Sciascia, Leonardo - El Antimonio Fragmentos

  • November 2019
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-… Aquí tengo que arreglármelas solito, sin Dios; de manera que mejor no haber tenido nunca ninguno… porque si hubiese tenido que fabricarme un Dios, habría sido un Dios bueno, y seguro que en España me habría dejado solo… El Dios del tercio y de los navarros no es un buen Dios. -Se lo diré a mi madre –dije-, que su Dios está con el tercio. -Te dirá que está bien que así sea; quizás en estos momentos está rezando una novena por el tercio y por los navarros, el cura habrá predicado desde el púlpito: “Que vuestra novena a la Virgen de la Asunción sea para invocar a Dios protección y fuerza para los ejércitos que combaten en su nombre y por su gloria.” -Odio a los españoles –dije. -Porque han tirado de Dios como de una manta y te han dejado a ti al sereno, sin tu Dios y el de tu madre. Sin embargo, en la República no hay Dios; allí están los que, como yo, lo han sabido desde siempre, y los otros que tiemblan de frío porque la Falange ha tirado hacia sí toda la manta de Dios.

… Franco tenía una cara llana y lisa y los ojos fijos en el cielo. Llegué a la conclusión de que era uno de esos hombres que, como muchos en mi pueblo y en Sicilia, parecían bajar de un retablo de altar, y destruyen todo lo que un hombre puede destruir, roban y matan, y en el testamento dejan bienes a iglesias y hospitales. […] Sereno y elegante, Franco era exactamente el hombre que acababa de levantarse del reclinatorio de terciopelo, y no hay que esperar nada bueno de un hombre que reza en un reclinatorio de terciopelo.

-¿Sabéis lo que fue la guerra de España? ¿lo que fue de verdad? Si no lo sabéis, nunca comprenderéis lo que hoy sucede ante vuestros ojos, no entenderéis nada del fascismo, el comunismo, la religión ni el hombre, no comprenderéis nada de nada, porque todos los errores y las esperanzas del mundo se concentraron en aquella guerra; como una lupa concentra los rayos del sol y prende fuego, así ardió España con todas las esperanzas y los errores del mundo. Cuando llegué a España apenas sabía leer y escribir, leer el diario y la Storia dei reali di Francia, escribir una carta a casa; y volví que me consideraba capaz de leer las cosas más arduas que cualquier hombre pueda pensar y escribir. Sé porqué el fascismo no muere, y conozco las cosas que deberían morir con él, y todo lo que tendría que morir en mí y en todos los otros hombres para que el fascismo muriera para siempre.

“Hoy España, mañana el mundo”, decía Hitler en las octavillas de propaganda que nos tiraban los republicanos; lo pintaban con un brazo extendido sobre España y escuadrillas de aviones que parecían partir de su gesto, y la tierra de España con una corona de caras de niños llenas de lágrimas. “Hoy España, mañana el mundo”, decía Hitler, y yo sentía que no eran palabras inventadas en función de la propaganda; todo el mundo sería como España, hacer saltar la banca en España no significaría que el juego hubiera terminado. Excepto Mussolini, nadie quería jugar en España todas sus bazas.

Los anarquistas me gustaban; los verdaderos, claro está. Con gente como ellos es difícil ganar una guerra, más bien se pierden todas sin remedio; observando como han ido las cosas, he llegado a la conclusión de que si en la República hubiera habido más comunistas y menos anarquistas, Franco no hubiese ganado; al igual que es imposible vivir con los demás sin parar de decirles lo que uno piensa de ellos, tampoco puede hacerse una guerra como la española tirando bombas a todas las cosas que uno odia. Y los anarquistas odiaban demasiadas cosas: a los obispos y a los estalinistas, las estatuas de los santos y las de los reyes, los monasterios y las casas de prostitución; morían más por lo que odiaban que por lo que amaban, por eso tenían un coraje de locos y sed de sacrificio, cada uno de ellos se sentía un poco como Jesucristo y creía que su sangre redimiría el mundo. Y es comprensible que cuando uno quiere que lo crucifiquen, cuando no quiere ser sino una imagen de sacrificio, no necesita oficiales que le indiquen cuál es el momento oportuno de actuar y cuál el de parar. Un anarquista, y puedo equivocarme, porque mi juicio se basa en sus acciones y nada sé de su doctrina, un anarquista se considera a sí mismo una bomba hecha para ser lanzada y explotar; y lo mismo que en una acción uno está impaciente por lanzar la granada que tiene en la mano a la primera señal o movimiento del enemigo, así también el anarquismo está impaciente por lanzarse a sí mismo y explotar contra las cosas que odia. Podíais pedirle a un anarquista, desde una trinchera frente a la suya, su rancho alegando hambre, seguro que hubiese venido a traéroslo con alegría; o quizá su fusil, si el vuestro estaba encasquillado; pero un minuto después, incluso sin fusil, habría dado el asalto a vuestra trinchera con todo el odio que llevaba dentro. Hasta en una guerra como esa hacía falta ser hipócrita, los comunistas lo eran; si desde el primer momento ellos hubieran tenido las riendas de la situación, en las iglesias de la República hubiese habido tedeum y no tiro al blanco; de curas que sin pensárselo dos veces aceptaran cantar misa por las victorias de la República para no acabar ante un pelotón de milicianos, habrían encontrado a patadas. Los burgueses españoles, los buenos burgueses que van a misa, mataban a millares de campesinos por ser campesinos, sólo por eso, y el mundo cerraba los ojos para no ver; en cambio, el primer cura que

calló bajo el plomo de los anarquistas, la primera iglesia entregada a las llamas, hicieron saltar el horror al mundo entero y determinaron el destino de la República. En el fondo, matar a un cura por el simple hecho de ser un cura, es más justo que matar a un campesino por el simple hecho de serlo; un cura es un soldado de su fe, un campesino no es sino un campesino. Pero el mundo no quiere saber nada de ese asunto. Fragmentos de “El Antimonio”, de Leonardo Sciascia.

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