Se fue a comprar puchos - María C.
No quería que le preguntase nada, sus ojos escapaban. Qué lástima, qué pena daba esa cara inundada de lágrimas, cortinado entre marrón y rojizo. Piel pálida, boca silenciada por la sorpresa y esa mirada… Un cogollo parecía con el cuerpo plegado al rayo del Sol, al pie de un Sol que no anima sino enajena en la construcción de una escena poco o nada compatible con su vida: y por qué es que del otro lado del vidrio, doblando la esquina acaso cruzando la calle el día es hermoso, por qué es que vos jugas y reís mientras yo no tengo más ligazón con el mundo. Cubo o prisma, blanco o sucio les encierra con hojas de yeso y ladrillo. Una hendija tal vez un tajo, y por allí filtraba la luz, melosa salvia y ese cogollo a sus pies como si esperase mutar y tal vez comenzar a vivir vía fotosíntesis. Pero vos jugas y no entendés nada, casi destruís el esbozo de vida postrado en la terrosa madera. Tanta ingratitud, le preguntas por qué y el retoño te ordena: te irás, y lo harás rápido más te vale. Ya en soledad vuelve a caer en el más profundo silencio, actitud casi vegetativa a no ser por su recientemente incendiado cigarrillo. Largo y fino, orgánico y arquitectónico en algún punto su imagen y semejanza; se consume, pero ya otra rama crece para poder arrancar y encender, cíclico e impersonal… pero no tan homólogo a su ser. Cenizas y lágrimas caen, los cigarrillos uno a uno se consumen, los llantos recrudecen; pero los cigarrillos son veinte y sus lamentos infinitos. Recordaba algunas clases de álgebra de su escuela primaria, girones de secundaria, una nebulosa universitaria; infinito, como un ocho acostado, veinte como un pato y una letra “o”. Era claro, evidente y revelador en ese preciso momento, veinte e infinito no son lo mismo: así, si fumo veinte tendré mucho llanto de más. Casi milimétricamente, precisión de ingeniería espacial, calcula y piensa. El tiempo, la velocidad, sus piernas, los pasos, la fuerza y muchas ecuaciones, la posibilidad de la repetición y de la imitación, la probabilidad de que las semillas germinen en nuevas cosas verdes con más semillas. Y entonces que todo continuase a modo de ciclo, a modo de ocho acostado o infinito. Sí, eso era natural. Pero el cogollo es humano, no planta. El cogollo tiene miedo, resentimiento, furia, dolor. Y llora, porque ya no sabe qué hacer, cómo actuar o qué esperar. Certeza era que ya no podría esperar más, su cuerpo dolía por ese plegado obligado y deseaba
contra sus expectativas moverse. Quiso pedirte perdón y quiso contarte, por ello golpeó tu puerta y dijo en una voz impropia que necesitaba cigarrillos, que se iba a comprar al kiosco de la vuelta, que si querías algo. -“¡Sí! Caramelos si podes, o helado.” -“Está bien, no tardo.” -“Así no, decime, me muero. ¿Qué pasó?” -“No”. -“Pero yo no siento.” -“¡Pero yo sí! ¡Siento, siento, acá mirame!” Capullo casi era, se desploma en renovado llanto. Miras la escena y todavía no entendes, será que sos más cogollo que aquel pobre ser. Se seca las lágrimas. Dice: -“Bueno, ya vengo… ¿qué te iba a decir?, bizcochos, son de la abuela y están buenos.”
¡ah!,
come
los
- … -“Se fue… salió a comprar puchos Ana”. Te buscas en el espejo y reflexionás: salió a comprar puchos, y no volvió. 11 Julio 2009.