última palada
Sella
2009
EL COMERCIO, DOMINGO, 9 DE AGOSTO DE 2009
SELLEROS. De todas las formas y colores. / MARIO FERNÁNDEZ
Que nos quiten lo orbayao TEXTO: ALEJANDRO CARANTOÑA
FOTOGFRAFÍA MARIO FERNÁNDEZ
Comenzamos por cruzar el puente, aún desierto a primera hora, e internarnos en Arriondas, con sus familias madrugadoras paseando frescas y recién desayunadas. Por otro lado, los que ya llevan alguna que otra jornada en pie: «Hasta que el cuerpo aguante ¿eh?», invita una vendedora a un chaval. «El cuerpo no, les perres», contesta el otro, peluca tricolor en ristre. Nos desviamos hacia las calles paralelas al río, en las que no hay ni un alma, y llegamos al pequeño parque cubierto de tiendas de campaña. Un joven camina, vestido de piragüista, con cara de sueño; el potente ruido que andábamos persiguiendo está cada vez más cerca. De pronto, sorpresa: aparecen dos amigos del supuesto deportista y éste levanta los brazos, para exclamar un ebrio «Y
ahora voy bajar el río, cueste lo que cueste». Al otro lado del Sella, la explicación de su felicidad desmedida y el origen de los trallazos de sonido: el Aquasella sigue rodando, a todo trapo. La lluvia no perdona, pero Arriondas termina de desperezarse y, cuando empieza a tomar forma el tradicional desfile, tanto los más madrugadores como los menos toman posiciones: los aficionados, provistos de chubasqueros, se apuestan al borde del río; los (auténticos) deportistas transportan sus canoas al épico son de las tecnogaitas con las que perdigonean los altavoces repartidos por el centro; los «desenfadados» bai-
ZUECOTILLAS. Calzado deportivo todoterreno. / MARIO FERNÁNDEZ
lan sin camiseta alrededor de los sonrientes guardias civiles. Y que orbaye lo que tenga que orbayar. El ambiente festivo se va dejan-
do notar, cada vez se ven más capuchas con un sombrero y una montera picona encima –el último grito, al parecer–; una de las bandas se arranca con un acelerado ‘Smoke on the water’ y, definitivamente, comienza la fiesta del Descenso. Un viandante luce sus madreñas decoradas como unas zapatillas deportivas mientras que otea la niebla, que poco a poco se retira colinas arriba: la fina lluvia por fin da una tregua a locales y visitantes. Las piraguas se colocan en la salida, un par de remeros optan por salir antes que el resto e ir bajando en solitario; no falta un tipo con pantalones cortos, camiseta y sombrero de cowboy que les dedica un culín. Si bien es cierto que la afluencia es menor que la del año pasado, la actitud no ha cambiado un ápice: «¿Cómo es posible que un pueblo entero huela a chigre?», se oye preguntar en voz alta. Es cierto: los eficaces servicios de limpieza se afanan, en los minutos previos a la salida, en adecentar lo máximo posible las calles momentáneamente vacías, dejando un nuevo «río» a su paso, algo más grisáceo que el otro. Tras el ajetreo de la salida, de la fatídica primera curva, de las canoas volcadas, vuelve a hacerse el silencio en el Sella y un peregrinaje de jóvenes, con gafas de sol, se entremezcla con los entendidos que corren a tomar una botella de sidra y a seguir lo que quede de carrera por televisión. Nosotros tenemos que volver a Gijón, pero a un forastero aún le queda tiempo para estrecharnos la mano y preguntar, descamisado: «Oye ¿esto hasta qué hora dura?» «Hasta mañana...», indicamos. «O hasta pasado».