Senderos 3-edicion

  • June 2020
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  • Pages: 125
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Vi una azucena y creí que el Amado estaba en ella; vi luego una rosa bella y pensé que estaba allí; luego en un claro alhelí y en un río y una estrella... ¡Y era porque estaba en mi!

José María Pemán. Los Testigos de Jesús. Obras /6. Grandes Firmas EDIBESA, Madrid, 1997. p. 163. Del homenaje a Ramón Llull. (XLI)

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A mis sobrinos Alfredito y Emilio, porque verlos crecer y caminar por la vida, ha sido una gracia que Dios me ha concedido.

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Si quieres, puedes curarme Stanley Luff reflexionaba el sentido del dolor y el sufrimiento diciendo lo siguiente: No se nos pide que pensemos que la enfermedad es algo bueno. Cuando nos hallamos heridos o enfermos, es que se ha producido un desorden en la creación de Dios. Sin embargo, una de las peculiaridades de la Providencia consiste en sacar un bien de los males. Nuestros cuerpos están, también, sujetos a las leyes de la naturaleza. Lo mismo que las estaciones del año, ellos también sufren cambios y, al final, mueren… Pero volvemos a surgir. Cuando estamos enfermos, podemos poner en marcha una parte de nosotros que, de otra manera, no habría funcionado. Por extraño que parezca, a veces suele ser la mejor parte en la vida de todo hombre. Además, le damos a los demás la oportunidad de practicar la bondad y la amabilidad, algo que los hará felices y también les permitirá ser más personas. En la Providencia de Dios hay muchas cosas que acaban resultando para bien. Nos hacemos conscientes de nuestra pequeñez… Lo principal es convencernos de que no nos debe echear a perder nuestra enfermedad, que nuestro espíritu no debe quedar derrotado. Esta derrota es el único verdadero mal; este pesimismo es el verdadero “diablo rugiente”. Tiene razón Luff, pues es cuando se sufre cuando se puede crecer y descubrir esos tesoros internos que 5

con probabilidad no habíamos descubierto. Además, está también el descubrimiento de la precariedad del ser humano y se descubre en el horizonte de la vida personal la posibilidad no remota de la muerte. De todo ello se sigue que la vida se asume de una manera totalmente diferente, llena de humildad y de cosas buenas. De verdad, se saca un bien del mal. Sí, la fe nos advierte que lo importante es vivir plena y santamente la breve vida que Cristo nos dio. Vivir en la fe significa que la vida se asume con plenitud no mirando lo que se adolece, sino lo que se tiene: vida, hijos, poca o mucha salud, algunos recursos económicos, pero todo ello, como dice San Pablo en la Primera a los Corintios, vivirlo “para gloria de Dios”. Un señor de mi Parroquia que perdió la vista por la enfermedad, me preguntaba por qué le pasaba eso a él: ¿Dios se acordaba de él, sólo para castigarlo? Yo le dije que nunca sabremos por qué nos suceden cosas, pero que es nuestra tarea el encontrar el PARA QUÉ. Entonces le cité una frase que menciona el Padre Martín Descalzo en una situación parecida: no se trata de que veamos mejor, sino MÁS HONDO, o como dijera Viktor Frankl, hay que buscar un sentido a lo que nos pasa. Existen ciertos beneficios que pueden aportar el sufrimiento al ser humano: El primero es que si asumimos la actitud correcta, el sufrimiento hace más profunda nuestra confianza en Dios. La segunda señal es la advertencia de que algo anda mal en nuestras vidas. Es como un lenguaje que nos quiere advertir algo, pero que solamente escuchan los que quieren crecer o cambiar de vida. 6

El tercer beneficio es que el sufrimiento nos da sentido de quiénes somos y de lo que es la vida. El peregrino es el que camina hacia un santuario; nosotros caminamos hacia la gran Casa del Padre, y el sufrimiento nos recuerda que, como peregrinos, todavía no llegamos a la casa. Mientras tanto, debemos recordar que Dios no envía el mal, pero se vale de la prueba para ayudarnos a crecer. Santiago lo dice muy bien: cuando se vean asediados por toda clase de pruebas y tentaciones, ténganse por dichosos, sabiendo que las pruebas a que se ve sometida su fe les dará fortaleza, y esta fortaleza los llevará a la perfección en las buenas obras y a una vida íntegra e irreprochable (St 1, 1-3). La pena verdadera no es padecer en esta vida, sino el no haber aprovechado su presencia para ser curado por dentro. Yo conozco personas que les gusta sufrir, sentirse heridas, estar recordándole a los demás el daño que les han hecho; otras usan su enfermedad o ancianidad para chantajear a los demás; realmente estas son personas que no quieren ser sanadas. Esto lo comento porque muchas veces no entendemos por qué Jesús sanaba a ciertas personas, pero otras muchas siguieron en su enfermedad. De los pocos casos que tenemos en los textos evangélicos descubrimos que Jesús no se dedicó a curar a todos, sino que esperó a que se lo pidieran: “Si tú quieres, puedes curarme” (cf Mc 1, 40-44). El problema no es que Dios quiera para nosotros algún mal, pues él siempre nos ama, sino si realmente nosotros queremos ser curados y transformar nuestra vida. Noten que se trata de un cambio de actitud, de vida, de orientación.

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Dios nos pide a nosotros que vivamos en la coherencia de la fe y la vida; de fidelidad a la misión que Él nos encomendó en este mundo; de misericordia para con los demás, imitando al Padre rico en misericordia; de comprensión ante los hermanos caídos. Y que si algo nos ha tocado padecer, no verlo como tragedia, sino como trampolín para crecer como personas e hijos de Dios. Y después de haber cumplido todo esto, regresar ante el Señor a darle gracias pues él habrá sido el causante de que nuestra ceguera desapareciera, de que empezáramos a vivir -tal vez por primera vez- como verdaderos cristianos. Un autor anónimo reflexionaba lo siguiente: ¿cómo podrá alguien compadecerse, si la tristeza nunca empañó sus ojos? ¿Cómo podrá tener un toque curativo una mano que nunca ha temblado de dolor? ¿Cómo podrá acertar una palabra que nunca se quebró por la amargura? Un corazón herido está más preparado para ayudar a otros corazones destrozados. ¿Cómo puede alguien saber curar, si antes no le han curado de sus penas? ¿A dónde ir, cuando nos haga falta ayuda, sino a quien, antes ha sufrido de verdad?

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No tengamos miedo de mirar de frente el dolor, de llevar nuestra lepra moral o del cuerpo ante Jesús; a toda edad uno puede encontrarse con Cristo y sentir su fuerza sanadora y de perdón. Entonces deberemos de dedicarnos a hacer de nuestras vidas una verdadera alabanza. Eso sí, deberemos de acercarnos con humildad y, postrados ante Él, decirle: “si quieres, puedes curarme” sabiendo que algo muy bueno saldrá de ese encuentro.

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Valle de gozo En una ocasión me decía una señora que ella veía la vida como un lugar de sufrimientos para irse después de esta existencia a gozar en el cielo por la eternidad. Me desconcertó mucho su “definición” de vida. Le dije que yo no podía creer que la existencia fuera así, ya que el Evangelio siempre nos hablará del gozo de la existencia, del amor infinito del Dios para sus hijos los seres humanos, de la alegría de la creación y que, como signo de una aplicación correcta del Evangelio, teníamos a San Francisco de Asís, el santo de la alegría. Pero mi interlocutora no quedaba del todo de acuerdo conmigo, y me citó una oración muy mariana que expresa esta actitud pesimista de la vida: El Salve. Tenía razón, esta oración dice: a ti suspiramos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas… Para luego pedirle a la Virgen María que «después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu Vientre…» Y aunque es una oración que he gustado rezar y cantar desde mis tiempos de seminarista cuando decíamos Salve Regina, sin embargo su teología es profundamente negativa y un poco antievangélica, pues Dios siempre nos hablará de la maravilla de la creación y del gozo que nos trae la salvación de Cristo. Me imagino que cuando Cristo resucitado se apareció a los entristecidos apóstoles, desde ese día su vida y el Universo entero se bañó de luz y de gozo. Que el mundo tiene algo y aún bastante de valle de lágrimas, no hay quien lo dude. Llorando entramos 11

al mundo y rodeados de lágrimas salimos de él. En medio, aun en los más felices, han quedado muchos dolores y llantos. Pero aun siendo eso verdad, también lo es que entrelazados con estos dolores van siempre miles de alegrías, y que si uno disfruta a fondo esas alegrías y vive también los dolores desde la esperanza, tendría todo el derecho a decir también que el mundo es un valle de gozo. Cuando Jesús nos advierte que después de esta vida habrá una existencia más plena llamada “resurrección”, nos advierte que ese gozo y esa vida resucitada YA empezaron desde este mundo. Aunque en ocasiones las enfermedades o la muerte podrían llegar a “nublar” el sol de la existencia, sabemos que nuestra vida, nuestra historia, nuestro mundo, formarán parte de esa “vida nueva”, de ese “cielo nuevo y tierra nueva” que tanto nos mencionaba San Juan en el Apocalipsis. Yo me temo que quienes toman muy en serio esa frase y ven la vida exclusivamente como un valle de lágrimas son, más que cristianos, maniqueos (herejes del siglo IV a quienes San Agustín se dedicó a combatir). Porque maniquea es esa distinción según la cual todo sería amargura en este mundo y el creyente tendría que pasarse la vida soñando en la felicidad que vendrá después, al otro lado, tras la muerte. Esa tierra negra preparatoria de un cielo blanco compensatorio es más una herejía que una visión de fe. Pero ¡cuánto daño ha hecho esa distinción falsa! Tanto despreciar este mundo del «más acá», tanto confundir la esperanza como una siempre añoranza del «más allá feliz», ha hecho que el mundo moderno

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reivindicase las alegrías de este mundo y perdiera de vista la realidad del más allá. Un cristiano triste, que deja el gozo para el otro lado terminará comunicando su tristeza y amargura a los que con ellos conviven. Yo comulgo más con la actitud paulina ante la vida: todo lo que hagan ustedes, sea comer, o beber, o cualquier otra cosa, háganlo todo para gloria de Dios (1 Cor 10, 31.11, 1). Así es, creer en Dios significará bañar la vida de esa presencia viva y amorosa, y entonces dedicarse a hacer todo con ese mismo amor y dedicación, glorificando a Dios con nuestro actuar. Y es que Cristo nunca pintó el mundo como «un mal sitio» por el que no hay más remedio que cruzar. Dijo, como es evidente, que la gran felicidad completa está al otro lado, pero nunca negó que aquí estuvieran ya las raíces, y bien hermosas, de esa felicidad del otro lado. Sabemos los cristianos que este mundo es caduco, transitorio, pero no por eso lo amamos menos. Y no sólo porque aquí ganamos el otro mundo, sino porque aún en éste hay muchos rastros gozosos de las manos creadoras de Dios. Y la esperanza no es para nosotros una «nostalgia romántica del cielo». Es, al contrario, la cadena de escalones por la que caminamos hacia la eternidad. No nos detenemos en la escalera, pero ¿por qué no reconocer mientras la cruzamos que nos parece hermosa? Así la esperanza no es para nosotros una fuga, una «morfina» para que nos duelan menos los dolores del mundo, sino una fuerza viva que despliega en el hombre energías insospechadas. Conseguir un buen ensamblaje entre el «más acá» y el «más allá», saber unir «el gozo de vivir aquí» con

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«la esperanza del gran gozo» son las más difíciles asignaturas que tenemos los cristianos de nuestro tiempo. Saber no despreciar el mundo y no apegarnos ingenuamente a él no es menos difícil. El mundo es ciertamente provisional, pasajero, doloroso, pero yo no pienso amarle menos por eso. Y allá en el fondo siento aquello que pudorosamente decía Bermanos en la carta a un amigo: «Cuando yo me haya muerto, decidle al dulce reino de la tierra que le amé mucho más de lo que nunca me atreví a decir.» Por desgracia hay muchos cristianos pesimistas y entristecidos que rezan a ese Dios amargo y gris comunicando a los demás esa imagen torcidísima de la fe. Juan Arias escribió un librito que llegó a ser una crítica dura contra esas visiones negativas de Dios que muchos cristianos llegamos a tener. Lo tituló El Dios en quien no creo. Allí nos dice El Dios en quien no creo NO, nunca creeré en Un Dios incapaz de dar una respuesta a los graves problemas de una persona sincera que exclama, entre lágrimas: ¡No puedo más! un Dios que quiere el dolor, un Dios que se hace temer… un Dios que no perdona algunos pecados, un Dios que “causa” el cáncer o “hace” que una mujer sea estéril, un Dios que no salva a los que no le han conocido, aunque lo hubieran deseado o lo han intentado,

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un Dios que no sale al encuentro del que, una vez, lo abandonó, un Dios incapaz de renovarlo todo, un Dios que no tenga una palabra distinta, personal o individual para cada persona, un Dios que nunca ha llorado por los hombres un Dios que no pueda hallarse a sí mismo en los ojos de un niño o en las lágrimas de una madre, un Dios que destruye la tierra y las cosas que ama el hombre, en lugar de transformarlas, un Dios que acepta como amigo a quien va por el mundo sin hacer feliz a nadie… un Dios que no es amor y que no sabe transformar en amor todo lo que toca, un Dios que no se hubiera hecho hombre, con todo lo que esto supone, un Dios que no hubiera dado a los hombres incluso a su propia Madre, un Dios en quien no pueda esperar contra toda esperanza. Sí, mi Dios es otro Dios. Nuestro Dios es todo lo opuesto a esa lista de Juan Arias; nuestro Dios es un Dios de amor, un Dios alegre, un Dios de la vida y la resurrección.

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El amor te ha cambiado El querer de Dios sobre el matrimonio se fue revelando poco a poco a lo largo de la historia de Israel, para llegar al final de los tiempos y manifestar su voluntad sobre el amor humano en la vida y el misterio de Cristo. La historia humana, en la revelación, inicia diciendo que el hombre no está hecho para vivir solo, sino en pareja, encontrando en el “otro” su propia realización: esta sí es carne de mi carne y hueso de mis huesos, dijo Adán el día que contempló a la mujer. Pero la imagen matrimonial dará un paso más al aplicarse Dios mismo el tema nupcial como un “contrato” o alianza con todo el pueblo de Israel. Esta idea de Alianza durará hasta los tiempos de Jesús, cuando él mismo se hace el “sí” o Amén de Dios ya no solamente para Israel, sino para toda la humanidad. En los tiempos de los profetas, Israel se sentirá tentado a fallar a su “contrato” cambiando a Dios por ídolos, a “adulterar” con otras religiones. En ese contexto aparece uno de los más bellos libros de la Biblia, el libro del profeta Oseas. Este profeta se enamora perdidamente de una mujer, con quien tendrá varios hijos; pero ella lo traicionará buscando el amor de otros. Pero Oseas, como Yahvé, nunca podrá dejarla de amar. Un día Dios se manifiesta al profeta y le hace ver que así como él se siente por la tración, así Yahvé se siente por su pueblo. Sin embargo Dios no puede dejar de amar ni de fallar a su “contrato” o Alianza. Entonces aparecen las páginas más bellas de la Biblia

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acerca del amor y del perdón: Yo conduciré a Israel, mi esposa infiel, al desierto y le hablaré al corazón. Ella me responderá allá, como cuando era joven, como el día en que salió de Egipto. Israel, yo te desposaré conmigo para siempre. Nos uniremos en la justicia y en la rectitud, en el amor constante y en la ternura; yo te desposaré en la fidelidad, y entonces tú conocerás al Señor (Os 2, 16.17. 21-22). Por eso, cuando el Esposo verdadero, Jesús, se acerca a Israel para la boda definitiva, san Juan el Bautista llama a la conversión y al amor total para prepararse para recibir al Esposo. Pero falló Israel, pues no reconoció al Esperado, no supo valorar al amor. Es el signo final del amor conyugal, la entrega en el amor. No bastaba dialogar con Israel, no era suficiente perdonar al pueblo que había fallado, había que dar la vida por él. Por eso San Pablo añadirá el detalle final del misterio sobre el matrimonio en la carta a los Efesios: así como el hombre deja a su padre y a su madre y hace con una mujer una sola carne, así Jesucristo se entregó por la Iglesia. Y se sigue entregando en un amor siempre generoso y cambiante, porque quien ama es siempre joven. Pero, ¿por qué falló Israel? Porque no quiso reconocer al amor; porque no quiso crecer en justicia y fidelidad; porque jugó con el amor y olvidó que amar significa entregarlo todo por el amado; Israel falló porque nunca quiso aprender a amar. Israel no maduró. ¿Por qué fallan muchos de los matrimonios? Por lo mismo. Dejan de crecer como personas, se van haciendo indiferentes y terminan por los rencores y la separación. Amar significa darlo todo sin esperar nada a cambio.

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Amar significa vivir la libertad en comunión entregando todo lo que uno es para bien del otro. Esa realidad que llamamos amor José María Cabodevilla la describe así: «Amar es respetar con amor la libertad de aquel a quien amamos, permitir que sea él, ayudarle a que lo consiga; otra cosa sería amar nuestra propia proyección en él. La cifra suprema de esta conciliación de libertad y fidelidad se halla en la Trinidad Beatísima, en la cual se da la máxima intimidad y la personalidad máximamente definida en cada Persona. Por eso suspira Blondel: “amarse a sí mismo, amando sinceramente a otro; darse y multiplicarse con esta donación; contemplarse otro en sí mismo, y estar solo; unir y abrazarse, aun distinguiéndose; tener todo en común, sin por ello confundir nada, y permanecer siendo dos, para fundirse sin cesar en un todo único y en un único ser... ¡He ahí el grito natural del corazón!”» Hace tiempo tuve la oportunidad de ver una película que contaba la historia de una mujer y sus problemas conyugales, al punto que, después de haber pasado algunos años llenos de amor y entrega, de repente las cosas habían ido empeorando hasta llegar a pensar en separarse. Platicando un día con su amiga, le expresó su sentir y desconcierto ante la posibilidad de que todo lo que habían logrado en el matrimonio se derrumbaría. La amiga le mostró un libro con un título que más o menos decía así: cómo cambiar al marido. Feliz la mujer se llevó el libro y lo empezó a aplicar a su vida diaria. El autor del interesante “manual” pedía que empezara a modificar su actitud para con él esposo en todos los sentidos, empezando por la atención, siguiendo con el diálogo, hasta pedir la atención cuidadosa en la 19

comida. Al poco tiempo la amiga curiosa fue a visitar a la esposa de los problemas, esperando tan vez encontrar el hogar deshecho. Su sorpresa fue encontrar a una ama de casa y a una esposa feliz. Sí, fíjate, -le contaba la mujer- apenas empecé a usar el libro, todo fue cambiando, ahora mi esposo es otro. Entonces la amiga le dice: No, mira, la que cambió fuiste tú; fíjate cómo él cambió porque cambiaste tú. Cuando cambiaste para él, él redescubrió su amor hacia tí”. Israel falló también porque no quiso reconocer la “novedad” del amor de Dios. Una novedad que le debía haber llevado por caminos nuevos y en transformaciones propias. En Oseas el amor es como un “empezar de nuevo”, sobre la base del perdón que hace a un lado la ofensa para poder empezar desde ese amor más maduro. Un amor que debe de ser realista y que construye, no desde las “grandes expectativas” sobre el otro, sino en el realismo humilde de la aceptación del esposo o esposa y de la colaboración para que la otra persona pueda crecer y ser feliz. Un amor que implica crecimiento y madurez. Muchos esposos quieren seguir lo que han sido hasta ese día. La novedad de la vida nueva implica asumir realidades nuevas (Odres nuevos para vino nuevo). San Pablo lo entendió muy bien cuando nos dijo que debe permanecer únicamente aquello que puede dar consistencia al ser humano: el AMOR. «Si no tengo amor, nada soy... si no tengo amor, de nada me sirve» Y nos dice más adelante por qué, pues «el amor no falla nunca» (1 Cor 13, 1-8).

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Cuenta una historia: Un esposo fue a visitar a un sabio consejero y le dijo que ya no quería a su esposa y que pensaba separarse. El sabio lo escuchó, lo miró a los ojos y solamente le dijo una palabra: “Ámela”. Y no dijo nada más. “Pero es que ya no siento nada por ella.” “Ámela”, repuso el sabio. Y ante el desconcierto del señor, después de un oportuno silencio, el sabio agregó lo siguiente: “Amar es una decisión, no un sentimiento; amar es dedicación y entrega. Amar es un verbo y el fruto de esa acción es el amor. El amor es un ejercicio de jardinería: arranque lo que hace daño, prepare el terreno, siembre, sea paciente, riegue y cuide. Esté preparado porque habrá plagas, sequías o excesos de lluvia, mas no por eso abandone su jardín. Ame a su pareja, es decir, acéptela, valórela, respétela, dele afecto y ternura, admírela y compréndala”.

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Subir al cielo bajando J. A. Vallejo-Nájera en su Concierto para instrumentos desafinados narra una historia conmovedora y verídica. Se trata de Manuel, un enfermo de un hospital psiquiátrico que llama la atención a todos porque nunca se queja de nada. Su cabeza está sana, pero es su cuerpo el que está enfermo de parálisis total desde hace ya muchos años. No debería de estar allí, pero ha pasado de un centro hospitalario a otro hasta haberse quedado en ese lugar. ¿Qué llama la atención? Dice el doctor Vallejo-Nájera: El está siempre contento, y siempre elude la compasión. De forma conmovedora Vallejo-Nájera describe la situación de Manuel: Durante años lo han tenido en una habitación, “aparcado” delante de una pared. Desde su silla de mala manera logra ver, mirando de reojo, un retalito de cielo a través de la ventana que justo entra dentro de su campo visual. Pero un enfermero nuevo, algo más humanitario que los demás, toma la iniciativa de acercarlo a la ventana y de colocarle un espejo inclinado para que pueda ver el patio desde su silla. El bueno de Manuel dice: -No se moleste, no hace falta. Dios es tan bueno que de vez en cuando vea un pájaro. Y cuando el doctor Vallejo-Nájera le pregunta el secreto de su serenidad de ánimo. Manuel le dice: -Un día leí unos versos, no me acuerdo del autor. Explican muy bien lo que hay que hacer: “Baja, y subirás volando / 23

al cielo de tu consuelo, / porque para subir al cielo / se sube siempre bajando.” Este testimonio es un ejemplo muy bello de una vida llena de fe y una actitud extraordinariamente positiva ante el sufrimiento. El bueno de Manuel me recuerda que en la catedral de Reims hay un ángel realmente singular: despedazado, destruido, surcado por las cicatrices y heridas. Con el paso del tiempo se ha quedado sin una de sus alas. Pero lo sorprendente de este ángel es que, pese a todas las lesiones, sonríe al que lo mira. Jesús nos enseña a sonreír desde nuestro sufrimiento, a saber llevarlo como él. Según el Evangelio, Cristo recorría toda Galilea enseñando y curando toda enfermedad y dolencia. Se extendía su fama, y le traían a todos los que padecían algún mal: a los atacados de diferentes enfermedades y dolores, a los endemoniados, lunáticos y paralíticos; a todos los curaba (Mt 40, 23-25). La gente le admiraba y exclamaba: “Todo lo ha hecho bien: a los sordos hace oír, y a los mudos, hablar” (Mc 7, 37). Jesús, con su presencia, sembraba la paz, el bien, el amor. Por el contrario, el dolor, el odio, el mal, se alejaban de él. Su actuar es la expliación más fuerte para manifestar no solamente que Él vino a curar y salvar al hombre, sino que Dios mismo no es el que manda males a nadie; ni quiere el sufrimiento de nadie. Desgraciadamente el ser humano se revela contra el sufrimiento y se pregunta: ¿Por qué? ¿Por qué a mí? ¿Por qué tenía que pasarme esto a mí? ¡No hay derecho!, es la respuesta pronta que se da. Efectivamente,

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todas estas preguntas son comunes a los mortales. Pero es bueno no quedarse ahí. No se adelanta nada con quejarse. Es bueno recordar las cosas buenas del pasado, reconocer todo lo bueno que hay en el presente y ser agradecido. Tampoco se adelanta nada con echarse la culpa. Aceptar la realidad y el perdón que ofrece el Señor, libera de todas las culpas y pesadillas. El miedo a lo que pueda ocurrir, paraliza a la persona para confiar en Dios. Una de las mejores recetas para cualquier sufrimiento es confiar en Dios, abandonarse en las manos del Padre. El ha prometido cuidarnos y estar con nosotros hasta el final de nuestros días, pase lo que pase. ¿Para que sirve el sufrimiento? “Dios, decía C. S. Lewis, nos susurra en nuestros placeres...pero nos grita en nuestros dolores. El dolor es su altavoz ante un mundo sordo”. Dios quiere hablarnos, pero el placer, la vida muelle, los triunfos, nos impiden el escuchar a Dios. Efectivamente, cuánta gente, como Manuel, ante una dificultad, una enfermedad, una limitación ha cambiado para el bien el rumbo de su vida, empleando todas las energías por darle sentido a su pena. El dolor, el sufrimiento, hace que prestemos atención a lo esencial, a las cosas importantes. “Las cosas que duelen enseñan” (B. Franklin). El sufrimiento puede jugar un papel importante en el crecimiento del ser humano. La teóloga alemana Dotohee Soelle se preguntaba de qué lado pensábamos estaba Dios cuando los campos de concentración, ¿del lado de los asesinos o del

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lado de las víctimas? Cuando hay problemas, enfermedad o muerte de algún ser amado, ¿de qué lado está Dios?. Y, en su libro titulado Sufrimiento sugiere que la pregunta que más bien nos debemos hacer es a ¿quién le resulta útil el sufrimiento, a Dios o al diablo? Y entonces Soelle da un paso extraordinario al decir que no nos debemos concentrar en el origen de la tragedia, sino hacia el punto hacial el que nos lleva. En ese contexto habla de los “mártires del demonio”. ¿Qué significa esa frase extraña? Todos sabemos que cuando la persona está dispuesta a dar la vida por su fe, se convierte en mártir de Dios. De esta manera, al recordar su fe frente a la muerte, nuestra propia fe se fortalece. Esas personas son mártires de Dios y testigos de él. Pero las fuerzas de la desesperación y el descreimiento también tienen sus mártires; personas cuya muerte debilita la fe de otras personas en Dios y en su mundo. De esta forma, si la muerte de un niño en un hospital o de un inocente en manos de gente mala nos hace dudar de Dios y no nos permiten afirmar las bondades del mundo, entonces ese niño o esa persona se convierten en “mártires del demonio”, son testimonios contra Dios, contra la plenitud de sentido de una vida moral. Es decir, es NUESTRA reacción ante su dolor o muerte lo que los hace testigos a favor o en contra de Dios ( no porque ellos sean culpables). De esta manera, sigue Dorothee, si la muerte y el sufrimiento de una persona amada nos vuelve amargados, envidiosos, nos aparta de la religión, nos incapacita para ser felices, nosotros convertimos a la persona en un “mártir del demonio”. Por el contrario, si el sufrimiento y la muerte de alguien muy próximo 26

a nosotros nos hace explorar los límites de nuestra capacidad de fortaleza, de amor, si nos lleva a buscar las fuentes de consuelo que no sabíamos que existían, entonces nosotros convertimos a esa persona en un testigo de la reafirmación de la vida en lugar de su rechazo. El Evangelio de Marcos nos pone en esta perspectiva. En primer lugar porque nos señala que la tormenta en la vida de la Iglesia es algo común. Pero, sobre todo, que por la fe debemos descubrir que Dios está con nosotros, aunque silencioso: “De pronto se desató un fuerte viento y las olas se estrellaban contra la barca y la iban llenando de agua: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?” El se levantó, reprendió al viento y dijo al mar: “¡Cállate, enmudece!”... Entonces sobrevino una gran calma. Jesús les dijo: “¿Por qué tenían tanto miedo? ¿Aún no tienen fe?” (Mc 4,35-41) Sufrimos y desesperamos porque no tenemos fe. Fruto de la increencia es el temor. Somos como los apóstoles: HOMBRES DE POCA FE, que no han descubierto quién navega con nosotros. Escribía un teólogo que el aparente sueño de Jesús está encaminado a descubramos dos cosas: 1. volvamos nuestra confianza a Él y, 2. que actuemos responsable y maduramente en toda circunstancia de la vida; su aparente sueño está encaminado a que asumamos nuestras vidas responsablemente y hagamos todo lo que está de nuestra parte para encontrar la solución. San Pablo nos recuerda cómo y el por qué debemos adherirnos a Cristo, sobre todo en esos momentos “tormentosos”: 27

“El amor de Cristo nos apremia... Cristo murió por todos para que los que viven ya no vivan para sí mismos, sino para aquel que murió y resucitó por ellos... El que viva según Cristo es una creatura nueva, para él todo lo viejo ha pasado. Ya todo es nuevo” (2 Cor 5, 14-17) 1. Tenemos, pues, en primer lugar vivir para Cristo, que murió y resucitó por nosotros. Vivir según Cristo es asumir su Evangelio como letra viva; es vivir en estado de gracia en una vida de sacramentos; es vivir en la Iglesia, que es su Cuerpo, en constante acción de caridad a los necesitados. 2. Nos dice la consecuencia: quien vive según Cristo es una creatura nueva. Por lo mismo los criterios del mundo, sus violencias y su mediocridad no forman parte de nuestro vivir. Levantarnos cada día en la confianza de que Él calma la tempestad del mundo y de mi vida, en la confianza de que todo es nuevo. Es verdad, nos falta fe para caminar en la prueba, nos falta también alegría ante la vida, nos falta amor para asumir la existencia. Contra el miedo no hay otro camino que la fe en Cristo y el amor a la vida, aceptando los riesgos que son inevitables en la aventura de navegar la vida.****** Ojalá tengas Suficiente felicidad para mantenerte dulce; Suficientes pruebas para mantenerte fuerte; Suficiente pena para mantenerte humano; Suficiente esperanza para mantenerte feliz; Suficientes fracasos para mantenerte humilde;

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Suficiente éxito para mantener tu anhelo; Suficientes amigos para darte consuelo; Suficiente riqueza para suplir tus necesidades; Suficiente entusiasmo para esperar con ilusión; Suficiente fé para desterrar la depresión; Suficiente determinación para hacer cada día mejor que el día de ayer

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Así los maridos deben amar a sus esposas El texto de Pablo a los efesios (Ef 5, 21-32) es un texto que ha sido muy usado para hablar del matrimonio, pero también han dicho algunos que Pablo tenía una visión muy negativa de la mujer, pues refiere a que ella debe sujetarse al marido. Algunos estudiosos señalan que los textos paulinos son una clara expresión de su misoginia. Yo creo que no es del todo cierto. Pablo es hijo de su tiempo y, como cristiano, ve la relación entre el hombre y la mujer como la expresión de la relación de Cristo con la Iglesia: respétense unos a otros, por reverencia a Cristo: que las mujeres respeten a sus maridos, como si se tratara del Señor, porque el marido es la cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza y salvador de la Iglesia, que es su cuerpo… así también las mujeres sean dóciles a sus maridos en todo. Maridos, amen a sus esposas como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla… Luego, termina diciendo, así los maridos deben amar a sus esposas como cuerpos suyos que son. Notarán que el fundamento de la reflexión de Pablo es Cristo y su amor por la Iglesia. Y se trata de un amor capaz de dar la vida para vivificarla. Desde su muerte y resurrección, Cristo se hace uno con la Iglesia, queda totalmente unido a ella, lo mismo que los esposos se hacen uno en el amor (una sola carne). Debemos hablar con fuerza acerca del amor conyugal, porque vivimos en un mundo donde se des-

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prestigiado esta palabra y su contenido. Ya llegamos hasta el absurdo de creer que el matrimonio es válido inclusive para parejas homosexuales; otros lo ven como un juego. Es triste constatar cómo muchos llegan al momento de tomar la decisión de su vida, sea la matrimonial o sacerdotal, no amando verdaderamente, sino buscando solamente fincar y fortalecer el egoísmo. Muchos aman a sus esposas no para dar la vida sino para usarlas, para no estar solos, para fortalecer su egoísmo, y todo eso no es amor. ¿Por qué no crecemos en el amor de esposos? Recuerdo que me impresionó una frase de Ugo Betti, que decía: «no es verdad que los hombres nos amemos. Tampoco es verdad que nos odiemos. Nos desimportamos aterradoramente». Se trata de una verdad que hoy constatamos: no nos importamos el uno por el otro. Si me preguntaran cuál es una entre tantas causas del “desamoramiento” entre los esposos, la infidelidad, sin dudarlo respondería que es la inmadurez por asumir un compromiso para toda la vida y, en segundo lugar, el que no busquemos amar a otra persona, sino solamente a uno mismo. Eso me recuerda la historia, que no recuerdo dónde la leí, que trata de un señor cuya esposa había muerto hacía algunos días, y él se dedicó a la tarea de recoger y guardar todas las cosas que le habían pertenecido a ella. Su sorpresa fue mayúscula cuando, allí en el fondo del ropero, perfectamente doblado y escondido en una caja estaba un vestido de novia. Recordó que en su juventud pensaba que eso era algo “cursi”, por lo que su primer pleito fue el que la había obligado a

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casarse no de blanco, como todas las novias. Ahora, después de muerta su esposa encontraba ese vestido escondido. ¿Por qué lo había guardado tan celosa y secretamente? No fue sino hasta días después cuando logró sacarles a los hijos la verdad: la señora nunca había perdido la vieja ilusión del vestido, y ella misma había juntado dinero hasta que pudo comprar uno. En secreto, en el hogar, varias veces se puso el vestido, se miraba al espejo y rompía a llorar. Y ahora lloraba ese pobre hombre pues entendía, muy tarde por supuesto, que su tonta intransigencia y egoísmo habían herido por años y años a su esposa. Decía el pobre hombre: “Daría cualquier cosa por poder tenerla de nuevo y casarme otra vez con ella”. Esta es una tragedia que repetimos los humanos a diario: fuimos creados por Aquel que es amor, Dios; nos ha hecho para amar, y resulta que cuando se nos presenta la oportunidad lo único que sabemos hacer es contemplarnos en el espejo del egoísmo. Cometemos el error de decir después “no” a lo que un día y ante Dios habíamos afirmado con un “sí”. Amar significa vivir la libertad en comunión entregando todo lo que uno es para bien de los otros. Esa realidad que llamamos amor José María Cabodevilla la describe así: «Amar es respetar con amor la libertad de aquel a quien amamos, permitir que sea él, ayudarle a que lo consiga; otra cosa sería amar nuestra propia proyección en él. La cifra suprema de esta conciliación de libertad y fidelidad se halla en la Trinidad Beatísima, en la cual se da la máxima intimidad y la personalidad máximamente definida en cada Persona. Por eso suspira Blondel: “amarse a sí mismo, amando sinceramente a otro; darse y multiplicarse 33

con esta donación; contemplarse otro en sí mismo, y estar solo; unir y abrazarse, aun distinguiéndose; tener todo en común, sin por ello confundir nada, y permanecer siendo dos, para fundirse sin cesar en un todo único y en un único ser... ¡He ahí el grito natural del corazón!”». Pero amar de este modo solamente es posible porque Dios nos ha comunicado su amor y nos ha mandado amar como el único y fundamental mandamiento: «El contestó: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente... amarás al prójimo como a ti mismo”» (Mt 22,37.39). Jesucristo oró, en la noche santa, para que viviésemos unidos como El está unido a su Padre (cf. Jn 17,11). El amor infundido en nuestros corazones hace que el esposo pueda amar a su esposa con el mismo amor con que ama el Señor, y dio su vida por la Iglesia. San Pablo lo entendió muy bien cuando nos dijo en otra carta todo lo grande y bello que se nos ha dado va desaparecer, permaneciendo únicamente aquello que puede dar consistencia al ser humano y sentido a su estancia en la tierra: el AMOR. «Si no tengo amor, nada soy... si no tengo amor, de nada me sirve» Y añade más adelante diciendo porque «el amor no falla nunca» (1 Cor 13, 1-8). Amar significa buscar al “otro”, entregarse al otro; en otras palabras, amar es “darse, incansablemente para que el otro sea y yo sea en él. Claro que conforme pasen los años el amor irá asumiendo un lenguaje más distinto; tal vez menos efusivo, pero más profundo e intenso. Se irán descubriendo nuevos gestos y signos para decirnos: “te amo”. Nunca debemos olvidar que la mejor prueba del amor es el tiempo. Sabe amar quien lleva hasta al final aquella frase que se dice en el Matrimonio: te amaré todos los días de mi vida. 34

Vendrán momentos de dudas, momentos de crisis. Se preguntarán muchas veces si el camino matrimonial era realmente el camino correcto; nunca faltarán momentos cuando aparezca el recuerdo de faltas cometidas y el rencor podría aflorar en el corazón. En esos momentos tenemos que recordar nuestro compromiso y que la promesa la hicimos a otra persona y a Dios mismo, abriendo el corazón a la gracia fecunda de Dios. Por eso San Pedro, consciente de su corazón débil y tornadizo le dijo a Jesús: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros creemos y sabemos que eres el Santo de Dios (cf Jn 6, 69). Debemos, por eso mismo, llevar las palabras de Pablo muy a flor de piel para recordarnos que vivimos un misterio de amor y que Cristo es la raíz de todo ello. La señora Zenaida Bacardí quiso decirles a sus nietos el sentido del matrimonio, fruto de su propia experiencia. Les escribió una reflexión que tituló: A mis nietos en su boda (en su libro Cartas para una vida): El matrimonio no es salir sonrientes, caminando por una senda de flores. Es entrar de lleno a un nuevo planteamiento de vida, una nueva forma de llevar las cruces y un nuevo enfoque para desarrollarse y crecer. … El matrimonio, al comienzo, no es un fruto ya maduro. Es una siembra lenta, constante, en que cada día tiene su propia semilla. No es fundirse en pareja para que uno de los dos se anule, sino para que ambos aporten, se enriquezcan y se complementen. No es un reformador de caracteres, sino un perfeccionador de las propias capacidades. No dejen nada turbio en el corazón cuando perdonen. No sean inflexibles. No agranden pequeñeces. No se exalten 35

hasta causar lo irremediable. No cosechen para acaparar, sino para comprender, repartir y entregarse… eso nunca será derrota del que siembra, sino fruto del que recoge. El matrimonio no es desligarse de una vida para empezar otra, sino desligarse de uno mismo para fundirse a otro con el fuego del amor. … El matrimonio no es el vuelo pasajero de una ilusión. Es una corriente fuerte que rebasa al hombre. No sabemos cómo puede producirse dentro de nuestra limitación… El matrimonio no es para que yo lo estacione en el lugar que me convenga. Es una rotación donde se recibe lo que se da. Mira cuánto necesita tu amor… y mide lo que estás dando. El matrimonio no es una lámpara maravillosa, para convertirnos la vida en placer y luces de colores. Es un amor que duele, pero no podemos vivir sin echarnos a cuestas ese dolor. El matrimonio no es una siembra hecha de cualquier modo. Sólo bien injertado no nacen rosas distintas en un mismo tronco, sino que brota la creación de una nueva especie. El matrimonio no es en nosotros un lucimiento, un accesorio más. Sentir y expresar amor es algo esencial. Es como lo íntimo que no puede taparse, como lo hondo que no puede esconderse, como la corriente que no puede reprimirse. El matrimonio no es penumbra. Es la magia que descubre la luz con que podemos entrar al universo del otro. No para pensarse, sino para sentirse. No para soñarse, sino para poseerse. … 36

En el matrimonio no todo se entiende. Pero todo se intuye como una capacidad misteriosa que suple a la razón. El matrimonio no consiste sólo en abrir muchos cauces, sino en poseer buena tierra. Con muchas semillitas que se dejen caer en la pequeñez de cada día, se acaba por tener un huerto fecundo y perfumado. El matrimonio es la eterna sorpresa. Todos los días mueren rosas que angustian y todos los días nacen rosas que asombran. Porque la realidad y la rutina las matan, pero el amor y el corazón las resucitan. Desde hoy, tu mejor arado en el campo del mundo estará entre las paredes de tu hogar… de allí saldrá solito a dar su fruto. El matrimonio no es un invento que nos pertenece. Se le ocurrió a Dios. Por eso es un sacramento, una gracia, una indisolubilidad ¡y un mandato! Cada mañana habrá una estrella esperando. O la elevas al cielo, o la deshaces en la tierra… o la llevas entre las manos alumbrando el camino de los dos. Porque el Señor da la gracia… ¡pero tú haces el milagro de encender la luz! Zenaida entendía muy bien lo que San Pablo decía de esta realidad que es tan grande que apenas puede creerse, y tan maravillosa que vale la pena vivirse… Sí, el matrimonio es un “misterio” y yo también lo digo de Cristo y de la Iglesia.

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Perder la vida El ilustre historiador del arte, Juan Contreras hablaba con su amigo, el doctor Eduardo Ortiz y le confiaba los principios que habían regido su vida. A sus ochenta años señalaba: - Mira, Eduardo, yo procuro en mi vida atenerme a unos pocos principios: primero vivir como si me fuera a morir hoy; segundo, trabajar como si fuera eterno; y tercero, tratar de hacer hoy por lo menos lo que hice ayer (cf. E. López-Escobar y F. Lozano, Eduardo Ortiz de Landázurri). Don Juan había logrado acumular la sabiduría verdadera y encontrado el sentido real de la existencia: vivir con intensidad, trabajar con ahinco, y nunca dejar de luchar por crecer un día más. Hoy las personas viven lo contrario: viven como si fueran eternos; se la pasan sin hacer algo productivo a lo largo de la vida, y al paso de los días cada vez hacen menos. Efectivamente, hermanos, uno de los peores cánceres de nuestro siglo es ese miedo a lo irrevocable; no nos atrevemos a decidirnos ante lo que no tiene vuelta de hoja; constatamos esa tendencia en muchas personas a buscar solamente lo provisional en todos los renglones de la vida, ya que eso no compromete absolutamente a nadie. Siempre queremos hacer las cosas, “pero sin comprometernos”, asumir una vida nueva, pero “sólo mientras...”.

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La vida matrimonial, la vida religiosa, el sacerdocio, la vida profesional, están todas estas vocaciones llenas de gente que espera cambiar, tan pronto le vaya mal, tan pronto se cansen de lo que hacen, o bien la vida les empiece a exigir más y más. Y si vamos trascendiendo a niveles más altos y más profundos, encontramos que incluso en la religión, hay gente que no quiere arriesgarse en su fe. Esa dimensión que nos relaciona con el Creador y que también hemos malbaratado aceptando lo que la Iglesia dice, siempre y cuando no nos afecte nuestros intereses o nuestra vida, porque entonces sí, como dicen algunos, “por eso pierde uno la fe”. Julián Marías tiene razón, la gente no gusta de jugársela el todo por el todo, prefiere una vida muelle y mediocre a arriesgarse a sufrir un poco para alcanzar las grandes metas. Y esto que digo no es nuevo, es el Evangelio. Cuando Jesús invitó al joven rico a dejar todos sus bienes para seguirle, le pedía que se arriesgara por él; el joven no lo hizo, y añade el Evangelio que se fue lleno de tristeza. Cuando a Pedro lo invitó a ser fiel hasta el final, Pedro prefirió refugiarse en la cobardía que a darlo todo por su Señor, y estuvo a punto de perderlo todo. Cuando hoy nos dice que debemos renunciar a nosotros mismos, tomando la cruz propia; arriesgándonos por perder incluso la vida por él, tal vez, ante eso, muchos nos echamos para atrás. Creo que tenemos que aprender a distinguir entre lo que es permanente de lo que es relativo. Por supuesto que hay cosas que debemos cambiar, pero otras cosas no, otras son irrenunciables e impostergables. Estas cosas son el amor que se ha elegido, la misión a la que uno se entrega y la fe absoluta en Cristo. 40

Ven, no son muchas, pero son esenciales. La vida matrimonial, la profesión honrada, una fe activa y alegre. Si eso lo asumiéramos en serio y “a una carta”, creo que las cosas sería diferentes para nosotros y para el mundo. Un sacerdote que murió hace poco escribió una oración, que es para mí como una espina: “Pasan los años, y al mirar atrás, vemos que nuestra vida ha sido estéril. No nos hemos pasado haciendo el bien. No hemos mejorado el mundo que nos legaron. No vamos a dejar huella. Hemos sido prudentes y nos hemos cuidado. Pero, ¿para qué? Nuestro único ideal no puede esperar sentados a que llegue la muerte. Estamos ahorrando la vida, por egoísmo, por cobardía. Sería terrible malgastar ese tesoro de amor que Dios nos ha dado” . Sí, sería terrible llegar ante el trono de Dios y darnos cuenta que la vida, la verdadera vida la perdimos de la forma más tonta; y todo por mediocridad y cobardía. Tal vez se pregunten cómo podemos lograr que esta vida que “vamos perdiendo por Cristo” llegue a ser el triunfo de haberla alcanzado. El Evangelio de hoy nos dice el camino: 1º Reconocerle a Jesús como el Señor y el juez de nuestras vidas 2º La vida exige que se le apueste todo. Eso producirá tal vez un poquito de sufrimiento o cruz; pero sabemos que al final está la vida en Cristo. Por eso, hay que tomarla. 3º Juzgar nuestras vidas no “según los hombres”, sino “según Dios”, por lo mismo, preguntarnos siem41

pre qué es lo que él espera de nosotros. 4º Finalmente perderlo todo por Cristo. Esto es el amor total a Dios y al prójimo...

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Vivir El director japonés Akiro Kurosawa nos platica una historia llena de sensibilidad y de necesidad de plenitud de vida. El film lo tituló “Vivir”, y es la historia de un viejo funcionario que se da cuenta que no ha vivido, y encuentra el sentido de la vida cuando descubre que le quedan tan sólo seis meses de vida. En el poco tiempo que le queda el hombre vive lo que no había vivido toda su larga existencia. En esa parábola cinematográfica, Kurosawa expresa lo mismo que ya antes Abraham Maslow descubrió después de un ataque cardiaco: la confrontación con la muerte –y haberse liberado de ella- hace que todo parezca tan precioso, tan sagrado, tan hermoso, que siento con más intensidad que nunca el impulso de amarlo todo, de abrazarlo todo y de dejarme avasallar por todo. Mi río nunca me pareció más bello… la muerte y su posibilidad siempre presente hace más posible el amor, el amor apasionado. Me pregunto si podríamos amar apasionadamente, si sería posible el éxtasis, si supiéramos que nunca habríamos de morir. Hermanos, a mí me espanta lo terriblemente mal que vivimos la vida; lo fácilmente que nos agobiamos por las cosas baladíes de este mundo y cuando llega el momento importante de asumir la vida de un solo golpe, no sabemos qué hacer, tal vez porque tenemos las manos vacías. Tenemos al profesional que ha ido escalando todos los escalones del éxito y llega un día en que ya no es 43

posible subir, o ya se ha terminado la poca salud que tenía en ese esfuerzo por subir. La ama de casa que se desvivió toda su juventud y madurez por criar y educar a sus hijos y ahora que da los primeros pasos hacia la vejez, siente que da esos primeros pasos con las manos vacías. O la esposa que nunca fue amada y vivió dedicada a su trabajo y su hogar, y ahora descubre que está sola totalmente para caminar el último tramo de su vida, aferrándose solamente a esos trozos de pasado y de una pobre esperanza de volver a ser amada. O aquella persona que le acaban de avisar que debe iniciar una larga y penosa serie de quimioterapias por la enfermedad que le han detectado. ¿Por qué esperamos hasta esos momentos, cuando probablemente es difícil corregir la vida? Una de las labores del ser humano, por su propia condición, consiste en ir evolucionando desde una situación no pensante y sin libertad, mediante un crecimiento constante, viviendo las crisis del crecimiento, las luchas, elecciones y avances de los conocido a lo desconocido, siempre hacia una conciencia más profunda de sí mismo y, por lo tanto, a una mayor libertad y responsabilidad. Cuando nacimos se nos dio la libertad de elegir. Este maravilloso regalo lo podemos usar como don o como castigo. Podemos llegar al final con un corazón pletórico de felicidad o con la amargura de no saber por qué se nos dio la vida. El libro de la Sabiduría expresa este camino que debe buscar y encontrar todo hombre: Supliqué y se me concedió la prudencia; invoqué y vino sobre mí el espíritu de sabiduría. La preferí a los cetros y a los tronos, y en compa-

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ración con ella tuve en nada la riqueza… la tuve en más que la salud y la belleza; la preferí a la luz, porque su resplandor nunca se apaga. Todos los bienes me vinieron con ella; sus manos me trajeron riquezas incontables (Sb 7, 7-11). ¿Cuál esa sabiduría? ¿Cuál es ese don que debemos pedir siempre a Dios? Justamente el saber que la vida es breve y que debimos haberla valorado y haberla vivida como un ofrecimiento de amor cada día de nuestra vida. Maslow lo descubrió después de un ataque cardiaco, otros lo hacen después de una crisis emocional o moral muy aguda. Pero los hay que se quedan estacionados en la amargura y la mediocridad. La sabiduría que pedimos a Dios es la de poder desarrollar las propias potencialidades, sabiendo que en la medida en que lo hagamos responsablemente, experimentaremos una profunda alegría y un grato sentimiento de plenitud. Noten que el autor del libro de la Sabiduría lo expresa diciendo que la prefirió a los cetros, los tronos, las riquezas, las piedras preciosas, el oro, la salud y la belleza. Esa sabiduría que pedimos a Dios como un don es aprender a vivir como Dios quiere de modo que al final o la plenitud de la vida se alcancen la alegría, la paz y la satisfacción; ya que estas son emociones que acompañan la realización de nuestra naturaleza de seres humanos e hijos de Dios. Estos sentimientos se basan en la experiencia de la propia identidad como seres con valor y dignidad que buscan alcanzar esa meta a la que fueron llamados. Lo que he venido diciendo se puede expresar con un pasaje del Evangelio. Yo la llamo: “la parábola del hombre insatisfecho” (Mc 10-17-30). Creo que es el retrato de todo ser humano que al llegar a un punto en 45

la vida tiene que decidir entre dos posibilidades: la mediocridad o la santidad; la frustración o la felicidad; el gozo de haber vivido o la tristeza de no saber quién fue en este planeta. · “En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó corriendo un hombre, se arrodilló ante él y le preguntó: ‘Maestro bueno, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?... · · ven.

Ya sabes los mandamientos... Maestro, todo eso lo he cumplido desde muy jo-

· Jesús lo miró con amor y le dijo: “Sólo una cosa te falta: ve y vende lo que tienes, da el dinero a los pobres y así tendrás un tesoro en el cielo. Después ven y sígueme” Pero al oír esas palabras, el hombre se entristeció y se fue apesadumbrado, porque tenía muchos bienes” (Mc 10, 17-30). ¿Notan que es exactamente lo que nos puede pasar en un momento de la vida? 1. Primero llega el instante en que sentimos que ya hemos alcanzado cierto nivel económico, social o de edad. 2. Si no hemos sido buenos, al menos no hemos sido muy malos; surge la pregunta: ¿qué sigue ahora? 3. Jesús le pone entre dos posibilidades únicas: el “ser” o el “tener”. “Deja” esto y aquellos, para que te liberes y “seas”. 4. El camino final es un camino llamado amor: “Dalo a los pobres”; “ven y sígueme”. Es decir, a través del

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profundo y total amor al prójimo y a Dios, como realidades absolutas. Eso no solamente traerá “plenitud” al hombre, sino que le hará “feliz”. En la historia, como no quiso hacerlo, añade San Marcos que se fue lleno de tristeza. 5. Jesús explica a los discípulos que las cosas materiales nos van paulatinamente esclavizando hasta que nos impiden alcanzarlo a Él. Dejarlo todo por él es signo de una opción radical por la santidad y la búsqueda de sentido en Cristo. Podemos expresar en una frase el camino de Jesús: deja a un lado lo que has tenido, dedícate ahora a “ser”. Cuando menos pienses tendrás que presentarte ante mí y quiero que llegues tú mismo en plenitud. Hay personas que han llegado a un momento en la vida en que miran hacia atrás y contemplan lo que han logrado: han tenido hijos, han tenido bienes y profesión. Pero llega un momento que debemos preguntarnos su verdaderamente hemos “sido” lo que Dios esperaba de verdad. La mayoría de los humanos, diagnostica Martín Descalzo, nos derrumbamos más por la cuesta de la vulgaridad que por la cuesta del mal. Muchos iniciaron su juventud llenos de sueños, proyectos y planes, de metas a conquistar. Pero pronto vinieron los primeros fracasos o descubrieron que vivir plenamente cuesta trabajo, que los demás alrededor estaba a gusto en su mediocridad, entonces decidimos ser como ellos. El Cardenal John Henri Newman decía que “vivir es cambiar, y ser perfecto es cambiar siempre”. La vida de todo ser viviente es ir cambiando, al menos externamente; pero la perfección verdadera y a la cual estamos 47

llamados, esa exige cambio profundo desde Cristo en el amor a él y al prójimo. Solamente así podremos salir de nuestra vida cristiana mediocre. Hace falta una gran dosis de gracia divina y un grande esfuerzo para salir de todo aquello que el mundo ofrece y que no lleva a nada. Hace falta decisión para asumir con madurez la vida y arriesgarse a dar cada día un paso más en ese seguimiento de Cristo. Hoy notamos lo difícil que es poder crecer; lo difícil que es poder arrancar del corazón tantas cosas para mirar solamente a Jesús. Todo nos invita a llenarnos de cosas y actitudes de placer y hedonismo. ¿Queremos quedarnos allí? ¿Preferimos seguir nuestro camino tristes y vencidos, sin un deseo de felicidad? Dios nos “invita”, nunca nos obliga; él nos “propone”, pero nunca impone. Yo me imagino que el purgatorio de ese joven que salió al encuentro de Cristo consistió en mirar una y otra vez esa escena del llamado de Cristo a seguirle y sentir en su corazón una y otra vez la amargura de haber querido mejor seguir la vida tranquila de la riqueza y la mediocridad que el haberse arriesgado a seguir a Jesús. Así escribía Manrique: “Recuerde el alma dormida...”, porque “la muerte viene tan callando”. Cada día que pasa no es solamente un acumulado de días en la cuenta de nuestra vida, sino un día más que nos acerca ante la presencia de nuestro creador. ¿Qué le diremos?

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Un final feliz Uno de los más conocidos pasajes que tratan el tema del final de los tiempos es, en los evangelios, el cap{itulo 13 del Evangelio de San Marcos. Sin embargo, este pasaje de Marcos (13, 24-32) no es un reportaje, sino una descripción del misterio de la historia humana. Ni los profetas ni los evangelistas fueron reporteros de su tiempo, mucho menos del fin de la historia, que a la vez que desconocen, no dejan sin embargo de anunciar. Mediante un lenguaje misterioso, marcadamente simbólico, intentan meternos a los lectores u oyentes en el misterio del fin del tiempo y de la historia. Es necesario por tanto estar atentos para no confundir lenguaje y mensaje. El lenguaje no puede evitar ser antropomórfico: el fin del mundo visto como una conflagración universal aterradora, una especie de terremoto cósmico que conmueve el universo entero y lo destruye por completo; un cataclismo imponente cuyo fuego incandescente devora abrasador toda la materia. De hecho lo que hay en la mente del evangelista es describir el opuesto a la creación, esto es, la vuelta al caos primigenio: se caerán las estrellas, el sol y la luna se apagarán. Por eso mismo, dicho lenguaje no nos debe hacer caer en la interpretación literalista, como la de algunas sectas protestantes, que quieren ver en estas narraciones la “descripción” de lo que sucederá al final, sino algo más profundo, algo así como una interpretación de la historia humana desde la óptica teológica, para que se vean en los signos la

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descripción de la lucha del bien con el mal y el jucio de Dios sobre esta historia. Oculto tras esta representación escénica de impresionante viveza, hay un mensaje divino: “El mundo no es eterno. La historia tendrá un fin y solamente Dios es el Señor de la historia”. El ropaje literario, propio de la apocalíptica judía, muy apropiado para los tiempos que corrían de persecución (en el caso de Daniel la persecución de Antíoco IV Epifanes, en tiempos de Marcos posiblemente la persecución de Nerón), no debe distraernos, mucho menos angustiarnos, y menos todavía ocultarnos y hacernos perder el mensaje de revelación de Dios. El mensaje es revelación de Dios, y por tanto cierto, irrevocable, verdadero, válido. “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. En cuanto misterio, sin embargo, no está al alcance de nuestro humano conocimiento ni es manipulable para satisfacción de nuestra curiosidad o de nuestro orgullo. Como misterio es irrupción imprevisible, aparición repentina e inasible, desvelamiento inesperado y deslumbrante. Como misterio se espera de Dios, el Señor del misterio, en actitud vigilante y confiada. Para el evangelista Marcos la destrucción de Jerusalén y del templo sirve de símbolo de los tiempos finales del mundo y de la historia. Igualmente, la imagen de la higuera desde que florece en primavera hasta que maduran los higos sirve para señalar el tiempo intermedio entre la historia concreta de su época y el final de la historia. Hay pues una relación entre el tiempo y la eternidad, entre el fin de una época y el fin de la historia, entre el fin de la vida y el fin del tiempo. Entre ambos fines hay ciertas semejanzas:

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-en primer lugar, la certeza del fin, evidente respecto al fin de la vida, objeto de fe respecto al del tiempo; -luego, su carácter imprevisible, totalmente en cuanto al fin del tiempo, parcialmente en cuanto al fin de la vida; -además, su valor decisivo: en un caso se decide sobre la suerte del individuo, en el otro sobre la suerte de la humanidad entera. Finalmente, ambos revelan la condición del hombre y de su mundo, una condición limitada, imperfecta, precaria, que remite necesariamente a otra realidad superior donde esa condición recibe perfección y completamiento. De esta manera el final de la vida equivale en cierto modo al final del tiempo para cada ser humano; y el final del tiempo en alguna manera está prefigurado en el final de la vida. Con la muerte, podemos decir, llega a cada hombre el final de su tiempo en espera del final de todos los tiempos. Ambos finales se viven a la luz resplandeciente de la esperanza cristiana. Es un tópico decir que el hombre vive de esperanza. Y es verdad. El niño espera hacerse grande o tener una motocicleta. El estudiante espera aprobar los exámenes. Los recién casados esperan tener un hijo. El desocupado espera encontrar un trabajo. El encarcelado espera dejar cuanto antes la cárcel. El comerciante que acaba de montar un negocio espera que le vaya bien... Esperanzas, esperanzas, esperanzas. Todas buenas, legítimas, incluso necesarias. Pero al fin y al cabo esperanzas pequeñas, esperanzas parciales. Esperanzas unidas a un bien que no tenemos y que deseamos poseer. Esperanzas que nos remiten a la Esperanza, con mayúscula, en singular, que nos remonta 51

desde las circunstancias mismas de la vida diaria y corriente hasta Dios Nuestro Señor. Esperanzas que no siempre son satisfechas, que nos pueden engañar y desilusionar, que en su poquedad y labilidad nos hacen pensar en aquella Esperanza que no engaña, que mantiene despierta siempre la ilusión y que goza de inamovible firmeza y de absoluta garantía. La Esperanza con mayúscula no es fruto de nuestro esfuerzo ni de nuestros ardientes deseos, sino gracia y carisma del Espíritu, virtud teologal que tiene por anhelo al mismo Dios y la unión definitiva y perfecta con Él. Es ésta la esperanza que nos da acceso a la plenitud y a la realización de nuestro ser personal desde Dios, en Dios y con Dios. Es la Esperanza que todos debemos tener, que a todos deseo. La esperanza es en esencia una llama al interior del corazón que nos dice que hay un “final feliz” para el cristiano. Jesucristo al hablar de la hora final, según el evangelio de Marcos, menciona sólo a los elegidos; de los condenados, si es que hubiere, cosa que nos es desconocida, no se nos dice nada en Marcos. El último día se cerrará con un final feliz. ¡Que lo sepan y tengan presente todos los profetas de calamidades! La suerte final de cada hombre está envuelta en el misterio más absoluto (sabemos solamente que están en el cielo los santos canonizados), pero un final como el del evangelio de hoy infunde un gran consuelo y una extraordinaria confianza en el poder y en la misericordia de Dios. Este final de la historia significa que Dios es el Señor y será juez misericordioso, así como meta final de dicha esperanza.

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Porque hemos de saber que no sólo estamos en espera en este mundo, sino que somos esperados en el otro primeramente por Dios, pero luego por la santísima Virgen María, por los santos, por nuestros familiares, por todos nuestros seres queridos. Todos los que nos esperan están interesados en que nuestra vida termine bien, en que la historia de la humanidad y del universo culmine felizmente. Para eso Cristo, nuestro sumo Sacerdote, murió en una cruz y ahora, entronizado junto a su Padre, nos espera para darnos el abrazo de la comunión definitiva y perfecta. Nos lo dará si nos dejamos santificar por él, es decir, si permitimos que haga fructificar los frutos de su redención en nosotros. Sin preocuparnos tanto por el final de la historia, tal vez la realidad más inmediata para nosotros es la certeza de nuestro propio fin. El final de la historia dudo mucho que lleguemos a verlo vivos; pero nuestro propio final puede ser en cualquier momento. Para cada uno su muerte, como su propio fin, es la expresión verdadera de ese cataclismo y de ese juicio de Dios. Porque todos moriremos un día ya todos seremos juzgados por el Señor. Ante esa realidad, ¿podríamos decir en este momento, hermanos, que no tememos a la muerte porque sabemos que verdaderamente hemos vivido, porque amamos sin egoísmo; ¿podemos decir que recibimos desafíos en la vida y los vencimos con tenacidad y coraje? ¿Podemos decir que si muriéramos hoy tendríamos la dicha de haber dejado una huella positiva en las gentes? Dicho en términos simples, ¿seríamos capaces de decir que no tememos a la muerte porque hemos vivido con plenitud la vida?, ¿podríamos decir eso? ¿Podríamos esperar el juicio de Dios sabiendo que 53

hemos hecho lo mejor para agradarle? ¿No deberíamos evaluar la vida de alguna forma? La vida humana es, por lo tanto, un proceso de crecimiento, de perfeccionamiento, de intensidad. NO es años acumulados, no son bienes poseídos, no es egoísmo. Para Dios será importante juzgarnos por el modo en que vivimos el regalo de la vida. San Pablo es un ejemplo notable de una vida llena y plena. Supo aprovechar el llamado de Dios al cambio, supo aprovechar sus días de apóstol, y supo aprovechar su misma muerte. Sabía que por mucho que crea haber crecido en la fe y en el amor, siempre habrá algo más por conquistar; esa era su ley: dar una paso más siempre: “No quiero decir que haya logrado ya ese ideal o que sea ya perfecto, pero me esfuerzo por conquistarlo, porque Cristo Jesús me ha conquistado. No, hermanos, considero que todavía no lo he logrado. Pero eso sí, olvido lo que he dejado atrás, y me lanzo hacia adelante, en busca de la meta y del trofeo al que Dios, por medio de Cristo Jesús, nos llama desde el cielo” (Flp 3, 12-14) ¿Qué dirían si les comentara que Pablo escribe estos textos desde prisión, cuando sabe que se acerca el final. Que se encuentra entre cadenas y en calabozo rumbo a Roma donde será juzgado y tiempo después ejecutado? La verdadera vida empieza cuando se deja el pasado y la inmadurez y se camina hacia horizontes nuevos. Pablo lo sabía, por eso, desde que Cristo lo transformó y lo perdonó en el camino a Damasco, nunca, hasta el último día dejó de amarle y de seguir adelante: “pienso que nada vale la pena en comparación 54

con el bien supremo, que cosiste en conocer a Cristo Jesús... por cuyo amor he renunciado a todo...”. Dios no hará caer las estrellas, ni sacudirá la tierra para que espantados creamos en él, no apagará el sol para que nos llenemos de temor. ¡No! Solamente nos advierte de la importancia que tiene la vida; no amenaza con el castigo del infierno, pero nos avisa del peligro de llegar a él al final; llama a un camino de santidad, pero no fuerza seguirlo a nadie. Dios quiere una vida nueva. Me refiero a esa “vida” que fortalecida por la gracia, se aventura por los caminos de la santidad, con el alma siempre despierta y creativa, con deseos de llenar las horas, a tener cosas que realizar y que amar, a “ser” sencillamente personas e hijos de Dios. Nuestra oración debería de ser como la frase del salmo: “enséñame el camino de la vida; sáciame de gozo y de alegría perpetua junto a ti” (Sal 15). Habría que releer el Qohelet donde se dice que hay tiempo de plantar, tiempo de arrancar, tiempo de hablar y tiempo de reí. Pero nos dice que habrá un tiempo para morir, un tiempo en que deberemos recapitular la vida entera. Dice José María Cabodevilla que por desgracia “el hombre se mantiene sordo a las voces del instante, a la vez que permanece ciego ante los dones de la vida. Su incapacidad para gozar de éstos no es menor que su ineptitud para percibir aquéllas. Malgastamos el tiempo: he ahí nuestra desgracia y nuestro pecado.” Jesús lo dice de una manera muy clara, debemos saber contemplar los signos de los tiempos: entiendan esto con el ejemplo de la higuera.

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Y la vida mi dice todos los días que es provisional y que se terminará. Mientras se tenga vida nunca es tarde, ni para cambiar, ni para empezar de nuevo. Hay una alegoría sobre la vida humana y cómo debe vivirse que saqué de una experiencia. Un día estaba sentado en la playa observando a dos niños que jugaban en la arena. Construían con gran empeño un castillo, con sus murallas, sus torres y ventanitas. Justo cuando iban a terminarlo, vino una ola y lo derrumbó totalmente. Yo pensé que los niños echarían a llorar desconsolados, pero no fue así. Se levantaron tomados de la mano, riendo, y buscaron otro sitio más alejado e iniciaron la construcción de nuevo. Esos niños me dieron ese día una gran lección. Todas las cosas de nuestra vida, las complicadas estructuras en las que volcamos tanto tiempo y energías, se levantan sobre cimientos de arena. Lo único que es perdurable es el amor entre nosotros. Tarde o temprano vendrá una ola que echará por el suelo todo lo que nos costó tanto construir. Es el momento de levantarse con aquella persona que amamos y seguir hasta que no sea ya posible hacerlo. Porque vendrá un día en que la ola borrará totalmente nuestra presencia por este mundo. Hay una historia árabe muy bella que dice así: Estando el Maestro reunido con sus discípulos les platicó esta historia: La mujer de Abdul era la más bella de la ciudad. En cierta ocasión en que Abdul regresaba de un largo viaje, ésta preguntó: - ¿Qué me has traído?

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Y Abdul le respondió: - Nada más bello que tu semblante. ¿Qué iba, pues, a traerte? Solo puedo ofrecerte este espejo para que en todo momento puedas contemplarte en él. Así pues, prosiguió el Maestro después de relatar esta historia, ¿qué creéis que le podéis ofrecer a Dios?, ¿Vuestros méritos? ¿Vuestros sacrificios? ¿Vuestras ofrendas? ¿Vuestros conocimientos? ¡El es todo Conocimiento, todo Mérito y toda belleza, más que todos vosotros juntos! Sólo desea una cosa de vosotros: que en el día de la Verdad le ofrezcáis un espejo puro en que poder contemplarse” Así es, hermanos, la imagen es muy bella: No sabemos “ni el día ni la hora” de nuestro propio fin, pero sí podemos valorar el maravilloso don de esta fugaz existencia. Y será un deber hacer de ella algo digno donde Él se pueda contemplar. Dios espera ese “espejo” puro, y podemos empezar a pulir y limpiarlo a partir de este mismo instante. Deberíamos hacer nuestra la petición de la oración colecta del día de hoy: Concédenos, Señor, tu ayuda para entregarnos fielmente a tu servicio porque sólo en el cumplimiento de tu voluntad podremos encontrar la felicidad verdadera.

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Nacimos en Belén Cada año, cuando llega la Navidad, no puedo menos de volver a preguntarme cómo es posible que los hombres —y, sobre todo, los creyentes— hayamos vaciado tanto de sentido esto que decimos celebrar con pasión. Es trsiste cómo la Navidad se nos ha quedado en una serie de fiestas o comilonas, y cómo, incluso los que dicen creer, no tienen ni idea de aquello en lo que creen y lo dejan todo en una alegría barata de parrandas y buenos sentimientos. Una encuesta que hicieron a niños en la ciudad de México expresaba que a poco más de un 40%, Navidad es solamente Santa Claus. Sus padres han olvidado decirles que Navidad es el nacimiento del Hijo de Dios y el nacimiento verdadero del hombre. La Buena Nueva o evangelio se inició ese día cuando los ángeles cantaban esa “gloria a Dios en los cielos y paz a los hombres que ama el Señor”; porque ese amor es tan grande que decidió bajar a nuestra carne y hacernos hermanos y compartir por la eternidad su casa divina con todos sus hermanos. Para mí eso es Navidad. Porque si se cree en esa transmutación, a uno se le rompen todos los esquemas, se desbarajusta toda nuestra lógica, se descoyuntan todos los conceptos que tenemos. Porque, de pronto, si Dios puede hacerse hombre, es que son mentirosas todas las ideas que solemos tener sobre Dios y estamos muy equivocados sobre lo que realmente es ser hombre.

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Navidad nos trae un Dios distinto y un hombre distinto. Lo primero lo resumió muy bien Urs Von Balthasar en muy pocas líneas: «Al servir y lavar los pies a su creatura, Dios se revela en lo más propio de su divinidad y da a conocer lo más hondo de su gloria.» Exacto: en Navidad descubrimos que Dios, mucho antes que «el poder absoluto», es el «absoluto amor». En Navidad muere, en cierto modo, el Dios de los filósofos y aparece el Dios todo-enamorado y, por tanto, todo-débil, todo-entregado en manos de su hijo, el hombre. Navidad nos muestra que la verdadera grandeza de Dios no está en haber creado el mundo, sino en su disponibilidad para renunciar a su grandeza por amor. Ese es el milagro de los milagros. Los antiguos Padres de la Iglesia entendieron esto mucho mejor que nosotros. San Gregorio de Nisa afirma que «prueba mucho más patente de su poder que la magnitud de sus milagros es el que la naturaleza omnipotente fuera capaz de descender hasta la bajura del hombre. El descenso de Dios es lo que verdaderamente muestra su poder. La altura brilla en la bajura, sin que, por ello, quede la altura rebajada». San Gregorio tiene razón, por encarnarse, Dios no dejó de ser Dios, sin embargo ¡hasta qué altura ha elevado al hombre! Este es el «nuevo», el «verdadero» Dios que la Navidad nos muestra: el Dios «rico en misericordia», el Dios «loco de amor». Pero si la Navidad cambia el concepto que tenemos de Dios, mucho más transforma la visión que tenemos de lo que sea «esto de ser hombre». Cuando uno contempla ese orgullo que tenemos la mayoría de los contemporáneos, que empiezan por poner a la Humanidad por encima de Dios, uno se asombra, 60

porque realmente no ha sido ése el pensamiento de los verdaderamente grandes entre los hombres. Tal vez nadie ha sido tan cruel con la condición humana como los mejores de esa misma raza. Para Dios ser hombre fue una honra, morir por él una vocación de amor, y llenarlo de su Espíritu para que viva feliz es la tarea más importante que realiza día a día. No cabe duda que lo que señala Isaías es verdad: mis pensamientos no son sus pensamientos, sus caminos no son mis caminos (cf Is 55, 1-11). Y tiene razón Ortega y Gasset cuando afirma que «si Dios se ha hecho hombre, es que ser hombre es lo más importante que se puede ser.» Efectivamente: puede que el alma del hombre no valga mucho más que el aire que su cuerpo desaloja; pero, en todo caso, es un ser «capaz de Dios». Y la Navidad grita que al hombre le cabe dentro nada menos que Dios y con ello estira nuestro corazón hasta el infinito. Y ahí está el verdadero —el único— motivo de nuestro orgullo: en Belén hubo un «crecimiento del ser», un estiramiento de la condición humana que ya no dejará de crecer hasta el final de los tiempos. En realidad, «todos nacimos en Belén», lo mejor de nosotros mismos nació en Belén. Desde ese día, no es sólo que Dios esté con nosotros, es que está «en» nosotros, es que «es» nosotros, uno de nosotros. Tal vez esa es la tarea más delicada y más urgente enseñar a las generaciones que vienen tras nosotros: que ser persona humana es lo más importante y la tarea más bella que puede haber. Hace dos mil años,

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al salir del río Jordán no solamente se revelaba quién era este Nazareno, sino que nos revelaba lo que debería ser el hombre: un verdadero hijo de Dios y hermano de Jesús. Surge, entonces, la pregunta: ¿Cómo ser cada vez más un ser humano? Buscar siempre optando o por lo que el hombre tiene de propio en su racionalidad y valores espirituales, o elegir entre lo propio que es de la animalidad (sin ofender a los animales). Elegir entre una vida vivida o una vida arrastrada. Apostar por el egoísmo o la generosidad. Optar entre elegir despierto o vegetar. Pasar los años envejeciendo, pero sin madurar, o esforzarnos por madurar sin envejecer. Saber que, como decía Alejandro Dumas: El hombre nace sin dientes, sin cabello y sin ilusiones, y los más mueren sin dientes, sin cabellos y sin ilusiones. Por eso tenemos que levantar la bandera de la ilusión de ser mejores cada día, y hacer fructificar en santidad nuestro bautismo, de modo que aunque perdamos todo al menos nos quedará al final el entusiasmo de ser lo que somos. Pienso que lo más difícil es entender que cada uno es el que debe escoger su camino de ascenso e imitación de Jesús, sin buscar disculpas en el mundo para decir que no pude hacer nada (porque la mayoría buscamos culpables para decir que no valemos nada). Para aquellos que digan que su presente lo viven así, destrozado, porque su padre fue un alcohólico, no olviden que Beethoven tuvo uno, pero él fue un genio. Otros se escudarán en que se les dio todo y por eso nunca pudieron crecer; no olviden que Francisco de Asís era de una familia muy rica, pero él se decidió por la hermana pobreza. Otros se quejarán de no haber tenido lo suficiente para ser “alguien” en la sociedad;

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recordemos a San Martín de Porres y aprendamos que no son las posesiones lo hacen a la persona... Vivir es, efectivamente, apostar y mantener la apuesta durante toda la existencia. No hacerlo, y darse por vencido en el primer momento es, simplemente, morir desde ese momento. Vean de qué modo Pedro recordaba a su Maestro, con ese amor único y transformante, cuando dice en una sola frase, pero que resume toda la vida de Jesús: “la pasó haciendo el bien”. Nosotros tendremos que llegar ante el trono de Dios no disculpándonos de no haber crecido, sino de haber hecho fructificar los talentos de nuestra débil pero maravillosa humanidad.

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Un amor para mi amor… Uno de los libros más controvertidos de la Biblia ha sido el Cantar de los Cantares. Pero ninguno otro ha podido hablar del amor humano y del amor de Dios como éste. Juan de Avila, San Juan de la Cruz, la misma Santa Teresa de Avila, que veían en este libro una de las revelaciones más extraordinarias sobre el amor divino. Es el cántico sobre el amor y la vida, un poema totalmente plagado de símbolos, invadido de gozo; capaz de transformar en primavera el árido y desolado panorama de Palestina, todo a fuerza del amor. En el centro del jardín están Él y Ella, la eterna pareja que aparece día tras día sobre la faz de la tierra para cantar el amor como reflejo del Amor infinito de Dios. Celebración del amor humano, expresión de la entrega mutua, definida limpiamente en la frase: Mi amado es para mí, y yo para mi amado. Y el poema repite que, si existe el amor, existe Dios. La escena está sellada por la llamada “fórmula de la mutua pertenencia”. Se trata de la reedición del himno de amor del Adán de todos los tiempos cuando se encuentra con su mujer: Esta sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne (Gen 2,23). Alude además a la fórmula de la alianza que vincula al hombre con Dios: El Señor será tu Dios, y tú serás su pueblo. Luego aparece el símbolo del sello que se llevaba en el dedo, en el brazo o en el pecho sujeto por una cadenilla y que servía como “documento de identidad” y personalidad; sin ella, sin la esposa, él sería un ser anónimo y

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vacío. Esta recíproca pertenencia no puede quebrarse ni siquiera por obra del enemigo por excelencia, la muerte, ya que “el amor es más fuerte que le muerte” (en el fragmento que sigue al texto leído dice: porque el amor es más fuerte que la muerte... Las grandes aguas no podrán apagar el amor, ni los ríos arrastrarlo). Las llamas del amor no son débiles ni fácilmente extinguibles, como las del hogar. El amor es capaz de desencadenar incendios colosales que llegan a desafiar a las “grandes aguas” del caos. En el simbolismo de la Biblia, el mundo surge de la victoria sobre el caos acuático, doblegado por Dios; un caos que es la imagen de la nada. El amor consigue resistir a cualquier adversario: es como la roca contra la que estrella el ímpetu del mar, es tan fuerte que ni la muerte puede apagarlo. Las pruebas de la vida, los sufrimientos, el hielo de las crisis, las pesadillas cotidianas y las desgracias excepcionales, la misma muerte no podrán nunca arrancar a la esposa de su amado. Los dos juntos pasarán a través de todos los infiernos y de todas las lagunas de dolor, de crisis y desolación, conservando intacta la llama de su amor, que no conoce ocaso: ya ha pasado el invierno, y las lluvias ya han cesado y se han ido. Han aparecido las flores en la tierra, ha llegado el tiempo de las canciones... El destino del hombre es amar aquí en la tierra y prepararse para el Amor eterno allá en el cielo. Es por eso que no existe vida más frustrada, más triste y más vacía que aquella que sólo conoció el egoísmo. El matrimonio es esencialmente una escuela de amor; es un misterio...: dos caminos distintos se han cruzado, se ha abandonado el primer fundamento familiar para formar otro, abriéndose ante la pareja ahora un nuevo horizonte. Cabría añadir que Dios quiso que esos dos 66

caminos se encontraran; quiso que esas dos personas unieran sus vidas; pero es de cada hombre y de cada mujer responder a esa vocación de amor o negarse a hacerlo. Dios nos llama a la felicidad en el amor, pero no nos obliga a amarnos ni a traicionarnos. Será tarea también de la pareja crecer juntos a lo largo de la vida. Aprender a darse el uno por el otro; en otras palabras: amarse. Pero, hermanos, no todos saben amar, porque no todos están dispuestos a dar la vida. Así de simple. En el Nuevo Testamento, Jesús no solamente defiende la fidelidad en el matrimonio, sino que lo eleva al ponerlo superior a una ley de Moisés. Jesús se dirige a los discípulos indicándoles que todo lo que el cristiano hace es sagrado, sobre todo aquello que traduce la alianza y el amor mismo de Dios. El adulterio es un pecado como la idolatría lo fue para Israel1. Si Moisés aceptó el divorcio fue debido a la “esclerocardía” de Israel (corazón duro o de piedra), pero no era el querer original de Dios. Jesús lleva aparte a los discípulos para indicar que hay un nuevo modo de vivir para su pequeña comunidad; allí les manifiesta el orden nuevo de un amor fiel y entregado; un amor que se hace fecundo. Dicho en términos simples, el adulterio en el texto de Marcos tiene una connotación profundamente religiosa, antes que jurídica y que consiste en rechazar a Dios como esposo del pueblo elegido (un divorcio teológico antes que humano). Más tarde el texto señala que el fruto de ese matrimonio son los hijos (escena de la bendición a los niños), signo de la familia o lugar del amor fecundo.

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Por desgracia nos quedamos en la periferia de la fe y el matrimonio lo consideramos solamente como una realidad social, como una costumbre, y no como el fruto de una madurez humana y una decisión profundamente religiosa. Rompen muchos matrimonios por ambas razones: sea porque no se ha madurado como personas, bien porque nuestra fe es muy pobre y superficial. Una persona me decía una ocasión que la vida del ser humano es como una vasija: Somos como vasijas que necesitan ser llenadas. El amor es recibir del amante todo lo que él es para llenar la vasija de mi vida. Si ambos damos, las vasijas están llenas y destilan abundancia; cuando solamente una persona da, terminará por quedarse vacía, y ambos serán infelices. La cubana, Zenaida Bacardí2, sabe que el amor o es radical o no lo es; o es fiel y fecundo, o terminará por convertirse en soledad. Por eso pide un amor que complemente el suyo. Lo dice en un poema tan fecundo como su amor: Desdóblame tu amor, a ver si cabe el mío. Con todo su dolor y su fuerza y su brío. Pues yo busco un amor para mi amor. Mas no me des corriente, yo quiero el manantial. Y no me des capullo, quiero todo el rosal. Y no traigas tibieza, que yo busco una hoguera 68

donde se quemen juntos los besos, las quimeras. Pues yo busco un amor para mi amor. Así es, un amor que sea correspondido, un amor donde se pueda ser compañeros, el uno del otro; un amor tan exigente como lo es el amor de Dios por Israel y el de Cristo por la Iglesia. Eso es la vocación del amor conyugal, y que San Pablo llamará “gran misterio” (cf. Ef 5). Si el amor nace en Dios, entonces se transforma. El amor crecido, dilatado y alimentado debe de conducir a la fidelidad. Y el amor fiel va llevando día a día a la felicidad. El amor se prueba en el camino, en el tiempo, en las penas, en el corazón que busca ser fiel a pesar de todo. Añade Zenaida lo siguiente: Yo quiero un amor con besos, con dolor y con martirio. Con rojo de los claveles y blancura de los lirios. Pues yo busco un amor para mi amor. Con dulzura y rebeldía, con penumbra de la noche y ardores del mediodía. Con estrellas salpicadas con la humedad de mi llanto. Con caricias, con palabras, con plegarias y con canto. Yo prefiero un amor 69

de brasa hirviente, pasión embravecida que aprisione las alas de mi mente. Y consuma las ansias de mi vida. Que se despeñe loco por la roca. Y el eco de su voz lo lleve el viento. Y no encuentre el amor más que en mi boca. Y no encuentre la paz más que en mi aliento Y así… Mi tierna comprensión, mi dulce calma, mi forma de velar por cada herida, me harán rayo de luz sobre tu alma y milagro de amor sobre tu vida. Mas yo que conozco este amor y vivo de tu presencia, te suplico por favor, que lleno de transparencia, me dejes asomarme a tu interior. Que me desdobles tu amor, para ver si cabe el mío. Con este inmenso dolor y esta fuerza… ¡y este brío!

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Pues nunca tendré reposo y nada tendrá valor, ¡si mi corazón no encuentra un amor para mi amor! No podría añadir nada más a las palabras de la señora Zenaida, salvo un sonado “amén”. La vocación matrimonial consiste en encontrar ese amor para mi amor; el amor abierto donde quepa el mío; como Dios buscó en Israel un amor para su amor infinito (aunque no hay posible correspondencia). Creo que nos ha faltado educar a nuestro corazón y el de los hijos en el misterioso y divino arte del amor. Dios, que es amor, nos muestra la forma: tanto amó Dios al mundo que nos dio a su Hijo…(Jn 3, 1). Es verdad, Dios nos ama tanto que nos entrega su corazón mismo, su Hijo. Se vacía para llenarnos de Él. Así nuestro amor debe aprender a entregarlo todo o terminará tarde o temprano por apagarse y morir. Como decía Zenaida, Mas no me des corriente, yo quiero el manantial. Pero dependerá de los esposos el que puedan crecer o no en el amor, en la entrega y la felicidad. Jesús lo dice de una manera muy especial: hay hombres que construyen sobre roca firme, pero hay otros que lo hacen sobre arena. Que el amor de los esposos esté cimentado sobre la roca de Dios y del deseo de entregarse el uno al otro, es la única forma de crecer en esta vocación tan “divina” pero, dependerá de nuestros corazones. Al escribir estas notas tenía presente a una pareja de esposos que hay que ver cómo se amaron, me refiero a Ana Magdalena y Juan Sebastián Bach. Ella comenta en su diario, como resumen de su matrimonio lo siguiente: 71

A partir del día de la boda, ya no tuve más vida que la suya. Era como una pequeña corriente que se la hubiese tragado el océano. Me había fundido y mezclado en una vida más amplia y más profunda de lo que la mía hubiera podido ser jamás. Y conforme fui viviendo, año tras año, en su intimidad, comprendía cada vez mejor su grandeza. Con frecuencia lo veía junto a mí tan poderoso, que me quedaba casi aterrada; sin embargo, lo comprendía porque lo amaba.3 Ojalá y todos los matrimonios pudieran decir lo mismo de los suyos. Ojalá y todos pudiéramos entender que los primeros pasos del “amor eterno” los empezamos a dar en esta vida, y que el amor matrimonial es el más bello signo del amor de Cristo por la Iglesia. Hoy, pues, pido a Dios por los matrimonios aquí presentes para que el Señor Jesús, por la gracia de su amor redentor, les haga descubrir el gran misterio al que han sido llamados. ************************* Teología de las formas de vida cristiana. Tomo I. José Cristo Rey García Paredes. Ed. Claretianas. Madrid 1996 pp. 55ss 1

Pinceladas. Zenaida Bacardí de Argamasilla. Tomada de internet. 2

La pequeña crónica de Ana Magdalena Bach. Editorial Juventud. Barcelona. 2000. p. 20 3

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Para amar Algo maravilloso en la Biblia es que sus personajes estén marcados por la debilidad y el pecado. Dicho en términos menos escandalosos, que se trata de personas perfectamente comunes y corrientes. El Antiguo Testamento nos pone como modelos a Abraham, por su fe; a Moisés por haber sido el gran libertador y legislador de Israel y a David, el rey por excelencia y el modelo del Mesías por venir. ¿Y saben qué es lo maravilloso? Que los autores sagrados no se tientan el corazón en decirnos que Moisés dudó cuando llevaba a su pueblo por el desierto, y que David fue un hombre débil y adúltero. Sin embargo, por su testimonio de entrega y de conversión se llegan a convertir en modelo para nosotros. De hecho se cumple lo que dice Jesús en su Evangelio: porque ha amado mucho (cf. Lc 7, 36-8.3), porque se atrevieron a saberse débiles, pecadores, pero necesitados de perdón y de la fuerza de Dios, por eso Dios los hizo sus amigos. Este domingo celebramos el día del padre. Y creo que muchos papás sentirán que su vida tiene el tinte de todos esos grandes personajes de la Biblia, incluyendo en muchos el de David. Sobre todo porque, tal vez, después de haber madurado y haber visto a los hijos crecer, hemos descubierto que el matrimonio y la familia, más que proyectos personales, ahora los vemos como regalos de Dios y compromisos a realizar. Y no importa cuantos años tengan de casados, aparecen las preguntas: ¿Cómo conseguir que la familia multiplique la vida de sus miembros en lugar de dividírsela? ¿Cómo lograr que potencie su libertad sin 73

encadenarles? ¿Cómo combinar las zonas de convivencia, que tanto necesita todo hombre, con las no menos imprescindibles de soledad? Estos son, me parece, los problemas decisivos de la vida familiar. Porque no debemos ser ingenuos y limitarnos a cantos emotivos y retóricos a la familia. Los latinos sabían muy bien lo que se decían cuando aseguraban que «la corrupción de lo mejor es lo peor». Y la familia, que es la base de lanzamiento de muchísimos genios, ha sido también, cuando se corrompía, el cepo en el que otros seres quedaban encadenados para siempre. Siempre que se juega a lo grande es mucho lo que se puede ganar, porque es mucho lo que se puede perder. De ahí que, para constituir una familia, debería la gente —dicho sea en frase vulgar— fajarse muy bien. Y tal vez esto sea lo más asombroso de la Humanidad: que cuanto más importante es una cosa, menos pensemos que hay que prepararse para ella. A mí siempre me ha asombrado que se exija un título de ingeniero a quien ha de construir un puente o el de arquitecto para firmar los planos de una casa —porque alguien podría morir bajo ellos si se derrumbasen— y que, en cambio, para construir una familia, que es infinitamente más difícil, parezcan bastar un montón de sueños y mucha ingenuidad. Incluso después del matrimonio, hay hombres que se dedican a regar hijos por distintas partes, sin jamás preguntarse sobre el daño, la herida tan profunda que dejará en esos niños para toda su vida. Y no es que uno aspire a la creación de una universidad de padres, con matrículas y exámenes, pero sí a que todo el que se case tuviera que pasar antes de hacerlo por el tribunal de la propia seriedad y la autoexigencia. ¡Porque son tantos —cada vez más— los 74

aplastados por el hundimiento de su propia familia! Y no hablo sólo, es claro, de las familias rotas por el divorcio. Hablo de todos esos otros divorcios interiores que viven con frecuencia matrimonios aparentemente unidísimos. Hablo de los que son una yuxtaposición de soledades o una multiplicación de egoísmos. Hablo de los que conviven soportándose. Hablo de los que «poseen» a sus hijos. O de los hijos que «dominan» a sus padres. Hablo de todas esas formas de corrupción familiar en las que los unos dejan de ser trampolines para que salten mejor los demás para convertirse en cadenas de los otros. Porque el gran misterio de toda comunidad es el de llegar a ser dos —o ser cinco, o ser doce— sin que cada uno de los miembros deje de ser uno. Tal vez nada hay más asombroso en la condición humana que ese misterio de la individualidad y la libertad de cada uno de los seres humanos: hombres todos, hechos con un molde aparentemente idéntico, pero hechos todos en realidad con moldes que se rompen después de fabricado cada uno. ¿Por qué en la misma familia es cada hijo completamente diferentes de sus hermanos? ¿Cómo es que, si todos recibieron la misma educación y conocieron idéntico ambiente, reaccionan de maneras diferentes ante iguales estímulos? ¿Qué es lo que hace que el primer hijo sea tímido y el segundo extravertido? No lo sabremos jamás. El gran asombro de toda paternidad es constatar lo diferentes que pueden ser los hijos; son como un universo distinto cada uno. Mas tal vez sea ésta la verdadera grandeza del amor: unir sin igualar o, si se quiere, igualar o acercar sin destruir. Y de ahí también la verdadera tragedia del fracaso de la familia: nadie puede hacemos tanto daño como los que debieron amarnos. La traición de 75

un amigo es, en definitiva, una traición de segunda división. La de un hermano, la de un padre o la de un hijo, ésas sí tienen fuerza para destruir un alma. Los árabes lo dicen con un hermoso refrán: «El único dolor que mata más que el hierro es la injusticia que procede de nuestros familiares.» Debemos hacer lo mejor que está de nuestra parte, y con confianza dejar lo demás en las manos de Dios. Sabemos que si Dios me dio una esposa y unos hijos, es porque tuvo una grande confianza en mí. En esta confianza, en esta fe en Cristo, podremos decir: “Pues mi vida en este mundo la vivo en la fe que tengo en el Hijo de Dios, quien me amó y se entregó a sí mismo por mí. Así no vuelvo inútil la gracia de Dios...” (Gal 2, 16.19-21). Pedimos a Dios que esa gracia, ese don que dio a tantos padres de familia, no sea inútil, sino que por su dedicación, su amor y entrega, hagan de la familia la imagen viva Santísima Trinidad: una familia donde vive y se respira el amor y la comunicación. De Zenaida Bacardí de Argamasilla, a quien he citado con frecuencia, hace un pensamiento que va dirigido a los padres; lo titula Déjale a tu hijo (Ramillete de estrellas): Déjale a tu hijo alguna raíz con nudo, y algún ala sin amarre. No lo presiones hasta el punto de que el vaso se rebose y quede vació. Deja que se evaporen las locuras de ayer, y mételo en la esperanza tentadora del mañana. 76

Sé más estrella que cerrazón de noche. Dale una cercanía que no lo limite, y una supervisión que no lo acorrale. Dale luz de tu pensamiento, más que la ira de tu enojo. Dale la serenidad de tu alma, más que la inquietud de tus dudas y temores. Dale soluciones, más que recriminaciones. Dale un espacio y un perdón, no una jaula de castigo donde sus alas sólo den aletazos de rencor. Dale fe en sí mismo, para que sólo pueda mover sus sentimientos. No le exijas sobresalir; no lo compares con nadie; no achiques la estima de sí mismo aunque falle, ni lo supervalores porque acierte. … Dele explicaciones a sus desasosiegos, generosidad a su egoísmo, protección a su vida, y nunca lo separes de tu corazón.

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Todo el que vive a tu lado te da algo de sí mismo, y a la vez recibe ese reflejo tuyo que irradia lo que eres. Por eso, todo lo que te gustaría ver en él, dáselo con tu solidez, con tu alma, con tu amor, con el ejemplo de tu vida. Déjale tu reposo a su intolerancia, tu calmada reflexión al atolondramiento de sus años, y razones bien fundamentadas como un detonador de justicia. No discutas por todo, dándole al hogar un sabor de amargura; mejor dale un beso y llénalo de luz. …

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Basta ya, Señor, quítame la vida Siempre encuentro pasajes en la Escritura que me dejan meditando largamente. Uno de ellos justamente éste del Primer Libro de los Reyes (1 Re 19,4-8). El gran Profeta Elías se encuentra huyendo pues es perseguido; hay sequía en su país y una grande hambruna. “... caminó Elías por el desierto un día entero y finalmente se sentó bajo un árbol de retama, sintió deseos de morir y dijo: ‘Basta ya, Señor. Quítame la vida, pues yo no valgo más que mis padres’. Después se recostó y se quedó dormido” (1 Re 19,4-8) Sorprenden estos textos porque hablamos de los grandes hombres de la Biblia. Podríamos pensar que esos personajes son superhombres, hechos de acero puro; creaturas indomables que nunca se darían por vencidos. Pero la Biblia nos recuerda una y otra vez que eran hombres comunes y corrientes, como nosotros. Igualmente débiles y con dudas, como nosotros. Moisés se sentía indigno, tartamudo y débil; sin embargo Dios lo eligió para ser el libertador de su pueblo. Elías era un profeta de fuego, que también vivió sus dudas y desconsuelos. Jeremías siempre creyó que no era el profeta adecuado para avisar al pueblo de las tragedias que se avecinaban. Pedro mismo, ante la cercanía de Jesucristo no supo otra cosa qué decir que: “aléjate de mí, que soy un pobre pecador”, y sin embargo Jesús lo nombraría la Piedra de su Iglesia.

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La lección que debemos aprender es saber que es muy humano y cristiano sentir dudas, sentirse débil, saberse necesitado de Dios y de los demás. Saber que hay momentos que, como el profeta, queremos decirle a Dios: “basta, Señor. Quítame la vida”. Para mí, en esos momentos, recuerdo que es humano sentir desaliento, PERO NO ES HUMANO NI CRISTIANO DARSE POR VENCIDOS. ¿Por qué no darse por vencidos? Porque al hacerlo, no solamente desconfiamos de nosotros, sino que empezamos a desconfiar de Dios. El día que eso hacemos, empezamos por mutilar el alma. El que desiste a luchar, el que se resigna ante cualquier fracaso, ya está condenado a no llenar su vida, a dejarla a medias. Luis Vives escribió lo siguiente: “la constancia y la tenacidad son los principales puntales para un hombre que quiere triunfar”. Hay un dato que me sorprendió: que los que buscan petróleo tiene que excavar alrededor de 247 pozos antes de encontrar el bueno. Y no se desaniman por la cadena de fracasos. Siguen buscando. ¿Y la vida del hombre no vale más que un pozo de petróleo? ¿No vale la pena levantarse y seguir caminando hasta el final? Tal vez nos tengamos que caer y levantar 247 veces antes de poder tomar el camino bueno y seguir caminando hasta la meta. Dios, después de escuchar nuestras quejas, no nos va a apapachar para decirnos más tarde que él nos solucionará los problemas; sino que Dios ante cada caída nos da siempre las energías suficientes para seguir por el camino de nuestro desierto: “Pero un ángel 80

del Señor le dijo: Levántate y come, porque aún te queda un largo camino”. Esa es la respuesta de Dios a todo hombre que se siente desplomar: todavía te queda camino por recorrer, personas a las que debes amar, bien que debes realizar. Pero hay más; Dios no solamente nos conmina a seguir caminando, sino que se hace nuestro compañero por la vida, como pasó a los discípulos de Emaús. Y, además, nos da la fortaleza necesaria para el caminar peregrino, su propio cuerpo y sangre, la eucaristía. Esa Eucaristía que es el verdadero “pan del cielo” (cf. Jn 6, 41-51): “el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo les voy a dar es mi carne para que el mundo tenga vida”. La Eucaristía es para nosotros un “VIÁTICO”, es decir, es el alimento que nos ayuda en nuestro “viaje” por este mundo. Dios sabe que somos frágiles, ya que él mismo ha compartido la fragilidad humana; sabe que el hombre tiene momentos de duda y desasosiego, porque el también él tuvo su Getsemaní. Pero sabe algo que debemos guardar en el corazón y vivirlo: que cuando el ser humano se levanta nuevamente y se decide a caminar guiado ahora solamente por la luz divina, es cuando suceden los milagros. Moisés aceptó en su debilidad ser portador de la fuerza de Dios; Elías y Jeremías fueron la Palabra de Dios para su Pueblo; Pedro supo ser la “piedra de la Iglesia” a pesar de sus cobardías; Jesús subió a la cruz después de haberse desplomado en Getsemaní.... Es por eso que me convenzo que los tropiezos, las pruebas y los sufrimientos son en cada ser humano la prueba indudable de que Dios espera algo grande de nosotros, ya que somos nosotros, y nadie más quienes, 81

por la gracia de Dios, pueden transformarlos en algún milagro. Repito, no es pecado sentirnos algunos momentos cansados y desesperados, el pecado está en desistir, en darnos por vencidos, en desear más la muerte que la vida. No olvidemos que no estamos solos; podemos decir con el Salmo 33: “... Cuando acudí al Señor, me hizo caso y me libró de mis temores. Confía en el Señor y saltarás de gusto; jamás te sentirás decepcionado, porque el Señor escucha el clamor de los pobres y los libra de todas sus angustias.” Pero todavía tiene más cosas que decirnos el texto del día de hoy. Añade: “Se levantó Elías. Comió y bebió. Y con la fuerza de aquel alimento, caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios”. Ya los Padres de la Iglesia habían visto en esta frase el sentido eucarístico del texto. Nosotros, como Elías, miembros del Pueblo de Dios, SACAMOS FUERZA DE LA EUCARISTÍA PARA LEVANTARNOS Y SEGUIR CAMINANDO, en la certeza de que nuestra meta es Dios mismo, “el Horeb, el monte de Dios”. Notemos también que el texto habla de todos nosotros ya que al citar el número simbólico 40, se hace referencia a lo que es la vida humana. Pero añade algo fundamental el texto, la meta es Dios mismo. Todo nuestro caminar, caernos y levantarnos para poder llegar a él, porque Dios es nuestro fin del camino. Hoy le pedimos que con la fuerza de la Eucaristía, buscando hacer su voluntad, pero con el corazón inflamado de esperanza y de coraje, podamos seguir caminando hasta nuestra meta que, lo sabemos, es Él mismo. Haciendo una perífrasis de una antigua oración a la Virgen del Carmen, me atrevo a decir: 82

“Tengo mil dificultades: ayúdame. De los enemigos del alma: sálvame. En mis desaciertos: ilumíname. En mis dudas y penas: confórtame. En mis enfermedades: fortaléceme. Cuando me desprecien: anímame. En las tentaciones: defiéndeme. En horas difíciles: consuélame. Con tu corazón paternal: ámame. Con tu inmenso poder: protégeme. Y en tus brazos al expirar: recíbeme. Amén 83

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Fiesta de la esperanza Se suele pensar que la fiesta de los Reyes Magos es solamente una fiesta de niños. Pero no es verdad, porque, en rigor, los mayores la necesitamos más que los pequeños. Tal vez deberíamos ser los mayores, y no los niños, quienes debiéramos dejar nuestros zapatos junto al Nacimiento para que, al pasar, nos dejaran los Reyes esa esperanza que tanto necesitamos. Y es que, en Navidad, todos los hombres somos objeto de un gran regalo. Los primeros cristianos lo celebraban con verdadero júbilo y cantaban en sus asambleas: «Nos ha nacido un niño, un niño se nos ha dado». Pero lo tomaban literalmente en serio. Seguro de que éstos son los días en que Dios se acuerda más clara y abiertamente de los hombres. Y éste debería ser el gran robustecimiento de nuestra esperanza. Pero tener esperanza no es cosa fácil. Y menos, esperar bien. ¿Vieron ustedes cómo esperaron este día los niños? Ellos esperaron la llegada de los Reyes y lo esperaron sin vacilación, sin angustias. Saben que los Reyes vendrán. Y que vendrán sin falta. Y saben que lo que les traigan será hermoso. Los niños se sienten queridos. Lo único que dudan es cómo se expresará este año ese amor. La noche de Reyes se acuestan nerviosos, pero alegres, seguros. Los Reyes pueden traer esto o aquello, pero seguro que lo que traigan será hermoso. Los mayores no esperamos así. Nuestra espera es angustiosa, porque no tenemos esa fe, esa seguridad de 85

los niños. Miramos al año que comienza con inquietud, incluso con angustia. Puede ser la fortuna o la catástrofe. Puede ser un año de alegrías o de fracasos, de triunfos o de ruina. La esperanza incierta da miedo, intensifica la angustia más que curarla. Por eso vivimos tristes los más de los mayores. No nos atrevemos a pensar que todo irá bien, hemos terminado por creer que la vida da más tristezas que alegrías. Somos maduros, pero tristes. Lástima. Por eso es tan difícil alegrar el alma de un adulto. A un niño le alegra una pelota, un triciclo, casi lo que sea. Los mayores necesitamos todo el sol del universo para que el corazón se nos descongele. Y, sin embargo, al menos los creyentes deberíamos ser la gente de la alegría y la esperanza. La Navidad nos da tres grandes motivos para esperar. El primero es la certeza de que no estamos solos en el mundo. Dios está sobre nosotros, se preocupa por nosotros. Nos ama. Nos ama tanto que hasta envió a su mismo Hijo para que nos sacara de este atolladero. El segundo gran motivo es que, al hacerse hombre Dios, los problemas humanos se han vuelto también intereses suyos. Dios ha invertido en este negocio de la humanidad todo lo que tenía. Se ha empeñado a si mismo. El tiene ya tanto interés como nosotros en que esto de la humanidad acabe bien. El tercer gran motivo es que ese Hijo viene para redimirnos, para salvarnos. Viene para explicarnos que la historia del mundo es una historia que acabará bien. Porque es una historia que viene del amor y va hacia 86

el amor. Dios no nos subirá los impuestos, tampoco hará una encuesta telefónica para saber si estamos de acuerdo con la salvación; el se nos ha dado totalmente, y solamente quiere que digamos “sí”, y que caminemos en la fe y en el amor, con la seguridad de que Él cumplirá su promesa. La imagen que nos da el profeta Isaías es por demás bella: “Levántate y resplandece, Jerusalén, porque ha llegado tu luz y la gloria del Señor alborea sobre ti. Mira: las tinieblas cubren la tierra y espesa niebla envuelve a los pueblos; pero sobre ti resplandece el Señor y en ti se manifiesta su gloria…” (Is 60 1-3). Es verdad: no estamos solos en el mundo, Dios sabe nuestras carencias y necesidades y Jesús siempre estará con nosotros. Son como los tres pilares de la esperanza. Claro que no faltarán personas que digan: pero es que yo he sido un gran pecador toda mi vida, no creo que Dios me vea como si no hubiera pasado nada. Hermanos, pensar así sería una terrible equivocación. Dios nos ama más que nuestros pecados y quiere que solamente hagamos lo poco que podamos, que confiemos en él, que creamos en él y que nos arrojemos a sus brazos con la confianza del niño que se arroja a los brazos de su padre. Santa Teresita del Niño Jesús así lo entendía; escribe: «Podría creerse que si tengo una confianza tan grande en Dios es porque no he pecado. Decid muy claramente que, aunque hubiera cometido todos los crímenes posibles, yo seguiría teniendo la misma confianza. Sé que toda esa muchedumbre de ofensas sería como una gota de agua arrojada en el brasero encendido» (OC 892). Este día de la Epifanía, el Maestro, el guía, es un Niño: Jesús. Y el Niño Jesús nos habla palabras de amor de Dios; él es la raíz de la esperanza, él es la luz, 87

el camino, la verdad y la vida que podemos lograr. Pero para “entenderlo” es necesario hacerse niño ante Dios, llenos de confianza y de amor por Dios Padre. Por eso exhortaba el bueno de san Pedro a su comunidad: “como niños recién nacidos” (1Pe 2, 1-2). Así es, iniciemos este año sin doblez, sin malicia, sin fingimiento, sin temores. Llevamos apenas unos días de este palíndromo y al parecer aciago año 2002. Pero sabemos que luz de la estrella que es Dios, nos guiará día a día en nuestro caminar. Hoy la liturgia nos pide que caminemos en esa actitud de infancia espiritual, en esa actitud de confianza y de fe en Dios. Llevemos como oración estas bellas estrofas del himno de Laudes de la Epifanía: Reyes que venís por ellas, no busquéis estrellas ya, porque donde el sol está no tienen luz las estrellas. ... Aquí parad, que aquí está quien luz a los cielos da : Dios es el puerto más cierto, y si habéis hallado puerto no busquéis estrellas ya.

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Esta Navidad, regala algo distinto El Profeta Isaías, después de describir la grande alegría de su pueblo, expresa la raíz de esta alegría: el nacimiento de un niño. Pero no es el nacimiento de un hombre cualquiera el que ve el profeta, sino el nacimiento de un hombre muy singular: lleva sobre sus hombros el signo del imperio y su nombre será “Consejero admirable”, “Dios poderoso”, “Padre sempiterno”, “Príncipe de la paz”. Ese niño no solamente será un Rey magnífico, sino que su reino será inigualable: un reino de justicia y de paz. Termina diciendo el profeta que eso es obra no de hombres sino de Dios mismo (Is 9, 1-3, 5.6). Pablo, por su parte, señala que la presencia de esta Gracia divina será para la humanidad causa de un cambio profundo que deberá manifestarse en el estilo de vida del creyente: sobria, justa y fiel a Dios. Porque, añade al apóstol, este Reino que inauguró con su venida el Salvador, se implantará definitivamente al final de la historia. De este modo, Jesús es no solamente el esperado, sino que es ahora la razón de nuestra fe, el por qué de nuestro amor y la meta de nuestra esperanza. En dos parrafitos tratamos de balbucear el misterio de los misterios: que Dios siendo todopoderoso, haya querido hacerse débil como un hombre; un Dios que teniéndolo todo en su soberana Trinidad, quiso abrir 89

las puertas de la divinidad para dejar entrar al hombre. Un Dios que ama tanto que se hace regalo para los hombres. Esa es la razón de la Navidad, la explicación de nuestros gozos; el fundamento de nuestra fe. Es tanto lo que Dios da en Jesús, que no puede comprarse con nada, y sin embargo, Dios, con una gran sonrisa, nos dice que podemos “corresponder” a su Regalo. ¿Cómo? ¡Practicando el bien! ¡Amando con nuestro pequeño amor¡ Por eso añade Pablo (cf. Tit 2, 14): a fin de convertirnos en pueblo suyo, fervorosamente entregado a practicar el bien. Y creo que Dios se aprovecha de esta fiesta de Navidad, tan humana y tan divina, para hacernos contemplar cuánto bien hemos hecho y cuánto más estamos dispuestos a realizar para el año a comenzar. Porque no debemos olvidar la matemática del cielo: que Dios llenará de sí mismo a aquél que se vació totalmente de sí en el amor a Él y al prójimo. Y Dios es tan generoso que no nos pide que lo hagamos con todos y cada uno de los hombres que habitan el mundo (aunque el corazón deberá estar abierto a ello), sino que nos pide que amemos de verdad y con todo el corazón a esos rostros tan conocidos y que tan acostumbrados estamos de ver todos los días: nuestra familia y lo pobres que viven cerca de nosotros. Así es, somos Navidad para los demás porque debemos “darnos” en el amor a ellos hoy, mañana y cada día del año, a ejemplo de Dios mismo. Pero no podemos olvidar que para dar ese don del amor, antes es necesario haber entendido y haber hecho nuestro el misterio de la Navidad (y no caer en la tentación sentimentaloide de los americanos que reducen la Navidad a un bonito sentimiento que desempolvamos cada 24 de diciembre para olvidarnos de 90

él a partir del primero del año siguiente). La Navidad es Dios; la Navidad es creer que valemos mucho a sus ojos; Navidad es saber que no importa cuán dolorosa o feliz haya sido nuestra vida, Dios la ha querido y la ha amado más que nosotros mismos; Navidad es de verdad creer que tanto valemos que su Hijo quiso venir a hacerse hombre para que nosotros subiéramos a la casa del Padre. Navidad es hacer que El nazca en nuestro corazón y repartirlo todo el año a golpes de amor y de misericordia con todos. Sólo quien vive así puede llamarse “hijo de Dios”, porque ha dejado nacer al Hijo en su vida… ¡Eso es Navidad! Quise escribir estas notas con toda la emoción que me causa celebrar a Jesús y atisbar su misterio, aunque sea con esa lucecita de una estrella en diciembre. Y es mi intención pedirle a Dios que les haga descubrir un poco de esta alegría con la esperanza de que todos y cada uno se convierta en un “regalo” en un “don” para su familia. Y no me podía faltar la presencia de la querida Zenaida Bacardí de Argamasilla, que he citado varias ocasiones en este año que terminamos. En su libro “Con las alas abiertas” escribe un pensamiento que titula: Regala algo distinto. Dice: Este año, haz lo que pocos hacen: regala algo distinto. Y en vez de pasarte los días correteando tiendas, pásatelos con Dios, haciendo paquetitos de caridad cristiana. ¿Por qué no dejas un poco de fe, esperanza y caridad en el corazón de todos? Son regalos muy exclusivos de la tienda de Dios. No tienen precio humano. No tienen moneda circulante. ¡No cuestan dinero! Su precio es de amor, de alma. 91

Por eso no puede regalarlos todo el mundo y no se adquieren fácilmente, porque su tallado es laborioso, su pulimento constante y sus materiales muy caros. Son regalos de tierra, con resplandor de cielo. El hombre los elabora y Dios los premia. El hombre da mano de obra y Dios da salvación eterna. Regala un poco de tu fe, porque todos la necesitan. Es el sentido de la vida. Es la certeza de no necesitar pruebas para creer. Es un faro al que siempre puedes mirar. Es el mejor amarre para no caer, la mejor brújula para orientarte ¡y el mejor puerto para morir! No hay duda de que la fe es el ancla que te salva, la palanca que te mueve, el eje que te sustenta, la vida que te rebosa y la luz que llevas dentro, floreciendo las cruces y obrando milagros. Da un poco de esperanza. Es una promesa que siempre está latente. Es traspasar las murallas y mirar más allá. Es el sueño de los que están despiertos. Es el horizonte de los que se derrumban. Es la mecha ardiendo que te permite estar de pie y comenzar de nuevo. Es poseer de antemano lo que todavía no ha llegado, y soñar hacer con lo que llegue, lo que todavía no ha sido posible realizar. Es el resorte de tu imaginación para buscar una salida y el espacio donde siempre puedes abrir las alas y salir a volar. ¿Por qué no regalas este año algo tan lindo como el amor cristiana? La caridad es como un desdoblamiento hacia el otro, por amor de Dios. Es gastarte en los demás y crecer para ti. Son rendijas de tu amor destilando sobre la vida de los que te rodean. Es dar de tu rocío para que el otro pueda amanecer,

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y de tu cosecha para que el otro pueda vivir. Dar de tu agua para que nadie tenga sed. Dar de tu abundancia para que nadie se sienta vacío, y de tu corazón para que nadie deje de calentarse. Date a ti misma como semilla del camino y regala tus dones, como se dan los besos, las rosas y el amor. Entrégate este año con más soluciones, más acción y más efectividad. Y empezarás a sentir cómo se te encienden por dentro “llamitas” que tenías dormidas y cómo se realizan a tu lado los milagros invisibles de Dios. Darse en amor, es la única forma de hacer crecer las alas ¡y alzar la vida! En esta Navidad, mira la estrella del pesebre y llénate de luz. Porque la luz de caridad es luz de “astro”… ¡la única que tiene abierto un caminito directo para llegar al cielo! ¿Qué más puedo añadir a las palabras de Zenaida? Solamente dirigir la acción de gracias a Dios Padre por habernos regalado a Jesús y decir con toda la fe del mundo la oración del final de la Misa de hoy (Misa de medianoche de Navidad): Tú, Padre, que nos has concedido el gozo de celebrar esta noche el nacimiento de tu Hijo, ayúdanos a vivir según su ejemplo para llegar a compartir algún día con él la gloria de su Reino.

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Este mundo pasajero Una de las grandes paradojas cristianas es saber que la muerte de Cristo no nos libra de morir, ni su cruz hace ociosa la nuestra, ni su resistencia a beber el cáliz va a ahorrarnos a nosotros, en virtud de sus méritos, ninguna repulsión. Tarea nuestra a lo largo de la vida es irnos preparando a morir. Los antiguos habían acuñado una palabra: mortificación ; “ir muriendo”. Por otro lado, este “ir muriendo” significa que nos vamos preparando para el gran paso: el encuentro con el Creador, que el día de la muerte se convierte en nuestro “Consumador”. Se repiten las estaciones bíblicas en la vida de todo ser humano: Creación, esclavitud, desierto y arribo a la tierra de promisión. En todas ellas se da la misma vocación, la de caminante. Manrique escribió: Partimos cuando nacemos, andamos mientras vivimos y llegamos al tiempo que fenecemos ; así es que cuando morimos, descasamos. Parece que el mundo nos ha ganado la batalla. Nos ha querido demostrar que lo es todo. Y cuántos 95

caemos en la trampa de aceptarlo y creer que hay que agotarlo todo en esta vida. A Dios gracias, él nos recuerda siempre que no es así: la muerte de un ser querido nos certifica el amor dolorido de su ausencia, pero también nos abre los ojos para darnos cuenta que nuestro oficio es de caminantes y tal vez nos habíamos establecido cómodamente. El evangelio tiene muchas invitaciones a la confianza en Dios, pero también adviertencias acerca de la precariedad de la vida; una vida que terminará, como terminará la historia humana algún día. Tenemos, por ejemplo, el caso del Evangelio de Marcos (Mc, 13,2432), donde el evangelista, en ese marco apocalíptico y cataclísmico quiere invitar al lector a entender dos cosas: que los tiempos que se viven son los últimos, y que la actitud de todos los creyentes debe de ser la de la vigilia y conversión para estar siempre preparados; no debemos ser tan tontos como los hombres del tiempo de Jesús que no supieron reconocer al Enviado. Sabemos que cada día que pasa nos acerca más y más al final de la historia, donde el Hijo del Hombre vendrá en plenitud y gloria para juzgara los vivos y a los muertos, instante final en que «muchos de los que duermen en el polvo, despertaran: unos para la vida eterna, otros para e/ castigo eterno» (Dn 12, 1-33). Estas ideas me recordaron un texto del Apóstol de los gentiles que dirigía a la comunidad de Corintio y que debería ser nuestra actitud de vigilancia y conversión a la que Dios nos invita: «..el momento es apremiante. Queda como solución que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran ; los que lloran, como si no lloraran ; los que están alegres, como si no lo estuvieran ; los que compran, como si no poseyeran ; los que negocian en el mundo, como si no disfrutaran de 96

él : porque la presencia de este mundo se termina» (1 Cor 7,29-31). Creo que Pablo nos advierte dos cosas: -que debemos vivir la vida con intensidad, agotando cada minuto de la vida; y, -en segundo lugar, reconocer que todo esto es pasajero, que el único absoluto es Dios, por lo que nuestra mirada y nuestro corazón deben estar puestos en Él. Tal vez el drama de nuestras vidas sea justamente el que hacemos a un lado a Dios y queremos vivir sin El y, por otro lado, nos cegamos tanto por nuestros problemas que nos olvidamos de lo que sucede alrededor nuestro. He meditado muchas veces un dato desconcertante de los Evangelios: aquel que nos cuenta que, cuando Cristo murió, los soldados que le habían crucificado se sorteaban la túnica. ¿Con qué? Con unas “tabas”. La razón era que como los reos tardaban siempre mucho en morir, había que pasar el tiempo haciendo algo. Dicho de un modo simple y grotesco, en el momento en que Jesús moría, en el instante en que la página más grande de la historia se escribía, al pie de la cruz alguien jugaba a las “tabas”. Y lo último que contempló Cristo fue la estupidez humana: unos hombres que eran redimidos por su sangre, a medio metro de Él se entretenían con un juego. Por eso San Pablo pide que relativicemos muchas cosas, no porque no sean importantes para nosotros, sino que nunca deberán ser puestas como absolutos. La razón es que somos muy ciegos. Ciegos por nuestro egoísmo voluntario. Me pregunto que responderán

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esos soldados en el Juicio Final; tener que explicar que no pudieron darse cuenta de quién moría en la cruz, debido a que estaban muy entretenidos con su juego. O nosotros, que nos dábamos de golpes en el pecho por nuestros sufrimientos y, tal vez al lado mismo de nuestra habitación, tal vez de entre nuestros mismos familiares, había todo un drama de abandono y falta de amor. Que mientras juzgábamos a todo el mundo diciendo que es muy violento, tal vez en nuestro mismo hogar se esta librando la batalla del desamor, del desinterés y de la violencia. Es más fácil pedir la paz en el mundo o criticar a los gobernantes por sus trabajos infructuosos que empezar por ponerla en el propio hogar. Es mas sencillo lamentarse por lo que pasa en el mundo que construirlo. Por eso habría que dejar de contemplar un poco la parcela de nuestro corazón y ver alrededor nuestro, no sea que estén pasando cosas graves e importantes y ni cuenta nos estemos dando. Para empezar a cambiar estas actitudes, habría que colocarnos, en la fe, desde Dios, y con su propia mirada transformar nuestras vidas y nuestro mundo. Dejar a un lado esa fe dulzarrona y sin amor y optar por Cristo en el hermano de un modo radical y operante. Como decía el Evangelio acerca de los apóstoles, quienes «dejándolo todo, lo siguieron». Tenemos que dejar nuestras aparentes lágrimas, nuestra falsa alegría, nuestra idolatría del poder o del dinero, sabiendo que «este mundo es pasajero». Y después de todo eso, poner en el mismo centro de nuestro existir a Cristo como el absoluto, no sea que tengamos que escuchar su queja el día del juicio. Hoy adelanto esa queja contra nosotros, tomando esa bella inscripción que se encuentra en la catedral de Lübeck: 98

Me llamas Maestro, y con todo no me preguntan. Me llaman luz, y no me ven. Me llaman verdad, y no me creen. Me llaman camino, y van por el equivocado. Dicen que soy sabio, y no me siguen. Me llaman vida, y no me desean. Dicen que soy hermoso, y no me aman. Dicen que soy rico, y no me piden. Dicen que soy eterno, y no me buscan. Dicen que soy misericordioso, y no confían en mí. Dicen que soy noble, y no me sirven. Dicen que soy omnipotente y no me honran. Dicen que soy justiciero, y no me temen. Dicen que soy su Dios, y no me entregan su corazón.

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Hay que aprender a ser padres Cada vez me convenzo más de la razón que tenía Charles Péguy al asegurar que «los grandes aventureros del siglo XX son los padres de familia». En ocasiones las personas nos dicen que es admirable nuestro estilo de vida sacerdotal o religioso por el hecho de haber abandonado familia y casa, decidiendo vivir una vida célibe y apostólica. Yo creo que no es del todo cierta esa afirmación. Yo más bien pienso que el verdadero aventurero es aquél que se decide a buscar una pareja, de casarse con ella; se atreve a tener un hijo y fundar una buena familia. Tengo, por ello, una casi infinita admiración hacia todos los verdaderos padres de familia, y no puedo evitar el reírme un poco cuando la gente pondera el «heroísmo» del celibato. Cualquier persona adulta sabe que la renuncia al uso de la sexualidad es mucho menos cuesta arriba que la mayor parte de las adversidades humanas. Y la aceptación de la soledad, aunque amarga, no lo es excesivamente si se logra convertirla en fecunda. En todo caso, todo ello exige infinitamente menor coraje que el de vivir una paternidad o una maternidad enteras. Pero las cosas no marchan tan bien que digamos en lo que respecta a la paternidad. El problema está en que, desgraciadamente, en nuestro mundo hay muchos progenitores y no demasiados padres. Françoise Dolto escribe lo siguiente: «Tres segundos bastan al hombre para ser progenitor. Ser padre es algo muy 101

distinto. En rigor sólo hay padres adoptivos. Todo padre verdadero ha de adoptar a su hijo.» La idea no es demasiado nueva. Ya Schiller lo gritaba en uno de sus dramas románticos: «No es la carne y la sangre, sino el corazón, lo que nos hace padres e hijos.» Algunos creen ser padres por haber traído hijos al mundo, pero eso es falso. Hace tiempo platicaba con una persona sobre el caso de una casa de asistencia que tenía a más de 20 bebés que habían sido abandonados, con solamente tres o cuatro personas para cuidarlos en la casa hogar. El cuidado no era solamente de alimentos y limpieza; implica, sobre todo, estar con ellos, abrazarlos, hablarles, enseñarles a caminar, en otras palabras, amarlos para que pudieran desarrollarse. Esos pobres niños tuvieron progenitores, pero no padres. Y existen otras familias enteras que viven bajo el mismo techo, pero tan distantes los hijos de los padres que son como extraños. Líbreme Dios afirmar que dar la carne o la sangre a otro ser sea cosa de nada o sin valor. Pero esto no me impide descubrir que la verdadera paternidad y maternidad no puede reducirse al milagro de unas células humanas que se encuentran y se funden, sino que reposa, sobre todo y fundamentalmente, en la larga cadena de amor que empieza mucho antes del engendramiento y no termina nunca en un padre y una madre verdaderos. Me he preguntado a mí mismo muchas veces: ¿Yo amo a mis padres porque soy hijo suyo o más bien soy hijo suyo porque les amo? ¿Y mis padres me amaron

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porque yo era hijo suyo o se hicieron mis padres porque me amaron? Las dos preguntas son magnificas y enormes y no voy a ocultar que yo, en los dos casos, me inclino a afirmar las segundas partes: el amor es la fuente de todo, no una consecuencia de la fisiología. Somos padres e hijos en la medida en que amamos. Con lo que toda paternidad y filiación no surgen de la casualidad, sino de la libre elección de un amor constantemente confirmado. Lo mismo podemos decir de los hijos: se es hijo no porque se tenga el derecho de demandar cariño y atención a los padres, sino por el amor que se debe a ellos. En este sentido es cierto que todos los padres son en rigor padres adoptivos. La paternidad fisiológica fue sólo un comienzo. Es el amor repetido miles de días y docenas de años lo que forma y constituye la paternidad verdadera. Así como el mundo de hoy crece en su aceleración técnica y social, está conociendo una «aceleración del egoísmo». La tan positiva recuperación de la propia personalidad de cada ser, con la también positiva revalorización de la libertad individual, está teniendo la feroz contrapartida del declive de la aceptación del prójimo, incluso del más querido. Me temo que estemos pagando el progreso material a un precio demasiado alto: o amamos menos o amamos peor. Yo creo que las dos cosas. Decía San Agustín una frase que es tan verdadera como el Evangelio: todo hombre lleva inscrito en su ser la necesidad de amar y de ser amado (amare et amari cupiebam). Sea uno padre o sea uno hijo, lo único importante es el amor. La verdadera paternidad, como 103

el verdadero papel de ser hijo se realiza en el amor desinteresado, constante, y repetido. Sólo en el amor se es padre, y sólo amando y respetando a los progenitores se puede ser hijo. ¿Por qué andamos tan mal en muchas familias? La razón, hermanos, es que los hombres en este mundo no se miran, no se preocupan los unos de los otros, ni siquiera en la misma familia. La mayoría vivimos aquí ciegos y sordos ante el clamor de los demás, y la más grande tristeza humana es llegar a la muerte sabiendo cuán egoístas hemos sido. San Pablo, al hablarnos de Dios, lo concibe como un misterio de comunión y de comunicación. Ese amor al Hijo es lo que lo hace Padre de él. A su vez, el amor del Verbo al Padre es lo que lo hace Hijo. Su amor no solamente es eterno, sino creador y oblativo. Por Cristo, nos dice san Pablo, Dios nos ha hecho santos y nos ha dado su amor. Si vivimos en esa dimensión de madurez y entrega, entonces nuestra vida cotidiana deberá expresarse a través de «.. la misericordia entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión. Sobrellévense mutuamente y perdónense cuando haya quejas contra otro... Y sobre todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada...» (Col 3, 12-21). En este mundo materializado y egoísta, el matrimonio y la familia, el primero como expresión viva de la apertura madura al amor y el segundo como cristalización fecunda de ese amor, son el lugar privilegiado para el testimonio y el crecimiento personal, no solamente de los hijos, sino también de los padres. La tarea que Dios exige es la de construir familias felices y que se amen de verdad, porque ellas son la imagen de la Trinidad. Sobre todo, comprometerles 104

a crear ese ambiente que sirva para crecer, mezcla de amor, interés y exigencia. Quien aprende desde su infancia a amar y respetar, y sentirse amado y comprendido, esa persona, no importan las tormentas de la vida y las noches oscuras que tenga que vivir, sabrá salir adelante, sabrá encontrar los caminos que Dios le pide seguir. Si los padres, con el amor y el ejemplo amáramos, exigiéramos y sacáramos de nuestros hijos lo mejor de ellos, realmente nuestra paternidad habrá crecido y madurado; habrá sido verdadera. Así es, podremos salir adelante si recordamos que la familia tiene solamente su fuerza en Cristo mismo. María y José, pudieron pasar en medio de los peligros gracias a que llevaban a Jesús con ellos y porque estaban dispuestos a sacrificarlo todo por la familia, por su familia. María y José fueron realmente los padres de Jesús porque lo amaron, lo educaron, crecieron con él y en él pudieron contemplar el fruto de su amor esponsal. Ojalá y uno de los primero propósitos de este año nuevo fuera el de hacer de la familia un lugar de encuentro. Pero no pidamos a ella lo que no estamos dispuestos a dar. Por esta razón, al contemplar hoy a la Sagrada Familia, al contemplar ese modelo matrimonial y familiar tan extraordinario, habría que preguntarse cómo hemos amado a los hijos, cómo nos hemos preocupado los unos de los otros en la familia, cómo hemos sufrido por los demás. Quien lo haya hecho, créanme, en esta vida y después de muerto, no solamente recibirá la bendición de Dios, sino que habrá dejado una huella imborrable en este mundo, allí, en el corazón y en la vida de sus hijos. 105

Creo apasionadamente que es cierto aquello de la Biblia: «El amor es más fuerte que la muerte.» Un padre o una madre que no cesa de adoptar a su hijo con su amor, tendrá siempre a un hijo que terminará por serlo. Zenaida Bacardí de Argamasilla escribe en su libro Con las alas abiertas dice lo siguiente: La madre es la cargadora de todas las espinas de la casa. Es la cultivadora de todas las rosas de los hijos. Es la perdonadora de todas las fallas de la familia. Es la sostenedora de todos los dolores del camino. Es la alondra que desde el alero de su ventana va ayudando a vivir, impulsando a caminar y enseñando a sufrir. La madre canta en tu alero, sueña en tu almohada, llora en tus ojos ¡y ama en tu corazón! La madre navega en tus olas, muere en tu playa y se esconde en tu cielo. La madre no aprendió a amarte, ¡te amaba desde antes de nacer! Por eso el hijo y la madre tienen la misma savia, son de la misma pulpa, se abonan en la misma tierra y se filtran con la misma luz. Las madres no sufren con dureza, sino con compasión; no culpan con rencor, las faltas se le derriten dentro y las cubren con singular delicadeza; no perdonan a los hijos cuando se lo piden, los perdonan desde su nacimiento. Y como nacen de ella, les conocen el corazón y el carácter. El árbol conoce su fruto; el cielo, sus estrellas, y la madre, a sus hijos. La madre talla escalón por escalón, tratando que los hijos no 106

se le resbalen. Y edifica piedra sobre piedra, tratando que los hijos no se le derrumben. El hijo es como el complemento de la madre: si alguno faltara, algo quedaría trunco. Cada madre nos recuerda a la Virgen, porque también ella acepta el deber más vasto y más grande de la vida, sin poner condiciones ni medir sacrificios. También ella dice: “iUn hijo! Hágase en mí según tu palabra. Aquí está la esclava de este amor.” Y se ata gustosa a esa promesa que va a durar toda la vida. Una promesa dura, llena de deberes, de sorpresas, de incertidumbres y de lágrimas, pero de la que nunca querrá desistir y de la que nunca querrá separarse, entregándole todo lo que sabe, todo lo que puede, todo lo que siente y todo lo que vive. El hijo es un generador de sentimientos fuertes. La madre es fiera para defenderlo, algodón para curarlo, sabia para comprenderlo, iluminada para aconsejarlo, maga para intuirlo y estrella para velar por él. La semilla de amor se siembra dentro de ellos, por eso el nudo que los ata es cuestión de raíces. Por eso, cuando un hijo levanta la frente, distinguimos la semilla que que lo ha ido empujando por debajo. Y si escarbamos en la tierra que lo vio nacer, muchas veces ese bulbo viene de lejos. Hay retoños que no se conciben sin un buen árbol, rosas que no nacen sin un buen calor, figuras que no se tallan sin un buen molde, ¡y conquistas que no se consiguen sin una buena madre! La madre es la que trabaja con el hijo en ese taller secreto donde se pule la paz. Y lo enseña a caminar, a sufrir, a pensar y a tener fe. 107

Es la que recibió de Dios un regalo que ella tendrá que regalar después; la que trabaja para lo que disfrutarán otros; la que nunca obtiene ventaja, ni pasa cuenta, ni escatima el amor. Y aunque el hijo crezca y se vaya a volar solo, y quiera vivir su propia vida, y ame a otra mujer, lo que siente por sus madre no lo siente por nadie. Lo que lee en sus ojos no lo contiene ningún libro. Lo que reflejan sus palabras no lo domina ningún idioma. Lo que irradia su corazón no lo adivina ningún sabio. Esa cosa dulce, tibia, misteriosa, no hay quien la desentrañe, ni quien la descifre, ni quien se la iguale. El amor de la madre es inigualable, inalcanzable, insustituible. Ese puente interno donde se abrazan tiene una luz que todo lo llena y una emoción que sólo ellos conocen. Recuerden que entre el cielo y la tierra está la madre. Y entre la madre de Dios, siempre está el hijo. Acérquense a la madre, enciéndanle la vida, perfúmenle el amor, levántenle un pedestal ¡y ríndanse ante ella!

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El sacrificio de ser felices Había un viejo que nunca había sido joven. Jamás había sonreído. Todo le era indiferente. Y estaba apunto de morir. Por aquello de que era viejo, siempre la gente le consultaba las cosas, dando por supuesto que acumulaba una gran sabiduría, una ciencia sin límites. Cuando le preguntaban los padres por los hijos, el viejo contestaba que no valía la pena poner ilusión en ellos, porque luego se volvían desagradecidos y se portaban con sus progenitores como víboras. No merecía la pena alegrarse con nada, porque las desilusiones hacían la vida cada vez más amarga. No compensaba lanzarse a nuevas empresas, porque los fracasos no harían sino empobrecer las haciendas. En fin, por todas partes destilaba amargura y desesperanza. Pero como era tan anciano, como había vivido tanto, a la fuerza tenía que ser el más sabio de todos. Hasta que un día, cuando el momento de la muerte estaba ya a la vista, Dios se compadeció y le envió un niño que le diera un beso. El niño rodeó al anciano con sus brazos regordetes y le estampó un cariñoso beso en las ajadas mejillas. ¡Era la primera vez en la vida que alguien le besaba! La cara del viejo se transfiguró. Sus ojos comenzaron a brillar. Le brotaban las lágrimas, pero no eran lágrimas de pesar sino de dicha. La vida le pareció por vez primera maravillosa. Poco después moría con la sonrisa en los labios. *** 109

Esta historia es una parábola que nos habla de la actitud de muchos de nosotros ante la vida. Hay personas que no se atreven a amar por temor a ser traicionadas de nuevo; otros no desean perdonar con la justificación de que le han herido mucho; otros viven una actitud gruñona y malhumorada ante los hijos y otros familiares, tal vez en recuerdo de una infancia infeliz. ¿Y cuál es la consecuencia de esa amargura? ¡Que no saben ser felices! Y, como el viejo de la historia, creen que la vida es una tristeza, que no vale la pena amar o perdonar; que no es necesario arriesgarse a nuevas empresas. Y el resultado no se deja esperar: vamos caminando por la existencia odiando al mundo, a las personas, a uno mismo y, como proyección, a Dios. La vida humana es como la Pascua. Algunos van hacia el final con la seguridad que se llegará a la gran “hora” del cumplimiento de la existencia, en un sentido muy biológico solamente. Otros creen que la vida es un largísimo Viernes Santo, creyendo que como estamos en un “valle de lágrimas”, lo mejor es esperar a que todo esto termine, con la esperanza de que todo acabe bien. Pero hay algunos, que tienen en su vida el sentido pleno de la Pascua, que saben que no hay Viernes Santo sin Domingo de Resurrección; personas que saben que la vida tiene sus momentitos de dolor y pena cuando parece que todo está oscuro en derredor (días Gólgota), pero que saben que en las manos de Dios todo se transforma, por lo que a la tristeza le sigue el gozo, a la pena le sigue la paz, al rencor viene el perdón y el amor pleno; a la muerte le llegará la vida. Creo que en el fondo hemos entendido mal el Evangelio. En primer lugar, hay que recordar que se trata de una «Buena Noticia», no de una «triste noticia». 110

Y, ¿cuál es esa “buena noticia? Que Dios nos ama, y que ha bajado hasta nosotros para llevarnos después con él. De hecho, las advertencias de la cruz para el seguidor de Jesús son menos en proporción a aquellos llamados al gozo. Les doy mi gozo. Quiero que tengan en ustedes mi propio gozo, y que su gozo sea completo (Jn 15, 11). Su tristeza se convertirá en gozo (Jn 16, 20). Si me aman, tienen que alegrarse… No, yo no los dejaré huérfanos, yo volveré a ustedes. Volveré a verlos, y sus corazones se regocijarán, y el gozo que entonces experimentarán, nadie se lo podrá quitar… Pidan y recibirán y su gozo será completo (Jn 16, 22-24). Por desgracia somos cristianos solamente de la cruz y no somos cristianos de la Pascua. Nos gusta mucho celebrar la Cuaresma: nunca nos perdemos el miércoles de ceniza, ni los ejercicios cuaresmales, ni los días santos, en especial el viernes santo, pero olvidamos celebrar el “Via Lucis”, el camino de la luz. Para mí la Semana Santa, y especialmente el Sábado de Resurrección es como una terapia anual que Jesús me concede. Es como si nos señalara la vida marcada por sus muchas cruces, pero advirtiéndonos que no termina en muerte ni en tristeza, sino en Vida y en alegría. El cristiano de hoy día necesita recuperar el gozo y la esperanza que otorga la Pascua. Vuelvo a la parábola del inicio. Somos como ese viejo que necesita recibir el beso de Dios y despertar

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a la alegría y a la seguridad que la vida es maravillosa y que no dejará de ser maravillosa aunque tenga sus momentos amargos. Muchos piensan que los cristianos somos los profesionales del mal humor y la pesadumbre porque solamente celebramos la cruz y la muerte. Y cuando nos ponemos los anteojos del pesimismo, no es extraño que todo lo veamos mal y oscuro. La explicación de este fenómeno, nos dice Evely1, no es muy halagüeña: en la tristeza nos buscamos a nosotros mismos, nos encontramos a nosotros mismos. Nuestro temperamento naturalmente pesimista se siente a gusto con estos sucesos trágicos. Cada uno de nosotros tiene motivos más que suficientes para estar tristes “por cuenta propia”, que nos permiten sentir piedad de nosotros mismos cuando parece que nos compadecemos de los demás. Cada uno de nosotros tiene una reserva de lágrimas personales, para derramar en cualquier ocasión. … Después de la Cuaresma, nos queda todavía por realizar la mayor mortificación, la mayor renuncia, la que preparaban todas las demás renuncias y la que demostrará la sinceridad de ella: ¡Tenemos que hacer a Dios el sacrificio de ser felices! ¡No el sacrificio de ser desdichados! Dar a Dios el gozo de vernos felices por su causa. Decirle: “Tú ya has hecho bastante por nosotros. Tú nos has amado y has sufrido ya bastante por nosotros, para que podamos ofrecerte por lo menos la recompensa: la de vernos dichosos. Dichosos de nuestra fe, dichosos de nuestra confianza, dichosos de ti”. Vivir hasta tal punto de Dios, estar a tal punto unidos a él que, cuando nos interroguemos a nosotros mismos, no encontraremos nada más vivo en nosotros que el gozo de Dios.

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Debemos guardarnos de la tristeza como de un egoísmo tenaz, como del derecho a atrincherarnos, a endurecernos, a fastidiar el gozo de los demás. Un Padre de la Iglesia decía: “Sólo existe un medio para curarnos de la tristeza: dejar de amarla”. El verdadero amor, la verdadera fe, el verdadero sentido al que debería conducirnos la cuaresma, es precisamente éste: que aceptemos ser felices. Tal vez, junto a la imagen de la cruz que tenemos en nuestra habitación, deberíamos poner una imagen de Cristo Resucitado, para lograr el equilibrio pascual y poder descubrir que hay una “buena noticia” y un gran motivo de alegría: Cristo ha resucitado. En este tiempo de Pascua, yo me atrevería a poner una bienaventuranza a las conocidas del Evangelio: bienaventurados los felices, porque han descubierto el rostro de Dios. Hoy celebramos el nacimiento de la dicha. Tenemos que ser felices inmediatamente, absolutamente, desde ahora; si no, no lo seremos jamás. _________________________________ Caminos para la alegría. Louis Evely. Ed. Sígueme. Pedal. Salamanca, 1990. p. 12 1

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Llenos de fuego Hace algunos días llamó una persona para preguntar si en la Parroquia tendríamos una “vigilia de Pentecostés”, porque es una fiesta muy “bonita”. No, le dije, lo que celebramos con alegría es la Pascua del Señor, su resurrección y su presencia siempre viva que nos ha dejado por el don del Espíritu Santo. La fiesta de las fiestas es la Pascua y Pentecostés es la celebración del regalo maravilloso que nos han dejado el Padre y el Hijo; y no es tanto para “sentir bonito”, sino para recordarnos que no estamos solos y que recibimos ese Don maravilloso para poder transformar el mundo y ser testigos de Cristo… Creo que no le gustó mucho mi respuesta, pues prefería esta persona seguir creyendo que las fiestas de la fe son “para sentir bonito” y no para recordarnos nuestra dignidad de Hijos y para manifestarnos la voluntad de Dios nuestro Padre. Así es, Pentecostés es la fiesta de la alegría de ser cristianos, el día del fuego, el domingo en el que nos sentimos los creyentes orgullosos de tener el Dios que tenemos, porque ese Dios nos calienta el corazón y el alma. Yo quisiera transmitirles a ustedes algo de ese fuego, algo de ese gozo. Algo de lo que sintieron los apóstoles cuando el Espíritu Santo descendió sobre sus cabezas y ellos salieron entusiasmados a anunciar la alegría de creer y el gran reto y misión que era vivir la dignidad de ser hijos de Dios. 115

Hay una frase de un escritor no creyente —Jean Rostand— que me persigue desde hace muchos años. Decía en uno de sus escritos: «Con frecuencia me pregunto si los que creen en Dios le buscan tan apasionadamente como nosotros, que no creemos, pensamos en su ausencia». La frase es terrible, porque es verdaderísima. Efectivamente, yo he conocido muchos ateos que buscan a Dios con angustia, con pasión, que le necesitan y arden porque no consiguen encontrarle. Y uno tiene que preguntarse por que muchos creyentes —que tenemos la suerte de creer en El— no parecemos vivir tan apasionadamente nuestra fe, no sentimos el gozo y el entusiasmo de creer, por que hemos logrado compaginar la fe con el aburrimiento y con la siesta, en una especie de extrañísima «anemia espiritual». Y la fe es un terremoto, no una siesta. Un fuego, no una rutina. Una pasión, no un puro sentimiento. ¿Cómo se puede creer de veras que Dios nos ama y no ser feliz? ¿Cómo se puede pensar en Cristo sin que el corazón nos estalle de pura emoción? Y uno observa las caras de algunas personas que van a misa y no puede menos de preguntarse: ¿Todas estas personas creen de veras que Cristo se esta haciendo presente en medio de ellas? ¿Creen que forman parte de la gran familia de Dios? ¿Saben en verdad que su vocación es la de ser hijos de Dios y, por lo mismo, santos? ¡Que difícil es encontrarse creyentes de fe rebosante! Creyentes a quienes les brillen de gozo los ojos cuando hablan de Cristo! ¿Como es que alguien que ama a Dios pueda hablar de El sin temblores, sin que la alegría le salga por la boca a borbotones?

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Pentecostés, amigos míos, es la fiesta del fuego: Los discípulos de Jesús estaban aquel día tan tristes y aburridos como nosotros estamos. Creían, sí, pero creían entre vacilaciones. Les faltaba el coraje para anunciar su nombre, porque en el fondo su fe era solamente una devoción no una convicción. Y entonces descendió sobre ellos el Espíritu Santo en forma de fuego. Y ardieron. Y salieron todos a predicar, dispuestos a dar sus vidas por aquella fe que creían. ¿Y nosotros? También recibimos al Espíritu en el día de la confirmación. Y no se nos dio a nosotros menos fuego, menos Espíritu, que a los apóstoles el día de Pentecostés. San Juan lo dice: «Dios no da el Espíritu con tacañería». Pero solamente los que han hecho crecer su fe en Dios al punto de buscar con esfuerzo y alegría su voluntad, podrán saber lo que significa esta fuerza maravillosa. Maximo Gorki nos relata en su autobiografía, que cuando tenía solamente once años lo lanzaron al mundo para que se abriera paso por sí mismo. La sociedad rusa de aquellos tiempos estaba llena de violencia, miseria y pobreza, pero el libro nos muestra un carácter lleno de valor y optimismo. Gorki admitió no ser doblegado por la adversidad. El segundo volumen de su vida lo concluye con estas palabras: Ansiaba darle una buena patada a este mundo –y también a mí mismo-, para que todo, incluido yo mismo, comenzara a bailar en un corro festivo, en una alegre danza en la que todos nos amáramos los unos por los otros y amáramos una vida que había comenzado para ser transformada en otra vida más bella, activa y honrada. 117

Esa es la imagen no solamente del hombre luchador, sino de un hombre lleno de Dios que ha sabido ver su vida desde la perspectiva del don y su trabajo desde el punto de vista de la construcción. Personas que saben que el Espíritu del Amor, el Espíritu de Jesucristo se hará presente no por acto de magia, sino a través de unas manos trabajadoras y un corazón que sabe amar y perdonar. te:

Coincido con Richard Rolle que escribe lo siguien-

El amor posee también el poder de transformar, porque transforma al amante en su Amado, y hace que viva en él. Y así sucede que, cuando el fuego del Espíritu Santo se apodera realmente del alma, la inflama completamente y, por decirlo así, la convierte en fuego, llevándola a un estado en la que se asemeja mucho más a Dios. ¿Que hemos hecho entonces de nuestro Espíritu? Si, hermanos: es hora de que le digamos al mundo que nos sentimos felices y orgullosos de ser católicos. Que nos avergüenza serlo tan mediocremente. Pero que sabemos que la fuerza de Dios es aun más grande que nuestra mediocridad. Y que, a pesar de todas nuestras estupideces y de algunos pastores y fieles de una fe pobre, la Iglesia es magnifica, porque todos nuestros

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pecados manchan tan poco a la Iglesia como las manchas al sol. Y que, a pesar de todo, Cristo esta en medio de nosotros como el sol, brillante, luminoso, feliz.

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El regalo de la cruz El domingo de ramos une el signo de la realeza de Jesús, reconocido como el Mesías esperado, cuando entró triunfante en Jerusalén y reconocido por la gente como el “hijo de David”. Pero se conjunta el otro aspecto: este rey no tiene reino en este mundo, su corona es de espinas, su trono es una cruz y su camino no será la violencia ni el poder, sino la muerte por amor. La cruz es el camino que aceptó Jesús; es el camino de la debilidad para manifestar su poder divino; era el camino de la muerte para poder dar la vida. Hoy, por desgracia, al paso de los siglos hemos ido evitando ese escándalo que es la cruz, convirtiéndola en un signo de triunfo o de sentimentalismo. La hemos colocado en lo alto de los tronos y de las coronas, en la cadena que nos colgamos al cuello, y hemos olvidado que fue el signo del desprecio, de la muerte, de la realidad que todo cristiano deberá abrazar voluntariamente. Hay que devolverle su realidad, su significado y su denuncia. El P. José Luis Martín Descalzo platicaba de una hermana que padecía cáncer terminal. Encerrada ya en una pequeña habitación, con solamente un adorno en la pared: un cristo de madera. Veía en ella poco a poco cómo la enfermedad la iba consumiendo, cómo poco a poco iba siendo reducida a un pequeño ser con grande ojos.

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Y en ese pequeño cuarto limpio y blanco, lo único que sobresalía en su habitación era una pequeña yuca que le habían regalado. Para su hermana María Luisa la yuca era como el bosque de los milagros. Conocía cada una de sus ramas. Iba viendo cómo los nuevos brotes primaverales abultaban primero la corteza, la rompían después. Cómo apareció una puntita blanquiverde; cómo se iba formando luego el brotecito que después sería rama. Mirándola, le decía al Padre Martín Descalzo: «¡Qué hermosa es la vida! Yo antes no lo sabía. Pero ahora me parece que cada hora es sagrada. ¡Y tengo tantas ganas de vivir! ¿Sabes? Me he convencido de que no me voy a morir aún. Porque si fuera ya la hora de morirse, Dios no me habría dado tantas ganas de estar viva.» Pero se apagaba cada día más su voz. Lo que no se apaga, nos decía Descalzo, era la sonrisa, vivísima, chispeante. Cuando alguien le dijo que no tuviera pena de quejarse por sus dolores. Ella, mujer de fe, respondió: «¿Descansarme? No, no crea. Además –añadía-, he observado que cuanto más rezo menos me quejo... Así que prefiero rezar. Porque, quejándome, las molesto a ustedes. Y a Dios no le molesto rezándole.» Sonreía, y sonreía a cada momento. Luego añadía: «Además, con la enfermedad, uno va dándose cuenta de qué poco basta para vivir. Casi me bastaría con poder mirar a mi yuca y con tener unas gotas de amor en el alma. Y yo siento tanto amor. A veces reclino la cabeza así, en la almohada, y me parece que la apoyo en el hombro de mi Amado Jesús. Y que quedo tan bien, así, acurrucada.» El santo de los enfermos, san Camilo de Lelis, decía que él no visitaba los hospitales de incurables para ganarse el cielo, sino para irse acostumbrando a él. 122

Jesús, desde aquel día que sufrió en Getsemaní, nos mostró que no es malo, ante la cruz, sentir “temor”, sentirse desfallecer; lo malo está en no aceptar la propia cruz, lo malo es creer que estamos solos, lo malo está en convencernos que no sirve para nada. Verdaderamente, cualquier sufrimiento, unido al de Cristo siempre será redentor. El relato de la pasión de los evangelios nos lleva como de la mano a la contemplación orante de Cristo en los diversos episodios de este misterio de dolor: Ya desde la última Cena Jesús sufrirá al ver al discípulo que lo traiciona, vemos el dolor intenso, extenuante y extremo en Getsemaní, hasta el punto de derramar gotas de sangre a causa de la soledad, del abandono de los hombres y de su mismo Padre, el peso del pecado del mundo. Repasamos interiormente el dolor inefable del amor renegado por Pedro, el dolor dignísimo del amor burlado por la soldadesca entre blasfemias y bajezas, el dolor noble del inocente condenado por los jefes del pueblo y por el poder dominante, el dolor sagrado y puro por la deshonra que le ha sido infligida al ser pospuesto a un criminal, el dolor físico de los clavos traspasando sus manos y sus pies, y el último dolor de la agonía. Cristo “varón de dolores y familiarizado con el sufrimiento”. Cristo que recoge en su cuerpo y en su alma, como en un cuenco, todo dolor y toda pena. Y desde ese día lo transformó. Cristo no está solo en su dolor. Ya el Siervo de Yahvéh, figura de Cristo, tiene la seguridad de que, en medio de sus dolores, “el Señor me ayuda, por eso no quedaré confundido…” (primera lectura). En Getsemaní se queda solo y su única fortaleza es la oración al Padre. A lo largo de la pasión Jesús ha sentido sea el abandono del Padre sea su íntima e inefable compañía y proximidad, y por 123

eso puede exclamar antes de expirar: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”. No se tratará de que busquemos la cruz como masoquistas, sino que deberemos aprender a tomarla cuando llegue; a cargarla cuando sea necesario llevarla; a ofrecerla como don a Dios en el amor; como orgullo, pues ella nos hermana al Nazareno. Poco antes de morir el Padre Martín Descalzo decía: «estar, vivir en el huerto no es ningún placer, pero sí es un regalo, un don, tal vez el único don que, al final de mi vida, pueda yo poner en sus manos de Padre. Y nosotros sabemos, hermanos, que ya alguien lo hizo: Cristo puso sus dolores y su confianza en el Padre de misericordia». Hay una anécdota muy bella de un hombre que gustaba mucho participar cada semana santa portando la cruz de Jesús. Y resulta que ese hombre, conocido por toda la comunidad, falleció de un infarto llevando la cruz. En el lugar donde cayó el costalero (que era su oficio), en la plaza sevillana de La Alfalfa, dejaron los conciudadanos unos versos en cerámica: Tú fuiste, Señor mi Redentor, yo fui tu costalero. Tú, arriba, en el madero, yo, abajo, por amor. Ojalá y cada Semana Santa sea para nosotros un llamado muy fuerte para vivir el misterio de la Pasión y resurrección del Señor, recordando que por sus llagas hemos sido curados.

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Indice Si quieres, puedes curarme Valle de gozo El amor te ha cambiado Subir al cielo bajando Así los maridos deben amar a sus esposas Perder la vida Vivir Un final feliz Nacimos en Belén Un amor para mi amor… Para amar Basta ya, Señor, quítame la vida Fiesta de la esperanza Esta Navidad, regala algo distinto Este mundo pasajero Aprender a ser padres El sacrificio de ser felices Llenos de fuego El regalo de la cruz

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5 9 15 21 27 35 39 45 55 61 69 75 81 85 91 97 105 111 115

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