Krugman, un premio Nobel a la sencillez Por Federico Sturzenegger El autor de la nota es presidente del Banco Ciudad de Buenos Aires y fue alumno de Paul Krugman en los Estados Unidos.
Largamente merecido resulta el Premio Nobel en Economía 2008 para Paul Krugman, un profesor tímido, pero dotado de una inteligencia prístina y una pluma tanto ácida como provocadora. Los trabajos de Krugman tienen una marca registrada. Plantean un modelo a primera luz ridículamente sencillo que logra explicar alguna paradoja fundamental de la economía. Para ello no usa técnicas complejas, sino herramientas que están al alcance de un estudiante novato. En una primera lectura, uno no puede creer cómo un esquema tan sencillo puede explicar algo tan complejo. Pero sucede que luego de que un ejército de colegas, estudiantes y aficionados salen a demostrar que Krugman se equivocaba, que lo suyo era una construcción falaz, un ejercicio abstracto, que no resistiría las complejidades de la realidad, encuentra que, independientemente de todo lo que se quiera agregar, las conclusiones del modelo original siempre siguen en pie. Esto es así porque, en realidad, Krugman había llegado al meollo de la cuestión y sus construcciones eran sencillas porque habían despojado al problema de todos los aditamentos y distracciones innecesarias. Con esta contundencia, y si se quiere, belleza, Krugman tiene no una, sino varias contribuciones que por sí solas hubieran merecido el premio. Junto con su coautor Elhanan Helpman, fue el creador de una nueva teoría del comercio internacional: la del comercio intraindustrial, hallazgo por el que el comité del Nobel le otorgó la distinción. Hasta Krugman, prevalecía la idea por la cual el comercio se manejaba sobre la base de lo que se conoce como las ventajas comparativas. Hay países que son mejores para producir algo, ya sea porque saben hacerlo mejor o porque tienen los recursos para ofrecerlos a menor precio. Parece obvio, entonces, que los países exportarán aquellos productos en los que tienen ventajas comparativas e importarán aquéllos en los que no lo tienen. Krugman y su coautor vieron, sin embargo, que en la posguerra la mayor explosión del comercio se daba entre países similares, sin ventajas comparativas obvias entre sí, y muchas industrias veían crecer exportaciones e importaciones a la vez. ¿Cómo podía ser? En la teoría tradicional, por ejemplo, no se podía entender que los Estados Unidos exportaran e importaran autos al mismo tiempo. ¿Tenía o no la economía norteamericana ventaja comparativa en este rubro? En un trabajo publicado en el Journal of Political Economy, en 1981 (y que fue concebido en el aeropuerto de Boston, tal cual él les confesaba a sus estudiantes), Krugman explicó el porqué. En un mundo moderno, existen productos diferenciados (el Corsa y el BMW 323 son dos versiones de un mismo producto llamado auto), y hay economías de escala para producir. Las economías de escala explicaban que sólo algunos productos veían la luz, pero la diferenciación permitía que varios productores compitieran en la misma gama. El tamaño de los mercados explicaba la cantidad de variedades que podían producirse, por ello el boom económico de posguerra venía de la mano de un crecimiento exponencial en el comercio de nuevas variedades del mismo producto. La presentación era elegante y sencilla. En la presentación de Krugman, aquello que parecía una contradicción se había transformado en algo obvio. Era, a su vez, un resultado cargado de contenido político, ya que explicaba cómo ganar la delantera en la producción de un bien podía cimentar una ventaja en productos industriales, independientemente de las ventajas comparativas. Razonamiento que usó para justificar los subsidios europeos a Airbus. En cuanto a las finanzas internacionales, Krugman centró su atención en las crisis de balanza de pagos, y en un famoso trabajo publicado en el Journal of Money Banking and Credit, en 1979, estudió el fenómeno de los ataques, aparentemente especulativos, sobre las reservas y la moneda de un país con tipo de cambio fijo, fenómeno bastante conocido para los argentinos. ¿Cuándo se producía esa corrida? ¿Qué implicancia tenía sobre el tipo de cambio? Una vez más, Krugman se desayunó con un modelo de unas pocas líneas que generaba un resultado sorprendente. Para él, un gobierno que emite dinero mientras mantiene el tipo de cambio fijo tiende a perder reservas de manera sistemática (la liquidez no querida se pasa a dólares). Lo obvio sería pensar que sólo al extinguirse las reservas, el Banco Central se vería obligado a flotar. Pero Krugman demostró que si eso ocurriera, la transición a un régimen de flotación con mayor inflación conllevaría un ajuste en la demanda de dinero que implicaría un ajuste abrupto en los precios y en el tipo de cambio. Pero esto era una contradicción, ya que todo el mundo trataría de ganarle
de mano a la devaluación comprando las reservas antes del colapso. ¿Cuánto antes? Lo suficiente para que las pérdidas de reservas absorbieran el ajuste monetario que se produciría al colapsar el régimen. En el modelo de Krugman, el momento del colapso del régimen podía computarse al minuto. Pero lo importante era que la transición de un régimen de tipo de cambio fijo a flotante se produciría bien antes que las reservas del banco central se agotaran. Un resultado muy entendido hoy, pero una revelación en su momento. Unos años después, en medio de la crisis asiática, el modelo de Krugman, que se había convertido en muy popular, parecía hacer agua. La crisis asiática no tenía nada que ver con una crisis producida por excesiva emisión monetaria. Pero ahí vino Krugman al ataque una vez más. En un trabajo con cinco ecuaciones logró explicar por qué los descalces de monedas, podían producir una estampida como la que se vivió en aquellos países y como la que la Argentina experimentó en 2001. Un profesor ejemplar Interactuar con él es el poder disfrutar de una mente privilegiada, para mí la más lúcida, profunda y rápida que encontré entre todos mis profesores en MIT. Como supervisor de mi tesis (junto con Rudi Dornbusch), cada charla con él era una sorpresa. Bastaba con que uno empezara la línea argumental en la que venía trabajando para que él continuara por si solo, y con total naturalidad, razonando de la nada, en pocos minutos, lo que uno había construido con un esfuerzo de semanas. Lo importante era dejarlo hablar para que indicara una luz hacia dónde avanzar. Las clases las improvisaba. En una ocasión (cuando yo era ayudante de su cátedra), tuvo que abortar tres clases seguidas la discusión de un trabajo que técnicamente le resultaba aburrido. “No se preocupen lo voy a estudiar para la próxima, y lo voy a sacar. Este trabajo no me va a ganar”, les decía a sus alumnos, para luego pasar rápidamente a improvisar sobre temas que sí lo entusiasmaban. En 1990, escribió un libro de divulgación llamado La era de las expectativas disminuidas. Recuerdo que le preparé los gráficos sin prestar mayor atención al contenido, ya que el propio Krugman parecía no muy entusiasmado por el proyecto cuyos derechos había vendido por unos dólares a The Wall Street Journal, que lo usaría como regalo corporativo. Pero leerlo era una maravilla y lejos del escepticismo de Krugman se convirtió en best seller, vendió cientos de miles de ejemplares, lo convirtió en un personaje popular y lo acercó a su actual actividad como periodista, en la que pasó de la academia a la prédica política. Mi último contacto con él fue hace un año cuando coincidimos en un seminario académico para la revista Economic Policy, en la que ambos publicábamos trabajos sobre la problemática del déficit comercial americano. Influido por el estilo intenso de su labor como periodista, Krugman se disculpaba una y otra vez por presentar un trabajo que con sólo un esbozo de modelo permitía conclusiones contundentes, pero, quizá ni vale la pena aclararlo por obvio, sus intuiciones fueron lo más importante de aquella jornada. De hecho, en círculos académicos había discusión sobre si su actual perfil mucho más político que académico podría reducir sus chances al Nobel. Es una gran alegría y un justo reconocimiento que el comité haya concluido que no. Opinión publicada en edición impresa del diario La Nación del domingo 19 de octubre de 2008.-