========================================================================== La transici�n de Juan Romero ========================================================================== web hosting
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� -------------------------------------------------------------------------La transici�n de Juan Romero H. P. Lovecraft -------------------------------------------------------------------------� No tengo ning�n deseo de hablar de los sucesos que ocurrieron en la mina Norton el 18 y el 19 de octubre de 1891. Un sentido del deber para con la ciencia es lo �nico que me impulsa a rememorar, en los �ltimos a�os de mi vida, escenas y hechos cargados de un terror doblemente agudo por la imposibilidad de definirlo. Sin embargo, antes de morir, creo que debo contar lo que s� sobre la, digamos, transici�n de Juan Romero. No hace falta que diga a la posteridad ni mi nombre ni cu�l es mi origen; en realidad, creo que es mejor que no aparezcan, porque cuando un hombre emigra de repente a los Estados o a las Colonias, deja tras �l su pasado. Adem�s, lo que yo fui una vez no tiene nada que ver en absoluto con lo que voy a contar; excepto, quiz�, el hecho de que durante mi servicio en la India me sent�a m�s a gusto con los maestros nativos de blanca barba que entre mis compa�eros oficiales. Hab�a ahondado no poco en la extra�a sabidur�a de Oriente, cuando se abatieron sobre m� las calamidades que me impulsaron a emprender una nueva vida en el inmenso Oeste de Am�rica..., vida en la que consider� oportuno adoptar otro nombre: el que llevo actualmente, que es muy corriente y carece de significado. Durante el verano y el oto�o de 1894 viv� en las mon�tonas regiones de los Montes Cactus, donde trabaj� de simple pe�n en la mina Norton, cuyo descubrimiento por un viejo buscador de oro, unos a�os antes, hab�a transformado la regi�n circundante, casi un p�ramo des�rtico, en un caldero hirviente de vida s�rdida. Una caverna de oro, situada bajo un lago de la monta�a, hab�a enriquecido a su venerable descubridor m�s all� de cuanto habr�an podido pintarle los sue�os m�s disparatados: y ahora era escenario de vastas operaciones de perforaci�n por parte de la compa��a a la que hab�a sido vendida finalmente. Se hab�an descubierto nuevas grutas, y la producci�n de metal amarillo era sumamente abundante; as� que un ej�rcito heterog�neo y poderoso de mineros trabajaba afanosamente d�a y noche en las numerosas galer�as y oquedades rocosas. El superintendente, un tal Mr. Arthur, hablaba a menudo de la singularidad de las formaciones geol�gicas locales, especulando sobre la probable extensi�n de la cadena de cuevas, y evaluando el futuro de las tit�nicas empresas mineras. Consideraba las cavidades aur�feras una consecuencia de la acci�n del agua, y cre�a que no tardar�an en llegar a las �ltimas. Juan Romero vino a la mina Norton poco despu�s de ser contratado yo. Miembro de esa chusma inmensa de mexicanos desali�ados que llegaban atra�dos del pa�s vecino, al principio llam� la atenci�n s�lo por su semblante, el cual, aunque claramente de tipo piel roja, era, sin embargo, notable por su color claro y sus rasgos refinados, muy distintos de los �chicanos� corrientes o los piuta de la localidad. Es curioso que a pesar de diferenciarse tanto de la mayor�a de los indios tribales y de los hispanizados, Romero no daba la m�s m�nima impresi�n de tener sangre cauc�sica. No era al conquistador castellano ni al pionero americano, sino al antiguo y noble azteca a quien la imaginaci�n ve�a en este reservado pe�n, cuando se levantaba de madrugada y contemplaba fascinado el sol en el momento de asomar por encima de los montes orientales, al tiempo que extend�a los brazos hacia el orbe como ejecutando alg�n rito cuya naturaleza ni �l mismo comprend�a. Pero salvo su rostro, no hab�a en Romero nada que sugiriese la nobleza. Sucio e
ignorante, se sent�a a gusto entre los dem�s mexicanos de piel oscura, y proced�a (seg�n me contaron despu�s) de los ambientes m�s bajos. Le hab�an encontrado de ni�o en una choza rudimentaria de la monta�a; �nico superviviente de una epidemia que se hab�a propagado mortalmente. Cerca de la choza, no lejos de una fisura de una extra�a roca, hab�a dos esqueletos reci�n mondados por los buitres, posiblemente pertenecientes a sus padres. Nadie recordaba la identidad de esta pareja, y pronto fue olvidada por todos. Y el desmoronamiento de la choza de adobe, y el cierre de la fisura por una avalancha posterior, contribuyeron a borrar incluso el recuerdo del escenario. Criado por un cuatrero mexicano que le dio su nombre, Juan se diferenciaba muy poco de todos sus compa�eros. El afecto que Romero me cobr� tuvo indudablemente su origen en el raro y antiguo anillo hind� que yo sol�a llevar fuera de las horas de trabajo. Ignoro cu�l era su naturaleza, y c�mo hab�a, llegado a mi poder. Era el �ltimo eslab�n que me un�a a un cap�tulo de mi vida cerrado para siempre, y lo ten�a en gran aprecio. No tard� en observar que al mexicano de extra�o aspecto le ten�a interesado tambi�n: lo miraba con una expresi�n que disipaba toda sospecha de mera codicia. Sus venerables jerogl�ficos parec�an agitar en �l alg�n vago recuerdo de su mente ignorante pero activa, aunque no hab�a posibilidad de que lo hubiera contemplado anteriormente. A las pocas semanas de llegar, Romero se hab�a convertido en una especie de criado fiel m�o, pese a ser yo tan s�lo un minero. Nuestra conversaci�n era necesariamente limitada. El sab�a muy pocas palabras de ingl�s, mientras que yo descubr� que mi espa�ol oxoniense era muy distinto de la jerga que empleaba el pe�n de Nueva Espa�a. El suceso que voy a referir no fue precedido de largas premoniciones. Aunque el tal Romero hab�a despertado mi inter�s, y aunque mi anillo le hab�a impresionado de forma singular, creo que ninguno de nosotros se esperaba lo que iba a seguir cuando se produjo la gran explosi�n. Consideraciones de orden geol�gico hab�an aconsejado prolongar la mina directamente hacia abajo, a partir de lo m�s profundo de la zona subterr�nea, y la convicci�n del superintendente de que �bamos a tropezar s�lo con roca viva le decidi� a colocar una prodigiosa carga de dinamita. Romero y yo no trabaj�bamos en esta galer�a, de modo que nos enteramos por otros de los extraordinarios detalles. La carga, m�s potente quiz� de lo que se hab�a estimado, hab�a estremecido la monta�a entera al parecer. Las ventanas de los barracones de la ladera saltaron en pedazos a causa de la sacudida, y los mineros de las galer�as m�s pr�ximas cayeron derribados. El lago Jewel, situado encima del lugar de la explosi�n, se encresp� como agitado por una tempestad. La inspecci�n practicada revel� que se hab�a abierto un nuevo abismo debajo del punto dinamitado; un abismo tan monstruoso que no se pudo medir con ninguna cuerda, ni iluminar con ninguna l�mpara. Desconcertados, los excavadores fueron a consultar con el superintendente, quien orden� que llevasen a dicho pozo las cuerdas m�s largas, las empalmaran y fueran solt�ndolas poco a poco por la boca del pozo, hasta el fondo. Poco despu�s, los obreros, con la cara p�lida, informaban al capataz de su fracaso. Firme aunque respetuosamente, manifestaron su decisi�n de no volver a visitar ese abismo, ni seguir trabajando en la mina hasta que volviera a cerrarse. Evidentemente, se enfrentaban a algo que escapaba a sus experiencias, ya que por lo que hab�an podido comprobar, el vac�o se prolongaba indefinidamente. El superintendente no les hizo ning�n reproche. Al contrario, reflexion� profundamente, e hizo planes para el d�a siguiente. Esa noche no entr� ning�n relevo. A las dos de la madrugada, un coyote solitario de la monta�a empez� a aullar de forma lastimera. De alguna parte del interior de la obra, un perro contest� con sus ladridos al coyote o a lo que fuera. Se estaba formando una tormenta alrededor de los picos de la cordillera, y unas nubes de siluetas espectrales avanzaban horribles por el confuso retazo de luz celeste que delataba el esfuerzo de la luna gibosa por asomar a trav�s de las m�ltiples capas de cirrostratos. Me despert� la voz de Romero, procedente de la litera de arriba; voz que le sali� excitada y tensa, con una vaga expectaci�n que no lograba entender: ��Madre de Dios!... El sonido... ese sonido... �Oiga usted!... �Lo oye usted? �Se�or, ESE SONIDO! Prest� atenci�n, pregunt�ndome a que sonido pod�a referirse. El coyote, el perro, la tormenta, todo era audible; esta �ltima iba
adquiriendo violencia, mientras el viento aullaba con - m�s furia cada vez. Desde la ventana del barrac�n se ve�an fucilazos de rel�mpagos. Le pregunt� al nervioso mexicano, enumerando los sonidos que yo o�a: ��El coyote?..., �el perro?..., �el viento? Pero Romero no contest�. Luego comenz� a murmurar, como asustado: ��El ritmo, se�or..., el ritmo de la tierra... ESE LATIDO DEL INTERIOR DE LA TIERRA! Y entonces lo o� yo tambi�n; lo o�, y me estremec� sin saber por qu� Hondo, muy hondo, por debajo de m�, sonaba un latido..., un ritmo, exactamente como hab�a dicho el pe�n; el cual, aunque extraordinariamente d�bil, dominaba los ruidos del perro, el coyote y la creciente tempestad. Es in�til tratar de describirlo, porque no es posible. Quiz� se parec�a al pulso de las m�quinas de un gran transatl�ntico, tal como se sienten desde la cubierta; aunque no era tan mec�nico, tan desprovisto de vida y de conciencia. De todas las caracter�sticas, era su profundidad en la tierra lo que m�s me impresionaba. Me acudieron a la memoria fragmentos del pasaje de Josep Galvin, que Poe cita con tremendo efecto : <<�La inmensidad, profundidad e inescrutabilidad de sus obras, que tienen una hondura m�s grande que el pozo de Dem�crito.� De repente, Romero salt� de su litera, se plant� delante de m� para observar el extra�o anillo que yo ten�a en la mano, y que centelleaba extra�amente a cada rel�mpago; luego se qued� mirando intensamente en direcci�n al pozo de la mina. Yo me levant� tambi�n, y nos quedamos los dos inm�viles durante un momento, forzando el o�do para captar el misterioso ritmo que, cada vez m�s, parec�a adoptar una calidad vital. Luego, sin quererlo aparentemente, echamos a andar hacia la puerta, cuyo golpeteo a causa del ventarr�n pose�a una confortable sugerencia de realidad terrena. El c�ntico de las profundidades � porque eso era lo que me parec�a aquel sonido� creci� de volumen y claridad; y nos sentimos irresistiblemente impulsados a salir a la tormenta, y de all�, a la negrura del pozo abierto. No nos topamos con ninguna criatura viviente, ya que los hombres del turno de noche hab�an sido relevados de sus obligaciones, y sin duda estar�an en el poblado de Dry Gulch vertiendo siniestros rumores en el o�do de alg�n camarero so�oliento. En la caseta del vigilante, sin embargo, se ve�a un peque�o rect�ngulo de luz amarilla como un ojo guardi�n. Me pregunt� vagamente qu� impresi�n habr�a producido el sonido r�tmico de este hombre; pero Romero caminaba m�s de prisa ahora, y le segu� sin detenerme. Al descender al pozo, el sonido de las regiones inferiores se volvi� infinitamente complejo. Me resultaba horriblemente parecido a una especie de ceremonia oriental, con batir de tambores y c�nticos de numerosas voces. Como sab�is, he estado mucho tiempo en la India. Romero, y yo march�bamos pr�cticamente sin vacilar, recorriendo galer�as y bajando escaleras, siempre en direcci�n a aquello que nos atra�a, aunque con un temor y una renuencia. irreprimibles. Hubo un momento en que cre� volverme loco: fue cuando, al preguntarme c�mo era que encontr�bamos iluminado nuestro camino siendo as� que no hab�a l�mparas ni velas, me di cuenta de que el antiguo anillo de mi dedo brillaba con un resplandor misterioso, y difund�a una luz p�lida en el ambiente h�medo y pesado de nuestro alrededor. De repente, Romero, despu�s de bajar por una de las numerosas y anchas escalas de mano, ech� a correr y me dej� solo. Una nota nueva y salvaje de aquellos c�nticos y batir de tambores, apenas perceptible, le hab�a hecho reaccionar de esta forma; y con un grito salvaje se adentr� a ciegas en la oscuridad de la caverna. O� sus gritos repetidos mientras tropezaba torpemente en los sitios llanos y bajaba como un loco por las escalas desvencijadas. Sin embargo, pese a lo que me asust�, conserv� el sentido suficiente como para percibir que las voces que profer�a, aunque articuladas, eran absolutamente desconocidas para m�. Unos vocablos polis�labos �speros, aunque impresionantes, hab�an reemplazado a su habitual mezcla de mal espa�ol y peor ingl�s; y de �stos, s�lo el grito frecuentemente repetido de Huizilopotchli me resultaba vagamente familiar; Poco despu�s record� haber le�do ese nombre en las obras de un gran historiador... y me estremec� cuando dicha asociaci�n me lleg� a la conciencia. El cl�max de esa noche espantosa, aunque consecuencia de una combinaci�n de factores; fue bastante breve, y empez� en el instante en que llegu� a la �ltima caverna. De la oscuridad inmediatamente delante de m� brot� un alarido
final del mexicano, al que se uni� un coro de �speros sonidos como no habr�a podido volver a o�r, y seguir viviendo despu�s. En aquel momento pareci� como si todos los ocultos terrores y monstruosidades de la tierra se hubiesen vuelto articulados en un esfuerzo por aniquilar al g�nero humano; Simult�neamente, se extingui� la luz de mi anillo, y vi surgir tenuemente un vago resplandor de las regiones inferiores a unas yardas de donde estaba yo. Hab�a llegado al abismo � ahora inundado de un resplandor rojo� - que se hab�a tragado al infortunado Romero. Me acerqu� y me asom� al borde de aquel abismo que ninguna cuerda hab�a conseguido sondar y que ahora eta un pandem�nium de llamas parpadeantes y rugidos espantosos. Al principio no vi m�s que una luminosidad borrosa e hirviente; pero luego empezaron a destacarse de la confusi�n unas formas infinitamente distantes, y vi a... �era Juan Romero? Pero, �Dios m�o, no me atrevo a contarles lo que vi! Un poder del cielo, acudiendo en mi ayuda, me borr� visiones y sonidos en una especie de estallido como el que podr�a producirse al chocar dos universos en el espacio. Me sobrevino un caos, y conoc� la paz del olvido. No s� c�mo continuar, dadas las circunstancias tan singulares que rodeaban al suceso; pero seguir� lo mejor que pueda, sin intentar distinguir lo real de lo aparente. Cuando despert�, estaba a salvo en mi litera, y el rojo resplandor del amanecer entraba por la ventana. El cuerpo sin vida de Juan Romero estaba tendido sobre una mesa, a cierta distancia, rodeado por un grupo de hombres, entre ellos el m�dico del campamento. Comentaban la extra�a muerte del mexicano mientras dorm�a: una muerte al parecer relacionada de alguna forma con el terrible rayo que hab�a estremecido la monta�a. No encontraron una causa directa, y la autopsia no revel� ninguna raz�n por la que Romero no debiera estar vivo. Ciertos retazos de conversaci�n me hicieron comprender, sin la menor sombra de duda, que ni Romero ni yo hab�amos salido del barrac�n por la noche, ni nos hab�amos despertado durante la espantosa tormenta que hab�a pasado por los montes Cactus. Tormenta que, seg�n contaban los hombres que se hab�an atrevido a descender al pozo de la mina, hab�a provocado un derrumbamiento considerable, y hab�a cegado totalmente el profundo abismo que tantos temores hab�a despertado la v�spera... Al preguntarle al vigilante qu� hab�a o�do antes de producirse el enorme trueno, mencion� a un coyote, un perro y el gemido del viento..., nada m�s. Y yo no dudo de su palabra. Al reanudar el trabajo, el superintendente Arthur pidi� a unos cuantos hombres especialmente dignos de confianza que efectuasen una inspecci�n por el lugar donde hab�a aparecido el abismo. Aunque de mala gana, obedecieron, y practicaron una profunda perforaci�n. El resultado fue muy curioso. El techo del vac�o, tal como lo hab�an visto cuando estaba abierto, no era grueso ni mucho menos; sin embargo, los barrenos de los Investigadores encontraron lo que parec�a ser un ilimitado espesor de roca s�lida. No encontrando nada m�s, ni siquiera oro, el superintendente orden� que lo dejaran; pero a veces, sentado ante su mesa, se queda meditando, y su semblante adopta una expresi�n de perplejidad. Hay otro detalle curioso. Poco despu�s de despertar aquella ma�ana, pasada la tormenta, not� la ausencia inexplicable del anillo hind� en mi dedo. Lo apreciaba much�simo; sin embargo, experiment� una sensaci�n de alivio ante su desaparici�n. Si uno de mis compa�eros mineros se hab�a apropiado de �l, debi� de estar muy vivo para deshacerse del bot�n; porque a pesar de los avisos y del registro que efectu� un polic�a, el anillo no apareci�. Pero dudo que fuera robado por manos mortales; en la India me ense�aron muchas cosas extra�as. Mi opini�n en torno a toda esta experiencia var�a seg�n el momento. De d�a, y en casi todas las �pocas del a�o, me siento inclinado a pensar que casi todo fue un sue�o; pero a veces, durante el oto�o, y hacia las dos de la madrugada, cuando los vientos y los animales a�llan lastimeramente, emerge de inconcebibles profundidades una detestable sugerencia de latidos r�tmicos... y siento la convicci�n de que la transici�n de Juan Romero fue efectivamente terrible. � 16 de septiembre, 1919
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