Re La To

  • May 2020
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STOP

La primera vez que lo vi estaba muerto. Las puntillas blancas daban al féretro un aire de moisés antiguo: acompañaban mal la ropa de todos los días que, en lugar de mortaja, vestía a José Luis por última vez. Esa mañana ya no pudimos hablarnos. Ni siquiera pudo él serme indiferente ni hostil, ni sepultar con displicencia mi primer libro de poemas entre las torres interminables de libros que, en la misma situación que el mío, se amuchaban en los rincones de la casa –algunos con la noble misión de sustituir la pata de una mesa. No pudo, porque nunca tuvo en sus manos mi primer libro de poemas, ni escuchó jamás mi nombre con sus viejas orejas expertas en escuchar nombres de nuevos poetas. Lo misterioso fue que una semana después de su fin, la que tomaba mate a la sombra de la parra de su patio era yo, y no los periodistas que le escribieron copiosos homenajes ni las celebridades de la cultura que eran íntimos amigos suyos. Fui yo, una desconocida, la que acarició con la yema de los dedos los lomos algo polvorientos de los libros que él ya no podría cambiar de lugar; fui yo la que bebió en un vaso donde él ya no iba a beber, y abrió con ociosa curiosidad un cajón lleno de objetos cuyos significados –triviales o esotéricos –ya nadie podría descifrar. Era evidente que en esa casa de cien años cada cosa era la huella de una historia, un amuleto para ingresar en un derrotero del pasado: esos secretos adheridos a las cosas, que son el alma de las cosas, flotaban todavía por las habitaciones con cierta inquietud, como si supieran que iban a disgregarse, sin la mirada y la memoria que les daban de comer. Yo, con un sentimiento impreciso de profanación, sospechaba la presencia fantasmática que resplandecía alrededor de cada mueble, de cada fotografía, de un salero, un espejo o un reloj. Con la certeza brujil de que cada movimiento de un viviente abría un agujero irreparable en el hechizo de un cosmos que todavía pertenecía a un muerto, traté de no tocar casi ninguna cosa,

como un gato. Pero fue con las hileras interminables de libros que habitaban los tablones-anaqueles en las paredes de toda la casa, con los que tuve un cuidado reverencial, un respeto supersticioso. Es que desde antes de atravesar la reja de la entrada (era una de esas casas de barrio de principios del siglo XX), desde antes de acercarme temerosa al atúd donde él reposaba envuelto en puntillas como si fuera de piedra, o de arena, desde antes, me sabía culpable del pecado de codiciar cada uno de esos libros, o mejor dicho, todos en conjunto, todos, hasta el más insignificante, con la lujuria inconfesable con que se desea el cuerpo de una virgen. Circulé por la casa entre las estanterías rebosantes con el estoicismo de un monje en un prostíbulo. O con la dignidad de una princesa en un torneo de ávidos caballeros –por un instante, tuve la impresión de que eran ellos, los libros, los que me deseaban a mí: me pedían auxilio, como si extendieran unos bracitos invisibles entre los barrotes de sus jaulas para que yo los rescatase, pues sospechaban que habían quedado huérfanos. De cualquier modo, lo que a mí me interesaba no era ese montón de papel impreso, sino su aura, su épica, sus conjuros. Por eso no quise tomar ninguno, y en cambio respiré profundo en medio de ellos, para capturar la emanación espiritual de ese bosque en el que cada letra impresa era una hojita verde, o un grano de arena en los médanos interminables de un desierto. Pero sobre todo, no quise tomar ninguno porque me producía cierto horror la idea de la disgregación de la biblioteca, la desaparición lenta, imperceptible, atroz, de su lógica inviolable, de su unidad mágica. Habría preferido verla desvanecerse toda de una vez entre los resplandores del fuego antes que formar parte de ese saqueo de termita, de turista que roba una piedra de la gran pirámide azteca. Por lo demás, esa biblioteca, materialmente hablando, no tenía ningún valor para mí: sé de sobra que una biblioteca ajena es como un trofeo que ha ganado otro: en manos equivocadas carece por completo de sentido. Pertenece al conjunto de las cosas que no se pueden robar, junto a la gloria, el amor o el recuerdo. Desde hace años soy amiga del hijo de José Luis, un célebre editor de poesía que murió de pronto a los 84 años. Mis versos desearon oscuramente un encuentro con él, pero el

destino me reunió apenas con su memoria. No me quejo. Creo que ciertos episodios obedecen a una ordenación que nos excede. Un desfasaje (llegar a la estación minutos después de que el tren ha partido para siempre) no puede ser sino una misteriosa confabulación. Es una locura, ya lo sé, pero yo creo que él también lo lamenta; a la larga, le hubiera gustado hojear mi primer libro de poesía.

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