JUAN FELD
Vivo por excepción
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NOTA BENE Solo a los escritores les he dado, de manera lícita y sin despertar sospechas de esquizofrenia, expresar en todo su esplendor la multiplicidad y la complejidad del ser humano. De no ser porque cuento con el apoyo de escritores de la talla de Unamuno, Slotedijk, Nabokov Nietzsche o Derrida, entre otros, ni siquiera me atrevería a esgrimir con grandilocuencia y vanagloria los motivos que me hacen convertir a mi padre en libro, a menos de dos años de su muerte. La idea me la dio el escritor israelita Amos Oz, cuando en la página 440 de su autobiográfica Historia de amor y oscuridad escribe “…esperaba crecer y convertirme en libro…No en escritor, sino en libro… si crecía y me convertía en libro, tenía la posibilidad de que un ejemplar perdido pudiera salvarse, aquí o en otro país, en alguna ciudad, en alguna biblioteca remota… yo he visto como los libros consiguen esconderse… Esconderse para sobrevivir, digo yo, pues es precisamente la supervivencia el leit motiv de estas memorias que mi padre escribió a petición mía, sin ánimo alguno de publicarlas, con el único propósito de ser recordado por quienes lo amamos. Mi padre, múltiple y complejo, repetía, sin haberlo leído jamás lo que ya mucho antes había dicho Jean Paul Sartre, que los libros son voluminosas cartas para los seres queridos; o Nietzsche, por aquello de que la escritura es el poder de transformar el amor al prójimo por la vía desconocida, lejana, venidera. Así visto el escritor se convierte en el remitente que envía desde la otredad, una invitación extraordinaria a participar en una confidencia y con ello entrar en un círculo íntimo de cófrades. Luego, se superpone otra fase, la que Nabokov bautizó como quididad , aquella por medio de la cual el texto es un asunto en sí mismo, independiente del que lo remite y con la posibilidad, planteada luego por Derrida , de provocar en cada lector, variadas inferencias. Aclarado mi propósito, acudo a Pessoa el más prolijo y prolífico creador de heterónimos y a Teódulo López Meléndez, traductor e intérprete virtuoso de Pessoa, para explicar que mi padre, el exitoso empresario Juan Feld, el velerista consumado, el padre, el esposo, el abuelo, el burgués, a la manera de Sándor Márai, fue solo uno, el de la imagen pública que le tocó vivir a raíz de los sucesos que signaron su existencia (1923-2008), pero doy fe de los demás: el melómano, amante de Mozart, tímido pianista y flautista que le cedió el paso al empresario; el agudo dibujante, caricaturista, artista, que abdicó frente al apoderado; el delineador de la realidad, capaz de satirizar hasta la hilaridad cualquier monotonía, que contuvo su humor dentro de los linderos domésticos porque así lo exigía la persona que ejercía el liderazgo responsable de su imago. Que mediante estas pocas anécdotas de su vida, de esta selección de sus dibujos, de esta nota bene de su hija, heredera, lamentablemente de no todos sus defectos, mi padre se convierta en libro, ¡qué siga Vivo por excepción! Eva Feld Caracas. Junio 2009
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Cronografía (muy aproximada, hecha de memoria) 1923
junio
Nacimiento
1929
Primaria
1933
Secundaria
1940
Bachillerato rumano
1942
Segundo bachillerato (húngaro)
1942/43
Intentos infructuosos de ingreso a la Facultad de Ingeniería. Entretanto, aprendizaje de mecánica industrial y tornería y doy clases de latín, alemán francés, etc., para estudiantes repitientes.
1943
Ingreso a la Facultad de Derecho, de la Universidad de Debrecen ( la única que me aceptó).
1944
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23
marzo abril
Los nazis invaden Hungría Empiezan los traslados de los judíos al gueto, y me llaman al servicio de trabajo, denominado (munkaszolgalat= musk ).
mayo
Empieza la deportación de los judíos de Oradea a Auschwitz.
junio
Le toca a mi familia.
septiembre
Al avanzar la ofensiva soviética del este, trasladan a la Escuela de Oficiales de Artillería (donde estaba mi regimiento) al oeste de Hungría
octubre octubre
El Jefe de Estado ordena la rendición de las tropas a los soviéticos. Me escapo del servicio militar. En poco tiempo soy detenido por desertor.
noviembre
Me entero que mis tres compañeros de deserción han sido fusilados.
diciembre
Me condenan a 7 meses de cárcel, hasta el fin de la guerra.
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diciembre
Me incorporo a lo que queda de mi regimiento.
1945
marzo
Las tropas soviéticas ocupan el este de Hungría. Regreso caminando a Budapest.
1945
marzo
Oradea-Cluj donde comienzo a estudiar medicina.
1945
noviembre
Regreso a Oradea para evitar que nuestra fábrica sea expropiada.
1947 1948
Me caso con Marianne. enero
Oradea-Budapest-Viena-zonas soviéticas-británicasfrancesas Saar-París, (todo sin pasaporte).,
marzo
Trabajo como “tourneur outilleur” (tornero de herramientas), en la fábrica de prototipos de transmisión Chenard & Walker, Genevilliers, cerca de Clichy, al norte de París.
oct
Llegamos con Marianne y con Eva en su barriga, viajando en el vapor “Portugal” a La Guaira. No nos dejan atracar por el golpe de Estado. Finalmente nos llevan a Puerto Cabello, de allí a Güigüe, cerca de Valencia, a un campamento de inmigrantes. Tenemos que esperar 3 semanas por la cédula, luego a Caracas, pensión “Elefant”, en La Pastora, en cuyo patio tuve que construir un rancho de bloque y zinc.
1948 nov.
Empiezo a trabajar en chocolates Savoy como mecánico de máquinas de envolver galletas. Sueldo: 700 bolívares al mes.
1949 mayo
Nace Eva.
1952
Separación de Marianne. Dejo el trabajo en chocolates Savoy. Trabajo por mi cuenta vendiendo ropa, en El Tigre y pueblos vecinos. Fracaso y me empleo como vendedor de importaciones en Representaciones Bettini.
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1953
Trabajo como gerente de un departamento de importaciones en Herbert Zander S.A. Fracaso y empiezo a trabajar como asistente del director de Ferrum.
1956
Me enfermo, me operan en New York.
1972
Salgo de Ferrum y trabajo en Hidrofor que fundé unos años antes de retirarme de Ferrum, junto a Sandor Kratochvill
1976
Dejo Hidrofor y trabajo como socio gerente de Malara. fundo (con Barz) Perfilplast, que fracasa.
1978
Fundo Felco con Mauro Nannini,
1983
Muere Ilma (no recuerdo el año del matrimonio (puede ser 1965).
1986
Me caso con Lucía.
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PRÓLOGO He pensado en escribir, como alternativa a mi hábito de tomar tragos durante mis horas de insomnio. No le voy a dar título, no lo necesita, pues no es para publicarlo, pero si se lo diera sería algo así como “carta a los que me han querido”, pues son los únicos lectores putativos de comentarios tan personales. (“De esta cabuya tenemos un rollo”, dijeron todos mis compañeros de estudio, cuando después de 50 años, nos volvimos a encontrar), así que mi cuento no tiene nada de extraordinario, al menos entre los de mí generación y de orígenes similares. Por otra parte, el título habría de ser en forma pretérita, para que los destinatarios lo lean después, (posiblemente muchos años después) de mi entierro. También he pensado comenzar con un “motto” o lema, pero no encuentro el libro del extraordinario poeta húngaro Arany János, para citar “verbatim” (al pié de la letra). Creo que en el inicio de su poema épico, Toldi Miklos, cuenta de un soldado de regreso de la batalla perdida que pide permiso para pernoctar en una granja; lo invitan a cenar con la familia del granjero y él comienza a contar sus peripecias de la guerra. Cuando hace una pausa, surge la conversación con un niño de la familia del granjero, algo como lo que sigue (repito, la cita, es de memoria): “Siga contando, tío, dice el niño, (en húngaro los niños dicen tío a los mayores). “No es cuento, niño, dice el padre de la familia
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ORGANIZACIÓN DEL MATERIAL Ahora me toca organizar el material. ¿Cuál criterio será mejor? ¿Cronología, aspectos sentimentales, “importancia” (subjetiva, en todo caso)? O tal vez combinación de varios. Ya que se trata de una terapia contra el insomnio, más que esfuerzo literario, opto por el primero, que además tiene la ventaja de que coincide con el enfoque de lo que usualmente escribo: correspondencia comercial. Cuando me tocó redactar infinidad de solicitudes para que me admitieran en la Universidad, al principio de los años 40, tuve que usar una fórmula que fielmente vertida al castellano (acuérdense que soy Intérprete Público titular de la República de Venezuela), reza como sigue: Excelentísimo Señor Ministro de Educación del Reino Húngaro (El reino no tenía rey, pero esto lo comentaré luego, a menos que se me olvide). Misericordioso (sic.) Señor: El infrascrito …….., domiciliado en Nayvarad (Oradea, véase más abajo) Szanislaoutca Número 7, (Calle del Obispo Estanislao No. 7 ), individuo considerado judío conforme a la ley IV, del 1939, me permito dirigirme a su Excelencia, con la humilde solicitud de que sea admitido a la Facultad de…. Posteriormente, ya en Venezuela (me adelanto varios capítulos, si es que alguna vez llego allí…), me tocó escribir mi currículum en alemán, y la fórmula era: El suscrito… ……nacido el 22/06/1923, como hijo del Abogado Dr. Albert Feld y de la Ama de Casa Margit (Margarita) Szanto, en Oradea (Nagyvarad), Provincia de Bihor, (Bihar), Rumania, he cursado mis estudios….etc., etc. y más etc. Mi ciudad natal tenía (¿tiene?) tres nombres: Oradea en rumano, Nagyvarad en húngaro y Grosswardein en alemán. Pequeña ciudad (menos de 100 mil habitantes) para la época, está situada al este de Transilvania (en rumano Ardeal, Erdély en húngaro y Siebenbûrgen (7 fortalezas) en alemán). Mi pequeña ciudad, digo, tuvo una historia accidentada. Cuando nací yo, A.D. (Anno Domini) 1923, la población era mayormente húngara, con muchos rumanos, y un 30% de judíos. Se la apodaba, burlonamente, “Peceparti Parizs”, o París a las orillas del Pece. Es que por el centro de la ciudad pasa el río Criş (Crisul Repede, o Río Rápido, pues existen dos Criş más, el “Blanco” y el “Negro”), que me trae muchos recuerdos de infancia. Pero también tiene, en las periferias, cerca de los cuarteles, cerca de la fábrica de mi abuelo, casi llegando al cementerio, otro riachuelo, el Pece (se pronuncia algo como “petse”) de aguas estancadas, de color verde por las algas que acumula y con olor a podrido. De allí parte del apodo. La otra parte es que ha sido una ciudad de mucho movimiento cultural: una ciudad tan pequeña tenía una Orquesta Sinfónica de aficionados, (yo tocaba, 2da. Flauta), Teatro permanente, Ópera, (compartida con la ciudad de Cluj-Kolozsvar-Klausenburg, algo mayor y a 150 kilómetros de distancia), Clubes Literarios, varios periódicos en diferentes idiomas, de
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buen nivel, para mencionar solo algunos aspectos que le dieron el nombre de “París a las orillas del Pece”. Pude conocer muy poco de mis antecesores, en realidad escribo esto (abstracción hecha del insomnio) para transmitir a “los que me han querido” alguna información del tipo que me hubiera gustado que mi papá o mi abuelo me hubieran dejado. Mi abuelo materno era “cerrajero”, de profesión. Para la época y para el idioma (el húngaro), esto era una mezcla de herrero y mecánico, y yo mismo obtuve, en 1946 o 47, el título de “maestro cerrajero”. Su nombre y apellido originales eran Sterntahl David, pero con la moda de “hungarizarse” de los judíos, a principios de siglo, optó por cambiar el apellido de “Valle de Estrellas” en alemán al de labrador húngaro (Szántó); como David también suena a judío, lo cambió a Dezsö o Desiderio. Aprendió el oficio en el taller de mi tío, luego hizo sus “años de deambulación” en Wanderjahre, Alemania (Prusia de entonces). Esto era una costumbre proveniente de la edad media, cuando los oficiales de alguna profesión tenían que hacer una pasantía por países extranjeros, sin ayuda económica, trabajando en talleres donde los acogieran (Y donde los explotaban…) antes de ser admitidos al “gremio” de su ciudad de origen, lo que les permitiría practicar allí. Los gremios eran organizaciones con raíces en la Edad Media, con la principal finalidad de limitar la competencia (en mi apreciación, al menos). En húngaro se llamaba céh, en alemán Hansa. Después de trabajar unos años como empleado del tío Grünwald (no hungarizó su apellido) se estableció por su cuenta, la firma se llamaba sencillamente SZANTO DEZSÖ ES FIA ELSO NAGYVARADI REDONY ES KALYHAGYARA, en húngaro, posteriormente FABRICA DE RULORI SI SOBE DIN ORADEA DEZIDERIU SZANTO SI FIUL. Todo esto necesitaría más comentarios, pero vamos por la vía de la cronología. Mi abuelo Szanto era, para mí, niño, (él murió relativamente joven, creo que a los 60 años, y yo tenía menos de 10), una persona maravillosa. Era chistoso (aunque, como somos los viejos, algo repetitivo), generoso y cariñoso. Recuerdo que mi papá se le oponía rotundamente cuando quería aumentarme excesivamente (le parecía a mi papá), la mesada extra que me daba mi abuelo. Lo único que le reprochaba era el incidente de las cucarachas volantes. No sé como se llaman correctamente, pero son unos insectos muy parecidos a las cucarachas, en húngaro se les llama “sváb-bogár” literalmente, insecto suebio, es decir alemán. Hay muchas expresiones peyorativas que en los pueblos se usan en contra de otros pueblos, por ejemplo en húngaro lo mandan a uno a Francia (“menj a francba”), y con esto le desean que se le pegue a uno la sífilis, enfermedad que trajeron a Hungría las tropas napoleónicas. Bien, casi todas las primaveras los insectos de marras, invadía nuestra “viña” (szöllö) de la que tendré que hablar en algún momento. Mi abuelo me propuso una vez que recogiera bastantes y las pusiera en una caja de cartón, y luego “….cada una te paga una moneda…” Pensé que era una de las formas “raras” de expresarse de mi abuelo, en vez de decir “te pagaré una moneda por cada insecto”; me dediqué con entusiasmo a la tarea. Cuando le llevé la caja con muchas, muchísimas cucarachas y le pedí las monedas, me dijo “pídeselas a ellas”. Quedé con desengaño y rabia. Muchos años después escuché que la fábrica de mi abuelo era uno de los peores “sweatshops” de la época en la ciudad; de hecho me acuerdo que los obreros, al salir del trabajo eran cacheados por el capataz, algo humillante, sobre todo para las mujeres. Para terminar el cuento de mi abuelo Szanto, el verdadero jefe de la familia era, sin lugar a dudas, la abuela, Irén néni (la tía Irene). Cuando mi abuelo murió, después de una brevísima enfermedad repentina, ella culpó al médico de cabecera y lo atacó en la
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Calle Real con su paraguas. Recuerdo una carta del médico, dirigida a mí papá, amenazando con demanda por daños y perjuicios. La abuela le gritó: ¡Asesino!, y otras cosas más en plena calle. Ya que me fui por la tangente, hablaré un poco de mi tía Clarita (Klárika). Ella era mucho más joven que mi mamá, nació en 1910 (mi mamá en el 1903), y murió a los 19 años de tuberculosis. En la época esta enfermedad era incurable, los médicos pensaban que el aire puro podía ayudar a los enfermos, así que mi tía pasó años en Davos, Suiza, en un sanatorio para tuberculosos. Era una muchacha bonita, catira, de ojos azules y muy cariñosa conmigo. En cierto momento, tal vez porque mis abuelos se dieron cuenta que no se curaría en Suiza, compraron una pequeña propiedad en las colinas, a unos 3 o 4 kilómetros de la ciudad, para que ella pasase los veranos allí, y por supuesto todos veraneábamos en el lugar. Esta era la “viña” que mencioné antes, tenía 3 acres (¿), en húngaro “3 hold”; creo que 1 “hold” (luna) tiene como 1000 metros cuadrados. Una tercera parte era de uvas, otra tercera parte de frutales y césped y el resto de vegetales, jardín y la casa; esta tenía 3 habitaciones enormes, una sala y un baño; recuerdo la bañera: era de lámina galvanizada (lo que aquí se llama cinc), tenía 4 patas de hierro y, en uno de sus extremos, había una portezuela que se podía abrir y….hacer fuego de leña adentro. Resultado: el agua estaba hirviendo en un extremo de la bañera y helada en la otra. Eran bonitas las vacaciones allí, teníamos un perro pastor alemán, se llamaba “Thyras”; hacíamos largos paseos por las colinas vecinas. El cuidador de la propiedad tenía un lugar cercado para sus gallinas, chivos y cochinos. El agua la sacábamos de un pozo muy cerca de la casa, inicialmente con un tobo, por un mecate que giraba en una rueda, pero luego mi tío Sanyi (Alejandro) instaló una modernísima bomba de palanca, de las que todavía se usan para transvasar kerosene y otros líquidos. Con esta bomba mandábamos el agua a un tanque elevado y ¡Oh milagro de la técnica! podíamos ducharnos con agua que venía desde las profundidades de la tierra y estaba helada aún durante la más fuerte canícula (palabra que, por cierto, se usaba en húngaro también). El trabajo de bombear agua era aburrido, pero hubo otros menesteres más divertidos, como por ejemplo hacer helado. Para esto servía un tobo metálico montado dentro de otro tobo grande, de madera “dézsa”. Entre los dos poníamos hielo picado y girábamos el tobo con una manivela a través de unos engranajes cónicos, echando de vez en cuando sal al hielo. La sal hacía derretir el hielo, fenómeno exotérmico, es decir, uno que emite calor, luego produce frío, hasta que el helado se solidifica. Los que más me gustaban eran los de fresa, frambuesa y de chocolate. Los que más hacíamos eran de… vainilla. (Pausa de varios meses sin escribir) Mi abuelo paterno se llamaba Feld Bertalan (Bartolomé) y era tendero de un pequeñísimo pueblo, no muy lejos de Oradea, llamado Poienii de Jos (en húngaro Alsópojény), o Claro de Bosque de Abajo, pues hubo otro pueblo del mismo nombre, pero “de Arriba”. El pueblo no tenía ni estación de ferrocarril, ni carretera pavimentada, estaba incrustado en la ladera de los Cárpatos y era sumamente pobre: no producía trigo ni otro grano de algún valor, si recuerdo bien mayormente maíz, comida considerada de pobres. Tendría yo alrededor de 13-14 años, cuando mi papá nos llevó en el carro del tío Sanyi y con el tío Miklos de chofer, a mi hermano Peter ( 4 años menor que yo) y a mí, a visitar su pueblo natal. Mi papá nació en 1889, era el mayor de cinco hijos. Ya que era pobre, el abuelo sólo pudo mandar al colegio al hijo mayor, mi papá. El segundo
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Joska (Joselito), heredó la tienda; a la tercera Viki ( Victoria, abuela de mis dos sobrinas de São Paulo), y a la quinta, Zsuzsi (Susana, abuela de Tibor), las casó, lo que significaba darles dote -comprarles marido, decía yo- , rebelde eterno, mientras que al otro hijo, el cuarto en nacer, Miklos (Nicolás), lo mandó a aprender un oficio manual como es el de “cerrajero”, es decir mecánico, (ver lo del abuelo Szanto). Cuando fuimos a Poienii, la tienda la tenía mi tío Joska. Vivían en la misma casa de la tienda, almorzábamos en el cuarto contiguo y a cada rato sonaba la campana que señalaba que alguien había abierto la puerta (típico de las tienditas de antaño, sistema que permitía a una persona atender otras labores mientras no había clientes), y Joska, o su esposa Szerena, tenían que levantarse para atender al cliente, que generalmente venía a comprar “un leu” (león = moneda rumana) de fotógeno (griego; amigo de la luz), única fuente de iluminación para ese lugar y esa época. El kerosén estaba en un barril, debajo del mostrador que tenía como 5 centímetros de espesor, sobre el barril había un hueco como de 10 centímetros de diámetro, luego se sumergía un cucharón/medida de mango largo en el barril a través del hueco y se vertía el producto en el envase del cliente. Total de la venta: 1 moneda con valor cercano a cero…..pero la mano de quien despachaba quedaba con el poco apetitoso olor a kerosén… Jozsi, Szerena y sus dos hijos perecieron en Auschwitz; en esto tuvo “culpa” mi papá: no le pareció bien que los niños crecieran en el pueblo como semianalfabetas. Hablaban un dialecto horrible el “bihorean”, rumano con muchas palabras cercanas al húngaro; por ejemplo: decían “bumba” parecido a“gomb”, en lugar de “nasture” (rumano para decir botón); ghezes parecido a gözös o “vaporoso”, nombre popular en húngaro del tren a vapor, al que en rumano se le dice “tren”. Tampoco vio mi papá con buenos ojos la pobreza de Joska y lo convenció que vendiera la casa y la tienda y que viniera a vivir a Oradea para buscar mejores condiciones de vida. Sin embargo, los judíos de Oradea fueron deportados a Auschwitz, entre ellos Joska y su familia. Nada le hubiera pasado si se hubiera quedado en su pueblo… Las dos tías, Viki y Zsuzsi, se quedaron en la parte rumana, cuando Transilvania se dividió en dos, en el 1941, y sobrevivieron, con sus esposos e hijos, pero falta mucho hasta el 41… Miklos era mi tío favorito, yo le amaba. Era todo lo contrario de mi tío materno Sanyi: hombre sencillo, cordial, cariñoso, hablador, extrovertido y me trataba como amigo o compañero. A finales de los años 30 estaba en Bucarest, supervisando la sucursal de la fábrica que montó allí el tío Sanyi, compró o construyó una casita modesta y por mandato de la cabeza de familia, la abuela Irén néni, tuvo que casarse, para que no anduviese con “esas”, como decía la abuela. En 1942, (creo), asustado por las persecuciones antisemitas en Rumania de los “Guardias de Hierro”, vendió su casa y todo lo que tenía, para comprar pasajes en un barco, (no recuerdo su nombre, si me viene a la mente lo anotaré aquí), que los llevaría con cientos de judíos más a Palestina, clandestinamente desde luego, pues los gobernantes coloniales ingleses no permitían la inmigración judía para no antagonizar a los árabes. Un submarino alemán torpedeó la nave y todos, sin excepción, perecieron. Hasta el día de hoy pienso en él con cariño; lo que más recuerdo es una cosa tonta de mi niñez: un día, estando solo con él en Bucarest, me invitó a una taberna de verano al aire libre, pidió unos “rosii” (rojos, o tomates) regados de aceite de oliva, sal y pimienta, y una copa de vino también para mí (estrictamente prohibida en casa por la autoridad de la abuela). Aun siento en la boca el sabor de aquellos tomates, es decir, de aquel cariño.
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Tengo que volver a la familia materna. Allí también, de los 3 hijos, el mayor recibió educación, se graduó de Ingeniero Mecánico en Mittweida, Oriente de Alemania; la segunda (mi mamá), se casó después de terminar el bachillerato (le “compraron un doctor”, vide supra). Klarika, la menor, no llegó a terminar la secundaria: no pudo seguir estudiando por su tuberculosis. Tío Sanyi, a quien me parezco físicamente, me caía pesadísimo, era mandón, altanero y podría seguir con adjetivos peyorativos si no fuera porque el pobre terminó también en los crematorios de Auschwitz. Además, años antes, había sido vejado y torturado por militares húngaros. Pero esto, cuando yo era niño, no se podía prever, y sinceramente no lo quería mucho. Para un ejemplo de su forma de ser, cito, de memoria, desde luego, el letrero que mandó a colocar en la puerta de su oficina: SZANTO SÁNDOR INGENIERO DIPLOMADO SÓLAMENTE RECIBO VISITAS PREVIO ANUNCIO Y ÚNICAMENTE A PERSONAS QUE INDIQUEN POR ESCRITO EL MOTIVO DE SU VISITA
Desde luego, hoy entiendo que le habrán llegado cientos de solicitantes de favores, pedidores de “ayuda” o de limosna, vendedores de cosas que él no quería comprar, y simplemente estaba administrando su tiempo. Pero para mí, niño rebelde, era el prototipo del capitalista abusador. Creo que conviene ahora hacer un resumen de la situación familiar para principios de los años 30, cuando empecé a estudiar en el liceo. Si bien nací en un apartamento del 2º piso de un “edificio “de dos pisos de la Calle Real, tengo que anotar que con los cambios de régimen esta fue rebautizada muchas veces: Avenida del Rey Ferdinand (Fernando de Rumania), Avenida Almirante Horthy Miklos (Regente de Hungría), Avenida del Ejército Rojo; pero para los locales siempre se llamaba la Calle Real. Mi papá compró, en sociedad con el tío Sanyi, una casa en la calle Szanislao, o “Calle de los Abogados”, pues en casi todas las casas vivía uno, y tenían sus bufetes allí mismo. La calle estaba (está) a un paso de los tribunales. La nuestra era una casa vieja, bastante grande; el apartamento mayor, que daba a la calle, era nuestro. Tenía techos muy altos, un altísimo desván enorme y un cuarto donde trabajaba la secretaria y el asistente de mi papá, él mismo recibía allí a los clientes de menor categoría; el cuarto contiguo se llamaba “Cuarto de Señores” (uri-szoba), o recibo, allí mi papá atendía a los clientes mas importantes, o a aquellos con los que quería tratar algo confidencial; tenía un juego de recibo de cuero y allí hacía sus siestas diarias mi papá. Luego, siguiendo el frente hacia la calle, seguía el dormitorio de papá y mamá, o de papá, después de que mamá muriera. Papá dormía siempre con la ventana abierta, aún en invierno cuando la temperatura llegaba a menos de 20 grados bajo cero, abrigado por un edredón de plumas. Hacia el patio, teníamos un gran comedor, el cuarto de niños, (de mi hermano y mío), luego la enorme despensa, cocina, cuarto de servicio, etc. El patio-jardín era grande, y allí estaba otro apartamento que por un tiempo ocupó el tío Sanyi con su esposa Lilly y sus hijos Gabor (Gabriel) y Eva.
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Los abuelos Szanto vivían en el otro extremo de la ciudad, cerca de los cuarteles -riachuelo Pece- y del cementerio, junto a la fábrica. Se me hace cada vez mas difícil seguir con esto: pasan muchos días entre página y página, no recuerdo donde había quedado, no quiero repetir ni omitir detalles, pero creo que lo peor es que cada vez me acerco mas y mas al período de tragedias, doloroso de recordar. Bien, estamos ubicados a principios de los años 30, yo frecuentaba la Escuela Primaria “Auspitz”, así nombrada por su fundador, de la Comunidad Israelita Neóloga, (creo que la palabra se podría traducir como “de rito moderno”). Éramos parte del reino de Romania Grande: A finales de la Primera Guerra Mundial, Romania, -siempre hábil y oportunista- se ubicó al lado de los Aliados (Francia-Inglaterra-U.S.A.). En esa época no se llamaban aliados sino la “Entente” o “Entendimiento”. Al ganar estos la guerra, querían desmembrar al Imperio Austro-Húngaro, una de las mayores potencias de Europa hasta entonces. Redibujaron el mapa de Europa, desmembraron el imperio, de allí salieron unas pequeñísimas Austria y Hungría, el resto del territorio se dividió por líneas étnicas entre Rumania (que antes era un minúsculo grupo de principados) y que ahora recibió Transilvania de Austro-Hungría, Bucovina y Besarabia de Rusia, Dobroges de Bulgaria, etc; se creó de la nada Yugoslavia y Checoslovaquia, con territorios de serbios, croatas, bosnios, eslovenos y otras minorías; la primera checos y eslovacos la segunda y así sucesivamente. Romania Mare (grande) era un reino constitucional, la familia real había sido “importada” después de un “shoping tour” de los políticos, entre familias reales europeas; finalmente se decidió coronar como rey a Ferdinand I (Fernando, apodado posteriormente “Fernando el Borracho”), de la familia de los príncipes alemanes Hohenzollern, emparentados con las familias reinantes de Alemania, Inglaterra y Rusia. Definitivamente, el oficio de rey/emperador/zar ha sido un negocio familiar. Romania era un país petrolero, los rumanos un pueblo latino, alegre y extrovertido, todo muy comparable a la Venezuela que encontré al llegar aquí en 1948, incluyendo la corrupción generalizada, que no excluía el Palacio de su Majestad…Pero nosotros no éramos rumanos, ni siquiera hablábamos el idioma, excepto mi papá, quien nació y vivió durante su niñez en Poenii, un pueblo netamente rumano, así que hablaba con un pesado dialecto campesino “bihoreano” (del “judeţ”o judicatura=distrito). Bihor en rumano, Bihar en húngaro. Mi idioma materno era el húngaro, en casa se hablaba húngaro, nos consideramos “húngaros de religión israelita”. Mi papá se había graduado de Doctor en Derecho en el año 1914. No había sido un estudiante sobresaliente: había tenido que cambiar de liceo no menos de dos o tres veces y tengo la idea de que su diploma universitario era un “doctorado de guerra”, procedimiento conforme al cual graduaban a los estudiantes con premura para poder mandarlos cuanto antes al frente, al comienzo de la Primera Guerra Mundial. No obstante, si bien él mismo nunca se consideró un gran jurista, fue un buen abogado litigante (y sobre todo pacificante, participando mucho en tribunales de arbitraje), fue una persona muy jovial y querida (sus sombreros se desgastaban por la parte de arriba, adelante, donde los agarraba para saludar, pues para pasar por la Calle Real (“Corso” para los locales) tenía que quitarse el sombrero docena de veces para saludar y aceptar saludos. Cuando empezó el “mundo rumano” (roman világ) como llamábamos la
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“ocupación”, que comenzó en el 1918, él era el único abogado de Oradea que hablaba rumano, los jueces no lo hablaban. Entonces se inventó un sistema: Feld Berci (“Albertico”) redactó una frase en rumano que decía algo como: “Señor Juez, Honorable Tribunal: Respetuosamente solicito su aprobación para hacer mi exposición (se usaba la palabra afrancesada “Plédoyer”) en el idioma húngaro”. Los abogados comenzaron el procedimiento pronunciando (leyendo) esta fórmula mágica, luego el juez solo tenía que decir la palabra “apruebo”, en rumano aprob, lo cual era pronunciado por los afables jueces húngaros o judíos de habla húngara, como “apróbb”, que significa algo como “más menudo”. Luego el juicio continuaba en “nuestro idioma”, para felicidad de todos. Desde luego, esto cambió con el tiempo: el gobierno mandó jueces rumanos y los abogados tuvieron que aprender el idioma, áunque nunca pérdieron el ácento, el cual, en húngaro, síempre ésta en la prímera sílaba… Papá consiguió a través de Abuelo (así llamábamos todos, incluyendo a papá, a mi abuelo materno), el cargo de Consejero Judicial (“jurisconsult” en rumano), de la Asociación de Pequeños Industriales, donde Abuelo era directivo. Era un cargo honorario, pero por esta vía consiguió gran cantidad de clientes que requerían sus servicios a título privado, para asesoramiento fiscal, contratos, estamentos, demandas etc. De la calle Szaniszlao al colegio apenas había que caminar un kilómetro, y desde la primaria me tocó ir y volver a pié, bajando por la Szaniszlao, atravesando un callejón angosto y corto que llamábamos calle de “Weisz Gizi”. Esta era una mujer soltera, sumamente obesa, que estaba la mayor parte del tiempo recostada en su ventana mirando la poca gente que pasaba por el callejón; su profesión era agente inmobiliario, visitaba las casas en venta en coche de caballos. Un día quedó embarazada, según las malas lenguas, que sobraban en Oradea, debido a que la besaron en la frente. De allí quedó un refrán, sólo comprensible para los locales de la época: “Le pasó lo mismo que a Weisz Gizi: la besaron en la frente y quedó preñada”. Luego se pasaba delante de la Iglesia y del Colegio de los Frailes Piaristas, para llegar al edificio (¿) del colegio judío: primaria en la planta baja, secundaria en la planta alta. Allí estudié primaria (años 1926-32), y secundaria (1933-41).
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Carajito bueno para nada (Haszontalan kölyök) Papá era vicepresidente de la Comunidad Judía Neóloga (tendencia moderna), donde el rabino predicaba en húngaro, se tocaba el órgano durante el shabbath, etc.) y ejercía también como presidente del comité escolar. La comunidad mantenía una escuela primaria y un liceo. Por consiguiente, si uno de mis profesores quería pedir un aumento, tenía que dirigirse a papá; consiente o subconscientemente, me di cuenta que tenía cierto peso en el colegio, y abusaba de la situación. Voy a relatar dos ejemplos: Hasta la petición de Transilvania en el año 1940, Oradea pertenecía a Rumania y las clases se daban en rumano. Todos los profesores, menos tres, eran judíos, la gran mayoría de habla húngara, pero geografía, historia y lengua rumana tenían que ser dictadas por profesor rumano “étnico”. De ellos se destacaba el profesor Anca, de Lengua y Literatura Rumana. Hombre serio, reposado, con cara de póquer, pero, por su severidad, era el terror del colegio. En el último año durante la era rumana, domnul profesor Anca, nos dio como tarea leer la biografía del más importante poeta rumano, Mihai Eminescu, escrita por un tal Petrescu. Teníamos que leer el libro de unas mil páginas y escribir un resumen del mismo durante las vacaciones de Navidad. Yo me fue a esquiar durante las vacaciones y no leí el libro. Cuando tuve que presentar el resumen, escribí algo así como “las biografías noveladas están de moda, grandes escritores como Stephan Zweig, Emil Ludwig y otros se dedicaron a este género, pero ninguna de estas obras como la de Petrescu; en cuanto a su contenido, no vale la pena resumirlo puesto que todo el mundo conoce la vida del gran Eminescu”. Estalló un escándalo mayúsculo. Anca comentó: “Según la opinión de domnul Ioan Feld del Liceo Israelita de Oradea, la vida de Eminescu no es digna de su pluma”. Presentó queja ante el consejo de profesores y exigió mi expulsión definitiva de todos los colegios del país. Mi papá intervino con el director del liceo, quien encontró una solución política: en la sesión del consejo que trataba mi caso, todos los profesores judíos-húngaros apoyaban la propuesta de Anca para que se me expulsara, mientras que los profesores rumanos “étnicos”, se opusieron. Se obtuvo una solución de compromiso: se me permitió terminar el año escolar, pero no se me podía admitir para el próximo (último) año, en la misma escuela. Este era el ambiente entre el profesor Anca y yo, cuando faltando pocos meses para que terminara el año me metí en otro lío. La segunda guerra mundial estaba en plena marcha y se hicieron entrenamientos a todos los niveles para la protección de la población civil. Estos incluían ejercicios antigas. Nos llevaron a la estación de bomberos en la Kert-ucca (Calle de los Jardines), donde nos dieron clases teóricas y luego pasamos a ejercicios prácticos. Nos mandaron a ponernos máscaras de gas, entramos en un recinto y entonces se rompió una ampolla (parecida a la de las inyecciones) cuyo contenido se evaporó y en cuestión de segundos la sala se llenó de gas lacrimógeno. Nos quedamos un rato con las máscaras puestas, luego teníamos que quitárnoslas y sentir la diferencia; empezamos a llorar copiosamente, antes de salir al aire libre. Con mi amigo Nussbaum Oszi (Oscar)
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robamos una ampolla de gas lacrimógeno sin abrir y nos la llevamos a casa. Ahora bien, nuestro profesor de física/química, domnul Otto Weiniger (oriundo de Chernowitz, Bucovina) casi nunca nos llevaba a la sala de experimentos (lo que nos hubiera gustado), sino que dictaba las clases en nuestro salón usual, de modo que en vez de ver experimentos interesantes aprendimos fórmulas en la pizarra. Queríamos fastidiar a Weiniger y minutos antes de que empezara la clase, echamos la ampolla en nuestro salón. Entonces por una increíble coincidencia, no solamente Weiniger nos mandó al laboratorio, sino que Anca decidió, por alguna razón, dictar su clase a otro grupo de alumnos, en nuestro salón. Oszi y yo, asustados, pedimos permiso para salir y nos acercamos a nuestro salón. La puerta estaba abierta de par en par, lo mismo que las ventanas; allí estaba Anca, imperturbable, dando explicaciones sobre la poesía de Alexandrescu y otros poetas rumanos, mientras vertía lágrimas a cántaros. Posteriormente, desde luego, Anca convocó un consejo profesoral para juzgarme, pero si mal no recuerdo, no pasó otra cosa sino la reconfirmación de la prohibición de volver a inscribirme en el mismo colegio para el año escolar próximo. Durante el verano, Oradea fue transferida a Hungría. Anca se transfirió a la parte que siguió siendo rumana, y allí quedo la cosa.
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Feld Mi abuelo paterno se llamaba Bertalan (Bartolomé) y vivía en Also Pojény (Poenii de Jos), un pueblo totalmente rumano, cerca de Belényes (Beius). No había carretera ni ferrocarril que llegara al pueblo, el cual era sumamente pobre; allí no crecía ni maíz, ni trigo, la gente vivía de la cantera vecina. También era pobre mi abuelo, el tendero. Mis abuelos tenían 5 hijos, Al mayor, mi papá, le tocaba estudiar y, con enormes sacrificios, le financiaron hasta la universidad. Al segundo hijo, Jozsi (José), le tocaba heredar la casa y la tienda. A las dos hijas, a Viki, mamá de Csuti (Israel) e Ica, (Brasil), y a Zsuszsi les dieron dotes para que se casaran; al menor, Miklos (Nicolás), le hicieron aprender una profesión, la de cerrajero (así se denominaba todo lo que se refería a metales, incluyendo la mecánica). Miklos era mi tío favorito. Era mucho más joven que mi papá y era una persona tranquila y alegre. Trabajaba en la fábrica de Rulouri si Sobe (fábrica de persianas y estufas) Dezider Szanto si Fiul, donde fungió desde jefe de taller hasta chofer de mi tío Szanto, gerente de la fábrica. En la época, en Oradea, ciudad de unos 100 mil habitantes, los carros se contaban con los dedos de una mano. Mi tío Szanto tenía uno. En los años 30 montó una sucursal de la fábrica en Bucarest y se casó, por insistencia de mi abuelo Szanto, quien le dijo que debía absolutamente casarse para no pasar más tiempo con “aquellas”. Llegó a comprar una casita. Mi mejor recuerdo de Miklos es cuando un verano, estando yo de visita en Bucarest, me llevó de visita por la ciudad y terminamos en un “restaurante de verano” y en un jardín con parrilla. Allí pidió un frasco de vino (yo habré tenido 13-15 años) y unos rosii (literalmente “rojos”), palabra muy rumana para llamar a los tomates, (todavía siento su sabor en la boca). Con el vinito por primera vez me sentí adulto. Creo que fue en el año 1943 cuando Miklos vendió su casa y con su producto compró un pasaje en un vapor de emigrantes judíos ilegales que zarpó de Constanza con destino a la entonces Palestina, aun con la gran duda de si los dueños coloniales, los ingleses, los dejarían o no desembarcar. Los alemanes torpedearon el vapor y Miklos, su esposa y cientos más, perecieron.
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EL TIPO SAMUEL (SAMU BÁCSI ) Mi papá tenía un tío. En realidad no sé si era tío de verdad, o le decía tío, como los más jóvenes le dicen a una persona mayor en húngaro. Creo que haya sido un familiar algo lejano. El tío Samuel, un hombre bajito y gordo, de pelo y bigote blancos, se amarraba el pantalón por debajo de la barriga y generalmente con una esquina de la camisa por fuera. Se la pasaba de una crisis económica en otra. Su profesión era pintor de brocha gorda, algunas veces no tenía trabajo, otras no le pagaban los clientes, pero cada vez que venía a nuestra casa era para pedir una ayudita. Mi papá le tenía cariño, le gustaba tomarle el pelo, pero siempre le ayudó. “Berci (Albertico) -le decía el tío Samuel- necesito que me ayudes porque…” Mi papá le contestaba: “Pero tío Samuel, hace poco que te ayudé y me dijiste que con los trabajos que tenías entre manos ibas a arreglar tus finanzas”. “Sí, pero….” – contestaba el viejo tío Samuel (de unos 60 años cuando lo recuerdo ahora a mis 75 y escribo sobre él). Una vez vino un día sábado con sus cuentos. Era hombre devoto que rezaba todos los días y observaba el Sabbath rigurosamente. “Berci, necesito que me ayudes…” Mi papá, tomándole el pelo: “Tío Samuel, yo te podría ayudar, pero hoy es sábado y tú eres un hombre religioso, así que es imposible que yo te de nada”. A lo que el buen tío respondió: “Bueno Berci, intenta meterlo en mi bolsillo, sin que yo me dé cuenta…”.
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GROZINGER: Si mi papá falló en algo en relación a la educación de mi hermano y mía fue en el aspecto sexual. El tema era totalmente tabú en la casa. Esto lo atribuyo a que él mismo no recibió tal educación: era el hijo mayor de la única familia judía en un pueblo rumano y, en yiddish, el acto sexual no tiene nombre, se le llama “aquello que se hace de noche”. En fin, ya estaba yo entrado en la pubertad cuando por primera vez me habló del tema prohibido. Él me acompañaba al consultorio del Dr. Imre (su apellido), médico dermatólogo y venereólogo, muy amigo de mi papá, para que me eliminara unas verrugas de la mano. Bandi bácsi era un gran médico, (muy popular, pues en aquel tiempo medio mundo tenía gonorrea). Su hobby era pintar, sobre todo con tinta china diluida. En casa había al menos dos cuadros de él intitulados “Caín era pastor de animales” y “Abel cultivaba la tierra”, palabras tomadas del Deuteronomio. Los cuadros mostraban hombres fornidos, vestidos de piel de animales, cada uno haciendo su oficio. Bandi bácsi, regresó de Auschwitz y ejerció en Israel, murió a los 90 años. Era una gran persona en todos los sentidos. Bien, caminando con mi papá hacia el consultorio, él me hablaba de enfermedades venéreas y de lo peligroso que puede ser el sexo. Yo lo escuchaba con mucha atención. En el colegio por supuesto se hablaba de las “cochinadas, pero nunca escuché nada claro o explícito, creo que a los 10 años todavía estaba creyendo que las mujeres tenían pene. Para completar mis “conocimientos” me puse a hurgar entre los libros “prohibidos” de la biblioteca de mi papá. Por ejemplo: busqué la palabra “vagina” en la enciclopedia, pero parece que los enciclopedistas de la época también practicaban el recato extremo. Finalmente di con un libro explícito. Su título “PSYCHOPATHOLOGIA SEXUALIS”, del Barón Prof. Dr. Von Krafft-Ebing, un tremendo volumen, como una enciclopedia, muy sui generis. El libro estaba escrito en alemán y describía un millar de casos concretos de aberraciones sexuales, desde sencillos hasta complejísimos (y asquerosísimos). Las frases empezaban en alemán y terminaban en latín, para que quienes no fueran médicos no pudieran “disfrutar” de sus enseñanzas. Ejemplo: “El paciente informa que habitualmente in alii hominis anum penem suum introduxit”. Por supuesto, para mí, que ya había pasado de Cicero y de Ovidius, a Tacitus (cuyas frases algunas veces ocupan más de una página y hay que ser detective para encontrar el verbo), este “kitchen-latin” era juego de niños (literalmente). Allí y en otras “fuentes” encontré la definición de la impotencia, en sus dos tipos: a) impotencia generandi o incapacidad de fecundar y b) impotentia coeundi. Esta última palabra es el gerundio del verbo (inexistente como tal) que es el origen de coitus (participio pasado del verbo inexistente ). No puedo ni siquiera especular porque llegué a la conclusión de que yo sufría de este segundo mal, estaba convencido de que, una vez en presencia de una mujer, no podría hacer nada con ella. Este temor no tenía base científica alguna, tenía incontrolables y frecuentes erecciones y me masturbaba varias veces todos los días, no sólo en mi cama de noche, sino también de día, encerrándome en el baño.
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Bien, después de tantos preámbulos, llegó el gran día. Un compañero de clase, Gronzinger, me llevó a un prostíbulo. Grozinger -y dale con preámbulos- era un muchacho de pueblo, varios años mayor que yo, pues había repetido varios años en el liceo. Su padre era carnicero y él parecía un matarife; una mano suya podía haber cubierto las dos mías y yo no era ningún enano. No recuerdo su nombre, en el liceo, salvo los amigos íntimos, nos llamábamos por el apellido, supongo que porque los profesores lo hacían así. Bien, Grosinger era amigo mío; una vez le pegué un puño, pero… ¡me perdono la vida! Pudo haberme matado de un solo golpe. Así que quedamos amigos. En Oradea había una calle (Vitez-útca) al final de la cual, estaban las casas más importantes (la casa verde y la casa blanca), una frente de la otra, sólo variaba el color de la fachada, pues eran iguales por dentro, también la tarifa de las damas. Dentro de estas casas había unos corredores muy largos, en cada cuarto vivía una profesional del sexo. Cuando uno iba por allá veía algunas paradas en la puerta, para exhibir sus encantos e invitar a los putativos clientes. Se pagaban entre 20 y 30 leí, por sus servicios, unos 2 o 3 dólares, que era mucho dinero para la época, (si mal no recuerdo, mi mesada era de 10 leí por semana). Dentro de los cuartos, todos iguales, había una cama, un sofá y algunos muebles menores, como silla, lavabo con bacinilla, en húngaro le decíamos “lavór”, supongo que de “lavoir”, en francés). La dama dormía en la cama y trabajaba en el sofá. No se podían mezclar las dos cosas, la profesión y la vida privada. Yo soñaba, semanas antes, con esta aventura. Cuando llegamos allí, Grozinger, con su enorme tamaño y porte altanero, me escogió una compañera, recomendándola como gran profesional ya que él ya la había probado. Entramos ambos en el cuarto y mi amigo Grozinger empezó a peinarse delante del espejo, animándome a que me desnudara, mientras la mujer hacía lo propio. Le dije que saliera del cuarto, pero no quiso: “Yo no molesto, no te preocupes” repetía, pero me le puse firme y le dije que si no se iba, me iba yo. Así que por fin se retiró. Entretanto la mujer se había quiado la ropa y tuve mi primera decepción: ¡no tenía senos! Yo nunca antes había visto una mujer desnuda (ya tenía 15-16 años para ese momento) y tenía la fantasía de ver por fin (que no fuese en fotos “cochinas”) a una mujer sin ropa. ¡Pues el torso de esa mujer era igual al de un hombre! Del resto del cuento no me acuerdo o “no me quiero acuerdar”. Para compensar el largo preámbulo, haré corto el epílogo: no pude lograr una erección, y el episodio me dejó traumatizado por muchos años, para no decir para el resto de mi vida… Así que aquí termina el cuento de Gronzinger.
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DOS BOFETADAS Mi papá me dio dos bofetadas en su vida. En húngaro la palabra es “pofon” y viene de “pofán” (ütni); “pofa” es el hocico de los animales; aplicada a humanos, la palabra es un insulto. En alemán se dice “Ohrfeige”: donde la primera parte “Ohr” significa oreja, y la segunda “higo”, supongo que porque la oreja, objeto del castigo, se pone de color morado. El inglés es más directo: to slap in the face. Bofetada No. 1 Estaba en el cuarto (y último) año de primaria, nuestro maestro era el propio director de la escuela, Sebestyen bácsi, hombre alto, severo, culto. Iba siempre muy erguido y nos obligaba caminar así. Tradujo una serie de cuentos del yiddish al húngaro y los regaló a los alumnos destacados, entre ellos a mí. Me hicieron mucho impacto, pues eran buenos cuentos, pero no para niños de 10 años. Todavía me acuerdo de algunos. Por ejemplo: “La Madre”. Trataba de una familia numerosa de judíos de una aldea en Polonia, como era la costumbre de la época. La mamá se volvió loca, tiraba y rompía cosas, se lanzaba al suelo, etc. Solución: de noche la tenían amarrada a la cama y de día a una silla. La querían mucho todos. El médico (el cuento es de fines del siglo XIX) les recomendó que, como terapia, le diesen frecuentemente golpes. Así que tenían un palo amarrado a la silla y cada miembro de la familia que pasaba al lado, agarraba el palo y le daba unos golpes a mamá. El tío Sebestyen, (era su apellido), fue deportado a Auschwitz y durante la “selección”, cuando tuvo que desfilar ante el Dr. Mengele para que este decidiera si lo mandaba al campo de trabajo o directamente a la cámara de gas; el tío Sebestyen sacó una cápsula de vidrio, la metió en la boca y la mordió. Su vecino de fila, un médico, le preguntó: -“Señor Director, ¿Qué es? - “Cianuro”– contestó -¿No tendrá otra cápsula? - “No tengo, lo siento mucho, doctor”- y cayó muerto. Pero basta con desviaciones, volvamos a la bofetada. Un día me manché la mano con tinta, prácticamente quede bañado de tinta, durante la clase y no tuve chance de lavármela. El tío Sebestyen me mandó como castigo copiar 100 veces una frase, algo como “debo ser más cuidadoso” y, lo peor de todo, me mandó a traer el trabajo firmado por mi papá, para que él se enterase de lo mal muchacho que yo era. Ahora bien, este no era el primer castigo de este tipo, y tenía mucho miedo que mi papá se pusiera furioso. Aunque él nunca me pegó, le tenía mucho respeto. Así que decidí falsificar la firma de mi papá. Muy sencillo: el firmaba seguido “drfeldalbert”, todo en minúsculas, Luego yo escribí, en minúsculas redondas de primaria, y perfectamente entre las líneas “drfeldalbert”. El tipo Sebestyen no me dijo nada, pero cuando el viernes en la noche salimos de la sinagoga, después del servicio religioso, agarró de brazos a mi papá y a mí me mandaron a caminar varios pasos delante de ellos. Me olió mal.
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En efecto, al llegar a la casa mi papá me armó un solemne regaño: “No puede ser que yo esté criando a un falsificador, a un ¡criminal!”, era lo menos fuerte que me gritaba. Me eché a correr alrededor de la mesa del comedor, y por esta iniciativa fue que recibí solo una bofetada. Bofetada No. 2 Pasamos unas vacaciones de verano en el Mar Negro, en el balneario de Mamaia, cerca de Constantza, mi papá, mi hermano y yo. Habré tenido unos 13 años, mi hermano 9. El Mar Negro es oscuro, poco profundo hasta más de cien metros de la playa y con olitas cortas. Allí nos bañábamos, éramos buenos nadadores. Un día hubo unos letreros: “PROHIBIDO BAÑARSE EN EL MAR – PELIGROMAL TIEMPO”, así que nos limitamos a mojarnos los pies hasta el tobillo. De repente escucho los gritos de una mujer: “¡Socorro, ayuda, me estoy ahogando!”. Mi primera impresión fue que se trataba de un mal chiste: la mujer que gritaba estaba a menos de 5 metros de mí y yo apenas tenía las plantas de los pies mojados. Así que me acerqué a ella y en pocos instantes me encontré sin poder tocar fondo, traté de agarrar la mano de la mujer, pero una fuerte corriente me alejó de ella. Finalmente, nadando con todas mis fuerzas, la alcancé, pero entonces ella me agarró por el cuello y, queriendo asirse de algo firme, me estaba ahogando. Finalmente -no sé cómo- logré llegar, junto con ella, a la playa. La dejé acostada en la arena, allí había muchos espectadores dispuestos a ayudarla, y yo, agotado, me senté a la sombra. Entonces llegó mi papá y, sin más ni más, acompañando sus palabras con la segunda bofetada, me gritó: “¡Te tenía prohibido meterte en el mar! ¡Te has podido matar!”. Luego vino gente a felicitarme por mi valentía, y mi papá, como disculpándose, me preguntó: ¿Te provoca algo? Pedí un helado grande.
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CAP DE VITEL (CABEZA DE TERNERA) PREMISA I: Mi primera novia, mi gran amor, tenía unas muy específicas características faciales: Le faltaba casi completamente la ranura que la mayoría de las personas tenemos entre la nariz y el labio (esto tiene un nombre pero no lo recuerdo), y tenía uno de los dientes caninos inferiores un poco más atrás del resto. En esa época no existía la ortodoncia. PREMISA II: Después de la guerra, cuando estuve a cargo de la fábrica de mi abuelo, teniendo 20 y pico de años, me tocó viajar con alguna frecuencia a Bucarest por trámites oficiales y para tratar de conseguir materia prima para la fábrica y otros asuntos. La capital de Rumania estaba a 600 Km o más de Oradea, mientras Budapest – la de Hungría- estaba solo a unos 150 Km). PREMISA III: Estudié 4 años de primaria, más 7 de secundaria en rumano. Si bien la mayoría de nuestros maestros y profesores hablaban mal el rumano, y sobre todo con un acento fuerte en húngaro, yo logré hablar un rumano bastante correcto. Así, podía hablar de Literatura, Historia, etc., pero no dominaba la lengua vernácula: no sabía como comprar una trenza para zapatos, y no conocía el nombre de los platos. RELATO: Un día fui a un restaurante bastante fino y el mesonero me presentó el menú; este empezaba con diferentes “Ciorba-s”; hasta aquí no tenía dudas, se trataba de una sopa agria con crema de leche, verduras y/u otros elementos, así que para empezar, pedí una “Ciorba de Perişoare” (es decir, de verduras), pero del resto del larguísimo menú no entendí nada. Entonces corrí 15 o veinte líneas para abajo, suponiendo que ya se debía tratar de platos principales, y valientemente pedí un “Borşt”. El mesonero inquirió cortésmente: “¿Está usted seguro de que esto es lo que quiere?” Al contestar afirmativamente, me preguntó: “¿Con cabeza o sin cabeza?” Pensando “Money is no object y que “lo caro debe ser bueno” (y todavía no sabía nada de Venezuela), le dije que lo trajera con cabeza. Poco después llegó la ciorba, y me la comí con gusto. Después me trajeron… otra sopa y tenía toda una cabeza de ternera en el plato. No pude bluffear más y le pregunté que debía hacer con esto; el mesonero me explicó con mucha paciencia y deferencia: “Retire la cabeza de la sopa, póngala en el otro plato que le traje. Cómase la sopa, luego coma todo lo que tiene de comestible la cabeza de ternera: carne, sesos, lengua”. Procedí según lo indicado, pero mientras comía la sopa (versión rusa de la ciorba rumana), los ojos de la ternera me estaban mirando. Lo que es peor, en su boca semiabierta observé que uno de los dientes caninos estaba algo más retirado que los otros. Dejé el plato, pedí la cuenta y me retiré.
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Nunca olvidaré la mirada llena de reproches que a través de la ternerita me mandó mi pobre novia.
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POLÍTICA INFANTIL Pasé mi infancia y adolescencia en un ambiente donde éramos discriminados. Nosotros nos considerábamos húngaros, hablábamos y leíamos en ese idioma, aún durante la época cuando pertenecíamos a Rumania. Mi abuela hablaba en forma despectiva de los “olah”, palabra derivada del “valach”, pues los consideraba inferiores a nosotros: “húngaros de religión mosaica”. Sin embargo, la discriminación se percibía fuertemente y teníamos que tomar alguna actitud ante esa situación. Las posibilidades eran: - Somos húngaros. Momentáneamente hay discriminación en contra de nosotros, pero esta situación habrá de cambiar cuando la gente razone. (Asimilacionismo). - Somos judíos. Nuestro primer deber es con Dios y con la religión. Si cumplimos con todos los preceptos religiosos, rezamos mucho y ponemos nuestra suerte en las manos de Dios, nada malo nos puede pasar ( Judaísmo) - Somos judíos. Necesitamos tener una patria propia, idioma propio, ejército propio. Nuestro país es una futura Israel, actualmente Palestina, colonia inglesa. Debemos prepararnos para reconquistar nuestro país y establecer un régimen autónomo judío (Sionismo). - Somos marxistas. Una vez realizado nuestro plan en el orden mundial, será totalmente indiferente si uno es judío o senegalés, solo habrá ciudadanos en una sociedad justa y equitativa (Comunismo). Yo me incliné hacia la última solución. En esto influía mi posición rebelde contra mi familia. La fábrica de mi abuela, posteriormente gerenciada por mi tío Szanto, tenía, en su apogeo, más de 180 obreros; la fábrica era muy “labour intensive”; era más económico enganchar obreros para remachar a mano que comprar una máquina remachadora; era lo que en USA se llamaba “sweat shop”. Yo me identificaba con los obreros y obreras, mal pagados y mal tratados. Por ejemplo: a la salida, después de cada jornada de trabajo, todos debían ser cacheados por un capataz (inclusive las mujeres, manoseadas por hombres), es decir, todos eran considerados como potenciales ladrones. Yo soñé con ser el libertador de los esclavos, querido y admirado héroe de todos… Mi papá, cuando se enteró de mis inclinaciones, se horrorizó. “Tu no sabes en que te estas metiendo -me dijo- unos abogados y médicos burgueses forrados de dinero, desde sus bufetes y consultorios de lujo, mandan a los muchachos como tú a repartir panfletos. ¿Sabes tú lo que hace la policía si te atrapa? Te muelen a palos, los policías se sientan encima de tu cara hasta que confieses”. Esta última imagen me impresionó mucho; los policías llevaban uniformes color marrón oscuro de un material que parecía fieltro y yo me imaginé el trasero hediondo de un gorila analfabeta sobre mi boca ahogándome. Sin embargo, seguí -al menos teóricamente- apegado a la doctrina, aunque no en forma práctica (no repartí folletos). Tuve pequeños desencantos: una vez le dije al jefe de célula, que yo adoptaba las doctrinas del Partido (con P mayúscula) salvo algunas excepciones. Entonces se desató una tormenta: “¡O aceptas todo, absolutamente todo lo que dice el partido, o no eres de nosotros!”. Esto me pareció más bien una actitud digna de un misionero jesuita, no me gustó, pero seguí con mis convicciones, reservándome algunas opiniones, como, por ejemplo, en lo
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relacionado con los juicios sumarios a los generales, médicos y otros “traidores” del camarada Stalin. Seguí con mi credo hasta el final de la guerra cuando empecé a tener contactos con soldados del Ejercito Rojo. La experiencia fue ambigua: nos regalaron comida, pero nos llevaron a “pequeño robot” (ruso para trabajo) de algunas horas, nos dieron colita en sus camiones, pero nos quitaron algo de nuestras pocas pertenencias; nos encontraron un día alojados en la casa desocupada de una familia judía deportada, era de gente muy pobre en un pueblito, el piso era de tierra compactada, y nos dijeron que era de “burzhuy” palabra rusificada de “bourgeois”. Uno se podía imaginar en que condiciones vivirían ellos en el “paraíso soviético”. A pocas semanas de llegar a Oradea, me inscribí en la Facultad de Medicina de Cluj, unos 100 Km. al oeste. Allí daban trimestres extraordinarios a estudiantes que habían perdido años debido a la guerra. En Cluj vivía en un cuarto amueblado junto con un compañero de liceo y también del servicio de trabajo. Los estudios eran a marcha forzada y me costó trabajo concentrarme en ellos, pues estaba pendiente de noticias de mi familia. Vivía de una ayuda del JOINT, (Comité de Socorro de las Comunidades Judías de USA). Un día conversé con un conocido y le conté estas cosas. Me dijo que estaba loco: yo era el heredero de la familia de industriales Szanto, que llamara por teléfono y al día siguiente me llegaría una fuerte remesa de dinero. La fábrica, cuando deportaron a mi familia, se entregó a un ingeniero húngaro “étnico” para que la gerenciara Durante el verano, después de las deportaciones, llegó a mis manos el periódico local donde encontré un artículo titulado: “Industria cristiana vs. Industria judía”, firmado por este ingeniero, donde explicaba la superioridad de su administración en comparación con la de mi tío. Sin embargo, no hice nada contra él, en la esperanza de que llegara mi tío y se ocupara de todo. Posteriormente me dijeron que había problemas en la fábrica, el sindicato controlado por el Partido Comunista quería echarle mano y que era urgente mi presencia en Oradea. Regresé entonces, boté al ingeniero y empecé a ocuparme de la fábrica. Tenía 22 años. En la fábrica había unos 30 obreros. No se conseguía materia prima al precio regulado, de manera que tenía que comprarla en el mercado negro, pero el producto había que venderlo -so pena de cárcel- a precios regulados. Los obreros, azuzados por el partido, me hicieron la guerra: me obligaron a formar un economato y venderles alimentos a una fracción del costo. Hubo toda una serie de presiones extremas para quitar a los dueños de las industrias de sus puestos, no sin antes extraerles cualquier reserva que a título personal pudieran haber tenido. En una oportunidad descubrí que el jefe del comité sindical de la fábrica estaba robando sistemáticamente mercancías. Me llamó el secretario local del Partido Comunista, previniéndome de tomar cualquier acción contra el camarada ladrón: la culpa era mía, me dijo, por no proporcionarle ingresos suficientes y obligarlo a “tomar medidas”. El secretario del partido era antes profesor mío de idiomas en el liceo, Klein Gyula, quien también era fino poeta y traductor de poesías. Un día de invierno llegué a la fábrica y encontré que los camaradas habían mudado toda mi oficina al patio, donde había casi un metro de nieve. Me dijeron que no me dejarían entrar a la oficina a menos que cumpliese con sus exigencias bastante abultadas en relación al economato (venta de alimentos a una fracción del costo).
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Estas y otras cosas me hicieron cambiar, poco a poco, mis convicciones políticas. Finalmente hice un contrato con un tal señor Goldenzweig para que administrara la fábrica mientras yo seguía mis estudios de medicina. En pocas palabras, sucedió lo siguiente: Goldenzweig, por una parte, resultó ser un ladrón y, por la otra, el sindicato se negaba a tratar con él, (me imagino que era porque yo era más débil y más fácil de manipular), así que tuve que dejar nuevamente la universidad. Las presiones siguieron aumentando y yo sentí el ruido de la cortina de hierro bajando en la frontera del Oeste, así que me escapé. Pero este es otro cuento, que creo que ya conté antes.
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HORTHY EGYSZER VOLT EGY TENGER AZON VOLT EGY EMBER ELVESZETT A TENGER MEGMARADT AZ EMBER FELMASZOTT A TRONRA ES AZ ISTENNEK SEM AKAR LESZALLNI ROLA Si hubieras pronunciado estas palabras en público, en Hungría, entre 1919-1945, hubieras ido a la cárcel. Érase una vez un mar: El imperio austro-húngaro era una modesta potencia naval. La base de su flota estaba en el puerto de Fiume en el mar Mediterráneo; esta es la provincia ítalo-parlante de la ex-Yugoslavia. Había sido de Italia, antes de Austria, luego de Yugoslavia y finalmente de Croacia. Ahora se llama Rijeka, palabra que significa lo mismo que Fiume en italiano, río; es, en verdad, la desembocadura de un río. El comandante general de la Armada austro-húngara, había sido el almirante Nicolás Horthy, quien antes se desempeñara como edecán (Aide-de-Camps) del Emperador Francisco José I. Al terminar la Primera Guerra Mundial, Fiume pasó a Italia y Hungría se quedó con un almirante sin barco, y, lo peor, sin mar. Luego, después de la muerte del emperador, Horthy manipuló la política de tal manera que, en vez de asumir el trono el heredero legal, el sobrino Carlos IV, de Francisco José, Horthy se autonombró “Regente”. Mantuvo la fórmula de “Reinado de Hungría”, pero sin un rey en funciones. Todo era “M. Kir”, (Magyar Kiralyi) o sea Real Húngaro, correo M. Kir, Tribunal M. Kir, etc., sólo que faltaba el “Kir”. Este sistema de “Regencia” explica las segundas dos líneas del versículo. También se le llamaba “Lovastengeresz”, Marinero a caballo, porque en los desfiles militar andaba siempre en su caballo blanco. Cuando conquistó el poder, en 1919, vino con sus tropas fieles desde Siofok, (Balaron), y la ruta estaba “decorada” con judíos ahorcados en los árboles que bordeaban la carretera. Se ufanaba, además, de que haber exterminado judíos mucho antes que Hitler. Tenía todos los poderes de un rey en una Monarquía casi absoluta (por ejemplo, nombrar parte de la Cámara Alta o Senado; aproximadamente una tercera era de senadores nombrados “por la Corona”). El único poder que le faltaba era el de nombrar aristócratas, derecho reservado al Rey Hereditario, quien podía convertir a un ciudadano en barón, conde, príncipe, etc. Entonces se inventó la institución del “vitez”, (aproximadamente traducible a “valiente”), Por ejemplo, si Horthy nombraba al Sr. Kovacs Zoltan, este se llamaría “Vitez Kovacs Zoltan”. Por supuesto, el mismo Horthy era el Vitez No.1. Como no se podía llamar majestad, inventaron el “Fomeltosagu Ur” o “Señor de Altísima Investidura”. Aquí se me acabaron las ganas de seguir, pero a lo mejor volverán…
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MUSZ (MUNKA-SZOLGALAT O SERVICIO DE TRABAJO) A mediados del siglo XIX un alemán se aventuró a visitar Hungría, para entonces país tan remoto y lleno de peligros como se podría imaginar. Su libro, publicado posteriormente en Occidente, tiene la peculiaridad de que describe a los húngaros como un pueblo “……de juhaszen, kanaszen, lovanszen y jogaszen……”. (El sufijo en es el plural en alemán, mientras las raíces de los nombres significan pastor de ovejas, pastor de cochinos, pastor de caballos y jurista, respectivamente). La gracia está no sólo en que pone a los abogados en el mismo pote con otras profesiones, sino que es (o, al menos era) verdad. En la Hungría de la primera mitad de este siglo (XX), había que ser doctor en derecho (o mejor aún), “doctor utriusque juris”, es decir, de “ambos derechos”, doble doctorado, de derecho civil y público, respectivamente, no solo para ser juez, abogado, notario, sino para ejercer un cargo burocrático de alguna jerarquía (oficial de policía de gendarmería, burócrata de alto rango, etc.). Me extendí explicando esto porque sin entender esta mentalidad es difícil comprender el sistema MUSZ de los años 30 y 40. Las premisas eran: -
En Hungría el servicio militar es obligatorio para todo varón de 21 años, dura dos años para la plebe y un año para los bachilleres, quienes, después de un cursillo, pasan a ser oficiales de reserva. El antisemitismo se practica bajo una ley ad-hoc que no permite a los considerados judíos practicar oficios que requieran de confianza.
El dilema del pobre Ministro de la Defensa era: ¿Qué hacer con los judíos que cumplan 21 años? Enrolarlos en las Fuerzas Armadas equivalía a darles confianza, con el riesgo de que voltearan las armas contra sus oficiales. Exonerarlos sería hacerles un favor a los discriminados. Entonces algún jurista del Ministerio de la Defensa inventó el MUSZ. Bajo este régimen los muchachos judíos de 21 años tenían que incorporarse al ejercito, pero en lugar de armas llevaban picos o palas, en vez de ejercicios de tiro tenían que trabajar y hasta había una voz de mando: “¡Presenten herramientas¡” en lugar del consabido “¡Presenten armas¡” No teníamos uniforme sino sólo la gorra militar y esta sin la insignia tricolor. Los oficiales y sub-oficiales eran de segunda y tercera categoría, gente de baja calidad intelectual y moral. Estos individuos tenían en sus manos la vida o muerte, el bienestar o sufrimiento extremo de centenares de jóvenes (y no tan jóvenes, ya que reclutaban hasta hombres de 40 a 45 años) quienes, expuestos a unos semianalfabetas sádicos, tenían tareas como cavar zanjas en el frente bajo fuego de los soviéticos, o marchar agarrados de mano en largas filas de decenas de personas delante de la tropa (gente de raza pura) para así reventar las posibles minas, cargar armas y municiones sobre y desde camiones y otras tareas similares. Yo tuve suerte. Quedé en Transilvania todo el tiempo, primero en Baia Mare (Nagybánya), en el centro de reclutamiento, después nos trasladaron a Oradea. En el
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primer sitio no hubo trabajo para tantos conscriptos, así que el señor sargento nos hizo llevar grandes piedras del fondo del río a una colina cercana, para luego recoger las piedras de la colina y devolverlas al río, al grito de “carga más piedras, camina más rápido, judío sucio desgraciado, ¿crees que estás de vacaciones?”. En Oradea nos ubicaron (éramos unos 220, la mayoría jóvenes de 21 años, unos 30 “viejos” de hasta 40) en la Escuela de Formación de Oficiales de Artillería, como “Regimiento de Mantenimiento”. Nuestras tareas eran desde jardinería hasta limpiar establos y pocetas, pero no nos maltrataron, teníamos un horario razonable y suficiente comida, la misma de los soldados del cuartel. Con mi incipiente habilidad de sobrevivencia “me ubiqué” bien (“bulizni” en húngaro), algo así como “conseguir un cambur”, como se dice en buen venezolano. Me pusieron de ayudante del profesor de radiocomunicaciones de la escuela, un capitán activo, más profesional que militar y buena gente. Estaban construyendo aulas nuevas para sus clases y me encargó fabricar un sistema donde él pudiera comunicarse con todos sus alumnos a la vez, o solo con un grupo de ellos, o con alguno en particular. Esta era la era de los alambres y de los interruptores, no se conocían las palabras “componente” o “prefabricado”, sino que había que inventar un sistema, diseñar sus componentes y después fabricarlos con los materiales que se podían conseguir. En esto pasé el verano fatídico de 1944, mientras deportaban en vagones de ganado a los 30 mil judíos de Oradea, entre ellos mi papá (56 años), mi hermano Peter (17) mi abuela (64) y varios tíos con sus familias. En septiembre 1944, las tropas soviéticas atravesaron la frontera Este de Hungría, ya se escuchaban cañonazos, y nos embarcaron sobre un enorme convoy de ferrocarril junto con los profesores y alumnos de la escuela, para llevarnos a la frontera con Austria (para la época Provincia Oriental de Alemania). Sin embargo, no nos llevaron como a mi familia, 60 ó más personas hacinadas en un vagón, sino bastante cómodamente; cada uno tenía un saco de yute lleno de paja; varias veces cada día el tren se paraba para repartirnos comida caliente, (en uno de los vagones estaba la cocina). Tuve algunas vivencias en el viaje de unos 600 kilómetros que duró unos 10 días; el tren quedaba desviado del ramal de la ruta principal cada vez que pasaba un tren militar “de verdad”). Antes de embarcarnos varias personas prepararon su escape: en Oradea teníamos conocidos que posiblemente nos acogerían; no escaparnos no era prometedor, pues íbamos en dirección a Alemania; los rusos estaban a pocos días de llegar y de liberarnos de los nazis. Yo no pude tomar la decisión (este fenómeno se repitió varias veces posteriormente), entonces -¡solución milagrosa!- se me perdieron los lentes. Con mi miopía de 6 dioptrías era impensable escaparme y quedar por mi propia cuenta, luego no tenía alternativa sino seguir con los demás y subir al tren. Momentos antes ¡otro milagro!: aparecieron los lentes. Segunda aventura: nuestro tren chocó de frente con un tren militar que iba al frente (nosotros íbamos en sentido contrario). Varios vagones descarrilados, muchos muertos, la cocina de nuestro tren se volteó y la sopa hirviendo quemó a varios, pero lo peor fueron unos vagones-plataforma que traían tanques de oruga, con su tripulación durmiendo debajo de los tanques, que estaban acuñados, pero la fijación no resistió el choque, los tanques se desplazaron y dejaron a varios soldados hechos albóndigas. Tercera aventura: ya cerca de nuestro destino, Szombathely, más allá del Danubio (Dunantul) hubo una alarma aérea, pararon el tren y nos ordenaron bajar y dispersarnos. Yo me quedé en una zanja cercana a los rieles, al lado de un mayor de carrera. Vinieron unos aviones de caza británicos “Fokker” que tenían “dos tabacos” (algo como un
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catamarán volador), bajaron en picada, tanto que pude ver la cara de uno de los ametralladores, hicieron varias pasadas y nos dispararon series de ráfagas. De alguna manera perversa disfruté el momento de emoción, mientras el vecino, el “heroico” mayor, se hizo en los pantalones. El viaje terminó en Koeszeg, unos veinte Km. al Oeste de Szombathely donde nos acuartelaron en unos baños públicos mientras se recibían las órdenes de si la escuela a la que pertenecíamos tenía que seguir al Oeste, a Alemania, o se quedaría en la Hungría cada vez más reducida de tamaño.
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PORTO ROSE Noviembre 19(¿?) (El Puerto de las Rosas) No tengo partidas de nacimiento ni de defunción, mi cronograma tiene que basarse necesariamente en la aritmética mental: nací en 1923, mi papá en 1889, mi mamá tenía 20 años menos que yo, así que mi ubicación en el tiempo es bastante acertada. Mi hermano Peter tenía 4 años menos que yo. Estamos a principio de la década de los 30 del siglo XX (por si lo leen en el XXI), y aún Hitler no estaba en el poder o estaba llegando a él. Mi papá organizó unas vacaciones fuera de serie para la familia de Oradea; normalmente nuestras vacaciones eran en las montañas de Transilvania, a las orillas de un río o algo así, pero nosotros pudimos ir a……¡Italia! Fuimos todos a la ciudad balneario en la costa adriática de Porto Rose, Italia, mi mamá de 30 y pocos años, mi papá 14 años mayor, mi hermano de unos 6 y yo de 10 años o algo así. Fue un viaje interminable en tren. Llegamos al Hotel “Modern” tarde en la noche y nos fuimos a dormir. Siempre tuve mi cama propia, pero ahora dormíamos con mi hermano en una cama doble con un colchón cóncavo, que nos obligaba a arrimarnos; pensé que jamás podría conciliar el sueño, pero el cansancio lo solucionó todo. Luego comenté irónicamente (a tan temprana edad) que el colchón era “moderno”. Pasamos allí varias semanas. La playa estaba cerca del hotel, algo parecido a la bahía de Tanaguarena: dos rompeolas rodeando una pequeña playa de arena de aguas tranquilas. Allí nos bañábamos sin necesidad de supervisión; nos alquilaron un kayaks de una o de dos personas; algunas veces salí solo, otras con mi hermano u otro muchacho (a tantas liras la hora). La palabra clave era la alemana “achtung” que significa, “cuidado” o “atención”; por cierto, en el lenguaje (parlante) militar significa “firmes”, lo cual me recuerda el cuento de Juan Vicente Gómez que supuestamente entrenaba a la tropa diciendo: “Cuando yo diga gilmes” ¡ustedes arrejuntan las patas y quedan gilmes!” Esta palabra la gritábamos, con o sin necesidad, con exuberancia, en principio para evitar choques con otros kayaks, pero creo que en realidad lo hicimos para soltar la presión (“let off steam”) de nuestros impulsos juveniles, o más simplemente, porque era divertido. Allí mis padres hicieron amistad con una pareja alemana: él, profesor de abundante barba gris, ella alta y rubia. Mi papá hablaba muy bien el alemán, se había criado en el Imperio Austro-Húngaro, que ciertamente era más austro que húngaro; además mi papá venía de un pueblo rumano, Poienii de Jos (Also-Pojény en húngaro), algo como “Valle de Abajo”, también había un pueblo “de Arriba”. Estos son mis recuerdos de la memorable vacación fuera de serie que con gran sacrificio económico nos brindo mi papá. Después recuerdo vagamente que mi papá sostuvo animada correspondencia con el profesor alemán barbudo, y también que esta correspondencia se interrumpió de súbito. Entonces no sabía lo que sé ahora: llegó
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Hitler al poder y estaba no solo prohibido, sino algo peor, mal visto, mantener relaciones, aunque fueran epistolares, con miembros de la raza impura. Mi papá deploró esto y buscaba excusas para el profesor. Muchísimos años después llegué al mar Adriático en el velero TANI, (tipo Arpege, hermano del Gorda I), a Porto Rose, ahora Croacia, en ese entonces Yugoslavia, con Ilma y Tibor Tatar, quien hacía su “emigración” saliendo de Europa Oriental hacia Occidente. Fondeamos allí y fuimos con el dinghy al pueblo. Nada me pareció conocido. Localizamos unos baños públicos, con letreros: duchas - baños de tina y de vapor - masajes. A nosotros tripulantes de un velero de 30 pies con menos de cien litros de reserva de agua, se nos hizo agua la boca, pero…era un día miércoles (¿?), y justo ese era el día de cierre semanal de los baños. No queríamos pasar otra noche en el fondeadero menos que perfecto, levamos ancla y seguimos hacia el Puerto de Rikeja, en los tiempos de los italianos llamado Fiume (ambas palabras quieren decir “río”), probablemente por la desembocadura de un ídem. Este es un puerto importante, muy protegido y muy sucio. Allí amarramos al muelle, visitamos los monumentos romanos (Arco del Triunfo, Anfiteatro, etc.), luego Tibor se quedó a dormir al bordo del TANI, acompañado de una buena reserva de Slivovica de Maraska, (en italiano Marasca, de allí viene el licor de Maraschino, muy conocido, pero demasiado dulce para mi paladar), puerto donde habíamos tocado antes. Ilma y yo fuimos a un Hotel de lujo, del siglo XIX, de tiempos de Francisco José (en húngaro: Ferenc Joska, algo como “Paco Pepe”. Los techos tenían algo así como 4 metros de altura; en el lobby y en el cuarto podíamos percibir el lujo y la clase de cuando albergaba a los altos oficiales y burócratas K.u.k (Imperiales y Reales) lo primero por Austria, lo segundo por Hungría. Pasamos mala noche, nos comían los mosquitos que parecían cazas bombarderos. Pero esto no es el final: Unos diez o doce días más tarde, después de dejar a Tibor en Triestre, primer gran puerto italiano viniendo del Sur, donde él se entregó a las autoridades como “prófigo”, (palabra italiana que quiere decir “refugiado”), llegamos a Monfalcone, puerto de atraque del TANI, dejamos el barco, alquilamos un carro y fuimos vía Udine y los valles del río (¿?) a Viena; allí nos alojamos en un hotel de lujo, como para compensar las condiciones “sibaritas” del velero, pero unos días después de llegar ambos sentimos una insoportable picazón en el pubis. Fuimos a un médico quien inmediata y sarcásticamente diagnosticó…..ladilla, adquirida, sin duda alguna, en el aristocrático hotel de Rijeka o Fiume, como quiera que se llame igual molestaba; tomó varios días de aplicación de una medicina con olor a kerosén antes de que pudiéramos descansar Porto Rose, en croata se llama Portoroz, donde la última letra se pronuncia como los de habla inglesa indican con “zh”, o mejor, como la “Zs” en la palabra “zsido” en húngaro, o “jidan”, en rumano.
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SCHNORRER (Mendigo en yiddish) Uno de los deberes de un judío es practicar la beneficencia, es decir, hacer “mitzah´s, nombre hebreo del acto de caridad. Acabo de enterarme ahora (por Miksa Klein), que la expresión Bar Mitzvah significa “hijo del Mitzvah”, cuando el muchacho llega a la edad cuando puede y debe practicar estos actos. La caridad no es solo regalarles a los pobres, sino visitar enfermos, enterrar a los muertos, y muchas cosas más. Por cierto cuando entierran a alguien los bedeles andan sonando unas alcancías y recitando en hebreo: “La beneficencia salva de la muerte”, lo cual -por supuesto- no le promete a uno vida eterna, sino que el benefactor será recordado. Entonces, para poder practicar la “mitzah” de dar limosna, debe haber personas a quien dársela. Por consiguiente, ser limosnero (schnorrer) es una profesión respetable y respetada entre los judíos, porque si bien es cierto que recibe una dádiva, también le permite al otro practicar un deber moral. Hay muchos cuentos de schnorrer, ahora sólo contaré una anécdota verdadera, y un cuento. Mi papá, como hombre prominente, recibió decenas de visitas de hombres barbudos, con sombrero redondo y hasta con la gorra bordeada de piel color cobrizo que era el porte de los nobles polacos unos siglos atrás. La mayoría venía sola, pero algunos rabinos con hasta dos secretarios, uno por cada lado. Estos rabinos ni siquiera pedían permiso para entrar, iban derechito a la biblioteca de mi papá y se sentaban en una butaca, con sus edecanes parados a su lado. El trabajo de abogado de mi papá estaba organizado: por las mañanas en los tribunales, por las tardes, en su bufete, atendiendo clientes, redactando demandas... Para que no lo molestaran a cada rato, emitió un “decreto”: a los mendigos solamente se les atiende el viernes en la tarde, después del almuerzo y por supuesto antes de que oscurezca y comience el Shabbath, cuando queda prohibido tocar dinero. Yo estaba encargado de atender a los schnorre´s, tenía que recordar cuanto le tocaba a cada uno: entre 5 y 20 leí cada fin de semana. Había dinero preparado, tenía que reconocer al visitante y “suum cuique tribuere” (darle a cada uno lo suyo). Huelga decir que con el correr de los tiempos el timbre de la puerta no dejaba de sonar los viernes por la tarde. Un día mi papá me dijo que no se aceptaban más clientes. Una vez llegó un cliente nuevo y de ninguna manera quiso aceptar NO por respuesta. Tuve que ir donde mí papá para decirle que el señor no soltaba prenda. Mi papá me dijo dale 50 leí y que no vuelva más. Cuando le di el billete, el señor exclamó indignado: “¡Me vas a dar 50 lei! ¡Si pagué 100 lei por la dirección!” En cuanto al cuento: es de uno de los excelentes escritores en lengua yiddish que hubo a principios de siglo en Varsovia, de donde viene Isaac Bashevis Singer, y cuyos exponentes más conocidos eran Schalom Asch, Scholem Aleijem y otros. No recuerdo de quien es el cuento que trataré de recapitular.
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En uno de los pueblos totalmente habitados por judíos en Polonia, y que desaparecieron con la invasión hitleriana, hubo un banquero rico que tenía una hija única, y un schnorrer que tenía un hijo único. La niña, por supuesto, había sido educada en Suiza, y el mendigo -que no era tan pobre- también había podido enviar a su hijo a Suiza, donde por coincidencia se conocieron y se enamoraron. El schnorrer fue a pedir la mano de la hija al banquero, pero este lo rechazó groseramente: mi hija no se casará con un hijo de pordiosero. No hubo nada que hacer, pero la niña estaba sumamente infeliz, dejó de comer, se encerró en su cuarto, no le hablaba a nadie. Los médicos dictaminaron que se trataba de una depresión severa y que no había más remedio sino que se casara con el “bojer”, candidato a rabino. Entonces le tocó al banquero visitar la casa del schnorrer para decirle que la boda estaba aprobada. “Mire -le dijo el schonorrer- el que usted rechazara a mi hijo erudito, no me molesta, pero no le puedo perdonar el que usted, haya insultado ¡mi profesión! y le explicó la utilidad, necesidad e imprescindibilidad de la institución del schnorrer; el banquero imploró, le explicó que su hija se estaba muriendo. Finalmente el mendigo se ablandó: “Bien, voy a consentir la boda, con una condición: mañana es viernes, los viernes me toca recorrer 5 pueblos de la zona. Venga conmigo y pida limosna conmigo, así reparará el insulto que le hizo a mi trabajo”. El banquero no pudo hacer otra cosa que aceptar. El día siguiente, el Erev Shabbeth, tocaron ambos a la primera puerta del próximo pueblo. “Oh barón, que honor para mi humilde casa…..” dijo el que les abrió la puerta. “No siga -dijo el banquero- resulta que estoy quebrado, perdí toda mi fortuna y me veo obligado a solicitar limosna”. El otro decía: “Ajá, así lo quería ver, usurero, cuando le pedí un préstamo….” y le echó en cara todo lo que tenía en contra suya, pero para que vea que clase de persona soy, le voy a dar una buena limosna. Y así siguieron, cuando a principios de la tarde el schnorrer sacó su reloj de bolsillo y le dijo al banquero: “Bien mehittn (yiddish: consuegro), ha cumplido usted con lo que convinimos, los jóvenes se pueden casar”. El banquero contestó “Gracias consuegro, pero faltan unas horas hasta la llegada del Shabbath, la gente ha sido muy generosa conmigo, podríamos `trabajar´ otro pueblo más”.
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POLLAKATHARSYS Uno de los grandes errores de los muchos que he cometido en los últimos 75 años, ha sido no mandar al mismo carajo al Ing. Georg Pollak, Cónsul de Austria, Chevalier de la Legion d’Honneur, etc., en una de las oportunidades cuando tenía que hacerlo. El cuento es largo y poco interesante, pero para que se entienda, debo empezar por el inicio. Desde principios de 1.949, (llegamos en noviembre 1948), trabajé en la fábrica de Chocolates Savoy, como mecánico de máquinas de envolver galletas y chocolates. En esa época había mucha inmigración y poco empleo. Tuve la suerte de conocer en el barco “Portugal”, que nos trajo desde Burdeos hasta La Guaira (no nos dejaron atracar, se sucedía el golpe militar y nos llevaron por Puerto Cabello a Naguanagua -Guigûe, a un campamento de inmigrantes), a un matrimonio checo-judío, que vino traído por su hija, llegada a Venezuela algún tiempo atrás. Aquí se empató con un viejo (50 y pico) quien la mantenía, le compraba joyas y la mimaba; la niña era una putica bonita de 20 y pico. El viejo había sido en años anteriores novio de una tal señorita Deman de 40-50 años, a quien abandonó por la catirita, pero la señorita Deman siguió enamorada de él y así fue (a través de los padres de la catira-novio de la catira-exnovia del amigo) que conseguí mi cambur, aparte de que sabía algo de mecánica. El abultado sueldo era de 700 bolívares mensuales. Luego, en mayo, naciste tú (Eva), después conseguimos el apartamento en La Pastora, etc. En la época yo era la envidia de los inmigrantes recién llegados; tenía ingreso fijo: los demás trabajaban como vendedores, etc. Pronto todos me superaron. Fue más de tres años después cuando solicité a Don Fernando, mi jefe, el menor de los tres hermanos Beer (vieneses), dueños de la fábrica, un aumento; me dijo que los 1.200 que estaba ganando eran mi techo por varios años. Entonces puse la renuncia y me puse a comerciar con ropa. Definitivamente no había nacido para esto. Compré a crédito una camioneta Ford, la llené de ropa de hombre (pantalones de dril, camisas kaki) y salí hacia Oriente. Allí todos los comerciantes eran árabes, malísimos pagadores, y sólo compraban a crédito; después que 5 ó 6 “baisanos” me rechazaran de plano, sin siquiera ver mi muestrario, uno me hizo una propuesta: me ofreció comprar la docena de pantalones que me costaba 96 bolívares, y que yo quería vender en 120, a Bs. 108. ¡Primera venta!, me dije y acepté. Entonces me encargó media docena. Cuando recogí los pantalones en el horno en el que se había convertido la camioneta, me dijo que quería solamente números grandes (la docena venía surtida, pequeñosmedianos-grandes). Poco después tiré la toalla, devolví la camioneta a la agencia, devolví la ropa a los fabricantes que me la dieron en consignación, no sin airadas (y justificadas) protestas de la agencia y de los ropahecheros….y busqué empleo. No me quedaba ni un centavo, y literalmente estaba pasando hambre. Entonces conseguí trabajo en “Representaciones Bettini”, empresa familiar: J. Pablo Bettini, unos 60 años, borracho, simpático. Su segunda esposa Juanita, su hijo Rodrigo y una secretaria sexy, pero picada de viruela, enamorada de Rodrigo. Vivían en el Junko y todas las mañanas venían con sus termos de comida. Allí tuve un modesto éxito (no fracasé), me hice amigo de Rodrigo, conocí gente, pero ganaba muy poco.
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Un día ví un aviso de “Herbert Zander & co.”, empresa de representaciones como la de Bettini, pero grande. Buscaban un Jefe de Departamento. Me presenté y me aceptaron. Tenía secretaria particular, unos 4 vendedores a mi cargo y muchas intrigas de los compañeros. Mi error consistió en no admitir mí limitada experiencia ni solicitar orientación: fingí saberlo todo, y esto acabó con el cambur. Uno de los vendedores visitaba a los militares, y un día trajo un pedido grande de caraotas (muchas toneladas), pero el Ministerio de la Defensa no abrió la carta de crédito. Las caraotas estaban en el muelle de New Orleans y se iban a podrir, dijo por teléfono el exportador. “Bueno mándelos que después se les pagará” dije yo. A la semana las caraotas estaban en La Guaira, y el Ministerio se echó atrás. Tuvimos que vender las caraotas a bajo costo y a mí me botaron del trabajo, con mucha razón. En ese momento ya tenía las finanzas en mejores condiciones: Zander me pagó 8 mil en antigüedades, con esto me alcanzó para buscar trabajo, y entonces di con Ferrum y con Pollak. Aquí quería llegar, todo lo anterior es preámbulo. Empecé a trabajar como secretario del Gran Jefe Pollak. Me presentó a Helga (taquimecanógrafa en alemán e inglés), Odette (idem en francés e inglés) y la Sra. Torres, idem en español. La primera mañana me llevé un susto: Pollak trataba a los empleados como trapos. A la gente la llamaba por el apellido, yo era Feld, como en el colegio. Resonaban los decibeles en la planta alta del Banco Holandés Unido, de Sociedad a Traposos, los insultos a toda voz, delante de todo el personal se escuchaban a cada momento. Pero yo necesitaba los 1.600 que me dio con la promesa que a los dos meses me aumentaba a 1.800 o me despedía. A los dos meses tuve que pedírselo varias veces, con mucha humildad, hasta que se dignó a pagarme. Gané menos que todo el mundo, siendo el más devoto trabajador y “seguro servidor que besa a sus pies”, (frase que aprendí en un manual de correspondencia editado en España antes de la guerra mundial). Pollak me entregaba cartas recibidas en diferentes idiomas, me decía como quería contestarlas, luego yo dictaba las respuestas. Helga y Odette me traían las cartas hechas, yo las revisaba y ponía una marca abajo en señal de mi revisión, luego Pollak las firmaba. Un día llegó un terremoto de la oficina del jefe: ¡FEEEEEELD! -“¿Señor?”- -“¡Usted no sirve, no domina el español!”. No entendí nada hasta que me tiró una carta dictada por mí, tipiada por la Sra. Torres, llena de incongruencias y de errores gramaticales y ortográficos. “Yo no he visto esta carta, señor, no tuve chance de corregirla”, me aventuré a susurrar, cabizbajo –“¡Cállese y ponga más cuidado, si no, lo boto!”. Después de varios casos como este, me di por fin cuenta del saboteo de la buena dama, y me puse a tipear yo mismo mis cartas en español. Pollak me insultó de nuevo: “Yo no le pago por escribir a máquina”. Bien, pasaron los años, llegué a ser ejecutivo (hasta donde esto era posible en la dictadura pollakiana) y tuve ingresos de más de $ 20 mil por año, suma astronómica para los años 50-60. En el 55-56 empezó la enfermedad de mis pies y con ello aumentó mi dependencia de Pollak. Ahora me toca entrar en las intimidades de la pollakada. Era hijo de familia burguesa de Viena, se graduó de ingeniero “de baja tensión” (así se llamaba la telefonía de la época), la guerra lo encontró en Francia, se enroló en el Maquis, de allí su Legion d’Honneur (además de vender mucho material eléctrico y vidrio Made in France).
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Luego se casó con la baronesa von Aichelburg, hija del edecán (aide camps) del emperador Franz Joseph. Entra un nuevo personaje: el barón Otto von Leithner. Hijo de banqueros judíos de Praga, lo mandaron con un intercambio o algo así, a pasar un tiempo con una familia de barones en Suecia. La hija de los suecos quedó embarazada, se casó con ella y consiguió el título de nobleza. Emigró antes de la guerra al Brasil, fundó una empresa que se convirtió en una mini-transnacional; entre sus ramificaciones estaba Ferrum en Venezuela. Ahora bien, el barón Leithner se divorció de su esposa sueca, no recuerdo en que circunstancias adoptó a la baronesa Aichelburg y Pollak descubrió que su esposa (la de Pollak) tenía relaciones con su padre adoptivo (de ella). Divertido ¿Verdad? Entonces Leithner, para compensar a su (¿qué?) Pollak, lo puso al frente de la operación que se iniciaba en Venezuela. La relación entre Leithner y Pollak había sido mala, para decir lo menos. Leithner venía a supervisar Ferrum siempre cuando Pollak estaba esquiando en Austria, y husmeaba y se hacía contar chismes. Más de una vez me dijo que la forma como Pollak “maneja mi empresa”, (la suya) tenía costos apreciables: se deja de ganar millones de dólares por la estupidez y forma de ser de su socio. Una vez Leithner le escribió a Pollak: “Tu manera de tratar a tus subalternos da como resultado estar rodeado de yes-man, inútiles y/o enemigos silenciosos…” Y ¡era verdad¡, pero Leithner no podía sacar a Pollak por su culpa de adultero, de manera que tenía que esperar que cumpliera los 65 años, edad de retiro obligatorio en el “grupo”. Otro personaje para el cuento: Jan Hemrika, holandés, contador, tesorero de Ferrum y hombre de confianza del barón Leithner. Le mandaba reportes escritos a mano, que él mismo ponía al correo, relatando todo lo negativo que había podido reunir en la semana sobre Pollak. Falta un personaje más (prometo que será el último): el Sr. Glicksman. Era un indonesio. Su país era anteriormente colonia holandesa., de modo que él hablaba bien el idioma y se entendía con Hemrika, no solo en su lengua sino también en su carácter de intrigante y espía. Entro en Ferrum con la palanca de Hemrika, como vendedor de maquinaria. Resulto un total incapaz. EL INCIDENTE (al
que quería llegar)
Por fin llegué al incidente que me vuelve y vuelve a volver en mis horas de insomnio, me molesta, me mortifica, me mantiene despierto, lleno de rabia y rencor. Escribo esto para ver si en esta forma se me quita la rabia, aunque sinceramente lo dudo. Un buen día vibran las paredes con el grito de “¡FEEEELD!” proveniente de la oficina del Jefe Supremo. Cuando me apersono, allí están, además de ÉL, Hemrika y Gliksman, estos últimos con una sonrisa sombría de conspiradores. ÉL, con la cara color púrpura por la rabia. ÉL me reclama en términos groseros e insultantes, una supuesta falta de respeto mía para con el Sr. Hemrika, quien es “mi superior”. Yo no sabía que era mi superior (pero como Pollak le temía porque sabía de sus informes…) y tampoco tenía idea de que se me acusaba. Para hacer la historia un poco mas corta, un atajo: como se iba descubriendo en el discurso del Gran Regañon, Gliksman le reportó a su paisano Hemrika, alguna falta (¿?) mía, Hemrika me lo comentó, y yo le dije a Hemrika que: a) Gliksman no tiene cualidades intelectuales para opinar sobre mí y b) él es mi subalterno, luego cualquier
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problema tenía que tratarlo conmigo y no con el jefe de contabilidad. Entonces Hemrika le comentó a Pollak, en presencia de mi subalterno Glicksman, en términos groseros y con exceso de decibeles, mi “falta de respeto” para con el Gran Jefe Henrika. Y Pollak tomo groseramente partido contra mí. En mis recuerdos de desvelo, en ese momento me imagino diciéndole a Pollak que meta su coroto por donde le cabe, que me considero despedido con efecto inmediato según la Ley del Trabajo (injuria del patrono al trabajador); tenía que haber recogido mis papeles personales y haberme ido a casa. No lo hice y nunca me perdonaré. Con el rabo entre las piernas regrese a mi escritorio y seguí bregando para el Sr. Pollak. ¿Cómo hacer para olvidar el incidente? Hay mas detalles pero basta ya de detalles. (*) en el original, escrito a máquina Juan Feld agrega a mano “no tengo paciencia”
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1944 Desde los años 1820-30, cuando el emperador José II les dio derechos ciudadanos a los judíos en Austria (que incluía Hungría, Checoslovaquia, etc.), los judíos prosperaron en el país. Luego, después del “convenimiento” del 1867 con el cual cesaron las hostilidades, y el país se convirtió en la Monarquía Austro-Húngara, ( el emperador Francisco José II se coronó también de Rey de Hungría), comenzó un enorme florecimiento de los judíos en los campos intelectual, artístico, profesional y social, donde la meta de los judíos era la “asimilación”. Cambiaron de nombre, de costumbres, de idioma, para identificarse país anfitrión. Siempre hubo antisemitismo, latente y patente, pero se permitió a los judíos desarrollarse en sus campos de actividad, y lo hicieron generalmente con mucho éxito, para la envidia de los húngaros de “raza pura”. En 1919, después de la Primera Guerra Mundial, hubo un corto período de la “República Popular”, bajo la influencia de la revolución bolchevique en Rusia; entre los líderes de esta revolución hubo muchos judíos, con Bela Kun (Kohn) a la cabeza. La república duró poco, fue derrotada por gente de la derecha, liderada por oficiales del ejército. Entonces se estableció la monarquía, el país volvió a llamarse Reino de Hungría, excepto que no hubo rey sino un regente, el almirante Nicolás Horthy. Gobernó con los exoficiales de su entorno y su gobierno fue de derecha reaccionaria, uno que aprovechó la circunstancia para desarrollar una política antisemita. Horthy, se dice, se ufanó diciendo que cuando hizo su gloriosa entrada desde Siofok a la capital, Budapest, la carretera quedó “adornada” con judíos ahorcados en los árboles que bordeaban la carretera. Durante su gobierno y sobre todo a partir del 1933, a la llegada de los nazis al poder en Alemania, los partidos ultraderechistas aumentaron su influencia, lo cual redundó en la aplicación de leyes “para la protección de la raza”, la primera en 1938, seguida por dos leyes mas, cada una mas restrictiva que la anterior. Estas leyes incluían el “numeros clausus” en los gremios, universidades etc. Las leyes se basaban en una aparente justicia: Hungría contaba con 10 millones de habitantes, de los cuales 600 mil eran judíos, un 6% del total, luego era lógico que el número de médicos, abogados, contadores, estudiantes, también se limitara a ese porcentaje, en vez del número 2-3 veces mayor que tenían. Todo este preámbulo era para llegar a la primavera del año 1944. El otoño anterior, desesperado por haber sido rechazado dos veces como solicitante de ingreso a la Universidad Politécnica, decidí inscribirme a la Facultad de Derecho en Debrecen (unos 100 Km. al oeste de Oradea). Cabe mencionar que, como excepción, en Derecho se admitía 12% de judíos, debido a que el doctorado en derecho era en esa época precondición para cualquier cargo: desde oficial de policía hasta intérprete público. Por otra parte, siendo la Hungría de Horthy de tendencia feudal, tenía preferencia como hijo de abogado a optar por esa profesión, mientras que para ser ingeniero tenía que ser hijo de ingeniero y -por sobre todo- ario.
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Movilicé todos los medios para lograr mi admisión. Mi papá era una persona muy popular en Oradea y a través de él conseguí recomendaciones de notables allí, como de sus homólogos en Debrecen: el fiscal de Oradea, el fiscal de Debrecen, el Obispo católico, el Obispo protestante, el organista de la catedral, etc., y sus respectivos colegas en Debrecen. Así, siendo Hungría el país de la palanca (“protekció” se llamaba), fui admitido y, me convertí en “mezei jogasz” donde “jogasz” es jurista o estudiante de derecho, y “mezei”campestre, porque no atendía a las clases sino que estudiaba en casa para, al final del semestre, presentar exámenes. En primer año de derecho romano, “Historia del Derecho y algunas materias mas. “Honeste vivere, alium non laedere, suum cuique tribuere”. El examen del primer semestre estaba fijado para el 21 de marzo, cuando, el día 19, nos enteramos por la radio que las tropas alemanas habían invadido Hungría. En casa hubo ambiente de profundo duelo y temor, pero yo, utilizando la actitud de avestruz, que apliqué posteriormente (y estúpidamente) en otras fases de mi vida, dije que a mi esto no me importaba, aseguré que viajaría al día siguiente a Debrecen para presentar exámenes. Mi papá levantó la voz: “¡Tú no irás a ninguna parte!”. Entonces, Horthy nombró Primer Ministro a su hasta entonces embajador en Berlín, Sztojay, y le dio mano libre en todo. Szotojay incorporó a su gabinete antisemitas extremistas, entre ellos a los viceministros “de asuntos judíos”, dos extremistas nazis, Endre Laszlo y Baky Laszlo. Con ello empezó la persecución de verdad: día tras día aparecieron nuevos decretos limitando los derechos de los judíos: tenían que cerrar sus cuentas bancarias y trasladar los fondos al Estado, tenían que llevar una estrella amarilla de 6 cm. de diámetro, de tela, cosida al pecho izquierdo de su ropa (hubo penalidades para los que llevaran la estrella “mal cosida”, es decir, removible), sólo podían circular en la calle durante dos horas diarias (posteriormente no podían salir de sus casas en absoluto), pero esto solo era el comienzo. Pocas semanas después de la ocupación alemana, todos los judíos estaban obligados a internarse en el “ghetto”; la palabra es de origen italiano y significa “cerrado” Se trataba de varias calles en el barrio predominantemente judío, zona que quedó cercada por todos lados. Allí obligaron a instalarse a los 30 mil judíos de la ciudad, con la aglomeración consecuente; hubo hasta 8 a 10 personas por habitación, un solo baño, una sola cocina. Las ventanas que miraban a la parte “aria” fueron pintadas de blanco opaco y estaba estrictamente prohibido abrirlas. En la calle solo podían circular médicos y policías del ghetto, etc. con permiso especial. Al poco tiempo comenzó el hambre: los gendarmes que custodiaban el área no permitían el acceso de víveres en cantidad suficiente. Todo culminó cuando llevaron a los judíos, en grupos de varios miles por día, a la línea férrea de la calle Rulikovszky, y los embarcaron en los vagones de ganado, de 80 a 100 personas por unidad, hombres, mujeres, (incluyendo parturientas), viejos, niños. Sacaron de los hospitales, incluyendo el epidemiológico y el psiquiátrico, a los pacientes judíos para meterlos en los vagones, Allí les dieron dos tobos, uno con agua para tomar y otro para los excrementos. Los viajes hasta Auschwitz duraban de cuatro a cinco días. El agua se acabó pronto, comida no hubo en absoluto, hacía un intenso calor, la mayoría de las personas tenía que estar de pié y se sentaron por ratos intercambiando el escaso espacio para descansar un rato. Llegados a Auschwitz, eran sacados a golpes por los soldados de la SS, les ordenaban desvestirse y colocar sus cosas en forma ordenada (“no olviden amarrar las trenzas para que luego les sea más fácil encontrarlos”). Anteriormente cada uno tenía
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que pasar por un médico SS quien los enviaba, con un gesto de la mano, a un lado o a otro. Los de la izquierda fueron a parar directamente a las “duchas desinfectantes”, unas salas enormes que acogían varios cientos de victimas; en el techo había regaderas, por las cuales en vez de agua salía gas “Ziklón B”, en base de cianuro. El gas era mas pesado que el aire, las personas se encaramaban unas sobre otras, niños sobre sus padres, para tratar de tomar un sorbo mas de aire. Finalmente se sacaba el aire contaminado con enormes ventiladores, los cadáveres se separaban con ganzúas, se les abría la boca y se sacaban las prótesis de oro a los que las tenían, para finalmente pasar al crematorio. En su mayor auge, en Auschwitz se procesaban hasta ocho o nueve mil cadáveres por día. La ropa se enviaba a Alemania marcada “donaciones para las víctimas de los bombarderos”, el oro dental se fundía y se enviaba al Banco Central. Todo lo anterior, que traté de resumir en forma muy escueta, es necesario para comprender lo que sigue: mis peripecias en el año 1944. Unos días antes que transportaran a mi papá, abuela, hermanos, tíos y sus familias, al ghetto (vino un carro tirado por caballo, con un campesino que hacía de cochero, más un gendarme con fusil al hombro), (se podía llevar una maleta por persona), llegó mi boleto de reclutamiento: me llamaron al servicio militar. Aquí debo hacer otro paréntesis. En Hungría el servicio militar era obligatorio para todo varón al cumplir los 21 años. Pero, ¿qué hacer con los judíos? Si se les daban armas, podrían voltearlas contra sus superiores, si se les exoneraba, se les estaría haciendo un favor…entonces inventaron las “brigadas de trabajo” (munkaszolgalat). Se formaron regimientos y pelotones, lo mismo que en el ejército, pero no se les daba uniformes, sólo una gorra militar (pero desprovista del escudo que llevaban los soldados) y en vez de fusil, les daban picos o palos. Tenían que pasar por un breve entrenamiento (firmes, descansen, presenten palas…) para luego hacer trabajos pesados. Cada regimiento y pelotón tenía sus oficiales, suboficiales y soldados rasos “arios” (a los soldados rasos, los judíos tenían que dirigirse llamándoles “señor valiente”) quienes los cuidaban y los disciplinaban. Ellos se denominaban “marco” para diferenciarlos de los judíos. Estos “marcos” eran frecuentemente peones semianalfabetas, antisemitas, algunos sádicos y tenían plena libertad de hacer con sus subalternos de raza inferior lo que les viniera en gana. Este sistema empieza ya en los años 30 y, después de la entrada de Hungría a la guerra; se instauro en el frente oriental, es decir, en Rusia, donde les hacían cavar trincheras, cargar municiones, etc. También tenían que marchar a campo travieso, agarrados de manos formando una línea delante de las tropas húngaras a fin de que, si explotaba una mina, pues que matará a judíos y a no a los “valientes”. A todo esto se sumaban los malos tratos por parte de los “marcos”. Si algún judío moría, el marco no tenía que rendir cuentas por ello. Bien, volviendo al inicio, tenía que salir en tren de Oradea para Nagybanya (Baia Mare) donde funcionaba un centro de reclutamiento. La última vez que vi a mi papá, a mi hermano (4 años menor que yo) y a mi abuela, fue en el momento cuando ellos debieron abordar el coche bajo la mirada del gendarme, mientras yo, con una cinta amarilla en la manga del abrigo de invierno (era mayo y hacía mucho calor, pero quería llevarme ropa caliente por si la cosa duraba más que el verano), más una gorra militar, tenía que dirigirme a la estación del ferrocarril. Esta escena no la pude olvidar: dije algo como “ciao”, hasta pronto, con un gesto en la mano, a todos. Papá me decía: “¿No vas a abrazar a tu hermano antes de irte?” (No dijo nada de abrazarlo a él, pero
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debe haberle dolido mucho), y yo le contesté: “¡Ah!, no importa, estaré de regreso pronto!”. Este recuerdo me revuelve casi a diario y me duele mucho. Tal vez -pensé, pero ahora trato de no pensarlo- he debido quedarme junto con los míos y entrar en el ghetto. Así lo hicieron varios, muy pocos sobrevivieron Auschwitz. También tenía una novia, nos queríamos mucho, éramos compañeros del liceo desde el 7º año (sería el 5to. año aquí) y nos queríamos mucho. Ella tenía un hermano mayor que hizo, desde el 1943, el servicio de trabajo en Ucrania, y nos contó de pueblos enteros en el este de Europa totalmente despoblados; los alemanes los deportaron a todos, y dijo que esto es lo que pasaría también en Hungría. Nosotros, asimilados, “húngaros de religión mosaica”, contestamos: “¡Ah, esto sucede allí en Polonia, aquí en Hungría no puede pasar nada parecido!”. Para entender mejor nuestra actitud miope, quiero mencionar aquí que mi papá era veterano de la Primera Guerra Mundial, teniente mayor de reserva, con una hilera de medallas por heroísmo en el combate e inválido de guerra. ¿Quién hubiera pensado que a una persona así su “patria” lo iba a exterminar? Bien, mi novia era muy pesimista, debido a lo que su hermano le había contado, y quería escaparse a Rumania. La frontera estaba a unos 8 o 10 kilómetros, de manera que era relativamente fácil atravesarla, por los bosques de Baiele Félix. Sin embargo, su mamá no quería dejarla sola, la hubiera dejado si yo la acompaño, para lo cual tenía que prometer que nos casaríamos cuando fuera posible. Cuando ella me propuso esto, le contesté “¿Para qué?, si esto no va a durar nada”. La llevaron a Auschwitz y no sobrevivió. Pude haberla salvado. A todas estas ya estamos en el tren para ir a Nagybanya, en el tren me encontré con varios en situación similar a la mía y conversamos. Me dijeron que al entrar al cuartel , nos cachean y si encuentran dinero, lo confiscan y además nos castigan severamente> los castigos más frecuentes en el ejercito húngaro eran “bekaugetes” ,ponerse de cuclillas y dar la vuelta varias veces al cuartel, saltando como la rana y “kikoetes”, lo colgaban a uno de un gancho o de un árbol con las manos juntas amarradas en la espalda, durante media hora o más, al que se desmayara le echaban un tobo de agua. Uno de los “camaradas” me dijo que tenía relaciones con los “marcos” y que conocía la movida, de modo que me sugirió que le diera dinero que tenia, para luego devolvérmelo dentro del cuartel. Huelga decir que después nunca más lo vi a él, ni mi dinero… En Nagybanya, el reclutamiento estaba a cargo del un teniente coronel de apellido Revitzky, persona excepcional por su comportamiento humano, ayudaba a quien podía. Era una excepción. Allí me asignaron a un pelotón y salimos a marchar, presentar palas, etc. En otros centros similares de reclutamiento, hubo un examen médico y si alguien inocentemente confesó tener algún problema cardiaco, lo mandaron a hacer saltos de rana hasta que se desmayara o peor. Después fuimos a la orilla del rio, donde teníamos que cargar piedras de gran tamaño, la mayor cantidad que podíamos agarrar con las manos (‘¡agarra mas judío flojo!”) y así cargados subimos a una colina para allí depositar nuestro cargamento. Esto se repetía durante la mañana. En la tarde teníamos que devolver las piedras al rio. A las pocas semanas de este “entrenamiento” que no era tan malo (hubo mucha camaradería, comida suficiente y no nos preocupábamos por nada), nos llevaron a Oradea, donde nos
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entregaron a la academia Militar de Artillería, para trabajar en la construcción de nuevas aulas para los cadetes. Un día, un señor “valiente” pregunto si había alguien que supiera reparar una persiana de madera. Yo me ofrecí y me pregunto por mis credenciales. “Teníamos una fábrica de persianas en esta ciudad” dije y quede bien con el teniente cuya persiana se había dañado. Luego buscaban músicos, cuando varios se presentaron, escogieron a tres para mudar el piano del capitán… otro día buscaron técnicos y nuevamente me presente. El capitán- profesor de telecomunicaciones me escogió y me puso a trabajar en su tallercito. MI trabajo era fabricar, en un pequeño torno tipo Hobby, un conmutador mecánico que permitiera las comunicaciones del profesor con todos sus alumnos a la vez, o uno por uno, o de un alumno a otro. Tarde 2-3 meses en realizar el trabajo, pero aun no está terminado. Pero pude salir del cuartel, siempre acompañado por un “marco” con fusil al hombro, para ir a la ferretería a comprar componentes para el conmutador. Tenía buena vida: me trataban bien, trabajaba poco y comía bastante. Hasta tuve la posibilidad de dormir, sobre una tabla y con un ladrillo de almohada, la siesta después del almuerzo La cerca del cuartel daba justo a la calle Rulikovszky donde embarcaban a los judíos en los vagones. Un día me dijeron los compañeros que vieron embarcarse a mi papá y al resto de la familia, que mi papá preguntó por mí, se contentó de que estaba bien y me mandó abrazos; creo que estaba durmiendo la siesta cuando lo embarcaron. Entre otros trabajos nos tocó limpiar el ghetto. Teníamos que peinar las casas abandonadas por los judíos, ellos no podían llevarse absolutamente ninguna pertenencia. El aspecto era parecido a una Pompeya después de la erupción del Vesubio: platos de comida a medio comer con la cuchara adentro, etc. Me llamaron los compañeros a los que les tocó el apartamento que ocupaba mi familia. Allí, encontré un sobre que mi pobre papá desesperadamente marcó “ruego a quien encuentre esto que lo entregue a Dr. Eugen Chis”, abogado rumano amigo suyo. El sobre contenía documentos, papeles, entre ellos uno denominado “Apa halala koruli megallapodas”, convenio que hizo papá con mi tío, referente a la sucesión de mi abuelo materno. Con esto papá trataba, hasta el último minuto, de defender los intereses de sus hijos. Creo que aún conservo estos papeles. Un día recibí una tarjeta postal de mi hermano Peter. Estaba escrita a lápiz, en alemán, y empezaba con las palabras “mir geht es gut…” -yo estoy bien, estoy trabajando y me tratan bien-. Estaba fechada en una localidad ficticia de nombre alemán. No conservé la tarjeta porque estaba seguro de que pronto nos reuniríamos. Otros recibían tarjetas con texto exactamente idéntico, con la escritura de su familiar. En Auschwitz obligaron a los que clasificaron para el trabajo, y que tuvieran posibles sobrevivientes en Hungría, a que escribieran este texto modelo a fin de tranquilizar a los judíos remanentes. En Oradea estuve junto con un amigo de liceo, Markovits Zoli; fuimos socios durante los años 1942-43, tiempo en que no teníamos nada que hacer porque no nos admitieron en la universidad: dimos clases a alumnos de liceo repitientes, con exámenes de reparación. Él enseñaba matemáticas, física, química, yo daba clases de gramática húngara, latín, francés y alemán. Éramos buenos amigos. Un día Zoli me contó que había tomado contacto con el padre de uno de sus alumnos, quien era cónsul de Rumania en Oradea. El cónsul le ofreció el uso de su vehículo con placas consulares,
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para que, manejado por el chofer oficial, nos llevase más allá de la frontera y nos dejara en territorio rumano. Era más fácil y más seguro que caminar por el bosque: los guardias de fronteras dejarían pasar el carro oficial con un respetuoso saludo, sin revisar papeles. La fuga se fijó para las diez de la mañana, cuando teníamos que estar en la puerta del cuartel, acompañados de un “marco” a quien hubo que darle una suma de dinero para que nos acompañase, y entonces nos recogería el carro con chofer. Zoli dijo que, como el carro tiene 4 puestos, podríamos llevarnos dos compañeros más. Escogimos a Friedlander y Kesztenbaum. A la hora fijada estábamos en la puerta con Zoli, pero no vinieron los otros a dos. Tampoco vino el carro. En la tarde nos convocaron y el oficial “marco” informó que se habían fugado tres de nosotros (los tres nombrados mas Gruenstein), y dijo que serían recapturados y severamente castigados; también mencionó que según la Ley Marcial en Estado de Guerra, podían ser diezmados los miembros remanentes (se cuenta uno- dos- tres… y el que le toca el número 10 es fusilado, luego se empieza de nuevo hasta matar el 10% de la tropa). Nada de esto sucedió, los tres viven hasta hoy, me encontré con 2 de ellos en años posteriores. Esta hubiera sido mi segunda ocasión para escapar. (La primera pudo haber sido con mi novia a Rumania, antes de las deportaciones). La llevaron a Auschwitz y no sobrevivió. Pude haberla salvado A fines de setiembre el ejército rojo estaba cercano de la frontera oriental de Hungría, donde se encontraba Oradea. La comandancia de la Academia de Artillería se preparaba para trasladarse “en bloc” a Hungría occidental y decidieron llevarse el pelotón judío con ellos. A fines de setiembre nos tocó embarcarnos en uno de los trenes que llevaban alumnos, profesores, personal y a nosotros. Ese era el último chance de quedarme allí y esconderme hasta la llegada de las tropas soviéticas. Estaba considerando seriamente esa posibilidad, cuando de repente no encontraba mis lentes y nada podía hacer estando cegato. Casualmente encontré mis anteojos pocos minutos antes de que nos mandaran a abordar el tren para occidente. El avestruz funcionó de nuevo. El trayecto entre Oradea y la frontera con Austria (en la época Provincia Oriental del Reich Alemán) era apenas de unos cientos de kilómetros, pero tardamos unos 8 o 10 días en recorrer esta distancia, pues teníamos que dar prioridad a los trenes militares (tropas, municiones). Éramos 8 o 10 en el vagón (contra 80 o 90 de mi papá) y lo pasamos muy bien leyendo y jugando a las cartas. Una noche mientras dormíamos, de repente ¡se acabó el mundo! Nuestro tren, de unos 80 vagones, chocó de frente con un tren-hospital alemán. Las dos locomotoras se descarrilaron y varios vagones se encaramaron unos sobre los otros. Nuestro tren incluía vagones-plataforma con tanques, cuyos trenes de oruga estaban acuñados con trozos de madera. Con el impacto del choque los tanques se desplazaron hacia delante, aplastando a los soldados que estaban durmiendo debajo de los tanques. En nuestra porción del tren se volteó la caldera del vagón-cocina, causando quemaduras a los cocineros. Yo estaba con la cabeza orientada hacia la locomotora, así que con el choque pegué duro la cabeza contra la pared delantera del vagón, pero sin causarme daño. En otra oportunidad, ya después de pasar el Danubio, nos sonaron la alarma, el tren se detuvo en campo abierto, teníamos que bajar y acostarnos en la zanja al lado del tren. Era un grupo de aviones ingleses Focker-Wolfe (aviones con dos “tabacos”) que bajaron
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para ametrallarnos. Mataron a varios de mis camaradas, pero a la mayoría no nos pasó nada. Al lado mío estaba agachado el mayor-comandante del tren; “el valiente” se hizo en los pantalones. Yo, gracias a mi “avestruz”, estaba disfrutando de la escena; de hecho vi los ojos del soldado británico que nos disparaba. Después de varios días de viaje, con escalas en campo abierto (el tren fue desviado a rieles “muertos” para dejar paso a trenes mas importantes, era una especie de excursión bastante divertida), llegamos a la ciudad de Koeszeg, cerca de la frontera con Austria. Allí nos alojaron, si mal no recuerdo en unos baños públicos sin uso. Esto sucedió a principios de octubre de 1944. Allí nos quedamos “vacacionando”, hasta que el día 15 escuchamos por radio la proclama del Jefe de Estado almirante Horthy: ordenaba a las tropas deponer las armas y entregarse al enemigo (ejército rojo), para poner fin al inútil desangramiento del ejército húngaro. Observamos grandes movimientos de tropas, tanques y artillería, de este a oeste (de Hungría a Austria). ¡Los alemanes se iban retirando! ¿Qué hacer? Si nos quedábamos las tropas húngaras que terminarían retirándose al oeste nos llevarían consigo, si nos escapábamos y nos agarraban nos exponíamos a ser fusilados. Preguntamos a nuestro oficial comandante, pero no supo decirnos nada. Así, especulando sobre nuestro futuro, angustiados, llegó la noche. Yo formaba parte de un grupito de cuatro amigos, para mi pena y vergüenza ni me acuerdo de sus nombres (uno se llamaba Hirsch Janos, era alto y flaco). Nos pusimos de acuerdo en que, si teníamos que escapar, lo haríamos juntos. Ellos se prepararon para esa eventualidad alistaron sus equipajes, se afeitaron. Yo –avestruz- no hice nada de esto. Este detalle me salvó la vida. En la madrugada me despertaron: los tres habían decidido escapar. Me junté a ellos y nos embarcamos en el primer tren con destino a Szombathely, capital regional, ubicado unos 20 kilómetros al oeste. A todas estas ya eran alrededor de las 10 u once cuando llegamos; allí teníamos que haber tomado otro tren con destino a Budapest. Entonces nos enteramos de que Horthy había sido detenido, su proclama revocada y que la guerra continuaba. El nuevo Jefe de Estado era Szalasi, jefe del partido “nyilas” (cruz con flechas). En ese momento teníamos la oportunidad de regresar a nuestra unidad, o ver si podiamos seguir hacia Budapest, al oeste. Sin embargo, el movimiento de trenes se paralizó en todos los sentidos, de modo que non erat res judicanda. Estuvimos los cuatro en la estación de ferrocarril que se estaba llenando de policías, gendarmes, húngaros y alemanes. Suponíamos (con fundamento) que seríamos sospechosos: no existían jóvenes de nuestra edad que no estuviesen en uniforme, y cómo explicar que estábamos vagando sin hacer nada, en la estación. Nos pusimos a leer periódicos y así escondernos (avestruz), pero nos sentíamos muy incómodos. Decidí entrar en una barbería de la estación para que me afeitaran. En esta forma ganaría media hora escondido. Apenas el barbero me enjabonó la cara, sonó la “pequeña alarma” (kisriado), y hubo que evacuar la estación. Mis tres compañeros así lo hicieron, yo tuve que esperar a que el barbero me terminara de afeitar. Cuando salí de la barbería, encontré la estación desierta, mis compañeros se habían ido. Posteriormente me enteré que los capturaron y, conforme al reglamento militar, los habían devuelto a nuestra unidad, la cual los envió, con un acta, a la Corte Marcial competente (originalmente con sede en Cluj, pero ahora ubicada en Sopron), otra de las pocas ciudades que aún no habían sido ocupadas por el ejército rojo. Allí los acusaron de
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deserción organizada (por ser más de un desertor), los condenaron a muerte y los fusilaron a fines de octubre. Yo me encontraba en la calle desierta de Szombathely, todo el mundo tuvo que retirarse a los refugios designados. Al entrar en uno de estos refugios, cada uno tuvo que presentar sus documentos de identidad. Lo mismo sucedió a alguno que pudo haberse quedado en la calle ¿Qué hacer? Si no me agarra el chingo…. Entonces apareció mi salvación: encontré en una de las calles un “refugio provisional”, una zanja cavada en zig-zag, en el centro de la calzada, de aproximadamente metro y medio de profundidad. Allí me metí y me agaché. Sonó la “alarma grande” llegaron bombarderos, pasaron por encima sin dejar caer bombas, sonó la señal de fin de alarma. Yo estaba saliendo de mi zanja, cuando se me acercó una persona mayor con una cinta en el brazo, me dijo que era el responsable de defensa antiaérea de la zona y me exigió los documentos. Le entregué el carné con foto de estudiante de la Universidad de Debrecen, que tenía pocos datos. La religión no figuraba. Me preguntó que estaba haciendo allí, le dije que era refugiado de las zonas ocupadas del este (había cientos de miles de estos), pero insistió en que quería ver mi cédula y preguntó porque no estaba en el servicio militar. Le dije que tenía exención estudiantil, pero nada le sirvió y llamó a un miliciano del partito nyilas. Estas brigadas de milicianos se habían formado la misma mañana, los extremistas llevaban una cinta con el símbolo del partido en el brazo y rondaban por todas partes matando gente a mansalva, más que todo judíos. El tipo me encañonó y me mandó caminar. Traté de negociar con él: le expliqué que tenía “status” militar y que tenía que devolverme a la comandancia más cercana, pero no me hizo caso, me empujó con el cañón del fusil: “Camina judío desgraciado”. Pasamos delante de la comandancia y seguimos; yo tenía miedo que me llevara a la sede del partido donde me torturarían y/o me matarían, pero pasamos por delante sin pararnos. Entonces mi miedo fue que me llevara a las afueras de la ciudad para allí fusilarme, pero, para mi sorpresa, me entregó a la jefatura de policía. La ignorancia de la burocracia militar de mi captor contribuyó para salvarme la vida. Me encerraron en el sótano de la policía, junto con unos gitanos ladrones. Allí pasé varias noches y allí tuve mis primeros piojos. Al día siguiente me llevaron para ser interrogado por un oficial de policía, joven, buen mozo, muy educado, doctor en derecho. En el interrogatorio le dije que yo no tenía intenciones de desertar sino que, como llevábamos varios días en Koeszeg, y como me había enterado de que tenía un familiar cumpliendo servicio de trabajo militar en Szombarthely, había decidido visitarlo allí, admitiendo que no tenía permiso para hacerlo. Con mucha benevolencia me escuchó y me mando de vuelta a la celda. Posteriormente me enteré de que el simpatiquísimo oficial era alto dirigente del partido ultranazi; poco tiempo después, en noviembre, cuando apenas quedaban tres ciudades húngaras sin estar ocupadas por los rusos, lo nombraron alcalde de una de ellas. También me enteré después (en diciembre de 1944), de que en lugar de cumplir con el reglamento para devolverme a la unidad y luego a la Corte Marcial competente (si lo hubiera hecho, me hubieran fusilado), me envió directamente a la Corte Marcial más cercana, ubicada en la misma ciudad de Szombathely. Motivó su procedimiento con el hecho que estábamos en guerra y no era el momento para leguleyismos, que había que
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ejecutar lo más rápido posible a los desertores, y más si eran judíos. Con esto me salvó la vida. Me trasladaron a la cárcel militar de la ciudad, una construcción rodeada de barrotes, en el centro del cuartel. El mismo cuartel estaba bien vigilado, de modo que si uno lograba escapar de la cárcel, todavía le quedaba escapar del cuartel. Allí me recibió un sargento mayor carcelero. Parte de su uniforme era una enorme llave metida en su cinturón. Me llevó a la celda de los judíos. Tendría 3x3 metros. Allí había cuatro jóvenes de Budapest de buena situación que estaban tratando de esperar, estando presos, que terminase la guerra. Habían sobornado a alguien para refugiarse en la cárcel, tenían reservas de comida (¡hasta hígado de ganso!) y resentían mucho mi llegada: no hubo puesto, yo tenía que dormir en el suelo. Pronto éramos 10 ó 12 en la celda. La cárcel se estaba llenando, llegó a tener dos o tres veces su capacidad, por la cantidad de desertores, húngaros, alemanes (suebios locales), gitanos, croatas, etc. Tuvieron que habilitar un galpón para ubicar allí a los presos excedentes. Yo estaba contando los días. Según la Ley Marcial de Guerra, a los desertores había que procesarlos en ocho días, y la sentencia podía ser una de dos: muerte por fusilamiento, o libertad (devolución al servicio militar). No sabía bien si los ocho días eran continuos o laborables, si se contaban desde la comisión del hecho o desde la captura, y todos los días me estaba preparando para el paredón. No me fue fácil, tenía miedo de morir, pero también de demostrar cobardía cuando me llevasen a la ejecución. Un día llegaron presos nuevos y me enteré que mis tres compañeros habían sido ejecutados, de manera que mi angustia creció aún más. Sin embargo, pasaban los días y no me llevaban a juicio. Mientras tanto pasaron dos cosas: la Corte Marcial estaba buscando intérpretes para intervenir en juicios de militares enjuiciados que solo hablaban alemán o rumano. Me hice intérprete accidental y el juez llegó a conocerme. En la cárcel, en su etapa galpón, la vigilancia no era tan severa y un día salí para dar un paseo por el cuartel. Allí tuve la sorpresa de ¡encontrarme con mis compañeros! Resulta que el pelotón, de unos 220, se dividió en dos grupos de a 110 aproximadamente. La mitad la llevaron a Alemania, los que sobrevivieron no pasaron de 2 o 3; yo estaba en el grupo que paso a Alemania, ciertamente no hubiera sobrevivido. Otra vez escapé con vida. Entré al cuartel de ellos y les di una enorme sorpresa: ¡Me daban por muerto! Lo que pasó fue que la Corte Marcial ofició al comandante de nuestra unidad que “los tres desertores habían sido fusilados”. Nuestro comandante no quería participar que habían ejecutado tres y que uno había sobrevivido, de manera que informó que “los cuatro fugados habían sido ejecutados sumariamente”. En el grupo que estaba en el cuartel se encontraba Arturo Klein, quien a la sazón llevaba el sobrenombre “Maklári” por su parecido con un conocido actor teatral de ese apellido. Allí me enteré de la suerte de la media unidad a la que había pertenecido yo. Mi juicio se hizo justo antes de nochebuena. Me dieron un defensor público, un viejito y chocho coronel juez marcial, jubilado. Me preguntó antes del juicio ¿Cuál es su defensa? Le aclaré que yo no me había fugado sino solo me quería ausentar temporalmente (en USA esto se llama AWOL o “Absent without leave”), prueba de lo cual era que había comprado el billete de tren de ida y vuelta, y que guardaba en mi
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bolsillo mi banda que debí llevar en el brazo izquierdo (por ser católico, la banda era blanca en vez de amarilla). Ambas alegaciones eran falsas, pero dije que tanto el billete y la banda me habían sido quitados en la cárcel de la policía. Empezaron los juicios, el mío era el quinto entre siete. Antes de mi caso se había dilucidado el de un “alemán étnico” del Transdanubio, quien se había separado de su unidad en el ejército húngaro para incorporarse en la SS alemana. Su defensa: quería luchar por la victoria final del Fuehrer y no barrer patios de cuartel como lo mandaron a hacer los húngaros. El juicio duró pocos minutos y el juez lo condenó a diez años de trabajos forzados. ¿Cómo sería entonces el caso de un judío fugado para salvar su pellejo? Para mi suerte, mi abogado defensor tuvo que ir al baño justo antes de comenzar mi juicio, estoy seguro que de estar presente el pobre chocho el resultado hubiera sido peor o tal vez fatal. El fiscal-mayor marcial leyó el acta de acusación y mientras lo hacía se dio cuenta de lo que se trataba: se me acusaba de ausente sin permiso y se propuso un año de cárcel. Leyendo el acta, el fiscal se dio cuenta y así lo dijo, que se trataba de un lamentable error causado por la enorme cantidad de trabajo que tenían las cortes marciales. Se trataba de un caso claro de evasión y deserción, y debí haber sido juzgado y condenado a muerte según la Ley Marcial de Guerra, en ocho días. Para remendar la situación, propuso que ese tribunal me condenara ahora ser fusilado. El juez estaba apurado, no quería esperar que mi defensor regresara a la sala y me preguntó si me podía defender yo mismo. Dije que sí (al fin y al cabo era “jurista”) y expuse mi defensa. El juez no me dejó terminar mi exposición y anunció el veredicto: Siete meses de cárcel con la pena adicional de pasar un día por semana sin colchón y sin comida. Se reconocieron los dos y pico de meses de detención preventiva y se suspendió el resto de la sentencia “hasta finalizar la guerra”, con la condición de dejar de ejecutar la sentencia si me comportaba bien en la batalla (la ley no llegó a saber de las brigadas judías de trabajo). Así que me liberaron en la tarde del 24 de diciembre de 1944. La boleta de liberación, que comprendía una orden de incorporarme a mi unidad (inexistente) en Koeszeg estaba emitido a nombre de dos individuos: yo, más un soldado raso con su regimiento en la misma localidad. Teníamos que salir en el próximo tren, y nuestro salvoconducto era la orden judicial. Ahora bien, yo sabía que mi unidad no existía. Si regresaba allí los alemanes me llevaban a Alemania. Si no regresaba, era desertor reincidente y me fusilaban allí mismo. Me costó convencer a mi compañero el soldado que fuésemos a visitar al resto de mi unidad en la misma cárcel, pero finalmente accedió. Entretanto se hizo tarde y el comandante del pelotón ya se había retirado a su habitación en el pueblo. Logré arrastrar a mi compañero soldado para que buscásemos al subteniente. Lo encontramos totalmente borracho. Sabiendo que no me entendería, le solicité permiso para quedarme en el cuartel toda la noche. Mal que bien me entendió y balbuceó un “quédate pues”. Así que, con el soldado, regresamos al cuartel; el soldado confirmó ante el sargento que tenía permiso del teniente. El soldado se fue, llevándose mi liberación judicial. El día siguiente llegó el teniente con un tremendo ratón, entendió mi caso y quedó muy arrepentido de no haberme mandado al cipote, Esto podría traerle problemas... Total, me quedé y al poco rato nos llevaron a Ondod (Andau en alemán) justo en la frontera. Allí nos alojaron, de 3 o 4, en ranchos o chozas del barrio gitano del pueblo. Trabajamos cavando zanjas para la defensa contra los rusos, reforzadas con troncos de madera. Hacía mucho frío ese invierno. Había una fogata donde podía uno calentarse las
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manos, pero de hacerlo, a los pocos segundos los “marcos” nos conminaban “a trabajar, a trabajar”. Mi amigo en esa época era Eckstein (más tarde Eles) Otto, quien conocía a Marianne y por cuya mediación posteriormente yo la conocí a ella. Trabajamos en equipo y llegamos a la conclusión de que no valía la pena trabajar varias horas para estar cerca de la fogata unos segundos. Así que decidimos prescindir del calor, nos escondíamos en el bosque pasando frío y hablando de literatura, arte y filosofía, para reunirnos con la tropa sólo para la hora de comer y para la retirada. (No perjudicamos a los compañeros con esta actitud, ya que el trabajo no era por unidad (como en Auschwitz) sino por hora o día. Nuestro comandante entonces era un sub-subteniente de Transilvania, en la vida civil comerciante de zapatos, y excelente persona. Todas las semanas tenía que ir a la ciudad para reportarse con su unidad, y cada vez le daban órdenes de iniciar la marcha a pié hacia Alemania. Y él, todas las semanas decía “Sí señor” y nos quedábamos en Ondod. También casi todas las semanas cambiaban de comandante de zona, de modo que el proceso se volvió a repetir. Aparte del frío la pasábamos bien, dormíamos en la cocina caliente de la choza gitana, nos daban toda la cantidad de carotas que quisiéramos. La comida la repartieron con un cucharón de 0,6 litros, y yo me hice “duplas”, es decir, apenas me daban mi ración, me ponía, comiendo, nuevamente a la cola y me daban otra ración, y algunas veces hasta tres. Esta era la comida tres veces al día, menos los domingos, cuando nos daban papas y algunas veces hasta pedacitos de carne. Yo estaba gordísimo (casi como ahora), pero sufría de falta de vitaminas, tenía sarna, y las enormes llagas que llevé en todo el cuerpo nunca cicatrizaban. Una vez, marchando de regreso después del trabajo, encontré un grupo de jóvenes en el campo. Ya era marzo, primavera, los bosques y campos comenzaban a reverdecer. Los muchachos y muchachas tenían una cobija en el suelo, llevaban cestas con comida y vino y reinó la alegría. Mientras tanto nosotros, trabajadores forzados, acompañados de “marcos” con la bayoneta calada, marchábamos hacia una suerte desconocida, sin tener idea de lo que había pasado con nuestra gente. Me impactó ver que para algunos la vida no había cambiado. Llegó el momento en que escuchamos la artillería rusa. El oficial nos convocó y nos dijo: “¡Muchachos, hasta ahora yo los estuve salvando a ustedes, ahora les toca a ustedes salvarme a mí. Vamos a retirarnos hacia el este, en formación, con los `marcos´ sin armas y con el coche de caballo llevando las reservas de comida y la caldera para prepararla, por delante!”. Aprobamos y aplaudimos lo que dijo y nos formamos en una columna. A cada rato pasaba un soldado ruso, a pié, a caballo, en moto, y nos cuestionaba, para saber que y quienes éramos. La comunicación fue un tanto difícil: uno de nosotros hablaba algo de ruteno, idioma eslavo, pero tardábamos mucho en cada escala. Finalmente llegamos a un río donde el puente estaba bombardeado. Era imposible pasar en formación, pero individualmente, encaramados en los restos retorcidos del puente de acero, se podía pasar. Así que nos dispersamos, cada uno con su grupito, yo con Otto, y caminamos hacia Budapest. Algunas veces conseguíamos colita en un coche de caballo de campesino o en un camión militar soviético. En una ocasión nos topamos con Arturo, sentado a la orilla de la carretera, luchando con sus pies hinchados con ampollas de tanto caminar, pero nos separamos de nuevo.
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Un día nos agarraron los rusos y nos metieron en un enorme grupo (calculo de casi mil personas) destinados a ser llevados a la Unión Soviética como prisioneros de guerra. Trabajamos un día picando y transportando rocas. En la mañana nos escapamos con Otto y nos escondimos en un bosque vecino. Los guardias rusos nos dispararon con fusiles, pero no acertaron. Dormimos en casas o establos de campesinos, nos dieron algo de comer y seguimos hacia la capital. Nos dijeron que en Budapest todos los puentes están destruidos, menos uno: el puente Elizabeth, pero allí había severos controles por soldados rusos. No había mas alternativas, teníamos que pasar de Buda a Pest, y encomendando nuestras almas a Stalin (¿?) fuimos hacia el puente. Los soldados nos dejaron pasar sin pestañear. Me separé de Otto y fui a la casa del tío David, hermano de mi abuela, padre de las hermanas que posteriormente llegarían a la Argentina. Me dijeron que fuese a la central judía para que me dieran un documento original de identidad, pero caminando hacia allá, frente a la estación de ferrocarril occidental, me detuvo un soldado KGB (policía secreta, posteriormente rebautizada NKVD) y me llevó al único edificio en la plaza que no había sufrido los bombardeos. Subimos unos pisos y me hizo señas para que entrara por una puerta pintada impecable. Toqué la puerta y con paso firme entré para encontrar que en un cuarto pequeño había decenas de personas como yo, no se podía uno sentar, quedamos parados y apretujados. Al cerrar el soldado, la puerta indagué “¿De qué se trata?” Me dijeron que periódicamente venía un soldado ruso y conminaba a los “húngaros” a que salieran. Ninguno quiso declararse húngaro, todos dijeron ser checos, serbios, rumanos, por temor a represalias. La situación era tan incómoda, que apenas vino una vez más el ruso, me ofrecí a salir como “húngaro”. Me llevaron a la oficina de un oficial KGB que hablaba perfectamente el húngaro, le conté mi historia, me dio un pase provisional y me dejó ir. Al salir le pregunté la razón por la cual no dejaban salir a los checos, rumanos y demás y me explicó que era intérprete húngaro y no podía tratar con los detenidos de otros idiomas. De Budapest pronto emprendí la última fase del viaje en tren, llevándome al tío David, para quien conseguí un asiento en un vagón, pero a mí me tocó viajar en el techo, en una posición bastante incómoda y difícil, porque el techo del vagón era inclinado y no había donde agarrarse. El viaje de apenas unos 100 kilómetros duró muchísimas horas. El tren hizo escala en Debrecen, la ciudad universitaria donde yo “cursaba” derecho, y me acerqué a mi amigo el bedel de la facultad. Este me dijo: “Quédese unos días señor jurista, en diez días le consigo el doctorado. Los señores profesores están cagados”. Decliné y así no soy doctor juris.
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CON MARIANNE EN PARÍS A mediados de 1948, vivíamos con Marianne en el Hotel de la Rue Lécluse carca de la Place Clichy, en París. Yo trabajaba como tornero en la fábrica Chenard & Walker, en Genevilliers, a 20 minutos de autobús de la última estación de metro. Marianne se ocupaba del “hogar”. La habitación del hotel tenía un lavamanos cubierto con una lámina de cinc para que no se mojase el piso del cuarto que era de madera. Estaba prohibido cocinar, pero nosotros -y supongo todos los habitantes del hotel- pusimos sobre el cinc una hornilla de alcohol para preparar comidas. El hotel era solo para “fijos”, contrariamente a la mayoría de los hoteles en la zona de Montmartre y Pigalle, que eran hoteles de citas. La dueña era una señora solterona, mayor, muy seria y el único empleado era el hermano de ella; se llamaba “Monsieur” y hacía tanto de recepcionista-portero, como de barrendero. Había un WC entre cada dos pisos, en un entrepiso, y para bañarse había que caminar una y media cuadras. Marianne también hacía el mercado. Ella no hablaba francés, pero se arreglaba con pocas palabras: une, deux, livres, comme-ca,. Ejemplo: deux livres comme ca. Yo ganaba 80 francos, anciens francs; posteriormente la moneda se revalorizó y le quitaron dos ceros, mas premios. Era interesante la organización del taller: tenía una oficina técnica adentro. Allí le entregaban a uno el material a tornear, un dibujo, una hoja de trabajo y eventualmente los instrumentos especiales para ese trabajo (por ejemplo: pasa-no pasa, galga de cono, peine de rosca, etc.). También recibimos una hoja de trabajo: precisión requerida, anotaciones, etc., mas el tiempo previsto para el trabajo. Si ese tiempo era, digamos, de tres horas y uno tardaba dos horas y media, le reconocían media hora de sobretiempo, y esto se pagaba semanalmente junto con el sueldo. También pagaban un premio mensual por la suma de sobretiempo del mes, y cada par de meses un premio sobre el rendimiento total del taller. Había conseguido el trabajo por los avisos en la prensa. Anteriormente fui a Renault, pasé el examen de admisión, pero finalmente no acepte el boulot porque estaba muy lejos y pagaban poco. La admisión en la Renault incluía un examen médico, inclusive rayos X. Cuando salí del aparato, el tipo que estaba detrás de mi me pidió que pasara de nuevo, haciendo las veces de él, ya que tenía una lesión pulmonar y temía ser eliminado. No lo acepté, quería ser muy correcto. En la Chenard & Walker no había examen médico, sino técnico. Un ingeniero me dio varios croquis y me preguntó sobre varios puntos. Uno era resolver un problema geométrico, y yo, después de buscar desesperadamente la solución, tuve que decirle que no podía hacerlo, porque faltaban datos. Después me dio una hoja de trabajo, un cilindro de acero, las herramientas para que fabricara una pieza formada por una rosca, un cono y una parte cilíndrica entre los dos. Dijo que la única medida importante era la longitud del cilindro. Esto porque si me equivocaba con el cono, tenía que modificar la cota del cilindro. Hice la pieza en menos del tiempo indicado en la hoja de trabajo, y conseguí el boulot. Tenía un asistente marroquí o argelino llamado Mouhammad, cuya tarea era recoger las virutas que mi torno producía. Almorzamos en la fábrica, la comida era gratis, inclusive un octavo de litro de vino, y no era mala, pero la baguette era aparte, cada uno
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la traía bajo el brazo, ya que el pan era racionado y se necesitaba un ticket para comprarlo en la boulangerie. Aquí menciono que al llegar a París, y siguiendo indicaciones de otros refugiados, me presenté en la Prefecture para solicitar nuestras cartes d’alimentation. La señora me pidió mi carte de séjour, -carte d’identité- y le dije que no la tenía: “Acabamos de llegar ilegalmente y no tenemos ningún papel”. La señora llamó a su jefe: “Monsieur, hay una gente sin documentación y tienen las agallas de pedir ¡sus raciones de comida!”. Pero era legal solicitarlas. Arturo y su hermano Willy, que vinieron de Alemania por la misma ruta nuestra, habían sido detenidos en la frontera, juzgados y condenados a 30 días de cárcel; a la gente como nosotros que logramos atravesar la frontera sin papeles ¡nos premiaron! Los Klein, posteriormente tuvieron problemas con la salida para Venezuela porque sus casiers judiciels (certificados de buena conducta) no eran “limpios”.
Dibujo de pieza de examen Chenard & Walker Genevilliers
Los fines de semana comíamos en la Mensa judía de la Rue Rosier (¿o Rue Rosier era el ghetto de París?) por cuenta de la Joint (Organización de Beneficencia Judía Mundial, que aún existe). Para ello teníamos que pasar por una oficina donde nos daban valesque luego teníamos que entregar en el comedor a una persona que daba vueltas a las mesas solicitando “Tsetele s’il –vous – plait!”. La etimología de la tsetele me parecía la misma de la cédula, lo cual me parecía cómico. Alrededor de junio o julio Marianne quedo embarazada. Era una tragedia: no teníamos hogar, no teníamos dinero, mi sueldo había tenido que ser incrementado vendiendo unos dólares cada mes, ¡era una locura tener un hijo! Conseguimos un médico de la misma ascendencia que la nuestra, dispuesto a practicar un aborto, ilegal y muy severamente castigado en la época en Francia. El doctor vivía en un cuarto alquilado en un apartamento de familia y practicó la operación, sin anestesia, por el método muy traumático de la época, de dilatación del cuello uterino. En la sala adyacente, la familia estaba conversando y la pobre Marianne no podía quejarse ni siquiera en voz baja. Era una tortura horrible, pero pasó. Poco después Marianne quedó embarazada de nuevo, y se negó rotundamente a pasar por lo mismo, así que tuvimos que salir de Francia con Eva en la barriga de su mamá. Era una locura, pero de no ser así mi vida hubiera sido muy diferente, así que, en resumidas cuentas, todos tuvimos suerte.
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TORO A PINEDA 41 Esta fue nuestra primera dirección en Caracas. Lo que quiero contar ahora es como llegamos allí. Salimos de Oradea con unos 2000 dólares en billetes. Unos 500 dólares se gastaron en el camino, atravesando seis o siete fronteras ilegalmente, otros 500 dólares me los quitó un nazi húngaro en París. En aquel tiempo, a mediados y fines de 1948, toda Europa estaba alborotada por la posibilidad de una inminente Tercera Guerra mundial. La cortina de hierro había bajado hacía poco, los rusos cercaron Berlín occidental para que no pudiera recibir suministros desde occidente (la parte de Berlín occidental, anteriormente zona de ocupación de los ejércitos de USA, Francia e Inglaterra, dependía totalmente de los insumos que le llegaban desde Alemania Occidental). Entonces USA estableció el famoso “puente aéreo“, cada tantos minutos aterrizaba en el aeropuerto de Berlín occidental un avión de carga con suministros. Era solo asunto de una decisión que Stalin podía tomar de un momento al otro, la de dispararle a uno de estos aviones cuando sobrevolara el territorio de la República Popular de Alemania, entre Alemania Occidental y Berlín, para que USA lanzare bombas posiblemente atómicas (que a USSR aún no tenía) sobre territorio soviético. En esta circunstancia es comprensible que nosotros, sobrevivientes de una guerra horrible, quisiéramos escaparnos a un lugar “seguro”. No quiero contar ahora nuestra odisea atravesando la frontera de Rumania a Hungría, de Hungría a Austria, de zona rusa a zona inglesa en Austria, de allí a la zona USA en Alemania, para entonces pasar a la región del Saar, entonces autónoma pendiente de un plebiscito para decidir si querían ser franceses o alemanes (ahora son alemanes), para llegar a Saarbruecken, capital de Saarland. Allí llegamos por tranvía y caminando a Reims, luego por tren a París. Lo contaré algún día, a menos que no me provoque contarlo. Bien, llegados a París, nos alojamos en un hotel en la Avenue Zola, hasta que conseguimos uno más económico en la Rue Lecluse, cerca de la Porte de Clichy. Allí vivimos hasta fines de 1948, cuando -financiados por la IRU (International Refugee Organization)-, salimos vía Bordeaux en el vapor “Portugal” con destino a La Guaira. La IRU pagó nuestro pasaje, pero en París, trabajando como “tourneur outilleur”, es decir, tornero calificado, no de producción en masa, no ganaba lo suficiente para vivir los dos, así que gastamos algo de nuestras magras reservas También en París, mientras buscábamos visa para algún país “seguro” nos estafaron. Este incidente me molesta hasta el día de hoy y lo contaré, tal vez sirva de “katharsis”. Entre los emigrantes en París que trataban de ir a alguno de los países codiciados (USA, Canadá, Australia, metas imposibles ya que todos los cupos estaban colmados) aparecían entonces, en segundo lugar, Argentina, “el país más europeo de Latinoamérica”, México (vecino de USA) y Cuba (para entonces probable próximo estado de los Estados Unidos); todas estas visas eran muy difíciles de obtener. Pero volviendo a Caracas, me hicieron una oferta generosa: me permitieron a mí y a otro matrimonio, en condiciones similares, que construyésemos una habitación en el jardín de la casa, para luego vivir allí gratis, pagando solo luz y agua. Yo sabía mucho
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de mecánica pero nada de construcción; de todas maneras empecé a comprar cemento y arena, cargué los sacos desde la calle empinada de Toro a Pineda hasta el fondo del jardín, luego eché el piso de unos 4x4 metros. No sabía rematarlo, el concreto quedó poroso y cada vez que Marianne le pasaba escoba, recogía medio saco de cemento/arena en polvo. Luego compré bloques y construí las cuatro paredes, madera y fabriqué una puerta y una ventana, finalmente teché todo con láminas de aluminio. Al llover, nuestra casa era un infierno: las gotas de agua en el techo de aluminio sonaban como un regimiento de ametralladoras. Recuerdo un incidente: estando yo echando el concreto del piso, pero aún no seco del todo, traté de instalar la corriente (tampoco una especialidad mía), y con mi usual apuro, quería cortar simultáneamente los dos cables con corriente viva. Con el alicate no aislado, y con los pies mojados me pegó un corrientazo horrible y empecé a bailar y gritar. Marianne tuvo la presencia de ánimo de retirar el enchufe de alimentación. En Toro a Pineda 41, pasaron muchas cosas. En uno de los cuartos vivía un matrimonio húngaro joven (no judíos). Ninguno tenía trabajo, pero ella salía todas las noches sin decir adonde; posteriormente supimos que era fichera. Una tarde llegaron tres hombres: uno preso y dos detectives acompañándolo. El preso (luego supimos que era adeco pesado) entró al cuarto de la mujer, el marido se despidió, y pasaron allí largo rato. Después escuché una pelea entre el matrimonio: ella le reprochaba a él que no solamente no trabajaba, sino que le quitaba reales a ella para invertirlos en negocios fantasmas. La mujer le gritó: “Lo que haces con tus reales es asunto tuyo, pero lo que gano con mi trasero, ¡es mío!”. Conseguí trabajo en enero 1949, en la fábrica de Chocolates Savoy, ganando la entonces envidiable suma de 700 bolívares mensuales. Tenía que tomar un autobús desde la esquina de Dos Pilitas a Plaza España (hoy Av. Urdaneta), de allí otro bus para El Valle. Había autobuses populares (aunque entonces no se llamaban así, sino que les decían “cucarachas” por la forma abombada del techo), a locha (Bs. 0.125) el pasaje, y los modernos cuadrados a medio, También había por puestos de Plaza España a El Valle, al precio inaccesible de un bolívar. Almorzaba cerca de la fábrica, donde un portugués, chuleta con papas o arroz, ensalada, refresco y café por 4,50 Bs. Teníamos que comprar muebles, ropa de bebé, cuna, de manera que no nos sobraban reales. Casi todos los 1000 dólares se fueron en las “obras” de construcción del rancho. Se me acaba el papel y la paciencia y solo contaré como salimos de allí. Un día la Sra. Elefant acusó, delante de otras mujeres, que Marianne estaba robando comida de la nevera comunal. Específicamente dijo que recogió, con una cuchara, la grasita, que estaba en la superficie, de un hervido que ella había cocinado. Entonces nos mudamos a San José del Ávila, pero esto debe ser otro cuento. Traté de establecer contacto con las hermanas Schiff en Buenos Aires para ver si me ayudaban llegar allí y luego establecerme, pero no me hicieron caso. La hermana menor Klari, se fue de su casa en Budapest cuando tenía unos 20 años e hizo carrera en la farándula; una vez recuerdo haber visto una foto en la revista semanal SZINHAZI ELET, en la columna “Húngaros en el Exterior”; estaba bailando en un local en El Cairo. La hermana mayor, Annus, a la que conocí mucho, era una “doer”, se las arregló siempre. En un tiempo era concesionaria de un cine en una de las arterias principales; luego, cuando quedó prohibido a los judíos tener este tipo de empresas, logró obtener la concesión a nombre de un mayor del ejército, amigo (¿?) de ella, y allí siguió hasta el
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final. Klari su hermana hizo carrera en bares y terminó casándose con un rico hacendado mucho mayor que ella, quien poco después murió y le dejó miles de cabezas de ganado. Pues bien, aún antes de salir de Oradea, contacté a la tía Annus para ver si quería que me juntara con ellas dos; me preguntó de cuanto dinero disponía. Le dije que posiblemente podía reunir 50.000 dólares, y ella me contestó a vuelta de correo que sí, y que fuera cuanto antes, pues con esa suma se podía hacer algo en la Argentina. Estando ya en París le informé que todo lo que tenía eran 2.000 dólares y ella hasta hoy no me ha contestado….aunque le mandé hasta una carta certificada con acuse de recibo, y el recibo me llegó bien. Por otra parte, siguiendo con lo de las persecuciones, la primera por judíos, la segunda por “burzsuj” rusificación de la palabra “bourgeois” enemigo del proletariado, la peor fue la primera, así que decidimos, Marianne y yo, que de ahora en adelante seríamos católicos. Escogimos esta religión y no otra porque yo había sido bautizado en Oradea en el verano de 1944, durante las deportaciones, en mi búsqueda de más posibilidades de sobrevivencia. Me acerqué a la Embajada de Argentina (de hecho a prácticamente todas las embajadas posibles, salvo Nicaragua que -según Marianne- era el “zôld pokol” o infierno verde). Los argentinos me refirieron a un cura húngaro en París, denominado “aumonier hongrois en France” para que nos pusiera en sus listas. Este me pidió una recomendación de la Iglesia de Hungría, de manera que pregunté a mi suegro Bandi bacsi si me la podía conseguir y él me mandó de inmediato una carta firmada por nada menos que el Cardenal Mindszenty, príncipe arzobispo de Hungría, quien posteriormente obtuvo fama mundial por su resistencia a los comunistas, estuvo encarcelado y luego, por componendas políticas, fue liberado pero sin poder salir del país; durante la revolución del 1956 se asiló en la embajada USA de Budapest donde vivió varios años. Con esta carta supuestamente me pusieron en la lista de candidatos para emigrar a Argentina, pero la visa tardó y tardó; finalmente un joven húngaro me ofreció conseguirme la visa en pocos días por 500 dólares. El joven era exgardista del partido “nyilaskeresztes”, un grupo de muchachos que andaban armados en las calles de Budapest, saqueando y matando judíos. Ante la escasez de balas, frecuentemente mandaban a juntar a un grupo de personas en la orilla del Danubio, los amarraban con alambre de púas, luego mataban a algunos pocos con disparos de fusil o de pistola, y al caer los muertos, arrastraban a los vivos en las aguas del Danubio. Este fue pues mi ilustre interlocutor, pero -aunque ahora me da pena y rabia- negocié con él, le di los 500 dólares, luego el día siguiente me mandó una carta diciendo ciao, ya estaba en un barco rumbo a Argentina y yo no tenía chance de ir. Cuento todo esto -a parte de la propensidad senil de divagar y salir por la tangente- y aparte del hecho que toda la historia es tan complicada que es difícil mantener el hilo sin referirse a los antecedentes, para llegar al punto cuando llegamos a Venezuela con unos 1000 dólares en el bolsillo. Llegamos en los días del derrocamiento del gobierno adeco, (no teníamos idea de lo que la palabra significaba), así que el “Portugal” no pudo
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atracar en La Guaira sino que nos desviaron a Puerto Cabello y allí tuvimos que esperar 2 o 3 días en la rada antes de que nos descargaran y nos llevaran en camiones de estaca al campamento de Naguanagua, cerca de Valencia. Aquí va otro paréntesis: el barco “Portugal” salió en horas de la tarde de Burdeos. A Marianne la alojaron en una cabina de un puente inferior, con cinco mujeres más, mientras que a mí me pusieron en la bodega con 199 hombres inmigrantes más. El barco tenía un fuerte olor a rancio. Todo era bonito mientras el “Portugal” salía de la embocadura del río y llegaba al Golfo de Viscaya, famoso por su mar picado. Una vez en mar abierto muchos se marearon, yo estaba en una litera inferior, encima había dos más, y me despertó el vómito que estaba cayendo desde las literas superiores. Fui a buscar a Marianne quien llevaba 3 meses de embarazo. La pobre no solo se vomitó, sino que también tuvo una horrible diarrea. Así que, mar picado o no, tuve que limpiarla y cambiarla de ropa. Pero volvamos a Naguanagua o más precisamente a Güigüe. Nos alojaron en grandes galpones, poniendo un matrimonio en cada esquina. Las tres comidas las servían en un galpón-comedor, la comida era aceptable y suficiente. Había mucha gente, sobre todo rusos y ucranianos (posibles ¿ex -guardias de campos de concentración?) que llevaban varios meses allí, felices poder alojarse y comer sin hacer mayor cosa, pero nosotros queríamos llegar a la tierra prometida: Caracas. Nos sacaron fotos, huellas digitales, datos etc., para darnos la cédula, y nos hicieron exámenes de sangre, para darnos certificados de salud. Después de algún tiempo llagaron las cédulas (palabra divertida para un húngaro parlante: papelito), pero no así los certificados de salud, de manera que se perdieron los exámenes. Después de un tiempo más de espera, alquilamos un camión de estacas para que nos llevara a Caracas. La única dirección que tuvimos adonde llegar fue la de la pensión “Elefant”, Toro a Pineda 41, en La Pastora. El matrimonio de apellido Elefant era de judíos-húngaros-checos de Kassa, actualmente Checoslovaquia. No hubo habitación para nosotros, pero por módico cargo nos permitieron dormir en sendos catres en un pasillo de la vieja casa colonial convertida en pensión-refugio para recién llegados. El día siguiente quería buscar un cuarto para alquilar, pero los Elefant nos convencieron que no perdiéramos tiempo: 1) Hay una gran escasez de vivienda en Caracas y 2) de todas maneras nadie alquilaría nada a una mujer embarazada.
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El texto que sigue, a modo de apéndice, obedece a una recurrente fantasía de mi padre y que a fuerza de escuchársela dio origen a mi primera novela, Los vocablos se amaron por última vez. Quería explorar mi padre lo que hubiera podido ocurrir en la Gran Colombia, si los alemanes hubieran ganado la Segunda Guerra Mundial. De haber desarrollado su idea, habría convertido al hijastro de Goebbels, Harald Quandt, en un funcionario/investigador del (ficticio) Ministerio de Asuntos Raciales del III Reich “Alfred Rosemberg” asignado a Venezuela y me habría conferido a mí la potestad y la responsabilidad de inventar las traducciones de unas cartas que Quandt le habría enviado a su esposa en Alemania, dándole cuenta de las vivencias e incidencias de su investigación y que habrían caído en mis manos por extraños sortilegios. La ucronía por él planteada dio así origen a mi novela, en la que Harald Quandt se convirtió en un agente político involucrado en la historia contemporánea de Venezuela, al estar involucrado en el magnicidio del General Carlos Delgado Chalbaud, en pleno ejercicio de la Presidencia de la República, para favorecer, con la implantación de una dictadura militar férrea, los planes del Fuehrer de anexar los países bolivarianos al III Reich, comenzando por Venezuela. Mi padre escribió estas notas preliminares con la intención de inventar esas cartas a cuatro manos conmigo, había leído más de una treintena de libros y documentos relacionados con la Segunda Guerra Mundial, había llegado a Venezuela para refundarse en una patria libre, en una familia nueva, en el futuro, pero los fantasmas del pasado nunca lo abandonaron, mediante su ucronía, ambos, cada uno a su manera, proscribimos a nuestras inexpugnables sombras.
CARTAS DESDE CARACAS TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN POR EVA FELD
TITULO ORIGINAL “BRIEFE AUS KARAKAS”
INTRODUCCIÓN DEL TRADUCTOR El autor de la selección de cartas que aquí se recopilan en versión castellana, es el Dr Phil. Harald Harald Quandt, para la fecha delegado principal del Ministerio para Investigaciones Raciales de Reich (1) para la Circunscripción (2) Gran Colombia (3). (1) Raichsministerium fuer Rassenforschung (2) Gau (3) Grosskolumbien, la suma de lo que antes del final de la II Guerra Mundial se conocía como República de Colombia más República de Venezuela. NOTAS BIOGRÁFICAS 57
Harald Quandt nació en el año 1921, hijo de Guenther y Magda Quandt. Tuvo dos hermanos: Hellmuth y Herbert Quandt. Su progenitora se divorció de su primer esposo, el industrial Guenther Quandt, y contrajo segundas nupcias con el entonces Líder de Circuito (Gauleiter) de Berlín, Dr. Joseph Goebbels. Este último había sido nombrado por el Canciller y Fuehrer Adolf Hitler, Ministro de Información y Propaganda, desde su llegada al poder en el año 1933, cargo que ejerció hasta el año….cuando…. (¿Murió? ¿Se retiró? De hecho se suicidó en el 1945, en Berlín después de matar a su esposa e hijas). El Dr. Harald Quandt luchó valientemente en la Wehrmacht (ejército) desde el año 1943 hasta finalizar la guerra en el … Posteriormente terminó sus estudios de Sociología en la Universidad “Adolf Hitler” de Berlín, logrando un Doctorado en su especialidad en 19… Inmediatamente después se incorporó en el personal del Ministerio del Reich para Investigaciones Raciales “Alfred Rosenberg”, donde trabaja hasta la fecha presente. Este Ministerio, siguiendo la ruta iniciada por su fundador Dr. Alfred Rosenberg, quien fuera insigne investigador de todo lo relacionado con asuntos de las razas humanas, se encontró, en las postrimerías de la guerra, con enormes tareas, de las cuales destacamos las que ocuparon principalmente a nuestro personaje: la calificación y clasificación de las razas. Como es ampliamente conocido, se ha establecido con plena certeza el hecho de que en la cima de esta clasificación se encuentra la raza aria, hombres y mujeres de gran estatura, cabellos rubios y ojos azules, para nombrar solo algunos de sus destacadas características, y que en la base de la pirámide de las razas se ubican los infrahumanos judíos y gitanos. Aclarados estos parámetros el superior y el inferior, quedan por dilucidar la ubicación dentro del tronco piramidal las razas restantes, como son: Los anglosajones y eslavos, que cumplen con los parámetros fijados para los arios, pero no pertenecen a tan excelsa raza. - Los latinos, de los cuales algunos (ej. italianos, españoles) han sido nuestros compañeros en la II Guerra Mundial. - Los asiáticos, donde, nuevamente, se tropezó con el problema de que trato darles a los japoneses, aliados del reich en la Guerra Mundial - Los negros, indios (orientales y occidentales), mestizos, los esquimales y otros. El Dr. Quandt viajó al Gau Grankolombien (Circunscripción de la Gran Colombia), y visitó a sus capitales Bogotá y Caracas (Karakas) en lo que anteriormente eran territorios de Colombia y Venezuela, respectivamente, con dos tareas básicas: 1) Supervisar el funcionamiento de la Oficina de Delegación del Ministerio para Asuntos Raciales, y remitir informes al Ministerio. 2) Realizar personalmente investigaciones en el terreno, referentes a la multiplicidad de razas que se encuentran en el territorio. 3) De ser posible, plantear posibles arreglos para la solución final que presenta la masiva presencia de razas inferiores (para la fecha de la visita del Dr. Quandt, ya no existían judíos en los territorios en cuestión).
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4) Nuestro personaje cumplió brillantemente con las tareas que le han sido encomendadas, y sus reportes al Ministerio han sido publicados extensamente. Esta recopilación y traducción al español corresponde a un conjunto de cartas, que el Dr. Quandt ha enviado con regularidad a su esposa en Berlín y las cuales en la modesta opinión de la traductora – merecen ser publicados de por si, ya que transmiten un vivo relato de lo que era la vida de las colonias sudamericanas en la década de los 1950-1960. LA TRADUCTORA NOTA DE LA TRADUCTORA (Lo que sigue es la traducción de una carta, llegó a mis manos, por una serie de coincidencias, hace algunas semanas. Evidentemente nunca llegó a su destino: estaba dirigida a la Sra. Irmgard Quandt, Heinrich Himler-Strasse38, Berlín. Su autor es el Coronel de la SS, Harald Quandt, quien, según averigüé posteriormente, nació en el 1922 y murió en un accidente de automóvil en el 1967. El Dr. Quandt era hijo de Gunther Quandt, y su esposa Magda Ritschel, el matrimonio se disolvió en el 1929. En el año 1931 Madda Ritschel se casó con el Dr. Joseph Goebbels, el futuro ministro de propaganda del Reich, mano derecha del Fuehrer y prócer del Nuevo Orden Mundial. La carta esta escrita en papel que lleva el membrete del INSTITUTO DE INVESTIGACIONES RACIALES, (INSTITUT FUER RASSENFOSCHUNG, ALFRED ROSENBERG), Oficina de Karakas, Gau Grosskolumbien, que el coronel Quandt visitó a principios de 1965, en su calidad de presidente del Instituto, con sede en Berlín. Lleva la fecha 16 de mayo 1965. Decidí traducirla al castellano y publicarla, debido a que contiene un resumen bastante interesante de lo que era la situación en América del Sur, en aquellos tiempos tormentosos de post – guerra. Para refrescar la memoria del lector, la segunda guerra mundial finalizó el 25 de agosto de 1945, cuando después de haber enviado el Reich, en un cohete, la primera bomba atómica a Glasgow, Inglaterra capituló y los Estados Unidos, ante la posibilidad de ver atacado su territorio con tan destructivas armas, hizo lo propio. Los estados suramericanos que anteriormente habían declarado la guerra a las naciones del Eje Berlín-Roma-Tokio, inmediatamente se rindieron. Las potencias del eje tenían, en la década de los 50, problemas más urgentes que resolver, así que ha sido solo en 1960, cuando se inició la organización, económico-política del sub-continente. Según el acuerdo de Zuerich de 1959, el control de la mayor parte de Suramérica le tocó a Alemania; Italia recibió Argentina y Uruguay, mientras el Japón recibió Brasil. La carta del coronel Quandt describe la situación en la provincia que quedó bajo tutela del Reich Alemán, Grosskolumbien o Gran Colombia, en pleno proceso de reorganización, y creo que el relato podrá ser de mucho interés para los historiadores en un futuro no muy lejano. Bogotá, 29 de mayo 1991 La traductora
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Autoretratos
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Exóticos
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