Quine - Los Hechos Relevantes

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1. LOS HECHOS RELEVANTES 1977 Willard V. O. Quine [En: Acerca del conocimiento científico y otros dogmas, Paidós, Barcelona, 2001, pp. 35-53]

[35] Racionalistas y empiristas enfatizaron conjuntamente que la investigación debería comenzar por las ideas claras. Coincido en la claridad, pero retrocedo ante las ideas. Los mismos empiristas británicos retrocedieron ante las ideas abstractas. Nihil in mente quod non prius in sensu, declararon en su pomposo estilo británico. Se hacían así eco de sus antecesores nominalistas, para quienes las ideas abstractas eran flatus vocis: palabras, palabras, palabras. ¿Qué pasa entonces con las ideas concretas? Incluso una idea estrictamente sensorial es elusiva, a menos que se refuerce mediante el lenguaje, lo que fue señalado ya por Wittgenstein. Sin la ayuda lingüística, podríamos considerar una gran cantidad de acaecimientos sensoriales como repeticiones de una y la misma sensación, sencillamente por una similitud existente entre cada uno y el siguiente y, sin embargo, podría haber habido un importante deslizamiento acumulativo entre el último de tales acaecimientos y el primero de ellos. Pero, si hemos aprendido el término social para la sensación, entonces la interacción social detendrá la deriva y nos mantendrá derechos: nos salvará el hecho estadístico de que no todos los hablantes derivan en la misma dirección. Permítasenos, pues, reconocer que la idea global de idea, abstracta o concreta, es desde luego un débil apoyo; debemos buscar un fundamento firme en las palabras. Este punto fue señalado por John Horne Tooke poco después de la época de Hume, en 1786. Tooke mantuvo que el ensayo de Locke podría mejorarse mucho, reemplazando el término «palabra» por el de «idea» a lo largo de la obra. Lo que se gana con ello en firmeza no se ve acompañado por ninguna pérdida apreciable en alcance, pues las ideas sin las palabras sirven de poco de todas formas. Pensamos principalmente con palabras y comunicamos nuestros pensamientos total-[36]-mente en palabras. Tomemos ejemplo de la filosofía de los viejos tiempos y también de John Horne Tooke: la investigación filosófica debería comenzar con lo claro, sí, pero con las palabras claras. Y ¿qué palabras son ésas? Decir que son las palabras que expresan ideas claras o las que expresan claramente las ideas no sirve, pues así huimos de la idea de idea. Para lograr un patrón de claridad del lenguaje debemos mirar más bien a su carácter social y al uso del lenguaje en la comunicación. Eludiendo la idea de idea podemos todavía hacer algo con la claridad de la comunicación. El vehículo de la comunicación es el enunciado y una señal de la claridad en la comunicación es el acuerdo respecto a la verdad del enunciado. Es éste un criterio muy falible, pero constituye un comienzo. Veamos lo que podemos hacer para mejorarlo. Si una parte afirma un enunciado y la otra parte asiente, ello ofrece escasa evidencia de comunicación, pues un juicio puramente aleatorio sería afirmativo en la mitad de las ocasiones. Sin embargo, hay alguna seguridad en los números. En lugar de relativizar nuestro criterio de claridad a dos comunicantes, podemos relativizarlo a sectores crecientes de la comunidad de hablantes. Podríamos considerar qué proporción de la comunidad estaría de acuerdo con la verdad o la falsedad de un enunciado y podríamos tomar esa cifra como una medida de la claridad del enunciado. Eso está algo mejor, pero aún no serviría. Una dificultad es que existen cultos, modas y eslogans que pueden arrastrar a una comunidad, induciendo un amplio acuerdo

respecto a la verdad de enunciados que un pensador penetrante no consideraría en lo más mínimo como claros. Otra dificultad, ahora opuesta, es que las personas pueden estar en desacuerdo respecto a la verdad de un enunciado incluso cuando el enunciado pueda calificarse como claro. Ambas dificultades pueden afrontarse recurriendo de nuevo a los números: a lo que Mili llamaba la variación concomitante. Con este fin, dirigimos nuestra atención a un tipo especial de enunciados, los enunciados ocasionales. Se trata de enunciados que admiten juicios y valores de verdad no de una vez por todas, sino desde una ocasión de su proferencia a otra, dependiendo de lo que esté sucediendo en las proximidades. Son enunciados como «Está lloviendo», «Esto es rojo», «Ése es su tío», «Me debe di-[37]-nero», «Allí va un conejo». Las verdades históricas no están entre ellos, ni las hipótesis científicas, ni los credos o los eslogans. Podemos medir la claridad de un enunciado ocasional por la disposición de los observadores a coincidir en sus juicios sobre él de una ocasión a otra. Con este patrón, «Está lloviendo» y «Esto es rojo» puntúan alto; «Ahí va un conejo», no tan alto; «Ése es su tío» puntúa más bajo, y «Me debe dinero», más bajo todavía. Existen tres posibles respuestas: asentimiento, disentimiento y abstención y podemos también distinguir entre grados de duda. El gran valor de este patrón de claridad está en su vinculación del lenguaje con la realidad extralingüística. Los enunciados ocasionales que pasan esta prueba de claridad con notas altas son lo que llamo enunciados observacionales. A menudo toman simplemente la forma de nombres o adjetivos individuales —«Conejo», «Lloviendo»—, pero para nuestros fines es mejor pensar en ellos todavía como enunciados, admitiendo el asentimiento o el disentimiento a la luz de cada situación local presente. Son expresiones que hemos aprendido a asociar con circunstancias concurrentes públicamente observables. Hablantes anteriores nos han enseñado algunas de estas expresiones mediante un condicionamiento directo a las circunstancias. Circunstancias que, gracias a su carácter público, pueden ser conjuntamente apreciadas por nosotros y nuestros maestros. Algunas de tales expresiones observacionales se aprenden también indirectamente, por parte de algunos de nosotros, a través de explicaciones con otras palabras, pero todas podrían aprenderse de modo directo, debido a su carácter observacional. Constituyen nuestra introducción al lenguaje, pues son las expresiones que podemos aprender a usar directamente, sin hacerlo de los demás. A través de ellas es como el lenguaje y la ciencia absorben su contenido empírico. También hacia ellas se vuelve el científico cuando está reuniendo evidencias para una hipótesis disputada, pues el rasgo distintivo de un enunciado observacional es que los observadores presentes estarán normalmente de acuerdo acerca de él inmediatamente. Más arriba sostuve la posición de Wittgenstein: ¿cómo se fija el lenguaje público a la experiencia? Deteniendo la deriva. Ahora nos percatamos de la posición opuesta: ¿cómo se fija la experien-[38]-cia pública al lenguaje? Los enunciados de observación son la cadena de anclaje. Señalé antes que el uso de un enunciado observacional se puede siempre adquirir directamente por condicionamiento, lo cual sucede a menudo. Tal proceso se llama también inducción y con cualquiera de los dos nombres se alude al mismo proceso de aprendizaje, en su forma más sencilla. Si un acaecimiento se asemeja a otro anterior, el sujeto tiende a esperar que sus consecuencias se asemejen a las del otro. Así, la expectativa depende de la similitud en algunos casos; similitud según las luces del propio sujeto. Esta relación es una relación de similitud subjetiva y no ha de buscarse ninguna otra significación aparte de las consiguientes expectativas inductivas mismas. Desde el punto de vista del comportamiento, las expectativas de un sujeto se muestran en su conducta abierta, y sus modelos de similitud se muestran en el patrón de sus expectativas.

Las expectativas son en buena parte satisfechas, a pesar de la subjetividad de los patrones de similitud: el nuestro es un mundo bastante amigable, La biología evolucionista explica esto por el hecho de que aquellos patrones son ampliamente innatos y, por tanto, resultan favorecidos por la selección natural, de acuerdo con su valor de supervivencia. El aprendizaje inductivo primitivo es evidente en la adquisición de diversos enunciados de observación. Adquirir un enunciado de observación es aprender cuándo debemos esperar que un hablante veterano apruebe nuestra preferencia de él o cuándo debemos asentir a él por sí mismo. Esto puede aprenderse por inducción, a partir de instancias que funcionen como muestras: extrapolando otros casos a lo largo de las líneas de similitud subjetiva. Tales inducciones lingüísticas suelen tener mucho éxito, aún más que el seguimiento general de las inducciones en nuestro mundo bastante amigable. La razón es que, mientras nuestras inducciones respecto a la naturaleza deben su éxito sólo a una tosca congruencia entre nuestros patrones de similitud y la tendencia de los acaecimientos en la naturaleza, nuestras inducciones sobre el asentimiento de los hablantes veteranos al enunciado observacional deben su éxito a nuestro compartir los patrones de similitud con el hablante. La herencia, el ambiente y la interacción social [39] han llevado ese compartir los patrones de similitud a un grado muy alto. El condicionamiento directo o la simple inducción no bastan para la adquisición general del lenguaje. El proceso de aprendizaje ha de ser más elaborado cuando nos movemos hacia las construcciones gramaticales del tiempo pasado al futuro, a los condicionales, las conjeturas, las metáforas y los términos teóricos y abstractos. Es evidente que tales estructuras lingüísticas adicionales están basadas, por más que precariamente, en el vocabulario observacional que aprendimos por comparación y condicionamiento simple. La superestructura se proyecta en voladizo hacia fuera, a partir de los fundamentos, por imitación y analogía, por ensayo y error. Mientras vamos dominándola, podemos hacer comprobaciones de vez en cuando, advirtiendo la reacción del interlocutor; pero es en el vocabulario observacional donde el lenguaje realiza su primer contacto con la experiencia. Es esta parte del lenguaje la que primero aprendemos a aplicar y a la que volvemos cuando necesitamos un punto de control. Las situaciones que inducen el asentimiento a un enunciado observacional dado no son totalmente similares. Serán similares desde nuestro punto de vista y desde el de otros hablantes, pero podemos contar con una curiosa tolerancia para la reorientación espacial en tales patrones de similitud. Podemos ver la razón si reflexionamos en que el que aprende una lengua y su informante no se hallan situados en la misma perspectiva. Ambos ven las cosas desde ángulos diferentes, recibiendo presentaciones ligeramente distintas. El que aprende está así forzado a asociar con su presentación un término o enunciado ocasional que fue provocado en el informante por una presentación ligeramente distinta. Deberá ser un término o enunciado versátil, aplicable por igual a un grupo global de presentaciones. Mi discurso sobre enunciados observacionales, más que sobre términos observacionales, es una cuestión del tipo de lo primero es lo primero. Podemos aprender a asentir a, y a disentir de, enunciados observacionales como totalidades, bajo condiciones estimulativas apropiadas, sin tener ni idea sobre qué enunciados o partes de enunciados contar como términos o qué objetos contar como referentes. ¿Y qué pasa cuando finalmente se puede decir [40] que podemos usar algunos de tales enunciados o pares de ellos como términos que denotan algún tipo de objetos supuestos? Lo primero que hay que establecer, al tratar de fijar los objetos, es su individuación: debemos fijar patrones de identidad y diferencia. Está claro, pues, que en este punto poca o ninguna atención deberá prestarse a las diferencias de perspectiva, ya que, como vimos, tales diferencias están destinadas a ser trascendidas en el aprendizaje de las pala-

bras. Lo que se postula como objetos a los que los términos se refieren serán básicamente objetos que cuentan como idénticos bajo ciertos cambios de perspectiva. Eso explica la primacía de los cuerpos. Si la claridad puede adscribirse a las cosas, tanto como a las palabras, entonces los cuerpos están entre las cosas más claras. Si la investigación debe comenzar con lo que está claro, comencemos entonces siendo fisicalistas. La maniobra desde los enunciados a los términos constituye ya un avance mayor en el aprendizaje del lenguaje. Por un lado está el enunciado observacional sencillo «Conejo», comparable a «Rojo», o a «Está lloviendo»; tal enunciado induce el asentimiento en presencia de conejos; por otro lado, está el término «conejo», que denota conejos. Puede decirse que un hablante domina este término y que ha logrado una referencia objetiva sólo cuando ha aprendido a someterlo a todo el aparato gramatical de partículas y construcciones que implementan la referencia objetiva: el aparato del singular y el plural, de los artículos definido e indefinido, de la referencia pronominal cruzada, de la identidad y la diferencia y del contar. Cuando ha llegado a ese punto, se ha elevado sobre la base primitiva aportada por los enunciados observacionales y se ha aventurado un poco sobre la superestructura en voladizo. El aprendizaje del lenguaje, en ese estadio, está más allá del alcance de la inducción sencilla: procede por imitación y analogía de modos más complicados.1 Diversos enunciados observacionales de una sola palabra, como «Conejo» y «Manzana», que fueron aprendidos del modo inductivo simple, originarán ahora otros términos similares: términos que [41] denotan cuerpos. Tales términos son ya teóricos. Un cuerpo se concibe como reteniendo su identidad a través del tiempo transcurrido entre diversas apariencias. El que afrontemos el mismo cuerpo en la próxima ocasión, por ejemplo la misma manzana, o sólo otro cuerpo similar es una cuestión que no puede responderse mediante simple inducción. Si acaso, puede responderse por inferencia a partir de un entramado de hipótesis, que hemos internalizado poco a poco en el curso de nuestra adquisición de la superestructura no observacional de nuestra lengua. Tales hipótesis se apoyan sólo indirectamente en la observación pasada: deben su plausibilidad a que hemos inferido de ellas otras consecuencias que fueron confirmadas por la observación. Ése es el método constante de la ciencia: no la simple inducción, sino el método hipotético-deductivo. Los cuerpos son básicos para nuestro modo de pensar en tanto éste se ocupa de objetos; se trata de los objetos paradigmáticos, que son más claros y conspicuos que los otros. Sin embargo, la imitación y la analogía continúan su trabajo, sin detenerse en una ontología de cuerpos. La analogía gramatical entre términos generales y términos singulares nos anima a tratar un término general como si designara un objeto singular y así llegamos a postular un reino de objetos como referentes de los términos generales: un reino de propiedades o conjuntos; lo cual, con la nominalización de verbos y expresiones, hace desarrollarse una variada y muy desigual ontología. La ontología de la persona corriente es vaga y desigual en dos sentidos. Admite muchos supuestos objetos que se hallan definidos vaga o inadecuadamente, pero también es vaga en su alcance, lo cual es más significativo; no podemos siquiera decir en general cuáles de esas cosas vagas se adscriben a la ontología de alguien en ningún sentido, ni cuáles cuentan como las asumidas por esa persona. ¿Debemos tomar la gramática como decisiva? ¿Exige todo nombre algún conjunto de denotaciones? Seguramente no: la nominalización de los verbos es a menudo una mera variación estilística, pero ¿dónde podemos trazar la frontera? 1

Véase W. V. Quine, The Roots of Reference, La Salle, Illinois, Open Court, 1973 (trad. cast.: Las raíces de la referencia, Madrid, Alianza, 1988), para una explicación especulativa de los pasos implicados.

Se trata de una cuestión equivocada: no hay frontera que trazar. Los cuerpos se asumen, sí: constituyen las cosas, en primer y más importante lugar. Más allá de ellos existe una sucesión de analogías menguantes. Diversas expresiones son utilizadas de modos [42] más o menos paralelos al uso de los términos para los cuerpos y parece que los objetos correspondientes resultan así más o menos postulados, pari passu; pero no tiene sentido tratar de señalar un límite ontológico a ese paralelismo decreciente. Es sólo nuestro lenguaje de la ciencia, regimentado y sofisticado, lo que ha evolucionado de tal modo que ha generado cuestiones ontológicas. Se trata de una forma de hablar orientada a objetos. Cualquier forma de hablar trata de decir la verdad, pero ésta trata, más específicamente, de hablar de objetos. Su aparato referencial, el aparato para referirse a objetos, es explícito: no existe el problema del paralelismo menguante. Saber en qué consisten precisamente tales objetos, en tanto entidades más allá de los cuerpos, es algo todavía pendiente, pero la cuestión deviene significativa y puede haber diversas respuestas a ella desde diversos sistemas científicos del mundo. La estructura básica del lenguaje de la ciencia ha sido aislada y esquematizada de un modo familiar en el cálculo de predicados: la lógica de la cuantificación y las funciones de verdad. Al representarla así, no tengo la intención de ponerme de parte de los físicos cuánticos, que recomiendan una lógica distinta a la del tipo veritativo-funcional, sino que los dejo de lado con objeto de no complicar el panorama. Tampoco tengo la intención de rechazar formulaciones alternativas a la lógica estándar, tales como la lógica de functores-predicados [predicate-functor logic], pero, en la medida en que éstas sean intertraducibles al cálculo clásico de predicados, no perdemos nada adhiriéndonos a este último. Hagámoslo así entonces en pro de la concreción, ya que nos es familiar. El lenguaje así regimentado tiene una gramática sencilla. Hay un léxico de predicados. Cada enunciado atómico consiste en un predicado, digamos un predicado n-ario, anexo a n variables. El resto de los enunciados se construye a partir de los enunciados atómicos mediante las funciones de verdad y la cuantificación. Así, los únicos términos singulares son las variables, usadas para la cuantificación. Sería correcto permitir también nombres como términos singulares adicionales, así como functores para construir términos singulares complejos a partir de los nombres y las variables. Pero podemos dejar de lado tales comodidades adicionales, pues existen métodos bien conocidos para prescindir de [43] ellas, mediante la paráfrasis sistemática de los contextos, por más que se trate de métodos incómodos. Cuando el lenguaje resulta así regimentado, su ontología comprende sólo los objetos que las variables de cuantificación admiten como valores. Algunos de los giros expresivos del lenguaje ordinario que parecen implicar nuevos tipos de objetos desaparecerán bajo la regimentación. No obstante, no debemos esperar aceptar los cuerpos como los únicos valores de las variables. Una gran parte de la postulación de objetos abstractos, que parece implicada por el lenguaje ordinario, se demuestra gratuita y eliminable, pero otra parte se demuestra valiosa. La forma en que los conjuntos pueden autosustentarse se ilustra de forma clásica mediante la definición de la iteración cerrada de un predicado diádico; por ejemplo, antecesor es la iteración cerrada de progenitor. Ni la paternidad ni la ascendencia tienen nada que ver con los conjuntos, pero ellos nos capacitan para definir antecesor en términos de progenitor. Para cada predicado de nuestro lenguaje podemos expresar también su iteración cerrada, si nos permitimos cuantificar sobre conjuntos como valores de nuestras variables. Debe enfatizarse que, cuando suponemos que la ontología comprende sólo los valores de las variables, estamos suponiendo la notación estrictamente regimentada: sólo predicados, variables, cuantificadores y funciones de verdad. La admisión de elementos lingüísticos adicionales puede perturbar este patrón ontológico. Así, supóngase que al-

guien adopta abiertamente un operador para formar las iteraciones cerradas de los predicados, en lugar de definirlo con la ayuda de una ontología de conjuntos. ¿Debemos entonces decir que ha realizado un ahorro en su ontología? Digo, más bien, que ha dado carpetazo a la cuestión ontológica, cambiando a un lenguaje que no es explícito en materia de ontología. Su ontología resulta indeterminada, excepto en relación con alguna traducción acordada de su notación a nuestra notación regimentada. Otro modo con el que la cuantificación sobre conjuntos de números u otros objetos abstractos puede a veces evitarse es admitir un operador modal de necesidad,2 si logramos ver un modo [44] de dar a este recurso un sentido apropiado. Aquí de nuevo no se nos presenta un ahorro ontológico, sino una cuestión de cambio de divisas. Hemos visto cómo los valores de las variables pueden minimizar la ontología en presencia de alguna notación extraña. Otras notaciones extrañas pueden funcionar de forma opuesta. Si el discurso de las actitudes proposicionales se admitiera, como en «x cree que p», entonces podría parecer que las variables enriquecen la ontología, pues x puede creer que (∃y) (y es un unicornio) sin que haya unicornios. La cuestión ontológica para tal lenguaje, como para el lenguaje ordinario en general, tiene sentido sólo respecto a traducciones acordadas a la notación ontológicamente regimentada. Un lenguaje no es necesariamente defectuoso al no estar así ontológicamente determinado: es sencillamente un lenguaje de tipo no objetualmente orientado. La traducción del lenguaje ordinario al estilo regimentado no está determinada. Para algunos enunciados existen diversas regimentaciones aceptables, no equivalentes entre sí respecto a sus ontologías, y para otros no existe regimentación aceptable en absoluto. En general, esta traducción atrevida es significativa sólo cuando se lleva a cabo de forma sistemática para un cuerpo sustancial de enunciados, como por ejemplo una rama de la ciencia, más bien que para conjuntos de enunciados aislados. Muchos enunciados que por su forma gramatical parecen hablar de objetos abstractos de diversos tipos, serán traducidos a enunciados regimentados que son inocentes de aquellos compromisos ónticos, pues el traductor favorecerá la economía óntica cuando pueda. La regimentación, sin embargo, no puede funcionar sólo con cuerpos. Al cuantificar sobre clases, el traductor incrementa el rendimiento de su aparato, como queda ilustrado por las iteraciones cerradas. Al cuantificar sobre números y funciones, el traductor es capaz de realizar un uso sistemático de la medición y así de desarrollar su teoría científica según líneas cuantitativas. Tales conjuntos, números y funciones se postulan como habitantes de un universo suplementario al de los cuerpos primordiales con objeto de fortalecer y simplificar la teoría global. Hacerlo así no es repudiar el fisicalismo. El fisicalista no insiste en una ontología exclusivamente corporal; le basta con declarar los cuerpos [45] como entidades fundamentales para la naturaleza en el siguiente sentido aproximado: no hay diferencia en el mundo sin una diferencia en las posiciones o estados de los cuerpos. Digo «en el mundo» para no incluir la diferencia entre objetos abstractos, tales como los de la matemática. Mi cualificación «en el mundo» puede parecer que vacía de contenido al enunciado, como si se dijera que no hay diferencia en el mundo físico sin una diferencia en las posiciones o en los estados de los cuerpos. Puedo expresar mejor la idea en términos de cambio: no hay ningún cambio sin un cambio en las posiciones o estados de los cuerpos. Esto todavía sirve para exceptuar a los objetos matemáticos, que son inmutables. Una aplicación de este principio fisicalista es a las disposiciones. Ni siquiera en las disposiciones irrealizadas existe cambio sin un cambio físico, ni diferencia en las dispo2

Véase Hilary Putnam, «Mathematics without foundations», en Journal of Philosophy, 1967, vol. 64, págs. 5-22.

siciones sin una diferencia física; pero el empuje principal de la doctrina es, desde luego, su relación con la vida mental. Si una persona estuviera dos veces en el mismo estado físico, el fisicalista mantiene que, en tal caso, creería las mismas cosas en las dos ocasiones, tendría los mismos pensamientos y tendría la misma totalidad de disposiciones irrealizadas a pensar y a actuar. Donde las disposiciones y los estados de los cuerpos no importan, no hay hechos relevantes. Esto no constituye una doctrina reduccionista del tipo a veces imaginado. No se trata del sueño utópico de que seamos capaces de especificar todos los acaecimientos mentales en términos fisiológicos o biológicos. No se trata de la tesis de que tales correlaciones de hecho estén ahí, en general, listas para ser descubiertas; las agrupaciones de acaecimientos en términos mentalísticos no tienen que estar en ninguna relación sistemática con agrupaciones biológicas.3 Lo que la doctrina dice sobre la vida de la mente es que no hay diferencia mental sin una diferencia física. La mayoría de nosotros hoy en día estamos tan listos a aceptar este principio que no [46] nos damos cuenta de su magnitud. Constituye un modo de decir que los objetos fundamentales son los objetos físicos. Le reconoce a la física su lugar de pleno derecho como la ciencia natural básica, sin aventurar ninguna esperanza dudosa de poder reducir otras disciplinas. Posee implicaciones adicionales que tendemos a no ver. Si no hay diferencia mental sin una diferencia física, entonces el admitir las mentes como entidades por encima de los cuerpos constituye una extravagancia ontológica sin sentido; no perdemos nada al aplicar predicados mentalistas directamente a las personas, consideradas como cuerpos, como hacemos en gran medida en el uso ordinario. Tenemos aún dos tipos de predicados, los mentales y los físicos, pero ambos tipos se aplican a cuerpos. Así es como el fisicalista se descuelga con una ontología que consta sólo de objetos físicos, más conjuntos de otros objetos abstractos de la matemática; es decir, sin mentes como entidades adicionales. Adviértase que la situación no es simétrica. La maniobra inversa de prescindir de los cuerpos en favor de las mentes no nos está disponible, pues en tal caso no mantendríamos también que no hubiera una diferencia física en el mundo sin una diferencia mental; no a menos que fuésemos idealistas. He estado hablando tranquilamente de predicados físicos, de diferencias físicas, como contrarios a los mentales. Hasta que esta noción resulte mejor definida o delimitada, mis formulaciones del fisicalismo son inadecuadas. Así, tómese el dictum «no hay diferencia mental sin una diferencia física». No debemos explicar «diferencia física» sólo como cualquier diferencia entre cuerpos: esto trivializaría el dictum. Pues, incluso si tuviéramos que reconocer las mentes como entidades diferentes de los cuerpos, meramente asociadas con ellos, sería trivial decir que no hay diferencia en los estados de la mente sin una diferencia en los cuerpos asociados. Los cuerpos difieren al menos hasta el punto de estar asociados con las mentes que se hallen en tales estados diferentes. Por tanto, el dictum no nos dice nada hasta que definamos «diferencia física» de modo más ajustado. Algo similar sucede con mis versiones precedentes del fisicalismo: «No hay diferencia en el mundo sin una diferencia en las posiciones o estados de los cuerpos», «No hay cambio sin un cambio en las posiciones o estados [47] de los cuerpos». Debemos decir qué es lo que cuenta como estados de los cuerpos. Una motivación principal de la física a lo largo de los siglos podría decirse que ha sido precisamente ésta: decir qué cuenta como una diferencia física, un rasgo físico, un 3

Véanse Donald Davidson, «Mental events», en Lawrence Foster y J. W. Swanson (comps.), Experience and Theory, Amherst, University of Massachusetts Press, 1970, págs. 79-101; «The material mind», en P. Suppes y otros (comps.), Logic, Methodology and Philosophy of Science, vol. IV, Amsterdam, North-Holland Publishing Co., 1973, págs. 709-722.

estado físico. La cuestión puede hacerse más explícita así: ¿qué catálogo mínimo de estados físicos sería suficiente para justificarnos al decir que no hay cambio sin un cambio en las posiciones o los estados? Tómese por ejemplo la teoría atomista primitiva. Los átomos se postulaban como pequeñas imitaciones de los cuerpos primordiales. Aquí, como en la postulación de conjuntos u otros objetos matemáticos, una razón es la simplificación del sistema global del mundo; pero podemos reconocer también una razón más profunda: la de fijar la noción de diferencia física, de estado físico. Según la teoría atomista primitiva, con sus átomos uniformes, cualquier diferencia física es una diferencia en el número, la disposición o las trayectorias de los átomos componentes. En tales términos, el fisicalismo diría que, donde no hay tales diferencias atómicas, no hay diferencias en las cuestiones de hecho y, en particular, que no hay diferencias mentales. Pero el fisicalismo nunca ha mantenido la esperanza de lograr una descripción efectiva de los estados mentales o incluso de los estados corporales principales, en términos del número, la disposición y las trayectorias de los átomos. Desde entonces, los átomos han dado paso a una variedad desconcertante de partículas elementales. Los físicos actuales han hallado incluso que la misma noción de partícula no es adecuada en ciertos momentos, dando así lugar a paradojas de identificación e individuación. Existen indicaciones de que la utilidad del modelo de la partícula, que es una extrapolación del modelo primordial de los cuerpos a muy pequeña escala, es ahora, en el mejor de los casos, marginal. Una teoría del campo puede ser más adecuada: una teoría en la que los diversos estados se adscriben directamente, en diversos grados, a diversas regiones espacio-temporales. Así, al final los mismos cuerpos van por la borda; los cuerpos que fueron la postulación primordial, los objetos paradigmáticos más clara y perspicuamente contemplados. Sic transit gloria mundi. [48] ¿Cuál es entonces la valerosa nueva ontología? Están los números reales, que se necesitan para medir la intensidad de los diversos estados, y están las regiones espacio-temporales a las que los estados se adscriben. Identificando cada punto espacio-temporal con una cuádrupla de números reales o complejos, según un sistema arbitrario de coordenadas, podemos explicar las regiones espacio-temporales como conjuntos de cuádruplas de números. Los números mismos pueden construirse dentro de la teoría de conjuntos de formas conocidas y desde luego en la teoría de conjuntos pura, esto es, una teoría de conjuntos sin individuos como elementos de base: la teoría de conjuntos desprovista de objetos concretos. La valerosa nueva ontología es, en pocas palabras, la ontología puramente abstracta de la teoría pura de conjuntos: la matemática pura.4 Al principio, simplemente tolerábamos tales objetos abstractos, como anexos cómodos a nuestra ontología corporal, a causa de la potencia y la simplificación que aportaban. Al final, como el camello que resguardaba su nariz bajo la tienda de campaña, tales objetos toman el relevo. Una lección a extraer de esta debacle es que la ontología no es principalmente lo que importa. Cuando los cuerpos aparecieron primero en mi historia, avisé de que incluso ellos eran teóricos. Todas las entidades teóricas están aquí por tolerancia y todas las entidades son teóricas. Lo que era observacional no eran los términos, sino los enunciados observacionales. Los enunciados, en su verdad y falsedad, son lo que cala hondo; la ontología es transitoria. El argumento gana en intensidad cuando reflexionamos sobre la multiplicidad de posibles interpretaciones de cualquier sistema formal consistente. Considérese de nuevo nuestra notación regimentada estándar, con un léxico de predicados interpretados y al4

Desarrollo este punto algo más ampliamente en «Whither physical objets», en Boston Studies in the Philosophy of Science, vol. XXXIX, 1976, págs. 303-310.

gún ámbito fijado de valores para las variables de cuantificación. Los enunciados de este lenguaje que son verdaderos permanecen siéndolo bajo incontables reinterpretaciones de los predicados y bajo múltiples revisiones del ámbito de los valores de las variables. Desde luego, cualquier ámbito del mismo tamaño puede hacerse servir mediante una reinterpretación conveniente de los predica-[49]-dos. Si el ámbito de valores es infinito, cualquier ámbito infinito puede valer: se trata del teorema de Löwenheim-Skolem. Los enunciados verdaderos permanecen verdaderos bajo la totalidad de esos cambios. Quizá nuestra preocupación primaria radique entonces en la verdad de los enunciados y en sus condiciones de verdad más que en la referencia de los términos. Si adoptamos esa actitud, las cuestiones sobre referencia y ontología devienen completamente incidentales. Las estipulaciones ontológicas pueden jugar un papel en las condiciones de verdad de los enunciados teóricos, pero ese papel también podrían jugarlo un número indeterminado de estipulaciones ontológicas alternativas. La incertidumbre del lenguaje ordinario hacia las cuestiones de la referencia resulta más fácilmente excusada. ¿Qué pasa ahora con el fisicalismo? Después de todo lo visto, profesar el materialismo podría parecer grotescamente inapropiado; sin embargo, el fisicalismo, razonablemente formulado, retiene su vigor y validez. Nuestra última formulación se resume en esto: no hay diferencia en el mundo sin una diferencia en el número o la disposición o las trayectorias de los átomos. Pero, si realizamos la drástica maniobra ontológica últimamente contemplada, entonces todos los objetos físicos van por la borda —los átomos, las partículas; en suma, todos—, quedando sólo puros conjuntos. El principio del fisicalismo debe, en consecuencia, formularse por referencia al vocabulario físico, no a los objetos físicos. Permítasenos hacer inventario del vocabulario. Nuestro lenguaje posee todavía la forma regimentada estándar; contiene las funciones de verdad, los cuantificadores y sus variables y un léxico de predicados. Las variables se extienden ahora sobre conjuntos puros. Los predicados comprenden el predicado matemático diádico «ϵ» de pertenencia a un conjunto, siendo el resto predicados físicos. Éstos servirán para adscribir estados físicos a las regiones espacio-temporales, siendo cada una de ellas un conjunto de cuádruplas de números. Presumiblemente, lo que siempre se busca son regiones, más que puntos singulares, a veces a causa de la indeterminación existente al nivel cuántico y a veces por razones más obvias, como en el caso de la temperatura o de la entropía. [50] Un estado puede adscribirse completamente, por ejemplo el espín a la izquierda, o de forma cuantitativa, por ejemplo la temperatura. En el primer caso, la forma de predicación es «Fx», combinando un predicado monádico y una variable, cuyos valores relevantes son conjuntos de cuádruplas de números. En el segundo caso, la forma es «Fxy», combinando un predicado diádico y dos variables. Los valores relevantes de una de las variables son de nuevo conjuntos de cuádruplas de números, y los de la otra son números reales singulares, que miden el estado cuantitativo. Así, el predicado diádico «F» podría leerse: «La temperatura en grados Kelvin de la región... es...». También podría haber predicados poliádicos adscribiendo relaciones, absolutas o cualitativas, a pares de regiones, o a triplas, etc. En cualquier caso, el léxico de predicados físicos será infinito, en la forma usual de los léxicos. Un contraste agradable aparece, incidentalmente, entre la ley física y la descripción física. Las leyes no favorecen las regiones espacio-temporales como valores de las variables. Así, son independientes de la especificidad parroquial implícita en nuestra elección de coordenadas espacio-temporales. Tal especificidad se muestra sólo en investigaciones más mundanas, como la astronomía, la geografía y la historia, donde resulta bienvenida.

No obstante, ello tiene lugar sólo de paso. ¿Cuál es ahora la tesis del fisicalismo? Sencillamente, que no hay diferencia en cuestiones de hecho sin una diferencia en el cumplimiento de los predicados de estado físico por regiones espacio-temporales. Una vez más, esto no es reduccionismo en el sentido fuerte: no se presume que alguien esté en situación de proporcionar los predicados de estado apropiados para las regiones pertinentes en ningún caso particular. Esta formulación, «el cumplimiento de los predicados de estado físico mediante regiones espacio-temporales», está decididamente incompleta. Las regiones espacio-temporales son conjuntos de cuádruplas de números, determinadas según algún sistema de coordenadas sobre el que no me he detenido. Los predicados de estado físico son los predicados de algún léxico específico, que sólo he comenzado a imaginar y que los mismos físicos no están preparados para enumerar con convicción. Así, no tengo más elección que dejar incompleta mi formulación del fisicalismo. [51] Sugerí más arriba que un objetivo mayor de la física ha sido hallar un catálogo mínimo de estados —de estados elementales, llamémosles así— tal que, sin un cambio en ellos, no haya cambio alguno. Esto es igualmente cierto de la física actual. En conclusión, deseo relacionar el fisicalismo con mis perennes críticas a la semántica mentalista. Los lectores han supuesto que mi queja es ontológica, pero no lo es. Si, en general, el declarar dos expresiones como sinónimas pudiera tener un sentido satisfactorio para mí, estaría más que complacido en reconocer un objeto abstracto como su significado común. El método es familiar: definiría el significado de una expresión como el conjunto de sus sinónimos. El problema radica, más bien, en el predicado diádico de sinonimia en sí mismo: necesita desesperadamente claridad y perspicuidad. La traducción procede, presumiblemente, mediante la equivalencia interlingüística de la sinonimia de enunciados. Así, con objeto de hacer el problema de la sinonimia gráfico, desarrollé el experimento mental de la traducción radical, esto es, la traducción de un idioma desconocido, sobre la base de los datos conductuales.5 Argumenté que las traducciones estarían indeterminadas en este sentido: dos traductores podrían desarrollar manuales independientes de traducción, ambos igualmente compatibles con toda la conducta verbal, y con todas las disposiciones a la conducta verbal, y sin embargo un manual podría ofrecer traducciones que el otro rechazara. Mí posición era que cualquiera de los manuales podría ser útil, pero que respecto a cuál de ellos era correcto y cuál estaba equivocado no había hechos relevantes. Mi objetivo presente no es defender esa doctrina, sino sencillamente dejar claro que, al decir que no hay hechos relevantes, hablo como un físico. Es decir, ambos manuales son compatibles con el cumplimiento de exactamente los mismos estados físicos elementales por regiones espacio-temporales. La traducción radical procede a la luz de la conducta observada y los criterios conductuales decidirán usualmente a favor de una traducción, más bien que de otra. Cuando lo hacen, existe sin duda un hecho relevante, a juzgar por los estándares físicos, pues cualquier diferen-[52]-cia en la conducta visible, sea vocal o de otro tipo, refleja, de forma clara, diferencias extravagantes en la distribución de los estados físicos elementales. Por otro lado, mi doctrina de la indeterminación tenía que ver con los manuales hipotéticos de traducción, correspondiéndose ambos con la totalidad de la conducta. Puesto que los traductores no suplementan sus criterios conductuales con criterios neurológicos, mucho menos con la telepatía, ¿qué excusa podría haber para suponer que un manual coincidía con cualquier distribución de los estados físicos elementales mejor que el otro? En pocas palabras, ¿qué excusa hay para suponer que, hay hechos relevantes? 5

En Word and Object, Cambridge, MIT Press, 1960, capítulo 2 (trad. cit.).

Tenemos aquí una ilustración de lo que considero la función característica del conductismo. Los estados y acaecimientos mentales no se reducen a la conducta, ni resultan explicados por ella. Se explican en neurología, cuando se explican; pero sus anexos conductuales sirven para especificarlos objetivamente. Cuando hablamos de estados o acaecimientos mentales, sujetos a criterios conductuales, podemos estar tranquilos de que no estamos sólo cambiando palabras: existe un hecho físico relevante, un hecho constituido últimamente por estados físicos elementales. Aprendemos el modo de hablar mentalista, como los otros modos de hablar, de hablantes adultos de nuestro idioma, en circunstancias características e intersubjetivamente observables. Tales circunstancias difieren de otras respecto a la distribución de estados físicos elementales, por más inescrutables que sean. En la medida en que usemos tal modo de hablar en una forma y en unas circunstancias estrechamente similares a las originales, comunicamos información: existirá, pues, un hecho relevante. Sin embargo, nuestros modos de hablar mentalistas, como otros modos de hablar, salen adelante creciendo y ampliándose por analogía. El contenido fáctico deviene, mientras tanto, más tenue y más elusivo y puede desaparecer totalmente. Considérense, en este sentido, las actitudes proposicionales, por ejemplo la creencia. Existen atribuciones no problemáticas de creencia, incluso a los animales. La observación de la creencia nos induciría normalmente a estar de acuerdo en que el perro cree que su amo se acerca o que la pelota está bajo el sofá. Por otro lado, cuando atribuimos una creencia sobre la historia antigua a alguien, [53] dependemos de lo que dice, incluso aunque seamos reluctantes a identificar la creencia con los movimientos labiales. Si el que cree es extranjero, nuestra atribución puede estar sujeta también a las extravagancias de la traducción de su testimonio a nuestro idioma. En algunos casos el contenido fáctico falta; en otros, es escaso y está mal definido. No aconsejo abandonar el lenguaje ordinario, ni siquiera el lenguaje mentalista, pero recomiendo ser conscientes de sus defectos. Por parte del lenguaje ordinario, existe un paralelismo instructivo entre las cuestiones de la referencia y las cuestiones fácticas. Permítaseme recordar lo que dije más arriba al discutir la ontología. El lenguaje ordinario es sólo vagamente referencial y cualquier explicación ontológica tiene sentido sólo relativamente a una regimentación apropiada del lenguaje. La regimentación no es una cuestión de elicitar algún contenido ontológico latente, pero determinado, del lenguaje ordinario. Es más bien una cuestión de crear libremente un lenguaje, orientado ontológicamente, que pueda suplantar al lenguaje ordinario, para servir algunos objetivos particulares que uno tenga en mente. Con lo fáctico ocurre algo similar. El lenguaje ordinario es sólo vagamente fáctico y requiere ser diversamente regimentado cuando nuestro propósito es la comprensión científica. Una vez más, la regimentación no es cuestión de elicitar un contenido latente: se trata de una creación libre. Nos retiramos a un lenguaje que, aunque no se limita a asignar estados físicos elementales a las regiones, se halla visiblemente dirigido a las distinciones fácticas, distinciones que, incuestionablemente, se superponen a diferencias en los estados físicos elementales, por más inescrutables que éstos sean. Esta exigencia puede satisfacerse acentuando lo conductual y lo psicológico. Desde luego, dentro de tales límites hay todavía mucho espacio para lo bueno y lo malo. Los términos que juegan un papel principal en un aparato conceptual bueno son términos que prometen jugar un papel principal en la explicación causal, y la explicación causal se halla polarizada. Las explicaciones causales en psicología deben usarse en fisiología y las de la química en la física: en los estados físicos elementales.

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