Poe, Edgar Allan - El Alce

  • November 2019
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EL ALCE EDGAR ALLAN POE

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El alce

Edgar Allan Poe

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El escenario natural de América se ha comparado a menudo, tanto en sus rasgos generales como en los detalles, con el paisaje del Viejo Mundo -Más particularmente de Europa- y no ha sido más profundo el entusiasmo que grande el desacuerdo de los partidarios de cada zona. La discusión no será probablemente de las que terminen pronto pues, aunque mucho se ha dicho por ambas partes, muchísimo más queda todavía por decir. Los más conspicuos de entre los turistas británicos que han intentado establecer una comparación parecen conceptuar nuestro litoral septentrional y occidental -Hablando en términos comparativos- como el único digno de consideración en toda América, o al menos en Estados Unidos. Dicen poco, porque han visto menos, del magnífico escenario interior de algunas de nuestras comarcas occidentales y meridionales -Del valle de Louisiana, por ejemplo: una realización de los más exaltados sueños del Paraíso-. En su mayor parte, estos viajeros se contentan con una apresurada inspección de las curiosidades naturales del país: El Hudson, Niágara, las Cathills, Harper’s Ferry, los lagos de Nueva York, el Ohio, las praderas y el Mississippi. Son esos, verdaderamente, puntos bien merecedores de ser contemplados, incluso por quienes han caminado a orillas del encastillado Rin o vagado “por el ímpetu azul del célebre Ródano1”, pero nos son todos aquellos de los que podemos alardear y me atrevería a afirmar que hay innumerables y plácidos rincones apartados y apenas explorados, dentro de las fronteras de los Estados Unidos, que el auténtico artista o el cultivado amante de lo grande y lo bello entre las obras de Dios preferirán a todos y cada uno de los escenarios catalogados y muy acreditados a los que me he referido. En realidad, los verdaderos Edenes del país se hallan muy lejos del trayecto de nuestros más resueltos turistas; por lo tanto mucho más lejos del alcance del extranjero, quien, habiendo hecho en su patria planes con su editor para que cierta cantidad de comentarios sea suministrada en un tiempo dado, no puede esperar cumplir el acuerdo de otra manera que recorriéndola por tren o barco, libreta de notas en mano, y solamente por las sendas más trilladas del país. He mencionado poco antes el valle de Louisiana. De todas las extensas regiones de encanto natural es ésta, quizá, la más encantadora. No hay ficción que se le aproxime. La más brillante imaginación alcanzaría a extraer únicamente sugerencias de su exuberante belleza. Realmente la belleza es su carácter exclusivo. Tiene poco, o más bien nada, de sublime. Suaves ondulaciones de suelo, entretejidas con fantásticas y cristalinas corrientes de agua, flanqueadas por laderas floridas y respaldadas por una selvática vegetación, gigantesca, lustrosa, multicolor, chispeante de gayas aves y cargada de perfume...: Estos rasgos constituyen, en el valle de Louisiana, el más voluptuoso escenario natural de la tierra. Pero, incluso en esta deliciosa región, no se alcanzan sus partes más maravillosas sino por senderos. En verdad, en América generalmente el viajero que quiera admirar los más bellos paisajes ha de buscarlos no en ferrocarril, ni en vapor fluvial, ni en diligencia, ni con su vehículo particular, ni siquiera a caballo, sino a pie. Ha de caminar, ha de salvar barrancos, ha de arriesgar el cuello entre precipicios o ha de quedarse sin ver las más auténticas , las más ricas y las más inefables glorias del país. Ahora bien, en la mayor parte de Europa no existe tanta necesidad. En Inglaterra no existe en absoluto. El más dando de los turistas podrá visitar allí todos los rincones dignos de ser visitados sin detrimento de sus medias de seda, tan a fondo son conocidos todos los puntos de interés y tan bien dispuestos están los medios de alcanzarlos. A esta consideración nunca se le ha concedido su justo valor cuando se comparan las bellezas 1

“By the blue rushing of the arrowy Rhone” 2

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naturales del Viejo y el Nuevo Mundo. Todo el encanto del primero es cotejado sólo con los más conocidos, y de ningún modo con los más eminentes, lugares del segundo. Incuestionablemente, el escenario fluvial tiene en sí mismo todos los principales elementos de belleza y desde tiempo inmemorial ha sido el tema favorito de los poetas. Pero gran parte de esta fama es atribuida al predominio de los viajes por las comarcas fluviales sobre los realizados por las montañosas. Del mismo modo los grandes ríos, por constituir generalmente vías de comunicación, han absorbido una parte indebida de la admiración. Se les contempla más y, en consecuencia, se les hace en mayor medida tema de discurso que a los cursos de agua menos importantes pero, con frecuencia, más interesantes. Un singular ejemplo de mis comentarios a este respecto puede encontrarse en Wissahiccon, un arroyo (Pues otra cosa no puede llamársele) que desagua en el Schuylkill, unas seis millas al oeste de Filadelfia. Ahora bien, el Wissahiccon posee un encanto tan notable que, si discurriera por Inglaterra, constituiría el tema de todos los bardos y el tópico común de todas las lenguas, a no ser que sus orillas se parcelasen en solares, a un precio exorbitante, para destinarlos a la construcción de villas para los opulentos. Sin embargo, dentro de muy pocos años cualquiera conocerá más que de oídas el Wissahiccon, mientras que la más ancha y navegable corriente en la cual desemboca habrá dejado mucho tiempo atrás de ser celebrada como uno de los más hermosos especimenes del escenario fluvial americano. El Schuylkill, cuyas bellezas han sido muy exageradas y cuyas orillas, al menos en las cercanías de Filadelfia, son pantanosas como las del Delaware, no cabe compararse en absoluto, como tema de interés pintoresco, con el más humilde y menos notorio riachuelo del que hablamos. Hasta que Fanny Kemble, en su gracioso libro relativo a los Estados Unidos, no indicó a los habitantes de Filadelfia el raro encanto de una corriente que pasaba ante sus propias puertas, este encanto no había sido más que sospechado por unos pocos audaces andarines de la vecindad. Pero después de que el Journal abriera todos los ojos, el Wissahiccon, hasta cierto punto, penetró en el reino de la notoriedad. Y digo “hasta cierto punto” pues, en realidad, la verdadera belleza de esa corriente se encuentra mucho más arriba del itinerario de los cazadores de pintoresquismo de Filadelfia, que rara vez recorren más de una milla o dos río arriba de la desembocadura, por la muy excelente razón de que allí se interrumpe la carretera. Yo aconsejaría al audaz dispuesto a contemplar sus parajes más hermosos que tomara la carretera Ridge, que va hacia le oeste a partir de la ciudad y, una vez llegado al segundo ramal asada la sexta piedra miliaria, que siguiera este ramal hasta su terminación. De esa forma descubrirá el Wissahiccon en uno de sus mejores tramos y, en un botecillo, o bien caminando por sus orillas, puede ir río arriba o río abajo, como más le plazca, y en cualquiera de las dos direcciones hallará su recompensa. Ya he dicho o debiera haber dicho que el riachuelo es estrecho. Sus orillas son generalmente, si no totalmente, escarpadas y consisten en altas colinas, revestidas de matorrales nobles cerca del agua y coronadas, a mayor elevación, con algunos de los más magníficos árboles selváticos de América, entre los cuales se alza destacado el Liriodendron Tulipiferum. Las márgenes inmediatas, sin embargo, son de granito nítidamente definidas o cubiertas de musgo contra las cuales el agua transparente se recuesta en su suave fluir como las azules olas del Mediterráneo lo hacen sobre los peldaños de sus palacios de mármol. De vez en cuando, frente a los riscos, se extiende una pequeña y lisa meseta de tierra frondosamente revestida de hierba que ofrece el más pintoresco lugar para una casa de campo con su jardín que pudiera concebir la imaginación más exuberante. Las sinuosidades del río son muchas y abruptas, como ocurre cuando las orillas son pendientes, y de esa manera la impresión trasladada a los ojos del viajero, a 3

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medida que avanza, es la de una interminable sucesión de pequeños lagos infinitamente variados, o hablando con más propiedad, de lagunas. El Wissahiccon, sin embargo, debiera visitarse, no como la “bella Melrose” a la luz de la luna, ni con tiempo nublado, sino bajo el fulgor más intenso del sol del mediodía, pues la angostura de la garganta a través de la cual discurre, la altura de las colinas de ambos lados y la densidad del follaje se conjuran para producir un efecto de melancolía, cuando no de absoluta tristeza, que, a menos de ser paliado por una luz brillante de conjunto, desmerece la belleza del escenario. No hace mucho tiempo visité el río por el itinerario descrito y pasé la mayor parte de un bochornoso día flotando en un bosquecillo sobre la corriente, caí en un semiletargo durante el cual mi imaginación se deleitó en visiones del Wissahiccon de tiempos antiguos, de los “buenos viejos tiempos” cuando el Demonio de la Máquina no existía, cuando no cabía ni soñar los picnics, cuando los “privilegios del agua” no se compraban ni vendían y cuando el piel roja pisaba, con el alce, los cerros que ahoran descollaban allá arriba. Y mientras estas divagaciones se iban adueñando de mi mente, el perezoso riachuelo me había llevado, pulgada a pulgada, a la vuelta de un promontorio y a la vista de otro que limitaba la perspectiva a una distancia de cuarenta o cincuenta yardas. Era un risco empinado y rocoso que se metía bien dentro del río y presentaba mucho más del carácter de los paisajes de Salvatore Rosa que cualquier otra parte de la ribera pasada hasta entonces. Lo que vi sobre aquel risco, aunque seguramente de muy extraordinaria naturaleza, dado el lugar y la estación, no me sobresaltó ni sorprendió al principio, tan absoluta y apropiadamente armonizaba con las fantasías semiletárgicas que me envolvían. Vi, o soñé que veía, irguiéndose sobre el borde extremo del precipicio, con el cuello estirado, las orejas erectas y toda su actitud indicadora de una profunda y melancólica atención, a uno de los más viejos e intrépidos de aquellos mismos alces que yo había asociado a los pieles rojas de mi visión. Repito que, durante unos minutos, esta aparición ni me sobresaltó ni me sorprendió. En este intervalo toda mi alma estaba absorta sólo en una intensa simpatía. Me imaginé al alce lamentándose no menos que asombrándose ante la manifiestas alteraciones impuestas para mal al riachuelo y a su vecindad, incluso en años recientes, por la severa mano de los utilitaristas. Pero un ligero movimiento de la cabeza del animal disipó al punto el desvarío que me absorbía y despertó en mí una sensación plena de la novedad de la aventura. Me incorporé dentro del botecillo apoyándome en una rodilla y, mientras dudaba entre detener la marcha o dejarme acercar flotando al objeto de mi sorpresa, oí las palabras “¡pst, pst!” pronunciadas rápida pero cautamente desde la maleza de arriba. Un instante después surgió un negro de la espesura apartando los arbustos con cuidado y andando furtivamente. Llevaba en la mano algo de sal y, alargándola hacia el alce, se aproximó lenta pero decididamente. El noble animal, aunque un poco turbado, no hizo ningún intento de escapar. El negro avanzó, ofreció la sal y dijo unas pocas palabras de ánimo o consuelo. Después el alce se arqueó, piafó y luego se tumbó tranquilamente y fue sujetado con un cabestro. Así acabó mi aventura con el alce. Era un pet2 de bastante edad y hábitos muy domésticos y pertenecía a una familia inglesa que ocupaba una villa de las cercanías.

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En inglés, cualquier animal al que se mima en una casa. 4

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