Comentario Nº 82, 1 de febrero de 2002
Porto Alegre, 2002 En 1971, la convocatoria de la primera conferencia de Davos representó simbólicamente (y en cierta medida también realmente) el inicio de la gran ofensiva neoliberal contra las conquistas alcanzadas por los pueblos del mundo en el período posterior a 1945. Davos iba a ser el lugar de encuentro de los poderosos del mundo –directores de los principales bancos y empresas, dirigentes políticos, figuras clave de los medios de comunicación– para sus consultas mutuas, para crear la retórica adecuada y para coordinar estrategias. A mediados de la década pasada parecía que todo les iba muy bien. Los regímenes del bloque soviético habían quedado desmantelados y los movimientos de liberación nacional históricos desacreditados o desintegrados. La retórica del desarrollo (por no hablar de la del socialismo) se había sustituido en todo el planeta por la de la globalización, frente a la cual, se decía, no cabía alternativa alguna. Los partidos comunistas se habían convertido en socialdemócratas, y los partidos socialdemócratas defendían ahora un liberalismo de mercado que sólo palidecía comparado con el que propugnaban los partidos conservadores. Las fuerzas de Davos iban adelante a todo tren; pero de repente algo se interpuso en su camino. El Acuerdo Multilateral sobre Inversiones, debatido en el mayor secreto y que habría dejado fuera de la ley las legislaciones nacionales que restringían la actividad de las corporaciones extranjeras, quedó varado en 1998, en parte debido a la oposición francesa, Al año siguiente, en Seattle, una inesperada coalición de ecologistas y de los sindicatos estadounidenses se manifestó tan vigorosamente contra el lanzamiento de una nueva ronda de la Organización Mundial del Comercio (WTO) que ésta no pudo llevarse a cabo, y es de señalar que los manifestantes eran sobre todo estadounidenses. A ésa le siguió una cascada de manifestaciones: Praga, Quebec, Niza, Gotemburgo, Génova... todas ellas con gran éxito. Y luego vino el Foro Social Mundial de Porto Alegre en 2001: 15.000 personas llegadas de todos los rincones del planeta, de todo tipo de
organizaciones, que insistían en que "otro mundo es posible". La prensa del mundo occidental se mostraba escéptica, pero la gente de Davos comenzó a preocuparse. Decidieron trasladar sus encuentros a lugares más seguros: Doha, en los Emiratos Árabes Unidos, para la OMC; una remota localidad en las montañas de Canadá para el G8; y la ciudad de Nueva York, en lugar del propio Davos, para el Foro Económico Mundial. El ataque del 11 de septiembre le vino bien a las fuerzas de Davos. Las grandes manifestaciones, con su riesgo de violencia, parecían verse amenazadas por la acusación de terrorismo. El bien protegido encuentro de la OMC en Doha relanzó las conversaciones sobre el comercio mundial. Pero ahora, cinco meses después, viene Porto Alegre II. Esta vez se prevé que podrían acudir 50.000 personas, y la prensa mundial, exceptuando por supuesto la estadounidense, le está prestando más atención a Porto Alegre que a Davos. Es buen momento para pararse a reflexionar. ¿Con qué fuerzas contaba la coalición antigolbalización? La primera y principal es que mostraba una amplitud y profundidad en cuanto a apoyo popular en todo el mundo que deja claro que en efecto hay una alternativa a la agenda neoliberal de las fuerzas de Davos. El 11 de septiembre parece haber frenado sólo momentáneamente al movimiento. En segundo lugar, esa coalición ha demostrado que la nueva estrategia antisistémica es factible. ¿En qué consiste esa nueva estrategia? La izquierda mundial en sus múltiples formas –partidos comunistas y socialdemócratas, movimientos de liberación nacional– ha argumentado durante al menos un siglo (circa 1870-1970) que la única estrategia factible abarcaba dos elementos clave: la creación de una estructura organizativa centralizada, y apuntar como primer objetivo a la conquista del poder por una u otra vía. Esos movimientos prometían que, una vez conquistado el poder del Estado, podrían cambiar el mundo. La estrategia en cuestión parecía muy exitosa, en el sentido de que, hacia la década de 1960, en la mayoría de los países del mundo uno u otro de esos tres tipos de movimiento había conseguido hacerse con el poder del Estado. Sin embargo, se habían mostrado manifiestamente incapaces de transformar el mundo, y eso es lo que puso de manifiesto la revolución mundial de 1968, el fracaso de la Vieja Izquierda en la transformación del mundo. Con ella se abrieron 30 años de debate y experimentación de alternativas a la estrategia, que se juzgaba fracasada, orientada a la
conquista del Estado. Porto Alegre representa la puesta en vigor de una alternativa: no existe una estructura centralizada, sino más bien al contrario; se trata de una coalición laxa de movimientos transnacionales, nacionales y locales, con múltiples prioridades, unidas principalmente en su oposición al orden mundial neoliberal; y esos movimientos, en su mayoría, no pretenden la conquista del poder, o en todo caso no la consideran más que como una táctica entre otras, y no la más importante. Eso en cuanto a la fuerza de Porto Alegre; en lo que se refiere a su debilidad, resulta ser la misma: la falta de centralización puede hacer difícil la coordinación de tácticas en las batallas más difíciles que están por librarse, y tendremos que comprobar aún la tolerancia hacia las prioridades de los demás entre los muchos intereses representados allí. Y si la conquista del poder del Estado no es el principal objetivo, ¿entonces qué es? Hasta ahora, las fuerzas de Porto Alegre han emprendido ante todo batallas defensivas, poniendo un freno a las fuerzas de Davos en el desarrollo de su agenda. Es algo sin duda importante, útil, y con mayor éxito de lo que muchos habrían previsto hace unos años. Pero eso comenzará pronto a parecer insuficiente; tendrá que haber una agenda en positivo seria. La tasa Tobin (para combatir la especulación en los flujos de capital), la eliminación de los paraísos fiscales, la cancelación de la deuda externa del Tercer Mundo, todas éstas son propuestas útiles; pero ninguna de ellas es suficiente para cambiar la estructura fundamental del sistema-mundo. Immanuel Wallerstein (1 de febrero de 2002).
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