Para Que Sirve La Poesia 877959

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¿Para qué sirve la poesía? Félix Grande EL POETA FÉLIX GRANDE RECOGE UNA DE LAS PREGUNTAS RADICALES REFERIDAS A LA POESÍA Y NOS ENTREGA UNA RESPUESTA APASIONADA.

¿Para qué sirve la poesía? A todos los poetas nos han emplazado a que respondamos a esta pregunta envenenada. Nos ponen la pregunta delante, a menudo con solidaridad, a veces con una curiosidad condescendiente, y hay ocasiones en que nos la disparan con hostilidad, como deseando que reconozcamos que la poesía no sirve para nada, y nosotros tampoco. En este último caso tenemos que dejarnos de cortesías y entrar directamente en guerra. A veces esa guerra es difícil. Cuando yo era adolescente y llegaba a mi casa cada noche con uno o dos libros que añadir a mi incipiente biblioteca, mi madre me miraba con el espanto de ver cómo su hijo se encaminaba hacia la perdición, y exclamaba, desportillada por el desconsuelo: «¿Traes más libros? ¡Pero si ya tienes muchos!» Más tarde, cuando vio mi fotografía en los periódicos y mi persona ocupando algunos instantes esa residencia hipnótica que llaman televisión, mi madre presumía en el vecindario de tener un hijo aposentado en la estratosfera de la fama, y le contaba a todo el mundo que ya desde pequeño a su Felicito se le notaba que estaba destinado a empresas tan excelsas que habrían de ser el asombro del mundo...pero de puertas adentro conservaba un inalterable recelo ante oficio tan inquietante y tan poco seguro como el de ganarse la vida escribiendo miles y miles de palabras con obcecación de poseso, y argumentaba que a ella le habían contado gentes de mucha confianza que un tal Miguel de Cervantes, por obsesionarse con la escritura de novelas, dramas y

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poesías, había pasado muchas necesidades, y lo habían llevado a la cárcel, y no una sola vez, y había perdido el seso hasta el punto de que se creía que los molinos de viento eran gigantes, y encima se había muerto en la pobreza. Cuando yo trataba de tranquilizarla dicíéndole que nunca quedó claro si los molinos eran molinos o gigantes, que esas cosas nunca se saben, que hay muchos intereses por medio, y que Cervantes había muerto de hidropesía, mi madre, que a pesar de ser diabética no sabía qué clase de enfermedad pecaminosa era ésa de nombre tan secreto, zanjaba la cuestión secándose las manos con el mandil y comentando con rigurosa lógica: «Pues ya me contarás qué diferencia hay entre la hidropesía y la miseria... ¡Y no te burles de tu madre, que los molinos son molinos!» Mi pobrecita madre murió con casi noventa años sin aceptar que en el siglo XVII los gigantes se disfrazaban de molinos, pero eran gigantes, y de una perversidad increíble, tanta que contagiaban enfermedades espantosas, como la hidropesía y la prisión. Los hidrópicos son criaturas que siempre están sedientas. Los poetas, al menos en la adolescencia, también nos morimos de sed. Por ejemplo, de sed de amor. En realidad, no sólo los poetas: el que esté libre de sed de amor, que arroje la primera prosa. Pero parece claro que tal vez nunca somos más sinceros ni más respetuosos con nuestras emociones que durante la adolescencia, y tal vez ser poeta consiste en recordarle a todo el mundo que conservar sinceridad y respeto emocionales en nuestra etapa adulta es la manera mas atinada que tenemos para que no carezca de majestad ni de fraternidad nuestra vida casual, brevísima y destinada al adiós y al olvido. Si esto es así, habrían resultado un acierto y una premonición aquellos poemas amorosos que escribíamos hacia los quince años. Fue entonces cuando yo redacté un maremoto de sonetos y de silvas y de romances y de octavas reales a una muchacha de mi pueblo que era, sin ninguna vacilación, la mujer más bella y más perfecta de la Tierra, infinitamente mas bella y más perfecta y más acongojante y más digna de los altos suspiros de su caballero que la mismísima Dulcinea del Toboso, que hasta con Don Quijote de la Mancha hubiera yo medido la fuerza de mi brazo y toda mi certidumbre de corazón en sin igual combate si Don Quijote hubiera pretendido persuadirme de que la Encarna,

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vecina de la calle de Carboneros, y ella misma carbonera sublime, no era la dama más eximia del Universo conocido, y ante cuya persona sólo cabían el respeto y el estupor. Tanto respeto y tanto estupor guiaban la entrega de mi ánimo, que le mandaba mis poemas sin firma y sin remite, ofuscado por el espanto y la felicidad de ser el rendido sirviente de la dama más dulce y más recatada de todos los confínes del mundo. Aquel amor, destinado a ser el pasmo de las generaciones y a taladrar con su ímpetu la memoria de la procesión de los siglos, se convirtió en humo y en el misterioso perfume del fracaso cuando la Encarna se puso de novia con un guarnicionero, un muchacho formal y de buena familia» dejándome en el alma el conocimiento de la fatalidad y el abecedario de la pena y del infortunio. Aquella decisión de Encarna, de cuyo buen juicio y de cuya caridad espero que haya purificado en el fuego mis poemas primerizos, para el bien de mi reputación, y a cuyos hijos y nietos les deseo larga vida y muchas alegrías, me proporcionaría después la ocasión de conocer a Francisca Aguirre, una chiquilla de quien me enamoré en el invierno del 57 y para quien hoy, casi medio siglo después, puedo reproducir unas palabras extraordinariamente profundas del escultor Manolo Hugué; son éstas: «A mí, con mi mujer, me ha ocurrido una cosa muy curiosa: empecé enamorándome de ella y he acabado queriéndola de verdad.» Quien sepa resumir el amor con más conocimiento, que levante la mano. Con la poesía nos ocurre lo mismo. Empezamos pidiéndole socorro para encauzar la turbulencia de nuestras emociones y acabamos, sencillamente, necesitándola para vivir. Empezamos reclamando la presencia de las palabras para que nos defiendan de la desmesura de nuestra incompetencia ante los secretos y las evidencias del mundo, y acabamos comprendiendo que si nos desampalabrásemos nos quedaríamos tiritando en una desnudez infernal. Y es que durante mucho tiempo, y algunos durante el transcurso entero de la vida, nos comportamos con una distracción asombrosa: navegamos en el océano de los tiempos y en medio de las borrascas de la Historia sin darnos cuenta de que si nos quedásemos sin nuestra embarcación, es decir, sin palabras, caeríamos en una soledad descomunal, en un naufragio pavoroso. Cuando nos damos cuenta de que somos seres humanos porque 11

nos precede y porque nos socorre el lenguaje es cuando comprendemos que somos beneficiarios de una milenaria fortuna. Beneficiarios; todo lo más, herederos: no dueños. Cada hablante de esa especie formada por una multitud de «animales inconsolables» (el acierto poético lo escribió José Saramago) sabe o debiera saber que las palabras son el consuelo más fulminante y duradero y fraternal con que contamos para mitigar la llaga incurable de sabernos criaturas frágiles y mortales. Por eso a los jóvenes poetas les sobreviene siempre ese momento, luminoso en que sienten una oceánica gratitud por los maestros del habla, es decir, por los poetas que a ellos les han antecedido. ¿Qué se aprende de los verdaderos maestros, de los poetas radicales? Lo resumió don Miguel de Unamuno: «Tened fe en las palabras, porque ellas son cosa vivida.» Con esa frase don Miguel nos recuerda que las palabras españolas nos anteceden en mil años, que nos llegan con canas de mil años de longitud, y que por ello hemos de aproximarnos al lenguaje con el respeto con que nos aproximaríamos a ancianos milenarios. Algo más nos muestra don Miguel con esa recomendación: cada palabra que nosotros usamos ha sido pronunciada, y durante diez siglos, por centenares de magos del lenguaje, por centenares de profundos poetas; y además, y sobre todo, las palabras, antes de llegar en forma de pomada a las heridas de nuestra pequenez y de nuestro estupor de criaturas finitas, han sido pronunciadas por billones de seres anónimos, por billones de hermanos que descansan bajo la tierra después de haber ensalivado con su ser el lenguaje mientras vivieron y se comunicaron con palabras. «Cosa vivida», escribió don Miguel: cosa condecorada por las canas. Todo verdadero poeta ha conversado siempre con las canas de la emoción y las palabras, esas canas que ya eran venerables cuando nuestros antepasados mitigaban sus penas viejas calentando sus manos en el fuego que no se apaga nunca, esa hoguera formada por la emoción y las palabras de los seres humanos. Porque esa hoguera es colectiva, nadie es dueño de ella. El poeta Luis Rosales acertó a señalar que «las emociones, como el lenguaje, nacen en una fuente remota del sentir colectivo.» Esto quiere decir que de las materias primas con que se levanta el edificio de nuestra identidad, las emociones y el lenguaje, no somos propietarios, sino favorecidos.

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Las emociones y el lenguaje no han llegado hasta nuestro tránsito para que los encarcelemos en la mazmorra de nuestras propiedades, sino para que los celebremos en agradecido usufructo. Sentir y hablar son dones, No son nuestra proeza: son nuestra herencia y nuestro privilegio. Desdichado todo aprendiz de poeta que no haya advertido que las palabras y las emociones no han venido desde tan lejos sólo para servirnos a nosotros, sino también y sobre todo para que las sirvamos. N o hay que gastarlas, sino administrarlas y tratar de hacerlas crecer siquiera un poco, siquiera en la medida de nuestro fervor desconsolado, elocuente, emocionado y pasajero. Porque eso es lo que somos: criaturas desconsoladas, elocuentes, emocionadas y fatalmente pasajeras. Por el contrario, el lenguaje no es pasajero y no es desconsolado: viene siendo remoto y colectivo antes del suceso casual de nuestro nacimiento, y continuará siendo social y duradero cuando nosotros ya no estemos aquí. Y ahora hagamos de nuevo la pregunta: ¿para qué sirve la poesía? Lo hemos visto: para ir haciéndonos ricos de humildad, para saber que ni siquiera nuestros apellidos son nuestros, sino de nuestros padres, quienes, como nosotros, recibieron sus apellidos en usufructo. ¿Para qué sirve la poesía? Para habitar el modesto orgullo de no desconocer que al hablar y al sentir no somos únicamente criaturas mortales, sino parte de una presencia milenaria y multitudinaria: para participar de la magia y del susurro y la sorpresa de lo que no se acaba. Es decir: para ser momentáneamente inmortales. No a causa de nuestro talento, puesto que esa pequeñita inmortalidad también es pasajera, sino a causa de nuestro abrazo con las palabras y con las emociones en donde millones de años y billones de seres han venido sumando su júbilo de ser, su pena democrática y su ilusión de renacer cada vez que cualquiera de nosotros escucha la emoción, y habla. ¿Para qué sirve la poesía? Para recibir el alivio de participar en una aventura tan comunitaria y remota que ha acabado sonando con la palpitación de lo sagrado. Para saber que no somos únicamente fortuitos y fugaces pasajeros, sino tamben antiquísimos y sociales y misteriosos. Sin palabras seríamos errabundos y repetidos, como los pobres animales. Sin emociones seríamos cosas petrificadas, como lo son las piedras. Sólo con el socorro de la palabra poética alcanzamos a ser personas. Es decir:

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individuos reunidos: criaturas pertenecientes a una inmensa familia que cruza su tránsito «de lo oscuro a lo oscuro» sabiendo que vivir no es una maldición ni una eventualidad: es un milagro. Compartir el perfume remoto y la música antigua de la palabra poética es compartir fraternalmente la multitudinaria y enigmática majestad del barbecho de siglos en donde nace y grana nuestra raza. Para cosas así de sigilosas y de enormes es para lo que sirve la palabra poética... Por todo eso, suelo felicitar a los adolescentes que empiezan a escribir poemas, aunque no sepan todavía que han comenzado a conversar con la historia de nuestra especie. Y a todos ellos les sugiero que tanquilicen a su madre diciéndole que don Miguel de Cervantes Saavedra no se murió de hambre. Quizá tampoco murió de hidropesía. Y ni siquiera de esa otra dolencia que llamamos pena española. Hay la seria sospecha de que quizá continua vivo, escarmentando ovejas, defendiendo a los desconsolados, suspirando por Dulcinea y provocando siglo tras siglo la admiración de Sancho Panza: ese hombre pobre a oscuras que de repente ve la luz. Por cierto: ese hombre pobre a oscuras que de repente ve la luz. Por cierto: ese hombre pobre a oscuras somos todos nosotros. La luz es la poesía. Y no nos pertenece. Pero nos iluminaC

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