Susan Sontag Ante el dolor de los demás Madrid: Alfaguara, 2003 Virginia Woolf, en el libro Tres guineas de 1938 defendía que la guerra es un producto del macho bélico, que obtiene las satisfacciones del heroísmo o la gloria. “La guerra es un juego de hombres” (14). Estas declaraciones provienen de sus reflexiones y ante un paquete de fotografías sobre los destrozos humanos y de edificios, en la Guerra Civil española. Pero, las fotografías, especialmente las más crueles y desgarradoras, ¿mueven la aversión hacia la guerra? Una misma fotografía puede decir muchas cosas según quien la mira. Para Woolf, aquellas imágenes eran genéricas y hablaban de anónimos. Y esa es su fuerza: muestran la crueldad de la guerra. Sin embargo, su lectura puede ser muy diferente para un militante: constatan la masacre que el enemigo ha llevado a cabo y, por tanto, la necesidad de venganza o justicia. “Durante los combates entre servios y croatas al comienzo de las recientes guerras balcánicas, las mismas fotografías de niños muertos en el bombardeo de un poblado pasaron de mano en mano tanto en las reuniones propagandísticas serbias como en las croatas. Altérese el pie y la muerte de los niños puede usarse una y otra vez”. (18-19). “quien acepte que en un mundo dividido como el actual la guerra puede llegar a ser inevitable, e incluso justa, podría responder que las fotografías no ofrecen prueba alguna, ninguna, para renunciar a la guerra” (20). La existencia de una fotografía, pues, no justifica por sí sola el efecto en quien mira, ni muestra “todo” lo que ocurre. Ernst Friederich publicó “¡Guerra contra la guerra!” en 1924, un álbum de ciento ochenta imágenes difíciles de soportar. En algunos lugares fue incluso censurado, prohibido o perseguido judicialmente. “Ser espectador de calamidades que tienen lugar en otro país es una
experiencia intrínseca de la modernidad, la ofrenda acumulativa de más de siglo y medio de actividad de esos turistas especializados y profesionales llamados periodistas. Las guerra son ahora también las vistas y sonidos de las salas de estar” (27). * Hasta la Primera Guerra Mundial, la guerra llegaba a casa mediante el relato periodístico. Pero en esa guerra, las cámaras tomaron las consecuencias, los campos devastados, aunque nunca en el frente. El realismo de la primera línea llegó con las cámaras ligeras y las exposiciones múltiples, que se estrenó en la Guerra Civil española. En Vietnam, se inició la televisión como medio de transmisión de la barbarie. Aunque “a la hora de recordar, la fotografía cala más hondo” (31). La fotografía aparece como la medida de la realidad, a la que no parece acceder de igual modo la palabra. La fotografía es un testimonio real (alguien estuvo ahí para hacerla) de algo real (un hecho). Sin embargo, parecen existir grados de realidad y la foto se percibe más creíble cuanto menos perfecta. Pero quien ve busca a veces no lo que la foto no dice, sino lo que debería decir, utilizando informaciones que no se encuentran en la imagen. Lo que escandaliza de la Guerra Civil española o de las matanzas en Yugoslavia es que tenían lugar en el lado civilizado del mundo. Los países civilizados llevaban ya mucho tiempo masacrando a los civiles de sus colonias, incluyendo la destrucción total de poblados. Así que, para interpretar una imagen se pregunta ¿Dónde se hizo la foto? ¿En qué bando estaba esa persona? El fotógrafo es el que muestra o denuncia y, por ello, la fotografía puede tomar partido por un bando, como ocu-
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rrió en la Guerra Civil o en la Segunda Guerra Mundial (no así en la Primera Guerra Mundial, considerada un gran error incluso para los vencedores). Pero hay guerra y guerras. Unas se recubren de un interés especial que reta al paso del tiempo, mientras que otras son olvidadas e ignoradas, aunque puedan ser más horribles o devastadoras. “A excepción de Europa en la actualidad, la cual ha reclamado el derecho a no optar por la guerra, sigue siendo tan cierto como antaño que la mayoría de las personas no pondrán en entredicho las racionalizaciones que les ofrece su Gobierno para comenzar o continuar un conflicto”. (49). Por ello, lo que unos interpretan como un desastre evitable, para otros denota un heroísmo ejemplar.
con la Guerra de Vietnam, que la fotografía retomara ese valor de autenticidad y espontaneidad. Hoy, la escenificación es una rareza. Para el retoque, ya está Photoshop. * Más que la escenificación o el retoque, lo que abunda es la censura (desde la más frecuente: la autocensura). Así, por ejemplo, en 1982, Margaret Tatcher sólo permitió tomar imágenes a dos fotógrafos, y sólo antes de que las tropas británicas llegaran a las Malvinas. A la televisión se le prohibió el acceso. En la Guerra del Golfo, sólo se emitió la versión “tecnoguerra”, que mostraba la superioridad estadounidense, evitando visualizar la masacre. Incluso, la NBC compró secuencias que mostraban la crueldad estadounidense, pero no las emitió. “El destino de miles de reclutas iraquíes que, habiendo huido de la ciudad de Kuwait al final de la guerra, el 27 de febrero, fueron arrasados con explosivos, napalm, proyectiles radioactivos (con uranio empobrecido) y bombas de fragmentación mientras se dirigían hacia el norte, en convoyes o a pie, camino de Basora, en Irak: una matanza que un oficial estadounidense calificó notoriamente como «tiro al pavo»”(79). “En la era de la guerra teledirigida contra los incontables enemigos del poder estadounidense, las políticas sobre lo que el público ha de ver y no ver todavía se están determinando” (81). Se esgrimen cuestiones como “el buen gusto”, “el respeto a los familiares de las víctimas” y hábitos sensibles, como no mostrar los rostros descubiertos, sobre todo si son “de los nuestros”. Pero, “Cuanto más remoto o exótico el lugar, tanto más estamos expuestos a ver frontal y plenamente a los muertos y moribundos” (84).
* Pocos temas llaman tanto la atención del espectador como el horror o el desnudo. Con respecto al primero parece que el autor dice “¿Puedes soportar mirarlo?”. Y existe cierto placer también en superar ese reto, en una conducta morbosa. El horror entró en el arte definitivamente con Goya y sus serie de 83 grabados “los desastres de la guerra” sobre la invasión francesa de 1808. Pero hay una clara distancia entre la pintura y la fotografía. La pintura evoca, es una síntesis. La fotografía muestra, es una prueba. La pintura se hace. La fotografía no se puede retocar, ni aún en los detalles nimios, pues no se hace, se toma. Fotos históricas fueron en su día montajes, escenificaciones que pasaron por muestra espontáneas y reales. El descubrimiento del montaje defraudó a los espectadores. No importa si el hecho ocurrió realmente, no importa si se sabe a ciencia cierta que tuvo lugar aquella masacre, aquel beso, aquel encuentro o aquel episodio. El fotógrafo no puede retocar o escenificar, debe ser un espía de la imagen espontánea, debe encontrarse en ese momento y ese lugar realmente y mostrar qué ocurrió realmente. No obstante, la cobertura de la televisión hizo,
* Nosotros somos los que vemos y ellos los que son vistos. Son pobres condenados a esas desgracias, imágenes de zoológico que llaman la aten-
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ción a nuestros ojos y ante los que se aplican las mismas reglas del buen gusto. “En el centro de las esperanzas y de la sensibilidad ética modernas está la convicción de que la guerra, aunque inevitable, es una aberración. De que la paz, si bien inalcanzable, es la norma. Desde luego, no es así como se ha considerado la guerra a lo largo de la historia. La guerra ha sido la norma, y la paz, la excepción” (87). Se supone que no puede haber belleza en una foto que muestre la crueldad de un desastre, con lo que la fotografía se debate entre la realidad y el arte. Y en ese terreno se mueve, generalmente con el objeto de la denuncia. Y, sin embargo, “para que las fotografías denuncien, y acaso alteren, una conducta, han de conmocionar” (95). Y esa conmoción favorece la retención, una especie de memoria colectiva en el sentido de que las personas de un colectivo siguen recordando, tal vez incluso entre generaciones, gracias a las imágenes que retuvieron el momento. Así, hay museos para la memoria del holocausto. Pero ello supone, peligrosamente, el olvido de las atrocidades que no quedan afianzadas en imágenes para los colectivos. De cuanto ha ocurrido y ocurre, sólo unos acontecimientos llegan a ser recordados, compartiendo las fotografías que prueban que “aquello ocurrió realmente”. “El problema no es que la gente recuerde por medio de fotografías, sino que sólo recuerda las fotografías” (103). Las imágenes permiten no sólo recordar lo que ocurrió, sino llamar a la reflexión acerca de por qué ocurrió y cómo evitarlo, pues ayudan a conocer, a saber hechos y circunstancias. Una foto es insuficiente para saber qué pasó concretamente: ¿realmente era un soldado servio? ¿Esa imagen es realmente de Vietnam?... Lo importante no es el significado del contexto preciso, sino la constancia de que la humanidad es capaz de crear esa situación. Es la guerra e importa poco dónde se desarrolla.
Ver las fotografías de cuerpos mutilados puede generar cierto placer, de forma que el horror de algunas fotografías se busca activamente. Pero tal vez no es placer, sino exaltación, como ocurre con la contemplación de los cuadros de mártires cristianos, cuyo dolor les provocaba sufrimiento y éste es símbolo de exaltación. “La compasión es una emoción inestable. Necesita traducirse en acciones o se marchita. La pregunta es qué hacer con las emociones que han despertado, con el saber que se ha comunicado” (117). En la práctica, tras la contemplación del horror, si no hay alternativas, sólo queda cambiar de canal. Pero ¿qué alternativa estamos en disposición de asumir cuando el sufrimiento de los otros puede estar asociado a nuestros propios privilegios? * Dos ideas muy extendidas sobre la fotografía son: (1): las imágenes que transmiten los medios definen la atención de los espectadores y (2) la sobresaturación actual de imágenes favorece que las que más deben importar tengan cada ver un efecto menor. Pero no es seguro que la abundancia atenúe la conmoción. Es más ¿qué habría de hacerse? ¿Racionar la imágenes? Esto no puede ocurrir, como tampoco que se racionen los horrores. Si vivimos es la sociedad del espectáculo y sólo lo visible es real, “toda situación ha de ser convertida en espectáculo a fin de que sea real” (126) Sin embargo “la afirmación de que la realidad se está convirtiendo en un espectáculo es de un provincialismo pasmoso” (128), pues se centra en el análisis del sector privilegiado dentro del mundo rico, que puede escoger si mira o se entretiene o cambia de canal. Incluso en ese mismo mundo, cientos de espectadores no pueden “curtirse” y siguen conmocionándose y apreciando la realidad. Se acusa a los fotógrafos de necrófagos comerciales, lo que permite a los acusadores analizar el
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horror desde la distancia y la superioridad.
La imagen es mirar a distancia. Pero también se puede mirar de cerca sin que implique ningún cambio.
* * “Debemos permitir que las imágenes atroces nos persigan. Aunque sólo se trate de muestras y no consigan apenas abarcar la mayor parte de la realidad a que se refieren, cumplen no obstante una función esencial. Las imágenes dicen: esto es lo que los seres humanos se atreven a hacer, y quizá se ofrezcan a hacer, con entusiasmo, convencidos de que están en lo justo. No lo olvides” (133-134). Y, sin embargo, la paz y la reconciliación parecen exigir olvido. Pero las imágenes deberían llamar, al menos, a la reflexión, a interrogar sobre qué ha pasado y si el estado de las cosas que hemos aceptado debe ponerse en entredicho.
El escenario que rodea la imagen condiciona su significado. No es lo mismo una foto de guerra en la portada de un periódico que en un cartel publicitario de Benetton. “No podemos imaginar lo espantosa, lo aterradora que es la guerra; y cómo se convierte en normalidad. No podemos entenderlo, no podemos imaginarlo. Es lo que cada soldado, cada periodista, cooperante y observador independiente que ha pasado tiempo bajo el fuego, y ha tenido la suerte de eludir la muerte que ha fulminado a otros a su lado, siente con terquedad. Y tiene razón “ (146).
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