DIEGO QUINTANA DE UÑA EL SINDROME DE EPIMETEO Occidente la cultura del olvido
Capítulos: I. III. IV
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La historia de Occidente hay que interpretada -entiendo yo no en clave de decadencia o progreso, sino de alucinación y de olvido. Decía Sainte-Beuve, que la historia escrita por Guizot era demasiado perfecta para ser verdadera, pero algo parecido podría decirse de toda historia y también de toda explicación de lo que le sucede a la afligida humanidad a la que pertenecemos. Nos venimos explicando desde antiguo los errores y las desgracias que padecemos con una encomiable lógica y una coherencia de todo punto insostenibles. Los argumentos han variado muchas veces con el paso del tiempo, pero no la irracional fe en la explicación, en la que venía encubierta unas veces la religión, otras la ciencia y siempre las ideologías invisibles que nos nublan el mundo del entendimiento. Muchas veces los occidentales hemos evaluado nuestra marcha a lo largo del tiempo en términos de progreso o evolución. Hemos hecho un alto en el camino para situar el momento o coyuntura en el que se encuentra la civilización a la que pertenecemos para saber si prosperamos o declinamos. Los occidentales, además, somos avezados expertos en auto examinarnos con frecuencia. Como aquel comerciante del Renacimiento, hasta somos capaces de llevar una contabilidad con Dios, con un debe y un haber que reflejen nuestras buenas y nuestras malas acciones. Y, puestos a exagerar, aún solos y náufragos en una isla desierta, como le sucedió a Robinson Crusoe, no podemos evitar el seguir evaluando nuestra suerte constatando a diario los pros y los contras de nuestra situación. Los occidentales nos hemos apasionado hablando de progreso y de decadencia, y por mucho que los historiadores hayan intentado una historia objetiva, nadie puede presumir ni mucho menos
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de haberse aproximado en el intento. Como decía Mommsen la historia no puede escribirse sin odio y sin amor. Ponemos lo que somos en todo lo que hacemos, nuestras esperanzas y nuestras dudas, nuestros temores y nuestra desesperación. Y, como puso de manifiesto el "principio de incertidumbre" de Heisenberg, hasta la realidad se ve perturbada en la investigación científica por nuestra simple observación y presencia. Lo bueno del hombre occidental es que jamás ha dejado de formularse una pregunta, pero lo malo es que nunca le han satisfecho las respuestas. Hablar de decadencias y progresos cuando Occidente acaba de terminar uno de sus peores siglos -si es que tuvo alguno menos malo- en lugar de apasionamos debería, por contra, de asombramos. Más bien, nos debería llevar a concluir de forma provisoria que las explicaciones al uso han dejado de servimos. No por falsas, ciertamente, sino por la obnubilada pretensión de perfección y completud a la que aspiran y porque, además, siempre hay en las respuestas que nos damos algo importante que obstinadamente se le queda a nuestro cerebro en el tintero. En todo caso, toda evaluación de una civilización no podría sino ser comparativa. Comparación que realizamos con otras civilizaciones o con determinados cánones de progreso o de, mejora, pretenciosamente objetivos. Si decimos que progresamos o decaemos es siempre en función de un patrón que se supera o no se alcanza. Ese patrón algunas veces se coloca en la edad heroica de la civilización, en el tiempo mítico de su fundación. Mi propuesta en este ensayo va precisamente en ese sentido, ya que si los occidentales queremos saber de verdad si decaemos o progresamos sólo podremos averiguado en función de las aspiraciones originales de nuestra propia cultura. Esto plantea no pocos problemas adicionales, el más importante de los cuales, a mi entender, radica en una correcta comprensión de los ideales y propósitos que constituyeron en los inicios el alma de nuestra propia civilización, ideales y propósitos que se nos escapan fácilmente, porque sus sentidos
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también se deterioran y desfiguran con el paso del tiempo. Se idealizan con frecuencia virtudes y costumbres, cuyo significado ya no poseemos. Se exageran victorias y batallas que sólo fueron huidas hacia delante o simulacros. Con el paso del tiempo, terminamos por idolatrar sólo la piedra insensible de las esculturas de los antiguos dioses, reacondicionando idílicamente el pasado en los decorativos y cómodos museos de nuestra imaginación. Todas las ciencias, sin duda, son una ayuda importante para esa labor histórica de rescate. Pero este trabajo de situar con precisión el paradigma de valores originarios de nuestra civilización occidental requiere poca arqueología y mucha comprensión. En gran medida, son las propias disciplinas auxiliares, desde la lingüística a la antropología, las que han contribuido con sus blindajes de especialización, a que nos resulte poco comprensible y a menudo trivial el sentido profundo de nuestra civilización clásica, un sentido que también se escapaba a los propios griegos, cuyos dioses hablaban un lenguaje muy diferente al suyo a través de oráculos y enigmas que los dejaban perplejos. Dichos oráculos y enigmas, al igual que el arcano lenguaje empleado por Heráclito, estaban prácticamente tan lejos del griego de entonces como lo están ahora del hombre occidental moderno. El único método para acercamos a su esencia, más allá de todos los análisis posibles, es tratar de comprender su más profundo significado, lo cual es tan posible hoy como ayer, porque la verdad que encierran resiste el paso de los siglos y es hogaño como lo fue antaño sólo permeable a una mirada penetrante. En este ensayo voy a tratar de mostrar lo que yo entiendo por paradigma clásico griego, para poder evaluar después con mayor propiedad a la luz de éste, si nuestra Civilización Occidental ha progresado o decaído verdaderamente, si estamos cerca de sus orígenes prístinos y conservamos vívidos los ideales que la fundaron o les hemos dado la espalda por ignorancia o por olvido. Yo pienso, como luego mostraré, que esos ideales y propósitos apenas
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forman ya parte de nosotros y que las causas principales han sido justamente las dos que acabo de enunciar.
1.1. El síndrome de Epimeteo Hay distintas versiones sobre el origen del hombre en la mitología clásica, y también sobre el mito del titán Prometeo, muy ligado e involucrado, como sabemos, con nuestra propia especie. Entre todas las maneras de contar nuestro relato original, yo me quedo con el mito de Prometeo, que Platón pone en boca de Protágoras en el diálogo que lleva el nombre de este sofista. Según el mito, el titán Prometeo y su hermano Epimeteo fueron escogidos para repartir capacidades y aptitudes entre todos los seres vivientes, incluido el hombre. Epimeteo solicitó encargarse de esta tarea, con la posterior supervisión de su hermano. Se puso manos a la obra y distribuyó a diestro y siniestro todos y cada uno de los atributos con los que contaba para que todas las especies vivientes pudieran desenvolverse en la tierra con eficacia. Al parecer, no hizo del todo mallas cosas, a juzgar por cómo se encuentran asignados los dones en el complejo marco de la naturaleza. Sin embargo, Epimeteo se olvidó del hombre en el reparto, cosa que descubrió en la inspección su hermano Prometeo cuando no había tiempo ni forma para enmendar la situación. Por lo cual, éste, para no dejar al hombre abandonado a su suerte, ni corto ni perezoso, voluntarioso y osado, tuvo la fatal ocurrencia de asaltar el Olimpo y robar el fuego sagrado (éntekhnos sophía) de los dioses artesanos Atenea y Hefesto. No se trataba del fuego de la sabiduría, ni tampoco de un fuego cualquiera, sino de la inteligencia que permitió al hombre desarrollar los ingenios, artes y destrezas. Inteligencia que, según se mira ahora, se convertiría a la postre en razón instrumental y que transformaría a la civilización occidental
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17 en una civilización fáustica, aunque yo prefiero en todo caso llamada civilización epimeteica por lo que luego se verá. El atrevimiento de Prometeo, como sabemos, fue severamente castigado por Zeus. Y el titán fue condenado a permanecer eternamente encadenado a una roca del Cáucaso, donde todos los días el águila del dios tonante le devoraba el hígado, que desgraciadamente para él se regeneraba cada noche. Del mito hay mucho más y sobre él volveré en más de una ocasión a lo largo de este libro. Ahora interesa, para los propósitos de este ensayo, detenerse en uno de los posibles sentidos de esta historia. De entrada llama la atención el significado de los nombres de los dos titanes hermanos. Etimológicamente, Prometeo significa el que piensa antes, en tanto que Epimeteo quiere decir el que piensa después. A la vista del trabajo realizado por Epimeteo, puede decirse que el nombre le cuadra plenamente. La falta de planificación previa a su tarea desembocó en el citado desastre para el hombre, en principio, y para Prometeo después, que, como suele decirse en estos casos, pagó los platos rotos por la torpeza de su hermano. Epimeteo, por tanto, es sinónimo aquí de falta de previsión, de improvisación, de no calcular las consecuencias de los propios actos y, en fin, de tomarse los asuntos serios con la trivial ligereza que suele garantizar casi siempre la propia ruina y, con frecuencia, no pocas calamidades ajenas. Hesíodo califica a Epimeteo de "torpe" y de "ruina de los hombres", por aceptar a una mujer modelada por Zeus. La torpeza de Epimeteo no terminó, entonces, con el calamitoso reparto de los dones entre los seres vivientes, sino que al aceptar a Pandora como esposa y no vigilada de cerca culminó la catástrofe para la humanidad. La atractiva e irresistible Pandora (exaltación imaginativa, que separa el intelecto del espíritu), libre de la mirada de su despistada pareja, abriría para saciar su curiosidad la célebre caja (subconsciente) que contenía todos los males, que desde entonces sufrimos las humanas criaturas. Todos los males escaparon de la caja, excepto la esperanza, dudosa virtud sobre la
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que hablaré más adelante, pero que paradójicamente parece ejercer su maldad desde su permanente encierro. Dicho esto, y sin necesidad de entrar por el momento en más pormenores del mito, es casi seguro que todos los humanos, a poco que pensemos, nos reconoceremos en el titán Epimeteo por las muchas empresas que abordamos y que rematamos con idénticos y catastróficos resultados por nuestra mala cabeza. En cada uno de nosotros no existe, aparentemente, una falta de inteligencia que nos invalide para la vida. Creemos poseer las dotes intelectuales necesarias para hacer las cosas bien, pero algo nos sucede a menudo, tanto a nivel individual como colectivo, que nos aboca a toda una serie de desastres, que -lo más tonto del caso- siempre pensamos que podrían haber sido evitables. Esta sensación de repetir una y otra vez nuestra horrible historia, y creer cada vez que podremos eludida en futuras ocasiones, constituye el argumento principal de nuestra vida y el drama de nuestra razón pensante, una razón que, como Kant afirmó, se encuentra con preguntas que tiene que abordar, pero a las cuales es incapaz de responder. En suma, de una razón humana que excede en su función los propios límites. El mito de Epimeteo parece querer situar el problema de la razón humana en el contexto vital de sus originarias carencias. Si bien se mira, el problema de Epimeteo no es su imbecilidad radical, sino su incapacidad previsora. Es capaz, como vimos, de hacer relativamente bien las cosas, sólo que, para desdicha propia y ajena, se olvida de hacer lo verdaderamente importante para el hombre, vale decir, lo que es importante para si mismo. Básicamente, el síndrome de Epimeteo es el síndrome del hombre que se olvida del hombre, el síndrome que antepone lo accidental al ser, lo secundario a lo primordial El hombre, especialmente el occidental, es un hacedor, pero un hacedor compulsivo. En su hacer crea más problemas de los que normalmente resuelve, habiendo establecido a partir de su razón instrumental una relación con la naturaleza
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de puro dominio y en la que, como apuntaron Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, la propia naturaleza, "olvidada por el espíritu", ha terminado por cosificar al hombre mismo, en la medida en que toda reificación es olvido y pérdida del recuerdo (Adorno y Horkheimer, 2001, p. 275). Carente de previsión, sin norte ni guía, sin propósito ni meta, Epimeteo se entrega a su hacer compulsivo o al abandono imaginativo y exaltado de sus deseos -representado en este caso por Pandora- originando siempre toda suerte de males irreparables. El despiste consustancial de Epimeteo es una falta de ubicación en el mundo, resultante en primer lugar de su carencia de humildad a la hora de evaluar las reales posibilidades de su razón. Pero sobre todo, en segundo lugar, el síndrome de Epimeteo es el resultado y la consecuencia de una falta de jerarquía en el quehacer humano y en los propósitos que lo deben presidir. Un hacer sin pensar antes es un hacer que nos llevará siempre a consecuencias imprevistas y previsiblemente indeseables. Epimeteo es -dice Paul Diel- "el símbolo del intelecto trivializado, embrutecido, del pensamiento desprovisto de reflexión: no se deja guiar más que por la apariencia de utilidad, por la imaginación" (Diel, 1998, p. 213). El síndrome de Epimeteo no es un síndrome espectacular, sino el síndrome ordinario de nuestro estar en el mundo: un estar sin ser, sin la atención que la vida precisa; un estar obsesionado por lo secundario y lo adjetivo, ajeno a lo vital del momento y a su trascendencia; un estar obnubilado y aturdido, siempre despistado y a merced de lo meramente circunstancial y fenoménico y, sobre todo, un estar literalmente desorientado, que priva al ser humano de la luz del sol naciente que debería iluminar su vida y su propósito.
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1.2. Los corolarios del síndrome de Epimeteo
la ignorancia absoluta de su verdadero ser, por eso es condenado finalmente a vivir hasta que se conozca a sí mismo. El héroe epimeteico vive identificado con su imagen y ve el mundo a través de ella. El mundo de la imagen es un mundo de fantasías e ilusiones exaltadas al servicio de la personalidad, pero también es un mundo de sueño en un sentido estricto. El héroe epimeteico se sueña a asimismo y sueña el mundo a la medida de las pasiones, temores y deseos de su vanidad exaltada. Heráclito decía que los despiertos viven en el mundo real, en tanto que los dormidos viven cada cual en su propio mundo. El ser humano se aplica con un frenesí obsesivo a la construcción de su imagen como sin en ello le fuera la propia vida, sin percatarse que esa fábrica engañosa que levanta con tanto esfuerzo es frágil y pronta a venirse abajo como la roca de Sísifo o como la Torre de Babel. Pero decía que había también una vertiente colectiva de este primer corolario del síndrome de Epimeteo, la cual consiste en que, al igual que el hombre individual que olvida lo importante inventa su propia imagen y su mundo, la sociedad colectivamente considerada también inventa su propio mundo, su cultura, o si se quiere el paradigma casi inamovible en el que vive. En este sentido, la cultura es una fabulación colectiva y no deja de ser en parte una sumatoria de todas las fabulaciones individuales de sus miembros. Igual que el hombre individual se enaltece con su imagen, cada colectividad justifica sus afanes y se enorgullece como tal gracias a su cultura. A través de la cultura todos los pueblos establecen su pedigrí histórico, creyéndose descendientes literales de héroes, elegidos de algún dios, o pertenecientes a una raza o civilización superior destinada a gobernar el mundo con los más sublimes propósitos. Si hay un mito antiguo -y en este caso no precisamente griego que simbolice bien esta idea es precisamente el de la Torre de Babel. En él se nos cuenta, que un día los hombres emigraron desde Oriente y decidieron construir una ciudad y una torre con
El síndrome de Epimeteo, o síndrome del olvido de lo que es importante en el hombre y para el hombre, tiene sin duda importantes y numerosas consecuencias para la humanidad. Pero hay dos corolarios fundamentales de este síndrome, que no deben ser obviados a la hora de entender lo que le ha sucedido y sigue sucediendo al hombre y a la civilización occidental, debido a este despiste original. El primer corolario del síndrome de Epimeteo es que el que olvida lo importante (podría decirse la verdad) tiene tendencia a inventar, a fabular, y a reconstruir el sentido del mundo y de la vida desde la subjetividad, sustituyendo la realidad por la ficción y la fantasía. Este primer corolario tiene, a su vez, dos vertientes posibles: una individual y otra colectiva. El hombre, individualmente considerado, se aplica desde niño a una de sus fabulaciones preferidas que es la creación de un ser irreal, que no le corresponde, y que la psicología ha dado en denominar personalidad. El héroe de la mitología griega nace con la obligación preferente de encontrarse a sí mismo, y todas sus andanzas y luchas girarán en torno a la introspección para hallar al padre divino que le dio el ser uniéndose a una mujer mortal. Como luego expondré, el problema de su filiación legítima, o reencuentro consigo mismo, es el eje de su actividad cognoscitiva y de su accionar moral. Sin embargo, si el héroe se olvida de esta misión fundamental, ignorando su origen celeste -figuradamente matando a su propio padre y uniéndose a las pasiones terrenales desposando a su madre- no le queda otra salida, para aturdir esta culpa originaria y autojustificar este imperdonable olvido, que inventarse a sí mismo, dotarse de una imagen impostada con la que se identifica de por vida, pero que termina ahogando a su auténtico ser. La imagen ideal de sí mismo en su versión más exagerada es la de Narciso, personaje que se caracteriza no tanto por el amor que siente por su propia figura reflejada en el espejo del agua, sino por
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ladrillos, que fabricaron ellos mismos reemplazando a la piedra, símbolo que alude a la verdad literal. Alejarse del Oriente es tanto como decir que se olvidaron del lugar del que provenía la luz que da sentido a la existencia, que olvidaron la verdad que les ligaba a su padre celestial, por lo que ese síndrome de olvido sólo podía compensarse inventado las verdades subjetivas representadas por los ladrillos con los que pretendieron levantar la ciudad y la torre. La mitología griega está llena de mitos que simbolizan la misma idea: el olvido original del ser y de su desarrollo y la pretensión de enaltecer la personalidad de forma subjetiva y caprichosa. El miro de lcaro, por ejemplo, ejemplifica esta misma idea contando cómo el hombre no puede elevarse espiritualmente de forma ilusa y aleatoria. Las alas de cera que se derriten con el calor del sol precipitan a Icaro a los dominios de Poseidón, que simbolizan el subconsciente, ya que, al igual que los ladrillos de Babel, las alas de cera son materiales subjetivos que no pueden reemplazar al desarrollo genuino y a la propia la verdad. La invención, sucedáneo de la verdad, no podrá nunca reemplazar a ésta. Como veremos, hay toda una terapéutica filosófica contra el olvido, que no es precisamente la fabulación subjetiva, sino propiamente la anamnesis o recuerdo, en la que Platón sustentaría, de acuerdo con las más, antiguas tradiciones órficas, todo el edificio filosófico del conocimiento. El segundo corolario del síndrome de Epimeteo apunta a la imposibilidad de que los hombres se comuniquen y se entiendan desde los aleatorios productos de su subjetividad. El hombre epimeteico que olvida lo importante, y luego inventa y fabula acerca de la verdad, está destinado a vivir permanentemente confundido y en disputa abierta o solapada con el resto de los hombres. La confusión, el embrollo, el conflicto y la guerra son consecuencias inevitables de una humanidad epimeteica que reemplaza la verdad por la fantasía y por la opinión subjetiva. El alejamiento del Oriente no puede producir sino ceguera e incomprensión. En el mito de Babel, Yahvé, como castigo por ese alejamiento de la luz,
castiga a la humanidad confundiendo su lenguaje y dispersándola por la faz de la tierra. Desde luego que el hombre ha utilizado el diálogo para evitar la confrontación. Sin embargo, más que un diálogo el hombre ha utilizado una suerte de monodiálogo, término que expresaría la contradicción interna de su propio discurso subjetivo. Monodiálogo, porque no se trata propiamente de un monólogo, ya que el soliloquio tiene lugar en presencia de terceros, que, a su vez, tampoco escuchan, ensimismados con su propia conversación interna. Frente a la unidad, el acercamiento y la comprensión que produce la verdad, las fabulaciones subjetivas generan la confusión, la dispersión y el alejamiento entre los hombres. El hombre epimeteico, víctima de su imagen y de su falta de claridad, es incapaz de distinguir lo verdadero de lo falso, lo genuino de lo adulterado. En este punto, el hombre epimeteico puede ser considerado como un asno y merece llevar sus orejas como pena, tal como fue castigado Midas a llevarlas por preferir en un certamen, al que fue invitado para formar parte del jurado, el terrenal sonido del caramillo de Marsias a la música celestial de la lira de Apolo. 1.3. Los principios de humanización Robado el fuego por Prometeo y entregado a los hombres, Zeus no hace ya nada por recuperarlo para no dejar a oscuras a la humanidad. Eso sí, la legitimación del robo de la inteligencia se produce con un pago en sufrimiento equivalente, gracias al cual el hombre podrá emerger desde las profundidades inconscientes de su animalidad. Prometeo, representando el sufrimiento humano general, saldará con creces la deuda redimiéndose a sí mismo y sublimando su bestialidad con la muerte simbólica del centauro Quirón. La débil llama del fuego robado alumbrará al homo sapiens y le procurará la energía necesaria para la metamorfosis que le llevará a
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la excelencia, abandonando para siempre el estigma de su animalidad, siempre y cuando persevere en este propósito superando todas las pruebas y sufrimientos que la vida le depare. El fuego prometeico, sin embargo, como la gracia cristiana más tarde, no es un factor liberador que opere automáticamente salvando al hombre de su endeble condición original. El mérito lo es todo para que el héroe pueda lograr el esplendor de la excelencia a la que apunta la virtud (areté). El Fuego, como energía- conciencia, es el factor que caracteriza lo que podría llamarse el principio de individuación. A través de la conciencia, el hombre deviene propiamente sujeto diferenciándose del colectivo inconsciente de la especie desde la que emerge. Se individual iza, en suma, con la única nitidez posible, que es la de la luz. Sin embargo, el principio de individuación no es el único principio de humanización que encontramos en la historia prometeica. El mito de Protágoras cuenta también que Zeus, no sólo renunció a recuperar el fuego, sino que, entendiendo que la especie humana necesitaba algo más que la mera inteligencia ordinaria, cuyo uso era de suyo ambivalente en tanto el hombre alcanzara la areté, ordenó a Hermes que otorgara a cada cual respeto y justicia, prescribiendo la pena de muerte para todo aquel que no tolerase a los demás o fuera injusto con su prójimo. El respeto, o si se quiere la tolerancia, se yergue como segundo principio de humanización, al que podríamos llamar principio de relación o de sociabilidad. Zeus, en su sabiduría, confiaba menos en el hombre inteligente que en el bruto animal, por lo que consideró que la convivencia de la especie humana habría de construirse sobre el respeto mutuo entre las nuevas individualidades emergentes, cuyo juicio, a pesar del fuego que iluminaba su, aún corto, entendimiento, no era por el momento suficiente para esperar grandes cosas de su comportamiento. La individualidad humana que brotaba en el hombre tenía profundas raíces en su originaria animalidad, conservando el estigma epimeteico de su estulticia constitutiva,
que corría serios riesgos de acrecentamiento por las pretensiones exorbitantes de su exagerada vanidad, impropia, por otra parte, de un primate venido a más como el homo sapiens. Dicha vanidad crearía en el hombre la tendencia irresistible (por lo dicho sobre el segundo corolario del síndrome de Epimeteo) a inventar una falsa y omnipotente imagen de sí mismo, a través de la cual exaltaría sus deseos y su voluntad de satisfacerlos por encima de todo freno, sin reparar en imponer sus apetencias, opiniones y dominio sobre sus semejantes para conseguido. El respeto se yergue, entonces, como barrera obligada entre el yo y el otro, hasta tanto la luz de la conciencia adquiriera la suficiente claridad en todos los seres humanos como para que la sociedad pudiera renunciar un día al uso de la fuerza para garantizar la convivencia, extremo éste que ni siquiera estaba previsto por el mito. La pena de muerte, decretada por Zeus para el que no respetara a los demás y también para el que fuera injusto con los otros, se inscribe en el orden de la necesidad social. No hay grados en la pena ni eximentes en el edicto del padre de los dioses, que Hermes transmite a los humanos. Los intolerantes y los injustos no merecen vivir en sociedad, ni que ésta les perdone la vida, los cuide y alimente en ninguna suerte de cárcel o prisión. Los dioses comprenden la debilidad humana y piden a los hombres esa misma comprensión para con sus semejantes; también son propicios a transigir con el error e invitan a los seres humanos a hacer lo propio con el prójimo, pero la intolerancia y la injusticia exceden con creces la hipótesis política del perdón, porque son males, cuya indulgencia convierte en ruina el edificio social, al permitir y propiciar su existencia que los injustos e intolerantes se adueñen, tarde o temprano, del poder político para oprimir y sojuzgar implacablemente a sus semejantes. Procusto, el bandido al que vence Teseo, representa la intolerancia. Su falta de respeto por los demás, le lleva a someter a los hombres que apresa a una terrible tortura. Los ata a su cama de
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hierro para estirados sin piedad hasta igualados a su altura, si su tamaño es inferior al de su lecho, o les corta las piernas, si son más largos que su cama, para que queden también con su propia medida. Procusto es, en principio, la intolerancia en uno mismo, la mediocridad de la propia opinión que quiere imponerse a los demás sin respetados como iguales. Quien no comprende por sí mismo que ha de respetar al prójimo, ha de atenerse a las consecuencias de esta orden personal del propio Zeus. La justicia caracterizaría el tercer principio de humanización, que podríamos definir como principio organizativo o principio político. Su incumplimiento, como vimos, acarrea también la pena capital. No es posible organizar la vida política sin justicia, al igual que es imposible fundamentar la convivencia sin respeto. El ser humano crece desde sí mismo gracias a la conciencia, pero necesita también de los demás para practicar las virtudes (aretai) que le permitirán llegar a la excelencia. Comprender al otro, escuchado, tratado como igual y dad e lo que le corresponde son las pruebas que el empeño del héroe necesita para poner a prueba su virtud. La areté conseguida en los combates contra los monstruos del propio infierno personal hay que ponerla a prueba también en los combates de la vida. Los monstruos, entonces, adquieren rostro humano, inteligencia humana, crueldad humana, nombres humanos con los que poder identificados en la familia o en la tribu, en la intimidad del hogar o en el público y abierto universo de! ágora. Como seres sociales podemos sufrir el desprecio y la iniquidad de los demás, o ser nosotros sus causantes. Pero con anterioridad a estas prácticas sociales, y en orden a una convivencia justa, el mito advierte también de la necesidad que tiene el hombre individualmente considerado, de realizar la justicia dentro de sí mismo. Al igual que cada uno de nosotros ha de vencer a su Procusto interior, ha de vencer también dentro de sí todo aquello que nos impele de continuo al dominio inicuo de los demás y a la abominación. En el símil platónico de los tres hombres, el hombre
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primero o racional (logistikon) ha de controlar al león (thimoneides) que reside en su alma irascible e impulsiva, y también al monstruo multiforme de su alma concupiscible (epithemetikón). Sólo así, realizando el equilibrio de la justicia en nosotros, podremos ser justos con los demás, sobre todo si somos nosotros los encargados de impartida. Los mitos sobre la justicia, en especial el de la abominación de Minos (Minotauro), ilustran con meridiana claridad la importancia que reviste para la sociedad griega la condición moral del gobernante. Antes de colocarse la corona en su cabeza, el héroe ha de mereceda conquistándose a sí mismo y estableciendo la paz en su interior. Si el héroe porta la corona sin haber realizado este trabajo previo, su iniquidad será la consecuencia de esa falta de preparación interna y el pueblo la víctima de ella, ya que sufrirá plagas, hambrunas y toda suerte de desdichas, como si el mal encarnado en su gobernante atrayese todas las calamidades posibles hacia sus desgraciados súbditos. Vemos cómo estos tres principios de humanización actúan para formar al hombre y llevado a la excelencia. En esencia, estos tres principios no son otra cosa que rupturas ontológicas del yo narcisista. El principio de individuación o conciencia rompe la psiquis narcisista gracias a la introspección. A medida que el hombre se investiga a sí mismo, descubre que su imagen en el espejo es una fabulación creada para ocultar su verdadera realidad contradictoria, en la que sus pasiones exaltadas por la vanidad adquieren el dominio de su vida, a costa de los objetivos de un débil ser interno incapaz de imponerse inicialmente en esta lucha. Narciso simboliza al hombre que vive fuera de sí, al que ignora radicalmente a su verdadero ser interno. El dios le condena a vivir hasta que se conozca a sí mismo. Sólo la introspección puede salvarle, llegando hasta su verdadero ser a través de su infierno personal. El principio de relación o respeto colabora en la ruptura del yo narcisista reconociendo al otro como igual, respentándole por lo
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que es en sí, y no por lo que tiene o lo que piensa. A través del respeto o de la tolerancia, el hombre se iguala a los demás por la dignidad intrínseca de su filiación divina. Hijos del dios y de mujer, todos los hombres, por principio, tienen el mismo derecho a ser reconocidos en el camino de la virtud como viajeros hacia la patria celestial. En ese largo viaje hacia la excelencia, algunos no se han puesto en marcha todavía, y los que lo han hecho se encuentran en diferentes puntos de su geografía ascendente. Sin embargo, el lugar que se ocupe en el camino no otorga derecho ni razón a nadie para que pueda imponer su opinión sobre los otros, al creer que su propio criterio personal es más verdadero que el de los demás. Todos, por decreto de Zeus, han de respetarse para vivir en sociedad, y han de reconocer al otro la posibilidad de equivocarse, tal como el otro le reconoce idéntica oportunidad a él. ..... Del diálogo entre los hombres no surgirá ninguna verdad, ya que como vimos en el segundo corolario del síndrome de Epimeteo, la confusión, la disputa y la dispersión son las consecuencias naturales de todo edificio social, como lo fue Babel, que se construya con los falsos ladrillos de las fabulaciones individuales, en lugar de la piedra que representa la verdad. Pero para evitar el peor de los males, la guerra, se precisa que todo el mundo se respete. De hecho, mientras todos los hombres no sean sabios, no puede existir otra sociedad resultante que la que hay, en la que las opiniones sobran y están en disputa permanente. De ahí, la necesidad de tolerar al otro, reconociéndole el valor de un yo equivalente al nuestro. La tolerancia es el límite para evitar las consecuencias más nefastas del segundo corolario del síndrome de Epimeteo. La historia muestra que no hemos sido capaces de apuntalar la tolerancia con la suficiente firmeza, dadas las guerras, revoluciones y conflictos que soportamos periódicamente como si se tratase de una maldición. De ahí también, que Zeus castigase con la muerte al transgresor que faltase al respeto a los demás, sabedor que si
permitía la intolerancia la sociedad caería sin remedio en el caos de Behemot o bajo la férula implacable del totalitario Leviatán. El tercer principio, o principio político, consistente en la justicia, lleva más allá la función humanizadora. Si la tolerancia suponía una ruptura de la psiquis narcisista a través del reconocimiento del otro, la justicia no sólo obliga a reconocer al otro, sino a tratarlo como igual, a darle lo que le corresponde, comportándose con el otro tal como queremos que se comporten con nosotros. La ruptura ontológica del yo narcisita se produce con la justicia a través de una prueba esencialmente práctica. No se trata de un conocimiento (introspección), ni de un re-conocimiento (del otro), sino de un hacer, de un accionar, que nos lleva más lejos en la relación social. La tolerancia, a diferencia de la introspección, ya involucra conductas con los demás, como es escuchar con respeto la opinión ajena, aunque no se comparta en absoluto. Sin embargo, la justicia, sin entrar en ninguna de las muchas definiciones que se han dado de ella, nos sitúa ante la piedra de toque que nos lleva a la renuncia de todas las conductas abusivas que emanan de nuestra personalidad narcisista, conductas torcidas que tratan de imponer ventajas sobre los demás y que son, por tanto, contrarias a un recto proceder. Diké significa derecho, en el sentido de algo que es recto y no torcido, por lo que obrar con justicia no significa esencialmente otra cosa que obrar con los demás con la misma rectitud de conciencia que uno desearía que los otros emplearan con uno mismo. Estos tres principios de humanización obran, además, en cascada. El hombre epimeteico narcisista, que se desconoce a sí mismo, es incapaz, a su vez, de reconocer al otro y respetarle como igual, y, mucho menos, de tratarle con justicia y equidad. Si no hay cambio interno en el hombre individual, es iluso pensar que se produzcan cambios en el conjunto de la sociedad. La reforma social comienza por la reforma del hombre concreto. Platón expuso con claridad las bases individuales sobre las que se fundamentaba
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la justicia de su República. La justicia, de no asentarse en el alma humana, jamás cuajará en la esfera del Estado. El pensamiento griego, desde sus orígenes religiosos y míticos, siempre tuvo presente, que toda reforma, para que triunfe en una sociedad la tolerancia y la justicia, ha de comenzar por recordar al hombre que ha de imponer el respeto y la justicia dentro de sí mismo, matando al Procusto que hay en él y ordenando, con la jerarquía que otorga el recto criterio de Diké, el caos de sus pasiones y apetitos bajo la clarevidente supervisión del Logos.
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III.1. La sociedad posmoderna A primera vista puede parecer que el hombre occidental actual y el griego clásico apenas se parecen, pero a poco que rasquemos sobre la epidermis de ambos, nos daremos cuenta que las diferencias entre los dos son apenas superficiales. En veinticinco siglos, el alma humana es básicamente la misma. Han cambiado, ¡eso sí!, las percepciones de la realidad, los gustos o los valores, pero hoy en el mundo no hay mayor conciencia ni tolerancia ni justicia de la que hubo entonces. La visión fáustica de la cultura occidental ha sobredimensionado una forma de vida esquizofrénica volcada en la conquista del mundo, su posesión y su transformación. El consumo de bienes manufacturados gracias al desarrollo de la ciencia y de la tecnología está convirtiendo nuestro planeta en mitad almacén mitad basurero, sin que el hombre se percate de cuál es el propósito final de este desatino. Podría pensarse que este hombre occidental, conquistador y transformador de su universo, es un hombre seguro de sí mismo, maduro, despierto y avispado. Sin embargo, la realidad es justo la contraria. Nos encontramos con que sornas miedosos y en exceso inmaduros e infantiles, corno señala Gombrovicz. El infantilismo y la ingenuidad quizás se ven aumentadas en gran medida por el exceso de consumo televisivo, que nos ha convertido en un horno videns, corno asegura G. Sartori, que termina creyendo todo lo que ve en la pequeña pantalla hasta convertirse en un hombre crédulo y más inocentón, incluso, que el hombre medieval (Sartori, 1998, p. 137). Los conocimientos que poseemos no nos han dado apenas tranquilidad para mirar con optimismo nuestro futuro, sino que han desencantado el mundo
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llenándonos de más inseguridades que certezas. Hoy sabemos muchas más cosas, es cierto, pero todos esos conocimientos para lo que mejor nos sirven es para dimensionar con mayor nitidez la infinitud de cosas que ignoramos. Cada pregunta que la ciencia responde abre nuevas incógnitas, que nos sumen en la impotencia y la perplejidad. Más allá en todo caso del barniz de la cultura, el hombre occidental actual es idéntico, si no peor, que el de hace dos mil quinientos años. Probablemente nuestro equilibrio psíquico sea mucho más precario que el del hombre clásico. Proclives a la esquizofrenia, a la paranoia y a toda suerte de excesos, y sin muchos frenos morales que lo impidan, los hombres de hoy carecemos del estímulo y de la armonía interna necesaria para lograr nuestra propia superación individual. El drama psíquico representado en cada mito, entre las fuerzas que llevan a la trivialización y la fuerza consciente que anima al hombre a la excelencia, sigue siendo válido para el alma del hombre actual. Sin embargo, los occidentales modernos hemos perdido el hilo del sentido que ligaba al ser humano con la vida y con el mundo, y los fundamentos de la razón con los que hemos intentado apuntalar nuestras creencias se están revelando cada vez más insuficientes y endebles. Siendo el hombre moderno básicamente idéntico al antiguo, la sociedad en consecuencia tampoco puede ser muy diferente. Vale decir, encontraremos distintas instituciones, diferentes maneras de comunicarnos y, sobre todo, nuevas formas de hacernos la vida más cómoda con toda suerte de bienes de consumo, pero los problemas de la sociedad permanecen todavía sin resolver. El mundo, después de tantos siglos intentándolo, aún no ha conseguido vivir en paz. La guerra sigue siendo una mala costumbre muy arraigada entre los seres humanos. Nos seguimos destruyendo los unos a los otros sin más motivos aparentes que la defensa de cualquier idea sublime, honores
y glorias efímeras o ridículas parcelas de poder. Problemas como el hambre, la esclavitud -a menudo encubierta
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, el trabajo infantil, la intolerancia o la crueldad siguen estando presentes en nuestro mundo occidental, que tanto presume hoy de democracia y de derechos humanos. Si me he referido más atrás al hombre epimeteico al hablar del anti-héroe antiguo, hay sobradas razones para calificar también de epimeteico al hombre moderno y de epimeteica a la propia sociedad actual. Hoy más que nunca, el hombre posmoderno se ha olvidado de lo que es importante para el hombre. Sumido en un frenesí transformador de su realidad, el hombre fáustico trabaja y fabrica objetos, sin detenerse a recordar que su vida puede tener algún propósito distinto al consumo ya la acumulación de bienes y dinero. El hombre fáustico vive sin noticias de su paternidad. Huérfano amnésico de la vida, vegeta como un autista que se hubiera protegido de la realidad con todos los silencios. Sin esperar mucho de su existencia, dice vivir y aprovechar el instante, justo aquello que precisamente le devora sin piedad, mientras le sume y le adormece en puros sueños de consumos futuros y de goces imposibles. La fantasía del hombre fáustico de sentirse superior a los que le precedieron en el tiempo es aún más ridícula -aunque sólo lo sea por hiperbólica-, que aquéllas que encontramos en el hombre epimeteico del mito. Al haber muerto Dios, en el decir nietzschiano, ya no hay dioses a los que el hombre epimeteico moderno pueda engañar, por lo cual todos los embustes se los explica a sí mismo con los correspondientes avales de la ciencia y de la historia. El hombre clásico, más integrado en su realidad, contaba con una mínima armonía psíquica que le podía servir de punto de apoyo para desplegar su mirada en las simas interiores de su alma. El hombre posmoderno, en cambio, se encuentra desplazado en el propio mundo que ha construido para vivir. Desde hace siglos, el proceso de extrañación ha sido constante y creciente. A partir del Renacimiento, con el desarrollo de la ciencia y de la producción, puede entenderse como causa de alienación todo aquello que Max
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Weber consideraba desencantamiento: la progresiva racionalización de la vida, la eliminación de la magia, de la mística y de la metafísica en la explicación de los fenómenos de la naturaleza y de la vida, y la expoliación que sufre el obrero del producto que ha confeccionado con sus manos. La conciencia de que el mundo estaba desencantado, de que había sido liberado del dominio de brujas, magos y espíritus buenos y malos -señala A. Hauser- "acongojó a los hombres, en lugar de tranquilizados", produjo soledad y no libertad (Hauser, 1971, p. 255). En el mismo sentido, como afirma José Joaquín Brünner, "el nuevo cuadro mental construido por las ciencias, y el mundo que nos muestra a través de la ventana del conocimiento, no nos tranquiliza. Ni nos da descanso. La vida ya no transcurre en un ámbito familiar. El cielo no es más lo que solía ser. La historia no nos habla el lenguaje acostumbrado. Pronto veremos que la sociedad de donde todo esto proviene -pensamiento, arte, visión del mundo e historia- también ha cambiado, hasta volverse una desconocida' (Brünner, 1999, p. 61. Los miedos que sufre el hombre moderno han ido en aumento a lo largo de un siglo XX plagado de crueles despropósitos. Las dos guerras mundiales, los campos de exterminio, los gulags, el empleo de la bomba atómica, los genocidios sistemáticos, los intolerantes fundamentalismos, la expoliación sistemática que está destruyendo la biosfera de nuestro planeta, sitúan nuestra civilización al borde del precipicio. La paradoja es que, como dijo E. Cioran, el hombre es capaz de aburguesarse en el propio abismo. Tal vez por eso ni siquiera somos capaces de reaccionar como humanidad y sentir el vértigo lógico ante la posibilidad real de precipitamos en la sima. A los miedos modernos más característicos se les ha dado el nombre de incertidumbres manufacturadas. Se trata de los peligros surgidos del mismo proceso de modernización. El riesgo nuclear, el agujero en la capa de ozono, las mareas negras son peligros consustanciales a los propios procesos productivos. Se trata de peligros que han convertido a nuestra sociedad en una
sociedad de riesgo, en la cual -como señala Ulrich Beck- los peligros dominan el debate político y el privado. Las instituciones de la sociedad industrial se convierten en generadoras y legitimadoras de los peligros que ellas mismas no pueden controlar. En nuestras sociedades de riesgo los conflictos de distribución de los goods sociales, como el trabajo o la seguridad social, son superados por los bads, como la contaminación (Beck, 1993, p. 32-34). Hoy la heurística del miedo ha desplazado al principio esperanza, a los metarrelatos, a los milenarismos y a las utopías. Ningún movimiento social aspira a lograr ninguna perfección, sino a evitar el caos y la debacle. Junto a estos miedos e incertidumbres -y quizás por el carácter narcisista del hombre posmodermo-, el temor a la enfermedad, al dolor, a la vejez y a la muerte han aumentado sensiblemente, en la medida en que la esperanza religiosa ha disminuido en nuestras sociedades, depositando el hombre en el cuerpo y en el placer casi todos los anhelos de su vida. Ch. Lasch sostiene que la cultura actual ha llevado la lógica del individualismo a una guerra de todos contra todos y la "búsqueda de la felicidad al punto muerto de una preocupación narcisista por el yo". El amor y el deber se han convertido en ideas obsoletas. "Hoy los hombres -sigue diciendo Lasch- buscan el tipo de aprobación que no aplaude sus actos sino sus atributos personales: Quieren ser admirados más que estimados. No anhelan la fama, sino la fascinación y excitación que trae consigo la celebridad. Quieren ser envidiados antes que respetados. La soberbia y la codicia, los pecados de un capitalismo en ascenso, han dado paso a la vanidad" (Lasch, 1999, p. 16 y 85). Otro miedo, no menor en importancia, lo genera la propia dinámica de la sociedad posmodema, la acelerada velocidad a la que tiene que adaptarse por los múltiples cambios a los que le empuja la era informática. Alvin Toffler ha afirmado que la Humanidad se enfrenta, incluso, a un "salto cuántico hacia adelante", para cuya implantación el sistema mismo es una amenaza, por lo
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cual es necesario que todo cambie, desde la educación hasta la forma de hacer política o economía, a fin de superar ese "shock de futuro" (Toffler, 1999, p.20). Todo, a partir de ahora, ha de proyectarse y ser pensado primando lo dinámico sobre lo estático, lo variable sobre lo fijo, lo efímero sobre lo permanente, lo múltiple sobre lo unitario. Sin duda, son demasiados cambios para el precario equilibrio psíquico del hombre actual, incapaz de asimilar que su vida se convierta en un aprendizaje permanente, que le sitúa en un continuo punto de partida del saber con la consiguiente inseguridad que esto genera. Todos estos riesgos, todos estos peligros y miedos, unidos a la creciente inseguridad ciudadana, diseñan un horizonte pleno de turbulencias y amenazas, que angustian aún más al hombre posmoderno, que termina, abrumado por un mundo que es incapaz de controlar, por recluirse en su espacio privado, olvidándose de los demás -a los que, por otra parte, teme- con el progresivo deterioro que esto supone para la convivencia y la solidaridad. El otro, el que está próximo (prójimo) a nosotros, se nos antoja frecuentemente un peligro potencial y las más de las veces una carga. La vida moderna nos recluye en nuestras soledades. Necesitamos compañía pero, al tiempo, la rechazamos por las molestias que supone, por el esfuerzo adicional que requiere hacernos cargo de otra persona abrumada por los mismos problemas que nosotros arrastramos. Cada día en Occidente vive más gente sola, sin la alegría de verse rodeada de niños y sin el sosiego que aportan los ancianos. El hombre posmoderno se encierra en su habitáculo y, como han dicho los sociólogos de la comunicación, amuebla sus silencios encendiendo la radio o la televisión, o enchufándose a Internet en busca de un teleprójimo que no le reconozca y con el que establece unas relaciones virtuales, en las que epimeteicamente se olvida la parte más importante: el contacto, el calor, la empatía, la compasión y el amor. "Si el día de mañana, dice Paul Virilio, amáramos exclusivamente lo lejano sin estar conscientes de
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que odiamos a nuestro prójimo porque está presente, porque huele mal, porque hace ruidos, porque molesta y me convoca, a diferencia del lejano al que puedo ocultar o hacerle zapping, o sea, si el día de mañana nos dedicáramos a preferir lo lejano en desmedro de lo cercano, destruiríamos la ciudad, el derecho de la ciudadanía" (Virilio, 1997, p. 44). Afortunadamente ni la compasión ni la solidaridad han muerto, pero las circunstancias sociales y técnicas propias de la vida de hoy parecen empujarnos a que las proyectemos lejos de lo que nos es cercano. Una forma extendida en la actualidad de practicar la solidaridad son las Organizaciones No Gubernamentales (ONG), muchas de las cuales realizan una encomiable labor, pero en muchos casos muy lejos del lugar en el que sus miembros han nacido, lo que ha llevado a Jean Baudrillard a juzgar, quizás, con excesiva dureza el papel que éstas cumplen. Dice Baudrillard que las ONG, volcadas a los países del llamado tercer mundo, ejercen sobre éstos una "tutela vampírica" propia de la fase postrera del colonialismo, en la que la miseria de los demás se convierte en nuestro territorio de aventuras (Baudrillard, 1997, p. 107).
La ciudad moderna ha perdido la plaza pública, que ha sido sustituida por el supermercado o el mall, espacios en los que los contactos son más superficiales y esporádicos. El espacio de encuentro, reclamado por Hannah Arendt, ha pasado a ser ocupado por los medios. Al igual que la ciudad carece de ágora, la sociedad actual -dice N. Luhman- es una sociedad carente de centro. En esta sociedad disociada, los hombres buscan organizar el sentido perdido de la vida -dice M. Castells- en identidades defensivas en torno a los principios comunales. La identidad parece que se convierte en la principal fuente de significado en esta sociedad posmoderna, caracterizada por la desestructuralización de las organizaciones, la deslegitimación de las instituciones y la desaparición de los principales movimientos sociales. Vivimos en una sociedad red, en la que el espacio organiza al tiempo, y en la que la ciudad
glo bal no es un esp aci o sin o un pro ces o, me dia nte el cu al los ce ntro s de pró du cci ón
y co ns um o se co ne cta n
en una red lob al en virt ud de los fluj os de inf or ma ció n, rest and o im por tan cia a las con exi one s con sus ent orn os terr itor iale s (Ca stel ls, t.
global no es un espacio sino un proceso, mediante el cual los centros de producción y consumo se conectan en una red global en virtud de flujos de información, restando importancia a las conexiones con sus entornos territoriales (Castells, t. I, 2000, 33 y 463) Las sociedades modernas, por otra parte, han relajado significativamente el control que ejercen sobre sus miembros, desde el control moral hasta el propio control jurídico, y las costumbres y normas vigentes tiene cada vez menor incidencia en las conductas. Las sociedades caminan hacia Anomia, por emplear la expresión de R. Dahrendorf. El discurso que prima en el mundo actual es un discurso permisivo. La ética calvinista que inspiró el desarrollo capitalista y que aumentó "la prima religiosa concedida al trabajo en el mundo, racionalizado en profesión", como señaló Max Weber, de hecho ha pasado a mejor vida (Weber, 1969, p. 96). Daniel Bell puso de manifiesto las contradicciones culturales del capitalismo, que por una parte se inspiraba en la ética calvinista, que predicaba la austeridad y la postergación de los deseos, y que por otra parte, debido a las necesidades de una oferta siempre creciente de bienes, estimulaba un consumo desenfrenado y sin fin. Bell señaló que, mientras que el orden económico y técnico seguía rigiéndose por la racionalidad, el orden cultural se había hecho autónomo, predominando en él la irracionalidad, la promiscuidad y la prodigalidad, pasándose de una ética estricta al bazar psicodélico (Bell, 1977, p. 48). La cultura moderna se asienta sobre todo en una ruptura de límites. Moralmente es inconscientemente nietzscheana o, si se quiere, dionisíaca. Se asienta en la explosión desordenada de los deseos, todos los cuales tienden a su inmediata satisfacción. Como afirma Remo Bodei, la moral clásica enseña a moderar los deseos y la economía política a multiplicarlos en esa pleonexia, o ansia insaciable de posesión que tenemos los consumidores (Bodei, 1995, p. 17-20). Estos y otros mensajes contradictorios han
llevado, según Karen Horney, a
formar en el ciudadano actual una creciente personalidad neurótica, incapaz de lograr el sosiego psíquico necesario para comprender el incoherente mundo en el que vive. La terapia freudiana ha contribuido no poco a desreprimir deseos ocultos para que fueran satisfechos en el repleto bazar de la
sociedad postindustrial. El clima terapéutico ha sustituido definitivamente al religioso. En la opinión de Gilles Lipovetski, el individualismo actual se caracteriza por un consumo masificado de objetos, de imágenes, por una cultura hedonista, que tiende al confort generalizado, basada en valores ligths, relaciones flexibles, austeridad reducida al mínimo, y máximo de goce como objetivo ideal al que tender. No es que en esta cultura no exista control social, sino que éste se ejerce, dice Lipovetski, a través de la seducción. La civilización occidental está volcada en una oferta interminable y absurda de bienes y servicios, en un hedonismo que trata de alargar la vida, optimizar el cuerpo y procurarle todos los goces imaginables. Esto en sí no tendría por qué ser malo, el problema es que se tiende a reducir a cero el nivel de exigencias. Vivimos en un sueño de derechos y de libertades, pero la realidad de la gran mayoría de la humanidad es preocupantemente diferente. Los tiempos de la filantropía, decía Cesare Pavese, son aquellos en los que se mete en la cárcel a los mendigos. En los tiempos actuales, reconocemos el derecho al aire libre, al agua cristalina, los derechos de los niños y de las mujeres, cuando peor es el trato y la explotación de los que son objeto. El derecho se queda en farsa y en un brindis al sol en los suburbios de esta sociedad de riesgo. El derecho, la libertad, la esperanza y la igualdad han sido los mejores señuelos para encandilar y adormecer al hombre epimeteico posmoderno. Que nadie hable de obligaciones y deberes. Las mínimas exigencias que se impone esta sociedad la sostienen al borde del caos. Alguien dijo que había que haber erigido la estatua de la responsabilidad al lado de la estatua de la libertad, y no le faltaba razón.
Desgraciadamente nacionalsocialista
fueron
los
partidos
fascista
y
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'l.
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los que reivindicaron valores y virtudes tan necesarias para un sano orden social, como el valor, la lealtad o la disciplina. Sólo que éstas virtudes sin la libertad y la tolerancia se convierten siempre en monstruos en los regímenes totalitarios. El individualismo capitalista se ha olvidado por completo de ellas y no parece que figuren como recuerdos pendientes en su avasalladora agenda. Una civilización, decía Saint-Exupéry, descansa sobre lo que le exige al hombre, no sobre lo que le ofrece. Si todo se reduce a libertades y derechos el equilibrio social indefectiblemente no puede ser consistente. Nietzsche predijo que todos los males de los próximos dos siglos tendrían su origen en el nihilismo, en la desvalorización de todos los principios y creencias en los que se había fundamentado la civilización occidental. Que Dios hubiera muerto, en la expresión nietzschiana, significaba que todo valor supremo moría igualmente con él. El ideal, en la opinión de Nietzsche, no era más que un soplo venenoso sobre la realidad, o una seducción que conducía a la nada, por lo que la nihilista sociedad posmoderna no iba a desgarrar las vestiduras con la desaparición de todos los valores que habían mantenido su coherencia durante muchos siglos. Si Dios ha muerto, todo está permitido, había proclamado en Alemania el grupo Die Freien en 1840. El problema era que sin un Dios a la vista, o mejor dicho, sin un Dios vigilando el imprevisible rebaño humano, daba la impresión que el nivel de permisividad -como así sucedió- podía aumentar hasta cotas difíciles de soportar por el entramado social sin verse afectado seriamente por ello. Sin valores aceptados -no por las formulaciones que contienen, sino por el sentido y coherencia que le dan al mundo y a la vida- la sociedad tiende a desarticularse sin remedio, porque lo que une a los hombres no es otra cosa que el amor, los valores y las creencias con el horizonte de fondo de un propósito o ideal superior. Giovanni Reale encuentra que todos los males que sufre la sociedad moderna, o si se quiere pos moderna, son consecuencia
directa del nihilismo: el cientifismo; las ideologías absolutas; el pragmatismo; el bienestar exclusivamente material; la generalización de la violencia; la pérdida del sentido de la forma; la reducción del amor a su dimensión física; la limitación del hombre a una única dimensión y el individualismo llevado al exceso; la pérdida del sentido del cosmos, y el materialismo. Para combatir dichos males, Reale propone una serie de recetas extraídas de la filosofía platónica, que me temo no son suficientes de por sí para sacarnos de una situación, cuyo diagnóstico, aunque no sea irreversible, es al menos bastante preocupante (Reale, 1996). Sin dioses vivos y sin valores superiores, es lógico encontrar también una sociedad sin proyectos de futuro. Como declaró Lyotard, los metarrelatos de emancipación que han marcado la modernidad han muerto, y con ellos el propio proyecto moderno ha sido liquidado (Lyotard, 2001, p. 29-30). No caben ya sueños de futuros mejores, ni de sociedades justas y perfectas. El último gran sueño, la realización de una sociedad comunista, se disipó con la estrepitosa caída de la URSS, después de lo cual, como sentencia M. Castells, "el paraíso artificial de la política inspirada por la teoría debe ser enterrado para siempre (...). Porque la lección más importante del derrumbamiento del comunismo es que no hay sentido de la historia más allá de la historia que sentimos" (CastelIs, t 11I, 1999, p. 90). No estamos, por tanto, para utopías, sino más bien para distopías. Vivimos en tiempos de rebajas, no sólo de ideales, sino también de perspectivas. No se trata ya de luchar por una sociedad ideal, sino de minimizar los daños que el progreso acarrea. No hay soluciones totales, sino parciales; ni metas absolutas, sino las menos malas posibles. Estamos inmersos en la devastación continua que el progreso deja tras de sí. Muchas de las estructuras de la sociedad tradicional, como la familia, pierden sentido y función en la sociedad moderna. Las relaciones humanas se vuelven cada vez más frías y más abstractas. Se habla de desconstrucción de los relatos en un momento histórico en el que
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todo parece desconstruirse y desarticularse. Hay rupturas por doquier, discontinuidades, un rechazo de lo absoluto, y aún de lo completo. El sujeto ha perdido razón de ser con el abandono de la misma razón absoluta que era su estandarte y su patente de certeza. El mundo, de pronto, desencantado y dejado a su suerte, ha sido desprovisto de todo su sentido y su coherencia. Y el esfuerzo de buscar un nuevo y definitivo sentido a la existencia humana, se considera no sólo inútil sino también imposible. Tras el derrumbe de la Modernidad, el único pensamiento que, al parecer, nos queda, el pensamiento débil-por emplear la expresión de G. Vattimo- apunta por toda aspiración a que reflexionemos sin excesivas pretensiones y nos esforcemos en un diálogo interminable para entendernos, respetarnos y reconstruir esta sociedad tan ruinosa y extraña en la que habitamos. Somos seres lingüísticos -o quizás parlanchines- y J. Habermas nos invita
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a una comunicación indefinida, a buscar consensos, acuerdos intersubjetivos de todo tipo, y, por supuesto, éticos. De forma más llana, el biólogo chileno Humberto Maturana nos invita a lo mismo, sólo que él llama a la comunicación lenguajear. Lenguajear es importante, sobre todo, porque el lenguaje -según Maturana- surge en los dominios del amor. Toda comunicación, sin duda, es buena y necesaria, y aún imprescindible por nuestra propia naturaleza social, sin embargo -en mi opinión-, se espera demasiado del diálogo. Sobre todo, se esperan sentidos, que una sociedad precisamente vacía y yerma de sentidos, es incapaz de alumbrar. Hablar, no más hablar -¡recordemos!-, condujo en Babel a la pura confusión. Allí los hombres se olvidaron del oriente del que proviene la luz y quisieron con el diálogo intersubjetivo inventar un nuevo sentido con el que elevarse hasta el cielo. Pero el sentido no se puede inventar. Se tiene o no se tiene. Si las sociedades lo pierden, nos dice el mito, se sumen en la confusión. El sentido da coherencia al ser individual y al ser de una civilización, porque constituye la misma médula desde la que ambos se articulan. El sentido mueve
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la vida en una dirección de superación constante y, de hecho, constituye la esencia del propio paradigma que cada civilización se da a sí misma para imitar. El sentido se diluye, sin embargo, cuando se pierde la memoria. Todos los sentidos antiguos del paradigma mítico hoy parecen olvidmios. La Modernidad ha sido pródiga en fabular metarrelatos y sofisticados sentidos de la historia, pero como hemos visto en el último siglo, todos esos sentidos se han quedado en nada, necesitando la humanidad posmoderna significados de usar y tirar, que como la moda sólo sirven para una temporada. La telaraña del mundo y las nieblas del sueño alejan a todos los hombres epimeteicos del oriente de su civilización y les empujan a inventar lo único que para una sociedad no puede ser subjetivo o aleatorio: el último sentido de la existencia humana.
111.2. Las tribulaciones de la virtud en la sociedad occidental Entre las muchas cosas sorprendentes que nos podemos encontrar en la sociedad posmoderna es un desmesurado interés por el MAL Y un muy escaso interés por el BIEN. Sólo que utilizamos algunos eufemismos científicos para no llamar al MAL por su nombre. Pocos asuntos hoy despiertan tanto interés como el sufrimiento ajeno, la violencia gratuita o todo tipo de morbosidades. Decía Baudelaire que la estrategia más ingeniosa del demonio es persuadirnos de su inexistencia. La modernidad se encargó de desterrar al diablo y al mal de los institutos científicos y de los laboratorios, al considerarlos indignos e inapropiados objetos de estudio. Hay una generalización del mal en proporciones nunca imaginadas. El mal -dice J. Baudrillard- se ha vuelto inmanente e intersticial y ha entrado en una fase de
diseminación definitiva. Léase el terrorismo o toda suerte de virulencias biológicas o electrónicas (Baudrillard, 1997, p.6566.). El mal se nos ha hecho familiar. Se ha introducido en nuestras vistas con la naturalidad de un pariente
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próximo o un amigo. Hannah Arendt mostró la trivialidad del mal eligiendo el modelo de Adolf Eichmann, un burócrata nazi que se exculpaba de sus atroces crímenes, alegando que cumplía órdenes. y órdenes alegan cumplir también muchos dementes, que justifican sus perversiones y asesinatos, invocando voces interiores de diablos o dioses que les obligan a realizar tales acciones. En uno u otro caso, la frialdad de un corazón humano carente de la más mínima compasión, no puede sino helarnos las venas. Sin embargo, a pesar de la evidente existencia del mal, el hombre epimeteico posmoderno ignora más que nunca su presencia. Prueba de la ajenidad con la que lo tratamos actualmente, dice Andrew Delbanco, "es el hecho de que libros serios acerca del mal comienzan hoy, típicamente, con cuidadosas demostraciones de que el problema es real" (Delbanco, 1997, p. 15). Pero lo peor no es esto, sino la necesidad añadida y absurda que nos tomamos en probar que el mal es malo, dados los enmascaramientos de los que hoy es objeto y de la ausencia de límites morales claros de la cultura pos moderna. La modernidad se apresuró en sustituir el mal por el eufemismo conducta patológica y a los malos por victimas de enfermedades mentales. "¿Cuál es la relevancia de afirmar, se pregunta A. Delbanco, que el creador de los campos de concentración o del gulag era víctima de un trastorno mental? ¿Cuál es la relevancia de designar a tales monstruos como gente mentalmente trastornada, y de embaucarse en un debate escolástico acerca de si la etiqueta de locura los exime de su responsabilidad? ¿Por qué no podemos denominado simplemente el mal?" (Del banco, 1997, p. 15). Sin embargo, el hombre moderno, señala C. Golberg, Utiliza la psiquiatría ("nuestro descifrador preferido de lo inaceptable") para acercarse al mal, empleando toda una serie de teorías que evitan las ominosas implicaciones espirituales y animísticas de las acciones malignas al racionalizar lo irracional, según la frase del psicoanalista Rank, lo que conduce a un deprimente fracaso de
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comprensión. Llamar a Hider, a Stalin, a Idi Amin o a PoI Pot "esquizofrénicos paranoides", "maníacos depresivos", "personalidades limítrofes" o "psicópatas criminales" es suponer que sus execrables crímenes son fácilmente explicables por conceptos y diagnósticos que pertenecen al dominio público y a la cultura general de la población, lo cual es un error y una burda patraña (Golberg, 1996, p. 11-12). Que en el alma del hombre hay fuerzas encontradas es algo que el mito nos revela con nítida claridad. La vida humana es agónica entre la tendencia a la trivialización y la necesidad íntima de superación. En este sentido toda vida es un drama psíquico. Pero los eufemismos psicológicos modernos han introducido elementos conceptuales suficientes como para ocultar la verdadera naturaleza del problema. Esa racionalización de lo irracional exculpa primariamente de
responsabilidad al perturbado, y la locura pasa a ser una eximente de cualquier conducta demente. Dice J. Starobinski que "la interpretación psicológica moderna, en la medida que es disculpante, borra lo trágico sustituyéndolo por lo patológico, apertura dramática a la posibilidad de tratamiento" (Starobinski, 1975, p. 15). El punto de fuga al que parecemos dirigirnos, señala A. Delbanco, es convertir el problema del mal en un problema epistemológico (Delbanco, 1997, p. 21). Tal vez Ortega y Gasset apuntó en esta dirección cuando afirmó que el pecado de Satán no fue más que un error de perspectiva. Si se ha sustituido el MAL por el eufemismo conducta patológica, va de suyo que la terapia también ha sustituido a la VIRTUD en el tratamiento que el malvado debe seguir para curarse. La cotización de la virtud ha bajado enteros en los tiempos que corren. Vivimos bajo la obsesión de la terapia. Tienen razón los que afirman que la noción de enfermedad mental, al igual que la brujería en la Edad Media, se emplea para confundir y justificar los problemas existentes. Abraham Maslow llega a hablar de "el mito de la enfermedad mental". "La idea de que todos los problemas
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personales son enfermedades mentales -dice Lou Marinoff_ constituye prácticamente una enfermedad mental en sí misma" (Marinoff, 2001, p. 73). Este exceso de psicologismo ha llevado al hombre moderno prácticamente a creer que la terapia puede convertir al malvado en virtuoso. Se trata una vez más de un interpretación superficial de la filosofía socrática, que supone que la mera educación o el simple conocimiento de las cosas conduce a la mejora inmediata del individuo y de la sociedad. Tras los horrores vividos durante el siglo XX, muchos de los cuales cometidos por los países más civilizados del planeta, resulta sorprendente constatar que la creencia en la panacea de la educación, sin un sólido contrapeso moral, siga teniendo tantos epimeteicos adeptos. Comentando los terribles genocidio s del siglo XX, Ryszard Kapuscinski afirma, que describiendo cada genocidio por separado lo desvinculamos de la historia y no los podemos vivir como experiencia colectiva, como infortunio común, que nos une a todos (Kapuscinski, 2000). Algo así sucede con cada crimen aislado, al que se convierte en objeto de investigación científica, en la que cada dato conductual, cada detalle o cada fetiche usado por el criminal, se aíslan de la maldad de su autor y de la crueldad sufrida por las víctimas. La tragedia se convierte en caso clínico, y objetivado y racionalizado el hecho, éste pierde los perfiles amenazantes que siempre tuvo el mal considerado en estado puro. Ningún estudio de la conducta debería obviar la existencia del mal. Aún existen terapeutas, afortunadamente, que siguen hablando del mal sin disfrazarlo con otros nombres que exorcicen su presencia. El mal existe y hay que desenmascarado como tal. No podemos ser ni indiferentes ni comprensivos con él. Hemos de reaccionar ante su presencia y recuperar la sensibilidad atrofiada que lo detecte, a pesar de su aspecto trivial y engañosamente normal. Como sostuvo Erich Fromm, el corazón del hombre se endurece más después de cada acción malvada. Cuanto más se endurece su corazón, menor es su libertad para cambiar, hasta que llega a un punto de no
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retorno (Fromm, 1974, p. 93). Para llegar a este punto, el ser humano ha cometido un continuum de actos malvados e indecentes y las racionalizaciones usadas al principio facilitan racionalizaciones más extravagantes posteriores, cada vez menos sujetas al escrutinio racional o moral (Golberg, 1996, p. 14). La idea de igualdad ha generalizado el dogma de fe de la identidad absoluta de todos los seres humanos. Tal identidad se estandariza, sin reparos ni discriminaciones, a través del concepto de dignidad. Es bueno que la dignidad, la libertad o la misma igualdad sean presupuestos desde los que se organice de partida la compleja convivencia humana. Pero de ahí a suponer que todos los hombres son libres de la misma forma es ignorar, de entrada, lo que la propia ciencia de la psicología predica. La libertad para elegir el bien y el mal, como señalaba E. Fromm, dependerá de cada hombre concreto, de sus acciones anteriores y de la predisposición que éstas hayan generado. Suponer que la dignidad humana es fija y para siempre no deja de resultar patético, si aquélla se predica, por ejemplo, de un violador y asesino en serie. Lo humano en un individuo de esta ralea, por fuerza, se ha difuminado en todos sus contornos hasta desvanecerse probablemente por completo. La dignidad humana, como el honor o la honra, es un capital que se dilapida y desaparece. Antiguamente, el honor se perdía, y el hombre que sufría la desdicha de derrochado con su mala conducta no podía recuperado jamás, y quedaba manchado para siempre, si es que no se privaba ritualmente de la vida para no tener que soportar la afrenta de vivir sin él. Actualmente, se pretende, sin embargo, que la dignidad permanece de por vida, haga lo que haga un hombre con su conducta, robe o mate, cause cientos de crueldades a sus semejantes o siembre la desolación. Un hombre, por el contrario, puede dejar de ser tal si persiste en el mal, al perder definitivamente el préstamo de humanidad que la vida le otorga a cada uno. La sociedad actual es especialmente tolerante con el mal.
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Contempla con buenos ojos el debilitamiento del derecho penal, entendiendo que se trata de un progreso esencialmente humanista. Si la responsabilidad se desdibuja cada vez más en la jerga de psicólogos y psiquíatras, es lógico que el castigo por el mal pierda relevancia ontológica al respecto y se sustituya por eufemismos como la reinserción o la terapia. No puede ni debe esperarse, desde luego, que el derecho penal resuelva a base de represión y de penas los problemas sociales que padecemos, y mucho menos que abuse de los más débiles obligados a delinquir porque quedaron fuera del reparto del gran pastel de la economía global. Sin embargo, poco puede esperar la sociedad actual de un sistema jurídico y de unas convicciones morales que tanta comprensión muestran con el mal, y que aún en muchos casos lo recompensan. La trivialización del mal ha llevado a un estado de opinión en el que el ciudadano tiene la impresión de que todo vale. Hoy como nunca, la violencia gratuita lo ha invadido todo, incluso el arte. El cine y la televisión ofrecen a diario escenas brutales, que nuestros hijos contemplan sin capacidad de discriminar y juzgar por sí mismos, pero que generarán en ellos el miedo y la consiguiente agresividad contra un prójimo al que en el futuro percibirán amenazante. A los criminales famosos por sus fechorías se les pagan cantidades astronómicas por sus abyectas memorias, muchas de las cuales se llevan al cine. Se ha dado el caso de que algunos Estados cambien la identidad de algunos criminales y violadores, cuando éstos cumplen sus reducidas condenas, para evitar un linchamiento, otorgándoles, además, paga, vivienda y trabajo. ¿Por qué ésta preocupación tan detallista por los malos, mientras que millones de hombres honrados, necesitados de lo más elemental, no reciben la menor atención? ¿No hay algo en toda esta preocupación de hipócrita extravagancia? ¿Se trata realmente de una convicción humanista? No es fácil responder de forma simple a estas preguntas, pero las respuestas al uso a mí me resultan bastantes incompletas a la
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hora de entender este fenómeno. Es cierto que la sensibilidad por el sufrimiento ajeno y por los derechos humanos afortunadamente se ha extendido en nuestros días en el mundo occidental. El hombre actual disfruta de un reconocimiento inédito de su dignidad. Se le tiene en cuenta en las leyes y en la vida. Todo lo conseguido es muy loable si no fuera por la tolerancia al mal que esta situación ampara. Por un lado, no conviene olvidar que la prosperidad de Occidente en una parte importante -aunque los economistas neoliberales lo nieguen por sistema- proviene de la pobreza de los países históricamente condenados a la miseria. Política y economía, quiérase o no, están estrechamente ligadas y los derechos humanos que disfrutamos los occidentales han sido en parte fruto de muchas vejaciones, esclavitudes y desamparos a los que Occidente ha sometido a esa mayoritaria parte de la humanidad, que malvive en condiciones literalmente infrahumanas. Nuestros derechos han sido una conquista meritoria de muchos años de lucha para recuperar una dignidad cautiva, pero también de depredación con la que nos hemos apropiado de una riqueza ajena, que nos permite hoy, bien alimentados, poder filosofar y regodeamos en nuestro progreso político y moral. Por otra parte, no está demás hacerse la pregunta de rigor que el detective debe hacerse en todo caso que investiga: ¿a quién beneficia más esta generalización de los derechos, esta mayor tolerancia al mal, este debilitamiento del derecho penal? Desde luego que, aunque todos los ciudadanos occidentales disfrutemos de migajas más o menos insignificantes del pastel de los derechos y de las libertades, a quien más beneficia esta situación es a las élites dominantes de este nuevo mundo globalizado. Sólo que ahora, las élites dominantes han cambiado sutilmente su política y, en lugar de escudarse en prerrogativas que hoy nuestra cultura igualitaria y democrática contestaría de plano, prefieren generalizar formalmente los derechos a toda la población. Los que hoy nos gobiernan desde la sombra se han cuidado muy bien de
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deslegalizar delitos, de rebajar penas, de generalizar las amnistías o de estructurar procedimientos judiciales complejísimos de los que se benefician con impunidad, ya que disponen de dinero para comprar a políticos y jueces, y contratar a prestigiosos abogados y a ejércitos de sicarios, para no verse ellos nunca involucrados en el trabajo sucio. La incapacidad del Estado de Derecho para erradicar las gangrenas morales que padece nuestra sociedad ha sido desgraciadamente endémica desde su implantación, lo cual, bien mirado, resulta siempre sospechoso. Un caso proverbial que sirve de ejemplo de esta debilidad congénita del Estado de Derecho fue el del mafioso Al Capone, que sólo pudo ser condenado por evadir impuestos y no por los innumerables crímenes que había cometido. La situación actual ha empeorado sensiblemente desde entonces. La sociedad red en la que vivimos ha facilitado de forma importante las cosas a la delincuencia internacional. Su poder es tal, que M. Castells afirma que: "La cuestión no es si nuestras sociedades serán capaces de eliminar las redes criminales, sino, más bien, si las redes criminales no terminarán controlando una parte sustancial de nuestra economía, nuestras instituciones y nuestra vida cotidiana" (Castells, t. III, 1999, p. 407). Y como las élites son cosmopolitas, frente a la gente que es local, el espacio del poder y la riqueza se proyecta por el mundo en flujos ahistóricos que escapan del control socio político de las sociedades locales nacionales con especificidad histórica (Castells, t. 1, 2000, p. 493). La criminalidad financiera internacional, dice Cristian de Brie, es un sistema coherente, vinculado con la expansión del capitalismo moderno y fundado en la asociación de tres copartícipes: gobiernos, empresas transnacionales y mafias. Sin la complicidad de bancos y gobiernos no sería posible el blanqueo de las ingentes sumas de dinero que se realizan cada día. El papel del poder público, dice De Brie es crear la ilusión de que existe una lucha permanente gubernamental, policial y judicial contra la criminalidad financiera, cuando, en realidad, nada se hace para terminar con el sistema
que le ampara y los paraísos fiscales que le sirven de cobijo, existiendo grandes organizaciones internacionales, como la OCDE y el FMI, que no tienen otro objetivo que el "buen gobierno" de la propia criminalidad financiera (De Brie, 2000). Un derecho penal permisivo y blando, una policía ineficiente, jueces y políticos corruptos y una población ingenua y temerosa, a la que las élites criminales han convencido que la tolerancia al mal es un logro humanista, forman el caldo de cultivo ideal para que éste se disemine sin frenos a través de la sociedad red, contaminando todo cuanto toca. Mary Anne Glendon ha llamado la atención sobre el hecho de que la ley se ha convertido en el nicho de los valores, especialmente en las sociedades multiculturales, dada la decadencia y pérdida de virtualidad de casi todos los principios morales tradicionales, pero con la gravedad de que la ley cada día se está desdibujando más, al difuminarse progresivamente los conceptos de responsabilidad, culpa, daño y víctima. La banalización del mal ha llevado a una indiferencia general preocupante a la hora de identificado y enfrentado de forma conveniente. Por otra parte, la crisis de responsabilidad en el momento presente tiene su origen en un exceso de terapias que ha aliviado a la sociedad de muchas conductas que antaño generaban culpa. Indiferente ante el mal y libre de culpas, una extraña mezcla entre mala conciencia y cinismo ha llevado al hombre actual a transferir las conductas morales al Estado. El desarrollo del Estado del Bienestar, ha terminado por crear, dice Alan Wolfe, una suerte de terapiocracia en la que los profesionales de la ayuda han sustituido casi completamente a la familia, con lo que la caridad de los extraños ha sustituido a la de los familiares y personas cercanas. Se pretende del Estado que sea, no ya humanista y solidario, sino moral. Se le demanda que sea caritativo con los necesitados, o compasivo con los criminales, a los cuales ha de perdonar y ayudar, como si de hijos pródigos se tratase. Sin embargo, la caridad, la compasión o el perdón son virtudes o comportamientos éticos individuales y,
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por tanto, intransferibles a cualquier institución u organización. Un Estado puede y debe ser justo y gobernar con criterios solidarios, pero no puede por definición practicar la virtud ni predicarla. El hombre actual se libera de culpas endosando sus responsabilidades morales al Estado, y se cree superior y más civilizado que el hombre antiguo por el mero expediente de identificarse con ideologías supuestamente progresistas y con morales supuestamente humanistas que el Estado practica con su consentimiento y en su nombre. ¿Por qué debería el Estado perdonar? ¿Por qué el derecho penal debería ser compasivo? Del Estado debemos esperar la justicia, aunque ningún Estado en la historia haya colmado esta pretensión tan humana, pero esperar que practique por nosotros el perdón y la compasión, mientras que los hombres nos olvidamos olímpicamente de estas virtudes, no deja de ser tan demagógico como incongruente. Si el Estado ha expropiado la venganza a los particulares y detenta, como señaló Max Weber, el monopolio de la violencia legítima, lo menos que se puede esperar de él es que cumpla esa previsión de reparar los daños que los ciudadanos sufren en estricta justicia. A estos les queda, liberados de la ingratitud de la venganza, la opción de perdonar o no las ofensas recibidas o los dolores causados. El perdón nos limpia internamente del odio y del rencor, en una suerte de higiene mental y emocional. Se trata de que no nos hagamos a nosotros mismos el daño que esas pasiones generan en nuestro interior envenenándonos la sangre y el alma. Hannah Arendt señaló que "en contraste con la venganza, que es la reacción natural y automática a la transgresión y que debido a la irreversibilidad del proceso de la acción puede esperarse e incluso calcularse, el acto de perdonar no puede predecirse; es la única reacción que actúa de manera inesperada y retiene así, aunque sea una reacción, algo del carácter original de la acción. Dicho en otras palabras, perdonar es la única reacción que no re-actúa simplemente, sino
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que actúa de nuevo y de forma inesperada, no condicionada por el acto que la provocó y por lo tanto libre de sus consecuencias, lo mismo quien perdona que aquél que es perdonado. La doctrina contenida en la doctrina de Jesús sobre el perdón es liberarse de la venganza, que incluye tanto al agente como al paciente en el inexorable automatismo del proceso de la acción, que por sí mismo nunca necesita finalizar" (Arendt, 1993, p. 260). Esa reacción imprevisible del perdón, señala John Baines, es una reacción neguentrópica, una reacción que no solo no descarga al hombre de energía, sino que, al contrario, lo llena de fuerza positiva para lograr su realización superior. Pero volviendo a las pretensiones de esta suerte de Estado moral, es bueno recordar lo peligroso que resulta que el orden político se convierta en virtuoso. Comentando las pretensiones morales de los estrictos regímenes impuestos por Calvino en Ginebra y por Savonarola en Florencia, señala E. Tierno Galván, que "la obsesión por la virtud lleva al convencimiento de que la tiranía moral equivale a la libertad completa" (Tierno, 1964, p. 42). La experiencia jacobina ilustra igualmente los horrores a los que condujeron las pretensiones virtuosas de la revolución. Señala Remo Bodei, que el jacobinismo despótico de la libertad institucionalizó dos pasiones acorazando la esperanza con el miedo, que se transformó en terror, iluminado por una razón armada, y en instrumento terapéutico de regeneración, elevando juntos los altares del miedo, la razón y la esperanza (Bodei, 1995, p. 30). Otro tanto puede decirse de los regímenes totalitarios del siglo XX que quisieron regenerar moralmente al hombre, cada cual a su manera. Es preferible privar al Estado de toda veleidad moralizante, por humana e inocente que parezca. Cierto que el republicanismo ha fomentado siempre la virtud y ha confiado en que la acción del Estado puede mejorar a sus ciudadanos. Como afirma Helena Béjar, la médula del republicanismo es la virtud, "un apasionado sentimiento moral que sostiene a la Ciudad y que el poder público
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debe alimentar". La psicología republicana está hecha de cercanía, de voluntad colectiva de pertenencia, frente al distanciamiento y al imperio del interés instalados por la modernidad y el liberalismo (Béjar, 2000, p. 13-15). Sin embargo, esa virtud republicana que, en la formulación de Maquiavelo, servía para enfrentar a la necesidad y a la fortuna, era una virtud a practicar por el hombre político, intransferible por definición a la esfera de acción del Estado. A éste le debe quedar siempre el papel de fomentar conductas morales ejemplares, pero nunca imponer por la fuerza ninguna suerte de regeneración moral, ni sustituir a los ciudadanos en el cumplimiento ineludible de los valores y virtudes que a éstos corresponden. Todo fanatismo proviene siempre de una transferencia o desplazamiento en el cumplimiento de la virtud. Como sostiene J. Campbell, "en vez de limpiar su corazón, el fanático trata de limpiar el mundo" (Campbell, 1997, p. 145). Dejemos que las instituciones públicas hagan justicia y fomenten las mejores conductas morales posibles, pero apliquémonos nosotros al cumplimiento de la virtud sin pretender que sea el Estado el que las practique en nuestro lugar. 111.3. El reduccionismo ético en la sociedad posmoderna La imposibilidad de una fundamentación objetiva de la ética llevó a interminables discusiones a partir de postulados morales inconmensurables. Todos los valores -se convino finalmenteeran obra humana, o "demasiado humana", como señaló G. Vattimo, y quizás por esa razón nos son más queridos (Vattimo, 1991, p. 32). Alasdair MacIntayre mostró que los postulados morales que nos vienen del pasado nos llegan descontextualizados y, por tanto, vacíos del significado que tuvieron en el momento y en el lugar en el que adquirieron plena vigencia. Dice MacIntyre que "10 que poseemos (...) son fragmentos de un esquema conceptual, partes a
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las que ahora faltan los contextos de los que derivaba su significado. Poseemos, en efecto, simulacros de moral, continuamos usando muchas de sus expresiones-clave. Pero hemos perdido -en gran parte, si no enteramente- nuestra comprensión, tanto lógica como práctica, de la moral". La moral para MacIntyre son mores, costumbres y usos de comportamiento propios de un lugar y de una época. "La moral que no es moral de una sociedad no se encuentra en parte alguna" (Mac Intyre, 2001, p. 15 Y 325). La civilización occidental es el resultado de un gran aluvión de ideas y costumbres en el que la ética no podía ser una excepción. La moral cristiana, dominante durante muchos siglos, no fue capaz de mantener la unidad de sentido de su ética y sucumbió ante los embates científicos e ideológicos de la Modernidad. La ética adquirió su expresión máxima en el paradigmático imperativo categórico de Kant, que situó la moral en un idílico paraíso de perfección, inaccesible a cualquier mono, tanto si estaba desnudo como vestido. Pero la extrema perfección de la ética kantiana se constituyó en un blanco fácil para los críticos de la Razón. Fueron los llamados filósofos de la sospecha, Marx, Freud y Nietsche los que socavaron de forma irreparable la misma fundamentación de la moral, al cuestionar con sólidos argumentos la universalidad de los postulados morales, la imposibilidad de la fundamentación absoluta de la ética y, aún, la de su beneficiosa utilidad, dados los efecto destructores que producía en la psiquis del individuo. La pluralidad de usos morales, descartados el origen divino de la moral y la posibilidad de su fundamentación racional, no podía sino conducir a un tolerante relativismo, que ha ganado terreno en la sociedad democrática y pluralista imperante en la práctica totalidad de los países occidentales. La moral comenzó a ser cuestionada con el descubrimiento de la mente inconsciente, cuya importancia ponía en entredicho la existencia de una verdadera libertad y autonomía del ser humano. Por lo que se refiere a su utilidad, la represión moral convencional, necesaria
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para la convivencia y para la creación de la cultura, terminaría por producir seres endémicamente enfermos e infelices en la visión psicoanalítica o "santos castrados", por emplear la expresión de Nietzsche, el cual postulaba por un nuevo hombre que se situara más allá del bien y del mal para poder lograr el pleno desenvolvimiento de sus potencialidades ocultas. Utilitarista, emotivita, intuicionista o prescriptivista, la reflexión ética ha ensayado múltiples descripciones, convencidos todos ahora que la imposibilidad de su fundamentación divina o racional es en el fondo independiente de la necesidad imprescindible que la ética tiene para el hombre, sin la cual su vida pierde el último sentido y la convivencia su dimensión humana más pro funda. La ética, dice J. A. Marina, es "la máxima expansión de la creatividad humana" (Marina, 1999, p. 11) Y sin su dimensión, señala Adela Cortina, "nuestro mundo humano resulta incomprensible" (Cortina, 2000, p. 30). En las reflexiones éticas actuales se han impuesto aquéllas más adaptadas a las formas de convivencia pluralista y democrática de los países occidentales. La ética comunicativa de J. Habermas, por ejemplo, con independencia de su fundamentación filosófica, acude al diálogo y al consenso, al igual que la política democrática, como única fuente para llegar a acuerdos morales. Más allá de estos acuerdos -y siempre implícita en éstos- nos quedaría, en todo caso, una ética mínima, que, aclara Adela Cortina, no es una "ética minimalista" ni una "moral de rebajas", sino que "nace de la conciencia de que socialmente sólo podemos exigimos mutuamente esos mínimos de justicia, a los que al menos verbalmente ya hemos dado nuestro asentimiento y que tienen su fundamento en una razón sintiente" (Cortina, 2000, p.19). La intersubjetividad, el encuentro dialógico pacífico de los ciudadanos en los espacios de aparición y el pluralismo se erigen en los cauces procedimentales para fundamentar estos acuerdos éticos socialmente exigibles. De ahí que la ética de hoy, y también en gran medida la política, sean esencialmente procedimentalistas.
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"El pluralismo, dice Victoria Camps, es un bien, lo único que puede hacer progresar el conocimiento ético en este mundo sin dios, donde nadie es omnisciente" (Camps, 1999, p. 42). Tan acorde con las formas democráticas de organizar la convivencia como la ética comunicativa, nos encontramos la propuesta de John Rawls, que desempolva los principios pactista y el de la justicia para dotar de fundamento ético y político al Estado liberal democrático. Rawls acude a las fuentes clásicas del consentimiento racional, entre cuyos antecesores estarían Grocio, Pufendorf, Roussea u y Kant, para construir un sofisticado contrato social, utilizando la teoría de los juegos, que llevaría a los pactantes, desde una imaginaria y neutral "posición original", a establecer unos principios de justicia, que procuren la mayor extensión del sistema de libertades y de igualdades para todos. No deja de ser interesante que la ordenación del espacio político se iniciara con Platón bajo el principio de la justicia y cerrase el siglo XX bajo la misma inspiración, ya que, según afirma Rawls, "la arbitrariedad del mundo tiene que ser corregida". Lo que Rawls llama "posición original" vendría a equivaler a una suerte de "estado de naturaleza", que daría paso a una reflexión pacífica de los ciudadanos que, bajo el "velo de la ignorancia", es decir, sin conocimiento de su situación personal, tomarían un acuerdo racional, representativo y público sobre los criterios que entendieran más justos para ordenar la convivencia. La propuesta política de Rawls, como también la de Nozick, o la de la propia ética comunicativa, carece de ordenación ideal previa, a diferencia de las ideologías constructivistas, y no digamos de las utopías. El mundo político democrático de la posmodemidad es susceptible, por principio, de ordenarse y reordenarse indefinidamente, de mejorar a través de un diálogo permanente en el que se respetan el pluralismo y la igualdad como puntos axiales del proceso político y social. No hay enemigos, sino adversarios. No hay ideas ni creencias condenables, sino sólo puntos de vista
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diferentes. El orden jurídico y moral no es definitivo, sino que está sujeto al cambio permanente. El espacio de aparición es básicamente un espacio de diálogo libre y constructivo en el que todo el mundo cuenta con la posibilidad de expresarse y defender sus ideas, sin imposiciones que coarten las de los demás. La tolerancia se erige en la virtud pública por excelencia, ya que sin ella sería imposible el diálogo permanente y enriquecedor que estas propuestas pretenden. ¿Tiene límites la tolerancia? Vale decir, ¿existirían ideas no respetables en una comunicación pluralista y democrática? Kolakowski, en este sentido, planteó su conocida paradoja de la tolerancia: ¿Debemos ser tolerantes con los intolerantes? Si lo somos -dice Kolakowski- ponemos en peligro la tolerancia, y si no lo somos, los intolerantes, entonces, seríamos nosotros. Esta paradoja, en mi opinión, contiene un punto de verdad y otro de falacia encubierta. Su verdad consistiría en que las prohibiciones excepcionales que limitan la tolerancia, en aras de conservar otros hipotéticos bienes generales, pueden suponen el riesgo real de que lleguemos a una sociedad intolerante. Su falacia reside en que no falta en nuestros días una pseudoconciencia democrdtica y pluralista, que se siente obligada moralmente a respetar a los que a nadie respetan y a aceptar en el diálogo político y social ideas excluyentes y agresivas, que de imponerse, barrerían todas las demás creencias y los propios principios de tolerancia y libertad en los que se fundamenta la sociedad pluralista. Esta falacia tiene su asiento en una idea del perdón mal entendida, como ya apunté más atrás. El perdón es una decisión individual de higiene mental, que nos libera de envenenamos la sangre y el alma. Se trata de una acción loable, noble y extremadamente sana, si uno desea procurarse una necesaria paz interna. Sin embargo, no podemos transferir al Estado la capacidad de perdonar. El Estado no debe ser moral, sino justo, y castigar, en su caso, a todos aquéllos que de una u otra manera no respetan a los demás ni a sus ideas. Una sociedad política pluralista y democrática no es in tolerante
por hacer respetar drásticamente sus propias reglas de juego. Sin embargo, una sociedad política pluralista y democrática débil puede arruinar las bases de la libre convivencia si no impone límites a los que no respetan, por intolerantes, estos principios. La tolerancia hacia el mal, de la que antes hablé, se manifiesta también en una preocupante y excesiva comprensión hacia los intolerantes. Nuestras sociedades democráticas y liberales, en exceso permisivas e ingenuas, han posibilitado el desarrollo en su seno de los más abyectos totalitarismos, y, al parecer, la humanidad epimeteica no ha aprendido tampoco esta vez tan dolorosa lección. E. Nolte llama al liberalismo sistema "problematizante-problemático", precisamente por su naturaleza abierta y contradictoria, la cual se constituyó en la matriz del comunismo y del fascismo, las dos ideologías que desplegaron de manera radical sus propias contradicciones, y que se constituyeron en dos tentativas que formaban parte, en cierto modo, de la voluntad fáustica occidental de poder. Pero volviendo a las éticas dominantes de la posmodernidad y a sus preocupaciones más evidentes, podremos observar que la ética se disuelve en gran medida en filosofía política, toda vez que el propio concepto clásico de virtud ha quedado desdibujado y carente de sentido en las nuevas propuestas. Reducida en gran medida la ética a filosofía política, hemos de convenir que falta un eslabón entre el ciudadano y la sociedad, que haga viable la convivencia en cualquier paradigma que se proponga. La ética no puede dejar de ser la ciencia que permite a los hombres realizar su excelencia. El mito griego propuso esta transformación, y sobre esta idea de la ética se han desarrollado la mayoría de las proposiciones morales desde entonces. El eslabón que se ha perdido es la virtud, que posibilita la transformación individual creando hombres excelentes y ciudadanos capaces de convivir entre sí con respeto, tolerancia y armonía. La virtud es previa a la filosofía política. Antes que nada, se trata de que el hombre pueda desarrollar su
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ser, siguiendo ese impulso interno con el que nace, tal como lo expone el mito. Todo aspira a su superación. Theilard de Chardain veía en el primate la flecha de lo humano. Al igual, en el hombre persiste esa flecha que lo lleva hasta la excelencia, cumpliendo con los requisitos de la areté. Spinoza llamó al impulso por el que el hombre persevera en su ser, el conatus, y propuso un plan de trabajo completo para conseguir este propósito, a base de un desbloqueo de los afectos, a los que trataba como energías susceptibles de transformación a fin de lograr una transitio -una auténtica metamorfosis-, que llevaría al hombre desde el ordo imaginationis al ordo amoris, pasando por el ordo rationis.
Sin la acción de la virtud y sin el cambio individual del ser humano las propuestas de la ética posmoderna carecen de su principal asidero. No es que la virtud no siga teniendo en estos tiempos algunos defensores. Hay algunos, como Etzioni o Selznick, que se han esforzado en recuperar la virtud cívica en sus propuestas comunitaristas, que apuntan a una especie de holismo ontológico. Sin embargo, el principal problema para recuperar la virtud es que su sentido sólo es posible en un contexto dado, sin el cual carece de significación. Se puede proponer una utopía o una comunidad ideal con sus normas morales y sus correspondientes virtudes, pero se trataría entonces de una moralidad construida sobre la nada. Moral y sociedad van unidas de la mano; ambas son históricas. Pero si la moralidad cuenta con un sentido último que ligue al hombre con el misterio, entonces, aunque las civilizaciones desaparezcan, las religiones con sus respectivas éticas pueden sobrevivir por algún tiempo sin perder su mística originaria. Esto ha sucedido en gran parte en Occidente con las éticas judía y cristiana, las cuales viven su particular autonomía, más allá de la crítica intelectual posmoderna. En todo caso, lo que más llama la atención de las éticas posmodernas es su neta y radical separación de las propuestas científicas del momento. Demasiado ligada a la política democrática, la ética se ha olvidado de reinterpretarse a sí
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misma a través de la ciencia y, especialmente, de la física. Hoy día cada vez resulta más patente que vivimos en un universo holográfico. La teoría de los fractales de Mandelbroot sugiere de forma más que convincente que "todo está en todas partes" y que toda acción o hecho repercute en el todo, haciendo buenas las antiguas afirmaciones, socrática y cristiana entre otras, que aseguraban que el que hace daño a otro, en realidad también se lo causa a sí mismo, y que es preferible sufrir un mal a cometerlo. Esta vieja concepción de la moral, cuyas manisfestaciones y laterales son de por sí múltiples, encuentra, entonces, un asidero muy sólido en la física. Al parecer, algunos de nuestros más sabios antepasados, cuando sostenían aquellas afirmaciones, hablaban con mucha mayor propiedad de la que nuestro racionalismo moderno estuvo nunca dispuesto a reconocerles. La moral mítica, socrática o cristiana no eran construcciones ideográficas más o menos geniales, sino la expresión de una ética inmanente en el propio universo. Hoy sabemos que nuestro universo es sólido e indivisible, como si de una totalidad inseparable se tratase. Y todo lo que forma parte de él, energético o material, visible o invisible, emocional o mental, está ligado sin remisión y es, por tanto, recíprocamente influenciable. No se puede sacar nada de este universo que habitamos, porque todo está dentro de él, ni se puede afirmar que algo de lo que suceda en su interior sea indiferente a la totalidad. Sin embargo, la Modernidad ha concedido a lo mental una escasa y, en general, abstracta importancia. Cierto que se ha reconocido a las ideas y a las creencias, por ejemplo, una importante influencia en el desarrollo de la historia, pero la Modernidad fue siempre incapaz de imaginar que un acto bueno o malo pudieran tener incidencia también en este universo holográfico en el que vivimos. A la luz de esta visión holográfica de la moral adquirirían un sentido nuevo, por ejemplo, la idea de la necesidad del castigo como reparación del daño causado, o la idea cristiana de la redención, un acto libre de un hombre justo, que sirvió para reparar los
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daños de muchos años de maldades acumuladas, lo cual, a la luz de la física cuántica, puede ya no resultar al escéptico una acción tan estrambótica. Hoy hablamos mucho de la influencia de la física, sin embargo, la filosofía y la ética -a pesar de que se sostenga lo contrario siguen todavía ancladas en los dominios de la metafísica. Situarse en los puros dominios del lenguaje, que es donde ambas moran aún no es precisamente un abandono del territorio metafísico. Aunque existen algunas aproximaciones a una ética científica, tal como la de Mario Bunge, que aspira a una fundamentación racional del discurso ético sobre los saberes contrastados de la ciencia, o la de Miguel Quintanilla, que imagina a la ética como una tecnología capaz de controlar la maldad del hombre cambiando sus costumbres, la única propuesta moral -al menos que yo conozca que se basa en la física cuántica para fundamentarse es la de John Baines. Sostiene este autor que lo que el llama "física moral" consiste en un interactuar voluntario y consciente del individuo con la Naturaleza para lograr "la excelencia ética y humana'. La Naturaleza -dice Baines- es eminentemente sensible a las acciones y energías vitales emanadas del ser humano (pensamientos, emociones, acciones...), en forma de pulsos de biofotones, las cuales concibe indefectiblemente en su propio útero y las devuelve multiplicadas contra su autor. Quien siembra vientos recoge tempestades. Quien hace el bien recibe un bien mayor. Quien ayuda a los demás se ayuda a sí mismo. Quien daña a los demás se daña a sí mismo. Influimos y somos influidos. La vibración de lo similar atrae a lo similar. Si somos pesimistas, atraeremos lo peor para nosotros, si vibramos en el optimismo estaremos llamando hacia nosotros la alegría, lo positivo y lo mejor. Ser positivo, activo, consciente y, en definitiva, bueno procura al ser humano muy buenos dividendos. En cambio, asegura Baines, "el delito moral no es rentable". En forma práctica, el ser humano operando con esta física moral sobre su propia naturaleza inferior, limpiándola y sublimándola
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depurando sus impulsos, logrará convertirse en el arquitecto de su propio destino (Baines, 1998, p. 17-26). La idea de una Naturaleza receptiva y concebidora, como si de un útero cósmico se tratase, ha sido siempre la base de la Magia con mayúsculas, desde la primitiva magia simpática que practicaba el hombre del Neolítico pintando escenas de caza en su caverna para que se cumplieran sus deseos, hasta la que practicaban los auténticos alquimistas para transformar su mundo interno. El paso del plomo a oro sería la transitio de las pasiones brutales y el egoísmo al amor puro y la consciencia, todo ello cocinado a fuego lento en el crisol de la naturaleza individual de cada uno con esfuerzo, dolor y abnegación. Decía Pico della Mirandola que "hacer Magia no es otra cosa que fecundar la Naturaleza" ("Magicam operari non est aliud quam maritare mundum"). Todo parece indicar que la moral clásica y, en concreto como veremos, la propuesta moral del paradigma mítico griego estaba mucho más cerca de la realidad holográfica del universo de lo que podíamos los hombres epimeteicos posmodernos barruntar.
11.4. Sociedad posmoderna y el paradigma mítico: la pervivencia de Narciso El hombre pos moderno mantiene en su estructura psíquica las características con las que definí más atrás el síndrome de Epimetea. Hoy como ayer, el ser humano olvida en su quehacer lo que es verdaderamente importante para él como persona, al igual que la sociedad olvida lo que es mejor y más provechoso para una convivencia más armónica y creativa. Después de veinticinco siglos, el paradigma moral mítico sigue siendo igualmente válido para el hombre de hoy. Al igual que Sísifo, los seres humanos seguimos, siglo tras siglo, tratando de elevar inútilmente hasta la cumbre la misma roca, que, vez tras vez, vuelve a rodar ladera abajo,
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sencillamente porque la cima no es el lugar en el que la piedra debe situarse. Las leyes del universo, y no el capricho de un dios, han dispuesto que las cosas sean así: en concreto que el hombre debe llegar a la excelencia creciendo en conciencia psíquica y moral y no ocupándose de potenciar su propia animalidad (la roca). El héroe ha de emprender un largo viaje para encontrar al padre divino que hay en él. Ha de bajar a su infierno personal, vencer a los monstruos que devoran su alma, purificarse y arder, como Heracles, sublimándose con el fuego de sus propias pasiones hasta hacerse merecedor de un sitio en el Olimpo. Todas y cada una de las acciones heroicas están minuciosamente relatadas en los mitos. Sin embargo, en ellos jamás encontraremos ni una religión dogmática ni una ética deontológica. La originalidad del paradigma moral mítico reside en la propia narración ahistórica que muestra. El héroe es un hacedor de hazañas. En ellas y de ellas aprende su "'conducta, aquello que es mejor y más conveniente para él. La guía de su conducta reside en las voces internas que le orientan y que se muestran como ardides y armas que le entregan los dioses. No hay preceptos en principio, porque toda lucha -también la psicológica- exige un aprendizaje práctico en el que la sola reflexión, sin la emoción y el músculo, convertirían toda enseñanza en abstracción. En este sentido, no le faltaba razón a Wittgenstein cuando afirmaba que hablar de moral era situarse en los límites del lenguaje. Mejor, entonces, una moral sin contenido, sin preceptos ni consejos, como la moral que el héroe fabrica desde la conciencia que le proporciona la experiencia de su lucha personal. Todo lo dicho sobre la moral mítica en la primera parte de este ensayo es válido para el hombre epimeteico pos moderno y para la sociedad actual. El paradigma mítico clásico no ha perdido un ápice de vigencia, comenzando con el mito del antihéroe por excelencia que es Narciso. Nunca como hoy, según señala Lash y comentamos más arriba, hubo tanto narcisismo. La vanidad ha sustituido como pasión principal a la codicia y a la avaricia. La
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austeridad ha dado paso a la gratificación de todos los deseos, a una bulimia consumista sin límites, que tiene al cuerpo por objeto central de nuestra vida. Vivimos para el cuerpo y para la imagen. Todo cuidado es poco para mantenerlo atractivo y excitante ante los demás. Todo se reduce a glamur, al envoltorio atractivo con el que nos presentamos en sociedad. En definitiva, todo se reduce a imagen. Todo es apariencia, y en ella el hombre posmoderno centra su interés, olvidándose de que lo importante no es elevar la roca hasta la cumbre, sino sublimar aquello que tenemos susceptible de ser elevado hasta lo alto, sin el riesgo de que ruede cada vez ladera abajo. Recordemos que Narciso fue condenado a vivir hasta que se conociera a sí mismo, y que esa incapacidad de autoconocimiento es la que le impedía, además, conocer a los demás, acercarse al prójimo, considerarlo como tal y no cosificarlo como si fueran una prolongación de su persona. La lucha contra la idolatría, como sostenía E. Fromm, es la lucha contra el narcisismo. El primero de los mandamientos mosaicos consistía en amar a Dios y al prójimo como a uno mismo. Pero el dios al que había que amar no era el dios inexistente del Sinaí ni del desierto, sino al dios que se llamaba yo soy, que era el que le hablaba a Moisés desde la zarza ardiente de sus pasiones interiores. El }ó soy de Moisés -que era también el verdadero dios de los iniciados egipcios-, el Padre -al que apelaba Jesús-, el Lagos del que hablaba Heráclito, o el padre divino al que debía encontrar el héroe clásico son uno y el mismo, como no podía ser de otra manera. Ese dios oculto en uno, cuya voluntad es la que el héroe trata de cumplir contra sus tendencias narcisistas, es el dios que en la sociedad posmoderna ha sido silenciado por todas las voces de sirena que seducen al hombre hacia los suburbios externos de su genuina identidad, en los que, por último, sufrirá de soledad y desamor por la estéril veneración que profesa a su persona. Alienado en la propia cárcel de su imagen, el narcisista no se resiste a ninguna gratificación inmediata de sus deseos. Como Medusa o la
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serpiente bíblica, la vanidad sigue' seduciendo al hombre hasta petrificarle en su animalidad, hasta que sus oídos terminan sólo por escuchar las voces que le vienen desde afuera, ignorando los requerimientos de su propio mundo interno. Salir de ese ensimismamiento, de esa hipnosis que lo tiene atrapado, es lo prioritario para el narcisista. Sólo entonces comenzará a distinguir las voces que le vienen desde adentro y atender las auténticas demandas que tiene como hombre, cuando comience a recordar lo que es verdaderamente importante para él y lo que, en cambio, resulta adjetivo y banal para su vida. Ése es el momento de emprender el viaje épico hacia sus infiernos, a los que el hombre actual únicamente acude para identificar sus deseos ocultos con el exclusivo fin de poder satisfacerlos mejor. Será su trabajo intrapsíquico el que le dará las pautas para diferenciar lo que es bueno y lo que es malo, sin necesidad de rígidas directrices externas que conducen con frecuencia a que su alma se pudra, como efecto de la represión a la que la socialización la somete. Una de las primeras pasiones que habrá de vencer el héroe será la de la intolerancia. Pero la intolerancia se perfila internamente en principio como mediocridad. Procusto, el bandido al que vence Teseo, aquél que cortaba o estiraba en su lecho de hierro a todos los hombres para igualarlos a él, es ante todo un hombre que se atiene mecánicamente a la rigidez de las normas y de las costumbres. Procusto es esclavo de la opinión dominante. No puede soportar una medida diferente, un sentir distinto, una idea contraria a lo que él mismo tiene por verdad. Procusto es la mediocridad en uno, aquello que nos viene sutilmente impuesto por la sociedad y que nos impide cambiar. El Procusto que hay en cada uno de nosotros no nos permite comprender a los demás, comunicamos con ellos y aceptarlos como son. En suma, el Procusto interno nos lleva a igualar a los demás a nuestra propia medida, eliminándolos, incluso, si contamos con poder y con ocasión propicia para hacerla. La mediocridad humana, representada por Procusto, era la causa y pecado
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principal de los condenados en el infierno de Dante. El mediocre jamás puede salir de su rígido infierno personal, si no se libera antes de las propias cadenas mentales con las que él mismo se priva de la libertad. La historia de Occidente es una historia plagada de fanáticos Procustos, que han aplicado la cama de hierro para igualar al resto de los hombres a sus credos religiosos, a sus ideologías o a cualquier tipo de creencias y conveniencias interesadas. Los Procustos poderosos jamás han dado tregua a los Procustos sin poder. A nadie se le ocurriría pensar que los Procustos puedan comprenderse hablando los unos con los otros. Por más que dialoguen entre sí jamás se entenderán, pues todos esgrimen por único argumento su lecho de hierro con el que, al mismo tiempo, amenazan al otro. Sólo matando al Procusto que hay en nosotros es posible aceptar al otro como persona, restituyéndole su libertad de ser diferente, de pensar a su manera y no a la nuestra, siempre y cuando no intente atamos a su cama de hierro para aplicamos su propia cirugía. A Procusto se le vence ejercitando la virtud, precisamente con el instrumento que en las éticas posmodernas se echa en falta. Esta práctica de la virtud, este camino heroico de purificación interna, es paralelo a toda convivencia, la cual no es posible entre Procustos que dialogan, entre Escirones que exigen adoración o entre los Sinis que sólo contestan al otro con una abominable crueldad. La convivencia democrática exige, por esencia, mucha más virtud que la autoritaria. No basta con éticas dialógicas, si la comunicación no se produce entre hombres virtuosos. Se trata de un problema técnico y no beatífico, como algunos falsos pedagogos nos han explicado desde niños. El hombre que no era virtuoso -afirmó Sócrates en el Gorgias- no era bueno tampoco para convivir. La virtud, la areté, era para la sociedad griega un instrumento técnico para asegurar el entendimiento social. Sin virtud ninguna filosofía política podía sostenerse por sí misma. Ni la mejor constitución, ni las mejores leyes podrían organizar una sociedad justa integrada
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por hombres bellacos, crueles e intolerantes. La primera reforma no era la de la constitución de la polis, sino la del alma humana. Platón concibió su poema mítico La República como un tratado de educación, de reforma interna, en el que el cambio del alma del hombre posibilitara la organización justa y armónica de la sociedad. En última instancia, hasta tanto los hombres no respeten y practiquen la virtud, es necesario que se imponga por la fuerza el orden jurídico de la polis. Ningún filósofo clásico se hizo demasiadas ilusiones respecto a la naturaleza canalla del hombre. Capaces de lo mejor, los seres humanos dejados en libertad y sin la disciplina de la ley se convertían pronto en el último de los animales, como afirmó Aristóteles. Antes de dar leyes al pueblo, decía Pitágoras, no hay que perder de vista que éste no es bastante bruto para vivir esclavo, ni bastante esclarecido para vivir libre. Ésta opinión de Pitágoras de suyo la han compartido todos los pensadores políticos, como Hobbes o Maquiavelo, que penetraron con agudeza y profundidad en las oscuras simas del alma humana. Una convivencia política soportable siempre ha tenido que desarrollarse en una estrecha franja en la que cohabitan -siempre en precario equilibrio-la libertad, la igualdad y la paz social. Si en esta estrecha franja el poder político es tolerante con los intolerantes o con lo que genéricamente llamamos el MAL, los días de bonanza de esa sociedad están contados. El monstruo del desorden, Behemot, o el monstruo del poder totalitario, Leviatán, pronto se posesionarán de ella, sumiéndola en el caos o en la servidumbre. En el mito que Platón hace contar a Protágoras en el diálogo que lleva su nombre, el mismo mito que narra la historia de Prometeo y Epimeteo, se afirma, como vimos más atrás, que el único sostén de la sociedad humana es el respeto por los demás (la tolerancia) y la justicia. Tras el tremendo olvido de Epimeteo, que dejó fuera a los hombres en el reparto de los dones, Zeus tuvo que encargar a Hermes que diera a cada hombre respeto y justicia y
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que fueran eliminados como un mal de la ciudad a aquéllos que no fueran tolerantes y justos. Afortunadamente, en los mitos no hay ni jurisprudencia ni doctrina, ya que si la interpretación del decreto de Zeus se hubiera dejado en manos de los hombres, de seguro que habríamos paralizado su aplicación con miles de excepciones.
En nuestra sociedad posmoderna, en cambio, las circunstancias atenuantes y aún eximentes de la responsabilidad parecen asegurar cada vez más el reinado de la tolerancia hacia el mal. Una parte importante de la población occidental considera un triunfo del humanismo la supresión de la pena de muerte y entiende normal, además, que los familiares de las víctimas de un sádico asesino tengan que alimentarlo y cuidarlo, pagando sus impuestos. Ni Zeus ni Aristóteles, como vimos, eran de esta misma opinión, considerando éste último que el hombre que vulnera la ley se convierte en algo peor que un animal. Respecto de los animales, por ejemplo, los hombres no dudamos en eliminar a aquéllos que se convierten en un peligro para la sociedad. Si un perro muerde a un hombre se le sacrifica sin dudar. Si el perro está rabioso, con más razón será eliminado. Sin embargo, no razonamos igual cuando el hombre se convierte en un peligro cierto para el hombre. La ley le perdona la vida a un asesino y, además, le exime de responsabilidad si sufre algún tipo de locura peligrosa. Esta forma contradictoria de razonar acerca de una profilaxis legal que evite el mal social, nos sitúa inevitablemente ante una paradoja a la que podríamos llamar la paradoja del perro, ya que o nos equivocamos matando al perro mordedor o nos equivocamos salvando al asesino sádico. Al perro le seguimos aplicando la antigua ley de Zeus, al asesino, sin embargo, una ley humana cada día más condescendiente. Con el perro fundamentamos el juicio y el posterior castigo sobre la acción, el daño causado y el peligro de su conducta futura para la sociedad. En el caso del criminal nos vamos olvidando de la acción, del daño causado y del peligro para centrar
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cada vez más nuestro juicio en el autor y sus circunstancias personales: sobre todo en el binomio responsabilidadirresponsabilidad y en la línea de crédito inagotable de su dignidad. El razonamiento de la sociedad actual elude el problema de la víctima e ignora la equitativa reparación del daño que debe exigirse al autor de toda acción maligna. Pensamos que por contar con un derecho tan humano somos más sensibles que nuestros antepasados, pero tendríamos que preguntamos si se trata de sensibilidad o de auto indulgencia. Afortunadamente hemos eliminado la tortura y una justicia cruel que perseguía de forma sanguinaria a todos los miserables del mundo. Hablando de tales, es proverbial en la literatura el caso del protagonista de la novela "Los Miserables", de Victor Hugo, que sufre la prisión la mitad de su vida por robar un pan para dar de comer a sus hambrientos sobrinos. No obstante los avances realizados en el derecho penal, después de las sucesivas reformas de la justicia realizadas con la Modernidad, corremos el riesgo cierto de pasar sin damos cuenta de la iniquidad a la lenidad. En rigor, es uno mismo el que debe comprometerse con el bien y, si causa un grave daño, obligarse a repararlo, con independencia de lo que dictamine la justicia humana. La tolerancia hacia el mal evita el compromiso, sumiendo a las sociedades en una debilidad moral endémica. La corriente pseudohumanista ha generalizado una visión en exceso beatífica y abstracta de asuntos tan importantes como son la tolerancia, la justicia o la paz. En realidad, tenemos respuestas enlatadas para todas estas cuestiones, creyendo que nuestras concepciones son principios intransables. Y algunas concepciones, indudablemente lo son, como sería nuestro concepto de la dignidad humana. Sólo que olvidamos, que la dignidad que hemos de proteger prioritariamente es la de los inocentes y las víctimas y no la de los torturadores y los asesinos, cuyas acciones han privado a los primeros de la suya. Zeus entendió que había que suprimir sin más consideraciones a los intolerantes y a los injustos de la sociedad, pero el hombre
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posmoderno ha derogado el decreto del padre de los dioses y prefiere fabular sobre la bonhomía y el perdón como un aprendiz de brujo de la ingeniería social. y, tal como le ocurre siempre al aprendiz de brujo, somos siempre nosotros las víctimas de nuestros ingeniosos experimentos. Los lobos, al final, se comen a las ovejas. El exceso de tolerancia sólo beneficia a los intolerantes y a los inicuos. y el infierno de nuestra convivencia se sigue empedrando con buenas intenciones. El ser humano es epimeteico, pero en el fondo es también un ingenuo aprovechado. Planteamos siempre los grandes temas que nos afectan sobre la base de nuestras propias carencias. Imaginamos escenarios sociales paradigmáticos cuando adolecemos de autonomía, libertad y responsabilidad en grado suficiente como para convivir sin controles. Seguimos creyendo que formulando buenos deseos el mundo se arregla como por ensalmo. Deseamos, por ejemplo, la paz. Y se trata de un deseo loable por el que hay que seguir luchando siempre, pero nuestra realidad histórica sigue siendo la guerra. Buscamos a los culpables de la guerra, pero los señores de la guerra son nuestros Procustos personales. Hablando de la paz, Julien Freund insistió con gran sentido del humor y con certera perspicacia, al sentar las bases de la polemología o ciencia de los conflictos, que los principales enemigos de la paz eran, entre otros, los pacifistas, los premios Nobel de la paz o las encíclicas de los Papas que la predicaban. La paz o la tolerancia son asuntos serios, cuya solución no puede dejarse a los ingenuos, llenos de sublimes intenciones, que viven en una permanente amnistía para sí mismos y para los demás, sin calibrar las consecuencias imprevisibles que acarrea a la sociedad la inexistencia de claros límites que fijen la permisividad y que castiguen los excesos de los fanáticos y de los depredadores. Ciertamente, nuestras sociedades democráticas se caracterizan principalmente porque son "abiertas", como señalaba Popper. Ése es su valor y su distinción. Frente al fanatismo de los sistemas totalitarios, cuyo objetivo era destruir al
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enemigo, la "sociedad abierta" es un "multiverso", como dice Bobbio, caracterizado porque se respeta lo que Max Weber llamó el "politeísmo de los valores", "politeísmo de valores" que requiere el reconocimiento de la diferencia y, por tanto, de la virtud de la tolerancia para que la convivencia sea posible. Tolerar, sin embargo, exige reciprocidad. Si se tolera la intolerancia, la sociedad termina por destruirse a sí misma. La sociedad posmodema abusa de la tolerancia y la malinterpreta. Hay una falsa tolerancia, que rebasa los límites de esta virtud, tolerando lo que de por sí es intolerable. Esta falsa tolerancia, dice Aurelio Arteta, "prepara o alimenta indirectamente la barbarie" y revela "un inocultable desprecio hacia las ideas en general, ya que "si se confiesa que todas valen por igual, tanto las toleradas como las de quien las tolera, entonces, se viene a consagrar el principio de que ninguna vale en realidad nada", asegurando Arteta que "la atmósfera moral reinante, el ethos colectivo occidental, resuman falsa tolerancia" (Arteta, en Internet). Hoy nuestra sociedad occidental mima en exceso a los culpables mostrando extremas consideraciones con sus conductas, que en casi ningún caso las merecen. En el mito, sin embargo, no se discrimina, porque la tolerancia y el respeto sólo son predicables hacia los que también nos toleran y respetan a nosotros. Con los irrespetuosos e injustos recalcitrantes la tolerancia, establecida por Zeus, debe ser cero, sin excepciones ni atenuantes de irresponsabilidad, porque la convivencia respetuosa y justa es un bien intransable. Pensar que es bueno el indiferente o el falso tolerante, que transige con el mal, es un error difícilmente comprensible en el mundo clásico. Cuenta Plutarco que un espartano, al escuchar acerca de la extrema magnanimidad del rey Cratilo con los malvados, exclamó: ¿cómo puede ser bueno un hombre que ni siquiera es severo con los malos? Lo que pierde a menudo al hombre y a la sociedad es la curiosidad y la consideración. El héroe no puede sentir curiosidad por el mal, porque termina pereciendo en él. No podemos mirar a los
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ojos a Medusa porque terminaremos hipnotizados y petrificados sin remedio. No podemos escuchar el canto de las sirenas, porque pereceremos víctimas de la curiosidad. El mito deja nítidamente claro estos efectos. La curiosidad sobre el mal termina por esclavizamos, por más que creamos los hombres de hoy que si se trata de una curiosidad científica, como sería el estudio de la conducta de un violador asesino o de un dictador psicópata, el asunto revestiría unos perfiles diferentes que nos hacen inmunes a su atractivo. No hay diferencias. La curiosidad aumentará nuestro respeto y consideración hacia el objeto de estudio hasta volvemos tolerantes y comprensivos hacia él. Se trata del vértigo de la vanidad, en el que nuestro propio ego actúa con una ilusión de dominio sobre la situación hasta finalizar sucumbiendo a su fascinación. Jesús rechazó a Satanás porque sabía que no debía exponerse a un diálogo con él. El diálogo es una de las herramientas principales que utiliza el mal para ofertar, de menos a más, su sutil programa de infinitas corrupciones. Si dejamos que nuestras pasiones exaltadas presten atención a las sugerencias de la vanidad, aquéllas siempre las aceptarán encantadas, por la sencilla razón de que para ellas la mirada de Medusa o la voz de las sirenas son, por definición, irresistibles. Como Perseo, habremos de utilizar el escudo de Atenea para protegemos de la mirada de Medusa, o tapamos los oídos como hizo Ulises con sus marineros para que no escucharan el canto de las sirenas. El mal no tiene realidad, sólo es un precipicio. No se puede luchar contra él, sólo evitado para que el vértigo de la vanidad no nos succione en su profunda sima. . La tolerancia hacia el mal, la sustitución de la virtud por la terapia y la permisividad de la "moral indolora' de la sociedad posmodema han vaciado de sentido la noción de castigo. En lugar del castigo se predica la reinserción o la reeducación, con lo que el dramatismo de la lucha intrapsíquica en el que consiste la moral mítica ha perdido su más profundo significado. Que el hombre no aprende de la historia es asunto sabido. Que tampoco mejora
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la sociedad cuando el poder ha tratado de ejemplificar con terribles castigos a los criminales, también lo sabemos por experiencia, pero el sentido mítico del castigo nunca fue servir de ejemplo, sino de
reparación. Ahora bien, el propio concepto de reparación es inaprensible fuera del contexto ontológico o religioso en el que se expresa. Sin ninguno de estos contextos hoy en día, no es raro que la sociedad no comprenda el sentido profundo del castigo como reparación. En el mito, los dioses distribuyen recompensas y castigos por las buenas o las malas acciones, lo que sugiere claramente un efecto o consecuencia inevitable del obrar humano. En el paradigma mítico griego estaba nítidamente clara la relación entre el obrar y sus consecuencias. Destino y Justicia se entrelazaban de forma inseparable, tanto en los asuntos humanos como en el funcionamiento del Cosmos. Cosmos, como sabemos, significa orden. Y orden es la expresión de una ley universal que opera para lo físico y lo energético, dentro de cuyo espectro también está lo humano. Quien quebranta la ley, o el orden natural, no puede escapar al Destino, que adopta la forma de venganza (Némesis) para reparar el daño causado. Reparar el daño con el castigo significa, sobre todo, restablecer el equilibrio. No se trataba de ninguna venganza caprichosa, ni de una crueldad innecesaria, sino de restablecer el orden, que preside todas las cosas y que se expresaba en la secuela culpable-castiga-expiación. La idea hinduista del karma participa en su esencia del mismo sentido, al igual que el principio hermético de causa y efecto. Nada escapa a la Necesidad (Ananké), decía Heráclito. Todo ha de repararse y expiarse en la misma medida. La antigua ley del Talión, considerada cruel por la epimeteica forma humana de entender las cosas, no apunta sino en la misma dirección y sentido. La medida del castigo ha de ser equivalente al daño. El perdón no forma parte del Cosmos, sino solamente del corazón verdaderamente humano. La ley se cumple en todos los niveles. Si un hombre perdona a otro, la Naturaleza no lo hará, porque el equilibrio
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ha de mantenerse. La mancha, o si se quiere el pecado, sólo puede borrarse pagando el alma culpable con un sufrimiento parejo. Esta idea mítica la encontramos en algunos filósofos presocráticos y también en Platón. Si rescatamos de cualquier abstracción nuestra idea de moral y la sustituimos por los efectos que pueda tener la energía que proyectamos buena o mala- en un universo holístico y concebidor como el nuestro, comprenderemos que el castigo sólo es una reacción necesaria y no un concepto valorativo. Sufrimos o disfrutamos inevitablemente los efectos de nuestra propia conducta, y el sentido del castigo es evitarle al infractor un mal mayor y, al tiempo, darle la posibilidad de que pueda comprender el daño que ha causado a los demás. La moral mítica apunta en una dirección netamente científica el sentido de la vida del hombre en un universo trabado, en el que todo lo que crece o decrece se rige por leyes. Separar lo espiritual o lo moral de las leyes del universo y darle un tratamiento humanista o religioso -en todo caso ideológico, que depende únicamente de la subjetividad de nuestras creencias- no es más que pretenciosa soberbia epimeteica, una soberbia que sueña que el hacer de la razón fáustica puede derogar el propio orden universal. A veces el castigo de los dioses es fulminante. Zeus arrojó desde el cielo al osado Belerofonte por atreverse a invadir el Olimpo a lomos de Pegaso. Otras veces el castigo puede tardar generaciones en llegar. Los efectos de una conducta perversa de los padres pueden ser pagados por los hijos, lo cual, literalmente interpretado, puede llenamos de santa indignación, pero es algo que adquiere todo el sentido del mundo a la luz de una moral científica, que lo único que hace es dar testimonio de los efectos energéticos de nuestro accionar con la Naturaleza. Y en este punto carece de sentido -y es, además, epimeteica estulticia- acusar de irracional o injusta a la Naturaleza.
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IV.l. Razón y ciencia La razón moderna terminó por naufragar, víctima sin duda de sus ambiciosos proyectos. La diosa Razón, entronizada en los altares por la Modernidad, ha rodado por los suelos con el estrépito que suelen hacer al caer todos los ídolos de barro. Sus vanidosos afanes de absolutidad no pudieron ser satisfechos por un universo que se revelaba cada día menos coherente y previsible, y, por tanto, menos susceptible de ser sometido a leyes generales y sistemas. Finalmente, la moderna forma de pensar acabaría por abandonar los pilares sobre los que se había fundamentado, entre ellos, los dualismos (conciencia-materia y sujeto-objeto); el cartesianismo analítico, y su pretensión totalizadora de fundamentar objetivamente el conocimiento. Por lo que se refiere al abandono de los dualismos, el filósofo alemán Heidegger puso un especial acento en insistir en que el ser no podía contemplar el mundo desde afuera. No hay un ser y un mundo diferenciado. No hay ser sin mundo, ni mundo que definir de no haber seres. Somos en el mundo; el Oasein es ser en el mundo, o como lo formularía Ortega y Gasset, uno es unido a su circunstancia de una forma inseparable. Por Otro lado, el cartesianismo analítico como método se ha manifestado hoy inoperante para analizar los sistemas y, en general, un universo holístico, que no puede diseccionarse para estudiar sus elementos por separado, al requerirse para ello una visión dinámica y de conjunto. En cuanto a la fundamentación objetiva del conocimiento, fueron muchas circunstancias -entre ellas el abandono del dualismo y del cartesianismo-las que incidieron en que
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se aceptase definitivamente su inviabilidad. Hans Albert afirmó que la fundamentación arrastraba un problema lógico irresoluble, al que llamó el "Trilema de Münchhausen", porque o llevaba siempre al infinito, al buscarse una razón explicativa última, o a un círculo vicioso entre el fundamento y la fundamentación, o, finalmente, a que la argumentación se rompiera en un punto sin posibilidad de continuación. Karl Popper puso seriamente en tela de juicio nuestras fuentes de conocimiento, negando la razón y la observación como autoridades absolutas. Un conocimiento finito y una ignorancia infinita, propios del hombre, no podían nunca validar una teoría. Popper argumentó que nuestras teorías eran meras invenciones que podían apoyarse en erróneas suposiciones, en conjeturas audaces o en simples hipótesis. Las teorías sirven a los hombres para tejer una red conceptual para entender el mundo, para racionalizado y dominarlo, pero el mundo real puede que tenga muy poco que ver con estos esfuerzos teóricos. Todo lo más que podemos hacer, dado nuestro conocimiento falible y conjetural, es aplicar a las teorías un criterio de "falsación", consistente en poder negadas o falsearlas por hechos empíricos. Nuestro conocimiento nunca nos permite verificar la verdad de una teoría, sino solamente comprobar su falsedad. Si Popper puso coto a la posibilidad de verificación objetiva de las teorías, un discípulo suyo, Paul Feyerabend, cuestionaría y criticaría con dureza extrema la fiabilidad de los métodos, postulando por una suerte de "anarquismo metodológico" en el que cabían toda suerte de elementos dispares, incluidos los emocionales y los irracionales. Las críticas de Feyerabend constataron que existía una fe ciega en la ciencia y en el método, cuando la realidad mostraba lo contrario, que la ciencia avanzaba a trancas y barrancas con independencia de la rigurosidad de los propios científicos, la mayoría de los cuales no seguía ningún protocolo o lo abandonaba según las conveniencias. Se daba, además, el caso frecuente de que muchos descubrimientos
y hallazgos científicos importantes, se producían con ausencia total de metodología ad hoc o por un camino totalmente diferente al de las investigaciones al uso. Kepler confesó haber descubierto su tercera ley de manera completamente distinta a cómo se la había imaginado. Kekulé descubrió la organización de los átomos de carbono en la molécula de benzeno después de una monumental borrachera, durante la cual soñó con unos monos que se daban la mano en un corro, lo que le sugirió la estructura final de la molécula. El matemático Gauss reconoció una vez, luego de resolver un teorema, que lo logró por un fogonazo intempestivo, como por la gracia de Dios, ya que le fue imposible explicar cuál fue el hilo conductor, que conectó lo que sabía previamente con la solución que finalmente encontró. H. Poincaré solucionó el problema de las funciones fucsianas, confesando igualmente que nada en sus pensamientos anteriores podía haber preparado el camino para logrado. Einstein, en fin, afirmó que no había un camino lógico hacia el descubrimiento, sino un "camino de intuición". Que los científicos reconozcan los inexplicables e ilógicos caminos que llevan al descubrimiento sitúa a la ciencia y al método científico en una esencial contradicción, que, sin embargo, ha pasado interesadamente inadvertida y, desde luego, sólo considerada con extrema superficialidad por la comunidad científica. En el "camino de intuición" hacia el descubrimiento, casi todo lo que puede decirse, desde el punto de vista científico, es que la solución del problema, una vez descubierta, adquiere sentido y puede explicarse a posteriori sólo porque el paradigma científico del momento histórico ofrece el bagaje conceptual suficiente para demostrar que la solución encontrada es provisionalmente correcta. Pero para la ciencia moderna -para la cual sólo es importante el cómo y no el por qué- no deja de ser humillante que pierdan virtualidad todos los protocolos lógicos, que, se supone, son necesarios para trazar el mapa de nuestra razón hacia la verdad. Las cosas, al parecer
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funcionan de manera diferente a lo que el cartesianismo había inicialmente propuesto. Esto, que hoy resulta más evidente en un universo holográfico y estocástico, ya lo sabían nuestros tatarabuelos primitivos, que operaban sin conocimientos pero que sabían que las cosas funcionaban por simpatía o por magia. La magia simpática de las escenas de caza pintadas en las cavernas, o la que realizan aún algunos chamanes en poblados primitivos, lejos de ser una absurda superstición se asienta en los mismos principios básicos en los que se basa la investigación. Puesto que muchos de los grandes descubrimientos no se sustentan, como reconocen los propios científicos honestos que se atreven a decido, en los métodos empleados para conseguidos, habría que concluir que el medio para lograr los descubrimientos no es el protocolo sino el furor y el ferviente deseo del científico de encontrar la solución de un problema. No basta, en todo caso, con este deseo, sino que es necesario un gran esfuerzo prolongado y una confianza sin contradicciones internas en que la solución es posible. Lo indicado para conseguir alguna cosa, y también para que el científico solucione un problema, es que el cerebro trabaje sin descanso, que la emoción esté puesta en el objetivo que se desea alcanzar, y que todo lo que somos de forma inquebrantable y fusionada no ceje en el esfuerzo hasta logrado. Y al final, parece que ocurren los milagros; llega la solución o la respuesta por caminos extraños, sin importar que éstos no hayan sido los caminos de la lógica o los de la investigación convencional: opera la magia. Al igual que llueve, después de que el chamán asperja, porque el agua de su isopo atrae por simpatía el agua de la lluvia, el investigador atrae también la respuesta con su incansable y confiado asperjar mental sobre el tubo de ensayo. No hay ninguna diferencia entre el actuar de ambos. Lo similar atrae lo similar. Tanto el chamán como el investigador proyectan sus deseos sobre un universo holístico, cuya matriz los concibe y los devuelve hechos
realidad. Jung y W. Pauli afirmaron que la sincronicidad
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forma racimos de eventos que se atraen unos a otros por analogía, por isomorfismo. En realidad, se trata de uno de los siete principios herméticos contenidos en el Kibalión, el "principio de correspondencia", que afirma: "como es arriba es abajo; como abajo es arriba'. Según esta vieja ley, lo similar siempre atrae a lo similar, porque existe analogía o correspondencia entre los distintos planos vibratorios de energía que existen en el universo. El propio Newton vio en este principio hermético de fuerzas simpatizantes la base para sentar sus leyes de atracción gravitacional. El universo siempre lo veremos los humanos según el paradigma dominante en una época determinada. Nuestras construcciones acerca del mundo, tanto filosóficas como científicas, no dejan de ser construcciones racionales, sin embargo, la razón -como señala Rafael Echevarría- no forma parte de los fenómenos. Carece de sentido decir que el mundo es racional o razonable. Lo racional sólo pertenece al dominio de nuestras explicaciones. Los fenómenos carecen de rawnes, ya que éstas sólo pertenecen al lenguaje (Echevarría, 1994, p. 180). Vemos el mundo a través de nuestras teorías y éstas dependen, a su vez, en gran medida de las preguntas que nos hacemos según nuestras creencias. Como puso de manifiesto el "principio de incertidumbre" de W. Heisenberg el objeto de investigación nunca es la Naturaleza, sino la Naturaleza sometida a la interrogación del hombre. Cada vez que cambiamos las preguntas con las que encuestamos a la realidad, necesariamente cambian las respuestas que ésta nos ofrece. El arte de saber es, ante todo, el arte de saber preguntar. Cambian las respuestas cuando cambian las preguntas y éstas cambian, en especial, cuando cambia un paradigma. "El paradigma, dice T. S. Kuhn, es lo que comparten los miembros de una comunidad científica y, a la inversa, una comunidad científica consiste en personas que comparten un paradigma'. Los cambios de paradigma obligan a los científicos a entender sus investigaciones de forma diferente, a formularse preguntas de forma distinta sobre nuevos y viejos problemas. Y las
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respuestas que recibirán serán de seguro nuevas y sorprendentes respecto del paradigma anterior (Kuhn, 2000, p. 271 Y 176). Sean cuales fueren las respuestas teóricas que nos ofrece un paradigma, éstas ayudan al ser humano a entender e interpretar el mundo en el que vive, lo que no significa que el mundo sea tal como creemos que es. Como sostiene el "principio antrópico débil" de Stephen Hawking, el mundo tal y como lo conocemos cuenta con todo el orden que los seres humanos necesitamos para vivir en él, lo que no nos puede llevar a concluir que el universo en su conjunto se ordene de la forma que observamos. A lo largo de la Modernidad han existido varias revoluciones importantes del pensamiento. La primera gran revolución fue la de la mecánica newtoniana, que se fundamentó en la causalidad y en el principio logicial del "todo como suma de las partes". En el paradigma newtoniano nos encontramos con un mundo ordenado de forma precisa, obra de un Dios relojero o matemático. La segunda gran revolución científica fue protagonizada por dos físicas, en principio, radicalmente opuestas, la física relativista de Einstein y la cuántica deNiels Bohr. Para los relativistas, en el universo actuaba el principio sinérgico del "todo es algo más que la suma de las partes", en tanto que para la física cuántica el universo estaba regido por la probabilidad y la incertidumbre. Para los cuánticos "Dios jugaba a los dados", extremo que resultaba a Einstein totalmente inadmisible. Por último, la tercera gran revolución científica fue la teoría de los fractales de Mandelbroot, que sugiere una concepción hologramática del universo en la que "el todo está en las partes que están en el todo". Dios para los holistas estaría en todos lados y en ninguno en particular, con lo que la física última estaría de acuerdo con viejas creencias como la panteísta, el hermetismo o el budismo y, desde luego, con el pensamiento mítico clásico y la filosofía presocrática. Para Evan Morris Walker cada partícula del universo posee conciencia y para G. Bateson la
mente individual sólo sería un subsistema de la Mente con mayúsculas: Dios. La ciencia del último siglo ha disminuido más que sensiblemente las expectativas de ese conocimiento absoluto que los filósofos de la Ilustración creyeron posible. A la vista del estado actual de la ciencia, todo indica que ese conocimiento general objetivo se antoja poco menos que imposible. Estas inseguridades, añadidas a las incertidumbres del mundo posmoderno, se han trasladado de la ciencia al hombre común y corriente, que se encuentra perplejo y temeroso ante un universo cuyas partículas no existen, sino que tienen tendencia a existir, un universo estocástico, imprevisible y caótico en el que las certezas y las teorías se vuelven cada vez más problemáticas y efímeras. A la razón absoluta y a esa ciencia con pretensiones de una explicación total les están soplando vientos cada vez más fuertes que deberían llevarles a una mayor humildad. Ortega y Gasset denunció esta "pretensión exorbitante" de la ciencia, que "no contenta con ser la mejor clase de verdad, ha pretendido que sea ésta la única y exclusiva" (Ortega y Gasset, 1987, p. 232). Sin embargo, a pesar de la autocrítica que el pensamiento se ha hecho como consecuencia de la crisis de la Modernidad, el cientismo o idolatría de la ciencia -el "gran vicio de nuestra era', como lo calificó Joseph Weizenbaum- sigue muy vivo y sus defensores y creyentes son incapaces de comprender que las teorías científicas sólo tienen vigor dentro de paradigmas históricos transitorios. La gran ironía de la pretendida objetividad que buscaba el método científico -dice Morris Berman- se puso de manifiesto por la mecánica cuántica que estableció la "subjetividad como la piedra de toque del conocimiento objetivo" (Berman, 2001, p. 142). Sin embargo, el hombre de ciencia epimeteico parece bastante inmune a toda cura de humildad. A lo largo de la historia, sin duda, el ser humano ha pasado por muchas desilusiones, que le han sacado violentamente del trono central que se otorgaba a sí
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mismo como rey de la creación. S. Freud enumeraba tres grandes decepciones: la copernicana que desplazó su casa, la Tierra, del centro del universo; la darwiniana que humilló su árbol genealógico haciéndole descender del mono, y la propia freudiana, que cuestionó las bases de su libertad y autonomía con el papel que otorgaban sus recientes investigaciones a la mente no-consciente. Estas decepciones, unidas en todo caso a los límites reconocidos de la razón y del conocimiento teórico ante un universo tan complejo y sin límites, si no han apagado la hoguera del orgullo en el corazón humano, al menos han eliminado su llameante y vanidoso resplandor, reduciéndolo a una mortecina luz de brasas con la que el hombre posmoderno alumbra con más cautela y sin tanto estrépito los frutos recientes de sus descubrimientos. Pero no hay que hacerse demasiadas ilusiones acerca de las modestias de la Razón, porque si bien ahora se ha retirado a los cuarteles de invierno de la posmodernidad, no sería de extrañar que retornara pronto y con la misma virulencia que lo ha hecho a lo largo de la historia para imponernos su ancestral orgullo. Ya lo dijo Gastón Bachelard: "de haber un eterno retorno que sostenga el mundo, es el eterno retorno de la razón" (Bachelard, 2000, p. 89). IV:2. La negociación de la verdad en la sociedad mediática: la sofística de la comunicación
Si hay algo en exceso en la sociedad pos moderna es conocimiento e información. Taichi Sakaiya explica que nuestra "sociedad del conocimiento" utilizará predominantemente aquello que sobrará en el futuro: el conocimiento. Como los recursos siempre son escasos, existe lo que él llama un "impulso empático" que lleva a las civilizaciones a utilizar lo que existe en abundancia. Así se ha utilizado la leña, el carbón o el petróleo, cuando supuestamente sobraban, para desarrollar nuestras sociedades, pero lo que ahora
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sobra es conocimiento, y éste será en el futuro el nuevo agente de cambio en una sociedad que se vislumbra más subjetiva, con un entorno económico duro y despiadado, con producción más diversificada y eficiente, y con una mano de obra más unida a los medios de producción (Sakaiya, 1995, p. 69-80). Lo que sobra, entonces, es el valor-conocimiento y, desde luego, la información. Todos los sociólogos reconocen que existe una gran saturación informativa. Recibimos por televisión miles de imágenes por minuto; escuchamos por la radio unas cien palabras en el mismo tiempo, y la prensa nos bombardea con cientos de notas y de anuncios cada día. En suma, estamos sometidos a un bombardeo informativo y publicitario insoportable e improcesable por una mente común. Noam Chomsky abogó por una suerte de curso para mantener una mínima higiene mental ante este permanente acoso al que nos vemos sometidos, y desde luego no se trata de ninguna exageración, dado el estrés y la alienación generados por tanta información. Sólo el más radical aislamiento nos podría librar de los efectos a los que nuestro cerebro es sometido por todos los mensaje que recibimos, muchos de los cuales, además, son de naturaleza subliminal. El hombre posmoderno, de hecho, no puede librarse de este permanente bombardeo, que le cuenta miles de cosas que no le interesan, le sugiere comportamientos, le crea necesidades, le induce a decisiones y le seduce permanentemente con una oferta ilimitada de bienes, servicios y placeres tan innecesarios como inútiles la mayor parte de las veces. La "aldea global" ha acercado el mundo hasta nuestra casa, y a través de las pantallas de nuestra televisión y de nuestro ordenador personal conectados a Internet, vivimos la ilusión de un conocimiento preciso, completo e instantáneo de todo lo que sucede a lo largo y ancho de nuestro
planeta. Pero se trata de una gran ilusión, de una ilusión hiperbólica
muy acorde con el mundo-espejismo en el que vivimos, en el que la realidad reflejada en la información sólo es pura virtualidad. La realidad, tal como se experimenta
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-dice M. Castells-, siempre ha sido virtual, porque siempre se percibe a través de símbolos. La diferencia es que ahora "la realidad misma (esto es, la existencia material/simbólica de la gente) es captada por completo, sumergida de lleno en un escenario de imágenes virtuales, en el mundo de hacer creer, en el que las apariencias no están sólo en la pantalla a través de la cual se comunica la experiencia, sino que se convierte en la experiencia. Todos los mensajes de todas clases quedan encerrados en el medio" (Castells, 2000, t. 1, p. 449). La realidad se reduce a lo que se nos muestra, y finalmente sólo termina por existir aquello que vemos. Como señala Giovanni Sartori, "lo esencial es que el ojo cree en lo que ve; y, por tanto, la autoridad cognitiva en lo que más se cree es en lo que se ve. Lo que se ve parece real, lo que implica que parece verdadero". Sigue diciendo Sartori, que la televisión muestra lo que se puede filmar mejor. Sin filmación no hay noticia, lo que produce el pseudoacontecimiento, "el hecho que acontece porque hay una cámara allí". "Para el hombre que puede ver, lo que no ve no existe. Non vidi, ergo non esi' (Sartori, 1998, p. 72 y 90). El acontecimiento no genera la información, entonces, sino que es ésta la que crea el acontecimiento. Éste, por otra parte, se muestra como un sucedido aislado, con omisión de las explicaciones. Interesa la imagen, no el porqué; el rostro concreto, no la sociedad; el problema, no sus soluciones. Esta aleatoriedad de los contenidos informativos es en cierto modo cuántica. Los acontecimientos, como las partículas subatómicas, no existen sino que tienen tendencia a existir y la presencia del investigador o de la cámara de televisión los genera con su mera presencia. La realidad se reduce a lo que se nos muestra y al cómo se nos muestra, y el contenido de la información nos acerca sólo ficticiamente a lo que acontece. En general, la pseudorealidad ofrecida por los medios es remota, lo cual produce un alejamiento de nuestro entorno más inmediato. Conocemos al día problemas de los países más lejanos, los peligros de extinción de una mariposa de la cual ignorábamos
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su existencia, y, sin embargo, no sabemos el nombre ni los sufrimientos y alegrías del vecino que vive en el apartamento de al lado. Un buen día descubrimos por los medios que a ese vecino lo encontraron muerto en su cama los bomberos y que llevaba una semana o dos sin vida. Entonces, nos quedamos perplejos por nuestros amplios horizontes informativos y por nuestra ignorancia sobre el aquí y el ahora. Nos enfrentamos a una tecnología de la información, que según formula la primera ley de Krauzberg, no es buena ni mala, ni tampoco neutral. El uso de esta tecnología de la información excede el propio discurso moral. No se trata ya de juzgar los propósitos de los que usan los medios, ni de saber si los contenidos informativos son o no verídicos, sino más bien de comprender que el uso de esta tecnología informativa está cambiando el propio concepto de verdad. La verdad, en gran medida, se ciñe a lo que aparece en la pantalla. Se amplia y se reduce con los propios requerimientos de la información ofrecida. Pierde y gana actualidad según las imposiciones de la audiencia. Y, aún en el caso de que los contenidos ofrecidos sobre un tema sean amplios y correctos, es tal la cantidad de información ofrecida a diario por los medios, que el receptor de la información será incapaz de discernir estos extremos, por lo que siempre le quedará la duda razonable -si es que medita sobre ello- sobre la veracidad del inconmensurable volumen de informaciones que se producen a diario. La verdad se vuelve indistinguible y el MAL adquiere presencia como un caos de abundancia informativa en el que el decir de la palabra finalmente resulta indiferente. Al igual que la tecnología de los medios no es buena ni mala, ni tampoco neutral, lo mismo puede decirse de la información misma. Paul Virilio, comentando la adivinanza de Esopo que preguntaba "¿Cuál era la mejor y la peor de las cosas?", él afirma que la información es lo peor y lo mejor, en lugar de "la lengua', que era la respuesta correcta al enigma (Virilio, 1997, p. 52). Ambivalencias como ésta forman, de hecho, parte
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nuestra cultura occidental, en la que nuestros más importantes
logros y hallazgos suelen ser también nuestros peores peligros. En este mundo global e instantáneo, además, la verdad virtual ha de ser recibida sin demora y sin ningún protocolo reflexivo. La imagen en tiempo real al igual que las cotizaciones en la economía virtual- exigen inaplazablemente la inversión inmediata de la fe del televidente o, en su caso, el rechazo también instantáneo. "La cuestión de la telepresencia dice Paul Virilio- deslocaliza la posición, la situación del cuerpo. Todo el problema de la realidad virtual consiste esencialmente en negar el hic et nunc, de negar el aquí en beneficio del ahora. Ya lo he dicho en varias oportunidades, ¡aquí ya no existe, todo es ahora!" (Virilio, 1997, p. 52). Esa apariencia de verdad en tiempo real, que cambia cada instante,
genera vértigo e ilusión, hastío y saturación; una sensación de que todo se sabe, porque todo es lo mismo; de que, al final, no hay hechos sino sólo interpretaciones; de que no hay original como afirma KIossowski-, porque éste, a su vez, es copia de otra copia; de que toda identidad es simulada, de que lo mismo es lo otro. Se trata, no ya de que el truco sustituya a la realidad, sino que "el sistema de producción de verdad" de la sociedad posmoderna -por emplear la expresión de Michel Foucault- no reside en la proliferación de dogmas o de eslóganes, sino que, alterado en su esencia, se ha convertido en un sistema de producción masivo de ilusiones, falsedades y apariencias, todas ellas unidas también a las verdades emitidas, pero sin posibilidad de que el hombre pueda diferenciar nada en esa confusión. La verdad se altera por disolución; se disemina su contenido hasta quedar irreconocible en la infinidad de conocimientos e informaciones que polucionan todo por doquier, pero que sólo adquieren su sentido exclusivamente dentro del mundo de los medios y de su imponente dominio. El mundo de las sociedades mediáticas -dice Armando R. Poratti- es gorgiano (Gorgias), vale decir, retórico. Recordemos que la retórica
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es el arte de sustituir la realidad por la apariencia, la verdad por lo verosímil a través de la palabra. La palabra, sin referencia a la verdad o a la rectitud, sólo se fundamenta a sí misma en el éxito. Dice Poratti: "Partimos de las tres tesis (nada es; si algo es, no puede pensarse; si algo es y puede pensarse, no puede comunicarse) y llegamos a la (re)creación de la realidad por la palabra verosímil, persuasiva, poderosa. Y ya estamos de vuelta aquí; es hasta demasiado fácil mostrar que el mundo de las sociedades mediáticas es gorgiano, que la realidad tiende a no tener existencia, ni lógica ni comunicabilidad fuera del sistema de los medios. Basta reemplazar la palabra retórica por la imagen, la función es la misma. Lo que no es mostrado por TV no existe, y lo que existe, existe como es mostrado" (Poratti, 1997, p. 98). Lo verosímil, la apariencia, la opinión han reemplazado la posibilidad de verdad. Ya no interesa que ésta se muestre, y en la sociedad mediática, además, no existe ningún espacio privilegiado para su aparición. La verdad ha cedido su lugar a los pareces contrastados a través de un diálogo sin fin. La civilización occidental llega a esta conclusión más por cansancio que por convicción profunda. Tras sufrir en carne propia la tiranía de muchos dogmas, el terror inquisitorial, la guillotina, el gulag, o el campo de exterminio, considera que todas las opiniones formuladas con respeto son, valga la redundancia, igualmente respetables. Pero, siendo la tolerancia un valor incuestionable, no lo es en cambio la relatividad retórica, bajo cuyo emblema los medios producen y administran el pandemonium informativo en el cual se ahoga por asfixia cualquier tipo verdad. Siendo la verdad (aletheia) lo que se muestra, nada mejor para impedir su aparición que mostrando lo trivial multiplicado, a fin de abrumar y desconcertar al epimeteico consumidor de conocimiento e información.
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IV3. Ciencia y tecnología: su epimeteico manual de uso El uso que el hombre ha hecho del saber, y en concreto de la ciencia y de la tecnología, ha sido bifronte como la cabeza de Jano. Con el saber ha mejorado sus condiciones de vida sobre la Tierra, al tiempo que ha empeorado hasta límites ciertamente graves e irreversibles su propia geografía vital. Lo preocupante no es la ciencia ni la tecnología, sino la imprevisibilidad que adquieren en las manos del hombre. Beneficios y perjuicios son como los frutos nutrientes y venenosos que diera el mismo árbol del conocimiento. Unos frutos que elevan al hombre o lo destruyen en una alternancia constante, que se escapa de cualquier prospectiva a nuestro alcance. Casi desde que el hombre está sobre la tierra usó la técnica con ese doble fin; la piedra de sílex para cazar y matar; el hierro para construir el arado y darle mayor letalidad a la espada; la energía nuclear para producir energía y también para destruir ciudades. De la genética se espera también lo mejor y lo peor: al tiempo que se desea que continúen las investigaciones sobre la clonación, por ejemplo, se temen secretamente las abominaciones a las que puede llegar el hombre con el uso de sus descubrimientos. Pero a este doble uso hay que añadir que el propio progreso ha traído consigo también el accidente. Afirma Paul Virilio que cada objeto técnico genera a su vez su propio accidente específico: el barco, su naufragio; el avión, su caída al suelo. El accidente viene a ser la cara oculta del progreso técnico y científico. Sólo que en los tiempos que corren, que es el tiempo del tecnosistema de comunicación estratégica de la red de redes, corremos "el riesgo sistémico de una reacción en cadena de los estragos, a partir del momento en el que la mundialización se haga efectiva'. Y la reacción en cadena de la bancarrota de los mercados financieros es reconocido por muchos especialistas como un riesgo cierto (Virilio, 1999, p. 147). Para muchos, estamos ya avocados al accidente de los accidentes, en la dinámica de un cataclismo final irreversible.
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Los ecologistas, quizás, han sido y son los que han tomado mayor conciencia de la lamentable situación a la que hemos conducido a nuestro bello planeta. Emst Haeckel, inventor del término ecología, ya llamó a la sustitución de la adoración de Dios por la de la Naturaleza y Ame Naess, y con él toda la ecología profunda,
pondrían el acento en una visión "biocéntrica" de la Tierra, que desplazaría a la visión "antropocéntrica del ambiente" que el hombre fáustico ha llevado a sus extremos poniendo a nuestro planeta en la crítica situación en la que actualmente se encuentra. Para los ecologistas profundos, el hombre es un virus para la Tierra y no merece sobrevivir sobre su faz. Sobreexplotando nuestro planeta hemos terminado por convertirlo en un basurero letal. Hemos expandido la contaminación por la tierra, las aguas y el aire. Hemos tratado a la Tierra como a una prostituta -tal como Francis Bacon propusiera-, en lugar de hacerlo como a la madre que nos ha dado la vida. La economía clásica, basada en conceptos tan dudosos como el de producción y beneficio, ha esquilmado y sigue esquilmando las fuentes de energía y de vida, sin dar tiempo a que el ser vivo Gaia, como la llamó James Lovelock, se recupere de forma pausada y conveniente. En la óptica epimeteica todo tiene solución. La mayoría de la humanidad trata de locos y visionarios a los ecologistas y a todas aquellas personas sensibles que muestran públicamente su preocupación y su protesta por esta situación. Dicen aquéllos que, afortunadamente, el progreso ha hecho posible una mejoría de la calidad de vida y que actualmente el mundo cuenta con medios más que suficientes para solucionar todos los problemas que tenemos. Pero las soluciones jamás llegan y los problemas se multiplican. Los cuatro jinetes del Apocalipsis campean a sus anchas a lo largo y ancho del planeta. El hambre asola a la humanidad; enfermedades fáciles de tratar hoy en día siembran la muerte en muchos países del globo; la guerra hace estragos por doquier. Los visionarios del progreso -los filósofos de la Ilustración y de las revoluciones
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industriales posteriores- no hubieran podido imaginar que en el siglo XXI el mundo ofreciera un panorama tan desolador. El progreso como la psicología -se ha dicho- desplaza los problemas, pero no los resuelve. El aumento del conocimiento, el desarrollo de la técnica, la acumulación de información, el progreso de la investigación científica escapan siempre al control del hombre bienintencionado, sembrando por igual beneficios y destrucción. No se trata de ponerle moralina a la ciencia y al saber, sino simplemente de describir los efectos duales que produce. Sus luces y sus sombras van siempre unidos de forma inseparable. Inevitablemente todo descubrimiento escapa al control de su inventor y entra a formar parte de la lógica epimeteica, consistente en destinar también su uso para que el animal humano se sirva de él dominando a los demás, conquistando mayores cotas de poder, acumulando ganancias y posesiones o consumiendo de forma desmedida los productos que genera. Ese uso que el hombre hace del saber ha sido reflejado en algunos mitos clásicos, como el de Asclepio, y también en algunos mitos modernos como el de Frankenstein. En ambos mitos se plantea lo lícito e ilícito del conocimiento y el uso que el hombre hace del poder que aquél le proporciona sobre la naturaleza. "Lejos de alcanzar la armonía con las fuerzas vitales de la naturaleza -dice Arthur Herman-, Frankenstein las invoca sólo para que se vuelvan contra él. Como los dinosaurios de Jurassic Park de Steven Spielberg, los productos de la ciencia moderna superan desastrosamente sus expectativas. La creación de Frankenstein, como el hombre mismo, está hecha a imagen de su creador. Pero esa imagen resulta ser monstruosa y cumple su destino al destruirlos a ambos" (Herman, 1997, p. 400). Ambos mitos apuntan a los vanos intentos del hombre de hacer inmortal lo que por su propia naturaleza sólo es finito y efímero. El hombre trata de recrearse a sí mismo a través del conocimiento, de inmortalizarse a través de su obra, de clonarse con su impronta, olvidando, al igual que Epimeteo, que el verdadero saber apunta a un
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horizonte infinitamente más prometedor: no al museo de las ciencias y las artes, sino justo a la cima del Olimpo. IV.4. Saber y conocimiento en el paradigma mítico: Asclepio y la inmortalidad El mito cuenta que Asclepio era hijo de Apolo y que fue iniciado en el arte médico por el centauro Quirón. Estas dos referencias explican ya de por sí el carácter ambivalente del conocimiento. Apolo representa el conocimiento clarificador que permite al hombre penetrar el auténtico misterio de la vida. En tanto que el centauro Quirón representa la trivialidad, la atadura del hombre a sus pasiones, en particular a la vanidad, representada en el caduceo médico por la serpiente. Asclepio, como todo hombre, vive el drama de su tensión interna: ocuparse de su espíritu o de su cuerpo; trabajar para encontrarse con su padre divino Apolo, o dejarse arrastrar por la vanidad pasional del centauro Quirón. Finalmente, éste último puede más en él, y Asclepio, olvidando su filiación, se ocupa más de la carne que de su espíritu inmortal al reanimar un cadáver, lo que provoca la indignación de Zeus que le fulmina con su rayo. Al resucitar a un muerto, Asclepio asume vanidosamente los atributos de la divinidad sin merecerlos, al tiempo que aplica el conocimiento sobre el objeto equivocado: la carne mortal. La consecuencia de su acción en forma de castigo no puede ser otra que la muerte, pues finalmente siempre muere el que pone sus esperanzas y afanes en lo efímero y en lo perecedero. Como decía más atras, hay otros mitos posteriores en el tiempo que representan sustancialmente la misma idea, como el mito de Frankenstein, que se inspira, al igual que "El aprendiz de brujo" de Goethe, en el mito kabalístico del gólem. Gólem era el nombre de Adán, antes de que éste fuera insuflado por el espíritu divino y se daba este nombre a un muñeco de barro de mediana
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estatura, que los judíos creaban para ayudarse en las tareas y trabajos más penosos. Se trataba de una especie de robot, que casi siempre obedecía a su amo y le era de gran ayuda. Al crear el muñeco se inscribía en su espalda o su cabeza la palabra EMETH, que significa verdad. Si el gólem se volvía peligroso para su amo o para la comunidad, bastaba con borrar la primera letra de EMETH, la E y el golea moría instantáneamente, ya que la palabra METH, de hecho, significa muerto. El cuento más famoso sobre un gólem es el del Rabí Loew, que tenía el suyo propio, al que borraba todos los viernes la letra E para guardar la fiesta sabática y luego volvía a resucitar escribiendo en su espalda la palabra completa. Pero sucedió que un viernes Rabí Loew se olvidó de borrar la letra y el gólem organizó toda serie de destrozos, por lo que Rabí Loew convino en que lo mejor era eliminado definitivamente. Esta historia, al igual que la del Dr. Frankenstein escrita por Mary Shelley, sugiere un creador que termina siendo la víctima de sus propias creaciones, un falso demiurgo que se daña a sí mismo con su propio esfuerzo cognoscitivo y creador. Señala Darío Antiseri que: "Siguiendo una gloriosa tradición que va de Maquiavelo a Hayek y que pasa a través de pensadores como Vico, Mandeville, Hume, Ferguson, Kant, Menger y Mises; y que, aún antes, cuenta con pensadores de la Escolástica como Luis Molina, podemos afirmar que la tarea fundamental de las ciencias sociales teóricas es el análisis de las consecuencias no intencionales de las acciones humanas intencionales" (Darío Antiseri, 1995, p. 62). Las consecuencias no queridas y no buscadas por la acción humana son de suyo imprevisibles y, muchas veces, catastróficas, pero no lo son menos las consecuencias intencionales de las acciones humanas intencionales en los casos en los que el frenesí constructivista y demiúrgico del hombre pone manos a la obra para erradicar para siempre sus problemas y temores. Prueba de ello son los desastres a los que condujeron las grandes construcciones totalitarias y a los que nos pueden llevar la confianza ciega
en los avances científicos y tecnológicos. Con el avance de la ciencia y de la tecnología, el hombre epimeteico acumula en sus manos un enorme poder, capaz de poner en peligro la civilización. Una sola persona, no ya un Estado poderoso, puede causar un gran desastre. Advierte el astrofísico Martin Rees, en su libro "Nuestra hora final", que las posibilidades de que la civilización sobreviva al siglo XXI son sólo del 50 por ciento. Rees enfatiza tres grandes peligros para la humanidad: la liberación de virus nocivos creados genéticamente; la generación accidental de agujeros negros, como consecuencia de una mala utilización de los aceleradores de partículas para recrear partículas atómicas, lo que llevaría a un big bang desintegrador, y la "ecofagia global" a la que puede conducir el desarrollo de la nanotecnología, con supercomputadores que cabrán en la cabeza de un alfiler y que usarán átomos de materia orgánica para replicarse y que, si se salen de control, podrían seguir copiándose hasta consumir todo rastro de vida en el planeta, reduciéndolo a una materia viscosa. Nunca la humanidad tuvo tanto poder destructor, sin que la ciencia que lo aporta haya desarrollado paralelamente, sin embargo, las facultades morales del hombre. La creación, al igual que el descubrimiento o el hallazgo científico, adquiere vida propia y autonomía respecto a su creador, y éste, incapaz de pensar antes, como Epimeteo, las posibles consecuencias de su obra, termina fulminado por la muerte cuando buscaba erróneamente su inmortalidad. El olvido de Rabí Loew, la imprevisión del Dr. Frankenstein, o la osadía fatua de Asclepio contienen la misma idea: que el hombre no olvide cuál es la principal meta de todo conocimiento. El Dr. Frankestein tenía la pretensión de ser "el moderno Prometeo" -y así se titula, de hecho, la novela de Mary Shelley: "Frankestein o El moderno Prometeo", pero el moderno Prometeo termina siendo un irresponsable Epimeteo, incapaz de imaginar las consecuencias de sus sueños y sus obras. Es interesante recordar en este punto, que el hombre en el mito griego es creado por el propio
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DIEGO QUINTANA DE UJ'IA
Prometeo. Como cualquier ingenio creado por el hombre, el propio hombre es, a su vez, el primer gólem para Prometeo: un experimento en curso, que lleva la impronta inseparable tanto de la lucidez prometeica como de la estupidez epimeteica. Al igual que el gólem de Rabí Loew, el hombre arruina los propósitos de su propio creador Prometeo, que termina sufriendo por su culpa el castigo de Zeus. Por lo general, el hombre epimeteico' es incapaz, como Asclepio, de discernir el correcto uso del conocimiento del erróneo, empleando siempre su saber en provecho de su vanidad y de su egoísmo. Eso fue lo que le ocurrió al rey Midas, que, invitado a un jurado para decidir cuál era la mejor melodía, si una tocada por Apolo con su lira de plata u otra interpretada por Marsias con su caramillo, fue el único miembro del jurado que eligió la de éste último, provocando el castigo del dios que le hizo crecer dos orejas de burro, como señal de su insensata estulticia. El uso del conocimiento, más allá de sus inevitables consecuencias, viene recogido en otros mitos, entre los cuales, el de Dédalo adquiere luces propias por los inagotables laterales desde los que puede ser explorado. Dédalo era un hombre pérfido, capaz de poner su conocimiento al servicio del mejor postor y de matar para atribuirse los méritos de los demás. Eso fue lo que hizo, asesinando a su sobrino Talos, para apropiarse del invento de la sierra, que éste construyó imitando la dentadura de una serpiente. La envidia y también la vanidad pervirtieron la inteligencia excepcional de Dédalo, que expulsado de Atenas, entraría al servicio del rey Minos y construiría el célebre Laberinto para ocultar la abominación de este rey que era el Minotauro (toro de Minos). El Minotauro representa la dominación perversa de Minos sobre Atenas, ciudad a la que exigía el tributo de siete muchachas y otros tantos muchachos que eran devorados cada año por la bestia, que era hija de la esposa de Minos, Pasifae, y de un toro, regalo de Poseidón a Minos, del cual la reina se había quedado prendada. Dédalo, requerido por Pasifae, construyó para ésta una escultura hueca de madera
IV. EL PARADIGMA MITICO DEL SABER Y LA CIENCIA OCCIDENTAL
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con forma de vaca, bajo la cual se ocultó la reina para poder ser cubierta por el toro de Poseidón. Minos, que era un rey sabio, es arrastrado por Pasifae-Poseidón (fuerzas inconscientes) hacia la pasionalidad brutal y tiránica, representadas por el Minotauro. Dédalo ayuda también a ocultar al Minotauro en el Laberinto, una original y diabólica construcción que representa tanto el subsconsciente como el razonamiento artero que oculta la perversidad. Luego, Dédalo caería en desgracia ante Minos por dar la clave a Ariadna y a Teseo para escapar del Laberinto, por lo cual fue encerrado por el rey en su propia obra maestra junto con su hijo Icaro. Desde allí logró escapar junto a su hijo volando con unas alas de cera que había construido para la ocasión. Pero, a pesar de los consejos que dio a su vástago para que volara a mitad de camino entre el mar y el cielo, desoyéndolo éste voló tan alto que la cera de sus alas se derritió con el calor de astro rey y se precipitó al mar perdiendo la vida. Dédalo, finalmente, perdería lo más querido para él, su hijo lcaro, que representa el último resto de inocencia y rectitud y la postrera posibilidad de reencontrarse a sí mismo. Las alas de cera no son más que un inadecuado artilugio de la inteligencia para elevarse espiritualmente, sólo que de una forma inadecuada y tramposa, que no puede llevar sino a la muerte y al fracaso. El mar, reino de Poseidón y de las fuerzas inconscientes, acogió en su seno oscuro la última esperanza de salvación (Icaro) que quedaba en Dédalo, esclavo ya definitivamente de una inteligencia que ponía todo su conocimiento y su ciencia al servicio de los más abyectos deseos. El saber y el conocimiento aparecen en este mito auxiliando a todas las pasiones: la envidia y la vanidad, el cinismo pérfido, el autoengaño, la racionalización, la lujuria desenfrenada y la mentira artera. Cuando el hombre es incapaz de distinguir las notas armónicas de la lira de Apolo del sonido vulgar del caramillo de Marsias, su necio entendimiento le llevará a valorar como un bien inmejorable el uso de su conocimiento para potenciar todas las sensaciones de su carne, sin vislumbrar que el correcto uso de su ciencia está destinado por el dios aquélla parte en el hombre que está salvaguardada de la muerte.