo la purificación de los afectos que Aristóteles atribuia ya a la tragedia y Mortimer Adler* al cine. Igual que sobre el estilo, la industria cultural descubre la verdad sobre la catarsis. Cuanto más sólidas se vuelven las posiciones de la industria cultural, tanto más sumariamente puede permitirse proceder con las necesidades de los consumidores, producirlas, dirigirlas, disciplinarlas, suspender incluso la diversión: para el progreso cultural no existe aquí límite alguno. Pero la tendencia a ellos es inmanente al principio mismo de la diversión en cuanto burgués e ilustrado. Si la necesidad de diversión era producida en gran medida por la industria que alababa ante las masas la obra por el tema, la cromolitografía por la golosina reproducida y, viceversa, los polvos para hacer flanes por la reproducción de los flanes mismos, en la diversión siempre se ha dejado notar el manejo comercial, el sdles t d k , la voz del charlatán de feria. Pero la afinidad originaria entre el negocio y la diversión se muestra en el significado de esta última: en la apología de la sociedad. Divertirse significa estar de acuerdo. La diversión es posible sólo cuando se hermetiza frente al todo del proceso social, se hace estúpida y re-
* Escritor de biografías populares. [N del T ] ** Figura titular de un serial radiofónico. [N del T] ***Figura titular de iiri serial radiofónico del Oeste. [N. del T/ j F. Wedekirid, Gesammelte Wérke, vol. IX, Munich, 1921, p. 426.
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* Filósofo y educador estadounidense que teorizó sobre el valot educativo del cine. [N. del TI
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nuncia absurdamente desde el principio a la pretensión inevitable de toda obra, incluso de la más insignificante, de reflejar en su propia limitación el todo. Divertirse significa siempre no tener que pensar y olvidar el sufrimiento incluso allí donde se muestra. La impotencia está en su base. Es, en verdad, huida, pero no, como se afirma, huida de la mala realidad, sino del último pensamiento de resistencia que esa realidad haya podido dejar aún. La liberación que promete la diversión es liberación del pensamiento en cuanto negación. La insolencia de la exclamación retórica: «¡Hay que ver lo que la gente quiere!)),consiste en que se remite, como a sujetos pensantes, a las mismas personas a las que la industria cultural tiene como tarea específica alejarlas de la subjetividad. Incluso allí donde el público alguna vez protesta contra la industria del entretenimiento, se trata sólo de la ausencia de resistencia, hecha coherente, a la que ella misma lo ha acostumbrado. No obstante, la tarea de mantenerlo a raya se ha hecho cada vez más difícil. El progreso del entonteciiniento no puede quedar detrás del progreso simultáneo de la inteligencia. En la era de la estadística, las masas están demasiado escarmentadas como para identificarse con el millonario de la pantalla, y demasiado estupidizadas como para desviarse, aun ligeramente, de la ley de los grandes números. La ideología se escoilde en el cálculo de probabilidades. No a codos debe llegar la fortuna, sino sólo a aquel al que le ha tocado la suerte, o más bien a aquel que ha sido designado para ella por u n poder superior, normalmente por la misma industria del entretenimiento, que es presentada como buscadora incesante de un afortunado. Las figuras descubiertas por los cazadores de talentos, y luego lanzadas a lo grande por el estudio cinematográfico, son los tipos ideales de la nueva clase media dependiente. La starlet debe simbolizar a la empleada, pero de tal manera que para ella, a diferencia de la verdadera empleada, el gran abrigo de noche parezca hecho a medida. D e ese modo, la estrella no sólo representa para la espectadora la posibilidad de que también ella pueda aparecer un día en la pantalla, sino también, y de forma más palmaria, la distancia que las separa. Sólo a una le puede tocar la suerte, sólo uno es famoso, y, aunque todos tienen matemáticamente la misma probabilidad, ésta es para cada uno tan mínima que hará bien en no contar con ella y alegrarse de la suerte del otro, que bien podría ser él mismo y, sin embargo, nunca lo es. Donde la industria cultural invita aún a una
ingenua identificación, ésta se ve al instante desmentida. Nadie puede ya perderse. En otro tiempo, el espectador de cine veía su propia boda en la del otro. Ahora, los personajes felices de la pantalla son ejemplares de la misma especie que cualquiera del público, pero justamente en esta igualdad queda establecida la separación insuperable de los elementos humanos. La perfecta semejanza es la absoluta diferencia. La identidad de la especie prohíbe la identidad de los casos individuales. La industria cultural ha realizado malignamente al hombre como ser genérico. Cada uno es sólo aquello en virtud de lo cual puede sustituir a cualquier otro: fungible, un ejemplar. Él mismo es como individuo lo absolutamente sustituible, la pura nada, y justamente eso es lo que llega a sentir cuando, con el tiempo, va perdiendo la semejanza. Con ello se modifica la composición interna de la religión del éxito, a la que, por lo demás, sigue fuertemente asido. En lugar del camino per aspera a d astra, que implica dificultad y esfuerzo, se impone más y más el premio. El elemento de ceguera en la decisión rutinaria sobre aué canción se convertirá en canción de moda, o sobre qué comparsa podrá figurar como heroína, es solemnizado por la ideología. Las películas subrayan el azar. Al imponer la ideología la esencial igualdad de sus caracteres -con la excepción del infame- hasta llegar a la exclusión de las fisonomías detestables (aquellas, como la de la Garbo por ejemplo, a las que no parece que , en principio la vida más se pueda saludar con un «bello s i s t e r ~ )hace fáLil a los es~ectadores.Se les asegura que no necesitan ser distintos de lo que son, y que también ellos podrían conseguir cosas, sin que se pretenda de ellos aquello para lo que se saben incapaces. Pero al mismo tiempo se les advierte de que el esfuerzo no sirve para nada, porque incluso la felicidad burguesa no tiene ya ninguna relación con el resultado calculable de su propio trabajo. Y entienden la advertencia. En el fondo, todos reconocen el azar, por el que uno hace su fortuna, como la otra cara de la planificación. Justamente porque las fuerzas de la sociedad han alcanzado ya un grado tal de racionalidad, que cualquiera podría ser un ingeniero o un directivo, el acto de decidir la sociedad auién recibirá la instrucción y la confianza necesarias para desempeiíar tales funciones se ha vuelto de todo punto irracional. Azar y planificación se hacen idénticos, pues, ante la igualdad de los hombres, la felicidad o infelicidad del individuo, hasta la del que está en la cumbre, pierde toda significación económica. El azar ~
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La irzdmio ci
mismo es planificado: no que recaiga sobre este o aquel detcrminado individuo, sino justamente que se crea en su gobierno. Eso sirve de coartada para los planificadores y suscita la apariencia de que en el tejido de transacciones y medidas en que ha sido ttansforrnada la vida hay aún cabida para relaciones directas y espontdneas entre los hombres. Semejante libertad es simbolizada en los diferentes medios de la industria cultural por la selección arbitraria de casos ordinarios. En los detallados informes de las revistas sobre el modesto, pero espléndido, viaje de placet de la persona aiortunada (por lo senetal, una mecanógra6d que acaso ganó el concurso gracias a sus telaciones con los magnares locales) organizado por la revista misma, se refleja la impotencia de todos. Todos son hasta tal punto mero material, que los poderosos pueden acoger a uno en su cielo y luego arrojarlo de alli: sus derechos y su trabajo no valen pata nada. La industria está interesada en los hombres sólo en cuanto clientes y empleados suyos y d e hecho ha reducido a la humanidad en general, y a cada uno de sus elementos, a esta fórmula que lo resume todo. S e ~ ú nque aspecto sea determinante en cada caso, en la ideología se acentúa la planificación o el azar, la tecnica o la vida, la civilización o la naturaleza. Como empleados se les hace pensar en la organización racional y se les anima a adaptarse a ella con sano sentido común. Como clientes se les muestra a través de aconteceres humanos privados, en la panralla o en la prensa, la libertad de elección y el atractivo de lo aún no clasificado. En cualquier caso no dejan de ser objetos. Cuanto menos tiene la industria cultural que prometer, cuanto menos puede mostrar una vida con sentido, tanto más vacía se vuelve necesariamente la ideología que difunde. Incluso los abstractos ideales de armonía y bondad de la sociedad son, en la era de la publicidad universal, demasiado concretos. Pues se ha aprendido a identificar los conceptos absttactos como publicidad. El lenguaje que se remite solamente a la verdad no consigue otra cosa que suscitar la impaciencia por alcanzar rápidamente el fin comercial que se supone persigue en realidad. La palabra que n o es medio o instrumento parece carecer de sentido; la otra, ficción, mentira. Los juicios de valor son percibidos o como anuncios publicitarios o como mera palabrería. Pero la ideología, impulsada así a la vaguedad y a la ialta de compromiso, no se hace por ello más transparente, ni tampoco más débil. Precisamente su vaguedad, su aversión casi científica a .
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comprometerse con algo que no pueda ser verificado, sirve de instrumento de dominio. Ella se convierte en la proclamación enérgica y sistemática de lo que existe. La industria cultural tiende a presentarse como una suma de enunciados protocolares, y de ese modo justamente como profeta irrebatible de lo existente. Ella serpentea con extraordinaria habilidad entre los escollos de la información falsa e identificable y de la verdad manifiesta, repiriendo fielmente el fenómeno con cuyo espesor se impide el conocimiento y estableciendo como ideal el fenómeno continuamente omnipresente. La ideología se escinde en la fotografía de la terca realidad y en la pura mentira de su significado, la cual n o es formulada e ~ ~ l í i i t a m e n t e , sino sugerida e inculcada. Para demostrar la divinidad de lo real no se hace más que repetirlo cinicamenre. Esta prueba fotoldgica no es ciertamente concluyenre, pero si avasalladora. Quien anre el podet de la monotonía aún duda, es un loco. La industria cultural es capaz de rechazar tanto las objeciones contra ella misma como las dirigidas contra el mundo que ella duplica iniiitencionadarnente. Sólo se tiene la alternativa de colaborar o quedat apartado: los provincianos que, en contra del cine y de la radio, recurren a la eterna belleza y al teatro de aficionados, están políticamente ya en el punto hacia donde la cultura de masas está empujando ahora a los suyos. Ésta es lo suficientemente fuerte como para burlarse y servirse de los viejos suefios, del ideal de padre o del sentimiento incondicionado, como ideología según su necesidad. La nueva ideologla tiene al mundo en cuanto tal como objero. Ella adopta el culto del hecho cuando se limita a elevar la mala realidad, mediante la exposición más exacta posible, al reino de los hechos. Mediante esta rransposición, la realidad misma se convierte en sucedáneo del sentido y del derecho. Bello es todo lo que la cámara reproduce. A la esperanza frustrada de poder ser la empleada a quien le toca el viaje alrededor del mundo corresponde la visión frustrante de los países fielmente iotograhados a través de los cuales podria haberle conducido el viaje. Lo que se ofrece no es Italia, sino la prueba visible de que existe. El cine puede permitirse mostrar París, donde la joven norteamericana piensa tealizar sus suefios, como un lugar desesperantemente anodino para empujatla tanto más inexorablemente a Los brazos del gallardo joven americano, a quien podria haber conocido en su propia casa. Que la cosa siga adelante, que el sistema, incluso en su última fase,
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reproduzca la vida de aquellos que lo constituyen, en lugar de eliminarlos de iiiinediato, es algo que encima se le adjudica coino mérito y sentido. Coiltinuar y seguir adelante en general se convierre en jiistificación de la ciega subsistencia del sistema, incluso de su inmurabilidad. Sano es aq~ielloque se repite, el ciclo en la naturaleza y en la industria. Eternamente sonríen las mismas criaturas de las revistas, eternamente machaca la máq~linade jazz. Pese a todo el progreso en la técnica de la representación, de las reglas y las especialidades, pese a todo agitado afanarse, el pan con que la industria cultural alimenta a los hombres sigue siendo la piedra del estereotipo. La industria cultural vive del ciclo, de la admiración, si11 duda fundada, que p r o d ~ ~ cele que las madres sigan a pesar de todo engendrando hijos, el que las ruedas aún no se hayan detenido. Lo cu~ilrefuerza la ininutabilidad de las relaciones existentes, 1-0s ondiilantes campos de trigo al iina! de la película de Chaplin alusiva a Hitler desmienten el discurso antifascista y defensor de la libertad. Esos campos se asemejan a la rubia cabellera de la joven aletiiana cuya vida en el campamento de verano fotografía la UFA*. La naturiileza, al ser tomada por el mecanismo social de dominio corno antistesis saludable de la sociedad, queda entrampada y mercantilizada en la sociedad iricurable. La constatación visual de que los árboles so11 verdes, el cielo es azul y las nubes pasan, hace ya de estas cosas criptograrn~isde chimenas de fábricas y de estaciones de servicio. Y viceversa: las ruedas y los componentes de 13s máquinas deben resplandecer de forina expresiva, degradados a meros soportes para esa alrna de los árboles y las nubes. De ese modo, la naturaleza y la técnica son rnovilizadas contra el moho, la imagen falseada que de la sociedad liberal se tiene en el recuerdo, y en la que, según parece, uno daba vueltas en sofocantes cuartos c~lbiertosde felpa en lugar de tomar, como hoy se hace, banos asexuales al aire libre, o sufría contiriuamerite averías en iin modelo Renz antediluviiiiio en lugar de ir a la velocidad de un cohete desde el lugar donde se hallaba a otro en nada diferente. El triunfo del consorcio gigantesco sobre la iniciativa empresarial es ensalzado por la industria cultural c o ~ n oeternidad de la iniciativa erripresarial. Se combate al enemigo ya derro~~ido, al sujeto pensante. La resurrección de la comedia * Uniwei'rr7n Pi11riAG,productora cinematográfica alcmaiia creda en 191 S. [N. del TI
antifilistea Hans Sonnenstossers' en Alemania y el placer de escuchar Ltfe with Father** tienen el mismo significado. Hay algo en lo que, sin duda, la ideología vacía de contenido no admite bromas: la atención social. ((Nadiedebe permitirse pasar hambre y frío; quien lo haga, terminará en un campo de concentración)): este chiste de la Alemania nazi podría figurar como máxima en todos los portales de la industria cultural. De forma a la vez ingenua y sagaz supone el estado que caracteriza a la sociedad más reciente: ésta sabe encontrar a los suyos. La libertad forni~ilde cada uno está garantizada. Oficialmente nadie debe rendir cuentas de lo que piensa. A cambio, cada uno se ve desde muy temprano encerrado en un sistema de iglesias, círculos, asociaciones profcsiotiales y otras relaciones que constituye11 el instrumento más sensible de control social. Quien no quiera arriiinarse, debe arreglárselas para no resultar demasiado ligero en la balanza graduada de este aparato. De otro modo pierde terreno en la vida y termina por hundirse. El hecho de que en toda carrera, pero especialmente en las profesiones liber~iles, los conocin~ientosespecíficos estén por lo general ligados a una acritud coriformista puede suscitar fácilmente la ilusión de que ello se debe únicamente a esos conocimieritos específicos. En realidad forma parte de la planificación irracional de esta sociedad el que en cierto modo ella reproduzca sólo la vida de los que le son fieles. La escala de los niveles de vida correspoilde exactamente a la conexióii interna de las capas y los individuos con el sistema. Se puede confiar en el directivo, y digno de conf~anzaes también el pequeíío empleado Dagwood***, tal como vive en la revista humorística y en la realidad. Quien tiene hambre y frío, aunque una vez haya tenido buenas perspectivas, está marcado. Es un outsider, y ser un outsider es, exceptuando, a veces, los delitos de sangre, la culpa más grave. En el cine se convierte, en el mejor de los casos, en un original, objeto de iin humor pérfidamente indulgente; pero la mayoría de las veces en el villano a quien identifica como tal su primera aparición en es* Han, Sonnen,tise~rHoiienfihl-t. Eii, /~rritr.i.r.i Í?i~lf~'l~iei 2i.l 5 Szenen jD<x,cen,o a ir>,hfiernosde H S ) . Guión radiofónico dr Paiil Aptl (1931); nucvavcrsión dc GuscaFGrüiidgens (1 937). [N. del TI *' Scrial radiofónico norteamericano, bas'ido eii la obra tearral de Clareilce Day [N. dt>i'L] *** Figura dc la serie de cómic Blo?idit~. [N del T]
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cena mucho antes de que la acción lo demuestre de hecho, a fin de que ni siquiera temporalmente pueda surgir el error de pensar que la sociedad se vuelve contra los hombres de buena voluntad. De hecho se está constituyendo hoy una especie de estado de bienestar a u11 nivel más alto. Para asegurar la propia posición se mantiene en marcha una economía en la que, gracias a una técnica sumamente desarrollada, las masas del propio país resultan ya, por principio, superfluas para la reproducción. Los trabajadores, que son los que realmente alimentan a los demás, aparecen en la ilusión ideológica como alimentados por los dirigentes de la economía, que son realmente los alimentados. La situación del individuo se hace así precaria. En el liberalismo, el pobre pasaba por holgazán: hoy resulta automáticamente sospechoso. El que no recibe ninguna asistencia de fuera está destinado al campo de concentración, eri todo caso al infierno del trabajo más indigno y de los suburbios. Pero la industria cultural refleja la asistencia positiva y negativa a los administrados como solidaridad inmediata de los hombres en el mundo de los aptos. Nadie es olvidado, por doquier hay vecinos, asistentes sociales, doctores Gillespie y filósofos a domicilio con el corazón bien puesto que, con su boridadosa intervención de persona a persona, hacen de la miseria socialmente perpetuada casos individuales remediable~,siempre que no se oponga a ello la perversidad personal de los afectados. El fomento del compañerismo, que la teoría de la producción recomienda y que toda fábrica procura ya poner en práctica a fin de aumentar la producción, coloca hasta el último impulso privado bajo control social mientras, en apariencia. hace inmediatas y reprivatiza las relaciones de los hombres en la producción. Semejante ayuda invernal anímica arroja su sombra reconciliadora sobre las bandas visuales y sonoras de la industria cultural inucho antes de salir de la fábrica para extenderse totalitariamente sobre la sociedad. Pero los grandes auxiliadores y benefactores de 13 humanidad, cuyos trabajos científicos deben presentar los autores de los guiones cinematográficos directamente como actos de piedad para así revestirlos de un interés humano ficticio, obran como precursores de los guías de los pueblos, que al final decretan la abolición de la piedad y saben prevenir todo contagio después de haber acabado con el último paralítico. La insistencia en el buen corazón es la manera en que la sociedad reconoce el sufrimiento que ella produce: todos saben que en el sistema ya no pueden ayudarse a sí mismos, y la ideología debe
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tener en cuenta este hecho. Lejos de limitarse a cubrir el sufrimiento con el velo de un compaíierismo improvisado, la industria cultural pone todo su orgullo empresarial en mirarlo virilmente a la cara y reconocerlo manteniendo con esfuerzo la compostura. El pathos de la compostura justifica al mundo que la hace necesaria. Así es la vida, tan dura, mas por ello mismo también tan maravillosa, tan sana. La mentira 110 retrocede ante la tragedia. De la misma manera que la sociedad total con el sufrimiento, que no lo elimina de sus miembros, pero lo registra y planifica, procede la cultura de masas con la tragedia. De ahí los insistentes préstamos tomados del arte. Éste suministra la sustancia trágica que la pura diversión no puede proporcionar por sí misma, pero de la que necesita si quiere mantenerse de algún modo fiel al principio de duplicar exactamente el fenómeno. La tragedia, reducida a momento previsto y afirmado del mundo, bendice a este último. Ella protege del reproche de que no se toma la verdad suficientemente en serio, mientras uno se la apropia con cínicas lamentaciones. Ella hace interesante la insulsez de la felicidad censurada, y manejable lo interesante. Ella ofrece al consumidor que ha conocido culturalmente días mejores el sucedáneo de la profundidad hace tiempo eliminada, y al espectador normal, las escorias culturales de las que debe disponer por razones de prestigio. A todos concede el consuelo de que también es posible aún el destino humano fuerte y auténtico y de que su representación sin reservas es inevitable. La existencia maciza y sin lagunas, en cuya duplicación se resuelve hoy la ideología, aparece tanto más grandiosa, magnífica y potente cuanto más profundamente mezclada se halla con el necesario sufrimiento. Ella adopta entonces el aspecto del destino. La tragedia es nivelada con la amenaza de aniquilar a quien no colabore, cuando en otros tiempos su significado paradójico consistía en la resistencia desesperada a la amenaza mítica. El destino trágico se convierte en el castigo justo, en el cual siempre deseó transformarlo la estética burguesa. La moral de la cultura de masas es la moral arebajadan de los libros infantiles de ayer. Así, en la producción de primera clase, lo malo se halla personificado en la histérica que, en un estudio con pretensiones de rigor clínico, trata de engañar a su rival, más realista, sobre la felicidad de su vida y encuentra en ello una muerte en absoluto teatral. Cosas tan científicas se hacen sólo en el vértice de la producción. Más abajo, los costes son
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menores. Ahí, a la tragedia se le rompen directamente las muelas sin recurrir a la psicología social. Igual que toda opereta húngaro-vienesa que se preciara debía tener en el segundo acto su final trágico, que no dejaba al tercero más que la aclaración de los malentendidos, la industria cultural asigna a lo trágico su lugar preciso en la rutina. Ya la notoria existencia de la receta basta para disminuir el temor a que lo trágico escape al control. La descripción de la fórmula dramática dada por aquella ama de casa: getting into trouble and out again, define la entera cultura de masas, desde el bobo women serial hasta la obra cumbre. Incluso el peor de los desenlaces, que en otros tiempos tenía mejores intenciones, confirma el orden y corrompe el elemento trágico, ya sea que la amante ilícita pague con la muerte su breve felicidad, ya sea que el triste final en las imágenes haga brillar niás lumiriosameiite la indestructibilidad de la vida fictica. El cine trágico se convierte efectivamente en un instituto de corrección moral. Las masas desmoralizadas por la existencia bajo la coerción del sistema, que demuestran estar civilizadas sólo en coniportamientos forzadamente ajustados que por doquier dejan traslucir rebeldía y furor, deben ser metidas en cintura por el espectáculo de la vida inexorable y el comportamiento ejemplar de los afectados. La cultura ha contribuido siempre a domar los instintos revolucionarios tanto como los bárbaros. La cultura industrializada hace algo más. Enseiía la condición bajo la cual podrá uno soportar esta vida despiadada. El individuo debe utilizar su hastío general como fuerza para abandonarse al poder colectivo, del que está harto. Las situaciones permanentemente desesperadas que descorazonan al espectador en la vida cotidiana se convierten en la reproducción, no se sabe cómo, en garantía de que se puede continuar viviendo. Basta percatarse de la propia nulidad, suscribir la propia derrota, y ya está uno integrado. La sociedad es una sociedad de desesperados, y por eso es presa de los rackets. En algunas de las nlás destacablec novelas alemanas del prefascismo, como Berlin Alexanderphtz* o Kleiner Mann, was nun**, esta tendencia se manifestaba tan drásticamente como en las películas corrientes y en la técnica del jazz. En todos los casos se trata siempre, en el fondo, de un ridiculizarse a sí mismo el
varón. La posibilidad de convertirse en sujeto económico, en empresario o propietario, ha sido finalniente liquidada. Hasta en la úlcima quesería, la empresa independiente, en cuya dirección y herencia se había fundado la familia burguesa y la posición de su jefe, ha caído en una dependencia sin salida. Todos se convierten en empleados, y en la civilización de los empleados cesa la dignidad, de todos modos problemática, del padre. El coniportamiento del individuo respecto al racket-ya sea negocio, profesión o partido, ya sea antes o después de la admisión-, lo mismo que la míniica del jefe ante las masas o la del amante ante la mujer cortejada, adopta rasgos singularmente masoquistas. La actitud a la que cada uno se ve obligado para probar siempre de nuevo su idoneidad moral en esta sociedad hace recordar a aquellos adolescentes que, en el rito de admisión en la tribu, se mueven en circulo, con una sonrisa estereotipada, bajo los golpes regulares del sacerdote. La existencia en el capitalismo tardío es un permanente rito de iniciación. Cada uno debe demostrar que se identifica sin reservas con el poder que le golpea. Ello estrí en el principio de la síncopa del jazz, que se burla de los traspiés y al mismo tiempo los eleva a norma. La voz eunucoide del crooner en la radio, el apuesto galán de la heredera que cae con el esmoquin a la piscina, son modelos para los hombres que deben convertirse en aquello a lo que el sistema los reduce. Cada uno puede ser como la sociedad omnipotente, cada uno puede llegar a ser feliz con tal de que se entregue sin reservas y renuncie a su pretensión de felicidad. En la debilidad de cada uno reconoce la sociedad su propia fortaleza y le cede una parte de ella. Su ausencia de resistencia lo cualifica como miembro de confianza. De este modo es eliminada la tragedia. En otros tiempos, la oposición del individuo a la sociedad constituía su sustancia. Ella exaltaba «el valor y la libertad de ánimo frente a un enemigo poderoso, a una adversidad superior, a un problema Hoy la tragedia se ha desvanecido en la nada de aquella falsa identidad de sociedad y sujeto, cuyo horror brilla aún fugazmente en la vacía apariencia de lo trágico. Pero el niilagro de la integración, el permanente acto de gracia del que tiene el poder de acoger al que no,opone resistencia y se traga su propia renitencia significa el fascismo. Este relanipaguea en la
* De Alfi-rd Dobliii. [N. del i:] ** D e Hans Fallada. [N. del T ]
"ietzsche, G¿itzerrdümmcrung,e n Werke, rd. cit.. vol. VIII, p. 136 [ed. cast. de A . Sánchez Pascual, El crepúsculo de los ídolos, Madrid, Alianza, '1979, p. 1021.
humanidad con la que D6blin permite a su personaje, Biberkopf, enconrrar refugio, igual que en las películas de inspiración social. La capacidad de escurrirse y refugiarse, de sobrevivir a la propia ruina c a pacidad por la que es superada la tragedia-, es la de la nuwa generación. Esta es apta para cualquier trabajo porque el proceso laboral no ara a nadie a ningún trabajo. Ello recuerda la triste flexibilidad del soldado retornado al quc no le interesaba la guerra, o del trabajador temporal que acaba ingresando en ligas y en organizaciones paramilitares. La liquidación de la tragedia confirma la liquidación del individuo. En la industria cultural el individuo es ilusorio no sólo debido a la esrandarización de su modo de producción. El individuo es to-
lerado sólo si su identidad incondicional con lo universal está fuera de roda duda. La pseudoindividualidad domina por doquier, desde la improvisación regulada en el jazz hasta la personalidad original del cine, que para ser reconocida como tal debe colgatle un rizo delante de un ojo. Lo individual se reduce a la capacidad de lo universal de marcar tan por entero lo accidental, que pueda ser reconocido como lo mismo. Justamente el carácter obstinadamente reservado del individuo exhibido o su tcfinada actuación son producidos en serie como los castillos de Yale', que se distinguen entre sí por fracciones de milimetro. La peculiaridad del sí-mismo es un bien de mon o ~ o l i osocialmente condicionado aue es falsamente oresentado como natural. Se reduce al bigote, al acento francés, a la voz profunda de la mujer de la vida, al Lubitsch touch: impresiones dactilares, por así decirlo, sobre los carnés de identidad, por lo demás iguales, en que se transforman la vida y los rostros de todos los individuos, desde la estrella de cine hasta el último preso, ante el poder de lo universal. La pseudoindividualidad se da por supuesta en el registro y la esrerilización de lo trágico: sólo gracias a que los individuos no son tales, sino simples puntos de cruce de las tendencias de lo universal, es posible reabsorbetlos íntegramenre en la universalidad. La cultura de masas desvela así el carácter ficticio que la forma del individuo ha exhibido siempre en la época burguesa, y su equivocaci6n consiste sólo en vanagloriarse de esta turbia armonía entre lo universal y lo particular. El principio de la individualidad ha sido *Nombre de una marca. [N del TI
contradictorio desde el comienzo. Nunca se ha llegado a una verdadera individuación. La forma de auroconservación propia de la sociedad de clases ha mantenido a rodos en el estadio de puros seres genéricos. Todo carácter burgués expresaba, a pesar de su desviación y justamente en ella, una misma cosa: la dureza de la sociedad competitiva. El individuo, en el que la sociedad se apoyaba, llevaba la marca de esa dureza; en su aparente libertad no era sino el producto de su aparato económico y social. El poder apelaba a las relaciones de fuerza dominantes en cada caso cuando solicitaba la opinión de aquellos que estaban a él sujetos. Al mismo tiempo, la sociedad burguesa también ha desarrollado en su camino al individuo. Contra la voluntad de sus dirigentes, la técnica ha convertido a los hombres de nifios cn personas. Pero semejante progreso de la individuación se ha producido a costa de la individualidad en cuyo nombre acontecía, y no ha dejado de ella más que la decisión de perseguir siempre el propio fin. El burgués, en quien la vida se escinde en negocios y vida privada, la vida privada en representación e intimidad, y la intimidad en la malhumorada relación matrimonial y el amargo consuelo de estar completamente solo, descontendo de sí mismo y de todos, es virtualmente ya el nazi, que a la vez se entusiasma e increpa, o el actual habitante de la gran ciudad, que no puede concebir la amistad sino como social contacr, como contacto social de individuos interiormente alejados unos de otros. La industria cultuial puede manejar tan bien a la individualidad sólo porque en esta se reproduce desde siempre la fragilidad de la sociedad. En los rostros de los héroes del cine y de los particulares, confeccionados según los modelos de las de las revistas, se desvanece una apariencia en la que de todos modos ya nadie cree, y la pasión por tales modelos ideales se nutre de la secreta satisfacción de hallarse finalmente dispensados del esfuerzo de la individuación por el esfuerzo, sin duda más farigaso, de la imitación. Pero vano sería esperar que la persona, en sí misma contradictoria y en descomposición, no pueda durar generaciones enteras, que el sistema tenga que resquebrajarse a causa de esta escisión psicológica y que esta meorirosa susritución del individuo por el estereotipo llegue a hacerse insoportable. La unidad de la personalidad ha sido desenmascarada como apariencia desde el Hamlet de Shakespeare. En las fisonomías sintéticamente producidas de hoy se ha olvidado ya que una vez existió el concepto de
vida humana. Durante siglos la sociedad se ha preparado para la aparición de Victor Mature y Mickey Rooney. Cuyo efecro disolvente es a la vez un cumplimiento. La transformación de los tipos medios en héroes es propia del culto de lo barato. Las estrellas mejor pagadas parecen imágenes publicitarias de artículos de marca sin nombre. No en vano son ftecuentemente elegidas entre la grey de los modelos comerciales. El gusto dominante toma su ideal de la publicidad, de la belleza útil. Al final, el dicho socrático de que lo bello es lo útil se ha cumplido irónicamente. El cine hace publicidad para el consorcio cultural en su conjunto; en la radio, las mercancías, por las cuales existen los bienes culturales, son elogiadas también singularmente. Por cincuenta céntimos se puede ver la película que ha costado niillones, por diez se obtiene la goma de mascar, que tiene tras de sí a toda la riqueza del muudo, y con cuya venta ésta ctece. In abienria, pero mediante votación general, se elige a la miii de las fuerzas armadas, aunque, por supuesto, no se tolera la prostitución en la retaguardia. Las mejores orquestas del muudo -que en realidad no lo son- son ofrecidas gratis a domicilio. Todo ello es una parodia del país de Jauja, lo mismo que la «comunidad del pueblo,) lo es de la humana. A todos se les sirve algo. La constatación del visitante proviuciano del viejo Teatro Metropolitano de Berlín, a quien le resulta increíble lo que la gente es capaz de hacer por diuero, ha sido recogida desde hace tiempo por la industria cultural y convertida eu sustancia de la producción misma. Ésta no sólo se ve continuamente acompañada por el triunfo que supone el hecho de ser posible, sino que es en gran medida este mismo triunfo. El espectáculo significa mostrar a todos lo que se tiene y lo que se puede. Es aún hoy la vieja feria, sólo que incurablemente enferma de cultura. Igual que los visitantes de las ferias, atraídos por las voces de los charlatanes, superaban con una paciente sonrisa la decepción que les producían las barracas porque en el fondo sabían ya de antemano lo que iban a encontrar, el espectador del cine se muestra comprensivo con la institución. Pero cou la baratura de los productos de luxe fabricados en serie y su complemento, el embaucamiento universal, se abre paso una transformación en el carácter de mercancía del arte mismo. Lo nuevo no es ese carácter; lo que constituye una novedad es que ese catácter se reconozca hoy expresamente y qne el atte renuncie a su propia autonomía, co-
locándose orgulloso entre los bienes de consumo. El arte como dominio separado ha sido posible, desde el principio, sólo en cuanto burguks. Incluso su libertad, en cuauto negación de la utilidad social, tal como se impone a través del mercado, permanece esencialmente ligada al supuesto de la economia de mercado. Las obras de arte puras, que niegau ya el catácter de mercancía de la sociedad por el mero hecho de seguir su propia ley, han sido siempre, al mismo tiempo, también mercancías: si hasta el siglo ~ ~ 1 la1 protección 1 de los que las encargaban preservó a los artistas del mercado, éstos se hallaban en cambio sometidos a aquéllos y sus fines. La ausencia de hnalidad de la gran obra de arte moderna vive del anonimato del mercado. Las exigencias del mercado se hallan hoy tan diversamente mediatizadas que el artista queda, bien que en cierta medida, dispensado de la exigencia concreta, pues su autonomía, meramente tolerada, estuvo acampanada durante toda la historia burguesa por un momento de falsedad que ha ido desarrollándose hasta producir la liquidación social del arte. El Beethoven mortalmente enfermo, ue arroja lejos de si una novela de Walter Scott con la exclamación: ,< ste escribe por dinero», y que al mismo tiempo, incluso en la explotación de los últimos cuartetos, que encierran toda una renuncia al mercado, se muestra como hombre de negocios experto y tenaz, ofrece el ejemplo más grandioso de la unidad de los opuestos, mercado y autonomía, en el arte burgués. En la ideología caen justamente aquellos que ocultan la contradicción, en lugar de incorporarla, como Beethoven, a la couciencia de su propia producción: Beerhoven improvisó una composición que expresaba la rabia por la moneda perdida*, y dedujo aquel metafísico .así tiene que ser*, que trara de superar estéticamente, tomindola sobre si, la coerción del muudo. de la reclamación del salario mensual por parre del ama de llaves. El principio de la estética idealista, la finalidad sin fin, es la inversión del esquema al que obedece socialmenre el arte burgués: inurilidad para los fines que el mercado declara. Finalmente, en la exigencia de distracción y relajación el fin ha absorbido el reino de la inurilidad. Pero, en la medida en que la pretensión de exploración del arre se va haciendo total, empieza a observarse un cambio en la estructura económica interna de las mercancías culturales. La utilidad que los hombrcs esperan de
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n verloreriei, Groiihen, pequeña pieza para p i a o
de Becrhavsn. [N hl TI
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la obra de arte en una sociedad de anragouismos es en gran medida juscamence la existencia de lo inútil. que. no obstante. es liquidado mediante su toca1 subsunción bajo lo úril. Al adecuarse enreramenre a la necesidad, la obra de arce defrauda por ancicipado a los hombres respecro a la liberación del principia de utilidad que ella debería procurar. Lo que se podría denominar valor de uso en la recepción de las bienes culturales es susriruido por el valor de cambio; en lugar del goce se impone el parricipar y el esrar al corriente; en lugar de la comperencia, la ganancia de presrigio. El cousumidor se convierre en objero ideológico de la industria del entretenimiento. a cuyas insrituciones no puede susrraerse. Es preciso haber visro Mrr. Mirriuer, como es necesario tener las revistas Lifp y Time. Todo es percibido sólo bajo el aspecto del poder servir para alguna orra cosa, por vaga que sea la noción de la misma. Todo tiene valor sólo en la medida en que se puede intercambiar, no por ser lo que es. El valor de uso del arte, su ser, es para ellos un fetiche, y el feriche, su valoración social, que ellos confunden con la categoría de la obra de arte, se convierte en su único valor de uso, en la única cualidad de la que disfrutan. De ese modo, el carácrer de mercancía del arte se desmorona en el momento en que se realiza plenamente. El arte es una especie de mercancia, preparada, registrada, asimilada a la producción industrial, comprable y fungible; pero la mercancía arte, que vivía de ser vendida siendo, sin embargo, invendible, se convierte hipócritamente en lo invendible en cuanto el negocio ya no es sólo su intención, sino su único principio. La ejecución de Toscanini en la radio es en cierto modo invendible. Se escucha gratuitamente y a cada sonido de la sinfonia va como anejo el sublime reclamo publicitario de que la sinfonia no sea interrumpida por los anuncios publicitarios: « t h i conrertir brought toyou m u p u b l i c ~ e r uicer. La estafa se efectúa indirectamente, a través de la ganancia de todos los fabricantes unidos de automóviles y jabones que mantienen a las estaciones de radio, y, naturalmente, a través del crecimiento del negocio de la industria el4ctrica como productora de los aparatos receptores. Por regla general, la radio, fruto tardío y avanzado de la cultura de masas, extrae consecuencias que le están por ahora vedadas al cine por su pseudomercado. La estructura técnica del sistema comercial radiofónico lo inmuniza contra desviaciones liberales como las que los industriales del cine pueden aún permitirse en su campo. Es una empresa privada que representa ya la totalidad soberana, y en ello les
La 'ndurtria cultural
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lleva cierta ventaja a los otros consorcios. Chesterfield es sólo el cigarrillo de la nación, pero la radio es su portavoz. Al incorporar totalmente los productos culturales a la esfera de la mercancía, la radio tenuncia a colocar como mercancía sus propios productos culturales. En América, la radio no reclama ninguna tasa del público. Y de ese modo adquiere el carácter engañoso de la autoridad desinteresada e impatcial, que parece hecha a medida pata el fascismo. En éste, la radio se convierte en la boca universal del Führer: su voz se funde, en los altavoces de las calles, con el aullido de 1a.s sirenas que anuncian el pánico, de las cuales difícilmente se distingue la propaganda moderna. Los nacionalsocialistas sabían que la radio daba forma a su causa. lo mismo que la imprenta se la dio a la Reforma. El carisma metafísico del Führer, inventado por la sociología de la religión*, ha demostrado ser al fin como la simple omnipresencia de sus discursos en la radio, que parodia demoníacamente la omnipresencia del espíritu divino. El hed i o gigantesco de que el discurso penetre por doquiet sustituye su contenido, del mismo modo que la buena acción de aquella retransmisión de Toscanini reemplaza a su contenido, la sinfonía. Ninguno d e los oyentes puede ya captar su verdadero contexto, mientras que el discurso del Führer es simplemente la mentira. Establecer la palabra humana como absoluta, el falso mandamiento, es la técnica inmanente de la radio. La recomendación se convierte en orden. La alabanza de las mercancías siempre iguales bajo marcas diferentes. el elogio científicamente fundado del laxante a través de la voz relamida del locutor entre la obertura de la Trauiuru y la de Rierrzi, se ha hecho insostenible por su propia ridiculez. Finalmente, el dictado de la producción, el anuncio publicitario específico, enmascarado bajo la apariencia de la posibilidad de elección, puede convertirse en la orden abierta del Führer. En una sociedad de grandes ruckers fascistas que se pusieran de acuerdo sobre que parte del social hay que destinar a las necesidades del pueblo, acabaría pareciendo anacrónico recomendar el uso de un determinado jabón en polvo. Más modernamente, sin tantos cumplimientos, el Fiihrer ordena tanto el sacrificio como la adquisición de la mercancía de desecho. Ya hoy, las obras de arte son preparadas oportunamente, cual consignas políticas, por la industria cultural, ofrecidas a precios reducidos Alusión a la forma de dominio de base carirmárica, según Mar Weber. [N. del T.]
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a un público resistente, y su disfrute se hace accesible al pueblo como los parques. Pero la disolucidn de su genuino carácter de mercancía no significa que estén custodiadas y salvadas en la vida de una sociedad libre, sino que ahora ha desaparecido incluso la última protección contra su degradación al nivel de los bienes culturales. La abolición del privilegio cultural por liquidación comercial no introduce a las masas en ámbitos que antes les estaban vedados; más bien contribuye, en las acruales condiciones sociales, justamente a la descomposición de la cultura, al progreso de la bárbara ausencia de relación. Quien en el siglo XIX o a comienzos del xx gastaba su dinero para ver un drama o escuchar un concierto, tributaba al espectáculo por lo menos tanto respeto como el dinero invertido en él. El burgués que quería extraer algo para él podía a veces buscar una relación personal con la obra. La Ilamada literatura introductiva a los dramas musicales de Wagner, por ejemplo, y los comentarios al Fausto dan testimonio de ello. No eran éstos más que una forma de transición al barnizado biográtko y a las otras prácticas a las que se ve sometida hoy la obra de arte. Incluso en la flor del sistema económico de entonces, el valor de cambio no arrastraba tras de sí el valor de uso como un mero apéndice, sino que también lo desatrolld como su primer supuesto, y esto fue socialmente beneficioso para las obras de arte. El arte ha mantenido al burgues dentro de ciertos límites mientras era caro. Pero eso se ha terminado. Su exagerada cercanía, no mediatizada ya por el dinero, a aquellos que están expuestos a su acción, consuma la alienación y hace que ambos se asemejen bajo el signo de una triunfal reificación. En la industria cultural desaparece tanto la crítica como el respeto: a la crítica le sucede la mecánica comprobación de la autenticidad de la obra, y al respeto, el cnlto pasajero de la celebridad. No hay ya nada caro para los consumidores. Sin embargo éstos intuyen a la vez que cuanto menos cuesta una cosa, menos les es regalada. La doble desconfianza hacia la cultura tradicional como ideología se mezcla con la desconfianza hacia la culrura indusrrializada como fraude. Reducidas a mero aditamento, las obras de arte así pervertidas son secretamente rechazadas por los que disfrutan de ellas junto con las fruslerías a las que el medio las iguala. Éstos pueden alegrarse de que haya tantas cosas para ver y escuchar. Practicamente se puede tener de todo. Los screenoi* y los vodeviles en * D e areen+ibili&o: intervalos para jngai al bingo en las salas de cine [N. del TI
el cine, los concursos de reconocimiento de piezas musicales, los folletos gratuitos, los premios y los artículos de regalo que les tocan a los oyentes de determinados programas radiofónicos, no son meros accesorios, sino la de lo que les ocurre a los propios productos culturales. La sinfonía se convierte en un premio por escuchar la radio, y si la técnica tuviese voluntad propia, el cine sería llevado al apartrnent siguiendo el ejemplo de la radio. También él pone rumbo al comercial ryrtem. La televisión indica el camino de una evolución que fácilmente podría llevar a los hermanos Warner a la posición, sin duda nada deseable para ellos, de músicos de cimara y conservadores de la cultura tradicional. Pero el sistema de premios ha precipitado ya en la actitud de los consumidores. En la medida en que la cultura se presenta como un añadido, cuya utilidad privada y social está, por lo demás, fuera de toda cuestión, la recepcidn de sus productos se convierte en percepción de oportunidades. Los consumidores se agolpan por temor a perder algo. No se sabe qué, pero en cualquier caso, sólo tiene una oportunidad quien no se excluye. Pero el fascismo espera reorganizar a los receptores de donativos adiestrados por la industria cultural como seguidores regulares y forzados de su causa. La cultura es una mercancía paradójica. Se halla hasta tal punto suieta a la ley del intercambio, que . ya . ni siquiera es intercambiada; se disuelve tan ciegamente en el uso, que ya no es posible usarla. Por eso se funde con la publicidad. Cuanto más absurda aparece ésta bajo el monopolio, tanto más omnipotente se hace aquélla. Los motivos son, desde luego, econdmicos. Es demasiado evidente que se vivir sin toda la industria cultural: es excesiva la saciedad y la apatía que ella necesariamente produce entre los consumidores. Por sí misma, . poco . puede contra este efecto. La publicidad es su elixir de la vida. Pero como su producto reduce continuamente el placer que promete como mercancía a la pura y simple promesa, termina por coincidir con la publicidad misma, de la que tiene necesidad a causa de su incapacidad para proporcionar algún placer. En la sociedad competitiva, la publicidad cumplía la función social de orientar al comprador en el mercado, facilitaba la elección y ayudaba al productor más hábil, peto aún desconocido, a hacer llegar su mercancía a los interesados. Ella no costaba solamente, sino que ahorraba tiempo de trabajo. Ahora que el mercado libre toca a su fin, se atrinchera en ella
el dominio del sistema. La publicidad refuerza La atadura de los consumidores a los grandes consorcios. Sólo quien puede pagar continuadamente las sumas que piden las agencias publicitarias, y en primer tdrniino la radio misma, es decir, sólo quien forma ya parte del sistema o es elegido para formar parte de él por decisión del capital bancario e industrial, puede entrar como vendedor en el pseudomercado. Los costes de la publicidad, que acaban refluyendo a los bolsillos de los consorcios, evitan la incómoda competencia de intrusos molestos; ellos garanrizan que los competentes formen un círculo cerrado, no muy distinto de aquel en el que se producen las decisiones de los cousejos económicos, que en el Estado totalirario controlan la apertura y la continuidad de nuevas empresas. La publicidad es hoy rin principio negativo, un dispositivo de bloqueo: todo lo que no lleva su sello es económicamente dudoso. La publicidad universal no es en absoluto necesaria para que los hombres conozcan los productos a los que la oferta se halla ya de todos modos limitada. Sólo indirectamente sirve a la venta. El abandono de una práctica publicitaria habitual por parte de una firma aislada significa una perdida de prestigio, en realidad una violación de la disciplina que la camatilla comperenre impone a los suyos. Durante la guerra se continúa haciendo publicidad de mercancías que ya no están disponibles en el mercado sólo para hacer demostración del poderío indusrrial. Más importante que la repetición del nombre es entonces la subvención de los medios de comunicación ideológicos. Como bajo la presión del sistema cada producto emplea la técnica publicitaria, ésta ha entrado en el idioma, en el «estilo» de la industria cultural. Su victoria es tan completa, que en los puntos decisivos ni siquiera tiene necesidad de hacerse explicita: Las construcciones monumentales de los gigantes de la industria, publicidad petrificada a la luz de los proyectores, carecen de publicidad, y, todo lo más, se limitan a exhibir en las azoteas, lapidariamenre luminosas y prescindieudo de todo autoelogio, las iniciales de la firma. Por el contrario, las casas que han sobrevivido del siglo xix, en cuya arquitectura se aprecia aún con rubor la utilidad como bien de consumo, es decit, el fin de lavivienda, aparecen desde la planta baja hasta por encima del tejado cuajadas de carteles y placas publicitarias; el paisaje queda reducido a mero fondo de carteles y símbolos. La publicidad se convierte en ei arte por exce-
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lencia, con el cual Goebbels, lleno de presentimientos, ya La habia identificado: Iúrtpour lúrt, la publicidad por sí misma, la pura demostración del poder social. En las revistas americanas más influyentes, Life y Forturre, una rápida ojeada apenas puede distinguir las imágenes y los textos publicitarios de los de la parte redactada. A la redacción le corresponde el reportaje ilustrado, entusiasta y no pagado, sobre los hábitos de vida y la higiene personal del personaje famoso, que procura a éste nuevosfitrr, mientras que las páginas de publicidad se apoyan en fotografías y datos tan objetivos y realistas, que representan el ideal de infotmación al que la redacción aspira. Cada es el avance publicitario de la siguiente, que promete reunir una vez más a la misma pareja bajo el mismo cielo exótico: quien llega con retraso no sabe si asiste al avance de la próxima película o a la que ha ido a ver. El carácter de montaje de la industria cultural, la fabricación sintética y planificada de sus productos, similar a la de la fábrica no sólo en el estudio cinematográfico, sino virtualmenre también en la recopilación dc biografías baratas, reportajes novelados y canciones, se presta de antemano a la publicidad: al ser el momento singular sustituible y fungible, incluso técnicamente ajeno a toda conexión de sentido, puede prestarse a fines externos a la obra. El efecto, el ttuco, la acción singular, aislada e irrepetible, han estado siernpre ligados a la exposición de productos con fines publicitarios, y hoy cada primer plano de una actriz de cine se ha converrido e n un anuncio publicitario de su nombre, y cada canción de exito en elplug' de su melodía. ,tural se fusionan. Tanto en la una como en la otra la misma cosa aparece en innumerables lugares, y la tepetición mecánica del mismo producto cultural es ya la repetición de la misma frase propagandisitica. Tanro en la una como en la otra la rtcnica se convierte, bajo el imperativo de la eficacia, en psicotécnica, en procedimiento de manipulación de las personas. Tanto en la nna como en la otra rigen las normas de lo sorprendente y sin embargo familiar, de lo ligero y sin embargo contundente, de lo versado y sin embargo simple. Se trata siempre de dominar al cliente, se presente éste como distraído o como resistente a la manipulación.
' Manifeiración favorable sobce algo hrcha en la radio, en un crpecráculo, erc. para reiomendado.
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A rravés del lenguaje en el que se expresa, el cliente mismo contribuye también a afianzar el carácter publicitatio de la cultura. Cuanto más perfectamente se disuelve el lenguaje en la comunicación; cuanto más se convierten las palabtas, de portadoras susranciales de significado, en putos signos carentes de cualidad; cuanto más pura y transparente es su transmisión de las ideas, tanto más impenetrables se hacen al mismo tiempo esas palabras. La d~smitolo~ización del lenguaje, en cuanto elemento del proceso global de la Ilustración, se invierte en magia. Diferentes e inseparables, palabra y contenido iban asociados. Conceptos como melancolía, historia e incluso ala vidaa eran reconocidos en la palabra que los perfilaba y custodiaba. Su forma los constituía y los reflejaba al mismo tiempo. La resuelta separación que declara accidental el tenor de la palabra y arbittaria su correspondencia con el objeto acaba con la confusión supersticiosa de palabra y cosa. Lo que en una sucesión esrablecida de letras trasciende la correlación con el acontecimiento es proscrito como oscuro y como metafísica verbal. Pero con ello la palabra, que ya sólo puede designar pero no significar, queda de tal modo fijada a la cosa, que se queda en pura fórmula. Lo cual afecta por igual al lenguaje y al objero. En lugar de hacer el objeto accesible a la experiencia, la palabra depurada lo expone como caso de un momento abstracto, y con ello todo lo demás, excluido de la expresión -que ya no existepor el imperativo despiadado de claridad, se desvanece también en la realidad. El ala izquierda en el fútbol, la camisa negra, el joven hitletiano y sus equivalentes no son otra cosa que lo que se llaman. Si, antes de su tacionalización, La palabra habia desatado, junto con el anhelo, también la mentira, la palabra racionalizada se ha convertido en camisa de fuerza más para el anhelo que para la mentira. La ceguera y el mutismo de los datos, a los que el positivismo reduce el mundo, pasan también al lenguaje, que se limita a registrar esos daros. De este modo, las designaciones mismas se hacen impenetrables, adquieren una contundencia y una fuerza de adhesión y repulsión que las asimila a lo más opuesto a ellas: a las fórmulas mágicas. Vuelven así a actuar a la maneta de las prácticas mágicas, como que el nombre de la diva sea combinado en el estudio cinematográfico de acuerdo con datos rstadisticos, o que quienes gobiernan el Estado de bienesrar sean anatematizados con uombres tabú, como «burócratas» o «inrelectuales»,o que la vulgaridad se haga invulnerable apro-
piándose el nombre del país. Los nombres en general, a los que la magia preferentemente se enlaza, suften hoy un cambio químico. Se transforman en designaciones arbitrarias y manipulables, cuya eficacia puede ser calculada, pero justamente por ello también dotada de un poder propio, como el de los nombres arcaicos. Los nombres de pila, residuos arcaicos, han sido elevados a la alrura de los tiempos en la medida en que o bien se los ha estilizado y reducido a marcas publicitables e n t r e las estrellas de cine, los apellidos son rambién nombres d e pila-, o bien se los ha estandarizado colectivamente. En cambio, el nombre burgués, el apellido, que lejos de ser una marca comercial individualizaba a su portador por hacer referencia a sus origenes, suena anticuado. El apellido produce entre los norteamericanos un curioso embarazo. Para ocultar la incómoda distancia rntrr individuos particulares se llaman Bob y Harry, como miembros fungibles de tearrrr. Semejante uso reduce las relaciones entre los hombres a la fraternidad del público de los deportes, que protege de la verdadeta. La significación como única función de la admitida por la semántica se realiza plenamente en la seíial. Su carácter de señal se refuerza gracias a la prontitud con que son puestos en circulación desde lo alto modelos lingüisticos. Si las canciones populates han sido consideradas, con razón o sin ella, patrimonio culrural «rebajado. de las clases altas, sus elementos han adquirido en cualquier caso su forma popular sólo en un largo y diversamente mediatizado proceso de la experiencia. La difusión de las canciones populares, en cambio, se de golpe. La expresión americana ofadw, para modas que se propagan como una epidemia -promovidas por poderes económicos altamente concentrados-, designaba el fenómeno mucho antes de que los jefes de la propaganda impusieran las líneas generales de la cultura. Si un día los fascistas alemanes lanzan desde los altavoces una palabra como «intolerable», todo el pueblo dirá al día siguiente «intolerable». Conforme al mismo esquema, las naciones en las que la guerra relámpago alemana habia puesto sus miras han acogido en su jerga esa palabra. La repetición universal de las expresiones adoptadas para las diversas medidas hace a éstas de algún modo familiares, lo mismo que en tiempos del libre mercado el nombre de un producto en la boca de todos promovía su venta. La ciega repetición y la rápida difusión de palabras establecidas conecta la publicidad con las consignas totalitarias. El estrato de experiencia
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que hacia de las palabras palabras de los hombres que las pronunciaban ha sido allanado, y en su pronta asimilacion adquiere el lenguaje aquella frialdad que hasta ahora sólo había mostrado en las columnas anunciadoras y en las páginas de anuncios de los periódicos. Innumerables personas utilizan palabras y modisnios que, o no entienden ya, o los utilizan sólo por el valor que, desde un punto de vista behaviorista, pueden rener, cual signos protectores que finalmente se adhieren a sus objetos con tanta mayor fuerza cuanto menos se comprende su significado lingüístico. El ministro de Insrrucción Pública habla de fuerzas dinámicas sin saber qué dice, y las canciones de éxito hablan sin cesar de riuerie y rhap~odyy ligan su popularidad justamente a la magia de lo incomprensible, experimentada como el estremeeirniento de una vida más elevada. Otros estereotipos, como rnenrory, son todavía entendidos en cierta medida, pero se escapan de la experiencia que podría llenarlos de sentido. Son como enclaves insettos en el lenguaje hablado. En la radio alemana de Flesch y Hitler se pueden reconocer en el afectado alto alemán del locutor, que dice a la nación aHasta la próxima vez», o «Aquí habla la juventud d e Hitlern, o incluso simplemente .el Führem, con un tono peculiar que se convierte de inmediato en el tono natural de millones de personas. En tales expresiones se ha cortado incluso el último vinculo entre la experiencia sedimentada y la lengua, como aquel que en el siglo XiX ejercía aún una influencia reconciliadora a través del dialecto. Al redactor, en cambio, a quien la ductilidad de sus convicciones le ha permitido convertirse en «redactor alemán», las palabras alemanas se le petrifican subrepticiamente en palabras exrranjeras. En cada palabra se puede distinguir hasta qué punto ha sido desfigurada por la ,xcomunidad popular,, fascista. Es verdad que este lenguaje se fue convirtiendo poco a poco en universal y roralitario. N o es posible ya percibir en las palabras la violencia que han sufrido. El locutor de radio no tiene necesidad de hablar con afectación; él mismo n o seria posible si su entonación se distinguiese netamente de la del grupo de oyenres que se le ha asignado. Pero, en cambio, el lenguaje y el gesto de los oyentes y de los espectadores se hallan impregnados más que nunca de los esquemas de la industria cultural, hasta en matices a los que hasra ahora ningún método experimental ha podido llegar. Hoy, la industria cultutal ha heredado la función civilizadora de la democracia de las fronteras y de
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los empresarios, cuyo intetés por las diferencias de orden espiritual no estuvo nunca muy desarrollado. Todos son libres para bailar y divertirse, de la misma manera que, desde la neutralización histórica de la religión, son libres para entrar en una de las numerosas sectas existentes. Pero la libertad en la elección de la ideología, que refleja siempre la coacción económica, se revela en todos los sectores como la libertad para lo mismo de siempre. La forma en que una joven acepta y lleva el compromiso obligatorio, el tono de la voz en el teléfono y en las situaciones más familiares, la elección de las palabras en la conversación, la entera vida íntima, ordenada según los conceptos profunda venida a menos, revela el intento de conde una vertirse en el aparato adecuado al éxito, el cual corresponde, hasta en los movimientos impulsivos, al modelo que presenta la industria cultural. Las reacciones más intimas de los hombres están tan perfectamente cosificadas a sus propios ojos, que la idea de lo que les es propio y peculiar subsiste sólo en la forma más abstracta:perronaliry apenas significa para ellos otra cosa que tener los dientes blancos, no tener las axilas sudorosas y no mostrar las emociones. Es el triunfo de la publicidad en la industria cultural, la forzada actitud mimérica de los consumidores ante las mercancías cultutales ya desenmascaradas en su siguificado.