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  • July 2020
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  • Words: 37,006
  • Pages: 98
CARRERAS

SELECCIÓN

Selección de cuentos, cortos, medianos y largos, de Julio Carreras (h)

Quipu Editorial

Arrepentimiento -Padre, perdóneme: ¡he pecado!- exclamé, en un súbito rapto de compunción. El sacerdote estaba inmóvil en su casilla de confesor, frente a mí. -Tenga piedad de este miserable gusano... ¡no me niegue su absolución!-imploré. Los ojos fríos del padre estaban fijos en mi rostro; pero nada me respondía. -¡Oh!... ¡Qué torpe y perverso he sido, frágil hoja de alerce, juguete inerme en el torbellino de mis innobles pasiones! ¡Violento y cruel, irreflexivo, temerario desafiador de la ira de Dios!... El sacerdote ni se movía. -¡Malhaya la hora en que permití a mi mano volar a la espada! ¡Malhaya mi sangre española, heredera de endriagos milenarios! ¡Malhaya mi facilidad para la estocada!... Nada me decía. -Padre... ¿no ha de perdonarme? ¿Va a dejarme cargar por siempre con esta cruz en mi conciencia? ¿Tan terrible fue mi pecado?... Tal iba a ser mi destino, al parecer, pues el cura no modificó ni un ápice su fría expresión. Me retiré, entonces, acongojado y llorando. Por desgracia, mi estocada había sido demasiado certera. Su corazón, agujereado, ya no le daba vida para responder.

El Malamor 1 Perdí esta mano como resultado de una pasión otoñal. Era el año 53. Había decidido darme un tiempo de descanso, para lo cual viajé a Belén, un hermoso pueblo en las sierras de Catamarca. Contaba ya con 45 años y mi vida había sido una especie de torbellino en el que los acontecimientos no me habían dado tiempo para meditarlos, pero, ¡ay!, si para irlos cargando como renovados pesos en -2-

la memoria. Yo era uno de esos individuos que padecen la “meticulosidad en la observación”, razón por la cual ningún suceso era lo suficientemente lento como para que llegara a percibirlo en su totalidad y, por ende, me satisficiera. Es decir que, cuando yo estaba captando la esencia de dichos sucesos, éstos ya habían pasado. Me encontraba, entonces, con un extenso cargamento de recuerdos incompletos en mi memoria; después de haber tenido mujer y familia, solo, sin saber muy bien cómo había llegado a ser todo ésto. Bien, pero no empecé a escribir para hablar de mí mismo, sino para dejar consignados los increíbles hechos que me acontecieron en aquellas vacaciones. El pueblo de Belén es un pequeño conglomerado de casas antiguas, sencillas y bien cuidadas, entre las sierras. De algún modo aquello debía ser para mí como un retiro espiritual: con ese criterio había elegido el lugar. Me hallaba, dos o tres días después de llegar, meditando serenamente en la hermosa placita de Belén, mientras avanzaba suavemente sobre los árboles el crepúsculo primaveral. Acababan de regar las calles de tierra y flotaba en el aire un olor a humedad, que mezclado al de las flores y hojas reverdecientes de los centenarios árboles, producía en el espíritu como una sensación edénica de tranquilidad. En el momento en que comienzan a desdibujarse los contornos y las casas parecen flotar en el aire tenue, fue que vi la aparición de esa mujer. Era delgada y alta. Traté de salir, dificultosamente, de la bruma de mis meditaciones, para incorporar a la rubia mujer, que parecía manifestarse por una acumulación de repeticiones transparentes surgiendo de la distancia... La vi rodear la plaza, por la vereda de enfrente y, de pronto, perderse tras una esquina. Como de costumbre, todo había sucedido demasiado rápido para mi capacidad de reacción. Me había quedado allí inmóvil y un poco apesadumbrado, sin atinar a otra cosa que a mirarla. Estaba meditando aún sobre las posibilidades de volver a encontrarla, cuando la vi reaparecer. En su mano derecha llevaba una bolsa de soga tejida. La vi entrar ahora en una puerta grande, que tenía encima un rústico letrero con la palabra “Almacén”. Me decidí a entablar relación con ella. En el momento en que me levantaba con este propósito la vi salir. Entonces comencé a seguirla. Tomó por una calle ancha que bajaba hacia los cerros. Caminaba delante de mí, como a unos veinte pasos y durante largo rato pude admirarla. Aquella calle abría además ante mis ojos tan hermosa -3-

perspectiva que de pronto me pareció ser el invitado feliz a la presentación de una obra magistral, en la cual cada elemento de la composición tenía su función, a la vez fugaz e infinita y por ello mismo, perfecta. En ese paisaje de cerros grises que se difuminaban como inmensos monstruos del alma, caminábamos por la calle, que parecía correr a unirse con el horizonte, solamente ella y yo: ella adelante, leve, yo siguiéndola, sin que mi voluntad participara más que para no detenerme extasiado. “Buenas tardes”, le dije, quitándome el sombrero que dejó al descubierto mi calva por un segundo. Ella me miró y contestó al saludo, pero de un modo un tanto distante. Me asombró al decirme, cuando intenté presentarme, que ya sabía quién era. Lo dijo naturalmente, casi con indiferencia. Le hice una pregunta cualquiera y me detuve a regodearme con sus maneras y sus rasgos. Parecía que la placidez de la tarde y aquél misterioso paisaje se sintetizaran en ella, expresándose por un milagro a través de su lenguaje lento y los dulces matices de su tonada catamarqueña. Me dijo que no podía permanecer allí por más tiempo, pero que si deseaba conversar con ella “normalmente”, la podría hallar esa noche en el baile del Club Social. No recuerdo si la saludé, tan impresionado estaba por lo que había desencadenado en mí con su persona. La vi esfumarse en el horizonte, despaciosa, y regresé con paso tranquilo a mi hotel. Esa noche sufrí la primera decepción. Isidora -pues tal era su nombre-estaba en el baile. A su lado había una mujer anciana que después supe era su madre. No tuvo inconvenientes en concederme los primeros bailes. Pero noté que, mientras danzaba conmigo, su mirada se dirigía con apenas disimulado interés hacia uno de los ángulos del salón. En una de esas ocasiones, un hombre muy elegante, unos veinte años menor que yo, levantó apenas perceptiblemente su copa hacia ella y le sonrió. La miré y noté que se había sonrojado. Herido en mi amor propio, no pude dejar de asumir en el resto de lo que duró la ronda de temas una actitud de ofendida indiferencia. Aquello no pareció, sin embargo, preocuparla demasiado. Con dolor asistí a lo que me temía: apenas terminada la pausa, fue a invitarla el joven que le había sonreído. No sólo eso, sino que consiguió, después, que mi pretendida y su madre le permitieran sentarse junto a ellas. Así es que me pasé, el resto de aquella noche, contemplándolos danzar y reírse desde mi mesa, mientras rumiaba entre copa y copa pensamientos más bien oscuros. Aquella noche volví acongojado y borracho al hotel.

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2 No soy hombre de afectos turbulentos ni carácter descontrolado. Por el contrario, mi mujer solía reprocharme entre otras cosas, cierta pasividad en mis actitudes sexuales. Siempre he creído que dicha “pasividad” era en realidad mi inclinación a contemplar más que a poseer, tendencia de la que ya hice mención. Sin embargo, algún atavismo muy oculto debía de haber sido tocado en mí por esta Isidora apenas conocida, pues por primera vez -y debo recordar que ya no era un chico-sentía... lo que suele llamarse un “enamoramiento”. Disipándose las últimas telarañas del alcohol en mi cerebro meditaba aquellas cosas a la mañana siguiente, en el patio con macetas del hotel. Entonces decidí que todo aquello era muy bueno. Era muy bueno enamorarse, pensé. Aunque fuera a los 45 años. Y me propuse conquistar a aquella mujer, de cualquier modo. Tendría un rival muy peligroso, que además ya había sacado una cierta ventaja sobre mí. Pero esto no me desanimó. Lleno de ánimos juveniles, me afeité cantando y comencé a vestirme para el almuerzo. En los días siguientes me dediqué -cautelosamente, pues no es bien visto en aquellas regiones el averiguar demasiado -a recabar datos sobre Isidora. Tenía por cierto que a la juventud y atractivo de mi rival, debía oponer mi mesura y racionalidad, en un plan de acercamiento paulatino que me permitiría -así lo creía yo-hacer prevalecer al fin mis valores interiores por sobre los estridentes y manifiestos del joven. Para ello debía conocer todo lo que pudiera acerca de nuestra pretendida. Pero a poco de iniciada esta tarea, comencé a notar que aquellos con quienes hablaba de la muchacha, cuando no eludían directamente el tema, se referían a ella y su familia con una especie de reticencia, en la que parecía mezclarse un cierto temor. Era como si el tema aquél estuviera impregnado de no sé qué carga de tenebrosidad, que -cosa extraña-parecía además despertar un supersticioso respeto. Logré reconstruir aproximadamente una historia: Isidora y su madre eran las últimas sobrevivientes de un antigua familia de origen español. Un incendio había matado a casi todos los habitantes de su hogar, cuando ella era muy niña. De ese incendio habían quedado las ruinas en el valle, que ahora habitaba con su madre (quien se había vuelto medio loca). Y de su familia, aparte de su madre, había sobrevivido sólo un hermano, pequeño en aquel tiempo. Era justamente en la relación con este hermano, una relación -5-

al parecer atípica que se había desarrollado a partir de la tragedia, donde se detenían y se volvían más cautelosas todas las versiones. Parece que Isidora y su hermano -un año menor que ella-tuvieron que hacerse cargo del mantenimiento del hogar pues la madre había perdido el interés por esos afanes. Esto motivó que los niños crecieran intensificando cada vez más una adhesión mutua -que, según se decía, ya había sido fuerte antaño. Llegó el tiempo en que la muchacha se convirtió en una mujer alta, bellísima, naturalmente codiciada por todo hombre joven del lugar. Pero aquel momento pareció ser la cúspide también de los afectos entre los dos hermanos pues no podía hallárselos en ningún lado sin que estuvieran juntos. Entonces fue que el joven comenzó a protagonizar muchos incidentes, pues parece que era acerbamente celoso. Hasta el punto de no tolerar que nadie saludara con cierta galantería a la muchacha, sin exigir explicaciones. Aquellos celos debían llevarlo fatalmente a mal puerto; al fin chocó con un mozo de otro pueblo, que resultó ser muy veloz con el cuchillo. Esa noche perdió su vida. A partir de allí, a Isidora se le conocieron únicamente “filitos” (así se llama allá a lo que la moda metropolitana denomina “flirt”), pero ningún noviazgo serio. Ahora bien, noté que de un modo u otro se buscaba relacionar en los testimonios esta historia con unos cuentos, esbozados a regañadientes y escondiendo los ojos, sobre los cadáveres descarnados de algunos forasteros, que habían aparecido de tanto en tanto tirados entre los cerros... y sobre un raro perro negro, que, según decían, mataba a las cabras y a las ovejas arrancándoles el corazón. No les hice caso y continué con mi empeño.

3 Luego de la preferencia de Isidora por el otro la noche del baile, tenía por descontado que había perdido el primer round. Maquinaba entonces una buena estrategia para asegurarme el segundo. Los pensamientos, al ser intensos, generan según parece una energía poderosa y particular, pues de otro modo no me explicaría lo que sucedió. Era una tarde muy calurosa. Me disponía a retirarme a dormir la siesta, luego de un almuerzo liviano, cuando vino a buscarme la sigilosa sirvienta del hotel. -Una niña lo busca a usted-me dijo.

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Casi me caigo de espaldas al reconocer, en la parpadeante penumbra del salón, la tenue y alta figura. Me esperaba, sentada en un hondo sillón, como la imagen de un sueño, en el último costado de la habitación. Llevaba un vestido blancoamarillento que la cubría hasta los pies, graciosos, que emergían de bajo el ruedo calzados con sandalias tacoalto del mismo color. En la cabeza, sobre sus trenzas trigueñas, un pañuelo de hilo tejido a mano, haciendo juego con el chalequito entallado que cubría su torso. No podría describir con demasiada precisión lo que me sucedió esa tarde. Sólo estoy seguro de que no he de olvidarla hasta que muera. En sus ojos, al saludarla ya percibí esa serena resolución que un hombre de mi edad sabe reconocer en las mujeres. Tomamos mi camioneta y me pidió que fuéramos a un lugar alejado, junto al río. El sol suspendía en el aire las facetas de los cerros. Como una bendición sonora el agua azul corría a nuestros pies, sobre las piedras. Isidora se quitó los zapatos. Hasta ese instante yo había estado como idiotizado, mudo, sorbiendo cada suceso con una confusión de anhelos turbulentos que no conociera antes, siguiendo dócilmente las indicaciones breves que ella me hacía, expectante a cada uno de mis movimientos. Me tomó de la mano. Deshice una por una las espigas de sus trenzas. Fuimos quitándonos las ropas tiernamente, sin apuro... Y en la orilla pétrea del río, bajo la fresca sombra de un arbolillo, conocí en unos instantes extensos la dicha más plena que hubiera podido captar mi conciencia... recibí sobre la piel la sensación más total que conociera; me introduje con el corazón abierto en un mar de calma, en un remanso envolvente y limpio, en la confianza original. Y tuve paz. La vi levantarse y caminar desnuda hacia el agua y mis ojos agradecidos registraron el descenso de su cuerpo y el ascenso del agua transparente, que pareció descomponerla en dos personas, la superior, de dorado volumen, y la inferior, una ondulante sucesión de formas azuladas que se movían buscándola en su centro. Sólo atiné a quedarme allí, en la orilla, un poco más arriba, en el suave barranco, tendido, mi cuerpo apoyado en un codo y recibiendo de la cintura para abajo el fuerte sol que ya se había corrido, sin moverme, no sé por cuánto tiempo. Reaccioné cuando, perlada de gotas, me tendió la mano para que la ayudara a remontar el barranco. Ahora recuerdo un pensamiento que cruzó por mi mente aquel instante. Al verla tan limpiamente, plena bajo el sol, percibí la -7-

analogía de sus formas perfectas con las sublimes carnaduras del quattrocento itálico. Pero en ese mismo instante, mis ojos habituados a mirar hallaron una emanación monstruosa, una efracción enfermiza en aquel cuerpo. Por un momento encontré los rasgos -para dar una semejanza-de algo parecido a las deformes figuras de Bacon; como si sus facciones se descompusieran en otras excéntricas, dejando al descubierto, por partes, su dentadura y sus huesos: tal visión tuve de ella, por un instante. Luego volvimos, sin hablar, en mi camioneta. Se despidió de mí con un suavísimo beso. Sólo al volver a mi habitación, ya más dueño de mí, bajo la ducha, mientras rememoraba momentos de esa tarde extraordinaria, acusé recibo de algo que ella había dicho antes de que todo comenzara. Algo que no me favorecía, ciertamente. Junto al río, en el momento de tomarme la mano ella había murmurado claramente estas palabras: “Vivamos hoy pues no nos veremos más”. Sobrepasado por los sentimientos, había seguido con más interés la modulación de las palabras y el timbre húmedo de su voz, que su contenido conceptual. De modo que, al develárseme su significación, ya muy luego, se produjo en mí esa sensación de vacío en el pecho que suele causarnos la súbita percepción de un hecho grave. Sin embargo, terminé convenciéndome de que era solamente una fórmula, con la cual una mujer bien educada pretendía salvar lo desdoroso que podría resultar, visto a la distancia, un acto prematuro de entrega total. A medias conforme con este pensamiento, me retiré a cenar en la mesa más alejada de la terraza del hotel.

4 Comenzó un período negro para mí. Como temía, sus palabras resultaron verdaderas. No podía encontrarla por ninguna parte. Sabía que estaba, pero se me negaba. La buscaba en su casa, algunos días hasta dos o tres veces, pero sólo me hallaba con la patética máscara de su madre, quien, como un fantasma desde las penumbras me contestaba invariablemente: -Isidora ha salido, señor. Los parroquianos comenzaron a mirarme socarronamente pues pueblo chico-se sabía ya de mi pasión. Y lo que sustentaba esta burlona suspicacia era que, según me enteré, Isidora había sido vista salir por las tardes en coche con el ingeniero, mi rival. -8-

Una ingobernable desesperación comenzó a adueñarse de mi espíritu. Yo, que había sido un hombre mesurado hasta el punto de pasar por frío, por primera vez en mi vida no podía dormir. Una confusa masa de sentimientos en los que se mixturaban deseos, angustia, despecho y soledad, estaban haciendo de mí paulatinamente un ser crispado. Al levantarme una mañana, vi mi rostro en la luna del ropero; y decidí que aquello no podía seguir más. Me estaba convirtiendo en un guiñapo. Entonces me resolví a montar guardia, por las tardes, frente a su casa, hasta verla salir. Le iba a exigir que se casara conmigo. Y si no aceptaba, la mataría... y me mataría yo después (hasta tal punto había llegado mi locura)... Aquel día fue interminable para mí. Me afeité y acicalé temprano, sin poder evitar hacerme algunos cortes en el rostro con la navaja. Almorcé en mi pieza. Después caminé, en mi encierro, hasta perder la cuenta de mis pasos. Por fin llegaron las primeras sombras de la tarde. Inesperadamente una intensa calma embargó todo mi cuerpo. Como si no fuera yo quien actuara, con una conciencia exacerbada de mis movimientos tomé lentamente del armario el revólver Smith & Wesson calibre 38 corto y lo ajusté con funda y sobaquera sobre mi pecho izquierdo. Después, me coloqué la chaqueta y salí. Me puse de guardia tras una pared rocosa, muy cerca de su casa. Como ya mencioné, Isidora vivía en una antigua construcción, grande y solitaria, en un vallecito aislado entre las sierras... Esto hacía sumamente sencillo mi trabajo. Ya había anochecido cuando llegó el reluciente automóvil, modelo del año y se paró frente a la verja. Con el corazón palpitando en la garganta, vi al joven bajar, golpear apenas, y perderse tras la sombra de la puerta. Después, salieron los dos. El la llevaba del brazo. ¿Por qué no los maté en aquel instante? ¿Acaso, por una extrema degradación de mi autoestima, me proponía complacerme con mi sufrimiento y contemplar hasta el final mi propio escarnio? Lo cierto es que los dejé partir. Tomé mi camioneta y, a prudente distancia, los seguí. Se internaron en las sinuosidades de los cerros. Con el dolor que atravesaba el corazón de ese hombre que era yo, pero por un enajenamiento de tipo nervioso a la vez me resultaba extraño, los seguí por el camino que ya había conocido muy bien. Vi apagarse los focos traseros del auto a la distancia y me detuve. Por unos largos momentos me quedé cavilando, inmóvil frente al -9-

volante de mi vehículo sin saber qué hacer. Después, bajé, y continué el camino a pie. Tras unas nubes espesas y negras, de pronto, apareció la luna. ¿Qué haría? ¿Los mataría a los dos? ¿Me mataría yo?... Con estos febriles pensamientos llegué a la roca que, algunos días atrás cobijara nuestro amor junto a las aguas. Bruscamente la salté. Y allí me encontré ante una escena inenarrable. En el suelo, alumbrado por la luna, yacía el joven ingeniero. Su espalda había quedado sobre una roca, a la altura del cinto, por lo cual su cabeza colgaba hacia atrás y parecía mirarme. Estaba semidesnudo, con el cuerpo horriblemente bañado en sangre... y encima de él... aquél extraño ser... oscuro... mezcla de perro y oso... inclinándose a la altura de su pecho... ¡le comía las carnes! Me quedé mudo. Por unos segundos, la bestia no reparó en mí, y siguió con su horrible tarea. Saqué el revólver. Debo de haber hecho algún ruido, porque me vio. Levantó su cabeza hacia mí y pareció asustarse. Cuando la apunté se me abalanzó y pude ver que sus agudos dientes brillaban como si fueran de fuego... Cerré los ojos y disparé. Disparé, hasta agotar el tambor. Sentí que la bestia me dejaba. Al abrir los ojos la vi alejarse renqueando, dejando tras de sí un reguero de sangre. Cuando miré mi mano casi me desmayé. En vez de ella, había quedado un muñón sanguinolento. No pude manejar mi camioneta, así que regresé caminando al pueblo. Llegué al amanecer. El médico de Belén, por precaución, me hizo trasladar a la ciudad de Catamarca, luego de darme los primeros auxilios y escuchar con paciencia mi increíble relato. No puedo narrar nada del viaje pues, bajo los efectos de un tranquilizante, me dormí. Desperté en una blanca habitación del Hospital Regional de Catamarca. Allí me dieron una atención tan afectuosa, que a los dos días me sentí recuperado. Por lo extraño de mi caso, sin embargo, el director no quiso dejarme ir sin que pasaran al menos dos semanas. Al día siguiente de internado llegó mi hija, que avisada por mis hospederos había venido de Rosario. Como me habían trasladado con lo puesto, partió enseguida hacia Belén para buscar el resto de mi equipaje. Por ella me enteré del resto de esta historia. El joven ingeniero fue hallado muerto en el lugar que denuncié, con medio cuerpo descarnado. Para no comprometer a Isidora me había propuesto callar la razón por la que andaba yo en aquellos parajes (aun a riesgo de convertirme en el principal sospechoso). Pero me enteré - 10 -

con horror que mi hija había presenciado un velorio y le habían dicho que era el de Isidora. Mucho se murmuraba -según narró mi hija-sobre el modo en que se había realizado aquel entierro. Nadie sabía decir cómo murió ni en qué momento la habían introducido en el basto cajón. Por una luneta calada en la tapa podía verse su cara, pálida, cubierta de un velo blanco. Algunos llegaban a decir que el camino de su casa había amanecido aquel día regado con sangre humana. Pero ante extraños, todos callaban. Transido por estos sucesos, sólo fui a Belén, al salir del hospital, para prestar declaración. Mi hija me convenció de que debía descansar bajo el cuidado de ella y su marido durante una buena temporada. Algún tiempo después recibí, en Rosario, el sobreseimiento de la causa. Epílogo Muchos años después, ya con los cabellos blancos, volví a caminar por aquel valle. La anciana ya no existe. Pero sobre la ancha laja de entrada ha quedado... (¿o es mi perturbada imaginación que necesita hallar pruebas?) una mancha, nítida, ennegrecida por el tiempo, que, estoy seguro, es de su sangre.

La Plata, octubre de 1981.

Hijo de poeta Una humedad de siglos. Paredes que se adivinan pesadas y cubiertas de limo. La inmensa catacumba está dividida por rejas de barrotes gruesos, más gruesos aún por la capa de óxido áspero que se ha formado encima. Rejas, que se abren sólo para entrar... o para salir hacia la muerte. Ahora un resplandor rojizo ha comenzado a filtrarse tenuemente, se oyen, apagados, alaridos lejanos y de vez en cuando se pueden adivinar por un rápido entrecruzarse de sombras en el ventanuco, los pies de alguien que pasa corriendo por la calle. Hay un retorcerse de figuras difusas, un movimiento como de gusanos gigantescos que se arrastraran quejándose; se oyen murmullos breves, apenas humanos, alguna voz lejanamente femenina o masculina que pronuncia una frase - 11 -

como emparchada en la oscuridad, como si quien la pronunciara estuviera convencido de que es tarea inútil y se apurara a terminar. Después, de nuevo el silencio. -Pero, lo que no puedo entender aún, es cómo llegaste a conocerlaurgió el viejo. -Tienes razón. He comenzado mal mi historia. Para que la entiendas, tendría que haberte contado primero quien soy yo-dijo Lucrecio, con la voz pausada de uno que ha perdido para siempre los apuros. -Mi padre-continuó, mi padre solía decir, al ver mi cuerpo abrillantado por el sudor en los ejercicios gimnásticos, que yo había nacido para la guerra y no para el laúd. Pero la tradición -y el escaso poderío económico de mi familia-, determinaba que yo debía ser poeta. Un poeta muy especial, es cierto. Pero un poeta, al fin. Todo mi ingenio y mi gallardía física, debían servir sólo para granjearme los aplausos de los poderosos durante sus banquetes. “No estoy desconforme con la vida que he llevado como aedo. Al fin y al cabo resulta una profesión no tan riesgosa como la de un capitán y muchas veces mejor recompensada. Te aseguro que puedo hablar, con mayor propiedad que muchos generales del imperio, de sus propias viñas, del fruto de sus huertos y hasta de sus mujeres. Pocos han sido los lechos ennoblecidos por el poder de la sangre o el dinero que no hayan acogido, aunque subrepticiamente, a este cuerpo y pocos los secretos de estado que no se hayan deslizado en mis oídos, susurrados por algún amoroso labio femenino. Mas, como dijo alguno de esos sabios hebreos cuyo nombre no me acuerdo, cierto es también que “en creciendo el saber crece el dolor”. Las cosas conocidas en mi tan agitada existencia, a la par que pesadas para mi espíritu, han servido finalmente sólo para precipitarme en el dolor y la miseria. “Ella era la esposa de un cónsul plebeyo; de los llamados `tribunos del pueblo’, que por esos tiempos había conseguido amasar una fortuna inmensa. Era bella.. sobre su frente pequeña caían delicadamente descuidados algunos mechones del cabello fino, castaño como la miel. Sus labios, entreabiertos permanentemente, eran como una herida en una fruta roja, húmeda, incitante. Todo su rostro, con un óvalo imperfecto y una nariz pequeña aunque no bella, producía una sensación entre sensual y adolescente que perturbaba los sentidos. Su cuerpo era el de una sirena nacarada. Sólo sus ojos, sus ojos verdes, transparentes, tenían algo, un no sé qué de discordante.

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En instantes en que ella parecía descuidar su vigilancia despedían un brillo que hería como un puñal y rápido como él, desaparecía. “Fue durante un banquete, en palacio del cónsul Licio Escipión, que la conocí. Había asistido el Emperador y la orgía fue tan memorable que aun hoy hay quienes la recuerdan con nostalgia. En esos tiempos era nota de excelente tono contar con mis servicios de aedo en toda casa que se preciara de exquisita. Ella no había sacado sus ojos de mí durante toda la actuación y la vi inclinarse al oído de su viejo esposo antes de que me invitaran a compartir su mesa. De allí a convertirme en un asiduo de las veladas en su palacio, hubo un paso. No transcurrió mucho tiempo tampoco antes de que conociera su delicado lecho. El cónsul era un hombre intensamente ocupado en sus ambiciones políticas y las obligaciones lo llevaban con frecuencia a ausentarse de su hogar por largos meses. Además -según ella me confió-, no era potente. “Yo no era su único amante, lo sé. No podría haberlo sido nunca. Como si adivinara que su vida no iba a ser muy larga, la dominaba una especie de fiebre posesiva, que hacía desfilar por sus recintos perfumados a casi cuanto varón hermoso se cruzara en su camino. Pero, quizá influida por mi condición de artista, parecía yo ser el único que gozaba realmente de sus favores. Me colmaba de regalos, gemía entre mis brazos transportada en largos éxtasis y me confiaba sus más íntimos secretos. Debo reconocer que no había conocido hasta entonces placeres tan sostenidos a intensos. Creo que la amé. “Pero la fatalidad es para los hombres como la sombra a los objetos. ¿Y puede acaso alguno librarse de su sombra? “Un día tembloroso y gris ella me dijo que había quedado embarazada. El cónsul no quería reconocerlo y estaba en su derecho: todo el mundo sabía que él no era capaz de dar un hijo a nadie. La vergüenza iba a caer sobre la casa. “Anduvo como poseída algunos días; comía poco y casi no dormía. Hasta que de pronto pareció haberse liberado de sus preocupaciones; una serenidad semejante a la indiferencia despejó su rostro. Yo creo que en aquel momento decidió mostrarse definitivamente como lo que siempre había sido en el fondo de su corazón: una mujer ambiciosa, dura como el pedernal y decidida a conseguir sus objetivos personales por encima de todo. “Desapareció por quince días (después supe que había ido a Delfos a consultar al oráculo). -Todo ese asunto de los oráculos es una patraña que sirve solamente para enriquecer a los sacerdotes-interrumpió el viejo. - 13 -

-No sé. Lo cierto es que a causa de ese oráculo cambió la historia del imperio. -Bueno, ¿qué fue lo que le dijo?-preguntó el viejo, ya picado. -Espera, ¿te conté que ella estuvo una vez a punto de envenenar a su propio padre? -¡Eso no me interesa! ¡Cuéntame lo que le dijo el oráculo! -Bien. Si así lo quieres... “cuando habló por primera vez, el oráculo dijo que haría falta un sacrificio; el del padre del niño. Si esto se cumplía, auguraba un futuro de gloria para el que estaba por nacer. Pero en vez de una solución, esto fue un mayor problema. ¿Cómo iba a saber ella quién era el padre? La habían amado tantos... “El oráculo habló por segunda vez y dijo: `Aquél que, invitado a cenar a tu palacio, en tomando el licor, cuya fórmula te será entregada por mis monjes, se formare sobre su cabeza una aureola, es el padre de la criatura’. Y enmudeció. Los monjes, que habían estado oyendo, la proveyeron del brebaje, no sin apelar a la generosidad de la dama y recibir una abundante contribución para el santuario. “Uno a uno fueron desfilando por la mesa de la bella sus amantes. Ninguno recibía sobre sí la aureola. La mujer ya desesperaba. “Hasta que una noche -según me enteré después-, estando yo divirtiéndome y jugando a los dados con su marido el cónsul, nos ofreció el licor, que recuerdo sólo por su extraordinaria exquisitez. Parece que la aureola se formó inmediatamente. Sólo que de tal manera, que fue a abarcar mi cabeza y la del cónsul... “¿Qué significaba eso? ¿Que debíamos ser sacrificados los dos? Ella anduvo algunos días meditando sobre este enigma. “El cónsul, amaneció un día dormido para siempre sobre su lecho. Se lo enterró con los honores que correspondían y su viuda se convirtió en una de las mujeres más ricas del imperio. “Yo imaginé la causa de la muerte del cónsul, pero ignorando que mi vida peligraba igualmente, me hice aún más íntimo de la rica viuda. “Nació un varón. Sus ojos y su pelo eran iguales a los míos. Pero sus labios tenían, ya desde la cuna, ese rictus extraño que lo hacía tan parecido a su madre. (Ahora que conozco la historia entera, me estremezco al pensar en esos tiempos). Por causas que no tengo bien establecidas, ella decidió en su fuero interno postergar mi ejecución por algún tiempo.

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“Cuando se casó con el emperador -un casamiento que escandalizó a muchos-yo fui el encargado de educar e iniciar en las artes musicales al pequeño. Creyéndome un agraciado por la fortuna, sin imaginar ni lejanamente el designio nefasto que sobre mí pesaba, dediqué todos esos años a perfeccionar mi manejo de los instrumentos y a gozar serenamente los deleites que la corte ofrece. “Hasta que un día -¡ay, de memoria execrable!-fui apresado y echado aquí donde me ves. Mi alumno era ya un joven educado; no se precisaba más de mis servicios. Se me dijo, como única respuesta a mis sollozos, que iba a ser echado a los leones. “Pero estaba en los códices de los dioses que no se cumpliría esa sentencia. La muerte del emperador postergó toda otra cosa que no fueran sus fastuosos funerales. Y al poco tiempo, ella misma le siguió los pasos... ¡asesinada por su propio bastardo! “Como podrás imaginarte, ya encumbrado, él se olvidó de mí. Y aquí me tienes, medrando junto a ustedes en este infierno tenebroso y frío. Más me valdría que me hubieran devorado los leones!”. Los hombres callan. Afuera el resplandor ha crecido, hasta convertirse en una potente luz rojiza que llena con una claridad fantasmal la catacumba. Ya casi no se oyen las corridas, y sólo de cuando en cuando algún alarido lejano interrumpe ese ruido incesante, como un crepitar de madera bajo el fuego, que no ha dejado de escucharse ni un momento. El viejo recorre con la mirada los rostros flacos, sucios de horror más que de fango, que miran fijamente la ventanita desde donde se difunde el resplandor y de pronto se vuelve hacia Lucrecio, como si se hubiera hecho la luz también en su cerebro: -Pero... no me dirás que él... que él es... -Has acertado. El es: El que tañe la lira, mientras arde Roma. Sierra Chica, Olavarría, provincia de Buenos Aires, invierno de 1978.

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Negro mano chusa Este mozo que baila de pie tan fino, cómo será de churo pa’ coliar vino. Copla anónima 1 Cómo habrán sido de baqueanos los dos, que estuvieron toda la noche, hasta el amanecer y ninguno se pudo ganar. La gente que se había dormido mirándolos se despertó, los paisanos pusieron las pavas para tomar mate y ellos seguían zapateando. Siempre con mudanzas nuevas. Así estuvieron tres días. Hasta que se hizo un hoyo en el lugar y tuvieron que parar, porque estaba brotando agua del suelo. Al negro que te cuento le decían Uta y nadie le había podido ganar jamás. Sin el menor esfuerzo y sin mover el cuerpo de la cintura para arriba hacía mudanzas que te dejaban cruzando los ojos. Era capaz de pasar días zapateando. Bastaba con que le dieran vino y una tirita de costilla de vez en cuanto. Era negro en serio. Motoso. Para mejor usaba ropa negra. Ah, pero eso sí, muy pituco, muy arre glado. Tenía rastra de plata sujetando la bombacha negra, de seda, que terminaba metida cuidadosamente bajo las botas charoladas, con espuelas haciendo juego. Usaba camisa blanca y encima chaleco negro manga larga. El facón también era de plata y el sombrero negro. El único toque de color en su cuerpo era un pañuelo colorado que llevaba anudado al cuello. Ah, y los dientes de oro. Tenía un montón de dientes de oro, que le brillaban cuando sonreía. O sea casi siempre, porque casi siempre andaba con la risita burlona en la boca. Se ponía serio solamente cuando peleaba. Y era veloz para el tajo, te lo aseguro. Era zurdo, no sé si de nacimiento o por necesidad, pues la mano derecha la tenía seca. Muy pocas veces la había mostrado y menos si había mujeres; la llevaba siempre envuelta en un pañuelo negro. Pero yo se la vi una vez. Era algo muy feo de ver. Como una rama seca, del codo para abajo era como una rama seca y podrida, terminada en tres dedos pequeñitos, sarmentosos. No sé por qué uno no podía mirar ese muñón sin que le dieran ganas de vomitar. - 16 -

-Con esta manito l’hei pegao a la Virgen-decía el negro y largaba la risita. Es que el negro Uta había estado en la salamanca. 2 Dice que en la puerta de la salamanca hay un diablo vestido de paisano, montando guardia. Está sentado sobre una piedra, haciéndose el que trenza un lazo para rebenque, pero siempre espiando para ver quién viene. -Buenas, paisano-saludó el Uta. -Buenas-contestó el otro. Y se quedaron mirándose, Uta sin saber qué decir, porque él ya maliciaba que el otro era un diablo (a quien iba a joder que iba a estar ahí, trenzando un rebenque, solo en medio del desierto, si no era un diablo). Pero no sabía qué decir. Se bajó del caballo y se acercó. -Qué lo trae por estos pagos, amigazo-dijo el otro. -Ando buscando la salamanca-contestó el Uta, decidido. Y el otro se rió: -¡Y quién le ha dicho que la salamanca está por aquí!... -Me lo han dicho de buena fuente-dijo el Uta sin reírse. Y agregó: Y me corto un güevo si usted no es un diablo. El otro se quedó mirándolo con sus ojitos de lagartija y masculló entre dientes: -Me parece que le hecho mal el sol al mocito. Pero algo debe haber visto en el Uta, porque enseguida le preguntó: -¿Y se puede saber, si no es indiscreción, para qué quiere encontrar la salamanca? -Quiero hacer un pacto con Mandinga-contestó el Uta. -¿Y qué clase de pacto, si se puede saber?... -Menos pregunta Dios y perdona-dijo el Uta, pero se arrepintió enseguida, porque la cara del otro se puso verde, se le arrugó y el tipo rodó por el suelo atacado por convulsiones como de epiléptico. -¡Epa, qué le pasa amigo!-decía el Uta mientras le ayudaba a chuñar golpeándole la espalda. -¡No menciones más ese nombre aquí!-jadeaba el otro-, ¡ese nombre es prohibido! Cuando volvió completamente en sí, el diablo le explicó que para poder entrar a la salamanca tendría que insultar y escupirle en la cara a un muñeco y abofetear a una muñeca que iba a encontrar en la puerta de la cueva. El muñeco era Jesucristo y la muñeca la Virgen María. Estaban tan bien hechos, que parecían vivos. - 17 -

Uta le escupió en la cara a Jesús y le dio una tremenda cachetada a la Virgen María. Y entró. 3 Era un hueco en el suelo, escondido detrás de unos jumeales. Se bajaba por una escalera de piedra, hasta una especie de descanso, donde comenzaba el túnel. Al pie de la escalera lo estaba esperando el Manchachicoj. Era un enano cabezón, vestido de frac y galera. -¿Así que vos sos el que quiere hablar con Mandinga?-le dijo. -Ahá-contestó el Uta. -Vamos a ver si llegas. Y le explicó que para poder hablar con Mandinga primero tenía que pasar cinco pruebas. Uta dijo que estaba dispuesto y el Manchachicoj lo llevó por un túnel lleno de enredaderas negras, hasta un pozo. -Tienes que saltar este pocito-le dijo. El pozo tenía unos dos metros y medio de ancho. -¡Guah! ¿Esito nomás es?-dijo el Uta y se dispuso a saltar. Pegó el brinco seguro de que llegaría al otro lado. Pero cuando estaba en el aire una garra se aferró a su pie y lo zambulló en el pozo. En el acto una horda de bichos que parecían humanos pero tenían colas y garras de animales se le echó encima chillando, tratando de hundirlo en el líquido negro, como petróleo, donde chapoteaban. Menos mal que el Uta se acordó de sacar el facón y empezó a revolear hachazos a diestra y siniestra porque los bicharracos ya lo tenían mal. Le cortó la cabeza a uno, le abrió la barriga a otro y ya no les gustó nada. Comenzaron a recular, y de pronto se zambulleron en el aceite y desaparecieron. El Uta se quedó solo, con el facón en la mano y la ropa enchastrada, metido hasta la cintura en aquel líquido oscuro. El Manchachicoj se desternillaba de risa en la orilla del pozo. Le tiró una escalera de soga y el Uta subió. 4 Tuvieron que atravesar un largo pasillo bordeado de árboles. Estaba oscuro y en las ramas de los árboles, en las paredes y por donde uno posara la vista podían verse millones de serpientes, boas y pitones, cobras, yararás y de la cruz, grandes y pequeñas, que se retorcían,

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reptaban, subían y bajaban silbando y enseñando los dientes, en un espectáculo alucinante. Uta se quedó duro en la puerta, sin poder hablar ni mover los pies. -No tengas miedo-le dijo el Manchachicoj -, lo peor que hay es tenerles miedo. Vení, vamos a pasar. Pero que no se den cuenta de que les tienes miedo, porque ahí sí que vas a sonar. Hagan lo que hagan, vos quedate tranquilo. Las víboras se apartaban amenazantes al paso de los intrusos y había que poner el pie con un cuidado bárbaro para no pisarlas. Se le subían al Uta por la pierna, se le metían por la bragueta y le salían por un agujero que tenía en el bolsillo. Se le enrollaban en el cuello, le metían la cola en la nariz y en la oreja, pero el Uta ni se mosqueaba. Así llegaron al final del pasillo, donde les esperaba la segunda prueba. Tenía que subir hasta la punta de un eucalipto como de seis metros y largarse de allá en las aguas de un estanque. Se sacó la ropa y subió. De arriba se veía chiquitito el estanque, pero no lo pensó mucho, porque si uno piensa mucho las cosas, al final no las hace, y se largó. Cuando venía en el aire se dio cuenta de que el estanque ya no estaba más; en su lugar se alzaban unas piedras puntiagudas como cuchillos. “Bueno, alguna vez hay que morir”, pensó el Uta; “lo único que siento es no haberla podido voltear nunca a la Jacinta”. Y cerró los ojos. No sintió nada. Cuando abrió los ojos, se encontró sentado en el suelo, con el Manchachicoj que se encorvaba de risa a su lado. -Te has salvado porque no has tenido miedo-le dijo el Manchachicoj-. Si te hubieras asustado, a esta hora estás destripado... ¡Ji, ji, ji!...

5 Pasaron por un túnel tapizado de arañas pollito. Al final del túnel, había una mujer hermosa, rubia, vestida sólo con una túnica transparente a través de la cual se percibían como en un sueño sus formas perfectas. Estaba sentada en un gran sillón de vidrio, rodeada de perros negros, inmensos. Un perro peludo metía la cabeza por - 19 -

debajo del vestido en medio de sus piernas, y le lamía las partes y ella se reía. -Es la Reina de las Almamulas-explicó el enano. Entonces el Uta se dio cuenta de que los dientes de la mujer brillaban como el fuego. -¿Ves esas mujeres?-preguntó el Manchachicoj-. Tienes que besarles la cola una por una. ¿Te animas? -Cómo no-dijo el Uta. Eran viejas, gordas y roñosas, pero no era cuestión de volverse atrás a esta altura del partido. Cuando oyeron eso, las viejas se pusieron muy sumisas, en fila, se agacharon y se alzaron las polleras hasta la cintura. Se levantó un olor a pescado muerto. El Uta contempló horrorizado esas nalgas grasosas, los rollos en las piernas que temblaban como un flan y las matas oscuras de pelos cochambrosos que asomaban por entre los glúteos. -Bien en el medio-oyó que le decía el enano y comenzó. Eran como cuarenta. Cuando besó a la primera, sintió que le lanzaba un chorro de orina como ácido en la cara. Consternado, lo miró al Manchachicoj. -Seguí-le dijo éste. Se reía a carcajadas. Chorreándole la orina por la cara, con la camisa húmeda y hedionda, llegó a la última, por fin. Esta prueba fue muy dura para el Uta.

6 Cuarta prueba. Un diablo peludo, con patas de toro y astas de carnero viejo tenía que violarlo. Protestó el Uta: -¡Eso sí que no lo acecto! -Bueno, como quieras-replicó el Manchachicoj-. Pero vas a perder todo lo que has ganado hasta el momento. Una lástima. Porque te vas a convertir en un desgraciado. Con los de arriba ya has quedado mal hace rato. Y ahora que estabas a un pasito de ganarte a los de abajo, te arrepientes. No te van a querer ni los perros cuando vuelvas. Se quejaba el Uta: -¡Pero es mucho lo que me pides! -¡Bah!-decía con voz melosa el Manchachicoj-¡algunos lo hacen gratis en tu tierra! ¡A vos, después de estas pruebas te esperan el poder - 20 -

y la gloria! ¡Solamente un tonto puede hacerse problema por una cosa tan pequeña! Además, aparte de vos y yo, ¿quién se va a enterar? El Uta lo pensó detenidamente. Luego preguntó: -¿Seguro que no me va a doler mucho? -¡Nooo!-contestó el enano. Pero dice que le dolió bastante. 7 A lo lejos destellaba deslumbrante el trono de Mandinga. Sobre la cima del monte, se levantaba el pedestal amplísimo. El trono se destacaba, en el centro, alucinante de oropeles y pedrería. A su alrededor, trajinaban como hormigas los servidores, jóvenes de movimientos tan armoniosos que parecían bailarines. Doncellas bellísimas, cuyos cuerpos turbadores se insinuaban bajo los vestidos transparentes, servían, en bandejas chispeantes, manjares y bebidas variadísimas al Rey de los Infiernos. Sobre las laderas de la colina se habían tallado largas escalinatas y unos seres, que a la primera mirada desde la distancia parecían algún extraño tipo de reptiles, ascendían dificultosamente, parándose de tanto en tanto a descansar de sus desfallecimientos. Eran hombres. Hombres y mujeres, viejos, desnudos, con la piel arrugada y los rollos de grasa colgando de sus vientres, sus muslos y sus nalgas, babeándose y jadeando, mirando con ojos vacíos algún lugar fijo e inexistente. A la derecha del monte, se elevaba una ciudad como el Uta nunca volvió a ver. Las alturas de sus edificios se esfumaban entre las nubes. Se advertían titilando en la semioscuridad del atardecer millones de luces, de carteles de colores, que prendían y apagaban, prendían y apagaban. Flotaba en el aire de la ciudad un humo negro, de millones de cigarros, que estarían siendo fuma dos por millones de bocas; de millones de máquinas complejas que funcionaban al unísono; y el rumor de millones de hombres y mujeres que trajinarían, día y noche, en la ciudad, en la gran ciudad, en la ciudad feliz, adonde era posible encontrar cualquier objeto que uno pudiera imaginar, y aun alguno inimaginable. Y cualquier pecado. Pero el pecado es dulce, ya se sabe. Sobre el lado izquierdo, una gran pista de baile. Mozos y chinitas jóvenes, vestidos a la criolla pero con un despliegue de perlas y sedas enceguecedor, bailaban un gran Pericón. Inmediatamente seguía otra pista, y otro grupo, más numeroso aun, de jovenes no menos bellos, - 21 -

practicaban la Chacarera. Relumbraban las espuelas reflejando la luz como un espejo y en las mediavueltas las polleras de las chinitas dejaban, por un segundo, el espejismo de sus formas parpadeando en el cerebro. Sobre un terraplén, elevado unos cincuenta centímetros por encima del nivel de los demás, estaban lo zapateadores. Vestidos todos de negro, danzaban la monotonía de su danza con movimientos medidos, con gravedad de rito, el rostro serio, majestuoso, la mirada ensimismada, bajo el rítmico golpetear del bombo. Cada sector tenía su orquesta. Los del Pericón, piano, violín, arpa y contrabajo y los músicos de frac. Los de la Chacarera, guitarra, bombo, violín y acordeón, los músicos con hermosos trajes de paisanos. Un viejecito, del que si no hubiera sido por el movimiento activísimo de sus manos se hubiese pensado que era una estatua, se encorvaba sobre el bombo, marcando el ritmo del malambo. Un negro alto y delgado lo acompañaba con guitarra. Alrededor de los escenarios, por caminos preciosamente dibujados entre jardines y arboledas hormigueaba el público: un público selecto, entre el que podía hallarse al mismo tiempo el refinamiento más exquisito en los modales y los vestidos más ricos y variados que mente humana pudiera imaginar. En los claros del parque, mesas anchas y maravillosamente provistas sostenían los manjares más exóticos. Una hilera de ciervos dorados al vino, con racimos de uvas rojas bajo las orejas, estaban siendo prolijamente trozados por caballeros de blanco y consumidos por rozagantes comensales que reflejaban en sus rostros colorados todo el placer y la tranquilidad posibles... Hermosas mujeres nórdicas con los pechos desnudos los servían, recibiendo de vez en cuando y entre risitas una caricia o un mordisco. A lo lejos, un extraño cortejo compuesto por hieráticos personajes de pelucas empolvadas y trajes de púrpura barrocamente bordados en oro, sentados sobre literas transportadas por rubios esclavos de librea, ascendía con lentitud exasperante una pequeña colina. Cuando llegaban a la cima, volvían a bajar de la misma forma, para después subir de nuevo; así hasta el infinito. Entre las hojarascas del vergel parejas de amantes copulaban febrilmente al ritmo de las músicas. Nubes de colores calidoscópicos iluminaban con reflejos fantasmales la gigantesca escena. Un raro lago de aguas ocres separaba al Uta y Manchachicoj de la Ciudad y sus placeres. -Esta es la última prueba-dijo el Manchachicoj-: cruzar al otro lado. - 22 -

Ya no sonreía. Se quedó mirándolo, anhelante, como si esperara que el Uta protestara o dijera algo. Del lago se levantaba un hedor de mil cadáveres. Despaciosamente el Uta se sacó la ropa. -¿Qué es eso?-preguntó señalando el lago. -Mierda. En la otra orilla apareció una banda de música compuesta por muchachas desnudas con flores en sus cabellos. Podía advertirse el temblor de las hermosas nalgas de la directora a cada movimiento de batuta; ella, como si hubiese adivinado que el Uta la estaba mirando, se dio vuelta y le sonrió. La música que tocaban era tan sensual que erizaba la piel. El Uta se largó. El excremento, espeso, lo tragó como una ciénaga, pero él comenzó a nadar. El olor era casi insoportable. Una sensación de asco incontenible lo acometió y comenzó a vomitar. Pero se recuperó y siguió nadando. El horrible elemento se pegaba a su piel y le hacía dificilísimo el braceo. Cada vez que disminuía el ritmo amenazaba hundirse y la mierda le manchaba el cuello, los cabellos... Convencido de que ya había hecho la mayor parte del trayecto, levantó la cabeza para tomar resuello. Casi gritó al comprobar que apenas había avanzado unos tres metros. Desde arriba de su trono de brillantes Mandinga contemplaba divertido esta escena. Las muchachas de la orquesta acompañaban el ritmo de la música con suaves movimientos, que descubrían en rápidas visiones por entre los instrumentos las partecitas más adorables de sus cuerpos. El Uta siguió nadando, enardecido. De pronto sintió un dolor y un tirón en los testículos y se hundió. Algo, algún bicho se le había colgado de allí y lo arrastraba hacia el fondo. Luchó, desesperado, pero el monstruo era demasiado fuerte. Comenzó a faltarle el aire y el asqueroso elemento se le metió por la nariz y por la boca cuando trató de respirar. Estaba ciego. Las venas de las sienes le latían como un bombo bagualero. Iba a morir. Iba a morir. Estallidos rojos en su cabeza le anunciaron que los pulmones estaban a punto de reventar. Iba a pedirle ayuda a Tata Dios, pero se acordó que no podía. Hizo un esfuerzo desesperado; con la cabeza ya por explotar se sacudió la garra que lo atenazaba. Y sorpresivamente se sintió libre. Casi desvanecido, sintió que emergía. Levantó los brazos y se sacó a manotazos la mierda de la boca y los ojos. Respiró. Chapaleando para no hundirse, respiró. En la orilla la muchacha rubia que dirigía la orquesta volvió a sonreírle. Los movimientos de las que tocaban los instrumentos se habían vueltos eróticos en un grado exacerbante. - 23 -

Pero el Uta se rindió. No quiso seguir más y emprendió el regreso. Maltrecho, arañado y lleno de sangre, con los testículos ardiéndole y el cuerpo desnudo embarrado de arriba a abajo en mierda, cayo, agotado, a los pies del Manchachicoj. El enano estaba sombrío. La música se había apagado. El Uta volvió la cabeza a tiempo para ver las espaldas de las mujeres que se retiraban con paso aburrido hacia la Ciudad. A lo lejos, titilaba la Ciudad. Ruidos de motores, atenuados, llegaban hasta el lago. Carteles, que prendían y apagaban formaban dibujos multicolores en el cielo ceniciento. En lo alto de su trono, Mandinga estaba ya entretenido en quién sabe qué cosa que sucedía en otra parte. Hermoso, como esos actores de los gringos, presidía aquel reino de estructuras infalibles y placeres inagotables. -Has fracasado-dijo el enano. -¡Dame otra oportunidar!-gimió el Uta. Sonrió el Manchachicoj. Pero ya no con la sonrisa de antes. Esta era apenas una mueca triste. -Vas a recibir el don del baile. Es lo único que te puedo dar para que te defiendas en la Ciudad. ¿La Ciudad? ¿Me van a dejar entrar en la Ciudad?-jadeó el Uta. No contestó el enano y un fogonazo que pareció estallar en su cerebro lo dejó ciego al Uta por un rato. Cuando abrió los ojos, se encontró de nuevo en el desierto. El caballo mordisqueaba unos yuyos secos, atado por las riendas en las ramas de un vinal. No había nadie alrededor. Por un momento Uta creyó que había soñado. Pero se miró la mano y vio que la tenía como si se le hubiera achicharrado. -¡Con esta manito l’hei pegao a la Virgen!-sabía decir el Uta, cuando le preguntaban. Córdoba, 3 de abril de 1980.

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El Manchachicoj

1 Corina Coria era una de las muchachas más bellas del pueblo. Por las tardes, en el verano, cuando el vapor del suelo empezaba a ceder a la brisa fresca, solían verla pasar los ojos codiciosos de los muchachos, con sus vestidos anchos y floreados, asomando apenas por bajo del ruedo las puntas de las zapatillas. Nunca sola Corina, siempre con alguna de sus hermanas, o su madre. Vivían un tanto alejados del caserío central (boliche, capilla, comisaría y oficina del escribiente), razón por la cual cargaba normalmente una bolsa. Se aprovechaba el viaje para comprar mercadería. Los martes y viernes iban con sus hermanas, temprano, a buscar harina para el pan de la semana. Los domingos por la mañana, a misa. El padre, un tanto escéptico y la madre, por seguirle la corriente, consentían -únicamente por ese día-que Corina fuese sola a la iglesia. Tenía especial inclinación por el culto Corina, mas ninguna de sus tres hermanas la acompañaba. Menos espirituales, preferían quedarse a atender a los primos y amigos, que venían sin falla a jugar a la taba y visitarlos hasta bien entrada la tarde del último día de la semana. Fue en una de esas mañanas, un día caluroso de sol excesivo que se encontró por primera vez con el Manchachicoj. Una tropilla de burros había levantado esa nube de polvo que recién se aplacaba. Deslumbrada por el resplandor del mediodía vio aparecer por el camino, entre burbujas, una figura pequeña pero extrañamente imponente. -Buenos días, bella señorita-dijo el enano deteniéndose -¿podría indicarme si voy bien para La Noria? Pese a que deseaba con toda su alma huir, Corina se paró. El extraño individuo se había quitado la galera, que sostenía entre sus manos grandes mientras la observaba sonriente. Todo en aquel ser parecía haber sido hecho deliberadamente para presentar un aspecto disparatado. La cabeza, las manos y los pies, desmesuradamente grandes, surgían grotescamente del cuello y las mangas del arcaico chaqué, como las de un gorila en cuerpo de niño. El atildamiento que denotaban, en vez de mejorar la impresión, le agregaba un raro toque de incongruencia. Pero había algo en él, una sugestión oscura, que impedía, pese a lo ridículo de su aspecto, tomarlo en broma. - 25 -

Corina balbuceó una indicación aproximada. Se veía que el enano sólo buscaba pie para iniciar el diálogo, pues continuó sin transición: -¿Y cómo es que anda sola por aquí, una señorita tan guapa? -Vengo de misa...-contestó ella. A partir de allí no fue posible cortarle la conversación al enano. Y ahí nomás se ofreció, galante, a acompañarla: “Usted sabe, andan tantos atrevidos por estas partes...”. Donde dobla el camino, a docientos metros de las casas, se detuvieron. -Hasta aquí nomás la acompaño, niña -dijo el pequeño ser. -No sea cosa que me la repriendan sus padres. Rompiendo su timidez, recién entonces Corina se atrevió a preguntar: -Si me perdona una preguntita... ¿usted, por un casual... no será el Manchachicoj? El mismo que viste y calza-respondió el enano. -Para servirla a usted.

2 El Manchachicoj -de acuerdo al relato de Mamadelia-era hijo de Mandinga y la bruja Brishita. La bruja vivía en la Tierra. Era una gringa rosada y regordeta; a Mandinga le había gustado y anduvo un tiempo afilando con ella. Pero la bruja era muy burlista, hacía bromas que a Mandinga no le gustaban. Por ejemplo, cuando la estaba besando, de repente se le convertía en cabra. Y de estar besando unos labios carnosos, Mandinga se hallaba con su boca apoyada en el morro bigotudo de una cabra. Tanto le hizo estas bromas que Mandinga se cansó y de rabia la convirtió para siempre en mona. Estando así, en un árbol, lo tuvo al Manchachicoj. Pero le había agarrado tanto odio a Mandinga, que por desquitarse lo maltrataba al chico. Esos cotos que tiene en la frente el enano, dice que son por los garrotazos que le daba la mona en la cuna. Viendo esto el príncipe de los infiernos, se lo llevó a vivir con él en la salamanca. Y cuando el Manchachicoj creció, se convirtió en uno de sus más fieles colaboradores. Como poseía mucha habilidad para la diplomacia, Mandinga decidió darle la responsabilidad de las relaciones con el mundo. Eso

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sí; había una condición: tenía que andar bien con los humanos, pero no comprometerse con ninguno.

3 Hacían ya quince días que Andrés había partido para el sur, llevando un arreo de cinco mil cabezas. Corina lo extrañaba. Extrañaba la voz metálica del hombre, sus ojos firmes, sus manos, acostumbradas al trabajo pero tiernas. Si todo andaba bien, en julio se iban a casar. Sus padres lo estimaban mucho. Además de buen mozo, Andrés Castañeda era inteligente y trabajador. Si no hubiera sido por esa manía, por ese orgullo que tenía de manejar bien el cuchillo... A causa de ello, vuelta a vuelta andaba entreverado en algún duelo. Era veloz con el de dos filos, Andrés... “pero siempre hay alguno más rápido que uno”, sabía decir Tatapedro. Corina temblaba cada vez que su novio se iba a un baile o una confitería. -¿Qué le pasa que está tan pensativa la niña? La voz untuosa, grave, parecía haber sido pronunciada en la concha de un caracol. Era el Manchachicoj. Otra vez. Ya se había acostumbrado Corina a las apariciones del enano. Era literalmente así: aparecía, algunas veces en el sopor de la siesta, otras a la oración, siempre, los domingos por la mañana, a la ida y al regreso de la misa. Había intentado ahuyentarlo Corina, poniendo, de noche, una batea con maíz en la tranquera. Pero había amanecido tal como la dejara. A la siesta el Manchachicoj, presentándose de repente mientras ella lavaba, le había recriminado: -¿Así que con truquitos a mí, señorita? ¿Acaso has creído en serio que soy tan tonto? Eso de la batea con maicitos son fábulas de viejas!... Como quien acepta un fenómeno de la naturaleza -su carácter era muy propenso a ello-Corina se resignó entonces a soportar al perseverante enano. Era inofensivo, por otra parte y servicial. ¿Acaso no le había indicado con precisión dónde estaba ese crucifijo de oro que ella perdiera dos años atrás? Le traía regalos: un pañuelo, un libro de estampas, un broche de esmeraldas. Corina escondía prolijamente todo ésto, que en lo íntimo de su ser, la halagaba. De cualquier modo, al Manchachicoj nadie lo veía. Se había llevado un susto un día cuando su madre se presentó de improviso a su lado, estando el Manchachicoj allí. El enano se quedó parado donde estaba, ella no supo qué decir. - 27 -

-¿Qué, ahora conviersas sola?-le preguntó su madre, entre asombrada y divertida. No lo había visto al Manchachicoj. No se lo veía. Y estaba allí. -Nada mami. ¡Estaba cantando!-contestó Corina, y siguió revolviendo con el palo el arrope de la tinaja. Nadie se enteraba de esa relación extraña. El Manchachicoj se conformaba, por su parte, con acompañar y galantear cortésmente a la bella muchacha. Además -se decía ella-, siempre es bueno tener algún aliado del otro lado, sea en el cielo, sea en el infierno. Era evidente que el Manchachicoj era de uno de esos dos lados; porque de aquí, no era. Con éstos y parecidos argumentos se justificaba Corina, cuando en las noches la asaltaba la duda de si no le estaría faltando al Andrés. Y hasta a veces se decía, que aun si fuera de otra forma, se lo tenía merecido, por desamorado. ¿Para qué tenía que irse al sur? ¿Sólo por unos cuántos pesos más? Aquí había tanto trabajo... Pero no. El mozo tenía que ir lejos, a demostrar su libertad. Y ella se sentía tan sola. El Manchachicoj, con ser como era, la ayudaba tanto, la escuchaba y le daba consejos, como un padre. Con el tiempo, ella se había acostumbrado a contarle sus cuitas. No lo veía como un galán Corina (¡quién hubiera pensado en eso!), sino como un buen amigo.

4 Después de dos meses de faltar, Andrés regresó a su querencia. Se presento la tarde de un domingo, como un invitado más. Fue recibido como un hijo. ¡Qué buen mozo estaba Andrés! Corina no cabía en sí de gozo. Todo de negro, las botas de charol ornadas con espuelas de plata, el pelo crespo aplastado hacia atrás con brillantina, bajo la frente amplísima, dos ojos claros resaltando contra el cutis bronceado y bajo la nariz aguileña un cuidadoso bigote color chala, recortado. En el amplio patio de los Coria, se bailó esa noche hasta el amanecer. Enseguida el padre había hecho llamar a los musiqueros y carnear una vaquillona. Corría el mes de julio de 1916. Cuando por fin se apagaron los ruidos y el hombre se fue montado en su caballo bayo, Corina se reclinó en el catre con la cabeza llena de ilusiones. Habían fijado la fecha del casamiento para la otra semana. Andrés había vuelto del sur con unos buenos pesos, y hasta había traído los muebles que iban a usar: una cama de dos plazas, labrada, - 28 -

un bargueño español, un ropero de peteribí... La casita, hacía rato que estaba terminada. Un leve ruido a su lado la alertó. Por la puerta entreabierta filtraba la luz brumosa del amanecer. Junto al marco, como un aparecido, estaba el Manchachicoj. Al principio le costó reconocerlo, más por estar sumida en sus pensamientos que por la oscuridad. Seguidamente, la ganó una instintiva sensación de rechazo. -¿Qué buscas aquí?-le espetó con brusquedad impensada. -Parece que ya te has olvidado de mí-replicó el Manchachicoj. En su voz había un timbre siniestro que ella no le conocía. Un desagradable silencio siguió al breve intercambio de frases. Después fue nuevamente Corina quien habló: -Me vas a tener que perdonar, Manchachicoj. Hasta ahora has sido mi único amigo... Pero Andrés, mi novio, ha vuelto... él es muy celoso... -A mí no me vas a correr así nomás, Corina. Vos no has sido leal conmigo. Si me hubieras dicho de un principio que no me querías, yo me hubiera ido. Pero vos me aceptabas. Ahora no me puedes dejar. Conmigo, sabelo bien, no vas a jugar. -Pero vos no me has entendido... -replicó la muchacha, el Andrés es muy peligroso con el cuchillo. Si se entera, te puede llegar a matar... Por primera vez oyó Corina su carcajada, y aquel sonido inhumano le congeló la sangre. -¡Vamos a ver quién es más peligroso!-gritó el Manchachicoj. E inmediatamente desapareció. Cuando llegó el mediodía y fueron a avisarle que había que preparar la comida, Corina aún no había podido pegar un ojo.

5 La noche del casamiento, como suele suceder en Santiago, más que de invierno parecía primaveral. El cielo estaba estrellado y soplaba una brisa suave, que mecía como a espejuelos las hojas de los álamos. Para facilitar el trámite se había invitado a la casa solariega al cura y al juez de paz. Allí se realizarían las dos ceremonias -primero la religiosa, como se acostumbraba. Después, la fiesta. Se había contratado a los mejores músicos para la ocasión (si lo sabría Tatapancho, el padrino, que había tenido que pagarles docientos

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pesos por adelantado a Reynerio Cuba y sus cimarrones para comprometerlos). Cuatro asadores vestidos de gaucho aguardaban la señal para hacer descender sobre las brasas sabiamente distribuidas los chivitos, lechones y dos vaquillonas. Había además empanadas, locro, tamales y vino a granel. Iba a ser un casamiento memorable. Frente al gran espejo del ropero, Corina, su madre y las hermanas daban los últimos toques al vestido blanco, tal vez cargado de puntillas en exceso. Bajo el alero, Andrés -de azul, rastra con patacones de platacontestaba sin atender las bromas de los amigos. Pucha, si estaba más nervioso que la primera vez que agarró el facón. Bellas muchachas atraían la atención de la concurrencia, pero ninguna tan bella como Corina, que concentró sobre sí todas las miradas cuando apareció en la puerta del rancho. Tatapancho se había acercado discretamente a la novia y tomándola del brazo la condujo hacia el centro del patio, donde se había ubicado, bajo un algarrobo centenario, el altar. Andrés acompañado de dos mujeres -madre y madrina-se dirigió hacia ellos. Graciosamente juntaron su andar unos metros antes de la mesa con el cáliz y se encaminaron radiantes en dirección al sacerdote. La multitud cerró el círculo a su alrededor. Parecía que todo hubiese detenido su transcurso, pendiente del acto de unión eterna de aquella hermosa pareja. El sacerdote efectuó con indisimulado gusto los movimientos tradicionales y oraciones previas. Pero cuando llegó a la fórmula por la cual debía inquirir, con voz grave, a la novia: -Corina Coria, aceptas por esposo al joven Andrés... -¡Esa mujer tiene dueño!-se oyó una voz restallante que gritaba. De la multitud, como una alucinación, se había adelantado desafiante el Manchachicoj. Luego de un segundo de estupor, varios hombres indignados se abalanzaron sobre el enano para darle su merecido. Pero se oyó la voz de Andrés que decía: -¡Dejenló! Sus ojos sardios saltaban chispeantes del intruso a la novia y recorrían los rostros de los padres, las hermanas y los familiares, buscando una explicación. -¡El solo se ha hecho ilusiones! ¡Yo nunca le hei dao pie a nada!gimió Corina.

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-¡Si tienes honor, defendé tu prienda como un macho!-rugió el Manchachicoj y brilló en su diestra el facón. Como en un sueño, Andrés se vio arrastrado por una fuerza que nacía de él mismo, pero que no podía controlar, hacia el centro de la reunión. Se oyó pidiendo: “un facón”, mientras estiraba su mano a la multitud. Se vio un fulgor que cruzó el aire y el Andrés cazó en su palma el mango de plata. Lo amasó un poco para tomarle el pulso y avanzó. Dos sombras, una alta y elegante y otra breve y rechoncha, se vueltearon, se acercaron y alejaron, brincaron, cual terribles bailarines, durante eternos instantes. El polvo alzado por las botas semejó el incienso pagano, que asperjara una sacrílega ceremonia cultual. Como un refucilo se vio el relumbrar de una hoja que se perdía en un cuerpo... después, la muerte. En el suelo yacía Andrés Castañeda, con una flor roja sobre su pecho. Un alarido como el de un animal prehistórico al que arrancaran las entrañas se elevó cortando el aire, que de repente se había puesto frío. Corina cayó postrada junto al cuerpo yerto de su amado. Boqueaba como si le faltara la respiración y aunque no podía llorar, ya no se levantó. Le temblaba todo el cuerpo. El enano había quedado sombrío, mirando todo, con el facón en la mano. La muchedumbre empezó a dispersarse, alejándose de allí, como si una extraña peste se hubiera abatido sobre la casa. Cuando las luces rosadas del amanecer pintaron las nubes bajas del horizonte, los familiares de Andrés tuvieron que usar la fuerza para quitar las manos del muerto de entre las de Corina, que se habían endurecido como garras.

Epílogo Corina nunca recuperó el habla ni la locomoción voluntaria. Tuvo que ser atendida por sus hermanas hasta que, de hastío, la dejaron después de un tiempo olvidada en algún rincón de la casa. El Manchachicoj desapareció. Pero se dice que ese enano greñudo, de barba hasta el suelo y lleno de piojos, que anda casa por casa asustando a los perros, es él. Come con los chanchos y los animales viejos. Los rapaces le hacen burla y le pegan patadas en el trasero.

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Según Mamadelia, es el castigo que le dio Mandinga, por haberse enamorado.

Fernández, abril de 1987.

Hembra

Felipe estaba solo. Muy solo. Por eso le pareció un sueño cuando la muchacha aceptó bailar con él. (Y más sueño le parecería luego, cuando aceptara ir a su rancho). Nadie la conocía. Las escasas mujeres del poblado la miraron con odio. Y los hombres lo miraron a él con envidia, cuando se la llevó. Necesitó dos tubos de ginebra para animarse, pero lo hizo. Nunca gozó Felipe deleites tan hondos y sostenidos como esa noche, en su cama. Entre vahídos de placer le pidió, en la oscuridad: "¡quédate a vivir conmigo!" Ella aceptó. En la rosada penumbra de la paloma Felipe recordó la noche pasada, y percibió el bulto del cuerpo a su lado. Como quien constata la materialidad de su dicha estiró la mano. Tocó una piel peluda. De un salto, se levantó. El grito debe haber asustado al animal, pues abandonó la cama con la velocidad de un relámpago. Dando un brinco poderoso la mula salió por la ventana. Felipe, con la boca abierta, la vio perderse, entre las retamas.

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Dinaleh Corazón y latido no son dos cosas, sino dos palabras. Julio Cortázar Dinaleh se presenta cada tarde en casa de Froilán. Se ha vuelto igual que el crepúsculo. Cada vez que ella entra Luis Alberto Spinetta se pone a cantar con Fito Páez Asilo en tu corazón y Froilán tiembla, de placer y de temor. La primera vez que se unieron a duras penas pudo salir de ella. Se fue llevando uno de sus pies. Luego de la tercera se resignó a aceptar la fatal condición de aquel amor. Hoy ha venido hermosa con sus cabellos al aire, el sol tranquilo la trasciende; Froilán se limita a contemplarla con arrobo, ha perdido todo movimiento. Dinaleh lo envuelve y apaga el televisor, una lasitud dulce le enerva todos los sentidos, es feliz. Esa tarde Dinaleh se queda a vivir en la casa de Froilán. Sola, con su corazón. Fernández, agosto de 1988.

Geraldine De una oscura pasión o algún esfuerzo, de un puro golpe de amor, de cierta manera de hablar y sorprenderse no podrás evadirte sin dejar una huella, algo que te descubra. Rodolfo Alonso El Maestro de Música tomó entre sus manos la mano pequeña de Geraldine. Estaba exangüe. Miró por la ventana. Una niebla gris cubría los contornos de la ciudad. La desesperación fue derramándose, la sintió por las cavidades interiores de su cuerpo, hasta llegar al estómago y paralizarle los pies. "No", pensó: "por favor, no me dejes". Echándose sobre el sillón en un impulso brusco la abrazó, como para alentarla. Su cuerpo estaba frío. Entonces rompió en sollozos, que lo sacudieron

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recordándole estúpidamente a su madre golpeando un felpudo en el patio. Geraldine, pensó. Desde la primera vez que me miraste supe que me amabas. No imaginé, en cambio, que ibas a llegar tan hondo en mí. Mezclada con la gente en el concierto, sorprendía tus ojos contemplándome y te ruborizabas, mirabas con premura hacia otro lado, con esa gracia que sólo es posible a tu edad. Yo lo tomé como un juego, dejándome llevar displicente por los ruidos de la calle. ¿Cuándo se te ocurrió aprender piano? Llegaste una tarde, acompañada de tu mamá, mientras yo auscultaba la penumbra de mi sala con el corazón trémulo pues intuía que algo iba a suceder. Al principio rehusé, con excusas elípticas, sugiriendo ocupaciones o falta de hábito en la docencia. Tenía miedo e amarte. Confinaba ese oscuro sentimiento, que había nacido el mismo día que te viera pasar junto a mí, en el concierto. No lo sabías, ni yo mismo lo tenía claro, pero fui el primero en enamorarme. Yo no había tocado; no me conocías. Ensayábamos con el cuarteto en la cabina acústica que está al costado del salón... ¿por qué me levanté y fui a la puerta? Al correr un poco la cortina te vi pasar, con esa levedad que tienes, y ni te diste cuenta. Después, te amé. Las horas fueron vuelo de inexpresables alas, los sentimientos crearon la luz que nos dio forma, sentido, razón, si esta existe. -Despierta, Geraldine- dijo el Maestro de Música, y se sintió en el acto dolorosamente grotesco. Un espejo oval le devolvió su rostro, el cabello enmarañado de mesárselo, las ojeras brillando violetas bajo las lágrimas. -¿Por qué tenía que dejarme ahora?... ¿Es que estoy condenado para siempre al dolor? -le preguntó a su propia cara en el espejo. Atrás, Geraldine reposaba como dormida. La miró reflejada en el vidrio, recorrió aquella imagen pálida, sus labios como siempre entreabiertos, sus dientes pequeños, sus ojos marrones... sus ojos... ¡Geraldine! ¡Había abierto los ojos! El Maestro de Música se dio vuelta hacia ella y se quedó mirándola, pasmado. -¿Estabas dormida? -preguntó por fin. Ella, sin decir nada, enlazó su cuello con esos brazos largos que tenía y apoyó la cabeza en su hombro izquierdo. Luego susurró: "te amo".

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Ananova

Jaír creyó primero que él mismo había escrito esa frase: “No hay garantías de que todo no esté ocurriendo, realmente, en tu interior”. Pero cayó en la cuenta que desde hacía más de media hora estaba frente a la pantalla, con los brazos cruzados, viendo pasar los mensajes del chat. Banalidades. Luego de los primeros entusiasmos, quien accede a internet comprueba su semejanza con el mundo material: en cualquier parte del mundo, Asia o Europa, Burundi o Canadá, prevalece la estupidez. “¿Cómo te llamas?” “¿Adónde vives?” “¿De qué color son tus ojos?”, preguntas pitecantrópicas que uno puede escuchar en cualquier pub para adolescentes, se reproducen una y otra vez en los chats. Con la única... ¿ventaja?... de poder mentir con más facilidad. “Tengo ojos azules” puede mentir una adolescente guatemalteca y adjuntar, para probarlo, la foto de alguna modelito yanqui desconocida. “Soy licenciado en Leyes”, afirma quien jamás pudo superar el tercer año de la secundaria. Pero no más allá. Pues hasta esas frivolidades deben ser luego sostenidas con cierta inteligencia. Y en la red, si algo escasea es precisamente la inteligencia. Por eso Jaír se sorprendió al ver de repente esa frase, al menos pretenciosa. Se sorprendió más al ver que ahora se dirigían directamente a él: —¿Y?... ¡Milagreiro! ¡Te escribo a ti! ¿Estás dormido, o qué? —“Milagreiro” era el nick bajo el que se ocultaba. “Garota-blú” la que le escribía. ¿Es realmente una mujer?, dudó Jaír. Sería muy desagradable toparse nuevamente con algún trolo, como le había ocurrido poco tiempo atrás, en cierto chat “intelectual”. —Estoy aquí —contestó, cautelosamente—. ¿Tomaste esa frase de algún libro? —Tal vez. Tampoco estoy segura de no ser yo misma un libro, escrito por alguien superior contestó en el acto “Garota-blú”. Lo dejó asombrado. Decidió arriesgarse una vez más, aún bajo el temor de obtener sólo el pasaje hacia otra frustración. “Garota-blú” resultó ser (¿en realidad?) Ananova Rifkin. Hija de padre australiano y madre rusa, vivía en Inglaterra. Allí trabajaba como periodista, para una cadena de televisión. “Tuve la mala suerte de nacer bonita”, le había dicho en su segundo encuentro, cuando

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intercambiaron fotos. “Por ello tratan de usarme bajo ese aspecto, quitándome tiempo para la investigación o trabajos más serios”. Jaír disentía con este criterio. Era hermosa (si de verdad le había mandado su foto). El trabajar gran parte de su jornada en los noticieros, dando la cara al público, no dejaba de ser algo de considerable nivel. Pero secretamente pensaba que su opinión era interesada, pues si no fuese bonita difícilmente él estaría ahora chateando con ella todos los días —a veces hasta 3 chateadas por día—. ¿En qué irá a terminar esto? —se preguntó, y en el acto dibujó en su mente las palabras de censura: “al final somos todos pequeñoburgueses, mezquinos, frívolos... queremos asegurar el porvenir, extraer a los sucesos el máximo placer, garantizar los beneficios...”

Ananova era realmente conductora de noticias, en la British Highlander TV, habitaba realmente en un pequeño barrio exclusivo de Londres. Y era muy hermosa. Jaír —quien era realmente un Físico Nuclear de la Universidad de Sâo Paulo— viajó para conocerla, dos meses después de su primer encuentro. Ananova se acercó a él exactamente a las dos de la tarde de aquél sábado 14 de junio de 1997; Jaír sintió algo como cuando el ascensor se lanza repentinamente hacia abajo. Era un día milagrosamente primaveral en Londres; pasaron las horas caminando por los suburbios, hasta el crepúsculo. En su casita —rodeada de jardines— pudo comprobar que su cabello negrísimo era infinitamente más suave de lo que sugería la webcam, y sus ojos verdes no podían compararse en su belleza con nada conocido. Sabedora de esto, ella no los cerraba para hacer el amor.

En algún momento tiene que llegar lo desagradable —pensaba Jaír al vivir una situación placentera, cada vez. Durante la noche transcurrida en vela —él debía estar en la Universidad el lunes por la mañana, ella empezaba a trabajar esa misma tarde— Ananova descargó su problema. No era pequeño. Accidentalmente había descubierto un complot para precipitar al mundo hacia una nueva guerra. Según los miembros de una poderosa Logia inglesa —con ramificaciones en todos los continentes—, este plan se desarrollaría en tres etapas: primera, imponer gobernantes adictos en las mayores potencias, especialmente en la presidencia de los Estados Unidos. Segunda, urdir un gran atentado, un ataque extraordinario contra - 36 -

Occidente, para justificar la ofensiva. Tercera: lanzarse, con el mayor arsenal conocido en la historia, contra los enemigos de la civilización anglosajona. El resultado debía ser asegurarse el control absoluto de las mayores reservas energéticas y los territorios estratégicos de vital feracidad, para siempre. El riesgo de este plan era que una reacción imprevisible de Corea, China — “o incluso Rusia, de quien aún no debemos fiarnos”, habían dicho los conjurados— podría hacer saltar en millones de pedacitos al planeta entero. “Ninguna epopeya se cumplió sin graves riesgos”, sostuvo entonces cierto anciano muy flaco, que hasta el momento permaneciera callado. Sólo agregó que se debía tomar como claro ejemplo de ello a los Templarios. Ananova había captado esta reunión por un error de sintonía al manejar su moviola, mientras procesaba las noticias del primer informativo. Asustada, corrió a preguntar al Editor Senior qué debían hacer con ello. Este pareció sorprenderse mucho al principio, pero terminó aconsejándole que se tomara un par de días para relajarse: quizá el stress la estaba haciendo ver alucinaciones. O, en caso contrario, podía tratarse de alguna serie que el canal probaba, en vez de la videoconferencia que ella creía haber captado con su sintonizador de red. Pero a partir de allí, pese a que nadie había vuelto a referirse al asunto, habían aparecido aquellos hombres y mujeres extraños que ahora la seguían por todas partes. Jaír regresó a Brazil con agudo sentimiento de culpa. Por tranquilizar a Ananova, había terminado poniéndose al lado de quienes ella ahora odiaba. La desgastante discusión había terminado cuando ella, junto a la escalerilla del avión, le había dicho que no estaba segura de si deseaba otro encuentro. Iba a tomarse un tiempo para pensarlo. Pese a la saudade Jaír aceptaba las cosas con cierto fatalismo: —Yo he sido programado para ser un científico, no un revolucionario... —se justificó. En el acto sintió que algún lugar de su conciencia se llenaba de indignación. —¿Cómo puedo pensar así? — se recriminó—. ¿Quién podría haberme “programado” a mí? ¡Soy un ser humano, libre! ¡Puedo hacer lo que a mí me parezca mejor! Dos días después, luego de innumerables cuitas, que no le dejaban trabajar en sus investigaciones, tomó una arriesgada decisión. Escribió con el mayor detalle lo que Ananova le había confiado, y lo distribuyó, metódicamente, por e-mail, en cuatro idiomas, a los miles de contactos en todo el mundo que guardaba en sus bases de datos la Universidad. Cuando terminó la tarea, sintió un reconfortante alivio. Quiso conectarse con Ananova por el Messenger, pero ella no - 37 -

contestó: debía estar en la calle, sin su laptop. Vio el resplandor del amanecer filtrando por los ventiletes de la oficina, y apagó el ordenador. Fue lo último que hizo, antes de caer en la oscuridad, de la cual en apariencia ya nunca más volvió.

El doctor Flavio Mendonza, nanotecnólogo de la Universidad de Sâo Paulo, se comunicó por teléfono con Jaron Lanier. Era temprano aún en Sudamérica; hora de un frugal almuerzo, en Londres. —Te dije que no debíamos dotarlos de sentimientos, ni de la capacidad de autotransportarse — masculló Mendonza, reprimiendo con gran esfuerzo su cólera. Luego de un expresivo silencio, Lanier le contestó en mal portugués: —Bueno, Flavio... tienes razón. Pero no dejó de ser una experiencia interesante... ¿en qué se hubiesen diferenciado de nuestras computadoras, si no le hubiésemos inducido los sentimientos? —¡¿Interesante?! ¡Tuve que eliminarlo! ¡Borrarlo de todos los sistemas! Decenas de años, el esfuerzo más grande efectuado jamás por mis neuronas, el resultado de casi toda una vida de investigación... ¡borrado con un solo click! ¡Y todo por tu Ananova! —No estés tan apocalíptico, Flavio... haremos otros... Después de todo, la cosa no fue tan grave... —¿Que no fue tan grave? Ahora todo el mundo sabe lo que sucederá. ¡El tuvo tiempo de avisar a miles de personas por e-mail! —¡Por ventura, Flavio Mendonza! —protestó Lanier, desde Londres—. ¿Acaso crees que alguien va a tomar en serio esa fabulación, cuando difundamos que fue creada por dos prototipos virtuales de inteligencia artificial?

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Hijo de los sueños Jesús Benítez era un hombre normal. Martillero, trabajaba en una oficinita de Rentas durante la semana, desde que cumpliera 22 años. Cada tanto surgía la ejecución de un juicio, un remate. Para él era, también, una operación casi oficinesca. Los juzgados coordinaban sus convocatorias para juntar varios lotes de objetos secuestrados. De ese modo aumentaban los montos que ingresaban a las arcas estatales, en concepto del magro porcentaje que correspondía deducir por uso de local, costas judiciales, papelerío. Etcétera. Se remataban, pues, heladeras, sillas, camas, motocicletas, sillones, cajas de herramientas, en fin, todo lo que tuviese algún valor de mercado y estuviera en condiciones de interesarle a alguien. A veces, se remataban casas. Grandes, pequeñas, viviendas populares que sus adjudicatarios no habían podido pagar y volvían al banco, o al Estado, que los vendía a un precio muy inferior al de la hipoteca para cubrir los saldos. O grandes propiedades, que sus dueños habían heredado y no podían mantener, o bien otros habían perdido jugando a la ruleta... millones de casos, que Jesús no se detenía a imaginar. Para él eran simples papeles, que pasaban de una mano a otra, su función era estimular a los concurrentes para levantar los precios hasta donde fuera posible. Después, cobraba su comisión, y listo. Su vida seguía con la mayor normalidad posible. Se había acostumbrado a eso. Lunes a viernes oficina, alguna tarde en medio de las semanas remates, fin de semana cine, cena con su esposa en un lugar distinto cada vez, domingo dormir hasta tarde, regar las plantitas de los balcones, un poco de televisión, radio en la cama al acostarse temprano, pues el lunes debía viajar cerca de una hora para llegar a la oficina, otra vez. Desde las siete de la mañana. En el verano, quince días de vacaciones junto al mar. En el invierno, quince días a México. Iban conociendo el país azteca pueblo a pueblo, comenzando por el Norte. Dos meses antes planeaban el próximo lugar de visitas y lo marcaban en el mapa. Con su esposa, Imelda, habían construido un mundo previsible, relativamente modesto, pero lo suficientemente confortable como para sentirse satisfechos. Vivían en un departamento, en un quinto piso, adquirido en cuotas y del que les faltaba pagar aún 15. Pero jamás hubo ni habría sobresaltos por ello: pequeñas, las cuotas representaban apenas un 5 % de lo que Jesús obtenía, entre su salario regular y comisiones. Imelda, por su parte, hacía dulces, que envasaba primorosamente en frascos de diferentes tamaños. Con ello, obtenía - 39 -

también un ingreso relativo, pues se había hecho una clientela extendida al barrio y hasta a lugares distantes de la ciudad, con el paso de los años. Incluso algunos negocios de comestibles le encargaban partidas de 10 o 20 frascos, cada tanto. Pero ella no aceptaba demasiados, pues lo hacía principalmente porque le gustaba y no quería quedar pendiente de ello. Todo bien. Pero no habían podido tener hijos. Al principio, por previsión. Quisieron adquirir el departamento, antes de “encargar” el bebé. Y amoblarlo. Para ello debieron esperar unos años. Con la misma prolijidad con que Jesús redactaba los informes para sus remates e Imelda confeccionaba a mano las etiquetitas para los frascos de dulce, respetaron los días de prescripción. Y lo lograron. Llegaron a tener el departamento, bien amueblado, con todo lo que se necesitaba para vivir bien: heladera, freezer, lavarropas, cocina, televisor, un pequeño automóvil para transportarse con comodidad, accesorios... Ahora estaban listos para recibir al hijo. La sorpresa desagradable fue que no podían. Durante dos años estuvieron intentándolo, sin obtener resultado. No había embarazo, a pesar de que, con la mencionada prolijidad de antes en sentido inverso, se ocupaban meticulosamente de calcular cuáles serían los días precisos de máxima ovulación. Nada. Desalentados luego de esos veinticuatro meses, no quisieron consultar a un médico por temor a descubrir que uno de ellos era impotente. Se querían, se respetaban, hubiese sido humillante para quien le tocara. Prefirieron dejarlo así: resignarse a vivir sin hijos, pero ignorando cuál de los dos era “el culpable”. Ambos eran personas sensatas, regulares en hábitos y expectativas. Su vida no cambió demasiado por esta restricción. Incluso se volvió – cual modesto consuelo–, posiblemente más cómoda y ordenada. No necesitaban de nadie para estar bien. Ella llegó a saber cada uno de sus pequeños gustos; él no se olvidaba jamás de sus cumpleaños o el aniversario de casamiento. No tenían amigos. Por una especie de singular designio, sus vidas parecían haber sido dibujadas para una autosuficiente soledad de a dos. Ambos provenían del interior -aunque de provincias diferentes-, eran hijos únicos, sus padres ya no existían. La lejana comarca donde hicieran sus estudios primarios y secundarios, había dejado en ellos sólo maquinales referencias a un tiempo desganado. Después de los 58 Jesús comenzó a tener sueños. Mejor dicho, siempre los había tenido, sólo que estos eran muy distintos a los vagos - 40 -

remedos, vuelos o sobresaltos que enseguida olvidaba –o a veces ni esforzándose lograba recordar bien, del pasado. Los sueños de ahora consistían en vivencias singularmente nítidas, mucho más emotivas e intensas que la propia existencia de vigilia, dotadas además de un ritmo tan vital, que le costaba creer en la existencia exterior como verdadera, cuando despertaba. En ellos siempre aparecía un hijo. Se llamaba Rodrigo, como había pensado ponerle él si era varón. Y le decía papá. Los domingos los visitaban, con Imelda, en su pequeña y florida casa de las afueras, para intercambiar ideas o simplemente contarse los asuntos de la semana. Rodrigo estaba casado con Lourdes, una muchacha guapita y feliz. La mujer ideal para él, que era un joven emprendedor. Pues Rodrigo tenía todo lo que él en su vida se había encargado muy bien de reprimir: era audaz, no había querido estudiar porque “nada le gustaba”, y a una edad muy joven, había decidido ser comerciante, largándose por su cuenta con un pequeño negocio de fruta envasada y artesanías en la Costa. Le había ido bien. Por eso había podido comprarse, pronto, aquél bonito chalet. Y tener un hijo, a los 22 años. Si había algo que le cambiaba la vida a Jesús era la sonrisa de ese niño. Verle extender sus brazos hacia él, y venir corriendo, con sus piernecitas vacilantes, por el medio de la placita florida, cuando bajaban del auto, solía llevarlo al colmo de una ternura extática, jamás sentida antes, los domingos –y luego al recordarlo. Sólo que era un sueño. Cierta mañana, en que se había quedado en el lecho unos minutos más e Imelda se acercara suavemente para despabilarlo, se encontró con la sorpresa de su cara. –Estás sonriendo... –dijo ella –¿fue un sueño lindo? –¡Qué sueño!... ¡Hermoso! -contestó él. –Estábamos en la casa de nuestro hijo... –¿Nuestro hijo?–, se sorprendió aún más ella. –Bueno...–aceptó el, un tanto a desgano: –sólo un sueño; un sueño lindo, pero un sueño... Y durante el desayuno prefirió olvidarlo. Pero comenzó a existir en vidas paralelas. La común, que había llevado hasta ahora, y la de los sueños. No todas las noches soñaba, pero cuando sucedía... eran tan intensos, que sus recuerdos le alegraban por largo tiempo e iban convirtiéndose –cosa curiosa–, también, en una memoria paralela.

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Ahora sabía detalles de cómo había conocido Rodrigo a Lourdes – durante unas vacaciones en Córdoba–, que habían decidido irse a vivir juntos luego de que ella estuviese embarazada, que él había estado en la droga, por un tiempo, pero en gran parte gracias a ella y por amor a su hijo, la había derrotado... Ahora sólo vivía para su trabajo y su familia. ¿El nieto? Se llamaba Jesús Sidharta... Igual que él, pero el segundo nombre porque al conocerse, ambos se habían hecho budistas... ¡Qué chicos estos!, pensaba, sonriendo, mientras desayunaba... –Otra vez has soñado– oyó entonces a Imelda, que le preguntaba. –Sí –contestó él. –No te preocupes, vamos...–agregó, al ver una sombra en su cara –Es algo inofensivo... sólo sueños... pero si sirven para estar mejor, ¿qué problema con ellos? –Es cierto–, contestó ella, al parecer convencida. Pero una noche soñó que Rodrigo había estado todo el tiempo preocupado, cuando le visitaran, ese domingo, y no le había querido decir la causa. Sólo por la tarde, ya cuando se aprestaban a subir al auto, para regresar, llevándolo un momentito aparte le cuchicheó “me van a rematar la casa”. Él no supo que contestarle, y cuando iba atinar a decir algo, comprendió que estaba despierto. Anduvo malhumorado todos los días que restaban de esa semana. El viernes, 27 de agosto, le alcanzaron una notificación a su oficina: Martes, 31 de agosto, 10 Hs., Sala de Remates Judiciales. Propiedad ubicada en Barrio... Manzana... Helmann & Domínguez, abogados, contra Rodrigo Benítez, por cobro de pesos... ¡Rodrigo Benitez! ¡Su hijo!... Se paró tan violentamente que todos sus compañeros le miraron: ¡el impasible Jesús!... ¡Nunca, en 35 años de compartir la oficina, le habían conocido esos movimientos! Decidió averiguar de inmediato mayores precisiones, consultando el expediente. Inusitadamente, también –solía cumplir rigurosamente sus horarios– pidió permiso al Jefe para salir antes. Cuando llegó a Tribunales, sin embargo, no pudieron proveérselo. La oficina que lo guardaba se había cerrado, ya. Durante ese fin de semana dejó de soñar en absoluto, pues casi no pudo dormir. Su angustia se multiplicaba porque había decidido no contarle nada de nada a Imelda. Lo tomaría por loco. Decidido a cargar solo con su cruz, pues, esperó estoicamente que llegara el lunes para correr a los Tribunales, con el propósito de constatar si verdaderamente se trataba de su hijo o era otra persona.

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Esto último era casi seguro: no tenía hijos. Esa era la realidad. Lo demás, sueño. Más intenso o no, pero sueño al fin. A pesar de ello, le costó tanto fingir displicencia y serenidad durante la tediosa película y la cena del sábado ¡a lo largo del interminable domingo! como si llevase un cilicio con puntas de acero apretado a su cintura, mordiéndole furiosamente a cada instante. El lunes llegó, por fin, y no fue a trabajar. Imelda se dio cuenta de que algo gigantesco, extraordinariamente anormal, pasaba, cuando él le dijo: –Telefonea a la oficina, diles que no voy a trabajar, pues estoy algo resfriado. ¡En 35 años no había faltado jamás a la oficina! Aún con resfríos, o algo más fuerte, iba igual. No le explicó nada, sin embargo, y salió apresurado luego de tomar rápidamente el desayuno. Por suerte la chica que atendía la oficina estaba, no había mucha gente, así que pudo atenderlo rápido y con amabilidad le permitió ver el expediente del juicio, luego de que se identificara. “Rodrigo Benítez Gondra y Lourdes Sanginés Alcántara”... leyó apenas poco después del encabezamiento... ¡eran ellos! ¡Gondra era el apellido de Imelda y Sanginés el de Lourdes, Alcántara debía de ser el de su madre!... ¡Oh no! ¿Cómo podía ser esto? ¿Y podía Dios ser tan cruel, haber determinado que fuese él, su propio padre, el verdugo, el encargado de rematar los bienes de su hijo?... “Pero a ver, a ver...”, se dijo para sus adentros: “¡...mi hijo no existe! ¡no tengo hijo!...” Esta constatación detuvo un poco el torbellino de sus pulsaciones, se quedó inmóvil, pensativo, con el carpetón en las piernas, unos instantes, algo tranquilizado, pero con un sudor frío que recién ahora percibió le caía sobre toda la espalda. Al volver a mirar el expediente, sin embargo, el corazón volvió a golpear rápidamente, y la sangre le puso encendida la cara: “Calle Magdalena Ruiz 721, Barrio Miraflores...” ¡Era la casa de ellos! ¡No podía haber tantas coincidencias! Por alguna razón, que él no entendía, el tenía un hijo, y tenía un nieto, que se llamaba Jesús (Sidharta), a ambos los quería más que a su vida... ¡y no podría rematarles la casa!... ¡Antes prefería morir, sí, se iba a suicidar, pero quitarle la casa a su hijo, no, eso hubiera sido lo último que haría en su vida!... “A ver, a ver”, se volvió a decir, para tranquilizarse... “¿Cuánto habrá que pagar? ¡Tal vez no sea mucho! Tal vez yo puedo obtener el dinero, llegar a un arreglo... Aunque después de emitida la sentencia,

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es difícil...”, se rectificó. El único camino que le quedaba era adquirir la casa él, y devolvérsela... pero esto tampoco era fácil... Generalmente los que adquirían las propiedades, cuando les convenía, eran los propios abogados. Con frecuencia los mismos abogados que decían “defender” al rematado. Las cosas se ponían difíciles para cualquier “extraño” que intentara participar de la puja, en esos casos, pues solía haber “pactos preexistentes” que determinaban una suerte de prioridad para los letrados. Aunque todo era posible, “tal vez hablando con ellos”, se dijo, podríamos arreglar. Miró otra vez el expediente. Esta vez su cara no se encendió, sino por el contrario, debe de haberse puesto pálido. La base que se imponía era demasiado alta para sus posibilidades. No tenía ese dinero. Aún vendiendo algo no llegaría a la cantidad necesaria. Tampoco tenía amigos, como para pedirlo prestado. Sus ahorros apenas podrían cubrir un 20 % del depósito exigido. Y el remate era mañana. Demudado, frío, tembloroso, se levantó con las manos extendidas para devolver la carpeta. La jovencita que atendía el mostrador lo miró por encima de sus anteojitos, extrañada: -¿Le pasa algo, señor? ¿Quiere que le alcance un vaso de agua? -No, no, está bien -contestó Jesús-, estoy bien, muchas gracias. Y se fue. Jesús Benítez jamás volvió a su casa. No se supo desde entonces ningún dato sobre él. Su esposa, pasadas 48 horas, registró la denuncia ante el comando policial. Cinco años después lo dieron por desaparecido, y la Secretaría de Previsión Social le transfirió el salario que por ley le correspondía. Después de esto, vivió sola. Una noche, cuando apenas recordaba ya a su marido, lo soñó. Al despertar sintió la extraordinaria sensación de no estar despierta, sino de ser, lo que acababa de abandonar, la verdadera realidad. En ella, había visto a un hombre de barba -su marido-, más canoso y anciano, a un joven que se le parecía, y más allá, en la playa, una muchacha con pollera de hippie, transparente, que jugaba pelota con un niño. De repente el niño dejó de jugar y pareció descubrir al viejo, que le miraba sentado desde la banqueta junto a una palmera. Fue un solo movimiento cósmico, el verse y correr uno hacia el otro... ¡Abuelito!, gritó el niño y al encontrarse, se unieron en un abrazo. En el sueño, Imelda pudo ver el rostro del anciano. En toda su vida no había tenido ante sí, antes, una expresión más perfecta de la felicidad. - 44 -

El sacrificio Roberto no podía dejar de pensar en Sofía mientras celebraba la misa. Al llegar el momento de la consagración, se reconvino interiormente y logró bloquear esa corriente en su cerebro. Entonces un sentimiento de serena paz, pero impregnado de dolor, se le introdujo en el organismo como si hubiera ido sustituyendo a la sangre. El sacrificio de Jesús con sus manos y sus pies clavados y manando sangre sobre todo su cuerpo, desnudo, torturado, escarnecido hasta la infamia por los opresores romanos apareció con enceguecedora nitidez en su mente, más real que las centenares de personas que abarrotaban la humilde iglesita de Villa El Libertador. Reprimió un sollozo que pugnaba por salirle desde el pecho y en voz alta dijo: —Este es mi cuerpo, que será entregado por ustedes... Como si sus ideas estuviesen programadas con diapositivas apareció en su mente aquella foto, en blanco y negro, tan famosa ya, que había salido a página entera en Siete Días ilustrados. La del Ché Guevara, muerto, cobardemente asesinado, 7 años atrás, en el pequeño pueblito boliviano de La Higuera. Y otra vez Sofía. Es que hace tres meses Sofía se había quedado sola, con su hijita de un año y medio. Su compañero, Federico, había sido salvajemente asesinado por las Tres A. Precisamente por esa niñita a veces Sofía faltaba a la misa, “por no molestar”, decía, ya que Ileana —así se llamaba— era vivaz, gustaba de corretear y lanzar gritos agudísimos no importaba dónde estuviese. Al padre Roberto le parecía que era sólo una excusa para no decirle abiertamente su opinión. Que la misa era un rito aburrido y arcaico, que el pueblo no necesitaba misas sino alimento real, dignidad, poder sentirse dueños y parte de la naturaleza creada por Dios, no sólo instrumentos o víctimas de los más poderosos. Pero sí iba puntualmente a dictar clases de catequesis, cada semana, donde enseñaba que Jesús era carpintero (“un obrero, como tu papá”, decía señalando con su bonito mentón a uno de los niños) y que había dado la vida por los más pobres y oprimidos, “no por toda la humanidad”, como “mentirosamente enseñaba una iglesia sobornada por los ricos”, sino únicamente por los más pobres. Como el Ché Guevara. No como Nerón, que se suicidó cobardemente luego de prender fuego a los más humildes, de cuyo destino le importaba un pito, porque era un explotador degenerado. “Entonces hay que diferenciar”, se enfervorizaba Sofía, en las clases de catequesis: “no todos los humanos somos iguales, esa es una - 45 -

mentira que solamente los pobres, a veces, nos la creemos... para ellos, para los ricos, para los explotadores, nosotros somos menos importantes que los gusanos y nos llaman únicamente cuando necesitan nuestro trabajo, para aumentar sus riquezas...” La misa terminó y el padre Roberto aceptó mansamente las decenas de requerimientos, planteos de pequeños y grandes problemas que le presentaba la gente, mayormente mujeres, de humilde condición. En el atrio departió por cerca de una hora más con los vecinos, a los que se sumaron los jóvenes del Coro y la Acción Católica que hacían trabajo de base con él. Como a las nueve y media pudo recién desocuparse. Entonces hizo lo que durante todo el día pensó: ir a visitar a Sofía. Lo angustiaba su situación, lo angustiaba su opción, así como las de todos sus compañeros. Sofía era guerrillera, como su esposo muerto, y estaba dispuesta a combatir con un arma en la mano apenas se lo ordenasen. Pero por su talento para la comunicación la habían designado a cargo del trabajo barrial. Y si bien él no conocía nada de la estructura interna (tampoco había intentado siquiera averiguarlo), sospechaba que su responsable máxima. Villa El Libertador era uno de los barrios pobres más extensos y poblados de Córdoba, donde vivían desde cirujas hasta obreros de la Ford y la Fiat. Y policías. Muchos sin uniforme, pues se sabía que su gente era “el caldo de cultivo de la subversión”, así que solían instalarse sigilosamente, como un pobre más, levantaban una casita de bloques y chapas, simulaban interés por los problemas vecinales, participaban de las movilizaciones... pero por las noches salían con sus bandas de asesinos a secuestrar a quienes detectaban como líderes barriales o militantes. —¡Padre! ¡Qué alegría verte! —gritó Sofía, que era muy expresiva, y a él se le estrujó el corazón. No quiso decirle de entrada lo que había estado pensando, pero luego de algunos mates, y escuchar pacientemente su análisis de la situación política nacional, donde López Rega ocupaba el centro, Roberto empezó a acercarse con circunloquios a la propuesta que había decidido hacerle. — Sofía — murmuró — ¿no has pensado en cambiarte de barrio? ¡Estás tan expuesta aquí!... — Ni loca... ¿quién se va a hacer cargo de todo esto? ¡Tenemos más de cincuenta unidades básicas aquí! Que no se ocupan únicamente de política, sino de la salud de los niños, las necesidades de los desempleados, los problemas de vivienda... ¡millones de cosas! - 46 -

— Bueno, hay otros compañeros tuyos que pueden coordinar todo esto... ustedes son muchos y jóvenes, así que no creo que todo se venga abajo porque vos te vayas (ojo, lo digo sin subestimarte)... — Ojalá fuese así, Roberto, ojalá. Pero no es sólo mi supuesta capacidad o no... nosotros formamos una organización militar, como lo sabes... una estructura donde nada se hace por antojo propio o decisiones individuales, que casi siempre son impulsivas... Mientras a mí no me ordenen que cambie de zona, debo quedarme aquí... así lo aceptamos, libremente, con mi compañero, cuando empezamos a militar... —Eso es otra cosa que aunque me esfuerzo no comprendo... —dijo cautamente Roberto — ¿cómo es posible que jóvenes nobles, generosos, sanos, como ustedes, estén dispuestos a... matar a sus semejantes por tras de objetivos políticos? Sofía entró en un mutismo hosco. El cura había vuelto nuevamente con la misma. Él también era joven, apenas ocho años atrás había salido del seminario, pero conservador en muchas cuestiones, como esta. Y en su indumentaria: jamás se vestía de civil, como muchos otros curas: él siempre de sotana. Vieja y raída, la que llevaba hoy le perlaba la frente y las manos de transpiración. Era primavera, ya hacía calor. — Roberto... —pronunció entonces ella, como si él fuese uno de los chicos a los que impartía la catequesis— Jesús, también usó la violencia... — Ah, ¿sí? ¡Novedad para mí! —exclamó el cura, que por lo general era muy tímido. —¿Acaso no echó a latigazos a los mercaderes, del Templo?... El cura, luego de unos segundos, para no parecerle irreflexivo, contestó: — Tal violencia, Sofía, fue la mayor acción de ese tipo que efectuó Jesús, y tuvo un grado de control, un límite... no puedes comparar unos cuantos latigazos, los puntapiés a unas mesas, con la violencia sistemática, armada y fríamente organizada que practica tu organización. — La violencia de abajo es consecuencia de la violencia de arriba —contestó secamente Sofía. — Sí... —concedió Roberto—: estamos completamente de acuerdo en eso... completamente... pero hay otros métodos para combatir esa violencia, que viene de arriba y nos lastima a todos... — Qué métodos... ¿las elecciones? ¿el diálogo? Sabemos que tarde o temprano los más ricos llegan a dominar el tablero, pues quién más - 47 -

quien menos, todos los políticos y sindicalistas terminan siendo corruptos... Nosotros participamos de las elecciones, el peronismo arrasó, con el voto de los más pobres, ¿y qué pasó luego? Nos echaron del partido. Nuestros diputados fueron obligados a renunciar. Nuestros gobernadores, intendentes, dirigentes sindicales, empezaron a caer como moscas, asesinados casi públicamente por las Tres A, un engendro policial. ¿Y nuest ro gobierno qué hizo? Les dio la razón a ellos... como siempre... primero te usan y después te encuentran culpable de algo, para poderte eliminar. Podían conversar tranquilos porque la niña dormía, plácidamente, en su cuna. Todo ocurría en la pequeña cocina-comedor de esa casita, que tenía sólo una habitación más, un bañito, y un pequeño patio. —Está la movilización... —intentó Roberto, con expresión algo dubitativa — miles de personas en las calles obligan a reflexionar al gobierno... no es necesario tomar las armas, así caemos en lo mismo que lo de ellos... — No es lo mismo, Roberto... ¿o me dirás que es lo mismo la violencia del Ché Guevara que la de Nixon, que está bombardeando con fósforo líquido a millones de familias inocentes en Vietnam?... El cura se quedó callado. No era que lo hubiese convencido, él estaba seguro de que nadie podía ser cristiano y levantar las armas, al mismo tiempo. Pero no hallaba un argumento definitivo, que a la vez fuese respetuoso de esa muchacha que apreciaba mucho, como si fuese su propia hermana, o tal vez su hija —aunque le llevaba apenas cuatro años. En ese momento golpearon a la puerta. Como una pantera, Sofía se levantó, poniéndose a un costado de la puerta. Allí había un pequeño orificio, con una lente imperceptible desde fuera, por la que podía ver rápidamente el panorama. —¿Señora Sofía Balestra? —se escuchó una voz masculina que llamaba. — La cana —cuchicheó ella, volviéndose rápidamente hacia el sacerdote. Rajá. Por atrás puedes entrar en la casa de la Norma, de ahí pasas al siguiente módulo y así zafas, enseguida. Lo tenemos organizado. —¿Cómo sabes que es la policía? —preguntó Roberto. — ¡Es la cana! ¡Aquí está un tipo de civil, pero ya he visto los bultos de los otros apostados afuera, y hay una camioneta con cúpula esperando a un costado! —¿Señora Sofia Balestra? —repitió el otro desde fuera, en tono más alto. - 48 -

—¿Quién es? —gritó Sofía. — Un vecino nuevo... —contestó el hombre en el acto. —¡Venga mañana! — dijo ella — No puedo atenderlo ahora. Se suscitó un silencio. Sofía, en tanto, levantó un cuadro con la figura de un payaso bajo del cual, en un hueco, había una pistola. La sacó rápidamente y cuidadosamente, casi sin hacer ruido, remontó el disparador. — ¡Qué haces...! ¡Estás loca! ¡No pensarás enfrentarlos!... —No, me voy a escapar... si puedo... —dijo Sofía. Pero antes le voy a hacer unos cuetazos, para que se contengan... Entonces el de afuera pateó la puerta. — ¡Abrí carajo, somos la policía! —gritó. Entonces parándose de un salto Roberto arrebató la pistola de manos de Sofía y le espetó: — ¡Vete! ¡Yo los voy a aguantar aquí! — ¿Sabes usar un arma? —se asombró ella. —Hay que apretar el gatillo nada más, ¿no? ¡Vete, te digo que te vayas, ya!... —dijo el cura. Sofía empalideció. Miró la cunita donde su hija dormía, y luego a los ojos buenos de Roberto. — ¡Por favor...! —alcanzó a decir. En ese momento se escuchó gritar nuevamente desde afuera: — ¡Te damos diez minutos para que salgas! ¡Si no te vamos a reventar, a vos y a todos los que estén con vos en esa casa!... Sofía volvió a espiar por al agujerito. —El tipo de aquí se ha replegado. Se preparan para atacar. ¿Y si intentamos rajar juntos? — le dijo a Roberto. — Nos van a cazar. Y nos van a matar a los dos. Vete. Salva a tu hijita. Ella no fue consultada para meterse en esto. La joven lo miró con reprobación. —Bueno, vete ¡ya!.. —ordenó el cura—. Primero decime por dónde les tengo que tirar. La muchacha le hizo una seña para que entrase a su dormitorio. Una vez allí, arrancó un bloque de unos veinte centímetros cuadrados que había en la pared. Ello abría una tronerita ideal para que por ahí se pudiese disparar un arma. —Bueno, entonces adiós — le dijo el cura. Enmudecida por un sollozo, ella lo abrazó. Luego se soltó bruscamente, y tomando a su hijita dormida salió, silenciosamente, al patio. Tres golpecitos en la puerta de la vecina, que tenía su cocina lindante, le bastaron para ser introducida en aquella casa. De allí, - 49 -

pasaron rápidamente a la casa de otro vecino, y de otro, hasta que, cinco minutos después, una motocicleta salía de la penúltima casa de esa cuadra, manejada por un muchacho que llevaba una mujer, con su bebé en brazos, detrás. Para entonces ya había empezado el tiroteo. Tableteos intermitentes se escuchaban, y de vez en cuando un estampido como de cohete, y otro y otro. Roberto cada tanto sacaba la pistola 9 milímetros por el boquete, y apuntando hacia el cielo, disparaba. Cada vez que ello ocurría, una andanada sacudía las paredes de la casa, arrancando esquirlas de las paredes, rompiendo ya las ventanas de chapa y algún vidrio adentro. —Bajá la punto 50, vamos a terminar de una vez con la hija de puta —dijo uno de los atacantes. Obediente, un regordete corrió zigzagueando hacia la camioneta. A los dos minutos regresó, con una imponente ametralladora pesada. Satisfecho, el bigotudo que diera la orden la acarició. La primera ráfaga volteó la mitad de la pared de la cocinita y la puerta. La segunda ráfaga destruyó la pared del dormitorio. Una tercera ráfaga, muy extensa, dejó totalmente sin paredes la fachada de la vivienda, como si fuese un cajón al que hubiesen arrancado por completo las maderas del frente. Para entonces, Roberto ya no vivía. Luego de una hora de silencio absoluto, los policías entraron. Encontraron el cuerpo de Roberto, con su sotana negra pero casi gris, de tan vieja, empapada en su propia sangre. —Mirá vos el curita— dijo el comisario... —también había sido un zurdo hijo de puta. ¡Ya me parecía!

El cantor A Carlos Di Fulvio En 1867, cuando ocurre el último levantamiento federal liderado por Felipe Varela, los Taboada se convierten en el brazo represor del mitrismo en el NOA. "Tucumán, Salta, Catamarca, están librados a la energía de los Taboada, que no dejarán nada que a mazorca o transacción se parezca", escribe Sarmiento en El Nacional.

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Inspirado en la represión interna que se desató por entonces en Santiago del Estero, el escritor imagina una historia en dos planos: la del coronel Carranza, sobrino de Juan Felipe Ibarra, que huye para buscar refugio entre las tropas federalistas que aún resisten. Y el de un recital en Córdoba de un conocido cantor, en cuya personalidad sugiere la perduración de un misterioso karma.

Amplio salón el del Banco de Córdoba. Techos altísimos; a los lados, sobre la pared, sobresalen molduras bellamente labradas, en varios niveles, unas sobre otras, apoyadas en pilastras que se prolongan hasta los dinteles de puertas de varias hojas. Un empapelado barroco cubre con tonalidades ocres y arabescos la pared, hasta el último de los ornamentos. Arriba, delicadas figuras neoclásicas, sobre vitrales, en la claraboya. Un funcionario municipal a nuestro lado -barba grisácea, traje gris, barriga blanca, corbataexplica que la carpintería taraceada en caoba, donde se engarzan las rejas de las cajas y el moblaje, «la trajo Juárez Celman», enteramente, de Francia. «No se valora esto, en la actualidad», nos dice. Casi al fondo del recinto, se ha instalado una tarima, cubierta por una alfombra verde, un par de micrófonos y una silla barroca, para el cantor. Estamos en la primera fila; no queremos perdernos un sonido de su guitarra, un solo detalle del recital. La gente, llenando hasta el fondo el salón, habla en voz baja. El lugar impone respeto. De repente hay un silencio; después, se levantan algunas cabezas y se suscita un movimiento similar a la senda que abre un remolino de viento en el trigal. Llega el cantor. Alto, pálido en su traje negro, pelo aplastado hacia atrás, es la encarnación de lo que uno entiende por un criollo. Los movimientos de su canto se han grabado en el rostro: sus cejas gruesas, su nariz que olfatea el aire como el hocico noble de un buen parejero, sus labios finos, viriles. Saluda con una inclinación, y luego de un breve proemio, empieza. Las balas silban sobre su cabeza. Oye los gritos de la turba mitrista tras él, insultándolo. Pero se les ha escapado. Sin embargo, no se engaña. No ha de ser por mucho tiempo. La provincia, tomada. Los pocos que no se han dado vuelta, muertos, degollados. Y Catamarca, La Rioja, Tucumán... todo en manos de estos bárbaros «ilustrados». No hay dónde huir. El coronel Carranza escapa al galope enjuto hacia el sur, pero sólo porque ha encontrado una

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brecha entre sus enemigos. No se hace ilusiones. Sabe que tarde o temprano lo van a agarrar. Las manos vacilan como las de quien se estremece al palpar un objeto sagrado, pero los primeros dedos se atreven y emerge, dulcemente prístina, la introdución. «Milonga de un triste». Después sube y baja el antebrazo en ángulo variante por tras del diapasón, mis ojos se humedecen, como cada vez que el alma a quien no domino reconoce música verdadera en los sonidos. El silencio de la sala colmada permite que los acordes, la melodía y el ritmo dancen libremente por encima de nuestras cabezas, entre los angelotes recamados en la caoba, giren graciosamente bajo los palcos que impresionan como a punto de caerse de tanta hoja, tallos y flores burilados, y regresen a tomar aliento a las manos del concertista. Al terminar el tema aprovecho para mirar un poco alrededor. Trajes oscuros, escotes. Pero también muchachas en jeans, hippies, muchas barbas, poleras, algunas llevan pintado un rostro, John Lennon, el Ché Guevara. La tierra envuelve al hombrecabayo -como creían los indios de los españoles-, se ríe José Alberto, estúpida incongruencia de quienes están a punto de ser muertos, se dice luego, reírse con una lanza en la nuca, aunque quién sabe, ya no se les escucha el galope, pueden haberse quedado, no ha de darse vuelta pues el lugar es peligroso, sur de Ojo de Agua, lomadas que aparecen de pronto y vizcacheras. Quizá pueda llegar a Córdoba aún, entrando en campo de los Bustos la cosa puede ser diferente; no vale hacerse ilusiones tampoco, se dice en el acto, estos hijuna gran putas han sobrevivido porque son capaces de traicionar cuando conviene, «la política es el arte de administrar las traiciones», decía el gran puto de Sorieri, por algo Ibarra no dejó más que un puñado de seguidores, el caudillo sabe que su verdadero «carisma» es el tener las armas. Pueblo de mierda, piensa Carranza, defiende a quienes lo hacen cagar. Muerto Ibarra, los mismos que se arrastraban hablan hoy del «infame tirano» y cantan loas a la «civilización» que tendremos destruyendo todo vestigio de nacionalismo y reuniéndonos con el brilloso mundo del mercado libre, la enciclopedia y la gloriosa era de la integración mundial. Para qué te metes, me decía Amanda, y tenía razón, ¿no te das cuenta que en este país los que defienden la verdad siempre pierden?

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La voz del cantor suena ahora con tonos donde se combinan matices metálicos con otros vegetales. «Era una cinta de fuego/ galopando, galopando/ piel revuelta en llamaradas/ mi alazán, te estoy nombrando...» En sol antes de desaparecer le tiñe de rojo el Sur, y siente sólo un sobresalto, un fulgor y después la noche, como de luna nueva. Sin poder explicárselo, se encuentra rodeado de caras que conoce pero ya no le sonríen como hace apenas dos meses, sino le miran con desprecio o rencor. ¿Qué ha pasado? «Veo que se ha despertado, coronel Carranza», dice el alférez Bru. Carranza calla y escucha que el otro dice: «No tengo noticias buenas para usted». Silencio. «Diga nomás Bru», gruñe Carranza. «Será fusilado de inmediato». -¿Por orden de quién? -pregunta el coronel. -Del general Taboada -oye. La muchacha que está a mi izquierda es licenciada en Relaciones Internacionales pero le gusta la poesía. Y evito mirarla por dos razones, una que sus formas encienden este extraño fervor y palpitaciones que ya no me están permitidos. Otra, porque la he visto en un cuadro del Pinturiccio y eso me induce a soportar una ridícula sensación de inseguridad temporal. Yo quiero concentrarme en la música, me gusta de verdad la voz de este hombre, que ahora dice con lentitud las estrofas de ese estilo, «Poncho de flecos trenzados», que también gustaba tanto a mi abuelo. Carranza decide jugarse una carta terrible para su orgullo. Pide hablar a solas con Bru y cuando este echa a los soldados le dice: «Mire amigo, no me queda más camino que decirle a usted la verdad. Yo en realidad soy un enviado del general Mitre. Tenía que infiltrarme entre los rebeldes y entregarlos a nuestras fuerzas leales. Pero para que confíen en mí, ni el general Taboada debía enterarse de mi misión. ¿Por qué se cree que fui el único que pudo escapar de La Viuda? Pero claro, amigo, porque yo sabía en qué lugar las fuerzas leales iban a atacar y me retiré en el momento justo. Ahora usted puede hacer un servicio a la Patria llevándome a Santiago para que hable con el general. Le aseguro que allí todo se va a aclarar». El alférez de dieciocho años vacila. «Tengo orden de fusilarlo donde lo encuentre, mi coronel», musita. «Pero mi amigo, ¿usted se va a poner en contra de la ley? ¡Cuando se entere el general Mitre lo va a fusilar a Usted!», casi grita Carranza. «Llévemé a Taboada. Esto ha sido un rapto emocional de él, pero una vez que hable conmigo todo se va a aclarar... y después de todo, usted sigue siendo subordinado mío... yo - 53 -

le ordeno ahora que me lleve a Santiago... bajo mi responsabilidad». El joven parece hondamente preocupado. Luego de un larguísimo resollar, asustado, de mala gana, dice. «Está bien, coronel... espero que no me haga meter a mí también la pata en la vizcachera. Duerma tranquilo ahora, mañana vamos a ver». Bajo del jacarandá frondoso donde habían conversado, Carranza se recuesta, entonces. Hay luna llena. «Me parece que al menos he ganado la primera, piensa». Adolorido por la caída, siente después que un sueño intranquilo lo va venciendo. El último tema que el cantor anunciara no ha podido ser tal. Las ovaciones y el pedido del público lo obligan a volver a sentarse y acomodar la guitarra. Pero antes de empezar a pulsar dice, pidiendo disculpas, que en una hora más debe estar tocando en Cosquín. Así que esta sí ha de ser la última pieza. Es una bella poesía que creó Jaime Dávalos, dice. Y su música pertenece a Eduardo Falú. «América, animal de leche verde…», empieza a cantar, luego del punteo. El alférez Bru se acerca sigilosamente al cuerpo delgado del coronel Carranza, que ronca bajo la luna. Lleva el revolver 45 en la mano izquierda, pues es zurdo. El coronel deja de roncar y pega un respingo, como si hubiera recibido un choque. El alférez Bru se detiene. Luego de revolverse un poco, Carranza vuelve a roncar. «Pobre tipo», piensa Bru. Y de cincuenta centímetros de distancia, le descerraja un tiro en la cabeza. Estallan los aplausos. El cantor sonríe y saluda. Luego baja los tres escalones y con su guitarra, inicia, entre la marea humana, el dificultoso camino hacia la entrada. Recibe apretones de manos, reverencias. Yo me acerco también, tímidamente, al pasillo, para mirarlo de cerca. Pero al llegar a mí, de repente, sucede algo que me corta el aliento. Al verme el cantor parece espantado. Se pone pálido, tiembla. Soltando su guitarra, que por suerte es sostenida por alguien antes de caer, parece querer escapar de mí. Pero luego vence su miedo. Se acerca. Me mira. Y tomándome de la mano con sus dos manos frías, me dice sordamente: «Perdóneme, coronel... ¡yo no lo quería hacer!»

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Encuentro con Maia Para qué hablar de lo que sentí cuando llamé y no contestaba; había viajado novecientos quilómetros sólo para verla -en realidad era eso, me mentía a mí mismo que no era lo central, me decía tengo un montón de cosas que hacer en la ciudad, pero en realidad sólo viajé por ella: (como otras veces, mi corazón es un sensible pulsador de emociones y matices de los sentimientos, me lleva, por suerte no he acumulado en el cerebro tantos prejuicios como para evitarlo), después del pésimo viaje en tren, decía, que prometí no repetir nunca más - ese estúpido culto por la austeridad de los europeos con quien trabajo-, decía, esperé tres días (ella había ido a pasarlos en Santa Teresita, con la familia) que pasaron muy lentos para mí, claro, y ahora la llamo y la guanaca no contesta; mientras marco de nuevo el maldito número hojeo "El Clarín" sobre la cama y veo: "Litto Nebbia y los Músicos del Centro", en el Odeón a las ocho, voy a verlos, me digo, a escucharlos y ya me engancho con eso, aunque no sin dolor; ya me empiezo a preparar el alma para no verla; no quiere, me digo, no levanta el tubo a propósito, me digo, se ha reconciliado una vez más con su marido, la fiesta, el encuentro, los días de campo, la arena, los niños, me la imagino tomando sol junto al mar, sus piernas sólidas pies pequeños vientre blancodorado ombligo grácil (aunque en la única vez que nos encontramos antes no la hubiera visto sino con campera negra y jeans), a su lado la hermana, la mamá, blancos cabellos pesados, y él, su compañero de muchos años difíciles ella diciéndose: "no, no voy a seguir con esto, la separación no es más que otra de las tantas, lo intentaremos de nuevo", y luego caminando juntos contra el rojo del mar ya no como enamorados, no, no de la mano, no, sino como... ¿amigos?..., o mejor, socios, de una empresa en bancarrota, contándole todo y diciéndole "él me iba a dar cierta luz que entre nosotros no existe": por eso el teléfono mudo, carajo, y yo aquí como un boludo marcando después de haber viajado al pedo, pero es mejor así, me miento, por sus niños, deben intentar de nuevo, lo voy a ir a ver a Litto Nebbia, todo está bien, a ese teatro fuimos una vez con Susuki a ver "A quemarropa", Lee Marvin, buen recuerdo (no Lee Marvin sino las gambas larguísimas de Susuki Pedretti apretando con fuerza mis dedos para que no suban más) salgo a la calle, limpio, bañado, perfumado, listo para el amor pero me río en el acto, "amor del aire" pues Maia es ya sólo un recuerdo, toda la gente camina en sentido contrario a mí -me parece- tomo un colectivo, voy a la - 55 -

empresa de los europeos y llego justo para una maldita reunión social, atravieso los grupitos elegantes, llego al teléfono, marco: nada, la puta que lo parió, me digo, lo voy a ir a ver a Litto Nebbia y chao, esta mina no me va a matar la alegría, me escabullo como puedo de los requerimientos; entonces una determinación se va abriendo paso, autónoma, en mi corazón: voy a ir a su casa, a mí no me va hacer venir para borrarse sin al menos decime "gracias por cumplir con la cita, pero no va más" y me encuentro caminando hacia la terminal, me encuentro en la terminal, me encuentro con el boleto en la mano haciendo cola para los colectivos que van a La Plata; ya no voy a ir a ver a Litto Nebbia, seguro: son las 8 y veinte, conservo el rostro inexpresivo mas miro con ansiedad a los costados, ¿por qué imagino que puede bajar de uno de los colectivos que van y vienen?, miro hacia atrás, veo una cabellera caoba, leve, enmarañada y de bucles hondos, me sobresalto, casi la encuentro, así me pasó luego de la primera vez por el centro, la vi pasar, piernas bellísimas, salí corriendo, nalgas subversivas entre la multitud, la llamo por su nombre tomándola del brazo, sólo para recibir una mirada feroz de la muchacha, bastante parecida, me consuelo, mezcla frecuente en Buenos Aires, de español, italiano y alguna sangre centroeuropea produciendo esa belleza que, fíjense ustedes, ya Rafael Sanzio preanunció; al fin me toca subir al colectivo veo sus ojos azules frente a mí el domingo siguiente, a las tres de la tarde, con el fondo de los antiguos marcos marrones de las puertas y ventanas del café y los autos perezosos que transcurren las calles angostas de Congreso, veo la plaza con las enormes estatuas, las palomas, el edificio reiterando en mi memoria su simbolismo ambiguo del poder en tiempos de paz, siento su abrazo, sus pechos hermosos redondos contra mi cuerpo, su boca en mí, gente pasando, mirándonos, mirasonriendo, hacemos linda pareja, siempre hice lindas parejas, la veo frente a mí sentada en la silla antigua del café, contándome que al hecho de que su padre era camarista en la época del proceso le deben el haber salvado la vida, tuvimos que irnos a Salta, cinco años metidos en el campo de mi tío, el usó su título de ingeniero agrónomo, habíamos estado con Montoneros, aquí, me dices y yo termino de aceptar que esa hermosísima mujer de voz suavemente grave está ahí, para comprobarlo te tomo de la mano un poco bruscamente y en el movimiento vuelco el vaso con soda, qué hacés loquito me dices, otra vez, te ríes, se te marca esa arrugita tan única de la comisura, me muestras tus dientes de coneja refinada, voy mirando con curiosidad los bloques de edificios por la ventana, mientras, anochece, nos - 56 -

metemos en un túnel negro y desembocamos sobre un puente tenebroso, todo evoca muerte, por acá se manejaban las patotas de secuestradores, me digo, cuánta muerte en mi país, mi Dios, y pienso nuevamente en vos, cómo te has metido en mí, muchacha, qué pasa, otro colectivo se ha parado en el camino y la gente haciendo señas, sonamos; nos detuvimos, el otro chofer explica y sube la gente, renegando, transpirando, aún espero encontrarla entre ellos pero ya débilmente, ausentemente, una certidumbre se me va gestando en el corazón a medida que nos acercamos a La Plata, a medida que aparecen los edificios blancos, casitas bonitas, estaciones de servicio, no sé en qué momento nos pusimos en camino entonces te veo llegar, sábado por la noche, ojos arcanos, cabello humedecido, toda de negro y marrón, me mataste, pienso, camisa en seda bordada pulóver pelo de llama sobre los hombros, sandalias, franja de cuero sobre tu empeine bellísimo y un medallón de hierro: "me mató", pienso, mientras te miro por tras del vidrio y las rejas coloniales, hierro forjado y quebracho en la puerta cancel, me demoro con la gran llave para mirarte bien, las once en punto, sonríes, te beso; cierro la puerta de calle y vuelvo: cenamos con cerveza y dos velones en el ancho comedor, aparece La Plata en la distancia, abro la ventana, enseguida estamos en medio de las calles intrincadas y los pocos autos, la terminal, bajo embotado de pensar en ella con tanta intensidad, una terminal vieja y amarillenta bajo los focos, voy al teléfono público, marco (corazón palpitando en la boca) me atiende un niño, voy a llamarla me dice, oigo tu voz (aún no lo creo): "¿estás aquí, en serio?", me dices, "¿no quedamos en que vendría?", digo, "¿de dónde me hablas?", "de la terminal", "¿en serio?", te ríes, "claro", digo, "¡qué loco!", me contestas, "estaba saliendo para despedir a Papá que viaja a España, está bien, dices, me arreglaré para no ir, me arreglaré, en cuarenta minutos estoy ahí, a las once menos diez tu cuerpo blanco como en La merienda campestre, de Manet, sólo el slip oscuro, bordado, tus pies hermosos junto a los míos, mi cuerpo quemado por el sol, tu delicado olor, me despierto en medio de la noche y te encuentro en mí, tengo que esperar (¿por qué habrá dicho "menos diez"?), pregunto la hora, me voy a caminar por las calles aledañas, esta ciudad me recuerda a Río Cuarto, una avenida ancha, descendente, parecida también a La Cañada; calles oscuras, gente vestida de un modo provinciano, camino media hora y recojo todos los olores de esa noche primaveral yo conozco un lugar, dijiste aquél sábado, bajamos de tu auto pequeño, un boliche coqueto, con escalinatas de piedra, en las afueras de la ciudad, carlitos y cerveza, - 57 -

medialuz, muchachos y chicas danzando tranqui tranqui, "esta noche, es una noche sensacional", decía Porcheto, estoy loco por vos, lo sabes, quizá tú también, pero por qué a la tarde siguiente, luego que todo hubiera pasado y se acercaba el momento de la despedida, antes de cruzar la anchísima 9 de Julio, tuve temor de que me empujaras bajo el horrendo vértigo de los autos, y retiré el brazo que me aferrabas; habíamos andado -después del boliche-, hasta el amanecer, querías ir conmigo a Buenos Aires, vacilabas por los niños, "mañana", te dije, a la postre ahora estaba menos impaciente que vos, "mañana", y qué julepe cuando me llevabas a la terminal y al salir de un giro encontramos una pinza, "como las del proceso", dijimos después, porque hasta pasarla nos quedamos mudos, una mujer joven se ha puesto a darme la lata, me he sentado en un banco sucio de la terminal; me da pena imaginar su decepción cuando Maia aparezca (¿aparecerá?), pero es imposible no ser cortés: estoy contento al mango; la conversación se ha puesto animada, ella se acerca un poco y me cuenta que dentro de una hora va a viajar a Mar del Plata, de repente siento algo, me doy vuelta, allí está, acreciéndose por el pasillo con pantalón negro, escarpines y un buzo amarillo con capucha, el pelo recién lavado; me levanto, dejando a la mujer del banco sorprendida, tus increíbles ojos lapizlázuli se humedecen y sonríen, me besas, suavemente, en la mejilla: "Tengo el auto aquí a la vuelta", dices. Y nos vamos.

Eufemia

I ¡Ah, tu cabeza me asustó!... Fluía de ella una ignota vida... Parecía no sé qué mundo anónimo y nocturno... Delmira Agustini 1 Quién iba a decirme que el amor iría a traer aparejada esta angustia, tres amores después de la ida, y el alma que no acierta en la alegría, melancolía, destellos de segundos, más, belleza más perfecta pero no - 58 -

calma el corazón, cada vez. Deambula el espíritu del poeta de aquí a allá sin posarse, las manos, delgadas, largas, y su voz, honda y lenta, ojos de almendra, pelo de cerveza efervescente y esa ausencia, ese silencio, tal vez fuera el camino por el que yo no debiera de haber ido. Tres idas y se repite: de nuevo estoy a las puertas del sepulcro. 2 Pero regreso y te encuentro, inmóvil frente a mí, tu nariz de aletas anhelantes, los labios en serena sonrisa, qué raro, me dices, sí, me parece extraño tu amor, y ya lo creo, puesto que no soy más que la caparazón apenas contingente de un monstruo de mil facciones, sangre violenta y me miras, y tus ojos derraman una pátina de frescor sobre mi escaldada alma, Eufemia, te digo, no entiendes nada, no sabes nada pero sientes o vas a sentir, no sé, eres exquisitamente distante de todo y próxima, en tu alma (sensación de distancia como en el cuadro, en el cuadro del desierto ocre y plano, cubierto de líneas marrones convergentes y mi figura solitaria en algún lugar, mirándote, desde fuera y tú en el horizonte). 3 Alberto encarna el suspiro de un niño nacido en el balbuceo de un pensamiento, Eufemia flota silenciosa en la alborada, a su lado. Los algarrobos sin hojas destejen harina sobre el cielo violáceo; amanece. Flota, tu pelo espumoso, tu velo, celeste, en el aire de la madrugada, tus pies largos, tus manos largas. Eufemia. Rodillas agudas y piernas doradas. Se acercan unidos por los hombros a la orilla del agua, luego la muchacha arrima su pie. Se estremece, le mira, riendo (risa de dientes, Eufemia, risa dorada). De pronto, cae. Las manos de Alberto se estiran, horror no puede alcanzarla, Eufemia lentamente cae, flotando y el agua la traga, abajo del río se la ve difusa, figura de pájaro azul que se desvanece horror y Alberto no puede alcanzarla. Después desaparece para siempre. 4 -Has vuelto a la vida puede afirmarse... y lo haces llorando -me dijo Adriana con ademán de perplejidad. -Es cierto. No sé qué me pasa mentí. Aún tenía el rostro mojado. Me sequé con el borde de la sábana. Me toqué la cabeza con cautela. La tenía cubierta con algo - 59 -

duro. El médico, benevolente, me explicó: -Se la hemos vendado con gasa enyesada, para proteger la zona de la operación.

II Por ti me duelen los pesados perfumes del estío: por ti vuelvo a acechar los ginos que precipitan los deseos, las estrellas en fuga, los objetos que caen. Pablo Neruda 1 Que renunciar a ti fue como arrancarme el corazón, no lo sabes. No soportar los tirones de los sentimientos no poder aclarar un camino; los recelos, las miradas, esa maraña interior que laboriosamente ha creado sobre nosotros y en nosotros la Humanidad (Adriana, los chicos, mi madre, mi padre, mis parientes, los parientes de mis parientes, toda la ciudad está llena de ellos aquí y allá, hacia atrás en el tiempo, las paredes están cargadas de sus pensamientos) rostros de humo que sobrevuelan mi ánimo al ir a verte, mi corazón en vez de cantar al cielo se desliza como apesadumbrado, tiene miedo... ¡miedo de amar, Eufemia, estoy loco!... Adriana me mira desde dentro de mí, incapaz de darme alegrías pero bien capaz de impedírmelas, hasta el grado de que no puedo amar, Eufemia. ¿Producirá tal vez un milagro tu voz distante, la no escuchada, o te consumirás callando? La simple enunciación sea quizás una esperanza, acaso no esté perdido mi corazón aún. 2 La sola idea de que me olvides acentúa aquel escocer atávico del alma sin cambiar el escepticismo esencial de mi razón; la voz de tus imágenes se vuelve, por ratos, más verdadera que lo que supuestamente hay de verdad en esto y sin embargo sucede, se arrastra inevitable por entre los segundos, ¡qué pesadez el pensar, Eufemia, si tan sólo pudiera abandonarme a la paz de tu cuerpo, tu flotar; pero ni aun me está permitido en esta cárcel el dejarme ir sin hacer nada! Tanto mi cuerpo como mi pensamiento son ajenos y no puedo remediarlo. A menos que tu amor sirva el milagro de hacerlo todo

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posible sin mortandad ni violencia, se que yo solo no pudiera; tal cometido excede la dotación que se me dio poseer. 3 No viniste. La plaza estaba llena de ruidos bajo el cielo gris, gente cruzando a mi lado y mirándome -siempre me miran- las torres de la iglesia infladas de luz, sobrevolando el pórtico, tallas barrocas de terminación sutil, vitraux, fragmentos de vidrios astillados por alguna pedrada cruel percibo, la Virgen, no viniste. Mi corazón pese a estar preparado incubó tristeza, la tristeza angustia, melancolía de ti. Luego me fui caminando despacio, por entre el humo de los autos, la niebla, las luces de los comercios, el violeta espeso del cielo. 4 Adriana te sacude tomándote del brazo te sacude con violencia y la miras sorprendida, el corazón lo tengo dentro de esa leve opresión que no cesa, las manos y los pies atados sin poder hacer nada, tiemblas sin defenderte y Adriana sigue su tarea precisa, por fin consigue conmover tu cuerpo y un pedazo de tu cabello, cae, luego tu frente y así de a pedazos vas desmoronándote y por fin desapareces. Al lado se oyen las respiraciones y el silencio, el fru-fru del delantal almidonado de alguna enfermera y esta soledad que no cesa. Adriana se ha ido apenas se desmoronó tu cuerpo, seguramente ha subido satisfecha a su auto gacel, ha viajado las pocas cuadras hasta casa aspirando su propio perfume de colonia y cosméticos y tal vez un cigarrillo francés; mi corazón está aquí de nuevo, junto a lo que no soy, adentro de este cuerpo. ¿Adónde vagarás ahora que no puedo imaginarte? 5 Ella me miró como asombrada con sus ojos café. -¿Te sucede algo? -me dijo. -No sé. Tal vez he estado soñando. Eufemia se quedó mirándome largo rato, junto al río. Yo seguía silencioso. Cuando se me dio hablar, dije: -¡Qué extraño!... Adriana... los chicos... mi familia, la familia de mi familia... ¡parecían tan reales!

Orillas del Limpopo, 6 de julio de 1988.

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El otro yo de Mr. Hyde Lord Snowdon esperaba, en la humilde salita del Mr. Hyde. Había venido a encargarle un trabajo sucio. De repente vio salir de su habitación a un desconocido alto y buenmozo, quien lo saludó con una suave inclinación antes de retirarse. Lord Snowdon lo observó con curiosidad, pues había creído hallar algo extraño en él (aparte de haber emergido impensadamente de la pieza de Hyde). En efecto, tras una fugaz ojeada, comprobó que pese al refinamiento de su porte, la ropa del caballero le quedaba chica. Esperó infructuosamente a Mr. Hyde, durante una hora. Al cabo, decidió entrar. Encontró en la habitación el desorden previsible, mas algo le llamó la atención. No sabía que Hyde tuviera veleidades de alquimista. Sobre una mesa reposaban redomas, probetas y alambiques, junto a instrumentos varios de medición; tras de ella un armario-vitrina ostentaba innumerables frascos y cajitas, etiquetados cuidadosamente y ordenados con escrúpulo. Un libro de anotaciones, abierto, mostraba fórmulas complejas asentadas a pluma, con letra regular y precisa. A su lado, un vaso de experimentación humeaba aún, vacío. Lord Snowdon se fue intrigado y decepcionado. Era evidente que Hyde se había escabullido por alguna salida secreta. Algunos días después‚ Lord Snowdon concurrió a una velada, en compañía de su joven y adolescente esposa, la bella Lady Christinne. Allí les presentaron al distinguido caballero que había visto salir de la pocilga de Mr. Hyde. Les dijeron que era el Dr. Jekill, descendiente de una familia de científicos, emigrados a Norteamérica‚ en tiempos de la colonia. Según declaró, muertos su padre y su madre, no le quedaba razón para permanecer en el cada vez menos soportable "nuevo mundo". Lord Snowdon se alejó un poco del grupo, para contemplar a Jekill a su gusto y reflexionar. Sí, seguía hallando algo de extraño en aquel individuo. Decidió investigarlo. No le fue difícil dar con su dirección. Por esas cosas del snobismo burgués‚ -rasgo característico de la época- se había convertido, a poco de llegar, en el médico de moda. Luego de un paciente control, que le insumió varios anocheceres y madrugadas, llegó a establecer que el médico practicaba una inusual rutina. Era ésta: llegaba a su consultorio muy temprano en la mañana. Desde ese momento permanecía en el edificio, hasta la hora del crepúsculo, o a veces hasta altas horas de la noche. A esas horas, iba al reducto de Mr. Hyde, donde aparentemente pernoctaba. Algunas veces le perdía de vista, en - 62 -

las intrincadas callejuelas de Londres, pero una cosa era cierta: dormía indefectiblemente con Hyde. Lo extravagante del asunto consistía en que este Dr. Jekill -o como se llamase- había comprado una amplia casa en la zona residencial, amoblándola por completo. Allí, había instalado su consultorio, e incluso había contratado a un valet, un ama de llaves y numerosa servidumbre. ¿Por qué, entonces, iría a dormir con Hyde, en un incómodo departamento de ocho por cuatro en los barrios bajos? Lord Snowdon no era demasiado inteligente pero poseía mucho tiempo. Le llevó muchas noches completas de paciente control la investigación que obtuvo, como premio, establecer las raras costumbres de estos dos individuos. En esos períodos de estática vigilancia, ora frente a la vivienda de Hyde, ora frente a la de Jekill, meditaba. Se le ocurrió una explicación bastante absurda, pero luego de mucha vacilaciones la aceptó. ¿Acaso el famoso chevalier Dupin no había llegado por este método a la resolución de varios crímenes? Por una serie de indicios encadenados, Lord Snowdon arribó a la convicción, decíamos, de que Mr. Hyde y el Dr. Jekill... ¡eran la misma persona! La aserción adquirió solidez poco a poco en su mente. Hyde era un delincuente, un marginal de la sociedad, que, harto de tal degradación había encontrado el modo de huir de su condena existencial. A través de quién sabe cuan largas y misteriosas experimentaciones -quizás guiado por algún científico loco- había logrado una fórmula para cambiar de personalidad. Logrado este propósito, convertido en un ser que era precisamente su contrario -y justamente por eso agraciado y amable- no le resultó difícil encandilar a la frívola sociedad londinense. Sin duda contaba con abundantes fondos -producto seguramente de toda una vida de pillerías-; de otro modo le hubiera sido imposible dotar a su creación del nivel de vida que ostentaba. Era evidente, sin embargo, que no había logrado la receta para permanecer definitivamente en su aspecto de "Jekill". Sin tal supuesto no se explicaría que se viese obligado a regresar, noche tras noche, a la infame madriguera de Mr. Hyde. Todo esto meditaba el Lord, mientras vigilaba. Pese a las quejas de su joven esposa, Lord Snowdon persistió en sus agotadoras investigaciones nocturnales. Se le había fijado en la mente un empeño: iba a develar este caso. Noche a noche, semana tras semana se mantuvo como un soldado, alternativamente ante las moradas de Jekill y de Hyde. Así esperaba acumular al serie de

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evidencias que, llegado el momento, le permitirían entregar el caso resuelto a las autoridades. Una noche esperó en vano. Ni el Dr. Jekill ni Hyde se mostraron. ¿Qué sucedía? Tal vez había llegado el momento de actuar. Presuroso, Lord Snowdon acudió a Scotland Yard. Cuando regresó con los agentes, halló la vivienda del abominable Hyde vacía. Corrieron a la casa de Jekill. Tampoco había nadie. El pájaro había volado. Los criados no estaban, el consultorio no daba muestras de haber sido usado en varios días, y los guardarropas desocupados indicaban que su propietario había emprendido un largo viaje. ¿Bajo qué personalidad lo había hecho? Tal vez nunca lo sabría. Desalentado, Lord Snowdon regresó caminando a su residencia. Allí, le esperaba una sorpresa: no encontró a su esposa por ningún lado. Atacado de repentina suspicacia, corrió a la caja fuerte. La halló despojada de caudales. Desconsolado en extremo, tuvo que acudir nuevamente a Scotland Yard. Luego se retiró a descansar, en su casa de campo. Creía merecerlo. El largo período de investigación y los últimos acontecimientos le habían agotado. En aquel lugar, varios días después, los detectives tuvieron que narrarle el conjetural destino del "otro yo" de Mr. Hyde. Al parecer había partido, cargado de equipaje y dinero -dejaba abundantes propinas por donde pasaba- hacia un paradisíaco lugar de Suramérica, donde proyectaba radicarse definitivamente. Quienes los vieron, juraban que la joven dama que le acompañaba, con el muy presumible propósito de endulzar sus horas, era la mismísima, adolescente y bella, Lady Christinne.

Alberto después de la cloaca Bien, miren, para no hacerles perder tiempo, trataré de contar esto rápido. No sé si será muy interesante. Yo iba caminando, una noche brumosa, por la calle Olaechea y Alcorta, al lado del Parque. Reconozco que había tomado mis dos copas. Pero no iba machado, no. Apenas contento. De repente, me caigo. No sé cómo ni dónde, porque el suelo desapareció bajo mis pies. Sin dolor, me encontré sentado en el suelo de un recinto como de 30 metros cuadrados, similar en su forma a una

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bombona de las que se usan para guardar elementos gaseosos. A izquierda y derecha agujeros, con sus bocas redondas. -¡Zas -digo-, me he caído en una encrucijada de cloacas!- Y me dispongo a ver el modo para salir de allí. De sólo mirar me convenzo de que no me va a ser posible trepar. Ni se ve la boca de salida. Debe ser por la noche, pienso. Lo cierto es que me largo por una de las tuberías. No sin aprensión, claro, pero a poco me sorprendo porque está todo limpio. Ni sombra de suciedad. Una vez andados cerca de 100 metros me percato de que las supuestas cloacas eran de un material muy liso, como plástico o algo así, no cemento. "Habría que felicitar al gobierno", me digo. No termino de pensar esto cuando, ¡bum!, caigo de nuevo. Otra vez en una bombona de tuberías. Bueno. Elijo otra tubería al azar y me largo nuevamente. Al final de ella, encuentro como una conexión, dos bocas a izquierda y derecha. Hago ta-te-tí y me zampo en la de la izquierda. Pero qué les cuento, no llego ni a la mitad, cuando: ¡bum! De nuevo abajo. "Esto se está poniendo poco original", pienso. Y decido seguir. Por suerte está todo limpio. Mi traje ni siquiera se ha salpicado. Así continué un rato largo, subiendo y bajando, al este y al sur, y también al norte, y quizá al noroeste, hasta que agarré al fin un tubo que ascendía. Subí y subí, esta vez sin caídas, y cuando vi la luz del exterior como a cincuenta metros, tuve miedo. No vaya a ser que justo ahora caiga de nuevo, dije (en voz alta, total nadie me escuchaba). Pero no. Tranquilamente, llegué al final. Y salí a mi ciudad. ¡Oh sorpresa! Ya no era la misma. Yo, a Santiago la conocía como a la palma de mi mano. Los veinticinco años que tenía los había pasado aquí. Era Santiago, pero... ¡cómo había cambiado! La gente iba vestida de un modo diferente. Todo estaba lleno de autos muy feos y el ruido era insoportable. Había emergido cerca del Mercado. -Disculpe señora- le dije a una chipaquera, que vendía en la calzada- ¿en qué fecha estamos? -2 de agosto- me contestó la vieja, sin dejar de masticar. -Pero ¿de qué año?- digo. La vieja me mira como si fuera opa, y me contesta: -De 1989 , pues. ¡Qué! ¡Han pasado 54 años! ¿Cómo puede ser? ¡Con razón está todo tan distinto! Rápido agarro por la Pellegrini, en busca de mi casa. Llego a la 25 de Mayo y doblo, con el corazón a toda carrera. Media cuadra. - 65 -

Allí está. Mi casa. Apenas un poquito más vieja, pero bien pintada. Cuando estoy por abrir la puerta digo: "no, quién sabe si ha cambiado de dueños". Y decido tocar el timbre pues la aldaba ya no está. Son las diez de la mañana. Me atiende una morenita como de diecinueve años. -¿Señor? -me dice. -Digamé, ¿quién vive aquí? -le pregunto. -La familia Revainera. -Ah, entonces he venido bien, le contesto, porque yo también soy Revainera. Me hacen pasar y conozco a la dueña de casa. El marido no está, trabaja en el banco. Pregunto el nombre del marido. No me suena. Pregunto cuántos años tiene el marido, veintinueve, me dice. ¡Lo parió! ¡Es mayor que yo! Cuando vuelve el tipo del trabajo no puede creer que yo soy Alberto Revainera. -¡Pero si ha muerto hace más de cincuenta años! -me sostiene. -Y ¿de qué ha muerto? -digo sin convicción. -¿Sabe que no lo sé?... -contesta-. Y ahora que lo dice... mi padre y la familia solían comentar que el tío Alberto había desaparecido de un modo muy raro... Al fin mi sobrino-nieto tuvo que creerme que yo era yo. Le mostré la libreta. Toda una prueba, como se sabe. De a poco, los viejos de la familia empezaron a desfilar para observarme. Los viejos eran mis sobrinos, mis primos menores. ¡Qué cosa! Con el tiempo, todos se habituaron a mí y a nadie llamó la atención verme a diario. Por suerte mi sobrino-nieto no se negó a darme la misma habitación que ocupaba hace cincuenta y cuatro años. Conseguí un puestito en la municipalidad. ¿Qué más se puede pedir? Bueno. Esta es la historia. No sé si les habrá parecido interesante, como para poder figurar en algún anecdotario. Hace poco me he puesto de novio. Ella es muy buena y le encanta escucharme contar historias de mi tiempo, como el fusilamiento del cabo Paz, por ejemplo. Lo único que no me gusta, de las chicas de ahora, es que son un poquito liberales.

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Tribulaciones de un escarabajo Gregorio Samsa patalea panza arriba, mientras lo ataca una legión de hormigas coloradas. Los animales, seguros en su superioridad numérica, avanzan sin apuro, con las fauces abiertas. Gregorio se siente al borde de la desesperación. Lo inmovilizan el cansancio y el pavor, y se queda quieto, entregado a su suerte. En eso ve unos inmensos pedúnculos rosados, que lo toman con firmeza, pero sin lastimarlo. Se siente levantado. Sin transición se ha incorporado a su mente otro temor. Pero al menos -piensa- me han sacado del peligro de las hormigas. La fuerza lo deposita en una jaula transparente. En los rincones, hay comida. Gregorio comprende que ha sido hecho prisionero. La angustia parece no tener fin. Pero se consuela, diciéndose que es preferible estar preso y no despedazado.

*** El doctor Juhazs, entomólogo, se despertó en la noche al oír un fuerte ruido que venía de su laboratorio. Cuando abrió la puerta encontró, entre los tablones de la estantería desbaratada, a un hombre. Llevaba traje gris oscuro, era delgado, tenía grandes orejas y parecía muy aturdido. Observó también que tenía raspones en la cara y en las manos. -Bueno -le dijo el doctor, que era un hombre aplomado podríamos tomar un tecito, mientras conversamos.

Homb re de un solo tiempo 1 “El mundo es, entonces, inmutable”. Asencio Ybarra se quedó meditando ante la frase. Entre sus manos tenía el antiguo infolio que le había dejado su padre como herencia, con la mención de que debía ser leído sólo al llegar a cierta edad. En la vieja casa no había muchos libros: apenas cuatro o cinco, soterrados en un aparador polvoriento. Como la lectura no era su mayor debilidad, Asencio no se había inquietado por conocer el contenido del misterioso volumen antes de llegar a la edad fijada. En - 67 -

el testamento, empero, su padre había mencionado esa lectura como una etapa necesaria para su educación, cumplida por los Ybarras desde muchas generaciones atrás. Luego del lacónico párrafo que expresaba aquel mandato, seguía otro no menos breve, en el cual se especificaba la prohibición de hacerlo antes de cumplir los 54 años. Ni antes ni después, debía ser, precisamente, a esa edad. El día de su cumpleaños, Asencio, viudo, empleado de correo a punto de jubilarse, ascendió perezosamente al entrepiso donde se hallaba el aparador que guardaba el libro. Era un domingo de enero. Los Ybarras habían sido una antigua familia santiagueña, de origen español. Emparentados con Núñez del Prado, sus primeros miembros poseyeron mercedes amplias en Guasayán, en sociedad con don Joseph de Aguirre. Posteriormente fueron de los primeros en adherir a la Revolución de Mayo; dos de ellos dejaron la vida en combate con el enemigo imperialista, acompañando al General Güemes. El languidecimiento de Santiago fue también el de los Ybarras, y el siglo XX los halló convertidos ya en una familia escasa, cuyos hombres eran grises burócratas y sus mujeres devotas de la Legión de María. Refugiado en un barrio de trabajadores, Asencio era el último descendiente varón de aquella linajuda estirpe. Su esposa provino de un hogar igualmente antiguo, un poco menos empobrecido que el suyo. Hacían dos años que había muerto. Asencio tomó el libro con las dos manos, sopesándolo. Lo limpió con una franela, recorrió con los dedos las letras repujadas en su cubierta de cuero. No tenía muchas ganas de leerlo. Pese a que era breve -unas cincuenta páginas escritas a mano sobre pergamino de piel caprina-, su lectura le producía rechazo. Veinticinco años obligado a descifrar cotidianamente memorandos, tarifas postales o insulsos formularios, habían formado en su mente la categorización de cualquier lectura que no fuesen los sociales del diario, como un ingente contratiempo. Sin embargo, Asencio era hombre respetuoso de las tradiciones, con ese dejo reverencial que caracteriza a los hombres del Norte. Lo último que se le hubiera ocurrido era contrariar post-mortem un designio de sus mayores. Bajó, entonces, con el libro, y se instaló junto a la ventana del patio. En letras góticas, con un lenguaje arcaico, el proemio anunciaba que el volumen contenía dos cosas; una revelación filosófica y una fórmula de magia. Asencio se sorprendió al comprobar que enseguida fue atrapado por la prosa que leyó.

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Cada individuo posee una conformación física que no cambia, manteniéndose permanentemente con iguales características y facultades. Pero pertenece a un solo tiempo. Esto es: el cuerpo humano que conocemos, no es uno, sino la repetición innumerable de diferentes cuerpos parecidos, por los que atraviesa nuestra conciencia. Por ejemplo: la muchacha que observamos transitar por la vereda, pertenece corporalmente a ese momento y quedará allí por toda la eternidad, repitiendo hasta el infinito ese solo acto. Pero su espíritu -o psiquismo, como se gusta llamarlo en el siglo XX-atravesará por ese cuerpo, proviniendo de otro cuerpo casi igual pero sutilmente distinto, cumplirá la constatación y sensación de ese único acto y continuará luego a un tercer cuerpo similar, que realizará el acto siguiente. Asencio se detuvo un momento a reflexionar y se levantó para prepararse unos mates. Un sentimiento extraño, similar al que sobreviene cuando nos sorprende la comprobación de nuestra existencia individual, se instaló en él de súbito. Mientras manipulaba la gabeta, el repasador y la pava, comprendió que se hallaba ante una circunstancia extraordinaria, única por su valor científico. De repente, su vida gris había tomado el color de la más intensa aventura. Se explicó la parsimonia y desprecio crecientes de sus antepasados por las actividades de la vida social. ¿En qué momento habían accedido ellos a esta revelación? Extrajo el amarillo testamento de su carpeta y allí leyó: “... que fue cedido en pago de mil doscientas hectáreas de tierra apta para pastura, además de doscientos cincuenta doblones limeños por don Joseph de Aguirre en el año del Señor 1735, siendo estudiado recién al año 1836 por el docto presbítero don Nepomuceno Ybarra”. Nada más. Pero era suficiente. Había sido por esa época precisamente -alrededor de 1840-que se iniciara el paulatino descenso patrimonial de los Ybarras. 2 Asencio continuó con la lectura. En sus sensaciones el sentimiento de creciente irrealidad que notaba en sí se mezcló con el regusto dulzón del mate con poleo. Todos los millones de cuerpos humanos que habitan eternamente la tierra, están situados en miles de mundos, similares hasta un punto infinitesimal, pero ubicados en diferentes dimensiones y yuxtapuestos. Para la percepción, un solo mundo, pero desde una óptica objetiva, muchos.

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El espíritu -o la conciencia-, originado en un universo superior, transita temporariamente por una cantidad escalonada de somas, para regresar finalmente a su ámbito original. Sólo unos pocos quedan amarrados al existir material, sin excepción debido a su propia voluntad. La gran mayoría de las conciencias, minerales, vegetales, animales y humanas, cumplen la parábola para instalarse al fin, de nuevo, en el Reino espiritual. Este Reino es del cual hablaba Jesús: el único perfecto y en armonía sin límites. El mundo de la materia, es imperfecto y limitado. Al abandonar el Paraíso, el alma ingresa a un peregrinaje por aquesta prolongada prisión, cuyas celdas son los sucesivos cuerpos que va atravesando. Algunas de las consecuencias de la travesía son inherentes a la materia, como la opresiva finitud del organismo humano y su absoluta imposibilidad de comunicación genuina. Otras, provienen de la combinación de esas limitaciones con la existencia colectiva. En ese contexto pueden comprenderse las palabras del Cristo, cuando dijo: “No pertenecen al mundo, como yo tampoco pertenezco al mundo” (Juan, 17,16); y luego: “Conságratelos con la verdad”. Pues la verdad es el Reino final, alfa y omega, al que se llega sólo al escapar del cuerpo: el mundo conocido por la experiencia humana es una falacia, aparentando integración unitaria, pero en realidad miríadas de seres y objetos separados, distintos y condenados a repetirse por siempre en el mismo gesto, ligados únicamente por la percepción que de ellos hace la conciencia. La unidad verdadera es sólo posible en aquel universo, donde se contempla eternamente a Dios, contemplándose simultáneamente uno mismo. Había arribado cautelosamente la oración. El mate estaba frío. Asencio se levantó para poner la pava en el fuego y encender la luz. 3 Asencio era un hombre más bien positivista. De imaginación limitada y ninguna inclinación filosófica, había adoptado como suyas la ideas que le inculcara en su adolescencia la escuela secundaria; un extracto del pensamiento sarmientino, mitrista y alberdiano -extracto a su vez de otros más complejos y originales-, por lo cual su mente se había visto sometida a un doble reduccionismo. Se hallaba así, con estas ideas pedestres, expuesto a la tentación del escepticismo, dada la poco sugestiva existencia que le había deparado el destino. A los dieciocho años había terminado el bachillerato, obteniendo su graduación sin lustre ni dolor. A los veinte -era el año 1929-un - 70 -

diputado autonomista amigo de la familia, lo había hecho “calzar” en un puesto de control del correo de Santiago. Y allí estaba. Ascendiendo un punto regularmente cada cinco a seis años, pero haciendo el mismo trabajo. A los treintaidós años se había casado con Adelaida Gancedo, diez años menor que él. Era una linda muchacha, modosita y profesora de piano. Pero resultó dueña de un carácter de fierro. A poco de casados desnudó las uñas. Reorganizó totalmente el orden de la casa Ybarra, incluyendo los hábitos de Asencio. El era hombre de conciliación más que de lucha, por lo que paulatinamente y sin roces terminó aceptando el liderazgo de Adelaida. Mas su temperamento sufrió una fuerte conmoción negativa, que se prolongó con matices durante todo el período de convivencia con su esposa. Ella engordó rápidamente y a los tres años se vio obligada a modificar la totalidad de su guardarropa. Algo debía haber sospechado antes de su casamiento la niña, pues la mayoría de sus vestidos tenía tela de sobra para ensanchar. Por último, no era tan refinada como el largo noviazgo hubiera autorizado a afirmar. Roncaba horriblemente y los productos gaseosos de su digestión lenta, enturbiados aun más por el exceso de alimentos que la mujer ingería, hacían casi insoportable su compañía en la habitación; en especial durante las noches húmedas del invierno, en que se deben cerrar puertas y ventanas. En fin. Fueron veinte años de callados padecimientos, que lejos de ofrendárselos al Señor, Asencio, de tendencia agnóstica como ya hemos visto, interpretó como prueba cabal de la pertenencia humana al previsible reino de lo zoológico. Hasta que Adelaida murió. Amaneció dura al lado de Asencio, que por rara coincidencia ese día se había dormido sin escuchar el despertador. Durante la noche le había sobrevenido un paro cardíaco, hecho que el médico declaró era casi de esperar, pues la mujer pesaba ya cerca de ciento setenta y ocho kilos. La vida de Asencio recobró luego de tan larga modificación, el moderado desorden de sus épocas de soltero. Ni se le ocurrió pensar otra vez en mujer. A los cincuenta y dos años... pero pesó en verdad decisivamente sobre su determinación de finalizar solitario sus días, la frustración de aquel prolongado calvario en que se había convertido, a poco de consumarse, su matrimonio. 4 “Todos los humanos cumplen el ciclo”. - 71 -

Siguió leyendo Asencio bajo la luz amarillenta del foco de 25 watts. Otro resabio de Adelaida, que odiaba pagar un centavo más de corriente, pensó él y se prometió cambiarlo pronto por uno de 150. El espíritu, alma, logos, conciencia, psichè, nefeŠ, o como el hombre haya querido llamarlo, atravesaba entonces una existencia compuesta por la sucesión de millones de actos de seres distintos, que adquirían sentido únicamente por su conocimiento y memoria. Al final de ese camino, existían dos posibilidades previstas por Dios: el ingreso al Reino eternal, o la repetición del ciclo (que los orientales llamaban reencarnación). Y una tercera no deseada, pero permitida por el Supremo Hacedor: la perduración eterna de la conciencia en el limitado reino de este mundo. Era lo que los exégetas hebreos llamaron gehena, ben hinom, seol o “el fuego”. Pues se decía que quienes quedaban allí padecían como si su alma se estuviera consumiendo entre las llamas. Ahora bien, el Creador había hecho al hombre libre y no podía impedirle el conocimiento de ninguna posibilidad. Así es que, quienes por su natural inclinación psíquica -hombres o familias-tendían al aprecio extremo del reino de este mundo, arribaban al mecanismo para perpetuarse en él, si lo deseaban. Habían múltiples maneras de acceder a ese conocimiento. A los Ybarras les había correspondido el de la posesión del libro. Si él quería quedar en este mundo, si el lector prefería la tierra al Reino de los cielos, debía pasar al segundo capítulo del volumen, donde hallaría la fórmula. Más debía tener en cuenta que ésta lo facultaba únicamente para detener a su alma en un solo momento, una sola situación de su vida entera, donde quedaría eternizada para no salir de allí. La voluntad del lector lo facultaba a elegir esta alternativa y seguir adelante con el estudio del texto. Pero no debía alegar luego que no se le había advertido sobre las consecuencias de esta acción.

5 El último de los Ybarra reflexionó un rato sobre estas palabras. Se detuvo y decidió postergar por una hora la lectura, para tomar una cena liviana. Marcó la página con el pendón de seda roja que poseía cosido en el interior del lomo y cerrando el libro lo dejó depositado en el alféizar de la ventana. Era una noche caliente y estrellada.

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Desplegó sobre la mesa el mantel de plástico que había adquirido hacía poco, ubicó geométricamente la botella de vino, el sifón, el vaso que había sido de dulce de leche y el plato floreado y se sirvió pata de chancho, ensalada rusa y quesillo, acompañados de buen pan casero. Masticó lentamente los manjares, mientras pensaba. Llegó a la conclusión de que le daba igual existir en este mundo o el otro. Con la diferencia de que al primero por lo menos lo conocía. Asencio era, por principio, renuente a lo desconocido. ¿Quién le garantizaba, después de todo, que el famoso Reino de los Cielos fuera como se decía? Era mayoritario el consenso, es cierto, sobre su armonía sin límites y había mucho escrito sobre ello. Pero eso tampoco probaba nada. ¿Acaso no se había publicado en el diario la muerte del Pichi Revainera, en un accidente de biplano? A tres columnas se cantaban loas póstumas al joven y destacado aviador desaparecido y la página entera de avisos fúnebres se cubrió de adhesiones a su inhumación -simbólica, ya que el aparato había quedado reducido a cenizas-. Y el Pichi había sido visto después en Nueva York, disfrutando sin duda de los depósitos bancarios de su mujer, que se habían esfumado junto con él. ¡Bah! Todo es vanidad, como decía Qohelet. Esta era la única frase religiosa que le había gustado alguna vez. No se sentía inclinado, si debía decirlo, a optar por el Reino Espiritual, en caso de poder hacerlo. Asencio era de los que adherían al famoso refrán “prefiero malo conocido a bueno por conocer”. Con esta semideterminación en sus ideas regresó al sillón junto a la ventana, luego de cenar. 6 Pero, ¿qué momento de su yerma historia iba a elegir? Si a él le hubieran tocado las peripecias de un Schliemann, o las posesiones y el fasto de un Rheza Phalevi o un Faruk... Mas, ¡ay! su vida gris había sido un transcurrir sin matices, donde desde la infancia de pueblo grande había pasado a una adolescencia rutinaria y de allí a la oscura existencia de burócrata que había llevado hasta hoy día. Si el único momento excitante de su vida, casi podía decir que había sido cuando descubrió, a través del libro, que podría decidir sobre el final de su alma... Pero no... ahora se acordaba... había tenido un momento, un solo momento, en el cual la felicidad extrema, una voraz expectativa,

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propia de la más intensa aventura y el sentimiento de autovaloración se habían aunado. Había sido en el día de su casamiento. En ese día. No antes, ni después. Antes, por el asordinamiento de las relaciones sentimentales que imponía a los noviazgos la rigidez moral de la sociedad santiagueña. Después, a causa de las decepciones ya narradas. Unicamente ese día, o más precisamente, en un determinado momento de él... sí, se acordaba... fue al cortar la torta, con la mano de Adelaida envuelta en sus dedos... eran una hermosa pareja, decían las comadres, él buen mozo, de porte señorial, ella rellenita y fina, en la flor de su juventud... Adelaida tenía las mejillas encendidas, era una noche de invierno y habían activado la calefacción, el local estaba atestado; él sentía en la epidermis de su palma la vibración de la piel de la muchacha, transmitiendo la ansiedad gozosa del prometedor momento que se avecinaba... tantos años esperando... en unos instantes llegaría la hora de la intimidad; ella y él, solos, en una exclusiva habitación de hotel, ella semidescubierta bajo el camisón transparente, él extasiado con la belleza de su cuerpo... Estallaron los aplausos... eran el centro de la reunión... ¡Qué importante se sintió! La luna de miel había sido un fiasco, pues Adelaida se había negado con obstinación a desvestirse. En toda su vida de casados, Asencio no llegó a conocer su cuerpo. Nunca supo si se debía a problemas de índole psíquica, moral, o algún oculto defecto. 7 Pero esa noche... ¡ah, esa noche! Los amigos haciendo bromas y levantando las copas en su honor... El rostro de su padre, con aquel brillar en los ojos que desmentía la severidad de su gesto... su madre y su hermana, llorando desbordantes de alegría... En la familia ya creían que Asencio se iba a quedar solterón. Sí, elegiría ese momento. Abrió el libro en la segunda parte. Sobre la primera página en blanco se leía con letras góticas: “Fórmula para acceder a la eternización terrenal del alma”. El secreto consistía en memorizar cierta oración. Era una especie de salmo, de unos cuarenta y cinco versículos, lleno de invocaciones, alabanzas a la materia y exclamaciones breves. Una vez memorizado, el salmo debía ser repetido con lentitud; se debía fijar en la mente, con imágenes, el momento deseado y las letras - 74 -

debían aparecer sobreimpresas a las figuras imaginadas. Cuando se lograra esta situación y la concentración perfecta, insensiblemente la vida del individuo habría de quedar fijada por siempre a ese momento. Asencio se abocó a la tarea. Poseía buena memoria, ejercitada a diario en la retención de los incrementos en las tarifas postales. A la medianoche ya tenía totalmente aprendido el salmo. Dejó el libro cerrado sobre la mesa, con una nota encima que ordenaba incinerarlo en caso de desaparición de su propietario. Colocó la pava en el fuego y dispuso todo para tomarse unos buenos mates. Acercó su sillón preferido a la cocina a gas de querosene y se dispuso a iniciar la ceremonia. Empezó a imaginar el momento. El rostro encendido de Adelaida, los ojos de su padre. Las manos de los amigos, el vino espirituoso. Los flashes de magnesio, el abrazo de su hermana... Como una brillante vista en colores, todo apareció en su mente; maravillas del recuerdo... Empezó a recitar el salmo; las letras, con extraordinaria nitidez, se modelaron, en blanco, sobre las figuras que iban y venían... Dulcemente, como si se adormeciera, fue dejando de sentir el posabrazo del sillón, los pies... para internarse paso a paso en la figuración de su noche de casamiento. Epílogo Recorriendo el atestado desván de mi madre, me he detenido muchas veces ante una vieja fotografía. Se ve en ella a mi desaparecido tíoabuelo, Asencio Ybarra, la noche de su casamiento. En una primera visión, semeja un daguerrotipo cualquiera, como los que conservan tantas familias de Santiago. Sonrisas, el novio tomando de la mano a la novia -una hermosa muchacha-para cortar la torta. Pero mirando con atención se descubre algo extraño, en las facciones... o en la expresión del hombre. Algo patético, un brillo angustioso en la mirada, un rictus desesperado en la sonrisa, desmintiendo la aparente euforia del momento. Transmite la sensación de que quien allí posa para la fotografía, estuviera encarcelado, preso de una desesperada situación, condenado a no sé qué padecimientos sin límites y pidiera auxilio con los ojos desde el frío marco metálico en que está encerrado. Puede ser una antojadiza ocurrencia mía. Pero juraría que allí pasó algo, tenebroso y extraordinario. No sé. Creo que jamás podré develar el misterio de esta fotografía.

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Niebla en los árboles 1 Siempre tuve buena vista. Mientras amanece, hago gimnasia con los ojos: miro a lo lejos, después cerca; arriba y abajo; doy vuelta la mirada alrededor. Cada diez o quince movimientos, masajeo con mis dedos los párpados. Por eso nadie puede alegar que aquello que vi en esa mañana de invierno, fuera fruto de mi imaginación. Allí empezó todo. No hacía mucho que vivíamos en el campo -unos tres años-, y nos había ido muy bien. Cansado de las ciudades, le propuse a mi hermano comprar una finquita en sociedad, y explotarla sólo en el nivel de autoabastecimiento. Soy matemático y él, químico. Nuestras labores se complementan, así que no habíamos considerado necesario el separarnos luego del fallecimiento de nuestros padres, aunque él se hubiera casado y tuviese ya una hermosa niña. Su esposa me simpatizó desde un principio y pese al dicho de que a los solterones nos resulta difícil convivir con las cuñadas, ella jamás me importunó ni se inmiscuyó en mis cosas, ni yo creo haberla molestado. Por el contrario, reinaba entre nosotros absoluta armonía y colaboración. Compramos, entonces, cinco hectáreas en Susana, una localidad cerca de dos ciudades: San Francisco y Santa Fe. Nos entregaron la propiedad con tres vacas lecheras, algunos cerdos, patos y el gallinero colmado. La cosecha de alfalfa había sido levantada hacía poco y el campo quedó arado. Como valor adicional, el ex propietario nos había dejado un antiguo tractor Deutz y algunos implementos, con la única condición de que le proveyéramos de leche, huevos y hortalizas todos los días. Era un matrimonio de ancianos, cuyos hijos -nos dijeronvivían en la ciudad. Se habían reservado media hectárea lindante con nosotros para terminar sus días en paz. Pronto finalizamos las modificaciones necesarias para instalarnos. La casa central la ocupó mi hermano, casi tal como estaba; yo tomé un galpón que había sido depósito de herramientas, le puse nuevo techo, le agregué un baño y me instalé cómodamente, con un panorama bellísimo a mi alrededor. En el espacio que mediaba entre las dos construcciones -unos cien metros-construimos su laboratorio y mi estudio. Uno de los argumentos que nos convenciera para adquirir el campo, había sido la profusión y variedad de su arbolado. Alguien desconocido, muchos años atrás, había planificado con amoroso - 76 -

esmero este aspecto de la finca. Tilias, sophoras y catalpas se combinaban en una edificación vegetal, con especies más conocidas como fresnos, sauces y araucarias, en los primeros mil quinientos metros cuadrados que rodeaban el casco. Los lindes habían sido determinados con una prieta cortina de casuarinas que creaba, pasando el portón de entrada, un clima aparte, silencioso y calmo. Precisamente aquel extraño clima, como el de un mundo distinto donde rigieran otras leyes físicas había sido -según lo pensáramos al principio-, lo que daría pie a todas esas leyendas que circulaban entre la gente más sencilla. Leyendas que hablaban de extrañas fuerzas, sonidos imprecisables, luces, desaparición de animales y hasta de personas en su limitado perímetro. Por nuestra formación no podíamos creer en esas patrañas. Recuerdo que sonreímos, con mi hermano, cuando un poblador nos contó todo aquello en un boliche de las cercanías. Lo cierto es que el asunto nos favoreció cuando llegó el momento de arreglar el precio; pagamos apenas quinientos australes la hectárea, en una zona tan hermosa y sólo mil adicionales por las construcciones y mejoras. Aquí la gente es muy supersticiosa. Sin embargo, los acontecimientos posteriores iban a darles, tristemente, la razón. 2 He dicho que la propiedad se destacaba por sus árboles. Habíamos visto por el camino, desde Santa Fe, fincas muy cuidadas, rodeadas de fondas -por lo general coníferas y eucaliptus-pero ninguna como ésta. Ninguna con la variedad, abundancia y gusto en la plantación que se había ejercicio aquí. Había hasta una sequoia, inmensa, muy raro ejemplar en estas latitudes, que era la delicia de los visitantes y nuestro orgullo. Para aprovechar la sombra de un hermoso sauce, decidimos construir a su lado la vivienda de nuestro peón y su familia. Habíamos contratado, por un sueldo módico, a un hombre de campo, para la atención de las labores de mantenimiento y producción. Era un muchacho de veinticinco años, que vino acompañado de su esposa y un hijito de cuatro años. El niño, que jugaba con mi sobrina -un poco menor que él-era la chochera de sus padres. No se si por abstención deliberada o por alguna otra causa no habían tenido más hijos, hasta el momento. Les entregamos una vivienda sencilla pero confortable, con techo de chapas. En el verano era un poco caliente, lo reconozco. Precisamente por eso la habíamos construido entre un inmenso sauce y cuatro sophoras, que la cubrían - 77 -

todo el tiempo con sus sombras. A su lado, contaban con una agradable laguna. También en este aspecto tuvimos suerte. El hombre era respetuoso y reservado, al igual que su mujer. Ambos trabajaban con aplicación y conocimiento, él en el campo, ella en su hogar. La mujer cocía excelente pan en el horno de adobe que se habían construido. No teníamos, entonces, necesidad del pan industrial. Respecto de las habladurías sobre los espectros del campo, no parecían preocuparse demasiado (aunque ésto es difícil de precisar, pues nuestro criollo de tierra adentro es extremadamente parco y no se puede saber nunca lo que realmente piensa). Sólo un detalle nos indicó que ellos también temían algo. Manuel -así se llamaba el hombre-me pidió un día permiso para fabricar un “bendito”, al lado de la casa. Por supuesto, lo autoricé. NO me causó mucha gracia el asunto -debo decir que soy agnóstico, y considero que residen en las supersticiones muchos de los motivos del atraso de nuestro pueblo humilde-, pero respeto las creencias de los demás, por absurdas que me parezcan. Aunque, después de lo que sucedió, confieso que muchos de mis criterios han vacilado, pese a seguir convencido de que se trató de fenómenos explicables por algún tipo de raciocinio, desconocido aún para los humanos, pero alcanzable, en alguna etapa posterior de nuestro desarrollo. Bien. Estábamos en que Manuel había resultado una muy buena adquisición. A las seis de la mañana -fuera invierno o verano-ya estaba ordeñando. A esa hora ya había alimentado a los cerdos y las aves. Enseguida, luego de soltar las vacas y dejar los bidones llenos de leche para nuestro consumo, partía en su bicicleta a llevársela para los viejecitos. Todo el día se ocupaba del campo, sea en tareas de siembra, desmalezamiento y riego, o reparando alambrados y máquinas. El hallaba siempre algo de lo cual ocuparse. Cuando era necesario (en épocas de cosecha o cultivo intenso), estaba autorizado a contratar cuatro o cinco ayudantes. Nos aconsejó invertir en alfalfa, paja para escobas y tomate platense; tuvimos buenas cosechas. Por cierto, nosotros retribuimos muy bien estas ganancias imprevistas que nos trajeran sus conocimientos. Con el plus que le otorgamos, Manuel compró un televisor para su hogar. Mi hermano y yo trabajábamos en la universidad de Santa Fe, practicando la docencia y en tareas de investigación. Eramos autores, además, de algunos textos de matemática moderna y química para los ciclos secundario y terciario, que habían tenido mucho éxito. La - 78 -

editorial se había ocupado, por lo demás, de promocionar estas obras (tal vez con cierto exceso). Los ingresos provenientes de nuestras actividades y los libros nos permitían vivir, sin lujos, en una moderada prosperidad. Mi hermano poseía su cochecito europeo, al igual que yo, y habíamos adquirido una camioneta gasolera que nos permitía traer mercaderías de la ciudad, usándola en el resto del tiempo para tareas del campo. Nuestro cotidiano traslado a Santa Fe no nos insumía más de 40 o 50 minutos. La ruta era muy buena. Habíamos encontrado, al parecer, el lugar ideal para vivir. El silencio, la parsimonia de la gente con quienes ocasionalmente uno se hallaba, el clima, benévolo, el aire libre que respirábamos, proporcionaban una tranquilidad hasta entonces desconocida por nosotros, ex-habitantes de urbes ruidosas y pobladas. Yo había engordado tres kilos en seis meses. Notaba también a mi cuñada y su hijita con los semblantes más colorados y rozagantes. El rostro de mi hermano, de natural rubicundo pero hasta ahora pálido, había adquirido el tono de la zanahoria madura y su pelo lacio brillaba como el oro. Pudimos elaborar allí -al fin-una obra en que cifrábamos grandes aspiraciones profesionales: un tratado sobre entropía, que nos permitió consignar una serie de enfoques novedosos y descubrimientos a los cuales habíamos arribado casi jugando -pues este campo escapaba a nuestras disciplinas específicas-pero considerábamos imprescindibles para el ámbito de la investigación científica. Como decía, pues, nos sentíamos altamente satisfechos con la propiedad adquirida. Estábamos pensando ya que en aquel lugar nos enterrarían. Justamente entonces comenzó todo aquello. 3 Fue una mañana fría. Me encontraba observando un árbol a través de la ventana, pues creía haber hallado en él algo extraño. Era una grevilea alta y elegante. Me llamó la atención una especie de niebla, de forma ovalada, que parecía flotar en medio de sus ramas, atravesando el follaje. Tenía el aspecto de una nube, pero era imposible que de haberlo sido estuviera tan baja. La neblina suele tomar algunas veces apariencias caprichosas. Pero por lo general se forma en lonjas largas, tiene el aspecto de humo flotando y produce la impresión de deshilacharse en los extremos. Esto, como he dicho, tenía la forma de un óvalo casi perfecto. Podría comparárselo con un gran huevo de humo. Estaba reflexionando sobre este asunto cuando - 79 -

se aproximaron a toda carrera dos chanchitos. La cerda gris había tenido cría, hacía poco; era evidente que estos cachorros habían escapado durante la noche por las rendijas del corral. Escuché los gritos de Manuel, que venía corriéndolos. Al pasar los animalitos por bajo del árbol sucedió algo inaudito. Descendió un pedúnculo alargado, una especie de brazo gigantesco, que partió del huevo de humo a una velocidad increíble y se tragó a uno de los chanchitos. Digo se lo tragó, pues me resulta difícil explicar cómo fue; literalmente lo chupó, lo absorbió, introduciéndolo en su masa etérea; en un segundo el animalito desapareció. Lo vi perfectamente, pues era blanco y su cuerpecito se destacaba con claridad en la semipenumbra del amanecer. Como en un paso de prestidigitación, la niebla borró al animal del mundo de los objetos. Su hermanito siguió corriendo, solo. La niebla se esfumó. Vi enseguida llegar a Manuel, mirar a uno y otro lado, rascarse la cabeza y rebuscar entre los yuyos secos. Pensaba sin duda que el chanchito blanco se le había escapado. Miré el reloj: las cinco y cuarenta. Sin poder evitarlo, salí al encuentro de Manuel y le ayudé en su búsqueda. Alentaba esperanzas de haberme equivocado. No hubo caso. El animal no estaba en ningún lado. Manuel se asombró muchísimo de que hubiese huido tan rápido. Prometió batir palmo a palmo el terreno, hasta encontrarlo. No le dije nada de lo que había visto desde la ventana, por temor a que me creyera chiflado. 4 Mi hermano me observó en silencio cuando le narré el suceso, mas sorprendí en sus ojos una chispa de sorna que me fastidió. El cerdito no había vuelto a aparecer, pero el hecho era tan fuera de lo común que costaba creerlo -eso lo reconozco-. Comprendí enseguida el inconfesado escepticismo de mi hermano, y no le hice cuestión por ello. Incluso, aunque jamás tuve tendencia a la imaginería, dudé sobre si no habría mezclado mi percepción matinal con el fin de algún sueño no racionalizado. Pronto los hechos nos iban a demostrar la rigurosidad de mi primera observación. Empezaron a desaparecer animales. Primero, un par de gallinas. Luego, un cerdo de dos años. Finalmente, un hermoso cabrito, que Manuel estaba engordando para el cumpleaños de mi sobrina. Esta era una zona de colonos piamonteses, gente un poco rústica, pero rectos a - 80 -

carta cabal. No había que pensar siquiera en robos por parte de los vecinos. Manuel, ansioso por hallar culpables, lo hizo en una tribu de gitanos que habían plantado sus carpas, hacía poco, cerca del pueblo. Yo sospechaba con temor sobre la repetición de lo que había visto aquella mañana. Unicamente lo conversé con mi hermano, quien pareció esta vez seriamente preocupado. No quisimos hacer público el asunto, hasta tener algún indicio más concreto. Aunque rogábamos en secreto para que todo terminara allí. 5 Compré un perro lucharniego, recio y de pelaje luciente. Si había alguien que nos estaba robando, él lo iba a descubrir. Lo dejé suelto, luego de hacerle construir una confortable cucha, cerca de las casas. Era un animal muy feroz, como demostró al poner en fuga, con una oreja menos, a un perro vagabundo que intentó apresar una parte de su comida. Una tarde, mi perro se enloqueció. Era cerca de la oración. El perro empezó a ladrar y a aullar de una forma que yo nunca había oído. Salimos -en ese momento estábamos trabajando con mi hermano y mi cuñada-a ver qué le sucedía. El animal se revolvía, cual si le hubiese dado un acceso de chucho; tenía los pelos del lomo tiesos, como un puercoespín. Allí estaba, de nuevo. Era la misma niebla que yo había visto. Despedía una leve fosforescencia. Flotaba, a unos tres metros de altura, entre la ramas de un bello y enredado ficus. Quedamos allí un rato, asombrados y atemorizados ante la aparición. Se había formado un grupo apreciable de testigos -mi hermano y su mujer, Manuel, su esposa y la cocinera, que acababa de llegar, aparte de mí mismo-, así que no podían quedar dudas ya. El perro ladraba desde unos cinco metros de distancia, sin acercarse. Presuroso, saqué un trozo como de cuarto kilo de lomo crudo del depósito y lo tiré junto al tallo del árbol, para animarlo. Pero el lucharniego no se acercó. ¿Tanto temor le infundiría aquello? Tomé mi automóvil y corrí a buscar a la policía. Cuando regresé, con el patrullero por detrás, ya no estaba. Se había ido -nos contaron-, desplazándose con lentitud por el aire, hasta desaparecer. El oficial tomó nota de la narración, mientras los agentes inspeccionaban el lugar. Pero el asunto era tan inusual, que no quiso decirme si habría alguna posibilidad de éxito en caso de iniciar alguna acción. Por de pronto, nos prometió que el “móvil” se daría una vuelta, todas las - 81 -

tardes, para ver si se producían novedades. A nadie tranquilizó esto. Pero al menos teníamos la impresión de “estar haciendo algo”. Aquel incidente me llevó a cometer un acto del que guardo aun remordimientos. Molesto por la actitud poco beligerante de mi perro, compré una cadena larga y lo até a un árbol, en el lugar donde había mayor concentración de ellos. Pensé en obligarlo así a estar cerca del huevo de niebla, cuando apareciera; estaba convencido -no sé por qué causa-de que el mastín lograría capturar alguna cosa. Nunca me arrepentí lo suficiente. En una noche muy fría me despertaron sus ladridos. Parecía enfurecido y aterrorizado, igual que la vez pasada. Me dispuse a salir; encendí el velador para buscar mis pantalones y las botas. Mas repentinamente dejó de ladrar. Dudé unos instantes sobre la conveniencia de salir o no. El intenso frío -estaban los cristales empañados-, en contraste con la tibieza de mi lecho, influyeron decisivamente en mi decisión de quedarme, autoconvenciéndome de que había sido otro animal la causa del enojo de mi perro. Sin hacer más caso del asunto, me dormí. Por la mañana, cuando fui a curiosear por la arboleda, mi corazón dio un vuelco. El perro ya no estaba. La cadena, perfectamente atada al árbol, había quedado, formando una “ese”, en el suelo; el grueso collar de cuero estaba intacto... pero vacío. En el acto imaginé lo sucedido -fue lo peor. Me sentí como un verdugo. 6 La cocinera -contratada para cumplir únicamente dos horas al mediodía y dos al atardecer-, venciendo su timidez le pidió a mi cuñada que la liberara del compromiso de venir a la tarde. Su casa era distante para la velocidad de su bicicleta y se le hacía de noche en el camino. Ofreció trabajar esas dos horas por la mañana o luego del almuerzo, dejando cada día la cena preparada, de modo que nosotros tuviéramos únicamente que introducirla en el horno o calentarla en la hornalla de nuestra cocina a gas. Más por evitar que este asunto adquiriera matices dramáticos que por verdadera necesidad, hicimos grandes esfuerzos para convencerla de lo contrario. No nos hacía ninguna gracia que se empezara a difundir una historia macabra sobre nuestra finca. Decidimos afectar la camioneta para transportarla. Pese a que vivía a menos de un kilómetro, Manuel iría a buscarla, todas las tardes y la llevaría, de

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regreso, hasta la puerta de su casa. Aun frente a la evidente ventaja de este sistema, la mujer se mostró vacilante para aceptar. Sin embargo, en el pueblo ya habían comenzado a rodar las versiones. Había un boliche viejo, en donde se reunían a conversar y jugar al truco o al billar los hombres. Era el principal centro informativo de Susana. Allí fui, una tarde de sábado, con el afán de averiguar algún dato que me orientara. No fue fácil. Si bien me aceptaron enseguida, los chacareros tenían reticencia por temor a hacer el ridículo ante mí. Me consideraban “un profesor”, y no querían que los tomara por supersticiosos ignorantes. Por fin, luego de que hubiéramos vaciado dos botellas de caña “Legui”, uno de ellos se animó a hablar. Era un gringo como de sesenta y cinco años, con los ojos azules pequeñitos y la piel cuadriculada y roja de los piamonteses. Me contó una historia descabellada. Según ella, habitaban el lugar que me había tocado en suerte criaturas antiquísimas, tal vez originadas con la misma tierra. Traía a colación, para corroborar su tesis, la versión de su padre sobre un extraño accidente que sufriera un amigo suyo, alrededor de 1924. Ellos pertenecían a una de las primeras camadas de inmigrantes que habían recibido parcelas cerca de allí. El muchacho, de unos veintidós años, empezaba un noviazgo con la hija de otro inmigrante. Seducido por la privacidad que ofrecía la arboleda que muy luego me pertenecería, se habían dado cita con la chica allí. Eran cerca de las seis de la tarde cuando llegó (él narraría eso después). Lo cierto es que su noviecita no lo halló. Estuvo un rato llamándolo por su nombre, en la creencia de que andaría por entre los árboles, pero el novio no apareció. Molesta, regresó a su hogar. Pronto se trocaría su despecho en aflicción, pues el joven realmente desapareció. No volvió a su casa esa noche, ni al día siguiente. Cuando la ausencia se prolongó por dos días, sus padres y un grupo de amigos fueron a denunciar el hecho al destacamento policial. No eran gente dada a excesos ni aventuras y el muchacho jamás se había ausentado antes sin avisar a sus padres. Se investigó el raro asunto con cuidado; pero los esfuerzos policiales fueron vanos. No pudieron encontrar al desaparecido. Desesperados, los padres dieron parte a la Policía Federal. Enviaron entonces desde Santa Fe a dos oficiales; pero obtuvieron el mismo resultado: ni rastros del muchacho. Finalmente, no hubo más remedio que archivar el caso. Dos años después, hallaron un vagabundo con el pelo largo y barba, en el camino que une Porteña con Brinkmann, y resultó ser el - 83 -

muchacho. Divagaba, creyéndose un profeta. Comenzaba hablando de un mundo surreal y armonioso, donde no existían límites materiales entre los seres, para terminar vaticinando el fin calamitoso y próximo de la civilización humana. Pese a que se negaba a reconocer parentesco alguno con nadie, sus padres lo convencieron para que aceptara recibir de ellos protección y alimento. Por espacio de seis meses vivió bajo su techo. Fue en ese período que algunos colonos sagaces consiguieron construir, hilvanando trozos de narración que lograban arrancarle en el transcurso de agotadoras charlas, una síntesis de su increíble aventura. Todo había comenzado cuando, la tarde de su cita, se había sentido atraído por una forma extraña y un sonido que descubriera entre las frondas de un sauce. Tenía el aspecto de un descomunal huevo, compuesto por niebla u otra substancia parecida, del cual emanaba un sonido similar a un silbo. Se acercó, por averiguar lo que podía ser aquello. Alcanzó a ver una especie de prolongación humosa, que se adelantó con gran velocidad hacia él y luego perdió el conocimiento. Cuando despertó nuevamente su conciencia, se halló en un escenario insólito. Por todas partes flotaban formas, de diferentes tipos. Unas hacían recordar a los relojes de arena, otras a perlas gigantescas, algas, o los cristales del hielo. Se movían en el ámbito, que semejaba una inmensa caverna, atravesándose mutuamente, como si no tuvieran solidez. Los techos se componían de infinidad de minerales preciosos, combinados en sus colores translúcidos cual si hubiesen sido ubicados allí por una mano genial. Zafiro, heliotropo, lapislázuli, amatista y sabzí se acumulaban en la bóveda, formando a trechos estalactitas de plasticidad sublime, que a su mente sencilla trajeron reminiscencias de ciertas esculturas modernas vistas en algún hebdomadario, durante su adolescencia europea. De ese conjunto granado se desprendía una luminosidad multicolor, que atravesando las formas, les infundía matices bellísimos y tonalidades apasteladas, al tiempo que alumbraba de un modo deleitable a todo el recinto. La lentitud flotante de las formas transparentes, la estabilidad pétrea de las paredes, la bóveda multicolor y una especie de incienso que transcurría en volutas, perfumando el aire, dotaban al lugar de una extraña hermosura que llenaba el corazón de paz. El joven no tuvo temor. Plácidamente, se dejó arrullar por la tibieza del lugar, hasta que alguien le habló. Se le explicó que se hallaba en un estado de vida parcial, limitada a su conciencia. Con el objeto de traerlo, se había eliminado en los músculos de su cuerpo todo reflejo y posibilidad de movimiento. Hasta su corazón había sido llevado a la latencia. Esto no se debía a - 84 -

algún tipo de desconfianza hacia él por parte de aquellos que le hablaban -con lenguaje psíquico, no articulado-, sino a la necesidad de preservar la delicadísima armonía del mundo en el cual había sido internado. Allí los movimientos eran tan graduales, tan absolutamente coordinados entre todos los elementos del conjunto, que los modos y desplazamientos humanos (incluyendo la respiración y los latidos del pulso) resultaban atrozmente perturbadores. Se le dijo que permanecería allí por un período, en el cual conocería los usos y costumbres de aquel mundo subterráneo y como contrapartida, él mismo sería escrutado. Lo habían elegido, luego de observarlo, por su sensibilidad y su carácter representativo del estamento social al que pertenecía. No debía preocuparse por narrar nada, aun en el caso de que por simpatía -como constataban-quisiera aportar datos, sino sólo en aprehender todo lo que se le mostraría. Ellos, por su parte, se encargarían de averiguar de su memoria lo que les interesara, sin que él siquiera lo sintiese. Se abrió ante él un universo de conocimientos gratos y edificantes. Se enteró allí que aquellos que le hablaban pertenecían a los orígenes del planeta mismo y eran más antiguos que las formaciones azoicas. Habían sido una especie de seres que poblara la tierra cuando era un caos informe, y habían tenido envidiable cercanía, en los principios, con el Aliento Animador, que en su bondad llegó a cernirse sobre la faz de las aguas. Cuando llegó a ser creado el hombre, en un comienzo convivieron, de la misma manera en que esta especie nueva convivía con gliptodontes y megaterios. Pero una raza feroz -el homo sapiensempezó a proliferar, e implacablemente prevaleció, más y más, sobre todo lo viviente. Los animales más sensibles y los mismos seres que habían nacido con la tierra, no tuvieron otra alternativa que ceder terreno ante el empuje asesino. En el caso de los animales, fueron desapareciendo paulatinamente, por inadaptabilidad. Los seres, debieron abandonar la superficie de la tierra. Hasta hacía pocos siglos habían existido algunas excepciones. Tal era el caso de las regiones habitadas por ciertos aborígenes -huasanes, quichés, en América, bosquimanos en Africa, pandavas en Asia-, que conservaban en sus vidas parte del equilibrio original. Pero los conquistadores sajones, godos, germanos y belgas habían borrado de la faz de la tierra toda región habitable. El mundo se había convertido en lo que era hoy: una superficie vital sojuzgada por una gran banda de aventureros rapaces, que la estaban llevando fatalmente a la destrucción. - 85 -

Desde entonces, los seres se habían replegado hacia las profundidades del planeta. Habitaban cavernas inaccesibles, cerca del núcleo ígneo. Allí existían en equilibrio absoluto, sin contradicciones entre ellos ni con el entorno. Aspiraban a regresar alguna vez a la superficie: con ese objeto mantenían zonas aun bajo su dominio, pese al esfuerzo y desgaste que para ellos significaba. Una de esas era la que me había tocado habitar. Aquellos seres se sentían preocupados por el porvenir de la tierra y hasta de la galaxia. La civilización conquistadora había avanzado hasta un punto antaño inimaginable. Pronto empezarían a apoderarse de mundos en los cuales aún existían los signos de la primigenia armonía universal. Y lo peor, era que se disputarían el terreno a sangre y fuego. Después de siglos de observación y reflexión, los seres habían determinado que la única forma de parar a los humanos era desde adentro de ellos mismos. No eran capaces de destrucción, por naturaleza y psychè, así que la hipótesis de la reconquista estaba para ellos, desde el vamos, descartada. Pero había existido en los inicios una raza de hombres, que por su constitución cerebral fuera sensitiva, no violenta y dotada de una percepción holística. Habían sido destruidos, o incorporados a través de la cruza, por el homo sapiens. Mas sus genes habían sobrevivido a las infinitas mezclas, perdurando en la conformación psíquica de miles de individuos contemporáneos. Sus signos podían reconocerse en una tendencia irrefrenable hacia el arte, la melancolía y los goces del espíritu. A causa de esto, eran con frecuencia llamados “locos” o “irresponsables”, por quienes los rodeaban. Hacia ellos se dirigía, entonces, la acción persuasiva de los seres . Como no podían permanecer demasiado tiempo entre los humanos -la inmunidad que habían logrado a sus armas tras larguísimas ejercitaciones tenía una duración limitada-decidieron “invitar” a los elegidos a conocer su mundo. Tal sentido tenían entonces las desapariciones transitorias de hombres y mujeres. Descontaban que conociendo su armonía y evolución, al volver a la sociedad humana, los visitantes se convertirían en eficaces propagandistas, contra la prosecución del racionalismo conquistador. Esto fue lo que narró el muchacho, quien, luego de medio año, volvió a desaparecer, esta vez para siempre. Sus padres pensaron que se había vuelto demente y lo habían llevado unos cirqueros trashumantes que pasaron por allí, para aprovechar comercialmente sus delirios. Lo lloraron como muerto.

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La historia me dejó pensativo. Era demasiado sutil como para haber sido inventada por esas mentes poco habituadas al razonamiento científico. Las referencias al período azoico de la evolución geológica y a los animales antediluvianos -que habían sido mencionados por sus nombres-, así como a los aborígenes de Africa, América y Asia, denotaban un manejo de cierta terminología por lo común inaccesible o de escaso interés por el medio en que vivíamos. Era improbable, por otra parte, que aquel granjero hubiera leído las obras de aquel científico de la NASA que sostiene, respecto del pitecantrophus, una tesis bastante similar a la adjudicada en el relato a los seres subterráneos. Para salir de la duda, le pregunté si leía muchos libros. Me contestó que no conocía eso, pues apenas había aprendido a leer, de grande, unas cuantas palabras, que usaba únicamente para que no lo estafaran en la venta de sus cosechas. Me retiré del boliche muy tarde, con la cabeza llena de especulaciones. El relato había incentivado extraordinariamente mi imaginación. Ya no pude dormir aquella noche. 7 Me quedaron una serie de interrogantes que a mi juicio ofrecían resultados contradictorios. Pese a lo descabellado del asunto, no dejaba de tener un presupuesto ideológico sorprendentemente persuasivo. Compartía totalmente la idea de que la civilización humana -especialmente en sus últimos tramos-había utilizado una gran carga de violencia en todos sus avances (en el sentido de dominar a la naturaleza). Precisamente nuestro mencionado trabajo sobre la entropía, trataba de aportar información que concurriera al aprovechamiento de los procesos naturales de transformación y producción energética, desechando paulatinamente los métodos tradicionales, como la extracción de minerales perecederos, o la arcaica modificación, a fuerza de dinamita, de los cauces de los ríos. En este sentido coincidía plenamente con aquellos seres: debíamos buscar un estado de armonía dinámica, entre la acrecida humanidad y el medio que le servía de base. O terminaríamos destruyéndolo y destruyéndonos a nosotros mismos, en corto plazo. Pero, ¿por qué, de ser sus objetivos nobles, no tomaban contacto con nosotros de un modo más directo? Había hombres de ciencia, periodistas, escritores, directores de cine, de elevado nivel y sensibilidad, a través de quienes ellos podrían haber iniciado una - 87 -

verdadera campaña mundial de comprensión mutua. Personalmente, sin ser una lumbrera, me consideraba capaz de sostener un diálogo de ese tipo. Mas si su método sería el secuestrarme, sin la intervención de mi voluntad, haría cuanto estuviera a mi alcance por evitarlo. La manera que usaban ellos de conocernos era ya, en sí, una forma de violencia. Independientemente de lo dudoso de su selección (el único caso conocido por mí era el de un simple chacarero), había una contradicción esencial entre su prédica de paz y su sistema de secuestrar y reducir a la muerte cinética a la gente. Por otra parte, si su problema era la civilización creada por los humanos, ¿para qué secuestraban animales? Se podía alegar a su favor que éstos pertenecían también al orden establecido por los hombres y por lo tanto poseían o habían adquirido en sí características que los hacían partícipes de la carga de violencia inmanente a la sociedad. A mí no me parecía demasiado sólido este argumento. Lejos de tranquilizarnos, la historia escuchada en aquel boliche que enseguida repetí ante mi hermano y su esposa-tiñó de mayor tenebrosidad a todo este asunto. Nos pareció que estábamos ante fuerzas o seres de un poder terrible. Fuerzas que no vacilaban en convertir a un joven y saludable ser humano en un loco, no podían ser beneficiosas. Al menos, no para nosotros. 8 Esta impresión se acentuó cuando fui a visitar al viejo que me vendiera la finca. Había desaparecido de una manera harto extraña. Me habían dicho -repitiendo rumores populares-que aquel viejo habría mantenido relaciones cordiales con los seres. Ello explicaría su permanencia en el campo durante tan largo tiempo, sin que jamás manifestara haber tenido problemas. Las versiones sostenían que el matrimonio integraba el selecto grupo de humanos a quienes se permitía ir y volver a aquel mundo subterráneo sin inconvenientes. Pero estas versiones rozaban el plano de la ficción cuando se atrevían a afirmar que sus dos hijos -varón y mujer-habían sido el producto de un concertado experimento. Este consistiría en la fecundación -utilizando la inoculación de genes extrahumanos en los testículos del hombre-de una raza mixta. Era la única forma que aquellos seres habían hallado para posibilitar la convivencia entre los individuos de la especie humana con los de las profundidades. La prueba de ello -de la mixtura biológica de los hijos del viejo-, la prueba sería que, al llegar a cierta edad de su adolescencia, ambos se - 88 -

fueron, para no volver jamás. Eran patrañas, según los pobladores, aquello de sus estudios en la ciudad. Si así fuera, ¿por qué no se los había visto aparecer, ni los fines de semana -como habitualmente hacían los estudiantes-, ni en las vacaciones, siquiera para saludar a sus padres y verlos por unos días? Iba decidido a introducir estas preguntas en la conversación con el viejo, bien que con el tacto necesario como para evitar indisponerlo en mi contra. Aunque ello me representara perder toda la mañana. Pero al llegar a la vivienda encalada me encontré con una escena que me sobrecogió. La puerta estaba abierta. No se oía ningún ruido, más que un suave silbido como el del agua al hervir. Después de golpear las manos por cuatro veces me decidí a entrar. No había nadie. La cocina, limpia, ostentaba ese moderado desorden común en los lugares habitados hasta recién. Las ventanas estaban abiertas, con sus persianas trabadas con un taco de madera en las bases y el aire tenía olor a hojas de eucaliptus. Dos de las cuatro sillas de algarrobo formaban ángulos diedros con la mesa; sobre ella había un bastidor circular de madera cubierta por una tela bordada a medias y un ejemplar dominical de “La Voz de San Justo”, abierto en la página de los clasificados. Allí habían estado los ancianos hacía poco. Era evidente. Sobre la hornalla encendida, una cafetera se sacudía echando por el pico una nube de vapor. Levanté la tapa: contenía una infusión que no reconocí. De allí provenía el chillido. Apagué el fuego de gas, para preservar el contenido de la cafetera. Sin duda se habían olvidado de hacerlo al salir. Ello mismo determinaba -según mi criterio-que no habían ido lejos. Convencido de ésto, me senté a esperarlos. A poco de hacerlo, comenzó a sucederme algo curioso. Me empecé a sentir incómodo y embargó mi ánimo un creciente sentimiento de temor. El silencio era tan total, que una suave brisa levantándose del noroeste produjo, al agitar la hoja de la persiana, un sonido chirriante, que se me antojó fuerte en exceso y me resultó intolerable. Descubrí un olor desconocido, acre, que no era el de la infusión en la cafetera; ello adquirió para mí un sentido ominoso cuando pensé que las hojas de eucaliptus podrían haber sido quemadas para ocultarlo. De todo el ambiente parecía emanar la sugestión de un peligro oculto, una energía adversa, que se escondía entre los objetos. Daba la impresión de que su mismo orden, al parecer casual, había sido organizado para acechar a un posible intruso. Había algo de agresivo en los planos tangentes a las sillas, los trastos del aparador, la sartén y los demás objetos, al punto de figurárseme al observarlos una inanimada

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formación de combate, que orientara sus aristas más agudas hacia el lugar elegido por mí para sentarme. Molesto, me levanté. Entonces noté algo, que me llevó a huir con presteza de allí. No estaban presentes en ese lugar ninguno de los ruidos habituales en una casa de campo. No se oían cantos de pájaros, hozar de chanchos, aletear de abejas en el aire. Los perros no habían venido a ladrarme. Salí a la puerta y el sol de la mañana iluminó ante mí un paisaje inmóvil. Miré el corral de los chanchos: vacío. Los perros estaban, con seguridad, ausentes. No había un solo pájaro en los árboles, que se erguían en mi derredor como gigantes congelados. Hasta sus tonalidades habían adquirido algo de ultraterrenal. Me fui de allí lo más rápido que pude. Aquello estaba muerto... pero con una muerte más honda que la de los mortales. Denuncié el hecho a la policía. Al día siguiente, cuando concurrí a declarar, me enteré de que en toda la región no se habían hallado rastros de los ancianos.

9 Casi no hace falta decir que todos quienes habitábamos la finca entramos en un estado de ánimo angustioso. Yo y mi hermano pedimos licencia en la universidad, para tratar de hallar un plan de acción apropiado. Mi cuñada dejó totalmente su trabajo de computación. No podía concentrarse. Además, ahora debía hacer la comida, pues la cocinera renunció. No habíamos podido convencerla para que siguiera trabajando, aunque la fuésemos a buscar todos los días hasta su casa. Por más que pusimos avisos en todos los lugares visibles del pueblo, nadie se presentó a cubrir su puesto. El peón nos siguió siendo fiel, pese a que su esposa pugnaba por disuadirlo de continuar habitando allí. Hasta que sucedió el terrible hecho con que culminó esta situación, del cual guardo un recuerdo morboso y una sensación de culpabilidad atroz, que aun hoy me atormenta. Las formas no habían aparecido, por espacio de unos dos meses. Con el optimismo interesado de quien desea un cierto curso en los sucesos, trataba de convencer a todos -empezando por mí mismo-de que los extraños globos de niebla con forma oval no iban a regresar. Pero la realidad se aprestaba a propinarme una tremenda bofetada.

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Fue en una mañana hermosa de la estación primaveral. Me encontraba leyendo el diario, cuando escuché un alarido de mujer. Salí, dejando todo, y me precipité hacia el lugar de donde provenía el alarido. Era en la casa de Manuel; la que gritaba era su mujer. Miré hacia el árbol -aquel bello sauce que se elevaba junto a la casa con techo de chapa... allí estaba. Como un zeppelin fantasmal, el huevo de niebla flotaba, con reflejos azulados bajo el sol, entre las alargadas hojas. La mujer, en la ventana, parecía paralizada por el horror. A la sombra del árbol, justamente bajo la forma de niebla, jugaba su pequeño hijo. A partir de allí todo sucedió como en un quinetoscopio cuya manivela fuese movida a gran velocidad. Mientras la mujer atinaba sólo a gritar, apareció Manuel corriendo, desde la puerta de la casa; en ese momento, la prolongación fatídica partió, con gran velocidad, desde la forma hacia el niño; con un salto increíble, una décima de segundo antes de que lo alcanzara, Manuel se echó sobre su hijo y lo cubrió con su cuerpo. Pero desaparecieron los dos, devorados por el pseudópodo succionante. No supimos qué hacer. La forma, como un monstruoso animal de presa satisfecho, empezó a abandonar lentamente el árbol y a alejarse. Mi hermano que había venido con la escopeta no se animó a disparar, por miedo a herir a Manuel y a su hijo, si estaban adentro. Finalmente lo hizo; pero aquel ser perverso ya estaba lejos, confundiéndose con las lejanas nubes y el aire rosado del horizonte. Debimos llevar a la mujer al hospital de urgencia, pues se había quedado muda, crispada por un colapso nervioso que le impedía cualquier movimiento autónomo. Nunca olvidaré el llanto y los insultos de aquella madre -los soporté sin una palabra-cuando volvió en sí. Creo que después tuvo que ser internada en un hospital psiquiátrico. No hubiera resistido el volver a verla; por eso, encargué a un amigo entrañable ocuparse de ella, para lo cual yo le asignaría una suma, con regularidad. Le pedí también que no me contara nada de la pobre mujer, hasta que yo se lo pidiera. No me he atrevido aún a hacerlo. 10 Hasta aquí la narración de los sucesos que desbarataron la apacibilidad de nuestras vidas. He eludido por algún tiempo la divulgación de ésto, por el temor a que me tomaran por loco. Pero es una carga que ya no soporto. Consideraría de un irresponsable

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egoísmo el no intentar, al menos, advertir sobre el peligro que entraña aquel lugar. Nosotros ya lo hemos abandonado, pero es posible que en cualquier momento alguien se sienta tentado a ocupar las instalaciones y viviendas, aunque nos neguemos a transferirlas. Lo hemos conversado muy bien con mi cuñada y mi hermano, luego de lo cual, desafiando todo escrúpulo, decidimos publicar, en todos los diarios importantes del país, el siguiente aviso:

Peligro

No sé si ésto tendrá algún efecto. La gente de hoy en día incluyénd onos, hasta que Los propietarios nos ocurrió todo lo narrado-tiene tendencia a ser escéptica sobre este tipo de historias. Pero al menos creo que servirá para tranquilizar, un poco, nuestro sentido ético. Si usted acierta a pasar por una propiedad arbolada y de buen aspecto, situada en la localidad de Susana, provincia de Santa Fe, a un kilómetro y medio del “Bar y billares Don Casimiro”, entre las fincas de las familias Amanttini y Buriotto, por favor: NO ENTRE. Allí existe un peligro latente, que produjo la desaparición de animales y personas. Si pese a nuestras advertencias, alguien sufre un accidente en ese predio, queremos dejar en claro que será únicamente por su propia responsabilidad.

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El día potencial

El hombre abrió la puerta de su casa y salió a la niebla de la calle. Pensó: "qué pesada está hoy la neblina". Los edificios y la vereda parecían flotar. A esa hora ya había mucho movimiento, de gente que iba y venía, de camiones, taxis y colectivos. Eran las ocho y media. A dos cuadras, cerca de la esquina, había un prostíbulo. Pensó en la ironía de aquellas muchachas, "trabajando" a plena luz, allí. Enfrente, plazoleta de por medio, había un jardín de infantes. Y entre ambos, al borde de la plazoleta, una parada de colectivos, donde esforzadas amas de casa esperaban con sus bolsas sobreorladas por los vegetales, mirando trabajar a las yiritas. La niebla ocultaba a medias los objetos, como en un sueño. De lejos vio la miniminifalda roja de una de las chicas, asomando. Su compañera permanecía semioculta; se veían las dos cabelleras rubias, a diferente altura, sacudiéndose con los movimientos pásmicos de las mujeres. Aun sin verla del todo reconoció a la de minifalda roja. Era una muchacha muy joven, alta, bonita, de piernas perfectas: digna de figurar entre las gatitas de Porcel. El hombre se dijo que algún día hasta podría ser capaz de inducirlo a entrar; era bonita de veras. Se preparó, con una sonrisa interior, a recibir las cotidianas invitaciones de las chicas. -Buen día-, las saludó. -Buen día tesoro- contestó la más bajita. -¡Papá!... ­¡Vení!... ­No seas malito!... ­¡Vení, vení, que te como entero, papito!... -exclamó con chasqueante susurro la gatita que a él le gustaba. Se sintió halagado por aquel tratamiento, declinando pensar que era el habitual, por parte de las muchachas, hacia todo transeúnte varón. Entonces fue que sucedió el primer fenómeno. Cuando iba a posar de nuevo sus ojos en las piernas perfectas, las dos muchachas desaparecieron. Con un "flop", como cuando se desinfla un globo, todo el edificio del prostíbulo desapareció. El hombre se detuvo alelado. Atinó a estirar la mano, para probar si era cierto aquello. No pudo palpar nada. En el espacio que antes ocupaban el flaco edificio de dos plantas y las chicas, ahora se había formado un vacío oscuro, inundado de niebla. -Estaré soñando…- pensó el hombre. Y miró hacia el frente, asumiendo un instante el aspecto de quien pide ayuda. Mucha gente - 93 -

esperaba el colectivo. Un grupo de niños jugaban con su maestra, en la plaza. Al parecer nadie había visto lo que sucediera. El mundo estaba en orden; con excepción del prostíbulo y las chicas, todo seguía en su lugar. Decidió seguir caminando por la vereda neblinosa. La palma de su mano, apretando con exceso la manija del portafolios, empezó a humedecerse. Le dieron ganas de fumar. Tentó en el bolsillo de su saco una forma rectangular; la extrajo. No. Era el portadocumentos. ¿No había puesto los cigarrillos en el bolsillo antes de salir? Miró mecánicamente la foto polaroid: Nombre: Alberto Uno. Fecha de nacimiento: 19/09/49. “Nueve, nueve, nueve. Tres veces tres, por tres”, pensó. “Veintisiete. Otra vez nueve.” Ah. Ahí estaba el quiosco del gringo Pistarini. Se acercó a comprar cigarrillos. El gringo leía el diario. -¿Cómo le va, profesor? –dijo. -Bien, ¿y a usted? Demé un Parisién. -¿Vio lo del crimen de La Calera? ¿Sabe quién había sido? ¿Se acuerda del muchachito ese tan elegante, de aquí a la vuelta, el que vivía sobre Lavalleja? –le comentó sin pausa el gringo, ansioso por compartir la noticia. Alberto Uno se interesó. -¿Cuál, el buenmocito ese? –averiguó, mientras quitaba la cintita al paquete. -¡Ese, ese! ¿Se acuerda que todo el mundo decía, qué buen muchacho, tan educado, los padres deben estar orgullosos, trabajaba y estudiaba abog… Alberto Uno levantó los ojos, sorprendido por la interrupción. No estaba. El gringo no estaba. ¿Cómo podía ser? Metió la cabeza dentro del local, tratando de no aplastar con el pecho las cajas de caramelos y pastillas, pero no. Verdaderamente no estaba. Le volvió a la mente lo de las prostitutas. ¿Qué estaba pasando? Olvidándose de fumar, decidió seguir caminando, aunque con paso lento. Guardó el paquete en el bolsillo del saco. La calle Rodríguez Peña se poblaba de gente que iba y venía. Era una linda mañana. El sol destellaba, alto ya… pero esa niebla… Era extraño que a esa hora se mantuviera. Se solazó mirando a la gente presurosa, en la acera de enfrente, por entre el tránsito veloz de doble mano. Una muchacha con falda marrón y medias amarillas. Un viejo flaco, de chistera y flor en el ojal… ¡qué personaje!… Un… ¿qué - 94 -

pasa?… otro desaparecido… El gordo monumental, que caminaba haciendo a la gente abrirse a su paso como las olas de un acorazado… no estaba. Pero si él lo venía mirando. ¿Y qué sucedía, que la gente no decía nada, nadie ni se mosqueaba? Se detuvo un momento y se tocó la cabeza. Dura de gomina. “Qué carajo pasa”, pensó. “Me estoy tarando yo, o qué. Aquí está pasando algo. No me falla la vista, porque a la casa de las yiras la quise tocar, y no había nada.” Siguió caminando, cada vez con menos velocidad. ¿Qué haría? ¿Iría a trabajar o se volvería a su casa? Se hacía tarde. A las nueve y diez tenía la primera hora. Las cosas estaban desapareciendo. Tenía miedo. ¿Y si desaparecía el suelo bajo sus pies? ¿Adónde caería? No, no podía ser. Algo estaba fallando en su mente. Mucho trabajo. Mucha lectura. Pero el argumento le pareció ficticio. Él no trabajaba en exceso. Y lo único que leía aparte de textos resumidos sobre su materia eran historietas. Eso podía ser. El Eternauta. Había leído hacía poco, dos veces, el libro completo de El Eternauta. Solano López, Héctor G. Oesterheld. Pero, ¿podía haber influido tanto en su mente?… Decidió seguir caminando. Era obstinado. Como cualquiera. Es más fácil ser obstinado que no serlo, pensó. Y vio que desaparecía un auto, y otro, pero siguió. Como los perros alemanes a los que ponían una granada al cuello y se iban hacia los tanques, pensó. De repente apareció ante sus ojos la magnífica vista del puente Avellaneda. Anchísimo sobre el río, gente que iba, gente que venía, autos; un mundo bullendo sobre el puente. Dos Córdobas, una de aquel lado, otra, más provinciana, para éste lado del puente, pensó… qué raro… En ese momento desapareció el puente. Enterito, como si se lo hubiera engullido el aire. No lo podía creer. Superado su temor por la curiosidad, caminó más rápido, para ver qué había sucedido. Llegó al borde mismo del vacío, adonde había estado el puente antes, y nada. Se agachó y tocó… no había nada. Pero la gente iba y venía, por el vacío, y los autos. Pasó a su lado un muchacho en bicicleta; lo más campante, siguió por sobre el vacío, sin caerse en absoluto. Acompañándolo con la vista lo vio empequeñecerse hasta llegar al otro lado, doblar a la derecha y perderse en la ciudad. Como un conejo hipnotizado por la serpiente se dispuso a probar consigo mismo aquel portento. Acercó un pie al hueco; luego otro… y se cayó al abismo. Milagrosamente, logró aferrarse con los dos brazos al borde del pavimento, su mano izquierda se atenazó al pie metálico de la baranda... Dos hombres y una señora lo auxiliaron presurosos. Pronto se formó un nutrido grupo a su alrededor. Lo ayudaron a - 95 -

levantarse, la señora le limpiaba el saco con la mano, un hombre decía “no se amontonen, por favor, aire, aire”, otro decía: “a ver, paren un auto”, una mujer elegante le preguntó: “¿Se siente bien, señor? ¿Quiere que lo llevemos al hospital?” “Es un desmayo nomás, ya le pasó”, decía otro. Lo miraban con curiosidad. -Diganmé, ¿ustedes no ven nada?… en el puente… -exclamó Alberto Uno, pero algo que percibió en los ojos que le observaban le aconsejó no seguir en esa cuerda. En el acto cambió de discurso: -Me pasa con frecuencia últimamente… -dijo-. Mucho trabajo… Me agarró un mareo, veía todo borroso…-. Por suerte, las miradas se tornaron comprensivas. -¿Quiere que lo acerquemos hasta su casa? –preguntó la señora elegante. -¡Gracias, gracias! –replicó Uno-. ¡Ustedes son tan amables! ¡Les agradezco mucho pero volveré caminando, vivo aquí, a tres cuadras! ¡Gracias! Caminó presuroso sin mirar a los costados, sin hacer caso a los vacíos cada vez más numerosos que advertía a su paso. Al fin, llegó hasta la puerta de su hogar. Abrió, se dirigió directamente a la habitación. Allí estaba Elena, durmiendo aún sobre la cama ancha. Menos mal. El camisón se le había levantado casi hasta la cintura, su pierna derecha formaba una gloriosa “V”, con el flanco interno del pie afirmado sobre la rodilla izquierda. Sin proponérselo, se encontró adelantando la mano. Bruscamente se detuvo. Tuvo miedo de que ella también desapareciera. Entonces, vestido como estaba, se acostó sin tocarla, a su lado, y puso el portafolios sobre las piernas. Durmió cinco minutos. Se despertó sobresaltado, pero Elena seguía allí. Apenas había modificado en unos grados el escaleno curvilíneo que formaba con sus piernas. En ese momento él se movió. Elena se dio vuelta, y lo miró. -¿Qué te pasa, loquito? –le preguntó. Los ojos le brillaban, con sorna. Alberto acercó una mano temblorosa, y luego de una larga vacilación, le aferró un pecho. Elena se rió a carcajadas.

El joven físico Gustavo Carré vino a confirmar, con la narración que le hizo su amigo Alberto Uno, cierta presunción teórica sobre la cual venía trabajando desde hacía rato. Es la siguiente: Los objetos y los seres se desenvuelven en dos planos de existencia, complementarios pero impercibidos hasta el momento por la razón. Estos son, a saber, los de la materia potencial y de la materia - 96 -

en acción. Para comprensión de Alberto, que era un lego en asuntos de física, le explicó que ambos planos formaban una entelequia, algo comparable a la cinta sin fin que suele ponerse a los contestadores de teléfonos, y también, en cierto modo, a la de Moebius. 1 En el plano de la materia potencial se desarrollaban los sucesos de seres y objetos en proceso de energizarse para la acción, es decir, aquellos que iban a suceder, pero no sucedían aún, más que en carácter de ensayos perfectibles. Así, aquellos sucesos podían repetirse una y otra vez, hasta que la carga de energía potencial los capacitase para atravesar el límite sutil que los separaba de la accionalidad (lo que nosotros llamamos comunmente realidad). La dimensión del segundo plano, la materia en acción, no necesita de explicaciones, pues se trata del que percibimos cotidianamente con nuestros sentidos. Volviendo al anterior, al de la materia potencial, Gustavo le dijo que una de las líneas del pensamiento humano se desenvuelve de modo asintótico2 con él. Es la de los proyectos, o de la prospección. Cuando nosotros desde la cama, antes de comenzar el día, programamos las actividades que vamos a desarrollar -dijo Gustavo Carré- estamos realizando, sin tener consciencia de ello, una especie de mayéutica entre nuestro pensamiento y la dimensión de la materia potencial. El día de aquellos sucesos, por una situación extraordinaria – aunque ninguna realmente lo es, según Gustavo, ya que somos un concierto organizado hasta lo infinitesimal por el Gran Cerebro del Universo- tuvo lugar un entrecruzamiento de los dos planos. Por una discronía de los elementos, Alberto Uno había atravesado la frontera de otra dimensión, al poner el pie fuera del umbral de su casa. Y se había convertido, impensadamente, en el privilegiado testigo de una realidad que ya acariciaban con la imaginación los científicos más avanzados del mundo –sin atreverse a hacerla pública todavía. Quizás tal transvasamiento se hubiera dado por estar aún Alberto, en ese instante, psicológicamente ubicado en el terreno del sueño, donde es posible que se de un mayor acercamiento a esa realidad potencial…

1

Torciendo una superfice plana, una cinta de papel por ejemplo, originalmente de dos lados, y pegando sus extremos se puede lograr una cinta continua, de un solo lado. 2 Asíntota. Línea matemática que se aproxima constantemente a una curva, pero sin encontrarla en una distancia finita.

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-Quizás –dijo dubitativamente Gustavo Carré-. Ahora, nos tocará a ambos el azaroso papel de Galileos. Por suerte, no existe ya el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición. -No –dijo Alberto Uno, en el mismo tono-. Pero existe el Borda3.

Fernández, Argentina, febrero de 1987.

3

Hospital psiquiátrico de Buenos Aires, Argentina.

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