Pachacuti El Modelo De Desarrollo Andino

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Pachacuti el modelo de desarrollo andino

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El Modelo de desarrollo andino se encuentra en estado de expansión, pero no solamente porque tenga la virtud de generar una mejor CALIDAD DE RIQUEZA y bienestar que el modelo occidental-capitalista (que solo busca CANTIDAD DE RIQUEZA), sino porque le da a la vida, al trabajo y a la convivencia, un nuevo sentido más armónico y bello. Es un modelo que no produce las deformidades del Capitalismo, y es un paso trascendente que la humanidad podría dar en su devenir por el mundo. Mediante éste el hombre se amista con la naturaleza y empieza a verla como su aliada, como su hermana en la vida. Apunta a un solo objetivo: la armonía como finalidad última. Esta armonía se alcanza solo cuando se busca, por sobre todas las cosas, la belleza: belleza para trabajar, para alimentarse, para comunicarse y reproducirse. Incluso la distribución de los beneficios de la vida en común, lo que toda sociedad produce, se hace dentro de esos cánones. Las leyes que surgen de este modelo tienen como norte que su aplicación genere belleza; que el contemplar sus resultados sea motivo de maravilla y de alegría. Los valores que impulsa son el equilibrio, el colorido, la satisfacción, etc. Y por el contrario, los valores que rechaza son los que corresponden a la actual Sociedad de Mercado: la acumulación, el individualismo, la propiedad privada de los usos públicos (que no es lo mismo que la propiedad personal), el dinero como valor en sí, la libertad de mantener vicios sin medir las consecuencias y muchos factores más, algunos sumamente conocidos y en exceso analizados. Al ser humano lo único que le ha importado siempre es saber para qué vive, y no cómo y cuánto tiene que comer o comprar. La actual Sociedad de Mercado solo le ofrece satisfacer sus necesidades, pero de lo demás que él vea cómo se las arregla, como si la vida humana fuese la de una ameba: vivir para satisfacer necesidades (si es que en verdad así vive dicho respetable ser). En cambio, la sociedad de la belleza del modelo andino le promete al hombre las suficientes respuestas como para que éste viva con satisfacción plena y con la esperanza que él será eterno, integrándose así con el Universo, en paz y con amor. Si algún modelo no pudiera prometer esto, no tendría posibilidades de subsistir, así atiborre de placeres y objetos a cada uno de los seres humanos de su sociedad.

Luis Enrique Alvizuri García-Naranjo (Lima, 1955). Ensayista, publicista y comunicador, con estudios de sicología en la Universidad Ricardo Palma y comunicaciones en la Universidad de Lima. Es autor de ensayos filosóficos, poemarios, cuentos literarios y para niños, y compositor e intérprete de canciones de contenido social y reflexivo, con varios discos grabados. Es creador de juegos de mesa, de un módulo educativo para nivel inicial y de una caricatura periodística titulada Zapatón y Zapatilla. Profesionalmente se desempeñó como locutor de radio y televisión, como periodista y como publicista de varias agencias de publicidad del Perú. Actualmente es consultor en comunicaciones empresariales. En 1994 fundó la Asociación Artística y Cultural GAMA y es fundador y presidente de la Sociedad Internacional de Filosofía Andina SIFANDINA.

Luis Enrique Alvizuri

Pachacuti

EL MODELO DE DESARROLLO ANDINO

Lima Perú 2007

Pachacuti, el modelo de desarrollo andino Edición preliminar

Lima, diciembre de 2007 © Luis Enrique Alvizuri Carátula y diagramación: Ricardo Cateriano Zapater Impreso en Perú Printed in Perú [email protected] Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú 2007-12693

CONTENIDO Preámbulo................................................................................................5 Introducción .................................................................................. .13 I PENSAMIENTO, CIVILIZACIÓN Y DIVINIDAD ............................. 25 Acerca del pensamiento ................................................................... 25 Conocimiento y dominio ................................................................... 28 Filosofía y conocimiento ordenado .................................................... 31 La filosofía occidental contemporánea .............................................. 32 La filosofía como práctica universal ................................................... 34 Filosofía y tecnología ....................................................................... 36 ¿A quién beneficia la filosofía? .......................................................... 38 Idea de la naturaleza y del hombre .................................................. 39 La sabiduría ................................................................................... 40 La cultura ....................................................................................... 42 Acerca de las Civilizaciones .............................................................. 43 Por qué se forman las civilizaciones .................................................. 44 La civilización occidental .................................................................. 46 Acerca de la divinidad ...................................................................... 49 Un nuevo dios ................................................................................ 52 El Dios de Justicia ............................................................................ 54 II GLOBALIZACION Y HEGEMONÍA ............................................... 57 El sentido de universalidad .............................................................. 57 Una humanidad única ...................................................................... 58 El sentido de expansión .................................................................. 60 Un fenómeno de siempre ................................................................. 61 Dos fenómenos en un solo concepto ................................................ 67 La globalización en su sentido imperial ............................................. 68 Imperio con piel de globalización ...................................................... 69 Del imperio occidental ...................................................................... 71 Eurocentrismo versus culturalismo .................................................... 75 Las razones eurocéntricas ............................................................... 76 Las razones culturalistas ................................................................. 76 ¿Existen alternativas? ..................................................................... 77 III EL MODELO DE DESARROLLO ANDINO ..................................... 83 Sobre lo que es un modelo de desarrollo .......................................... 83 Un nuevo modo de entender lo andino ............................................. 89 La promesa de la civilización andina ................................................. 92 Individuo y sociedad ....................................................................... 96 La filosofía en el mundo andino ........................................................ 99 Posición filosófica actual de hombre andino ..................................... 102 Un ejercicio filosófico a modo de ejemplo: el yo ............................... 104 La fe en el mundo andino .............................................................. 109 La cultura en el mundo andino ....................................................... 113 Un ejemplo cultural:la oralidad como principal forma de comunicación 115 De la estructura familiar occidental ................................................. 119 De la estructura familiar andina ...................................................... 123 El poder de la familia andina .......................................................... 126 La idea del trabajo en el mundo andino .......................................... 128 El Estado andino ........................................................................... 131 A manera de resumen ................................................................... 136

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PREÁMBULO Si nos pidieran sintetizar el objeto de nuestro pensamiento y del por qué hablamos de un modelo de desarrollo andino diríamos que lo importante es entender, primero, que el concepto desarrollo conlleva dos maneras de interpretarlo: el más común, el que se utiliza actualmente, es aquel que significa progreso, avance, acumulación, crecimiento, incremento, expansión, cobertura, etc. Pero el otro es el que nosotros vamos a manejar en el transcurso de esta lectura: desarrollo es desenvolvimiento, alcance, logro, conclusión, obtención, plenitud, madurez, apogeo. La primera definición es la que emplea la modernidad occidental y de allí su frenética carrera por la acumulación y el acopio ilimitado de objetos, tanto materiales como inmateriales. La segunda es la que se aplica a filosofías como la andina, donde el objetivo del ser humano es alcanzar su madurez plena, en armonía con su entorno. Haciendo una comparación, el Occidente moderno crece sin medida y sin control,

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más allá de sus posibilidades. Es como esos gigantes que, afectados de niños por alguna enfermedad, empiezan a estirarse hasta que ya no pueden mantenerse en pie y mueren tempranamente a consecuencia de su tamaño. En el pensamiento andino la idea es que el hombre debe crecer hasta adquirir su proporción ideal y se desempeñe tal como debe ser, evitando todas las anormalidades —entre las que se encuentran el enanismo (la falta de desenvolvimiento) y el gigantismo (el exceso). Es lo que vemos también en la naturaleza. Una flor alcanza su desarrollo cuando ésta tiene todas las condiciones para abrirse y mostrarse plenamente. A partir de allí se inician otros procesos (la transformación en fruto, la polinización) que solo se dan con la adquisición de dicho desarrollo. Esto significa que estamos hablando de dos modos diferentes y opuestos de entender la vida del ser humano. El uno está convencido que su objetivo es la posesión tanto del planeta como del Universo en pleno, tanto de lo intra como de lo extra atómico. El otro plantea la armonía como proceso para llegar al fin que es la plenitud, cosa que suscita lo que entendemos como belleza, fin máximo al que aspira la filosofía andina. Todo lo que existe posee una dimensión y proporciones que les son propias; fuera de estas líneas maestras se produce la deformidad que lleva a la destrucción, o sea, se crea un fenómeno, una aberración. Toda anomalía es dolorosa porque quiebra el equilibrio con el medio y solo se sostiene con aditamentos artificiales. La promesa occidental, según la cual el hombre debe conquistar su medio

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y dominarlo porque lo conoce, está actualmente agotada debido a que ya no atrae a la mayor parte de los que pertenecen a esa civilización. Tanto sus pensadores como sus simples individuos se encuentran ahora a la caza de nuevas ideas, nuevas filosofías, nuevas promesas que les digan que sí existe una mejor forma de vivir que no sea destrozando el planeta y satisfaciendo hasta el hartazgo y en exceso las necesidades materiales. Es recién en ésta época que se puede contemplar el monstruo que ha creado la vigilia de la razón, no porque ésta sea mala en sí (pues la emplean todos los animales en su diario vivir) sino porque, llevada al extremo y usada como medida de todas las cosas, convierte la vida del hombre en un esfuerzo sobrehumano por racionalizarlo todo, olvidándose, en este intento, el alcanzar su principal objetivo que es, a nuestro entender, tener una respuesta al porqué de la existencia. En cambio el modelo de desarrollo andino es una guía para que todos los hombres y mujeres orienten su existencia hacia la realización, hacia el lugar a donde debe estar el ser humano. Es una propuesta (promesa) en la que, logrando ubicarnos en nuestro sitio —en la justa medida con el medio y con nuestro interior— podremos alcanzar el fin que es el florecer para luego dar fruto y así continúe la cadena de la vida. Este esfuerzo y resultados nos van a ir produciendo la belleza, que es un estado de contemplación que conmociona nuestro interior y produce un placer intenso, que no es igual al que provocan los sentidos, sino al que se experimenta mediante la fe espiritual. Muy brevemente, sintetizaremos la explicación de nuestra estructura filosófica de la siguiente manera.

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El hombre no sería lo que es si no fuese porque algo lo impulsó a dejar de ser lo que era. Las teorías contemporáneas afirman que se trató de un proceso material, producto de una serie de necesidades. A eso le llaman evolución y afirman que no es una teoría sino la verdad. Es un hecho que ocurrió hace millones de años pero lo aseguran como si lo estuvieran viendo. Sin embargo, es difícil creer que una especie llegue a ser lo que somos ahora por simples cuestiones biológicas. La naturaleza no permite que ningún ser vivo exista sin que éste encuentre todo lo que necesita. Cuando no lo halla es porque esa especie ha llegado al límite de su capacidad al no tener ya el ambiente adecuado para subsistir. El pre hombre no tendría por qué ser la excepción a esta regla (y no ha habido ninguna). Tuvo que haber algo más que las solas carencias y necesidades para que aparezca esta extraña criatura sobre la Tierra. Ni los pulgares, ni el medio ambiente, ni el tamaño del cerebro crean hombres, pues ello solo son consecuencias de un determinado modo de vida. A nuestro entender (y admitimos que en esto tenemos tanta certeza o error como cualquier otro) creemos que aquello que hizo que un determinado animal —de los miles de millones que hay y ha habido— se convirtiera en lo que nosotros somos actualmente fue una extraña fuerza, un desconocido impulso que lo afectó a él y solo a él (hasta ahora). A esa misteriosa causa la denominamos como impulso filosofante, una peculiar inquietud que hizo que el pre humano, inexplicablemente, se diera cuenta de algo que ningún otro animal había hecho antes: de su ser dentro del mundo. Es decir, que sin pedirlo ni proponérselo, sin saber por qué, el hombre surgió, se individualizó, dejó de ser un animal, porque se percató que él existía en un medio distinto a su propio ser.

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Pachacuti el modelo de desarrollo andino Es lo mismo que le ocurre a un niño de pecho cuando descubre que él no es parte de su madre; que ella le es ajena y que él se puede diferenciar a sí mismo de su entorno. Ese acto de ver las cosas de tal modo, de entenderse a sí mismo como distinto al resto, es lo que ocasiona el impulso filosofante. Pero al mismo tiempo que este impulso produce esa percepción de independencia frente a la naturaleza, al mundo, igualmente suscita una ausencia, la pérdida de la seguridad que da el pertenecer inconscientemente a algo (como en el caso del bebe), ocasionando con ello llanto, dolor, pena, desconcierto, desazón y, en especial, angustia, que es el verdadero motor del ser humano. La angustia, como resultado del accionar de ese impulso filosofante, es lo que nos define y nos empuja, nos mueve y acicatea a hacer todo lo que hacemos. La angustia es lo que sentimos al vivir fuera de la tranquilidad natural, al ser libres sin haberlo pedido ni querido, y de serlo cuando la libertad, en el mundo natural, no significa independencia absoluta, como lo suponemos, sino complementariedad, unidad con el entorno. La libertad que el hombre perdió fue la de estar integrado en su medio para adquirir en cambio un libertinaje al cual denomina como «libertad» —y que cree que le permite hacer lo que le da la gana consigo mismo y con lo demás. No es entonces la verdadera libertad lo que le provoca la angustia al hombre (pues ella significa convivencia en armonía, ya que nadie vive solo) sino la ausencia de norte y de sentido, ese abandono del mundo de las leyes y de las normas naturales que éste llama libertad, pero que no es otra cosa sino un libertinaje, el cual carece de toda ley y de toda regla. Pero como el humano, como cualquier otra especie, no podrían vivir en estado de angustia (pues está comprobado que ésta ocasiona suicidio en masa,

tanto en el hombre como en los animales)

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él necesita aplacarla mediante una explicación que tenga por característica ser creíble. Y la manera cómo el hombre ha logrado aminorar, mas no curar, esa angustia existencial es: mediante la filosofía. La filosofía viene a ser entonces, desde nuestro punto de vista, la forma cómo el ser humano crea una justificación parcialmente satisfactoria a todo lo que él es y le pasa. Ahora bien, el producto de la filosofía son las creencias (conceptos e ideas sobre lo que él piensa que es la verdad) las cuales, al transformarse en símbolos, permiten que el filósofo pueda formar discursos (que son símbolos concatenados y con sentido) logrando así darle un orden, una explicación y un objetivo final al por qué vivimos. Pero este proceso ha tenido, en el transcurso del tiempo, no una sino varias maneras de enfocarse. Nosotros hemos detectado tres, siendo posible que se encuentren muchas más. Estas maneras de filosofar, de elaborar discursos (o de crear promesas) se han basado en tres impulsos naturales que el hombre conoce como producto de su propia experiencia: el impulso sensorial —el cual nos informa sobre lo que sentimos, tanto en lo interno como en lo externo—, el impulso racional —que es el proceso de selección y acomodo de la información y que se produce en un espacio interior que llamamos conciencia—, y el impulso intuitivo, que es el papel que juega la voluntad en el accionar de los individuos. Partiendo de la mecánica de cada uno de ellos, de la propia actividad que les es característica, es que el hombre elabora un sinnúmero de explicaciones. Filosofando basado en las sensaciones (sensorialismo) el ser humano le da prioridad a aquello que se siente y a la relación con la naturaleza; tomando como referencia a la razón (razonalismo) aplica en la vida las formas cómo esta actividad se desempeña: categorizando, ordenando y reordenando; y haciéndolo dándole preferencia a la intuición (intuicionismo) concluye que todo lo que le pasa a él viene de él y va hacia él, drama en el que nada tiene que ver el resto de la naturaleza.

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Estas tres filosofías igualmente crean sus propias herramientas simbólicas (lenguajes) empleando aquello que les es más afín a cada una: la sensorialista utiliza los actos, la acción, los movimientos corporales, los hechos, los gestos, etc., para usarlos en su comunicación. La razonalista echa mano a las palabras y a los gráficos, mientras que la intuitivista acude a los estados conmocionales, a las expresiones llamadas espirituales, para conformar sus discursos. Las tres filosofías son totalmente compresibles para todo ser humano, y son igualmente válidas para darle aquello que él necesita: la calma para su angustia. Cada una de éstas, en su momento, ofrece un sin fin de propuestas (teorías y pensamientos filosóficos) las más de las veces entremezcladas junto con las otras —ya que otro rasgo importante de ellas es que ninguna se presenta sola: siempre incorporan parte de las demás en diferentes proporciones. Podemos identificar, entre muchas, por ejemplo, una filosofía de tipo oriental que algunas veces se basa en el sensorialismo —y persigue la integración con el medio o la vuelta a la naturaleza— y otras en el intuitivismo —proponiendo a los dioses como explicación de todo lo que existe. Una de corte racional es la del Occidente de hoy (ya que en su Edad Media se apegó al intuitivismo religioso). Para el caso de la realidad andina podemos decir que, siguiendo estos lineamientos planteados, su filosofía es de raíz principalmente sensorialista pues sus discursos los elabora en base a las acciones, a los actos, a los hechos que el hombre puede realizar y a través de los cuales se manifiesta y expresa. De ser esto así, todo el entramado que queramos descubrir filosóficamente en esta cultura y civilización, tiene buscarse, no en los símbolos propios de las filosofías razonalistas (básicamente, las palabras habladas y escritas) ni en la simbología mágico-religiosa intuitivista,

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sino en la infinita gama de disposiciones y ubicaciones que se realizan en su medio para darle sentido a la vida. Es como si se quisiera descubrir el lenguaje de una catedral, de un templo o de una construcción —lugares donde las palabras casi no existen— pero estudiando básicamente sus formas y colores, con lo que sale a la luz un mundo entero plagado de significado. La distribución del hombre, de los objetos y del espacio en el mundo andino es un idioma que espera ser revelado, entendido y manejado para así conocer su verdadera forma de ser. Salirse de los libros para buscar los otros símbolos que la humanidad también emplea para filosofar —abandonando el fracasado proyecto griego de usar solo la razón como única herramienta para poder entendernos— debe ser la tarea de todo filósofo contemporáneo que ansíe encontrar dónde está la próxima opción que el ser humano tomará como modelo para continuar su inextricable marcha hacia su desconocido destino.

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INTRODUCCIÓN Texto preparado por el autor como ponencia en el “Seminario Epistemología de las culturas andinas” organizado por la Fundación FISS e Invesciencias, llevado a cabo en la Universidad Católica, el 17 de setiembre del 2005.

Estimados amigos: quisiera empezar pidiéndoles por favor un minuto de silencio solo para que traten de responderse a esta pregunta: ¿qué piensan ustedes que somos los seres humanos? Bien. Seguramente algunos habrán dicho que somos creaturas de Dios; otros, que somos un animal evolucionado; algunos, un error, una desviación de la naturaleza. Quizá otros habrán pensado lo contrario: que somos la más alta expresión de ella. Por último, y esta es la más moderna, que esa pregunta no tiene por ahora respuesta, por lo tanto, “se suspende el juicio hasta nuevo aviso y sigamos viviendo sin entrar en mayores preocupaciones”. En fin, de lo que estoy seguro es de que no ha habido consenso, y de que todos no hemos pensado lo mismo. Pero ¿se dan ustedes cuenta de la gravedad que esto implica? ¿Cómo es posible decir que vivimos empleando nuestra inteligencia si ignoramos la razón por la que lo hacemos?

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Y otra más. ¿Cómo es posible que lo hagamos sin tener una norma cierta de lo que el ser humano debe hacer para ser un ser humano? Yo por mi parte concluyo que, visto este caso, nuestra vida es algo más que un misterio: es una confusión, donde muchos creen saber algo pero no están seguros de nada; y que lo que define el hoy es el estado de incertidumbre. Pero me hago otra pregunta más: ¿qué es entonces lo que está bien y qué lo que está mal? Porque todos los conceptos resultan ahora relativos. Por ejemplo: se dice que matar es malo. ¿Entonces un soldado es un asesino? También se dice que no se debe odiar. ¿Y qué sentimiento deberíamos tener ante el que goza con hacernos sufrir? Es más. ¿Acaso alguien puede decidir qué odiar y qué amar, si se supone que los sentimientos no son producto de la voluntad? Quizá les extrañe que les diga estas cosas incomodándolos al hacerles dudar de verdades que les son tan valiosas, pero mi intención es tratar de sugerirles que vivimos en una etapa propia de un proceso de cambio. La misma razón por la que hoy, sábado 17 de setiembre del año occidental 2005, estamos reunidos es porque nos preocupa y nos intriga que estas nuestras verdades, hasta hace poco tan sólidas, están dejando de serlo. Si no, ¿qué interés tendría para nosotros saber qué le pasó a un pueblo de América supuestamente desaparecido hace quinientos años? Si el suelo estuviera parejo, como se dice popularmente, no tendríamos por qué estar saltando. Yo me atrevo a lanzar una conjetura: lo que sucede es que hay un mundo que se va y otro que viene, y que nosotros estamos justo en el medio, en la crisis del cambio.

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A mi entender el mundo que se va es Occidente. No se trata de una coyuntura o una conmoción de las tantas que ha padecido, no. Se trata, ahora sí, del fin. Porque estamos ante una civilización cuyas verdades ya no son creíbles. Toda su religión ha volado en mil pedazos y se ha convertido en una simple sicología de masas. Toda su moral y su ética navegan hoy sin rumbo, arrastradas por esa exacerbación de la codicia llamada la Sociedad de Mercado. Occidente entero es un gran comercio de valores donde todo tiene su precio. Esto porque es una civilización vieja, que en sus últimos momentos de agonía empieza a perder la flexibilidad, la maleabilidad, como el agua que se convierte en hielo y se va endureciendo, hasta terminar por estallar en pedazos ante el más ligero golpe. Son miles de millones los seres atrapados por este proceso que sufren sus consecuencias. Pero veo caras escépticas que no creen lo que les digo. Son quienes no sienten alarma sobre lo que está pasando, puesto que dicen que, crisis como ésta, y hasta peores, ya ha vivido Occidente. Y no les falta razón. Un rápido recuento histórico nos relataría acontecimientos tan espantosos que parecería que este momento fuese incluso más benigno que nunca. Por eso hay quienes piensan que estamos en el “fin de la historia”, en el sentido que ya existe un definitivo y permanente predominio de la Democracia y el Liberalismo occidentales en la humanidad, y que nunca más esto cambiará, con lo que se ha llegado así al fin de los cambios en la historia, o sea, al fin de la historia. Pero si bien existe esta impresión las ideas que la sustentan se caen a pedazos. Lo que más bien sucede es que Occidente le ha perdido la fe a su promesa de origen. Porque, como toda civilización, Occidente vino con una promesa: la de responderle a sus hombres sus más grandes inquietudes;

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y eso lo ha venido haciendo hasta hace poco. Pero cuando ha entrado en crisis ha perdido la capacidad de dar esas respuestas, esas verdades de las que nadie debía dudar. Y es que es el conjunto de verdades fundamentales la base sobre la cual se sustenta una civilización para seguir existiendo. Mas ¿qué pasa cuando esas verdades, sintetizadas en la promesa fundacional, se empiezan a cuestionar y ya no pueden ser reemplazadas por otras? Vamos a hablar sobre este tema. Cada civilización que ha existido lo ha hecho en torno a una promesa de la que hablábamos hace un momento. Y esa promesa es el centro, el eje, la piedra principal sobre la que se construye todo el edificio que es la cultura. De esa promesa, de ese germen civilizatorio, se desprenden todos los ingredientes que caracterizan a una agrupación humana compleja. Poco tienen que ver en esto los elementos naturales. Un grupo humano puede hallarse en zonas cálidas o frígidas, montañosas o planas, áridas o pluviales, meridionales o septentrionales; en cualquier lugar y condición del planeta puede desarrollarse una gran sociedad humana. Todo depende de lo principal: de su promesa original. Y decimos “promesa” y no “respuesta verdadera” porque lo que hace cada civilización no es darle la respuesta al hombre sino “prometer dársela”. Los seres que la integran creen con fe que esa idea, alrededor de la cual se agrupan, es la que puede explicar los misterios de la existencia, sobre todo los más acuciantes. Pero cada explicación es propia de cada civilización; ninguna elabora la misma respuesta que otra. De ello es que se desprenden sus diferencias. La filosofía que les es particular

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es lo que luego define la organización social, las ciencias oficiales y las tecnologías a usarse. Entonces, contrariamente a lo que se dice, no han sido ni las condiciones ambientales, ni las sociales, ni las económicas las que han definido el perfil de los pueblos, sino su profunda construcción ideológica acerca del origen y el destino de la humanidad, lo cual se traduce en una mitología, una cosmogénesis, una cosmovisión y una teleología. Todo esto se sintetiza en un solo concepto: la promesa. No hay entonces culturas superiores ni inferiores. Sus diferencias son solo las respuestas a sus preguntas; cada civilización se levanta sobre lo que su interpretación le dice que es la vida, la naturaleza y el cosmos. Algunas pueden ser sumamente complejas, llegando a construir pirámides, templos, túneles submarinos grandes obras de ingeniería o complicadas redes sociales. Otras pueden ser sumamente simples, bastándoles para ello hacer algunas chozas y un pequeño idolillo de caña. Pero todas finalmente satisfacen y tranquilizan al hombre. En todas ellas, grandes o pequeñas, los seres humanos encuentran que el mundo tiene sentido y que ellos pueden vivir en paz. Esto hasta que llega el día en que esas explicaciones, o promesas de certeza, ya no responden a las preguntas y entonces surgen los cambios; en ese momento se pierde la capacidad para renovarse, los hombres también extravían la fe y se disgregan, muchas veces para reagruparse en torno a otro centro aglutinador, a otra promesa. Este es el proceso del nacimiento, desarrollo y muerte de las civilizaciones. Occidente ha pasado momentos cruciales en su historia en donde sus pueblos han caído en profundos cuestionamientos de sus creencias; pero siempre encontró la manera de retransformarse y salir a flote con un nuevo cuerpo ideológico,

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con nuevas verdades. Recordemos los cambios producidos desde los griegos, pasando por los romanos, el imperio bizantino, su Edad Media, su Renacimiento y su Modernidad. Pero es en esta última etapa, la de la Modernidad, en la que llega el fin del desarrollo occidental. Ahora ya no tiene la capacidad de reciclarse ni de regenerarse. Es un cuerpo enfermo y endurecido invadido completamente por el cáncer del agotamiento. Su raíz, hecha por la interacción entre la Razón y el Cristianismo como promesa de respuesta a todas sus preguntas existenciales, ha perdido crédito. Y eso se debe a que, por un lado, la Razón se ha convertido en un mecanismo mental para justificar los hechos consumados, para “darle la razón” a los dueños de la economía. No es que actualmente se impida pensar, ejercer el análisis y filosofar, sino que se le ha matado el “alma” a la Razón; se le ha des-espiritualizado para convertirla en un mero instrumento, como si ella fuese solo una máquina de calcular (porque un razonamiento que no sea capaz de contemplar toda la magnitud de lo que es el ser humano y que se centre solo en sus aspectos biológicos materiales se convierte en una peligrosa arma de destrucción masiva en manos de un dominador). Una Razón que no logra aquilatar los sentimientos, los sueños, los deseos, las ambiciones y las pasiones, y solo se dedica a discurrir acerca de cómo manipular mejor a la naturaleza —dentro de la cual se encuentra el ser humano— es una Razón discapacitada, a medias, limitada. Por eso es que actualmente a esta Razón moderna la dejan divagar libre por el mundo y casi no le ponen objeciones; porque saben que está coja, ciega y sorda. Todos aquellos que en el Occidente contemporáneo intentan razonar, solo llegan a deambulan por la tierra con una linterna apagada. Por más que se dirija la Razón hacia los fenómenos para tratar de analizarlos correctamente,

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y poder darles una explicación creíble, lo único que se consigue es juzgarlos animalmente, por sus apariencias, y así no saber de qué se tratan y para qué son. Por ello es que hoy la filosofía de Occidente no puede quebrarle el espinazo a la Sociedad de Mercado y vive chupándole la teta como un cordero a su madre. Pero también mencionamos a la religión cristiana, el otro elemento que ha hecho crisis. Si vemos cómo se manejan las cosas, tanto a nivel público como privado, tenemos que reconocer que esta bella religión actualmente se ha adaptado a un código de valores que no es el suyo. El divorcio que hay entre la ley de los negocios que rige el mundo actual con los principios cristianos es tan grande que nos parece normal considerar esos reglamentos tan solo una simple “letra muerta”. Ellos son ahora, como se dice en el Perú, un “saludo a la bandera”. Es decir: existes, pero solo como una formalidad obsoleta, que ha perdido sentido en el mundo actual. Ya no hay vinculación entre la fe y la realidad; se han dividido definitivamente. Se ha separado el Estado de la religión, la fe de la Razón, lo real de lo irreal, lo objetivo de lo subjetivo, lo concreto de lo imaginario, lo verdadero de lo fantasioso. Y como nadie quiere vivir de cuentos y fantasías —sinónimo hoy de religión— entonces todos se dedican a la realidad, a hacer dinero, y no tienen tiempo para perderlo en especulaciones que no lleven a nada. Es por eso que a muchos les parece escandaloso que una religión como la islámica aún persista en sus creencias —a nuestro entender, disparatadas— a consecuencia de lo cual la tachamos de “fundamentalista”.

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Y es que el único fundamentalismo aceptable en Occidente es la ley del interés económico; cualquier otra forma de pensar es, a lo sumo, un pasatiempo, ya que, si ésta alcanzase a ir más allá de dicho interés económico, correría el riesgo de obtener el mismo calificativo que hoy ostentan todos los seguidores de Alá. Si bien es cierto que todavía existe el Cristianismo y sus innumerables iglesias, los occidentales ya no le creen a sus verdades puesto que ahora todos ellos están convencidos que éstas no son reales, demostrables y científicas. Debido a eso es que se ha producido la desesperada búsqueda del famoso “algo más” que esa vieja y gran religión ya no puede dar, puesto que ya todo lo dio. No hay cristiano que no viva atrapado hoy por la angustia de ver que el mundo real no es cristiano. Solo la liturgia, la letra, el libro, es la cristiana; la vida diaria ya no le es, y eso le quita la fe a cualquiera. Mas no se piense que he venido a decirles el ya trillado y manido discurso de la crisis de Occidente solo para aumentarles la angustia y llenarme los bolsillos pidiéndoles algo a cambio de un poco de paz, cual si fuese un predicador de autoayuda. Lejos está de mí el hacer eso que conozco tan bien debido a mi experiencia como publicista profesional -que es casi lo mismo que decir “filósofo del mercado”. Lo que quiero es más bien tratar de contribuir con algo positivo en el caso de que mis ideas les parezcan aceptables. Lo primero que tendría que comentarles es que, conforme una civilización va entrando en crisis, en decadencia y en muerte, otra va creciendo y ocupando el espacio abandonado por ésta. Así ha ocurrido siempre en la historia. Cada vez que un gran reino decaía,

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inmediatamente otro tomaba su lugar. Algunas veces ese otro era una de las causas de su decadencia. Pero en realidad rara vez un gran imperio cayó por manos ajenas; en la mayor parte de los casos estos implosionaron, o sea, se derrumbaron por el enorme peso que tenían y que les impedía desenvolverse con flexibilidad. Algo parecido a un hombre sumamente grande y obeso que ya no puede ni moverse ni reaccionar ante los estímulos. Eso es lo que está ocurriendo ahora con esta envejecida civilización occidental. Y mientras ésta se empequeñece ante el hambre de fe de sus seguidores, otra empieza a surgir con la energía de una adolescente ansiosa de vida. Esta nueva o renovada estructura social viene preñada con una diferente y particular visión de la vida. Pero ¿cuál será entonces esa otra civilización que se expande al mismo tiempo que la anterior, Occidente, se deshace? A mi entender, señores, es la civilización andina. ¿Pero por qué ella y no otras más obvias como la china o la india? La respuesta es: porque mientras que éstas ya han sido civilizaciones hegemónicas y ya fueron absorbidas hasta la médula por la occidental —al punto que se han compenetrado con ella uniendo así sus destinos (como es el caso de la China, que tiene tantas manifestaciones típicamente norteamericanas como el mismo Estados Unidos)— la civilización andina vive y pervive con su propio germen creador, con su propia promesa aún por expandirse. Y si la civilización andina está creciendo no es gracias a los dones occidentales —puesto que, en vez de beneficios, solo ha recibido el desprecio y el palo (como sucede en los centros mineros

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de todo el continente americano)— sino gracias a sus propias fuerzas, a sus particulares ideas, a sus creencias sobre la vida, la familia, la sociedad y el cosmos. Hoy esa civilización se halla insertada en el corazón de los llamados países andinos , formando, en sus entrañas, sus columnas vertebrales, empleando para crecer los restos tecnológicos heredados de la moribunda Occidente (del mismo modo cómo cada nueva civilización los utiliza para estructurarse). Recordemos que la civilización occidental también se formó con los despojos culturales de varias civilizaciones mediterráneas, de las cuales adquirió las bases de su ciencia y tecnología. Pero aunque se empleen tecnologías ajenas, el uso que les dan las nuevas civilizaciones casi siempre es diferente al que tenían originalmente: al templo se lo convierte en un palacio, las palabras adquieren nuevos significados, las costumbres toman giros nunca antes vistos. Pocas cosas sobreviven en su forma natural y la mayoría se pierden para conformar la inmensidad de los llamados restos arqueológicos que muchas veces no se llega a comprender cómo se hicieron y para qué. Las nuevas civilizaciones siempre tratan de enterrar a sus predecesoras para poder afirmarse. La civilización andina, lejos de haber desaparecido con la conquista occidental, se mantuvo viva y expectante, esperando el momento oportuno para estirarse y tomar su verdadera dimensión. Han tenido que pasar muchas cosas y mucho tiempo para que esto suceda, pero ya ocurrió. Y, tal como dijimos, si está viva y renaciente, es porque mantiene todas las características y condiciones de una civilización llamada a suceder a la occidental.

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Nosotros, los filósofos andinos contemporáneos, deberíamos asumir el reto de descifrar la civilización andina y hacerla comprensible al mundo, dando a conocer el por qué de su éxito, por qué ella sí logra satisfacer las angustias y ansiedades del ser humano actual, y cómo es que se desenvuelve su promesa la cual, en un futuro, aglutinará a un gran sector de nuestra sufrida humanidad.

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I PENSAMIENTO, CIVILIZACIÓN Y DIVINIDAD Por su parte, Spaventa describe que “nuestro genio nacional debe reflejarse en nuestra filosofía... Si la filosofía no es un vano ejercicio del intelecto, sino aquella forma real de la vida humana en la que se compendian y cobran todo su significado los momentos anteriores del espíritu, es cosa natural que un pueblo libre se conozca y tenga la verdadera conciencia de sí mismo también en sus filósofos. Allí donde esté ausente este reconocimiento, de nada servirá la importación de fuera, ya que la conciencia de sí mismos no es una mercancía, que si no se tiene se adquiere, sino que es nosotros mismos, el auténtico nosotros”. Escribir la historia de la filosofía italiana significa, pues, descubrir nuestro “verdadero nosotros”, volver a ganar la conciencia de nosotros mismos. Estudios sobre filosofía moderna. Michele Federico Sciacca. Editorial Luis Miracle, Barcelona. 1966. Pág. 278

Acerca del pensamiento Observar, memorizar, recordar, asociar, componer, intercambiar, deducir, concluir, intuir... Todos estos conceptos que hemos mencionado

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son actividades que se dan dentro de la mayoría de los seres vivos, no solo del ser humano. Pero a pesar de que en ello nos parecemos, o tal vez somos iguales, decimos nosotros que solo en el ser humano se da el proceso del reflexionar, actividad, a nuestro entender, más compleja, que va más allá del simple acto de sobrevivir. Si bien es característico de nosotros el reflexionar, no todas las reflexiones son iguales. Las hay desde las más simples, como evaluar cómo rascarse la espalda, hasta las más complicadas, como las matemáticas avanzadas. Es por eso que el pensamiento ha sido dividido en múltiples fases y niveles, según sea su importancia en nuestra vida humana. El resultado de todo ello es lo que denominamos como el conocimiento: una acumulación de todo aquello que, como especie, hemos podido identificar mediante nuestro pensamiento. Este conocimiento es un esfuerzo colectivo del cual no está ajeno ningún ser humano. Es una inmensa obra en la que todos, de alguna u otra forma, vengamos de donde vengamos, colocamos nuestro propio ladrillo que contribuye a hacerlo cada vez más grande. Y el ladrillo que nosotros colocamos no necesariamente es un pensamiento puro; puede ser un suceso, una anécdota, una experiencia personal vivida privadamente por cada uno de nosotros, cuyos giros y peculiaridades se convierten en enseñanzas, en ejemplos, en modelos para toda la humanidad. La humanidad entera es la única responsable de todo lo que conocemos y vivimos, en lo cual, los llamados grandes hombres, resultan ser solo quienes dan la puntillada final a la obra, mas no son los gestores de las necesidades ni de los espíritus de los tiempos.

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Es, entonces, la humanidad por completo, la que reflexiona, la que acumula experiencias y elabora sus respuestas. Y todo este concierto de conocimientos se transmite de persona a persona, de pueblo a pueblo, de sociedad a sociedad, sin importar qué tan grandes o pequeñas sean estas. Igual la humanidad aprende de la tecnología del pigmeo como de la literatura del nómada. El conocimiento nada margina: todo lo absorbe, lo clasifica y lo utiliza llegado el momento y la ocasión. De este conocimiento universal, el cual consta de la memoria colectiva de todos los pueblos de todas las épocas, y que incluye más información que ninguna especialidad humana —pues atesora hasta las cosas más ridículas y espantosas creadas por el hombre— es que se nutren las gentes para desarrollarse según sus intereses y especialidades. Al cazador poco le interesará el arte de la navegación, el sepulturero no se preocupará por los descubrimientos geológicos, el músico no dedicará su tiempo en averiguar la estructura de la materia. Cada cual escogerá, de este inmenso tonel de sabiduría, qué es lo que más le conviene. Pero de seguro ningún ser humano podrá jamás abarcarlo todo, porque es una sabiduría plural, puesto que los pueblos también se comportan como entes vivos, al igual que nosotros, que somos una suma de miles de millones de seres llamados células. Aunque ese individuo que quisiera abarcarlo todo se llamase a sí mismo sabio, nadie en su sano juicio le exigiría que supiese todas las respuestas. Pero lo que estos seres sí son capaces de hacer es combinar los elementos de tal manera que pueden sugerir a su prójimo cosas que éste no haya pensado antes. De esos seres dedicados a dichos menesteres los hay en todas las épocas, en todas las culturas. Antiguamente se los llamaba simplemente hombres y mujeres de conocimiento, de sabiduría, sabios.

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Actualmente se los conoce con muchos nombres, tantos como clases de sabiduría existen: científicos, doctores, expertos, especialistas, filósofos, etc. Todos ellos emplean el conocimiento universal para aplicarlo al suyo en particular, mas son solo continuadores de lo ya elaborado, no creadores absolutos. Los sabios de hoy no son los inventores del lenguaje, de la matemática, de la mitología, de la religión. Lo que puedan decir resultan ser ciertamente especulaciones, reacomodos, nuevos puntos de vista; pero ellos no son dueños de la verdad, si es que ella existe. Cada pensador en realidad recoge la posta que iniciaron en un tiempo inmemorial millares de seres humanos. Intentar discriminar en este conocimiento quién hizo qué cosa no tiene sentido porque ello no es posible: todos ponemos algo de todo, nadie está exento de nada. Siempre hay un gestor y un receptor que acepta. Siempre se participa en todo lo que se hace. Sin oyentes no hay músico, sin músico no hay oyentes.

Conocimiento y dominio Llegados a este punto ¿cabría decir que el verdadero conocimiento, la sabiduría de la vida, pertenece a tal o cual grupo de individuos? ¿Habrá existido alguna cultura tan cerrada que no haya aceptado las influencias de otra? ¿Por qué tendríamos que pensar que el conocimiento sería algo privativo de una sola de ellas? Si así fuese, admitiendo esta idea que hoy está tan enraizada en nuestro medio, deberíamos creer entonces, por principio, que no todos los seres humanos somos iguales en nuestras capacidades y potencialidades; que han existido y existen hombres que poseen atributos y virtudes superiores a otros o a la mayoría; que estas cualidades se deben a su especial constitución física

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y a su particular medio ambiental. Desgraciadamente esta manera de pensar nos llevaría a sostener que hay humanos mejores que otros, y que esos tendrían justos derechos a ponerse por encima del resto. A esto lo conocemos como racismo, una vieja idea que jamás hemos podido erradicar pues siempre habrá quienes se sientan superiores a otros, encontrando los argumentos para demostrarlo. Hasta donde conocemos, la historia de los pueblos del mundo está plagada de razas superiores dominantes, las cuales pasaron después a ser dominadas. Y lo que les es común a las llamadas razas y culturas superiores es que todas por igual pensaron ser autoras y propietarias del conocimiento que ya hemos dicho que es universal y que le corresponde, como autoría, a la humanidad en su conjunto. Pero lo que en realidad ellas hicieron fue darle los giros necesarios a cierta información, para que ésta tuviera sentido y encajara dentro de sus esquemas de dominio. Esto explicaría de alguna manera por qué se piensa y se sostiene, en cada época, que solo un pueblo elegido fue capaz de desarrollar una forma superior de pensamiento que no tuvieron la habilidad de intuir los demás. Con esto se pretende decir que dicho pueblo fue superior al resto, justificando así su dominio. El primer gran error que cometen dichos apologistas de los pueblos o razas dominantes es el ignorar o soslayar lo que hemos estado diciendo: que el conocimiento es universal, que es la suma de todo lo humano —uno de cuyos elementos es la Razón—, que es una obra común de todos los hombres, y que nadie se puede arrogar la patria potestad de haberlo hecho todo; menos aún sin consultar a nadie.

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Otro error es creer que el darle a determinadas ideas un sentido para hacerlas coherentes es sinónimo de verdad universal, o sea, que basta ordenar de algún modo el conocimiento para creer que se ha descubierto la verdad. La historia nos demuestra que ningún pensamiento, por raro que nos parezca, carece de sentido ni de lógica, si no, no sería pensamiento; nació porque era necesario que naciera y vivió porque tenía coherencia con respecto al entorno en el que se creó. Hasta lo que nos parece más absurdo, dentro de su contexto, tiene un sentido y es sensato hacerlo. El que hoy se are la tierra con tractores no elimina la vigencia del arado a mano. Se le pueden dar mil formas a la naturaleza pero todas, en la medida que responden a lo que se piensa de ella, son válidas. Ejemplo claro de ello es el hecho que, en la ciencia occidental, la física newtoniana puede explicar el mundo a pesar de que se haya demostrado que ya no es la verdad oficial con respecto a la materia. En resumen, creer que, porque se puede pensar, no significa que se es el único pensante. Y un tercer error es pretender forzar al prójimo a aceptar y a seguir la lógica de uno, olvidándose que, por ejemplo, a ningún adulto sensato se le ocurriría obligar a un niño a ver las cosas tal como él las ve. Las vivencias de una criatura son tan necesarias como la experiencia de un adulto. Sin la carga imaginativa infantil, sin esa etapa de descubrimiento, mistificación y animación del mundo, ningún niño llega sano a su adultez. Quiere decir que, pesar de que estas dos formas de ver la vida, la del adulto y del niño, son radicalmente diferentes, ambas pueden coexistir sin contradicciones, compartiendo el mismo espacio y tiempo, aunque ellos no lo perciban ni lo sientan del mismo modo.

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Creer que solo la percepción del adulto es la correcta, por sobre la del niño y la del anciano, nos lleva a cometer la equivocación de darle siempre la razón al fuerte de turno. Hemos mencionado tres grandes errores en los que incurren frecuentemente aquellos que sostienen la idea de que el dominio político, que ejerce circunstancialmente un pueblo, viene aparejado, o es equivalente a una superioridad racial, cultural y de pensamiento.

Filosofía y conocimiento ordenado El conocimiento es el cúmulo de experiencias que el ser humano puede albergar en su ser, consciente e inconscientemente. Ordenar ese conocimiento es entender al mundo. Pero no existe el ser humano en concreto: existen los seres humanos, cada uno producto de su propia realidad y con experiencias diferentes. Ello explica la diversidad de culturas humanas. Por lo tanto, existen tantas maneras de ordenar el conocimiento como culturas se den. Entonces la filosofía sería la manera cómo una determinada cultura, desde su propia perspectiva, entiende y ordena al mundo y se entiende a sí misma dentro de él. Este entendimiento no es otra cosa que filosofía, como acto puro y abstracto del ser humano —el cual es expresado por consenso mediante dicho vocablo griego, al igual que sucede con la mayoría de las palabras. Existen entonces tantas filosofías como maneras hay de entender las distintas realidades. En el caso de la cultura occidental este ordenamiento se caracteriza por utilizar a la Razón como eje fundamental para darle sentido a la existencia y ordenar al mundo.

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Ello no implica que otras culturas no empleen también la Razón; lo que pasa es que no la priorizan por sobre las otras experiencias humanas —como son las sensaciones internas, los sentimientos, la emoción, la intuición, la percepción, el presentimiento y otras. Lo que denominamos convencionalmente filosofía es una visión sobre el conocimiento universal, patrimonio de la humanidad; una manera de ordenar algunas de las partes que lo conforman.

La filosofía occidental contemporánea La forma cómo actualmente entiende Occidente a la filosofía es: el modo de ejercer el dominio sobre la naturaleza mediante la Razón, o sea, es una filosofía razonalista. Cuando decimos Occidente nos estamos refiriendo a una civilización que viene a estar conformada por una suma de pueblos que, aunque diversos en sus orígenes y derroteros, comparten desde muy antiguo una misma estructura de pensamiento que tiene su base en la filosofía griega, con énfasis en la Razón, y al Cristianismo como visión y misión unificadora del mundo. La filosofía occidental contemporánea viene a ser la acción de hurgar en la naturaleza empleando la Razón, con la finalidad de conocerla y dominarla, cosa que llaman investigación. En esa naturaleza se comprende al hombre como un objeto más de estudio. Pero Occidente no siempre filosofó así. Hubo épocas en las que se afanaba por hacer ver que la vida era un acto de unión con Dios; por lo tanto, todo lo que se pensaba tenía que desembocar en ello. Por eso desarrolló una filosofía religiosa. Mas con el empoderamiento de los comerciantes europeos, durante el segundo milenio de su historia, los intereses occidentales cambiaron reenfocándose éstos hacia objetivos más prácticos y mundanos.

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Se debe tener en cuenta que la mentalidad de un comerciante está orientada a intercambiar objetos para obtener de ello un beneficio; y en la medida que las cosas sucedan así, de la manera más fluida, mucho mejor. Esto podría ser la explicación del actual comportamiento del mundo occidentalizado: es un mundo hecho por y para el comercio, en el cual el ejercicio de la filosofía, el pensamiento, la sabiduría, y el conocimiento imperantes, están puestos a su entero servicio. Podemos comprobar que nada que no encaje dentro de la lógica del negocio puede subsistir; o, a lo más, lo haría pero como subcultura, como espacio marginal. Una filosofía que no reflejara esta forma comercial de ver la vida sería tachada de irreal, inconsecuente o subversiva, como que así ha sucedido en el caso de ciertos pensamientos llamados socialistas. Y no es gratuito ni casual que esa filosofía oficial se dedique fundamentalmente a observar la naturaleza como máxima realización de verdad: es el espíritu del comerciante que la alimenta y alienta, ya que su utilitarista mirada está puesta en los objetos con los que se puede lucrar. Es de este modo cómo se mantiene la armonía entre el pensamiento instituido —la filosofía académica—, la forma actual de gobierno en el mundo —la Democracia Liberal— y la principal actividad humana: el trabajo, como objetivo y fin único de la vida (según la lógica de la Sociedad de Mercado). Tenemos entonces ante nosotros a una filosofía occidental que se impone a todo arrogándose el derecho de ser la única verdad, pero avalando los intereses de los comerciantes, actuales poseedores del aparato político, no solo de Occidente, sino de casi todas las naciones del mundo. Es en vista de esta situación que no podemos dejar de expresar

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que no creemos que esa filosofía occidental sea la única vara para medir todo el conocimiento humano que incluso es más vasto que la propia filosofía. Podríamos más bien felicitarla y aceptarla por su cualidad de ser una buena husmeadora, un buen topo investigador que se sumerge en la profunda tierra; y de ser una diligente chismosa, ansiosa de novedades. En sus aportes no la cuestionamos. Pero sí lo hacernos cuando pretende decirnos que rebusca en todos los rincones sin discriminación alguna, de manera neutral y objetiva, puesto que sabemos que lo hace parcializadamente, sesgadamente, dentro del marco de las leyes del mercado y de su amo el comerciante. Qué fantástico sería que ella estuviera tan libre de manos y fuese lo suficientemente independiente como para mirar más allá de lo que le permiten.

La filosofía como práctica universal Hemos dicho que, aunque su origen sea griego, cuando decimos la palabra filosofía no nos estarnos refiriendo necesariamente al pensamiento griego occidental, como tampoco cuando decimos pirámide estamos hablando de una tumba-templo egipcio. Cuando decimos filosofía, miles de años después de su aceptación como vocablo, estamos hablando del ejercicio del pensamiento humano en general. Esto tiene importancia pues, para muchos, la filosofía solo puede ser entendida como manifestación del pensamiento greco-occidental, no como una actividad universal. Algo así como si el concepto «asesino» solo tuviese legitimidad dentro del ámbito de sus creadores, la secta árabe de los hassasln, quienes serían los únicos conocedores del arte de matar personas, y, por lo tanto, solo a ellos se les puede atribuir dicho acto. El concepto filosofía,

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como todas las palabras de un idioma, ha adquirido con el paso del tiempo nuevas y más amplias dimensiones que, en sus orígenes, no tenía, siendo ella, hoy, un sinónimo de conocimiento organizado en pro de la humanidad, y ya no un simple amor a la sabiduría. Más aún: después de los griegos lo han venido empleando numerosos pueblos y en sus propios idiomas. La lógica y el espíritu del lenguaje nos dicen que los conceptos van evolucionando y se van enriqueciendo, así que no debería extrañarnos que muchos pueblos no griegos y no occidentales utilicen esa palabra como un sinónimo de su particular forma de ver y pensar acerca del hombre en el mundo. Es esa palabra, a nuestro entender, uno de los grandes aportes de la cultura griega al conocimiento de la humanidad. Pero no permitir que ella escape del ámbito de Occidente, y que nadie fuera de ese marco pueda usarla con propiedad, representa, por un lado, un celo egoísta de apoderarse de un bien para usufructuarlo en su propio beneficio, y, por el otro, un gran temor a que los pueblos llamados inferiores sean capaces de pensar a la misma altura de los dominadores, lo cual significaría una revolución y el inicio de su libertad. Es igual que al hablar de la pólvora: para usarla no necesitamos aprender chino ni rendirnos ante su cultura. Del mismo modo, es como si los andinos hubiésemos podido conservar el monopolio del cultivo de la papa —al estilo de la China con su gusano de seda— y fuésemos por el mundo descalificando y minimizando a todos aquellos que pretendieran decir que son capaces de cultivarla. Resulta absurdo, más aún cuando sabemos que los países desarrollados hace mucho que la conocen y la cultivan mejor que los propios creadores.

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Hacer ejercicio correcto del pensamiento entonces, no puede ser peculiaridad exclusiva de los habitantes del antiguo Mediterráneo ni de aquellos que provienen de la cultura occidental, así como la mejor técnica para sembrar papas ya no se puede decir que se practica en América del sur. Sin embargo, hay quienes lo sostienen enfáticamente. En eso —hay que expresarlo con todas sus palabras— existe un puro, simple y llano racismo. Cada vez que afirman que solo pudo y puede darse filosofía o pensamiento elevado en la civilización occidental, están dando a conocer su visión egoísta, conquistadora e ignorante de la humanidad, por cuanto están convencidos de su superioridad como raza, como pueblo, como cultura y como civilización, lo cual, según ellos, les otorga el derecho de controlar, desde su supuesta muy elevada posición, los destinos del planeta y de toda la especie humana.

Filosofía y tecnología Ahora bien: ¿podemos creer que el hecho que una civilización determinada no haya llegado a la Luna lo descalifica a ésta para ser tomada en serio? ¿Podemos pensar que el no poseer una tecnología comparable con la occidental convierte a cualquiera otra cultura en una inferior? ¿Acaso un hombre occidental que viene encerrado dentro de un tanque de guerra, —equipado con armas láser para aplastar a un camellero en sandalias— es superior a los demás? Lo que queremos decir es que hacer verdadera filosofía no significa tener que desarrollar igualmente una tecnología de punta, tal como pretende dar a entender la auto denominada comunidad científica mundial. (Ellos dicen: el que piensa mejor desarrolla una tecnología superior).

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El que una sociedad posea los aparatos más sofisticados no significa que elabora la mejor filosofía. Si así fuera, la Alemania NAZI hubiese sido, en su momento, lo más elevado en cuanto al pensamiento filosófico, o los Estados Unidos actuales estarían dando lecciones sobre las ideas más revolucionarias en materia de hacerle un bien a la humanidad. La filosofía no tiene por qué verse reflejada en un exuberante tecnologismo cientificista. Si así lo fuese, los antiguos griegos habrían viajado por el espacio, o Inmanuel Kant hubiese dado sus conferencias desde su propio satélite aeroespacial. En realidad, Occidente puede tener éxito político gracias a los instrumentos que produce —debido al afán de sus comerciantes y a los científicos que financia— mas no por su capacidad de pensar qué es lo más sensato y correcto tanto para ella misma como para la humanidad entera. La actual hegemonía de Occidente no es el resultado de su «superior» filosofía sino de su mayor eficiencia en el oficio de construir mejores armas para destruir la mayor cantidad de seres humanos. Porque no conocemos una sola cultura que haya aceptado occidentalizarse por propia voluntad o por caer rendida ante la comprobada «superioridad» de la sabiduría occidental. Todas por igual han sido sojuzgadas con el argumento de la fuerza o de la amenaza, tal como también lo hicieron los romanos en su momento. ¿Querrán decir con esto que el verdadero conocimiento solo se puede imponer a la fuerza ya que ningún «beneficiado» es capaz nunca de reconocer el valiosísimo aporte que va a recibir, al igual que sucede con una foca a quien van a salvar capturándola con balas narcotizantes? Eso nos llevaría a una nueva verdad:

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solo con la fuerza se entienden las razones. Pero eso no es lo que quisiéramos creer.

¿A quién beneficia la filosofía? Para nosotros la filosofía es el pensar en beneficio de todos los seres humanos y de su entorno, sabiendo hacer discriminaciones en el proceso. Porque, si no se piensa en beneficio de todos los seres humanos, ¿en beneficio de quiénes o de qué se piensa: de un grupo, de unos cuantos, de uno solo, de una cosa, de una idea? Si se filosofa obedeciendo a consignas o a los poderosos, —quienes poseen todos los mecanismos de coacción— entonces ese filosofar deja de serlo para convertirse en un instrumento de explotación, de abuso, de dominio, de anormalidad y, por último, de autodestrucción. Hoy desgraciadamente vemos cómo la filosofía, de por sí noble y reguladora, en el mundo occidentalizado se encuentra entrampada, maniatada y capturada, por la Sociedad de Mercado. Se ha hecho de ella un monigote y se la ha colocado en una jaula llamada universidad para que, desde allí, inerme y asustada, masculle apenas unas inextricables palabras mágicas impresas en ilegibles manuales de alquimista, aptos solo para ratones de bibliotecas alejandrinas. De este modo es poco, o casi nada, lo que puede hacer frente a los poderosos medios de comunicación, quienes conocen las palabras clave con las que logran movilizar las mentes y los corazones de millones de seres humanos en cosa de segundos. Esos monstruos informativos hace mucho que han descubierto que lo que forma la mente del hombre no son las realidades —pues ellas de por sí resultan ser siempre relativas— sino las percepciones, aquello que parece ser y que finalmente llega a convencer,

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aunque ello no sea necesariamente lo cierto ni lo comprobable. A la gente le gusta creer solo lo que puede entender. Aquello que le parece difícil de asimilar prefiere ignorarlo, como si no existiera. Sin embargo la filosofía universitaria ignora eso. Se halla atrapada pensando que la verdad se abre paso por sí sola, cuando, en realidad, el mundo no está hecho de verdades sino de intereses. Eso la hace cada vez más lejana e inocua en un sistema en el que ella, en su forma más auténtica, no tiene cabida. Creemos que esa filosofía occidental secuestrada no puede seguir siendo denominada como “la» filosofía. No se interprete que pretendamos descalificarla, ya que le otorgamos tanto derecho a existir como a todas las demás. Lo que queremos es evitar que esta filosofía se mimetice con la ciencia y se vista con traje de tecnología, haciéndole creer al hombre simple que se trata de un mismo fenómeno. No se puede engañar a la gente diciéndole que, así como se ha desarrollado en tecnología, igualmente se lo ha hecho en filosofía, en ética, en valores y en sabiduría. No son directamente proporcionales ni una cosa lleva a la otra.

Idea de la naturaleza y del hombre Hemos dicho que la idea que se tiene acerca de la naturaleza y del hombre proviene de un proceso que cada civilización ha ido desarrollando según su realidad y circunstancia; y de acuerdo con esa idea es cómo se han estructurado los pensamientos, distintamente para cada caso. Por eso es que todos los pueblos, aunque hayan encarado a la misma naturaleza

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—que es igual en todas partes—, han terminado pensando diferente respecto a ella puesto que cada quién la ha interpretado desde su propia óptica, desde su propia circunstancia, desde su propia historia y desde su única realidad. Unos han pensado que lo importante es, como objetivo fundamental, manipular a la naturaleza lo mejor posible. Otros han creído que lo prioritario es adaptarse más bien a ella. Otros han dicho en cambio que la vida humana es un acto de piedad y de relación con su creador, por lo que la naturaleza no tiene mayor importancia. Pero entonces ¿quién tiene la razón? Y si nadie la tiene ¿por qué alguien tendría que imponerle la suya a los demás? ¿No resulta sospechoso que el pensamiento correcto sea siempre el del imperio de turno? ¿No lo es también que casi siempre, por no decir siempre, “la verdad” está justo de nuestro lado, y vive en nuestro mundo, en nuestra sociedad, en nuestra ciudad, en nuestro barrio y en nuestra familia? ¿No es curioso que nosotros tengamos siempre la razón y que el «otro» (el de la otra cultura, la otra sociedad, la otra religión, la otra ciencia, el otro país, la otra raza, la otra ciudad, el otro barrio, la otra familia) nunca la tenga? ¿No lo es también el que el único juez «imparcial y objetivo» que existe hoy en el mundo sea Occidente, y que éste se auto califique de «pensamiento correcto» y de Civilización —con C mayúscula? ¿No nos inquieta que la ciencia occidental sea denominada como La Ciencia? ¿No existe demasiada coincidencia entre el poder político y la «verdad comprobada»?

La sabiduría ¿Y qué es la sabiduría? ¿Será la simple acumulación de información? No necesariamente,

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pues tener información suficiente implica abarcar lo necesario, lo posible, mas no la totalidad. En tal caso un sabio podría ser entonces aquel que tuviese más libros en su biblioteca o el que poseyera los mejores mecanismos de información. Un servicio secreto sería un sinónimo de sabiduría. Pero eso no tiene sentido. ¿Y no sería sabio aquel que poseyera la mejor tecnología? La tecnología es solo una aplicación de lo que se sabe después de haber determinado el fin, y definido el propósito. La caza, la pesca y la recolección exigen tecnologías específicas. La medicina también. Pero han existido otros tipos de caza que hoy ya no se realizan, como la del mamut, la cual requería de una tecnología particular. Conocerla no aporta nada para el hombre actual, salvo como historia. Porque fuera de los historiadores a nadie le interesa las tecnologías en desuso por muy buenas, admirables y duraderas que éstas hayan sido (como la de la construcción de pirámides). Esto quiere decir que cuando dejan de existir los fines las tecnologías pierden su sentido pues cada época ve la vida con diferentes ojos y perspectivas. Por lo tanto, conocer de tecnología es responder a una visión específica de las cosas pero no ir más allá. Esto porque la gente simple suele maravillarse con ella y considerarla la más alta expresión humana. Entonces ¿será acaso la ciencia lo mismo que sabiduría? Poseer ciencia es tener un conocimiento sobre determinadas cosas. Pero cada época y sociedad

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ha poseído su propia ciencia según los retos y circunstancias en las que se veía envuelta. La ciencia occidental tiene sentido dentro de la lógica de Occidente, al igual que un automóvil puede deslizarse cuando existe una pista para que lo haga. Pero sin ésta pista dicho vehículo resulta inútil, como también lo resulta la escuadra para intentar medir una esfera. Si la ciencia fuese igual a sabiduría los llamados científicos serían los más preclaros para conducir al ser humano; pero esto no sucede así. Entonces, si sabiduría no es acumulación de información, ni es manipular tecnología, ni es poseer ciencia, ¿qué es entonces la sabiduría? A nuestro entender ella no es otra cosa que el conocimiento preciso y suficiente que nos sirve para adaptarnos convenientemente al medio en que vivimos y sentirnos dichosos con sus resultados. Podemos vivir con sabiduría aunque se desconozcan muchas cosas que pasaron y pasan en el mundo y por muy maravillosas que éstas sean (como son los conocimientos, las ciencias y las tecnologías). Numerosos pueblos viven perfectamente satisfechos con su propia sabiduría, independientemente del tipo de ciencias y tecnologías que posean (aunque a nosotros nos parezcan primitivas o ridículas).

La cultura La cultura es un derivado de la realidad que cada pueblo crea en torno a la idea que tiene sobre su origen y existencia, en torno a su filosofía. Las pirámides aztecas tenían un sentido dentro de la lógica azteca,

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lo mismo que el templo de Pachacámac para los andinos, con toda las ciencias y tecnologías que necesitaban crear para lograr tales obras. Hoy, dentro de la lógica occidental, esas ciencias y tecnologías andinas o aztecas ya no tienen sentido, como no lo tienen los de todas las civilizaciones no occidentales. Quiere decir que cada civilización posee una cultura que le es particular, y ello implica tener unos propios fines, para los cuales desarrollará unas ciencias y tecnologías exclusivamente idóneas para estos. Los teólogos del Medioevo europeo dejaron una colosal obra especulativa que hoy es vista como una montaña de inutilidad (¿cuántos ángeles caben en la punta de un alfiler?). Quiere decir que lo que una vez creímos que era importantísimo y utilísimo puede parecemos después el más grande absurdo. Significa también que ninguna cultura hereda a otra, salvo en aquello que a la heredera le interese y de la manera cómo ésta lo aplique; cosa que casi siempre significa darle una reinterpretación o una tergiversación a sus fines originales.

Acerca de las civilizaciones Civilización no es ciencia ni tecnología, no es indumentaria, ni usos, ni costumbres. Civilización es un grupo humano que se identifica como unidad, que se siente hermanado. Estas civilizaciones, culturas, sociedades o como las llamemos, estas grandes agrupaciones humanas han existido y existen a lo largo del tiempo. Dentro de ellas se dan un sin número de variantes y variables;

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son, en verdad, múltiples y diversas. Hasta parecería que tienen tantas contradicciones internas que no deberían llamarse partes de un todo. Y sin embargo lo son. Sus integrantes sienten que deben unirse. Piensan que deben caminar juntos, y vivir como hermanos, aunque, como tales, lo hagan peleándose todo el tiempo. Casi siempre no visten igual, no hablan el mismo idioma ni tienen el mismo culto. Incluso emplean ciencias heredadas de otras civilizaciones y culturas, o bien tecnologías y costumbres consideradas en desuso, pero siempre recicladas y transformadas. Parecen por momentos un caos. Pero son civilizaciones, son parte de un espíritu ansioso de ser y de existir plenamente. Expansivas, notorias, productivas, generativas; las civilizaciones, cuando crecen, se inflan como un globo e incomodan a toda la vecindad. Como niños recién llegados, empiezan a ocupar espacios que eran de otros, y eso siempre trae incomodidades o rencillas.

Por qué se forman las civilizaciones Mas lo que le da sustento a una civilización es la respuesta que ofrece a la inquietud fundamental del ser humano: quiénes somos. Cada civilización forma entonces un discurso, una explicación, en torno a la cual construye su mundo.

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Este discurso se sintetiza en un concepto que hemos llamado la promesa, porque lo que hace éste es prometer dar la respuestas y explicaciones a todo lo que el hombre enfrenta en su vivir, respuestas que obtendrá siempre y cuando cumpla con los requisitos que ella le exige. Su fuerza entonces radica en que el ser humano debe creer que esa promesa se cumplirá. Es la «tierra prometida» que une a los hombres para cruzar unidos el enorme y difícil desierto. Es la esperanza que los hace generar toda una cultura en torno a ella, con los respectivos símbolos que la identifican y la refuerzan. Los que crean en ella se someterán a sus mandatos, pero los que le pierdan la fe abandonarán la caravana para buscar otro futuro y otra promesa a la cual sí le crean. Finalmente la promesa muere cuando la mayoría deja de creer en ella o cuando se cumplen todos sus designios (y se llega por fin a la anhelada tierra) con lo que ya no hay más sueños que unan a los hombres y esa sociedad se disuelve. Lo que cada civilización le promete al hombre que la integra es darle tranquilidad, darle una verdad, que es lo que el ser humano en el fondo busca, y no como se dice en la decadente Occidente que lo que desea es saciar sus necesidades. Para tal caso la humanidad no habría dado el paso de dejar de ser animal para ser lo que es y solo se contentaría con dedicarse a satisfacer dichas necesidades como lo hace cualquier ser vivo. Más bien lo que nos distingue del resto de los animales es que vivimos en función de nuestras ideas y no de nuestras necesidades. Ese ha sido y es el gran drama de nuestra especie. Y este problema se encarga de resolverlo la promesa. La promesa arregla el mundo, le da sentido, orienta al hombre, le explica las cosas, lo consuela y le ofrece

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aquella paz que perdió desde el día que dejó de ser animal. Pero la experiencia nos demuestra que la estructura de una promesa no es sólida ni duradera. Es cambiante y se agota. Llega un momento en que sus respuestas y explicaciones dejan de satisfacer al grupo humano en torno a la cual se aglutina. Es en ese instante en que la civilización entra en crisis, se vuelve caduca, ya no convence a nadie y se la niega, para darle paso a otra idea, a otra promesa, que vuelve a intentar ofrecer lo mismo que la anterior pero mediante un nuevo discurso.

La civilización occidental Como toda civilización, Occidente también nació con su promesa: prometía responder a las más inquietantes preguntas del hombre mediterráneo de hace dos mil años: quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos. Y esa promesa de respuesta la construyó alrededor del ejercicio de dos elementos: la Razón, orientada a analizar y manipular principalmente a la naturaleza, y el Cristianismo, que mostraba el destino final del pueblo elegido, o sea, Occidente. Con la Razón veía que el mundo tenía un sentido de acuerdo a un orden determinado (puesto que la Razón no es otra cosa que orden). Si la Razón se pronunciaba sobre algo, si algo era «racional», entonces allí había una «verdad», porque lo racional se hizo sinónimo de verdad. Por otro lado, mediante el Cristianismo creyó que todos sus males tendrían fin gracias al amor y generosidad hacia el prójimo y a la pronta segunda venida del Cristo, quien definitivamente daría término

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al eterno ciclo de ir prometiendo nuevas respuestas a las angustias humanas sobre su origen y destino. Pero la primera promesa, que era la que ofrecía la Razón, se debilitó y perdió sustento por causa del dominio del maquinismo en la Era Industrial europea, que convirtió a la Razón en una sirvienta de la producción en masa para formar así la Sociedad de Mercado. (La Razón es parte del proceso del pensamiento y su papel es evaluar la información que todo organismo recibe. Fuera de ese contexto, del pensamiento, ésta puede servir para muchos fines sin que ello signifique que, por el solo hecho de emplearla, con ella se llega indefectiblemente a la verdad absoluta). Es por eso que ahora para Occidente nada tiene sentido salvo el mercado (la lógica del mercado ha orientado a la Razón); y, cuando la Razón va en contra del mercado, entonces la Razón es combatida para imponerse la sinrazón (que viene a ser, en la época actual, el fundamentalismo económico y sus fines). Así entonces, la promesa de explicar el mundo mediante la Razón para poder entenderlo y vivirlo en armonía, se trastocó en un ardid, un engaño, una justificación para imponer un sistema economicista (cuyo fin no es explicar y consolar sino vender y acumular). Hoy el simple ciudadano occidental piensa que la Razón solo arroja conclusiones con el único fin de contentar a los poderosos y a los ricos. Toda la industria bélica, el producto más acabado de ella, parece confirmar sus sospechas. Por eso ya no le cree. Igualmente, el segundo componente de la promesa, el amor al prójimo y la pronta venida del Cristo, no ha dejado más que la sensación de que,

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después de dos mil años, esto no ha sucedido ni va a ocurrir nunca, por lo cual los cristianos occidentales han perdido, por agotamiento, su fe. Aparentemente no se puede esperar tanto tiempo sin que esa espera canse, produciéndose así el acto de rechazo y la búsqueda de una nueva esperanza. En vista de todo ello, los motivos por los cuales la civilización occidental nació y agrupó en torno suyo a tantos pueblos no existen ya más; por eso entró en crisis y ya cumplió su ciclo. No le puede prometer a sus seguidores darles respuestas; más bien les genera más angustias y confusiones. Todo menos seguridad, estabilidad y fe en el futuro. Ya no aglutina a los individuos, no congrega, causa más rechazo que interés o amor. Al extinguirse la fe en la Razón y en el Cristianismo las ciencias, tecnologías y pensamientos carecen de sentido, chapotean para cualquier lado y no saben a dónde dirigirse: han perdido la brújula y su motivación para ser. La civilización occidental ha dejado de existir como tal. Occidente perdió la credibilidad entre aquellos que la veían con ansia, pues en vez de resolver las inquietudes, como dar paz y justicia, ha multiplicado muchísimo más el horror y la injusticia. Con sus ciencias y tecnologías, en vez de hacer un mundo mejor, lo único que ha logrado es enriquecer enfermizamente a un grupo de comerciantes, incrementando el número de pobres como nunca antes lo hubo en la historia de la humanidad. Porque las ciencias y tecnologías, por muy sofisticadas que sean, no están hechas para dar las respuestas; no surgen solas, desconectadas de las necesidades de su contexto.

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Ellas son solo sucedáneos, meros reflejos de las promesas de cada civilización y aparecen para darles sentido, mas no las pueden sustituir. Y así como Occidente se agotó, desaparecerán también sus ciencias y tecnologías, salvo aquellas que la siguiente civilización considere apropiadas, pero transformándolas y adaptándolas previamente —al punto que difícilmente podrán ser reconocidas— para elaborar la promesa que le ofrecerá a sus futuros seguidores. Solo sobrevivirá aquello que convenga que sobreviva para dar las próximas respuestas a las permanentes inquietudes del hombre.

Acerca de la divinidad Únicamente en las últimas etapas de las civilizaciones, cuando ya se ha alcanzado el máximo poder de ellas, es cuando el hombre abandona la sumisión ante sus dioses y adquiere la soberbia suficiente para empezar a dudar de ellos y a cuestionarlos como fuentes de verdad y de valor. Pero cuando eso ocurre aparece la sensación de vacío y de miedo, ya no a la naturaleza, sino al hombre mismo. Es entonces que, en esa gran masa de humanos que se siente colgando del hilo de la inseguridad existencial, aparece la renovada imagen de lo divino mediante diferentes elementos representativos como pueden ser las piedras, animales, astros, fenómenos naturales, humanoides o conceptos. Detrás de esas figuras míticas, fantásticas o literarias, se encuentra el germen de una nueva manera de ver y vernos a nosotros mismos, que casi siempre es un deseo de corregir la imagen anterior a la cual se trata de negar. Y se la quiere negar porque la humanidad siente que ella ya no le convence

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ni tampoco refleja lo que realmente a ella le pasa. Es entonces que los antiguos dioses ceden su lugar a los nuevos. Aunque quizá, en realidad, no se trata de «otros» dioses sino de los mismos, del mismo, solo que tal vez más comprensibles para la época. Lo cierto es que el hombre percibe que tiene nuevamente a los dioses cerca, pues no los puede abandonar. La misma esencia del ser humano es producto de la idea del dios, es decir: gracias a que concibió al dios es que el hombre se hizo hombre. Si el humano dejase de idearlo dejaría de ser lo que es. El origen del hombre es el origen del dios y viceversa. Si el uno desaparece, desaparecen los dos (puesto que el hombre automáticamente se convierte en un animal más, con sus propias peculiaridades, pero animal en fin). Por eso es que las etapas de materialismo, propias del apogeo de cada civilización, solo generan desconcierto, angustia y desazón, porque eliminan la creencia en el dios para reemplazarla por la creencia en el hombre como único actor de sí mismo en su conciencia. Quiere decir que, en estas instancias, el ser humano niega que, lo que él es, se debe a que concibió la grandeza de un dios —reflejo a su vez de la grandeza de sí mismo— y manifiesta que solo se trataba de errores de percepción, mitos o ignorancia. Lo que con esto está queriendo decir es que, según él, ya alcanzó la madurez suficiente como para andar solo, sin autoridades mayores, y que posee la capacidad de entender y dominar al mundo, a «su» mundo.

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De esto concluye que él creó al dios y no a la inversa, como pensaba en un comienzo. Aquí es cuando viene la confusión por cuanto, en verdad, solo se trata de un grupo de privilegiados los que piensan así (los que dirigen la sociedad), mientras que las mayorías se sienten huérfanas con dichos argumentos que en nada convencen ni satisfacen sus vidas. Para estos últimos, para los seres comunes y pequeños, esa «verdad» de la ausencia del dios en la vida del hombre, quiebra el principal elemento que los mantenía unidos al proyecto de vivir juntos en torno a esa civilización: quiebra la promesa de dar las respuestas a las grandes preguntas sobre su existencia. Porque concebir al hombre como gestor de sí mismo, como auto creador, no cumple con los requerimientos básicos para satisfacer la inquietud del porqué estamos donde estamos y somos quienes somos. A lo más ello da soluciones parciales a problemas de índole tecnológico o científico, pero eso no es suficiente para abordar toda la magnitud de la conciencia humana. Si algo no nos podemos creer es que nosotros mismos somos los creadores, que somos los dioses. Aunque mediante las ciencias nos glorifiquemos, tan torpes no somos algunos como para creérnoslo. Solo la noción de una magnitud por encima del hombre, más pensante que él, se corresponde con la verdadera imagen y sensación que tiene de su entorno el ser humano. El hombre mira a la naturaleza mira a la tierra, al mar, al cielo, y se da cuenta de su enormidad, de su grandeza con respecto a él.

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Por eso no le convence la idea de ser él el amo y señor, de ser el autor de todo. En realidad los humanos somos pequeños, dependientes, sujetos a los embates de hechos que van más allá de nuestra voluntad. Somos pequeñas criaturas que no sabemos en qué momento llegará nuestro fin, y somos conscientes que, aunque desaparezcamos de la Tierra, muy probablemente la naturaleza seguirá existiendo, con todos sus seres al interior. Por eso no es convincente la idea del hombre conquistador, disponedor, mandamás, autosuficiente, dueño del Universo y capaz de todo. Es solo la imagen de un insecto soberbio dirigiendo un ejército de minúsculos congéneres esperando dominar el planeta.

Un nuevo dios Ante ello vuelve entonces a surgir la imagen salvadora de un nuevo dios, que no es el anterior, pero que en realidad también lo es. Y este dios viene generosamente a rescatar al hombre de la oscuridad en la que se envuelve, de la soberbia en la que tropieza y cae. Este dios viene con la promesa de darle un nuevo sentido a la vida y al actuar del ser humano. Viene a darle las respuestas que el antiguo ya no le da, porque éste ha sido eliminado de la sabiduría oficial. El antiguo era un dios domesticado, dependiente del poder de turno, dirigido como un fantoche por cualquiera que lo necesitara como argumento o excusa. Pero eso no es un verdadero dios.

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Un verdadero dios no es títere de nadie, y menos de quienes fungen de sabios y poderosos. Un verdadero dios mira a las mayorías, siempre desvalidas, como a sus hijos y les da lo que necesitan —que no es el pan material pues de eso se encarga la naturaleza, pródiga en ello. Y cuando el mundo en que esos desvalidos viven, la civilización en la que se ven envueltos, les resulta una prisión donde ellos solo son los simples obreros, los trabajadores, la carne de cañón de los astutos, es cuando ese mundo, esa civilización, ya no les parece viable a dichos pobres seres pues son conscientes que la vida es algo más que eso. Es allí cuando surge la necesidad de cambiar y de buscar algo mejor. El mundo creado por la civilización occidental ha devenido en un sinsentido donde el objetivo de la vida, habiendo eliminado al dios de por medio, es el simple acto de ejercer una actividad física suficiente para poder sobrevivir como máxima aspiración de la existencia. Y por eso es que allí se dice que lo único que quiere el hombre en su vida es trabajar. Y que en el trabajar empieza y se agota toda la realidad del hombre. Lo mismo que la hormiga. Esta es la enfermedad terminal de una civilización cuando pierde su dios, y abandona la promesa unificadora de darle un sentido a la vida —con todo lo que ello implica— y termina endiosándose, planificando conquistar, no solo su mundo, su planeta, sino el Universo en pleno. Todos aquellos que, ahora, en vez de vivir,

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sobreviven sufriendo dentro de esta prisión-civilización occidental, saben y son conscientes que ésta ya no da para más, que ha perdido el contacto con la promesa, con la reivindicación del hombre como ser valioso —y no como animal de carga como se lo define actualmente. Saben que esta civilización se ha vuelto injusta en todo sentido y que eso no puede continuar así.

El Dios de Justicia Justicia es equilibrio, es armonía, es orden natural y con sentido, no como ahora se entiende como la «ley del más fuerte, del más capaz, del más inteligente», el cual recibe lo que le corresponde, o sea, más que lo que reciben los que no son como él. La idea de que quien da más recibe más, de que el mejor tiene más derechos que los demás, es el mal pernicioso que ha pervertido el significado de lo que es la verdadera Justicia, el cual es: el que más puede debe dar más recibiendo lo mismo que los otros. Y esta es la nueva promesa que trae el nuevo dios. Porque todo dios es un dios de Justicia, de la verdadera Justicia. Ningún dios es solo el dios de los fuertes, de los sabios, de los hábiles, de los más inteligentes y capaces. A esos el dios los obliga, les exige, los acosa para que den más de lo que pueden dar los demás; y cuando no lo hacen los destruye sin ninguna misericordia por soberbios y necios. A ellos se les da menos o no se les da, pues ese era su deber, al igual que el líder de la manada

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quien es el primero en sacrificarse, siempre en pro de la sobrevivencia del resto. Los líderes existen para morir por los demás, no para sobrevivirlos. Para eso son líderes; para eso nacieron con especiales virtudes: para dar la vida por el resto. Eso es lo que dice el nuevo dios de Justicia. Es injusto que el que más tiene más reciba. Es injusto que sobreviva el más fuerte. Es injusto que viva mejor el más sabio. Esta es la nueva Justicia del nuevo dios en el nuevo mundo que se viene. Es el dios que pone las cosas en su justo lugar. A partir de este nuevo dios de Justicia es que se construirá una nueva civilización, un nuevo mundo, que hará que la humanidad desvalida y perdida de hoy encuentre las respuestas que necesita para saber que su vida no es solo trabajar y morir, como dice la moribunda civilización occidental. El nuevo dios dará amor a todos los que lo necesiten y negará cabida a todos los fuertes y capaces que no estén dispuestos a sacrificarse. Un dios, tanto antes como después, siempre es justicia para los débiles, para los hombres y mujeres comunes. El dios de la Justicia es la esperanza que ocupará nuestros corazones y nos dará la paz que todos necesitamos.

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II GLOBALIZACIÓN Y HEGEMONÍA El sentido de universalidad Un concepto por hoy insoslayable para cualquier ser humano sobre la Tierra es el de globalización. Dada su importancia y sus consecuencias, en todo orden de cosas, se hace necesario poner nuestros ojos sobre ello. En principio digamos que la palabra en sí nos remite a la idea de globo, entendido como globo terráqueo, como un sinónimo de planeta Tierra. Tengamos en cuenta que esta idea es diferente de la de Mundo, por cuanto éste abarca cosas muy distintas: el mundo de la hípica, el mundo de la moda, el mundo de la fantasía, etc. Cuando nos referimos al globo terráqueo nos estamos refiriendo en realidad al mundo físico: a todos los continentes y mares que hay en su superficie, a su subsuelo y a su atmósfera, y también a la Luna. Entonces, a lo que se refiere el susodicho concepto

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es al espacio y a todo lo que en él se encuentre, incluidos los seres humanos. Pero ¿y qué se nos da a entender con el sufijo “ización”? Gramaticalmente significaría «la acción de globalizar», el acto de hacer global algo. Dicho de otra manera, que algo sea dado en todo el globo-planeta material. Entonces, por ejemplo, si yo he descubierto un nuevo metal y lo hago conocer por todo el planeta, lo que estoy haciendo es globalizar este conocimiento. Ahora bien, es lógico que estamos hablando de seres humanos y de todo lo que a él le implica o incumbe; no pretendemos globalizar algo para los animales, por lo tanto, se trata de un fenómeno estrictamente social. Globalización sería entonces una manera de hacer común algo para todos los seres humanos que habitan el planeta Tierra, o, al menos, en todos los lugares conocidos donde éstos se encuentren. No podríamos globalizar a seres humanos que, supongamos, vivan en el fondo de los mares; mientras no sepamos que existen, mientras no tengamos contacto con ellos, no podríamos hacerlos partícipes de la globalización. En lo que estamos hurgando es en el sentido de hacer común un ente que en algún momento fue particular, pero que luego toda la especie humana lo comparte.

Una humanidad única Lo que podemos ir notando, en primer lugar, es que en «globalización» se encuentra subyacente la idea de humanidad única; de que todos los seres humanos somos de una misma especie; de que todos, de alguna manera, tenemos algo en común; que de algún modo somos capaces de identificarnos mutuamente como tales, y que no solemos pensar en función de humanidades en plural sino de humanidad en singular. Los humanos, de este modo,

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no concebiríamos que existan distintas especies de seres humanos, a la manera de los simios. Cierto que alguna vez se pensó así, y se imaginaba la existencia de humanos con anatomías distintas —como con varios ojos, con extremidades de animales, de diferentes tamaños u otras características peculiares. Pero incluso ya desde aquella época se intuía que la humanidad era una sola, —como lo demuestran los mitos de origen— y que un humano, así tuviese otro color de piel y otras costumbres, seguía siendo un humano (aunque haya habido quienes, por distintos intereses, no quisieron verlo así, pero ese es un asunto aparte llamado racismo). Cuando exploramos en las diferentes mitologías de los muchos pueblos del mundo hallamos siempre una noción de humanidad, un «todos» presente que es finalmente el personaje principal de dichas historias. Lo que éstas relatan es el devenir de los pueblos y sus peripecias para llegar a ser lo que son. Sabemos que en aquellos tiempos era imposible que supieran cuántas civilizaciones había y en qué parte del planeta se encontraban, pero eso no era impedimento para que concibieran la existencia de «una humanidad». Uno de los mitos más conocidos es el caldeo de Adán y Eva. Cuando lo observamos nos damos cuenta que es un intento de explicar el origen del ser humano en su totalidad, y no de una sola comunidad o pueblo. Lo mismo sucede en el caso del mito andino de los hermanos Ayar, que igualmente explica el origen de los seres humanos que habitan la Tierra. En todos los casos se trata de la Tierra hasta el momento conocida. No importaba si no se supiese que había gente más allá. El mundo conocido era todo el mundo, era todo el planeta. Recordemos sino el relato del Diluvio Universal, que aún hoy es motivo de controversia

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entre quienes sostienen que sucedió «en todo el planeta» y quienes lo delimitan en solo «el mundo conocido hasta entonces». Incluso otras mitologías, como la azteca, hablan de varias humanidades hasta llegar a la actual. Pero lo que nos importa es comprobar que el ser humano siempre ha concebido la idea de un todo, de que algo podía ser común en todos los casos y circunstancias, de que lo que podía servir para un hombre podía ser útil para el resto —como en el caso del Cristianismo, que de ser en su origen solo para el pueblo elegido, para los judíos, pasó a ser universalizado para todos los gentiles (los no judíos) por San Pablo. Por supuesto que éste último no tenía por qué saber de cuántos continentes constaba el mundo ni cuántos humanos los podían habitar; sin embargo, aun ignorándolo, no dudó en afirmar que su mensaje iba dirigido a «todos los pueblos de la Tierra», sin excepción. Entonces, esta idea de «toda la humanidad» se halla desde siempre en el inconsciente colectivo del ser humano, lo cual revela que, en el fondo, siempre hemos sentido que, nos guste o no, de alguna manera somos hermanos, sea por un lado o por otro, sea por medio de los dioses o por demostración científica. Pero a este sentido de universalidad se le une también otro: el de la expansión.

El sentido de expansión La expansión o difusión no es un elemento privativo del ser humano: es parte constitutiva de la naturaleza. No es necesario dar una clase de química o de física para saber que toda la materia está en movimiento y se expande. Lo mismo con los seres vivos. Pongamos una planta dentro de un pequeño jardín y cuidémosla. Con el tiempo observaremos el fenómeno de ver cómo comienza a extender sus ramas por los sitios más inimaginables, allí donde nada le impida crecer. Si no la podamos,

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ésta puede llegar a invadir nuestra sala o dormitorio. Ello porque sus límites van más allá de la extensión de un estrecho ambiente. Algo parecido ocurre con los seres animados. Todos ellos tienen una natural expansión y crecen hasta donde deben hacerlo. Si encerramos a una ballena azul en una pequeña pecera y le damos de comer, llegará un momento en que el recipiente estallará ante el tamaño de dicho mamífero. Solo si la pecera es especialmente resistente no lo hará, pero los resultados en el animal serán desastrosos. Es entonces la expansión, desarrollo, crecimiento, algo dado y normal en la naturaleza; y el ser humano no es la excepción a ello. Cuando una sociedad, un pueblo, encuentra el medio ideal para vivir y reproducirse, lo hace hasta donde puede, aunque ello conlleve el tener que extender su campo de acción hacia lugares donde todavía no había llegado. Así es cómo nuestra especie ha ido aumentando, de solo unos cuantos, a ser ahora más de seis mil millones. Toda nuestra historia está plagada de estos movimientos que han provocado incontables invasiones y repoblamientos. Eso es algo que nunca hemos podido evitar y tal vez no está en nuestras manos hacerlo, pues de ello se encarga la propia naturaleza. Recordemos que hubo un tiempo en que el planeta tenía las condiciones para que existieran animales tan grandes como los dinosaurios; pero después todo cambió. No exageramos si decimos que hoy la humanidad, si se ha multiplicado tanto, es solo gracias a las buenas condiciones climáticas favorables a nuestra forma de vida.

Un fenómeno de siempre Todo lo que hemos dicho nos sirve para tratar de volver sobre el tema en cuestión. Como manifestábamos,

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el hacer algo que sea común a toda la especie humana es intrínseco a nuestro ser. Desde las primeras comunidades, ya se plasmaba, en los mitos y relatos, la idea de «una sola humanidad». Luego, ésta se expande hasta donde puede en un proceso que es propio de la naturaleza, a la cual el hombre pertenece. Este fenómeno ocurre con todas las especies, sean mamíferos, insectos o batracios. Si recordamos la historia, desde muy antiguo los humanos siempre hemos tenido referencias de dónde habitaba nuestro prójimo, por eso se establecían relaciones comerciales mucho antes de que se produjeran las guerras. Existía una idea de algo más allá de nuestras fronteras con lo que se podía tener algún contacto. En el caso andino, los prehispánicos consumían productos provenientes de Centroamérica y de remotas islas oceánicas. Tenían ya conocimiento, según lo contado por viajeros y comerciantes, de tierras aún más lejanas donde vivían otros hombres con costumbres diferentes. Lo mismo ocurría en los demás continentes. Los seres humanos, mucho antes de saber exactamente cómo era el mundo, ya sabíamos que éste estaba plagado de seres humanos con quienes se podía tener algún tipo de relación. Previo al surgimiento de los grandes imperios existía ya un intenso intercambio entre naciones. Esto nos lleva a una primera conclusión: la globalización, en la práctica, es un fenómeno natural del ser humano que se inició desde tiempos más antiguos de lo que imaginamos. Esto es lo que algunos llaman la «mundialización», término que podría ser más adecuado para describir el fenómeno, pero que lamentablemente no ha tenido el éxito del de globalización (especialmente por no provenir de las canteras anglosajonas sino del medio cultural francés, el principal enemigo intelectual y científico de los anglo-norteamericanos).

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La globalización no sería entonces un fenómeno nuevo. La humanidad entera se ha ido globalizando a sí misma sin necesidad de la intervención de un ejército o de un sistema comercial o tecnológico específico. Europa nunca conquistó militarmente a la China, pero ello no fue óbice para que se convirtiera en un consumidor de su producción y de su cultura, en especial, de la seda —aunque, en realidad, los antiguos romanos ya la conocían y tenían contacto con ella, intercomunicación que, por los acontecimientos posteriores, se perdió. En 1500 sí se sabía que el planeta Tierra era una esfera, y que contenía cinco continentes con determinada cantidad de pueblos y culturas. En el Perú, por ejemplo, junto con el ejército de Pizarro —el conquistador español de los incas— llegaron tanto habitantes como conocimientos y costumbres del África, de Arabia y de diversas regiones relacionadas con éstas. Allí, en el siglo XVII, se consumían animales y vegetales procedentes de todas partes del mundo. Los barcos fondeaban en su puerto principal, El Callao, provenientes de Macao, Timbuctú, Hong Kong, Venecia, trayendo las más diversas novedades. El Perú, entonces, en aquel tiempo ya estaba globalizado. En Lima, su capital, los habitantes vestían con indumentaria europea, comían potajes africanos y asiáticos, conocían religiones diversas, escuchaban relatos de la India, de Persia y de Prusia. Una revolución, como la Francesa, afectó tanto a su administración colonial como si se la hubiesen hecho a ella misma. Los grandes empresarios españoles y judíos obtenían ingentes ganancias con el oro de las Indias —como llamaban a la América colonial española — y dicho comercio determinaba la vida entera. Era una región marcada por las vicisitudes de los negocios. ¿Por qué entonces recién ahora se habla de globalización? Esa es una pregunta que trataremos de explicar. La globalización, que ya hemos dicho es un proceso que se inicia con el ser humano mismo, conlleva un necesario intercambio de información y de objetos.

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Podemos decir que recién con el viaje de Magallanes alrededor del planeta se tuvo la constatación de algo que ya se sospechaba desde el inicio de los tiempos: que el mundo era una esfera. Larga sería la lista de relatos y razones para demostrar que, como conocimiento oficial, las clases dirigentes de todos los pueblos así lo pensaban, aunque circulasen infaltables relatos populares sobre mundos planos o sostenidos por elefantes, más propios de cuentos para gente sencilla que para comerciantes y navegantes. La simple contemplación de los fenómenos de la naturaleza, como los eclipses y otros fenómenos observables en el horizonte, hacía que los pensadores serios se inclinasen más por la idea de un mundo esférico que por la de cualquier relato mítico. Lo que demostró Magallanes fue solo el hecho práctico, pero ello ya se sabía; si no, Colón no se hubiese empeñado en llegar a la India por esa ruta. Recordemos que actualmente se envían naves a planetas distintos previendo todas las condiciones posibles, aún antes de haberse posado sobre ellos, con lo cual se demuestra que la idea antecede en mucho a su constatación. Pero volvamos a la pregunta: ¿qué puede haber cambiado para que recién ahora se hable de este fenómeno, la globalización, como algo su¡ géneris? Y lo preguntamos porque la penetración cultural e ideológica es tan antigua como los tiempos. Las modas foráneas ya existían en el Egipto más antiguo, tal como se constata en las pirámides con más de cinco mil años de construidas. Los antiguos griegos se quejaban de las perniciosas influencias religiosas provenientes del Asia, según encontramos en numerosos escritos filosóficos y artísticos. En la Biblia hallamos gran cantidad de referencias a costumbres y ritos asumidos por el pueblo de Israel que provenían de toda clase de vecinos y que terminaban por costarles la ira divina. Hace dos siglos el idioma universal era el francés y antes el latín. La corrupción de las costumbres en Japón

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se producía cuando la juventud adoptaba usos y costumbres traídas de Europa o de Rusia. Las guerras mundiales afectaban las economías de países lejanos a Alemania y a Francia. La economía inglesa estaba íntimamente dependiente de todo lo que ocurriera en la India, su principal colonia. Los grandes viajes por mar eran empresas, algunas veces públicas, pero la mayoría privadas. Desde antiguo los negocios determinaban los acontecimientos mundiales, como lo fue el cierre del paso a las Indias por los turcos que impulsó la búsqueda de nuevas rutas para el comercio, con lo cual se descubrió América y Europa se hizo hegemónica. El mundo ya era un ir y venir de actividades económicas febriles e intensas y existían sucursales de casas comerciales en los lugares más alejados de las metrópolis. Siempre ha habido globalización. Pero entonces ¿dónde está lo nuevo de todo esto? Si todos los fenómenos que hoy se esmeran en describir los expertos en dicho tema, ya se daban hace miles de años, ¿dónde está la diferencia? Dicen que en la proliferación de empresas y negocios, que son quienes toman actualmente las grandes decisiones en vez de los Estados. Pero ¿y cuándo no ha sido así? ¿En qué tiempo los grandes intereses de los particulares no han sido siempre los de los Estados? Y en cuanto a la cantidad de empresas y negocios nuevos, lo único que se demostraría es que efectivamente la humanidad ha crecido en número y con ella todas sus actividades, por lo tanto es lógico que hoy existan más negocios que los que se practicaban hace mil años. Es una simple cuestión de cantidad; pero, hasta donde sabemos, el fondo sigue siendo el mismo. ¿Y no fue acaso la independencia norteamericana un tema fundamentalmente comercial? ¿Entonces, cuál es la novedad?

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Hay quienes dicen que la diferencia se encuentra en la velocidad de la información, gracias a la actual tecnología. Pero ya sea en tres días, tres horas o tres minutos las mismas reacciones a los mismos sucesos se han tenido desde siempre. ¿O acaso el tiempo que tomaron las monarquías europeas en enterarse de la toma de la Bastilla cambió el curso de la historia? La rapidez del traslado de las tropas norteamericanas para invadir «pacíficamente» a Arabia Saudita —supuestamente en defensa de la Invasión del Irak de Hussein— ¿varió en algo el curso de los acontecimientos? Tal vez dirán que donde sí influye el tiempo es en el mundo de los negocios. Pero este factor es solo una de las variables de la economía y no el más importante, como lo sabe cualquier financista. ¿O acaso el imperio inglés necesitó de la Internet y de las computadoras para hacerse rico y poderoso? Creemos que se engañan quienes piensan en la globalización en función de la tecnología, y allí radica su principal error. No son los avances tecnológicos los producen la expansión de los imperios y, menos, la globalización. Alejandro Magno solo empleó el caballo para cambiar «el mundo» y crear el helenismo. La actual China se constituyó en el gran poder mundial que es actualmente solo con las estrategias de Mao Tse Tung (hoy Mao Zedong) y unos viejos fusiles. Señalar a la tecnología como la causa del dominio que ejerce Occidente, en su versión norteamericana, sobre el mundo es culpar a la piedra en vez de a la mano. Un imperio en expansión emplea más bien la tecnología para ejercer dominio, que es distinto a decir que la tecnología le obligó a ser imperio, como pretenden sustentar algunos ideólogos estadounidenses. La tesis que ellos sostienen es que, debido a la tecnología y a los avances de la ciencia,

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un tipo de cultura se impone por sobre todas las demás debido a la fuerza de su efectividad y a sus resultados. Como decía un experto de esa nación: «no es que Estados Unidos ejerce dominio por la fuerza, sino que la gente nos prefiere a nosotros a cualquier otra alternativa». O sea, según él, ellos son imperio por la voluntad del resto de los pueblos, porque Occidente es mejor que sus culturas y opciones originales. Probablemente muchos norteamericanos sienten eso: que el mundo los ha elegido como líderes naturales de toda la humanidad.

Dos fenómenos en un solo concepto Para nosotros la globalización es un concepto que implica tanto la natural intercomunicación entre seres humanos como la gradual expansión de la especie por sobre toda la superficie terráquea, y ello se debe a las condiciones naturales imperantes hoy en el planeta que permiten que nos hayamos multiplicado extraordinariamente. Este frecuente contacto entre las diferentes culturas genera un constante intercambio de información y de diversos productos. Pero si bien esto es espontáneo y no requiere de planificación, aparejado a ello también suceden otros fenómenos que van más allá del simple contacto e intercambio; el más importante es el de la dominación. Para entenderlo usemos un ejemplo, nuestra sangre circula por todo el organismo llevando los nutrientes necesarios para la buena función de los órganos. Pero así como transporta elementos buenos suele acarrear también diversos tipos de males los cuales distribuye igualmente, infectando el cuerpo entero. Del mismo modo, la globalización es un acto de contacto y comunicación entre los pueblos que se expanden, pero también facilita que algunos de ellos puedan ejercer dominio sobre otros o sobre todos. Entonces, desde este punto de vista,

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la globalización es al mismo tiempo una integración como también un dominio, y desgraciadamente ambas cosas no se pueden separar; es ambivalente como el río: así como da la vida también produce la muerte.

La globalización en su sentido imperial Con la globalización nos hallamos ante un concepto que describe dos hechos simultáneos: uno, la integración natural con el mundo, asunto de algún modo favorable, y el otro la expansión imperial de un pueblo, una cultura o una civilización. Desde este segundo sentido, dicha expansión imperial implica una inserción forzada de todas las naciones dentro de los mecanismos lógicos de la nación conquistadora, los cuales van más allá de una simple relación comercial. Esta visión de la globalización tiene que ver más con la necesidad que suelen tener todos los grandes imperios de reafirmarse a sí mismos, consolidando sus verdades en todo lugar, y eliminando aquello que pudiese demostrar ser tan eficaz o mejor que sus criterios. Los imperios tienen una estructura que conlleva razones y creencias, sean éstas reales o míticas. No está en ellos cuestionarlas sino más bien consolidarlas, apelando a todos los recursos posibles. Por lo tanto, no necesariamente ellos persiguen la verdad sino más bien buscan sobrevivir como imperio, aunque para eso tengan que violentar la misma verdad que dicen defender. No es extraño entonces que entronicen sus propios orígenes como un sinónimo del inicio de toda la humanidad; que consideren su historia como la historia misma del ser humano, que identifiquen sus valores como los valores universales, que categoricen sus gustos, inclinaciones, virtudes y defectos como comunes a toda la especie,

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convirtiéndose así ellos en la medida de todas las civilizaciones. De todo esto podemos deducir que ninguno de los fenómenos actuales que supuestamente produce la globalización —tales como la uniformización de la lengua, de las costumbres, del modo de producir o comerciar, de la forma de gobernar— son algo nuevo dentro de los procesos naturales de la expansión de los imperios a lo largo de la historia, y ejemplos de ello hay muchos. Recordemos sino a los imperios mesopotámico, egipcio, mongol, chino, romano, inca, azteca, español, inglés por solo mencionar a los más conocidos. En todos los casos encontraremos la misma utilización de la interacción y comunicación humana, que incluye al comercio, en pro de sus fines de dominio.

Imperio con piel de globalización Por otro lado, los poderosos siempre han querido disfrazar sus pretensiones imperiales. Siempre han pretendido argumentar que no existe tal invasión porque se trata tan solo de la ya mentada natural globalización, entendiéndola ésta como la interacción de los pueblos. De esa manera, lo que quieren dar a entender es que no es que estén llevando a cabo un imperialismo sino que se trata más bien un simple e inocuo avance de los tiempos, un desarrollo tecnológico —porque en todas las épocas ha habido tecnología. Imaginemos por un momento a la Roma imperial en sus comienzos. Cuando ellos se acercaban a otros pueblos a los cuales querían dominar les ofrecían a cambio lo mejor que se conocía en aquel tiempo —que no era poca cosa, porque traían en sus carromatos toda la cultura griega, conocimiento difícil de despreciar. Los romanos con esto seguramente decían que no estaban dominando sino que en realidad estaban llevando sabiduría griega a los pueblos menos desarrollados. Podemos creer que es muy probable que para ellos

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tales «conquistas» no lo eran, sino que más bien se trataba de la loable labor de difundir la cultura al mundo. Siempre vamos a encontrar, en todo imperio, las mismas razones. Siempre estos se sentirán los elegidos, los mejores, los llamados a llevar la luz y el conocimiento a todas las naciones, por voluntad o por la fuerza. Es el famoso «destino manifiesto» de todo pueblo poderoso: dominar para iluminar. Pero, comentario aparte, tampoco debería extrañarnos que vivamos a la sombra de un imperio porque raro resultaría que no sea así. ¿Cuándo no ha habido alguna forma de imperio en el mundo? Con esto no queremos decir que los justificamos; lo que hacemos es simplemente describir el fenómeno. Tal parece que la humanidad tiene la tendencia a colocar sobre las espaldas de aquellos que se intitulan «los más fuertes» las mayores responsabilidades; y que estos, en su soberbia y orgullo, las asumen con entusiasmo, sin darse cuenta que están cargando con pesos que los demás no desearían mientras piensan para sus adentros: «¿Así que ese dice que es el más fuerte, no? Pues bien, entonces que se encargue de soportarlo todo. ¡Quién le mandó hacer alardes de fortaleza!». Entonces, con la complicidad de los llamados «débiles», el iluso gigante se traga el anzuelo y asume el triste papel de ser el malo de la película a quien se le echan todas las culpas, tanto de si golpeó como de si no golpeó, de si pudo como si no pudo. Termina siendo así, este imperio, el chivo expiatorio de la historia y, como resulta siempre en todos los casos, también acaba como el causante de todos los males y el monstruo a quien todos los pueblos quieren destruir para que nazca un mundo nuevo. La colección de ex-imperios que han existido puede demostrarnos el triste final que a todos les espera.

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Son los reyes mitológicos a quienes se los nombra como tales para que, después de su simbólico y corto reinado, mueran a manos de la población, al igual que los reyes momo del carnaval y los muñecos denominados judas a los que se les termina quemando acabadas las fiestas. Como conclusión diremos que la actual globalización es el mismo fenómeno de siempre pero con un nuevo término, y que implica, inevitablemente, el dominio de una cultura por sobre todas las demás que se encuentran en su ámbito de influencia.

Del imperio occidental A inicios del siglo XXI del tiempo occidental nos hallarnos ante un Occidente hegemónico, que perpetúa su dominio sobre el mundo ejercido desde el siglo XVI a raíz de la conquista del continente americano. Se trata más bien de un imperio que se ha venido desarrollando cronológicamente en tres etapas: la española, la inglesa y la norteamericana. La española fue en realidad muy corta, pero nutrió con sus colonias a la que sería la primera versión imperial efectivamente planetaria: la inglesa. Sus dominios se extendían por los cinco continentes e imponían, por primera vez en la historia, a todas las civilizaciones existentes la lógica occidental de vida. Llevaron la versión anglosajona de Occidente, —en desmedro de otras que podrían haberlo hecho también, como la franca, la germana o la latina— a culturas tan diversas como las africanas, las indias, las orientales y las americanas. Con ella el mundo recién se globalizó, ya no dentro solo del contexto conocido, sino planetariamente. Mas llegado el siglo XX su principal colonia americana se independizó y gradualmente fue tomándole la posta

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—debido a su decadencia después de la Segunda Guerra Mundial— pero sin abandonar su espíritu occidental anglosajón, por lo que en realidad esa nueva nación, llamada Estados Unidos, no es más que la continuación de la versión inglesa, prologándose así la manera anglosajona-occidental de ejercer el dominio sobre el mundo. Con la caída de la Unión Soviética, que por un momento servía de relativa fuerza de contención, el proceso de expansión imperial occidental ha ingresado a una fase de penetración intensa o de recolonización del mundo (no hay que olvidar que la colonización no es una era histórica sino un constante proceso dentro de la expansión de todo imperio). Hasta antes de este momento la labor de absorción descansaba fundamentalmente sobre las empresas transnacionales, que ejercían de puntas de lanza de Occidente. Mas hoy ellas ya no son suficientes para cumplir esa misión. Dichas empresas solo tienen capacidad para ejercer influencias en los acontecimientos, pero no son un dominio real, además de no poseer la capacidad para controlar y manejar recursos que van más allá de los intereses comerciales, como puede ser, por ejemplo, el manejo integral de la cuenca hidrográfica del río Amazonas. Para llevar a cabo este control total se requiere de la acción directa de un Estado imperial y del concurso de su ejército, acompañado de un correspondiente aparato burocrático administrador; en pocas palabras, una colonia. La labor es muy compleja y comprende adecuar las mentes y el comportamiento de los numerosos pueblos asentados en las zonas que son importantes poseer, las cuales son: las hidrografías pluviales y marítimas, las cadenas de montañas terrestres y marinas, la atmósfera y estratósfera, los subsuelos terrestres y marinos, los polos terráqueos, y en fin: cada centímetro del entorno interno y externo del planeta,

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Nada puede ser dejado al azar pues todo tiene un importante valor económico y estratégico. Estamos entonces ante un dominio directo del mundo, y ya no a través de los mecanismos del mercado solamente, por ser ellos insuficientes para realizar tareas más complejas. La alta tecnología que hoy manipula Occidente no puede ser encargada a terceros —o sea, a las distintas empresas privadas— pues ellas no tienen el poder ni la seguridad suficientes como para protegerse a sí mismas. Necesitan de la presencia del Estado dominante para que se garantice el perfecto desarrollo y el desenvolvimiento de un sistema que es cada vez más delicado y peligroso (pues el fantasma del sabotaje, denominado con el satánico nombre de «terrorismo» —como medio que tienen los débiles para defenderse— ronda constantemente en todo tiempo y lugar). Y este dominio incluye también el control y la manipulación de la materia a nivel intra-atómico, así como de toda forma de vida posible. Incluso los límites hacia el espacio ya se han extendido: abarca todo el sistema solar, con cada uno de los planetas, y se planifica la manera de llegar más allá de la galaxia, con inimaginables expectativas de incluir, dentro de lo posible, al Universo en pleno como botín (recordemos que igualmente absurdo hubiera parecido una cosa así con respecto a la tierra en los tiempos de Colón), lo cual convierte a una fantasía, como lo es la película La guerra de las galaxias, en una proyección premonitoria de lo que pretende Estados Unidos para el futuro. (Los especiales televisivos científicos hablan frecuentemente de la «conquista del espacio» como la cosa más natural. ¿Querrán los otros seres que probablemente habiten el Universo ser “conquistados” por los norteamericanos?). Sin embargo, este proceso todavía no ha llegado a ser completo y total, pues es obvio que muchos de los pueblos dominados conservan, queriéndolo o no, el pensamiento y los juicios de valor que emplearan hasta antes de la invasión de Occidente. Si bien es cierto que, en la mayor parte del mundo,

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existen lugares a imagen y semejanza de la manera occidental —y que responden a sus esquemas e intereses— otros permanecen aún sin occidentalizarse, siendo por lo general las zonas, por el momento, menos ricas e interesantes para dicho poder mundial. A estos sitios se los acostumbra denominar como subdesarrollados, por cuanto se aferran, para poder subsistir, a sus formas culturales anteriores a la conquista. Llegados a este punto nosotros, al igual que millones de seres humanos marginales a Occidente, nos preguntamos: ¿qué hacer ante esto? ¿Qué hacer ante una globalización que viene acompañada de la expansión de un imperio? ¿Adaptarnos totalmente y volvernos occidentales por completo —esfuerzo en el que se encuentran muchos desde hace cientos de años, aunque, hasta el momento, no lo hayan conseguido— o conservar y mantener nuestra cultura original, a pesar de que esto signifique ubicarnos en el plano más desfavorecido de todo el engranaje internacional? Esta parece ser la encrucijada debido a que no a todos les parece conveniente el sometimiento total —por más que se diga que es ventajoso— ya que esas supuestas prerrogativas, al ser evaluadas, no llegan a cubrir más que una parte de sus expectativas. Y ello porque el dominante nunca acostumbra a contemplar los intereses de los sometidos sino solo los de sí mismo, que en algunos casos pueden coincidir con los de ellos —sobre todo con los de ciertos sectores pro occidentales de las naciones dominadas, quienes llevan el modus vivendi de sus conquistadores. Es en ese conflicto que se produce lo que se conoce como la resistencia cultural: un aferramiento a la opción no occidental, a pesar de que ésta sea a todas luces desventajosa para sobrevivir con los adecuados recursos y mecanismos de protección que ofrece el sistema. Esta resistencia se puede observar actualmente tanto de manera efectiva y material

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—fundamentalmente fuera de las urbes— como de manera lírica y declarativa en los discursos de los ecologistas.

Eurocentrismo versus culturalismo Con la globalización el imperio nos ofrece hoy dos visiones de la vida y dos maneras de vivirla: una, la manera occidental, que es impuesta en todo el mundo y, por lo general, coincidente con la lógica de su dominio; y otra, la no-occidental, que es también coherente con su medio ambiente y que responde a las necesidades reales de cada nación dominada, pero que está circunscrita únicamente a su entorno natural. Dicho de un modo sencillo, se trata de dos bandos que pugnan por intitularse como «la verdad», y constantemente tratan de descalificarse entre ambos. Para aquellos a quienes Occidente significa un beneficio, dicha civilización tendrá un carácter de valor universal, neutral y ajeno a todo interés, comparándola con la tecnología, la cual funciona igual en todas partes, independientemente de cómo o quién la utilice. A esta visión, la de creer que Occidente no es sinónimo de una civilización sino de LA civilización humana en su etapa más desarrollada, la denominan eurocentrismo (por provenir de Europa, su centro de origen). Pero aquellos a quienes esta civilización occidental no les llega a satisfacer plenamente la juzgan, por el contrario, como una cultura más, como una opción propia para ciertos hombres, mas no universal ni válida para todo ni para todos. A esta otra visión, la de decir que Occidente es solo una más de las muchas civilizaciones dadas en la historia, la llaman culturalismo (por sostener que no existe una civilización humana sino una serie de culturas diferentes). Cada una sostiene sus argumentos e intenta ganar las mentes de todos los habitantes del planeta.

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Las razones eurocéntricas Occidente argumenta que su civilización es lo mismo que Civilización Humana porque considera que ella es un resumen de todo lo hecho y visto por la humanidad a través de los siglos; por lo tanto, es un parámetro para juzgar a toda la especie en su conjunto. No se ve a sí misma como una cultura o civilización aparte, sino como un fenómeno mundial, como un compendio genérico, no cultural y, por lo tanto, aplicable a todo hombre y a toda circunstancia, al igual que lo es la tecnología. También arguye que, aquella cultura que posea la ciencia más desarrollada, es la cultura líder, la que tiene el derecho de representar a toda la humanidad, en vista que dice que ciencia es sinónimo de conocimiento, y esto a su vez de sabiduría; de ahí que deduce que, el que posee la mejor ciencia, sabe y es sabio, y quien sabe y es sabio, debe dirigir naturalmente al que no sabe y es necio. Los demás pueblos, entonces, son científicamente inferiores (desde su punto de vista de lo que es la ciencia) porque desconocen los auténticos mecanismos internos de la naturaleza. Y si en esto son así, lógicamente resultan también inferiores en las otras materias como: política, ética, artes, tecnología, etc. De tal modo que si se habla de la humanidad tiene que hablarse de lo más avanzado de ella, de lo que actualmente se conoce como lo occidental, y no de aquello que se encuentre en una etapa inferior pre-occidental —como lo son el resto de las civilizaciones las que, incluso, no se acepta ni siquiera que existan.

Las razones culturalistas Los culturalistas no niegan la importancia y el valor del conocimiento que posee Occidente, pero lo que sostienen es que este es insuficiente y parcializado. Es insuficiente porque no abarca

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todos los aspectos de la vida del ser humano sino solo de los que considera como sus ciudadanos; de aquellos que viven en un medio urbano occidentalizado o que lo hacen en otros lugares pero a la manera occidental —o sea, en un contexto artificial que no contempla la integración e interacción del hombre con la naturaleza. Como consecuencia de ello, Occidente establece una forma de vida pero vista solo desde la óptica de la urbe, ignorando la posibilidad de alcanzar una existencia satisfactoria en medios distintos a ésta, como serían la vida rural o el nomadismo. Y es parcializado porque apunta a satisfacer solo a los sectores afines a ella, a los que se occidentalizan, excluyendo y marginando a aquellos otros, que son la mayoría, quienes no se encuentran dentro de su ámbito. Esa es la razón por la que declaran que Occidente no puede ser LA civilización universal ni universalizable: porque no incluye toda la realidad ni todos los intereses de la humanidad en general, sino solo de quienes se benefician de ella. En realidad, esta crítica también es aplicable a todos los imperios de todas las épocas.

¿Existen alternativas? Si quisiéramos apoyarnos en el culturalismo nos daríamos cuenta que se trata solo de un término intelectual para describir una serie de movimientos que se dan en distintos ámbitos académicos, pero ninguno de ellos tiene un eje conductor o algo que los agrupe dentro de una lógica u organización mayor. Son solo actitudes dispersas que se manifiestan de miles de maneras, pero que no implican posiciones filosóficas o políticas coherentes. El culturalismo es más bien un grito desesperado de quienes ven con impotencia

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las obras de un grupo de seres humanos, los occidentales, premunidos de un excesivo poder. Las múltiples expresiones y protestas de los diferentes pueblos de la tierra difícilmente podrán concretarse en una fuerza multinacional capaz de enfrentarse a este poder mundial. La pregunta entonces es: ¿habrá algo que se pueda oponer con cierta eficacia al dominio occidental? Hay quienes piensan que esto es posible pero partiendo desde el mismo corazón de Occidente. Creen que puede ocurrir una especie de toma de conciencia acerca de lo que se está haciendo y que ello puede devenir en algún tipo de revolución —exclusivamente mental y luego electoral, sin gota de sangre— que cambie el curso de los acontecimientos. Pero cuando observamos la historia no es difícil darse cuenta que eso no ha ocurrido nunca así, mediante cambios incruentos de opinión, sino mediante todo lo contrario: a través de revoluciones y de guerras. Ciertamente, detener desde dentro la expansión galopante de un imperio es improbable de este modo, si no, no estuviésemos hablando de un poder tan grande como para conquistar el mundo. Una demostración de la fortaleza de un imperio es el control absoluto que éste ejerce sobre sus propios ciudadanos, haciéndolos pensar y actuar de acuerdo con su lógica, aún sin necesidad de reprimir a aquellos que se oponen. En vista de esto tendríamos que dirigir más bien nuestra mirada hacia el otro extremo de la soga para ver si existe allí alguna posibilidad de respuesta. Aquí, en esta otra lógica, lo que se plantea es que debería generarse, entre los dominados alguna fuerza que pueda hacerle frente a ese dominio; una aún desconocida, pero con la capacidad suficiente como para ejercer una seria resistencia que le haga el contrapeso. Sería tal vez una ideología o un movimiento político, o, quién sabe, alguna cultura o religión.

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En caso de ser lo primero, una ideología, todavía no se sabe de la existencia de alguna corriente política lo suficientemente grande y popular que haya planteado algo coherente o convincente; una especie de sustituto del marxismo internacionalista ya desaparecido. Porque si existiera, el sistema imperante, el poder occidental, ya habría reparado en ella de la misma manera que ha puesto la mira en el llamado «terrorismo mundial» (o mejor dicho, en la resistencia desesperada de los pueblos sometidos). Si eso hasta ahora no ha ocurrido es que, o todavía no debe de haber surgido dicho movimiento, o que tal vez surgió, sí, pero fue acallado oportunamente. En todo caso, para no pecar de pesimistas, dejamos la puerta abierta por si ella se presenta más ostensiblemente en el futuro. En cuanto a la opción cultural, para que se dé este caso ya debería existir actualmente un pueblo o un grupo de naciones que se encuentren en proceso de desarrollo hacia formas de vida estructuradas no occidentales y cuyo discurso tenga el mismo índice de poder y validez que el imperial. Dentro de ese supuesto, lo que parece más obvio a simple vista sería pensar que esto se da en la India. (No decimos la China por cuanto todo indica que ésta va más en el sentido contrario al cual nos estamos refiriendo, es decir, se encamina aceleradamente hacia su occidentalización, con una notable anulación de la esencia de su cultura original). La India da la impresión de desenvolverse entre dos mundos muy opuestos: el occidentalizado, pujante y competitivo y el tradicional, inactivo y atrasado. Esta última India ¿podría ser la alternativa de la cual estamos hablando? Mirándola bien no lo parece, pues vemos que en realidad no se trata de un mundo único y organizado

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sino más bien de una serie de culturas dispersas y desconectadas entre sí por distintos factores, las cuales son fácilmente arrasadas por los mecanismos occidentalizadores del Estado sin ofrecer ninguna resistencia. Es un conglomerado que se mantiene, más que por su esfuerzo, gracias a que aún no se ha conseguido la penetración total del occidentalismo. Este no-avance de dichas culturas, esta no-resistencia activa ante la occidentalización, esta carencia de un proyecto propio y único hace que descartemos dicha opción. Solo quedaría entonces ver la religiosa, que a la sazón es una sola: El Islam. El Islam, al igual que el Cristianismo, es una religión; no es un pueblo y tampoco un civilización (aunque haya dado origen a lo que se conoce como la civilización islámica, lo cual es otro concepto). Ciertamente que el Islam es un modo de ver la vida a través de una ley sagrada indicada en El Corán, y que tiene como principal característica —y he aquí la razón por lo cual reparamos en ella— que es la de supeditar los intereses mundanos a sus principios sagrados. Es, por lo tanto, de alguna manera, un poderoso freno para la penetración occidental —la cual, como todos sabemos, desde hace más de dos siglos ha establecido la separación de poderes entre religión y Estado, entre obediencia y libre albedrío. Según los principios de la modernidad occidental, la fe no debe invadir otros campos que no sean los estrictamente propios de la actividad religiosa, siendo esto la piedra angular para la existencia del Liberalismo. Una fe que así lo haga pondría restricciones a la libertad de elección del individuo e induciría a hacerlo a todos los demás, con lo cual se supeditarían las decisiones mundanas o no religiosas a los intereses sagrados.

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Esto es lo que actualmente se denomina como «fundamentalismo» religioso. (Sin embargo no olvidemos que el fundamentalismo es un concepto surgido en los EEUU para calificar a los que se ciñen estrictamente al cumplimiento de lo que dice la Biblia. Es la estrategia de imputar al vecino el defecto que uno mismo ha creado y posee). La historia de este conflicto en Occidente ya es bastante conocida. La religión, desde este punto de vista, por ser un elemento de alta resistencia a aceptar otra moral o ética, es uno de los principales enemigos visibles tanto del Capitalismo liberal como de la penetración occidental. Sin embargo, en la práctica no lo es, pues tiene el inconveniente de ser precisamente eso, solo una fe, una creencia, una religión, mas no una opción integral que le haga frente al fenómeno del Imperialismo. Es decir, para que fuera una opción viable, sería necesario que la persona se convirtiera al Islam para intentar no verse avasallado por la occidentalización. Pero cuando miramos los últimos acontecimientos mundiales, notamos que los resultados no son del todo satisfactorios, pues incluso los mismos musulmanes de nacimiento terminan cediendo, por voluntad o por la fuerza, ante los «nuevos principios» impuestos por Occidente, los cuales, prácticamente, laicizan al Islam convirtiéndola en solo una actividad de culto y ya no en una norma integral de vida. Es la política del «dejar hacer, dejar pasar» impuesta mediante la guerra a una de las últimas grandes religiones vivas sobre la Tierra. Si el mundo viese en el Islam una opción que se enfrentara con éxito a la conquista occidental probablemente muchos pueblos de la tierra verían la manera de convertirse a ella como barrera de contención —al igual que pasó antiguamente con el mismo Islam en la época de Mahoma o con el Cristianismo de la Roma de Constantino.

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Pero, y eso es tal vez lo más importante, el Islam no ha sido creado con el fin de interponerse a la expansión de Occidente si no para darle un sentido a la vida del ser humano, por lo tanto, no se le puede pedir que sea lo que no tiene que ser. Veamos una posición, hasta ahora no contemplada, que sí puede ser viable: el modelo de desarrollo andino creado por la civilización andina.

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III EL MODELO DE DESARROLLO ANDINO Sobre lo que es un modelo de desarrollo Un modelo de desarrollo es la forma de organizarse que tienen los seres humanos de acuerdo a las circunstancias en que viven. Todo modelo está configurado en base a los lineamientos principales que cada sociedad tiene como razón de ser para existir como tal. A ese discurso unificador nosotros lo hemos denominado como la promesa. Por lo tanto, un modelo de desarrollo es la manifestación práctica que refleja la fe que un grupo de individuos tiene en su promesa fundacional, la cual les indica cómo y para qué tienen que vivir. En torno a ello es que se crean las expresiones culturales y la particular manera de sustentarse. Entendemos el concepto desarrollo pero en su sentido de desenvolvimiento, de forma de vida.

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O sea, desarrollo no es un «ir hacia» o un crecer sino un «llegar a ser» o un «estar siendo» —que implica conocer previamente cuál es el fin para el que uno se está preparando— y alcanzar la madurez y la plenitud de la existencia que a cada quien le es propia. Esto se opone a la idea que actualmente se maneja en Occidente en la que el desarrollo es un sinónimo de avance, de progreso, de cambio de acumulación y de evolución. A nuestro entender los verdaderos cambios por lo regular se presentan más como una negación al sistema imperante que como consecuencia de él. De modo que ninguna etapa lleva hacia otra: la anterior más bien tiene que ser negada por la siguiente que quiere surgir. Es decir que, por ejemplo, del Capitalismo no va a nacer una forma de vida que lo perfeccione, —algo así como un futuro supercapitalismo— sino más bien va a aparecer una oposición a ese modelo, que implicará necesariamente su aniquilamiento. (Con esto no estamos sosteniendo las tesis de la contradicción, como reza el credo marxista, puesto que un nuevo modelo no es la antítesis del anterior. Ser diferente no es necesariamente ser el opuesto. Un modelo que niega al vigente no es su exacta copia en negativo). Recordemos que las civilizaciones sucesoras se esmeran en no dejar ningún rastro de las previas: las aniquilan por completo y borran toda huella de su pasado, buscando su olvido eterno. ¿Por qué sucede esto? ¿Se trata acaso del lado destructivo, animal y salvaje del ser humano que aflora en esos momentos? No es así. Tal parece que, por razones que desconocemos todavía, la naturaleza se comporta de esa manera impulsada por una incontrolable necesidad de negar para poder afirmar. En la negación de una forma de vida

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es cómo se encuentra la afirmación de otra. Es como si necesitásemos devorar el cadáver de nuestro padre para, a la vez, poder ser también padres, cumpliéndose así un ciclo muy parecido a lo que sucede en el mundo animal (del cual no estamos muy lejos). Esto ha venido ocurriendo con respecto a las civilizaciones y todo parece indicar que así seguirá siéndolo. De los muchos ejemplos que hay señalemos el de los europeos en América tratando de eliminar todo vestigio de las culturas andinas: desaparecieron a sus pensadores, sus expresiones culturales, sus tecnologías, sus religiones, sus formas políticas, etc. Pero ¿lo hicieron por actos de locura y fanatismo ciego, ansiosos de mancharse con sangre? No lo creemos. Ellos eran hombres sensatos que actuaban de acuerdo con su lógica, que es la de la supervivencia y afirmación de lo propio. ¿Cómo reaccionamos cuando contemplamos asombrados que, alguien que suponemos inferior, hace cosas mejores que nosotros? Salvo algunos de corazón y mente elevados, la mayoría optamos por negarle a ese ser y a sus habilidades el valor de ser iguales o superiores a las nuestras, luego de lo cual lo minusvaloramos y, muchas veces, procedemos a desbaratarlo lo más posible. ¿Y por qué lo hacemos? Por protección, por miedo, por la necesidad de no dudar de aquello que somos, sin lo cual podemos caer en profundas contradicciones con nuestra esencia. Dejar existir al otro que es nuestro negador podría llevarnos a hacer perder hasta la fe, la seguridad, la confianza y, no menos importante, el poder y el dominio sobre nuestro medio,

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con todas las circunstancias que ello implica. Por eso es que en el fondo, nosotros, los humanos, actuamos así ante modelos de vida distintos a los nuestros. La historia nos enseña que incluso nunca hemos tenido reparos de ningún tipo para ello: hemos llegado hasta a los peores genocidios, humanos y culturales, con tal de proteger nuestro modo de vida. Podemos negarlo o hasta, si queremos, hacernos una profunda autocrítica; pero por ahora es imposible dejar de reconocer que seguirnos siendo así. ¿O acaso pensamos que eso no está ocurriendo ahora mismo que leemos estas líneas? Echemos una mirada alrededor. Veremos al imperio de turno tratando de imponer su modelo de desarrollo demócrata-liberal a todos aquellos que lo quieran o no. Los imperios no preguntan ni piden permiso: obligan, y con la mayor fuerza. Y hoy no existe excepción. Vivimos en la era en que el imperio norteamericano pretende forzar al mundo entero a seguir este modelo que es el que más se aviene con la Sociedad de Mercado. Entonces es inevitable que el imperio tenga que negarle validez y existencia a toda otra forma de desarrollo que intente subsistir; y más aún si ésta demostrara tener igual o más éxito que la suya. He aquí el peligro de exponer estas ideas; están condenadas a ser rechazadas, no por la sensatez o por la lógica, sino por la necesidad de sobrevivencia de un sistema. Lo que en verdad se pone en juego no es si tal o cual propuesta es mejor que otra. Lo que está es si dicha idea nos conviene o no. ¿Renunciaríamos a nuestros privilegios, a los de nuestros hijos, de nuestros padres, simplemente porque alguien nos demostrara fehacientemente que éstos son producto de una injusticia social cometida por nuestros ancestros?

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Seamos sinceros: la respuesta será siempre no. Así nos digamos que al juzgar somos justos, imparciales, lúcidos, o casi perfectos, finalmente negaremos la realidad, tiraremos al tacho la lógica, arrojaremos por la ventana todas nuestras ínfulas de justicia a toda prueba, mandaremos al diablo la sensatez y todo lo demás. ¿Por qué? Porque lo que está en peligro son nuestros intereses, y ante ellos todos nos volvemos fieras defendiendo nuestras madrigueras. En todas las guerras se han visto a hombres que no espantarían ni a una mosca —por respeto a la vida— aplastar cráneos de niños ajenos para defender los recursos de los suyos propios. Igualmente a madres amorosísimas, —que por su dulzura acariciarían con ternura al mismísimo demonio— abrir los vientres preñados de otras madres para partirles con los dientes sus palpitantes fetos y así proteger la supervivencia de sus hijos. Es la ley de la vida, dirán algunos, y ante ella no nos queda más que aceptar que todavía seguimos muy unidos a nuestra animalidad. Así es como pensamos la mayoría de los seres humanos, exceptuando a los iluminados y a los hijos de los dioses. Si esto sucede con seres comunes y corrientes, con mayor razón aún pasa con los pueblos y civilizaciones. Leamos si no los libros de historia y reparemos en las cifras de los fallecidos y en las formas cómo murieron. Observemos también cómo pensamos acerca de lo ocurrido en esos casos. ¿Por qué los muertos de los pueblos derrotados nos parecen bien muertos, correctamente asesinados? ¿Por qué no recordamos a los niños y a los inocentes de los enemigos, destrozados por millones por nuestras maquinarias militares que al final nos llevaron al triunfo? ¿Por qué perdonamos tan fácilmente nuestros propios crímenes de guerra y no los de los vencidos? ¿Por qué nos parece tan bueno aniquilar

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y arrasar a esos enemigos (donde también hay madres inocentes y hombres justos) y no sentimos ningún remordimiento de conciencia? ¿Por qué recordamos solo a nuestros muertos y calificamos de monstruos y criminales a todos aquellos vencidos —tal como se practica hoy día en Occidente con respecto a su Segunda Guerra Mundial? ¿Por qué esta particularidad de nuestro juicio? Entonces no debemos olvidar quiénes somos, así evitaremos ir creyéndole a todos aquellos que van diciendo que el hombre ha evolucionado y que hoy es un ser superior a todo lo conocido. Aún no hemos visto en qué van a terminar esas aproximadamente cincuenta mil ojivas nucleares que hoy en día se encuentran listas para ser lanzadas en cualquier momento. ¿Acabarán acaso desmantelándolas, una a una, hasta que llegue el momento en que se elimine del planeta el último residuo de armas atómicas? Este ser humano sobrepoblado, idiotizado por la tecnología actual, armado hasta los dientes, frenético en arrojar residuos contaminantes de toda clase; este ser humano no lo va a hacer. Más bien, nadie más indicado para realizar todo lo contrario. Pero para no apartarnos de nuestro tema, este modelo de desarrollo actual, nos guste o no, es inherentemente exclusivista y no puede ni va a admitir nunca la coexistencia con otro. Es como la abeja reina: solo puede haber una; las otras deben morir necesariamente. Por eso la única opción que nos queda es demostrar que un nuevo modelo no llega para coexistir, sino más bien, para ser el heredero al trono. Cierto es que durante algún tiempo necesariamente convivirán los dos, en franco odio y pugilato,

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pero el nuevo finalmente acabará con el viejo y pulverizará sus restos hasta esparcirlos sin dejar rastro ni huella. El modelo de desarrollo capitalista genera una especie de pirámide en la que, en la cúspide, se colocan los más aptos y capaces, quienes son los que reciben todos los beneficios de la sociedad por ser los mejores. Debajo se encuentran las mayorías de la humanidad, aquellos que, por distintas razones, no han logrado ser los más fuertes, los más inteligentes y los más hábiles. Por esa razón ellos, en vez de recibir, son despojados de lo poco que tienen para dárselo a los primeros. Este esquema está principalmente sustentado en un sentido de justicia. que es dar a cada cual lo que le corresponde, de modo que el que más merece más recibe. Por ello creemos que un nuevo modelo de desarrollo tiene que venir con una nueva civilización, con diferentes hombres y mujeres que piensen y sientan de otra manera, y que miren la vida con otros ojos y otras voluntades. Solo así estos modelos pueden tener vigencia.

Un nuevo modo de entender lo andino Antes de continuar con esta lectura es necesario aclarar que eso que se llama andino y que está vinculado al folclor, al turismo, a la foto pintoresca, a los paisajes del campo y a los animales típicos no es lo andino de lo que estamos hablando. Esa es la imagen estereotipada con la que se lo vende. Tampoco lo es la idea antropológica que se maneja en las universidades y en los cursos de ciencias humanas: como objeto de estudio, como fenómeno del pasado, como interés por lo desaparecido. Alejémonos de esas imágenes

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para que podamos entender estas ideas. Trasladémonos del campo, de la sierra y sus pintorescos indiecitos, de esas costumbres, trajes, de su mundo natural y sus ruinas del pasado y vayámonos a las grandes ciudades de hoy, sobre todo, a las de la costa de los Andes. Ubiquémonos en el tiempo presente y hablemos del mundo andino actual: compenetrado con el proceso de auto formarse empleando toda la tecnología de la desfalleciente cultura occidental. Lo andino contemporáneo está vinculado al modo de producción, al comercio internacional, a las estructuras sociales que hoy articulan la sociedad andina, la cual pugna por verse representada en el aparato legislativo y ejecutivo de los estados andinos (como efectivamente pareciera estar ocurriendo hoy en algunos países). De este mundo andino, altamente compenetrado con la realidad pero sin perder su identidad propia, es del que vamos a referirnos a continuación. Si insistimos en ubicar lo andino en el mundo «indio» de la sierra, y como cultura del pasado, no podremos entender lo que queda del presente libro. La civilización andina molesta con su presencia al orden establecido. Se hace de notar para bien o para mal. Gusta y disgusta, fastidia con su llegada, disturban sus pretensiones de tomar un lugar en la historia. La cultura oficial pretende desconocerla en todos los idiomas —no es grato saber que un hijo venga para destronar al padre. Pero lo hace, incluso vistiéndose con el mismo paterno traje y empleando sus mismas herramientas y lenguaje. Es la osadía del ignorante, del novato. Pero este atrevido andino —quien no refleja un solo color de piel en su rostro ni un único idioma para identificarlo sino solo su voluntad de ser andino— no es ni quiere ser occidental. Si lo hubiese deseado, si lo fuese,

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no estaríamos hablando de él, de su irreverencia. Pero helo aquí, grosero, reclamando su puesto en el concierto de las culturas resurgentes, nunca muertas; diciéndole al mundo que la historia se volverá a escribir, una vez más, con nueva tinta y con nueva prosa. Esto es civilización; conciencia de unidad, voluntad de recrear, deseo de volver a definir la existencia, de darle un nuevo color a la vida, de renombrar lo mil veces nombrado, de corregir los errores del pasado, de soñar con un paraíso posible, de hacer, por último, mejores las cosas, y darle una nueva oportunidad de soñar al ser humano. Civilización es fuerza, energía, explicación, coherencia, fantasía, entusiasmo, futuro, cambio, promesa revolución, pachacuti (palabra quechua que alude a un cambio importante). Y con cada nueva civilización que se levanta volvemos a tomar un poco de aire para creer otra vez en el destino de la humanidad caminando de la mano de un dios. Lo andino no es lo que hasta ahora hemos creído: algo pasado, remoto, folclórico. El nuevo significado de lo andino es: una civilización surgida en Sudamérica, alrededor de la cordillera de los Andes, incluidas sus costas y sus selvas, que actualmente vive y resurge con una fuerza ilimitada dispuesta a lograr su plenitud y su máxima expansión. Nunca desapareció con la llegada de los conquistadores europeos.

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Sobrevivió callada, escondida en los campos, refugiada en parajes remotos. Hasta que despertó. Se mudó a las ciudades, imitaciones de Europa, y allí empezó a volver a crecer, a recrear el mundo andino, el espíritu andino (pues el espíritu es lo único que cuenta en materia de pueblos y naciones). Y empleando los elementos a su alcance, incluyendo unas ciencias y tecnologías patrimonio de toda la humanidad (pero apropiadas por Occidente), hoy se autoafirma, se agiganta, exige su existencia. No quiere arrinconarse, no desea ser furgón de cola, no acepta que la consideren parte de otro mundo ni de otra civilización agonizante a la cual no pertenece. Busca su identidad, su yo, su propio modo de actuar y de sentir; a su ritmo y a su estilo. con su propia mirada y sus propios pensamientos. Es, entonces, otro mundo. Un mundo que renace con nuevas expectativas de vida; un mundo ansioso por demostrar lo que puede y lo que sabe.

La promesa de la civilización andina Así como Occidente se constituyó en torno a la Razón y al Cristianismo; así como la China miró a la naturaleza con afán de insertarse en ella profundamente; así como la India buscó la disolución del ser en una nada absoluta que terminara con la esclavitud de las reencarnaciones, del mismo modo la civilización andina tiene su propia esencia que genera esa promesa de responder a la inquietud de quiénes somos.

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Para el mundo andino el ser humano tiene, como razón de ser, integrarse al cosmos como una parte más de él. Busca compartir la naturaleza, no conocerla en su esencia, puesto que el conocerla a cabalidad, sea en su materia o en su espíritu, es imposible. Ese intento solo lleva al hombre a cavar más el hoyo de lo ignorado y comprobar que, mientras más lo hace, más grande es. Ello consiste en una labor infinita que termina por desilusionarlo, haciendo que abandone, cansado, la tarea de ese conocimiento. Para el andino no se trata de conocer a la naturaleza sino de vivir en ella y con ella de la manera más armoniosa y cómoda, sin traspasarla ni ir más allá de ella, sabiendo cuáles son nuestras reales limitaciones. El ser humano no está hecho para conquistar nada, ni dentro ni fuera de él, pues es tan solo un pequeño ser vivo e ínfimo comparado con otros como pueden ser las montañas, los ríos, los mares, los continentes. el planeta mismo o las estrellas. La base del éxito de esta idea es que le promete, al ser que cree en ella, que no se desvivirá buscando imposibles o destrozando las cosas para exprimirlas creyendo que así encontrará las respuestas, pues con esa actitud, el ser humano, solo se va sintiendo cada vez más solo, cada vez menos sabio, cada vez más destructor y asesino, cada vez más desquiciado, cada vez más conquistador de ilusiones. La promesa de la civilización andina es proponerle al ser humano un mundo que sí tiene sentido para aquellos que desean compartirlo y no dominarlo,

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que quieran vivir felices en él pero no a costa de él. Un sentido que ofrece una vida plena para quien se somete a estas reglas sin angustiarse por ir más allá de donde no se regresa sino loco, jurando haber visto las entrañas de las cosas sin saber para qué tenía que hacerlo. Los dioses en el mundo andino han dispuesto todo con sabiduría desde el inicio y el hombre no tiene por qué alterarlo, —sin que esto impida darle su toque humano a las cosas, embellecerlas. Por eso la búsqueda de la belleza es el factor más importante en el mundo andino. Cada obrar tiene por objetivo embellecer, pues esta es la tarea más noble, más grande que los seres humanos puedan realizar con un mundo que no les pertenece, que les es ajeno. Destrozarlo, averiguar cómo los dioses hicieron las cosas, saber qué hay detrás de lo que no podemos ver ni conocer, es una actitud inmadura propia de niños curiosos que no saben en dónde meten la mano, para luego terminar llorando por causa del dolor de la travesura. Al Universo no hay que dominarlo; los dioses no le han pedido al hombre que los desnude y los ausculte como hace un médico con sus pacientes (hacer eso con una madre sería, para un hijo, una gravísima ofensa contra el pudor y el amor que se le debe tener). Tampoco le han ordenado que sea el dueño de lo que no sabe por qué está ahí, ni que pontifique como sabio sobre cosas que apenas conoce; y menos, sobre todo, que piense que la naturaleza entera

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tiene por único y exclusivo fin estar a su servicio. Todos estos mandatos que pertenecen a muchas civilizaciones no son los mandatos que tiene el hombre andino. En resumidas cuentas, la promesa que la civilización andina le presenta a todos los hombres es: el vivir y compartir el mundo en armonía con él, sin pretender ser más que él ni dominarlo, lo cual producirá al final la belleza y así el ser humano alcanzará la meta de su existencia. Para el pensamiento andino los humanos somos como visitantes con un tiempo limitado de tránsito a los cuales se juzgará por qué tanto de bueno hicimos por el mundo mientras estuvimos en él; qué tanto lo embellecimos o qué tanto lo destrozamos. Por ambas cosas se juzgará al ser humano. Este es el espíritu hoy viviente y resurgente de la civilización andina. Y lo podemos ver cada vez más claro en sus manifestaciones externas actuales, donde millones de hombres y mujeres andinos viven más preocupados por acomodarse en armonía con el medio que en tratar de buscar el poder sobre la naturaleza. Cientos y miles de ciudades andinas se hallan en el frenético trabajo de crearse a sí mismas con el único afán de lograr un lugar más amable y afable dónde vivir. Allí, donde el andino encuentra un espacio, un elemento natural, allí se acomoda a él; le da forma y lo embellece, por pequeño y humilde que éste sea. No busca poseer más amplitud que aquello que le queda bien. No tiene la ambición de apropiar, acumular, atesorar y dominar

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(carece de ese típico estigma occidental). Tiene más bien el compromiso de vivir gratamente allí donde puede vivir. Por eso no le incomoda ocupar espacios aparentemente muy pequeños o muy difíciles y ajustados. Por eso esos espacios los comparte, no solo con su numerosa familia, sino con sus animales; y para todos hay el sitio necesario, porque todos los seres tienen, para el andino, el derecho a vivir plenamente. Es esta concepción del espacio la que lo lleva a ver el mundo cada vez más ancho y más ajeno. Porque para él el mundo siempre será una casa muy grande donde pueden vivir todos, pero manteniendo la consciencia que esa casa nunca le ha pertenecido ni durará como para que lo sea; siempre el mundo, el Universo, será ajeno para el hombre.

Individuo y sociedad El ser humano es individuo y es sociedad. No puede partirse ni preferir ninguno de estos dos aspectos porque surgiría una anomalía. Si al humano lo vemos únicamente como individuo, independiente de su sociedad, y le damos atributos y derechos más allá de su entorno, deformamos la relación de proporción que rige a la misma naturaleza, donde ningún ser puede ocupar más espacio que el que le es posible y necesario para su supervivencia. Quebrantar este principio, poniendo al individuo por encima de la sociedad, otorgándole derechos en perjuicio de los demás miembros, rompe el equilibrio y se produce la injusticia,

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la tristeza y la violencia. Igualmente, si se privilegia a la sociedad por sobre el individuo, se pierden las relaciones de capacidad y poder natural y no se darían las necesarias diferencias entre los grandes y los chicos, los fuertes y los débiles, los machos y las hembras. La individualidad es necesaria porque determina los papeles y funciones a desempeñar. El saludable equilibrio se alcanza solo cuando se piensa desde las dos perspectivas: quién soy yo con respecto a mi sociedad. Por lo tanto, somos en la medida que respondemos a un contexto, a un medio. Las deficiencias actuales se producen porque se piensa únicamente en «quién soy yo», donde la respuesta frecuentemente es «no lo sé», dejando al individuo solo, con su incertidumbre y su dilema. Esto es lo que sucede en la llamada sociedad liberal occidental. Pero, en su mayor parte, son muy pocos los fuertes e imaginativos que logran darse una respuesta, produciéndose como consecuencia una dolorida revancha contra ese abandono. Surge así el individuo poderoso que solo conoce el abuso de su poder. Desgraciadamente la sociedad liberal permite todo tipo de excesos y de anomalías del individuo, siendo así que, la peor de ellas, el gobierno de los fuertes, se convierte en ley, y en el comportamiento normal del medio. En una sociedad sana, los fuertes son conscientes que están al servicio de los débiles. Eso es lo que siempre se espera de ellos.

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En sociedades como la andina, el ser humano sabe que, como especie, no está solo. Mira a su entorno y ve una inmensa naturaleza que entiende que él no la ha creado. Para él, ella está tan dada en el mundo como su propia existencia humana. Igualmente es consciente de la interrelación entre él y esa naturaleza, lo mismo que todos sus componentes lo están, sean estos animados o no. Por ello el ser humano debe empeñarse en entablar un diálogo constante con ella, el cual no debe sobrepasar los límites de lo equilibrado. Y ya que se trata de un diálogo, las dos partes deben tener la oportunidad de manifestarse y expresarse cada una a su manera, dándose los tiempos requeridos para ello. Una anomalía sería no entender que se trata de un diálogo, llevando a cabo un monólogo sin medida donde una sola de las partes cuenta e importa. La sensatez indica que el ser humano recibe de la naturaleza con generosidad y éste debe corresponderle a ella a través de un determinado comportamiento, tal como lo hacen todos los seres vivos de la Tierra. Para entenderlo mediante un ejemplo, en el mundo andino un río es una entidad y es un individuo, ajeno al mundo humano. Por eso, ante él, el hombre debe “dialogar”, negociar con él, para no enemistarse (compréndase ésta metáfora). La naturaleza, entonces, está llena de seres vivos, uno de los cuales somos nosotros. Verse a sí mismo como sujeto y ver a la naturaleza —que es la que da la vida y el cuerpo— como objeto, resulta un absurdo;

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es negarle a la vida el derecho a ser vida. Una visión equilibrada de la existencia pasa entonces por reconocerle a la naturaleza su calidad de igual, para poder entablar con ella ese diálogo vivificante.

La filosofía en el mundo andino La filosofía, como ya mencionamos en varios pasajes, utiliza todo el conocimiento humano tanto el racional como el irracional, —y no solo a la Razón, como creen los occidentales contemporáneos— para tratar de dar un explicación de lo inexplicable que es la existencia del hombre. La filosofía sirve de orientación, de visión general, de guía, de señal para el ser común y corriente quien necesita creer en algo y así poder vivir la vida sufriéndola lo menos posible. Si la filosofía desvía sus funciones eminentemente sociales —como conductora del hombre en su tránsito por la vida— para dedicarse exclusivamente a aquellas que pervierten su objetivo —como buscar la verdad absoluta o las leyes del pensamiento, o el origen y conformación de las palabras— entonces estará creando en su sociedad un profundo vacío que solo será llenado por el estado de angustia, lo cual terminará por enfermar a sus receptores quienes perderán toda razón de ser y de existir. Ese vacío es muchas veces ocupado por diversos tipos de monstruos, como el oscurantismo religioso, el fundamentalismo de mercado o el cientificismo, los que, en vez de ayudar y consolar al hombre, más bien utilizan a éste como elemento, como pieza, para satisfacer sus particulares y funestos fines. La mayoría de los actuales filósofos académicos ha perdido la brújula y el camino, y se hallan muy lejos de su auténtico objetivo: el pobre hombre que sufre.

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Ellos se dedican a elucubrar balbuceantes fórmulas enrevesadas enriqueciendo, con su verborreico silencio, a los mercaderes, quienes los emplean para justificar su sistema de poder engañando a la gente, haciéndoles creer que viven en el mejor de los mundos posibles que para ellos es el de la Democracia Liberal occidental, gran dios de la Sociedad de Mercado. Esos filósofos se hallan abocados a la Razón, como si ella lo fuera todo, y no pueden entender que el ser humano es mucho más que ella; y que, por último, dicha Razón, fuera del ámbito del hombre, parece no existir tal como la describen, con lo cual ésta limitada filosofía hecha para los libros termina tratando de arañar el suelo con un palillo de fósforo, o intentando vaciar el mar con una cuchara. Insistimos; la filosofía no es para beneficio del filósofo: es para quien no lo es, para el que realmente la necesita. El remedio no es para el fabricante: es para el enfermo. La filosofía no es para las aulas: es para el iletrado, para el ignorante, para el que padece, para el hambriento, para el engañado por el poderoso. La filosofía es luz, no sombra. Es bálsamo, no enigma. Es entendimiento, no oscuridad. Es regalo, no venta. El que habla para cobrar, el que escribe para vender, no es filósofo: es un comerciante. El mundo andino, como es lógico, también desarrolló su propia filosofía que, obviamente, no se parece —ni tiene por qué hacerlo— a otras filosofías. Las pruebas de su existencia

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se remontan a la antigüedad: existió conocimiento y hubo una visión particular del ser humano. Para hacer todo esto se requiere, necesariamente, de una filosofía, independientemente de cómo ésta se estructure o se conserve: en piedra o en papiro, en papel o en la memoria. Existieron, por lo tanto, en el mundo andino, los humanos dedicados al pensamiento. Una demostración a nuestro parecer contundente de que sí hubo filosofía en el mundo andino, es que se sucedieron cambios radicales que fueron desde cazador-recolector a gran imperio. El pensamiento evolucionó desde sus formas más simples hacia las más complejas. Sin la existencia de un pensamiento sistematizado, deductivo e inductivo, según los casos, no se podría producir una transformación. La realidad que encontraron los europeos al llegar al continente andino no puede ser calificada de azarosa o circunstancial, producto de una necesidad material inmediata, (más comparable con la de un animal que se abriga cuando tiene frío o come cuando tiene hambre). Lo que se dio en este medio fue el producto de un pensamiento profundo y ordenado, con su correspondiente cuerpo teórico, válido para toda ocasión y circunstancia, allí donde existiera dicha realidad andina. Y esta filosofía tiene que haber sido necesariamente crítica y autocrítica, puesto que, sin ello, ninguna estructura de pensamiento cambiaría jamás y permanecería en el estado inicial en el que empezó. Las constantes revoluciones que se dieron en el mundo andino nos indican que sus formas de pensar fueron permanentemente cuestionadas por sus propios pensadores, lo cual los llevó a reordenar numerosas veces las nociones de la realidad de distintas maneras.

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Tan claro es esto que, luego de cada cambio, se produjeron verdaderas modificaciones en las teorías acerca de la sociedad, con sus correspondientes reorganizaciones. (Lo que en el lenguaje histórico quiere decir que se crearon constantemente nuevas y diferentes culturas, entendidas cada una de éstas como una forma particular de ordenar el conocimiento). Pero ésta forma de pensar y filosofar no se debe creer que es la misma que emplearon los griegos los chinos o los indios (de la India) sino que se dio a la manera andina: priorizando los impulsos sensoriales como elementos filosofantes, lo cuales se expresan mediante acciones y gestos que sirven de unidades de sentido para actuar en el mundo real. Recordemos las innumerables revoluciones sociales y científicas que sufrió la propia filosofía en Occidente, sin que por ello se perdieran los fundamentos esenciales de su occidentalidad. Iguales transformaciones se produjeron en el mundo andino manteniéndose del mismo modo las estructuras fundamentales de su andinidad.

Posición filosófica actual de hombre andino Actualmente, a pesar de que las condiciones prehispánicas han cambiado, la civilización andina ha permanecido firme en su manera de relacionarse con el mundo, a despecho de haber sufrido lo que ha sufrido. Lejos de desaparecer, hoy pervive y emerge como una seria opción de supervivencia, apta para desenvolverse plena y eficientemente en la realidad contemporánea, la cual no es vista como superior, sino como una manifestación más del devenir de la historia humana. Para el hombre andino, el pensamiento occidental no logra satisfacerle todas sus necesidades ni se adapta a la mayoría de sus expectativas

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—a pesar que lo consideran como el único correcto, razón por lo cual se irritan y califican a los andinos de ignorantes y atrasados porque no se dejan deslumbrar por él, como los niños frente a los juguetes. No se puede entender que el asumir un pensamiento es algo más que aprender un curso de ciencia o de tecnología. No es por locura o irracionalidad que un andino prefiera continuar con su visión del mundo, aunque viva en ciudades como Nueva York o Barcelona; es porque siente que su propia filosofía es más coherente que el mundo occidentalizado en el cual se desenvuelve. Luego de haber sido educado en ambientes estrictamente occidentales como las universidades, de haber embebido dicha cultura hasta el hartazgo, de haber conocido todas sus ventajas y limitaciones, el andino termina escogiendo su propia cultura tan vituperada y execrada. Y no porque sufra de un súbito ataque de idiotez o se encuentre lleno de rencor por algún fracaso académico o social, sino producto de las mismas reflexiones y enseñanzas recibidas, así como del deseo de emprender la búsqueda de lo auténtico, de lo honesto, para ponerlo por encima de los intereses que sumergen a los modernos en el pesimismo y en la desgracia. Y asume lo andino no porque se trate de una hermosa utopía, como las hay muchas, sino porque constata que, lejos de ser una construcción mental, un proyecto a realizarse, una ideología por imponer, un sueño dorado que difundir, es, indudablemente, una realidad fehaciente. Si el rescate de la filosofía andina fuese una labor de arqueología,

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nos veríamos obligados a convertirnos en buscadores de reliquias para los museos, con el único objeto de resaltar lo que alguna vez fue. Mas no somos arqueólogos. Somos más bien, espectadores y lectores de la realidad, de un fenómeno, que no hemos creado y que solo pretendemos darle forma de discurso. Los hechos van más allá de nuestras palabras, y la existencia de todo un mundo emergente, poderoso y coherente, es una manifestación que no podemos ocultar. Se trata de una civilización que ha sobrevivido en el tiempo, muy al margen de nuestra voluntad. Y con esta supervivencia persiste también, renovada, su forma de pensar y de ver al hombre en el mundo —que no es lo mismo que ver al mundo— y lo hace mediante su propia filosofía, la filosofía andina. Una filosofía que, en lo fundamental, recoge la vivencia, los valores, las creencias, el sentir y el pensamiento del hombre andino actual, no necesariamente del del pasado. Ella todavía no está plasmada en textos o en conceptos establecidos (en especial porque no es una filosofía racional y gráfica), pero esa es justamente nuestra tarea: la de rescatar, restablecer, recrear e interpretar, con sumo respeto, el pensamiento del andino de hoy, el cual está insertado con todos los logros, avances, contactos e interrelaciones con la época presente.

Un ejercicio filosófico a modo de ejemplo: el yo Nuestra propuesta filosófica, desarrollada más extensamente en nuestra obra La promesa de la vida humana,

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nos lleva a sostener que existen tres maneras de filosofar conocidas por el ser humano: la sensorialista, la razonalista y la intuitivista. Creemos que el hombre andino emplea la sensorialista, a diferencia del occidental que usa el razonalismo. Son caminos diferentes pero que llevan al mismo objetivo: tratar de entender la vida humana y el medio en que se encuentra. Al margen de ello, queremos hacer ahora un breve ejercicio filosófico que procure partir de la actitud de no ceñirse al credo occidental para ejercer el pensamiento ordenado. Acerca del yo Hagamos memoria de nuestra infancia y recordemos que, en nuestra mente, convivían una serie de personajes junto con nuestro yo interior. Incluso, muchos de los actuales ex cristianos no se olvidarán de su ángel de la guarda, de la voz de su conciencia y de la palabra del mismísimo Dios que constantemente acompañaban sus pensamientos. El haber perdido todo ese mundo «mágico» ha llevado al occidental a considerar que todo ello era cosa de fantasías infantiles propias de la inmadurez de la edad. Resulta curioso, siguiendo con este razonamiento, que cuando se es inmaduro uno posee la capacidad de compartir varias esencias internas, varios «yos», mientras que, en cambio, cuando se es adulto, uno se queda apenas con uno, con el consciente, aventando a ese baúl misterioso llamado el inconsciente —del cual no hay ninguna prueba que exista— todas las personalidades del pasado (las cuales siguen viviendo pero con la censura del yo, que hace las veces de portero que los deja o no salir, según las circunstancias). Esta es la manera cómo ha estructurado Occidente el mundo del yo

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(por lo menos, es la más aceptada, que no es poca cosa) y es muy propia de él, pero no de la humanidad entera. Para la gran mayoría de las civilizaciones el yo interior está conformado por una multiplicidad de personas, las que todas juntas conforman el carácter, el pensamiento y la personalidad del individuo. Es una manera múltiple de verse a sí mismo. Yo no soy solo yo; soy también varios con acción propia, los cuales responden a otros tantos estímulos y percepciones. Un ejemplo de ello es el sueño. El sueño sigue siendo para Occidente un misterio que todavía no logra desentrañar a pesar de todos los alambres que le ponen al cerebro. Continúa como un hecho incontrolable e independiente del yo consciente. Tiene su propia «vida» y su propia lógica. Esto demuestra que el mundo de la conciencia no es único, uniforme y de propiedad exclusiva del yo consciente; el sueño se manifiesta independientemente de él, sin que lo pueda controlar. Esto revela que nosotros no somos un “yo” único y responsable de nuestro ser; somos varios, diferentes y, a veces, hasta opuestos. Otro ejemplo es la inspiración. El estado de conciencia del occidental es muy escaso durante su diario vivir. Sin querer, la mayor parte del tiempo actúa pero sin darse cuenta de lo que hace. Sus científicos dicen que lo hace por acto reflejo, como una máquina. Sin embargo, ello no le explica la inspiración, la iluminación, la extraña acción de la mente que, sin apelar al estado consciente, desarrolla su propio pensamiento y luego lo comunica a la conciencia, ya digerido. Ni la más grande combinación de elementos al azar produce tal efecto. Ninguna máquina, hasta ahora, por potente que sea, ha logrado crear una sola idea.

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Nuevamente los científicos occidentales tratan de decir que ellos son mecanismos oscuros que aún la ciencia no ha podido desentrañar, pero que pronto lo hará. Por nuestra parte, creemos que, desde la óptica andina, lo que sucede es que en nuestro yo existen opciones diversas que abarcan fenómenos diferentes de la naturaleza; y mediante unos captamos ciertas cosas que los otros no pueden hacer. Pero a pesar de ser distintos e independientes, todos ellos, cuando están en armonía, son los que conforman lo que llamamos la personalidad, el ser. Sin embargo, la mayor parte del tiempo unos yos predominan sobre otros, y puede serlo de tal manera que se produce el desequilibrio y ello es lo que causa, algunas veces. los problemas de personalidad que ya conocemos. Entonces, en vista que tenemos una relación múltiple con el cosmos (pues muchos “yos” se contactan con él, cada uno a su manera), no podemos decir que existe una única mirada o lectura de la naturaleza. Los occidentales recién lo han descubierto empleando diferentes aparatos con los cuales han sustituido a sus distintos “yos” (máquinas que reemplazan a muchas miradas humanas). Pero sin necesidad de éstas, el yo práctico, el yo deductivo, el yo imaginativo, el yo profundo, el yo proyectivo o el yo creador les hubiesen dado todo lo que ahora obtienen con ellas, igual que lo hicieron hace miles de años los antiguos griegos, quienes descubrieron lo mismo que se sabe ahora pero empleando solo la mente. En el mundo andino existe esa forma de analizar al yo y al ello, entendiendo esto último tanto a los demás como a la naturaleza. Como se emplean varios caminos se encuentran distintas respuestas, todas válidas según la dimensión en que se ubiquen. Reparemos cuánto de nuestras propias vidas diarias pertenece al mundo de la razón y cuánto al de la fantasía, al del prejuicio, al de la inspiración,

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al de la estética y así sucesivamente. Si somos sinceros, veremos que los seres humanos somos algo más que un yo monolítico o una computadora; que tenemos realidades múltiples que responden a contactos también diferentes con el ello. Y el ello no es uno solo: también es múltiple, se amolda a la vista y a la forma cómo es leído. La naturaleza sería, entonces, más que un conjunto de leyes de la física, un calidoscopio que toma la forma que cada cual quiere darle. Solo así se entendería por qué constantemente la naturaleza le va enmendando las reglas de juego a Occidente cada vez que inventan una nueva manera de mirarla. Nunca van a saber cuál es su verdadera forma porque, en verdad, carece de forma única. No querernos extendernos en este terreno —porque no es motivo de este libro— pero que sirva de adelanto a aquellos que deseen elaborar una filosofía que no se base en canteras no andinas (que no es lo mismo que negarles sus virtudes). Ya hemos dicho: afirmar algo no necesariamente es negar un otro; como a la inversa: negar algo tampoco es afirmar algún otro. Afirmar una filosofía no significa negar a otra. El principio de no contradicción (que afirma que algo no puede ser y no ser al mismo tiempo) es un invento de Occidente pero no es la verdad más absoluta de la historia. Muchas cosas que se han creído ser verdad, y de las cuales después se ha renegado, aún se siguen creyendo, señal que indica que los occidentales también pueden convivir perfectamente con la contradicción. El trabajo del filosofar andinamente recién empieza. No sabemos quiénes lo realizarán mañana ni cuándo terminará, pero lo iniciamos emocionados y esperanzados de que tenemos entre manos algo más que una simple labor intelectual:

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tenemos, tal vez, una de las más serias esperanzas para elevar a la humanidad sobre sus actuales miserias.

La fe en el mundo andino Mas, ¿cuál fue el factor unificante que confirió homogeneidad a elementos tan heterogéneos que, aferrados a la estrechez de sus enclaves, no podían sentirse partícipes de la idea de un común destino? ¿Cuál fue la argamasa de esa unidad? No era, por cierto, la raza, ya que era evidente que, tanto por su aspecto físico como por sus costumbres y tendencias, procedían de muy diversas tradiciones ancestrales; tampoco era la lengua, puesto que el castellano, el catalán como el vascuence o el gallego, eran tan diferentes como las demás lenguas europeas; la orientación política era lo que menos podían compartir. Fue la religión el único sentimiento capaz de romper barreras geográficas, sociales e históricas. Esto lo comprendieron muy bien los Reyes Católicos y se abocaron a la unificación religiosa de España. Notas sobre la ideosincracia de Occidente. Fernando Silva Santisteban. Universidad de Lima, serie Ensayos N° 2, 1993 Lima, Perú.

La fe en el mundo andino no es monoteísta ni está desconectada de la vivencia real del hombre; se sustenta a sí misma en el día a día de cada pueblo, de cada individuo. El accionar religioso andino no requiere de un complejo cuerpo teórico puesto que se basa en la propia realidad, visible, tangible e ineludible. Dicho de otra manera se podrá dudar de los textos sagrados pero no de que un árbol tiene vida o un apu (el espíritu de un cerro, un ser vivo o un dios) tiene su propia personalidad, al igual que un río. Desde este punto de vista, la religión andina no entra ni puede entrar en contradicción con el actuar en la vida, ya que todos los elementos de su fe se encuentran al alcance de la mano y se puede interaccionar con ellos, es decir, tiene la capacidad

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de establecer un diálogo hombre-naturaleza en cualquier circunstancia. Para que esto no se diese tendría que dejar de existir la naturaleza misma. La religión andina concibe un mundo pleno de sentido, donde todo posee vida diferente e independiente a la humana. El hombre es solo una de las manifestaciones de la naturaleza. Él comparte su existencia con otras entidades vivientes que tienen tanto derecho a existir como él mismo. Estas distintas formas de vida son coexistentes pero no necesariamente dependientes. El cerro, con su apu —su ser interior—, desarrolla su propia vida al margen de lo que el ser humano haga o diga. El hombre no es el centro ni el objetivo de una creación: es una más de sus entidades. Comparte entonces un mundo vivo y sagrado. (Lo sagrado es todo aquello que no pertenece al ámbito de lo humano y debe ser respetado. Una piedra, un árbol, pueden ser sagrados y tratados como tales). La acción evangelizadora occidental, más que anular o eliminar la fe andina, terminó por unificarla en cuanto a su forma, creándose así una nueva ritualidad que es el sincretismo entre lo andino y lo cristiano, en su versión católica. Esta nueva forma religiosa, que viene a ser la suma de la fe profunda del hombre andino con la estructura ritual cristiano-católica, se ha convertido hoy en el eje principal y conductor de toda una civilización que tiene un mismo idioma pero no una misma lengua. Esta religión andino-cristiana se puede decir también que es de carácter universal debido a que su ingrediente occidental, conlleva factores que son comunes con las más grandes corrientes de sentires y pensares de diferentes culturas y lugares del mundo.

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La religión andino-cristiana está engarzada a todas las actividades humanas, tanto económicas como sociales y culturales, pero sin ponerle trabas y limitaciones al individuo por cuanto no existen libros sagrados, ni normas, ni disposiciones ante los cuales apelar. Deja libre al ser para manifestarse dentro de su contexto natural. Es una religión que permite la apertura a toda otra forma de expresión, pues es una creencia que suma, no que resta; suma fuerzas divinas en pro del buen vivir en vez de afincarse en una sola estructura. Es una religión que no vive solo en el pensamiento sino que une la realidad con la idea. No se reza en silencio puesto que el ser humano es, al mismo tiempo, pensamiento y acción, por lo que se reza en voz alta, caminando, bailando, comiendo o trabajando ya que el hombre no está hecho de un solo aspecto sino de todos a la vez y al mismo tiempo. Es, por lo tanto, una religión en plural y no en singular; una religión para todos y no para un solo individuo en particular. Nada existe en el Universo en forma aislada: todo tiene que ver con todo. El hombre andino practica esta máxima, por lo tanto, no existe el individuo sin su contexto; se es en función de un todo, de una sociedad en la que se nace. Por eso no existe el individualismo ni puede existir, como que no existe un río sin su cauce, ni un árbol sin la tierra. Como el hombre andino vive ligado a su entorno, él no percibe la existencia del individuo fuera de su medio; por lo tanto, le es imposible concebir ese individualismo. La religión es, entonces, en el mundo andino, no solo la columna vertebral,

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sino una realidad vivencial, una fuerza que une a los hombres, que no anula sino más bien estimula al acopio de fuerzas e ideas. Para el andino toda la tecnología no es más que el manejo de los objetos, y a todos los objetos se les puede bautizar, dar vida, otorgarles nombre y encomendarlos a Dios. Es el acto de sacralización que eleva a la materia, la humaniza y la orienta junto a todo el concierto universal hacia un fin superior, más allá de las propias fuerzas y del propio entendimiento humano. Es de ese modo cómo el andino dialoga con la naturaleza: haciéndola humana, dándole un espacio dentro del mundo, rogándole como a un pariente, como a un hermano, y no destrozándola como a un objeto inerte y despreciable, ya que ello conlleva a que también el hombre termine volviéndose a sí mismo un objeto y pueda ser destrozado como cualquier cosa. El hombre andino sacraliza la materia pero no para adorarla, sino para darle vida, hacerla humana y volverla su aliada. No hay objeto sobre la tierra que no pueda ser elevado y transformado en sagrado. Solo así es posible luego ser incorporado al mundo interno; de ahí se explica por qué el andino trata a los animales y a las cosas como entidades vivas a las cuales da un nombre y ante las que desarrolla un grado especial de afectividad, o sea, les cobra cariño. La materia, la cosa en sí, en el mundo andino, no es un objeto; es parte constituyente de la naturaleza

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como el hombre mismo lo es. Por consiguiente, esta tiene la facultad y el derecho a existir, a existir como ser. Quien crea que un andino, al manipular una determinada tecnología, se vaya a ver deslumbrado y deje de lado su fe original para rendirle honores a dicho artilugio, se equivoca. La idea de dios, de espíritu, de humanidad, en el hombre andino, van más allá de la simple fanfarria de algún juguete que suele hacerle dudar de su fe al hombre moderno occidentalizado. Pero esta religión andino-cristiana, —que no está sujeta a los designios de Roma— lejos de hallarse, como aquella, en decadencia o en estancamiento, se encuentra en pleno proceso de expansión. Ello debido a que, por un lado, la versión cristiana católica ha entrado en crisis y, por el otro, a las olas migratorias de andinos que los está haciendo llevar sus creencias y su forma de vida a todos los rincones del planeta. Ni las más sólidas ciudades occidentales, con todo su adelanto científico, han sido capaces de detener este avance, ya que se trata de una fe sustentada en la propia naturaleza, se encuentre ésta en forma de piedra, de árbol, de celular o de ascensor. Allí donde hay un andino, hay una fe universal que ama al hombre y al mundo en sus cuatro costados.

La cultura en el mundo andino La cultura es un reflejo del conocimiento que resume todo lo creado por una civilización.

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En ella se encuentran las ideas sobre la fe, sobre el origen, sobre las costumbres y la forma de organización social. Igualmente se hallan la ciencia y la tecnología, que son un derivado de las anteriores. Quiere decir entonces que lo que identifica, individualiza y determina el origen y desarrollo de una civilización no son las ramas sino su raíz; no son sus subproductos sino su origen. El eje de toda cultura viene a ser la idea matriz que es la promesa, la respuesta en forma de discurso que se da a las angustias y preguntas de los seres que la conforman. En la medida que esas respuestas sean satisfactorias esa cultura contará con numerosos seguidores acérrimos. Pero en cuanto ese discurso ya no contente y genere insatisfacción, ella, con toda su indumentaria, desaparecerá para que surja otra que creará, a su vez, una nueva cultura en torno a una nueva promesa. Como el mundo andino es una civilización viva que conlleva una promesa de satisfacción a un grupo numeroso de seres humanos, igualmente tiene desarrollada una cultura propia que complementa dicho mensaje. Esto incluye desde la elaboración de un cuerpo ideológico, hasta unas ciencias y tecnologías particulares. La nueva civilización emergente, la andina, es ahora la llamada a participar de ese concierto de propuestas que es el desenvolvimiento de nuestra humanidad por el mundo. La civilización andina, como todas las civilizaciones, ha generado su propia cultura, con sus propios valores, sus propias ciencias y tecnologías,

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Pero, reiteramos, las civilizaciones, si bien se desarrollan con su esencia, toman de todas las demás aquello que les es útil dentro de su lógica, aunque casi siempre modificándolo y adaptándolo. Significa entonces que la civilización andina emplea también muchas cosas de las que hoy existen para darles una nueva forma, más acorde con el nuevo sentido de vida andino y humano. El tema de la cultura es muy vasto, por lo que solo abordaremos un aspecto a la espera que, en el futuro, se puedan desarrollar todos los demás.

Un ejemplo cultural: la oralidad como principal forma de comunicación De estar comunicados todos lo estamos, querámoslo o no. La visión integral de la naturaleza —la más antigua de las miradas humanas— nos revela que nada ocurre en ningún sitio que no tenga su correspondiente repercusión en otro. Las lluvias en las altas montañas son un sinónimo de agua en las tierras bajas. La caída de glaciares en el mar significa inundaciones en las costas cercanas. El ser humano, desde siempre, sabe que está en un mundo interconectado; de ahí quizá que haya deducido la idea de una integración en la naturaleza a la que concibió como una sola, al igual que el Universo. De ese modo no le fue difícil comprender que la vida es un acto de comunicación permanente entre todos sus elementos. Pero esa comunicación siempre se desarrolla en distintos planos, de diferentes maneras. Los animales, por ejemplo, se comunican constantemente utilizando todos los recursos posibles: el olor, el sonido, la vibración, el color, el calor, etc. El humano, que sigue siendo animal en su constitución física, hace también lo mismo: emplea para comunicarse toda clase de formas y materias

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que encuentra válidas para ello. La vida siempre es muy compleja, tanto como lo son los organismos, por eso es que es necesario utilizar distintas y variadas maneras para poder abarcar toda la gama de necesidades que existen. El humano sigue necesitando de los gestos, de los gritos, del movimiento corporal, y, más recientemente, de las herramientas materiales e inmateriales para expresar lo que desea. Todo ello es lo que conforma su complejo comunicativo. Ciertamente que estos difieren en forma e intensidad de acuerdo a las características específicas humanas: nomadismo, vida rural, vida marina, vida urbana y todas sus variedades. Dentro de esas opciones existe el habla, como característica única del hombre. (Pero tampoco debemos sobreestimarla por cuanto no es indispensable: puede ser reemplazada por otro medio; la gesticulación, por ejemplo). Durante millones de años el hombre empleó el lenguaje oral como una forma de comunicación, hasta que surgió la escritura. Ésta se desarrolló principalmente en las ciudades por cuestiones religiosas y, luego, prácticas. El lenguaje escrito permitió darle otros matices a la comunicación; en un principio fue una manera de transmitir lo sagrado. Luego se usó para lo profano. Muchos consideran que cuando el hombre emplea el lenguaje escrito para usos no religiosos es que se produce el llamado «desarrollo». Por lo regular esto lo sostienen personas de por sí sedentarias, urbanas, intelectuales, cuya forma básica de comunicación es la escritura. Como vemos, gente no muy imparcial, puesto que se están describiendo a sí mismos

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como sinónimos de «hombre superior» (y esa es una típica tendencia humana de juzgar que, las costumbres de nuestro pueblo, son las costumbres correctas para el resto del mundo). Pero la historia nos demuestra que ello no es necesariamente así. La existencia de culturas superiores no urbanas, no sedentarias, no intelectuales, cuya forma básica de comunicación es la oralidad, comprueba que la historia humana no es una rígida escalera por la que todos tienen que subir, como sostiene Occidente. La escritura no es la cúspide del ser humano perfecto. Sostener eso es crear una nueva casta de seres superiores cuya habilidad para escribir los convierte en los jueces de la humanidad, dispuestos a dar o quitar la vida (como verdaderamente lo están haciendo hoy mismo). La cultura andina es una de esas culturas que se ha venido desarrollando desde hace miles de años sin depender del lenguaje escrito. ¿Qué eso es imposible, que no sea ajusta a las reglas, que cómo puede suceder? Muchos científicos, no todos, prefieren esconder las pruebas fácticas antes que admitir que sus teorías son incorrectas. Por eso prefieren ignorar y no admitir el verdadero nivel de la civilización andina porque ello desbarata su argumento principal: el empleo de la escritura es un sinónimo de cultura superior. Pero los hechos comprueban que sí es posible crear una cultura superior, más elevada que muchas con escritura, utilizando únicamente la oralidad. Sin embargo, admitir esto traería estrepitosas consecuencias. ¿Qué sería de los planes de alfabetización mundial? Y la educación, a la luz de esto, ¿cómo se tendría que plantear: en parte oral y en parte escrita? ¿Qué sería entonces educar? ¿Es acaso imprescindible enseñar a escribir

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para lograr el cultivo del hombre? Vemos entonces que la cosa no es tan sencilla, como aceptar o no aceptarlo. La cultura andina es una cultura de raíz oral, y, por lo tanto, no le es indispensable el cultivo de la escritura para seguirse desarrollando. Así nació, así alcanzó el éxito en su medio natal y así es cómo hoy lo está logrando. No es ignorancia, como dicen algunos, el no saber leer ni escribir. Ello es un modo de comunicación diferente al escrito. Por eso en el mundo andino no se tiene, ni se tendrá, la costumbre de leer. El mundo andino tiene sus formas de comunicación propias y sabe bien cómo desenvolverlas. A los únicos a quienes les afecta esto es a los que manejan un criterio único y dictatorial de lo que es cultura, la cual, repetimos, siempre suele coincidir con la de ellos. La oralidad, entonces, así como la comunicación gestual, sirvió y sirve para formar cultura y alcanzar las más ambiciosas metas que se propongan. Ciertamente que, para culturas como la occidental, ello no es suficiente (ya que para ésta el objetivo de la vida es la manipulación de la naturaleza mediante la Razón). Pero en vista que ese no es el mismo objetivo de todas las civilizaciones, como la andina, las ciencias y tecnologías occidentales no son necesarias. Surgirán otras que responderán a diferentes visiones de lo que es y debe ser el hombre durante su existencia (que, en el caso de la civilización andina, es la adecuación armoniosa al medio). Para hacer esto la palabra sonora, el habla, es más que suficiente. Eso no quiere decir que se descarte de plano la escritura y la grafía; lo que pasa es que ellas no tendrán el mismo valor que el que actualmente se le dan. Se incorporará, en cambio, todo aquello que pueda ser útil dentro de los nuevos valores;

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lo demás se olvidará, al igual que como ha ido olvidando selectivamente la humanidad ciencias y tecnologías del pasado de acuerdo con los criterios presentes.

De la estructura familiar occidental Existen muchos tipos de familia, tantos como culturas hay o ha habido. Occidente ha impuesto su modelo nuclear que consta solo de padres e hijos, con una escasa presencia de los abuelos y una muy lejana de los otros parientes. Esto no es gratuito. Es sabido del gran poder de decisión que tienen las familias tradicionales —las llamadas pre industriales— sobre la voluntad y opciones de sus miembros. Ello atenta directamente contra los intereses de los comerciantes quienes necesitan que cada individuo tenga la libertad de elegir, al margen de toda otra opinión, buena o mala. (De aquí es que nace la idea de libertad en Occidente: de la disgregación de la familia tradicional y el empoderamiento de cada uno de sus miembros por sobre los jefes del clan). Estamos hablando de un sentido de la ética de mercado que, ansiosa por vender, pone sobre los hombros de los compradores la responsabilidad de haber elegido el bien o el mal, sacudiéndose así el vendedor de toda culpabilidad. Dicho con un ejemplo: no es malo que alguien venda armas; el problema está en lo que el comprador haga con su compra. El bien y el mal están entonces en el comprador —quien así hará uso de su libertad— mas no en el vendedor. Tenemos de este modo a un elemento neutral, el mercado, y un elemento activo, el consumidor, quien será el único que responda por los males que se ocasionen. Este es un tema de ética que, si bien no abordamos en este libro,

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no podemos dejar de mencionar por cuanto es importante para entender por qué el mercader necesita un modelo de familia que le permita hacer buenos negocios. Entonces, el modelo de familia que requiere imponer la Sociedad de Mercado tiene que ser una idónea para la mejor circulación de bienes y servicios. Incluso la mayoría de edad tiene que ver con ello pues los irrefrenables impulsos juveniles son de lo más efectivos para las ventas, haciéndose necesario darle al joven lo más pronto posible la autonomía para que pueda desbordarse en el consumir. (El negocio de la música y de la ropa son claros ejemplos de ello). Pero si bien este modelo familiar nuclear occidental resulta excelente para el desenvolvimiento de las actividades comerciales, en otros terrenos viene a ser poco más que un desastre. Como vínculo humano, como integración, equilibrio emocional, maduración, generación de confianza y satisfacción de vida, es muy poco propicio. No favorece a ninguno de esos aspectos sino más bien hace todo lo contrario, y los resultados que observamos lo confirman (no estamos hablando de una «crisis» más de la familia occidental, sino de lo perjudicial que ésta siempre ha sido desde sus inicios). La familia-mercado occidental es des-integrante: obliga a una «independencia» perniciosa (léase el desentendimiento) de cada uno de sus miembros, de manera tal que ninguno se siente vinculado con las vicisitudes del resto. Por eso es que es tan común en este modelo saber que, por ejemplo, un hermano es muy rico mientras el otro está en la miseria. Esto alcanza incluso a la relación padre e hijos cuyo final se aprecia claramente en los asilos. En Occidente esta situación no es éticamente condenable

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porque está sustentada por la sagrada norma del libre albedrío, donde cada uno es responsable de sus propios actos y cada quien tiene derecho a decidir qué hacer con su dinero, ganado con justicia por él solo y solo por él, no por los demás. Las leyes, entonces, amparan y defienden a aquel miembro de la familia que decide, al margen de ella, qué es lo que éste desea hacer. Así se manifiesta en su máxima expresión la tesis de que el ser humano es, antes que nada, individuo, base para la construcción del individualismo. Este tipo de familia es también generadora de insatisfacción, porque el mercado necesita que el ser humano consuma más y siempre. Los comerciantes han creado un perfil específico del humano y para eso han puesto a su servicio a los mejores pensadores de lo más recientes de la historia. Lo han definido como un ser con una boca hambrienta para todo: todo lo necesita, de todo carece, la naturaleza nada le proporciona, nada puede obtener si no es por el mercado. Es un pobre indefenso, peor que una cucaracha, a quien la naturaleza castigó, solo a él, privándole de la capacidad de auto sostenerse. Y a la sociedad en que este hombre vive le han puesto el nombre de Democracia Liberal, y es la única visión del ser humano que es admitida, hasta el momento, en casi todo el planeta. En conclusión, dentro de cada familia occidental, lo único que podemos encontrar son seres insatisfechos de todo, necesitados de todo, pero con la misión de que cada uno vele por sí mismo, sin pensar en los demás. Afirman que el decidir por el otro es atentar contra su autonomía e independencia y su capacidad de optar qué quiere adquirir. En la familia tradicional, en cambio, el padre, el abuelo, el patriarca o el jefe del grupo, deciden qué tienen que vestir los demás

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y en qué proporción. Esto, lógicamente, va en contra de los intereses y negocios de los comerciantes, por eso es que ellos necesitan eliminar esta clase de modelo familiar que impide que cada cual consuma según su parecer. La familia-mercado requiere que cada uno satisfaga sus propias necesidades, que sabemos que, a la larga, se transforman en ambiciones —como cualquier publicista conoce. La familia nuclear occidental es y será permanentemente insatisfecha. Siempre deseará más y entrará en competencia consigo misma. (Las necesidades casi siempre son escasas y se satisfacen rápidamente. Dentro de la estructura de ventas, ellas no representan el rubro más importante: son secundarias. Lo que realmente mueve al mercado, aquello que genera realmente la riqueza, es todo lo que surge del plano de las ambiciones; o sea, lo que en verdad no es necesario pero provoca más desesperación y gasto que la misma necesidad. Sicológicamente es más fuerte el impulso por satisfacer una pasión, una ambición, que la obligación de atender la necesidad de un pariente. Los vicios y pasiones convierten al ser humano es una tromba, en un cometa, en un ser astuto y sagaz. En cambio, las necesidades del prójimo, lo desaniman, lo incomodan, lo hacen sufrir, lo desgastan y, lo más resaltante, le parece injusto atenderlas). La teoría individualista del ser humano ha logrado hacer creer que no es justo encargarse de las necesidades del otro puesto que cada uno debe hacer ello por sí mismo. Al dejarlo, solo se estaría cumpliendo con las leyes de la naturaleza, que mandan a cada uno desarrollarse por sí mismo. Si se lo atendiera, se estaría más bien incumpliendo con ese deber. Pero nosotros nos preguntamos: ¿dónde están escritas esas «leyes de la naturaleza»?

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¿Realmente ésta se comporta así como ellos dicen? ¿Y desde cuándo el ser humano actúa como la naturaleza le manda? Ahora resulta que nosotros, los seres más antinaturales que conocemos (puesto que somos los únicos que, hasta el momento, en todo el Universo, comemos cuando no tenemos hambre, no evacuamos cuando lo necesitamos ni donde debe ser, nos vestimos aún en contra del clima imperante, y no nos alimentamos naturalmente —pues todo lo procesamos—, y no nos apareamos en el momento de hacerlo; en fin, la lista es tan larga como la misma historia de la humanidad) resulta que sí actuamos en ciertas cosas de acuerdo con las leyes de la naturaleza (el mismo criterio del Vaticano para prohibir los anticonceptivos: su uso va en contra de lo natural). ¡Pero si todo lo que hacemos es anti natural! ¿Por qué en eso y solo en eso sí tenemos que ser naturales? Pongámonos de acuerdo: o somos seres humanos expulsados del paraíso, del mundo de la naturaleza, condenados a ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente, o somos seres que se guían por dicha naturaleza, o sea, animales. Lo cierto es que cada quien entiende lo natural a su manera, y siempre lo hace a su favor, nunca en su contra. Cada uno dirá que esto natural, no porque realmente lo sea, sino porque le conviene. Así somos los seres humanos.

De la estructura familiar andina Los españoles intentaron modificar la compleja trama de relaciones familiares andinas y decidieron establecer nuevos patrones de vínculos a través de un sistema legal europeo. En muchos casos consiguieron occidentalizar a ciertas familias, sobre todo a las que vivían en las ciudades

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y que ya tenían sangre española. Pero fuera de éste ámbito las cosas quedaron como estaban desde antes de la llegada de los occidentales. Ciertamente que la estructura legal civil cambió. Sin embargo, de manera extra oficial, se conservaron las formas familiares y propietarias andinas. Esta preservación, lejos de significar un aletargamiento, evolucionó hacia un sistema oculto de organización popular, no oficial, pero que, a la larga, por causa de la migración mayoritaria, se convirtió en la forma común del derecho de gentes en las grandes ciudades. Las familias andinas, contraviniendo las costumbres occidentales de las clases superiores y sus afines, se estructuraron mediante una extensa red de parientes conformando lo que se conoce como la familia extendida, la cual incluye a más personas dentro de su círculo de acción que la nuclear occidental, además de ser más interdependiente. Estas redes familiares se extienden actualmente, no solo en todo el espacio andino, sino hasta en diversos países del mundo donde dichos parientes, lejanos o no, contribuyen con la economía familiar local que casi siempre se trata de un negocio o de una empresa pequeña o mediana. Lo mismo pasa con la propiedad, la cual sigue el modelo andino, en el que la gente no posee una única vivienda sino varias. La idea de una vivienda única es un concepto no andino que éste hombre acepta con suma teatralidad para luego «sacarle la vuelta» al sistema (o sea, aprovechar las ventajas de no cumplir estrictamente con las leyes) adquiriendo muchas otras propiedades, en una especie de juego de nunca acabar y que los funcionarios occidentalizados no llegan a entender (aunque en verdad, sí lo entienden pero se hacen los tontos pues ellos después realizan lo mismo).

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Esto es así no solo para las familias andinas adineradas sino también para las llamadas «pobres», lo cual demuestra que la multi-viviendad o el multi-propietarismo no es un atributo de estatus o de riqueza sino una condición natural del hombre andino, sea cual sea su condición. Mención aparte, la noción de pobreza y de riqueza, como se da en el mundo andino, es tan diferente a la que maneja Occidente que no es fácil, ni para el instruido, entender cuál es su exacto valor y magnitud. En el mundo andino se es rico, no cuando se tienen signos exteriores o cuando se obtienen propiedades y objetos, sino solo cuando se poseen muchos familiares y parientes y en todo lugar del planeta. Y es que tener numerosa parentela, consanguínea o no, amplía todos los recursos que las personas necesitan para vivir, incluyendo el afecto y el cariño que ningún dinero puede conseguir (y en lo que los occidentales son sumamente pobres y subdesarrollados). Se puede acumular mucho dinero pero si no se logra una relación auténtica con otros seres humanos, no se llega a tener ni siquiera poder y lo obligan después a uno a entregar su dinero cuantas veces el poderoso lo desee (como sucede con los japoneses y alemanes o con los grandes millonarios norteamericanos). Por todo esto decimos que en el mundo andino se genera una riqueza de calidad que comprende la integridad de la vida humana, en vez de una de cantidad que, en su desmesura y descontrol, solo produce una ambición individualista que termina por afectar tanto a su poseedor como a todo su entorno.

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El poder de la familia andina La civilización andina se escondió en los lugares más remotos, conservando lo esencial de su ideosincracia, su cultura y, por supuesto, su promesa. Luego el hombre andino se empezó a multiplicar, replicó en su familia sus valores y, finalmente, salió de su escondite, el campo, para volver a las grandes ciudades en donde nació. Allí, con la fuerza de un vendaval, empezó a retomar muchas cosas que quedaron pendientes como: la validez de su modo de vida, de su modelo de desarrollo, y su efectividad para responder al reto de la existencia. La familia andina tiene una estructura circular, donde nada ni nadie escapa de su influencia. Salirse de ella significa un rompimiento o una huida, no una independencia o autonomía, como lo llama Occidente. Nadie puede segregarse a sí mismo: todos tienen un papel, una función que cumplir, aun estando viejo, enfermo o inutilizado. No existe la exclusión. Ni siquiera los animales son marginados en ella: estos son parte también de la familia (en el modelo occidental, en cambio, se trata a los animales mejor que a ésta, lo cual revela de por sí una anormalidad. En verdad lo que hacen es canalizar sus frustraciones en un animalito, y lo realizan de una manera excesiva, enfermiza, sicopática. Ese amor que promueve de la industria de la mascota no es el mismo sentimiento que se tiene por el animal en el mundo andino; éste no ocupa un lugar preferencial ni exclusivo, sino el que le corresponde, ni más ni menos). Con esta concepción familiar nadie queda desprotegido. La fuerza lo da el sentido de inclusión: todos, sean quienes sean —niños, ancianos, enfermos, animales— pueden aportar siempre algo. Nada, ni siquiera los objetos materiales, son inservibles. El andino es un reciclador por naturaleza:

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hasta la más insignificante basura puede serle útil llegado el momento. Además, como es un ser que se encariña con los objetos, se resiste a botarlos como si fueran inservibles. Esa es la idea de lo circular. Todo forma parte del todo. Nada está ajeno al círculo. Nadie puede quedar sin hacer nada ni sin alimentarse ni compartir algo de lo generado por todos. Este es el modelo que se utiliza actualmente para el trabajo en todas las grandes ciudades andinas de América. Allí gran parte de la población vive y sobrevive gracias a estas reglas no escritas, no oficiales pero reales. En medio de un sistema liberal aplicado sin piedad por sus occidentalizados gobernantes la civilización andina crece cada día con mayor fuerza gracias a su sistema de redes familiares que le garantizan a toda la población que nadie va a quedar abandonado ni en la miseria. Cierto es que, en vista de la precariedad a la que el Estado oficial somete a este esquema andino —pues lo condena, persigue y combate calificándolo de ilegal e informal— éste tiene que vivir escondido, razón por lo cual da la impresión de ser un modelo ilegal, corrupto, explotador de sus familiares, obligándolos a vivir en situaciones extremas. Sin embargo debemos ser conscientes que, sin ese Estado policiaco, sin esas condenas y persecuciones, aminorarían ostensiblemente las formas subrepticias de trabajo para pasar a ser así, el modelo andino, el modelo oficial de la sociedad, permitiéndosele así darle a sus trabajadores-familiares las condiciones dignas que realmente merecen. Cuando se vive bajo asedio el ambiente laboral siempre suele ser duro para los marginados.

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Con todo lo malo que podamos encontrarle, este modelo no deja de darle trabajo y protección a su gente, cosa que no podríamos decir del modelo familiar occidental, que es el principal generador del desempleo, del abandono y de la indiferencia en todas nuestras sociedades. El primer paso, entonces, que habría que dar para hacer realidad el modelo de desarrollo andino, sería oficializar y legalizar la familia andina, base del buen vivir y del desarrollo armónico del ser humano.

La idea del trabajo en el mundo andino Si hiciéramos una figura comparativa, podríamos decir que en el mundo andino la fe a esa religión sincrética andino-cristiana tan viva, fuerte y extendida, que hace comunes a tantos pueblos de diferentes costumbres, ideosincracias e idiomas; esa mirada común que sacraliza a la materia, a la naturaleza, al mundo, vendría a ser la argamasa, el cemento que une a todos los ladrillos de la sociedad. Y esos ladrillos serían cada una de las familias que pueblan el territorio que hoy ocupa toda esta civilización. La familia extendida andina forma complejas y, a veces, enormes redes de relación. Pero esa relación no suele quedarse solo en algo nominal; su acción en la economía es real y muy efectiva. En torno a esta estructura familiar se conforman extensas redes económicas que no solo pueden acumular ingentes cantidades de dinero sino que generan lo más importante: movilizan y dan trabajo a cientos o a miles de parientes y paisanos (el ser paisano es también una forma de pertenecer a la familia). Se trata de sociedades exitosas que sostienen a la gran mayoría de su población, que es desatendida y abandonada tanto por el Estado como por la indolente empresa privada occidentalizada.

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Este método de redes familiares para la generación de riqueza de calidad, para la transformación piadosa de la tierra, para la creación de empleo masivo, para la expansión hacia otros mercados, para el logro humano de vincular trabajo con realización, con satisfacción, con un seguro contra el abandono (sobre todo para los miembros con impedimentos físicos) así como para obtener el cariño familiar, es el motor, es la causa del expansionismo del modelo andino. Es un modelo que no requiere de la fuente occidental ni de ninguna otra para crecer y desarrollarse. Es un modelo que desconoce las miserias pues está formado considerando al hombre como una unidad en medio de la pluralidad, ya que no separa el trabajo de la vida, de la cultura y de la religión. Antes de la aparición del Liberalismo occidental la humanidad no trabajaba con extraños: se hacía una labor de tipo comunitario-familiar. Esa es una de las causas de las aberraciones que produce el Capitalismo. En cambio el modelo andino de redes es hoy en día el sistema más exitoso en todo orden de cosas para solucionar todos los problemas causados por la inhumana Economía de Mercado y su deformación de la vida y del hombre. El modelo andino de redes ha hecho desarrollar a las naciones andinas sin capitales iniciales; solo con la fuerza de la colaboración mutua y de hormiga de miles y miles de familias quienes negocian entre sí sin necesidad de recurrir a las bolsas mundiales -pero pudiéndolo hacer, si quisieran, en cualquier momento. Este modelo da trabajo y da vida integral —y no solo pan— a millones de andinos quienes, lejos de ver al mundo como un valle de lágrimas

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o un coliseo romano lleno de fieras humanas, lo ven como un ser vivo con quién compartir la aventura del existir, rindiéndole tributo de esa manera al creador o creadores, llámeseles como se les llame. Porque el andino no ve a la Tierra como un montón de materia por exprimir y reventar. La ve como su aliado en su paso por la vida. No tiene nada que arrancarle sino, a lo más, pedirle que le conceda algunas gracias. Porque ella otorga a todos los seres vivos lo que éstos necesitan si se lo saben pedir. El andino no tiene desprecio por lo que sus pies tocan sino amor y respeto; por eso valora y ama aún a las cosas y a los objetos (mas no con el amor enfermizo del materialista que solo responde a su ambición por acumular). Si bien el andino puede realizar el trabajo de minería, no lo hace para dar la vida por ella. La minería, que ha existido desde siempre, más bien se ha vuelto una fuente de poder dentro de la lógica occidental; de ahí la desesperada obsesión que ésta posee por ella. El andino no comparte esa lógica de poder mediante la utilización de los metales; es difícil que él horade alocadamente el planeta, pues sabe que, si lo hace, morirá también. Se trata, en suma, que la naturaleza, para el andino, no es la finalidad primordial en la construcción de su sociedad; el verdadero motor de su existencia es la convivencia humana, el equilibrio entre todo y entre todos. Este es el nuevo (viejo) sentido de riqueza que trae al mundo la cultura andina: se es rico porque se tiene

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personas amadas a su alrededor. La nueva riqueza está en el ser humano y no en los objetos materiales. Por eso el desarrollo, en el mundo andino, no es visto como una acumulación y transformación de la naturaleza sino como el mejor acomodo humano en del medio en el que se encuentre. Entonces el trabajo no es mirar a la naturaleza para ver qué se saca de ella, sino más bien es mirarnos entre nosotros mismos para ver cómo nos distribuimos y convivimos mejor. Sin el frenético deseo de acumulación y de poder el interés por la naturaleza y sus secretos decae. Y con esto, lógicamente, muchas de las maravillas de Occidente se desvanecerán —como en su momento ocurrió así con las de Egipto, Babilonia y China— pero surgirán otras nuevas que las reemplazarán y así seguirá la cadena de promesas de la humanidad.

El Estado andino Finalmente, todo modelo de desarrollo exige un tipo de organización que lo refleje. Elegir a quienes nos gobiernan no es un invento de griegos ni de culturas occidentales. Decidir quiénes deben ser los que nos dirijan es propio de toda comunidad humana. Por eso toda la humanidad siempre ha sido gobernada por consenso, porque toda forma de gobierno es el deseo de las mayorías. La humanidad entera siempre ha actuado bajo la voluntad del pueblo; siempre ha sido democrática. A esto nosotros lo llamamos la Democracia Natural. (La única otra forma de gobierno que el ser humano conoce es la anarquía, en su sentido más propio:

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aquella en que cada persona se gobierna a sí misma dentro de la sociedad y, por lo tanto, no se necesitan leyes comunes. Sin embargo, ésta es muy poco conocida en la historia e, incluso, se la considera un proyecto a futuro o, en el peor de los casos, una utopía). Decir esto no gusta a los poderosos de turno para quienes Democracia significa solo el gobierno para la Sociedad de Mercado. Pero esta en realidad es la Democracia Liberal, distinta a la Democracia Natural. Hasta el más fiero rey o tirano, si no contara con la aprobación, verbal o silenciosa, del pueblo a quien dirige, sería derrocado más pronto de lo que quisiera. Ningún gobierno, de la clase que sea, se sostiene sin la aprobación de la sociedad que representa. Por eso toda forma de gobierno que permanece en el tiempo y que garantiza el orden, es legítima, aunque a muchos no nos guste o no nos convenga. Pero cada sociedad sabe por qué es que se organiza de tal o cual manera. Solo nuestro deseo de imponerles a otros nuestra forma de vivir es lo que convierte a ciertas sociedades y culturas en mejores o peores, en avanzadas o atrasadas, en correctas o incorrectas (porque solemos ser siempre nosotros los que decidimos qué es lo que bueno y qué es lo malo). El mundo andino siempre vivió y vive en la verdadera Democracia Natural, puesto que todos sus pueblos y sociedades eligen a sus autoridades, tengan el nombre que tengan o se comporten de la manera más extraña a nuestro parecer. Existe la absurda creencia de que solo Occidente sabe organizar

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la sociedad humana, y que por eso el único camino para que ésta se estructure correctamente es vivir a la manera occidental. De allí que los más ilustres personajes de los países dominados se esmeren intensamente en copiar, hasta en el más mínimo detalle, a dicha cultura y a su forma de expresarse. Ignoran que la humanidad transita por la Tierra desde hace millones de años, mucho antes que aparezca esa civilización, y que ha sabido desarrollarse desde siempre con eficiencia. Sin embargo se persiste en una ceguera que idiotiza hasta a los más entendidos, y estos están convencidos que no puede haber otra forma de vivir sobre el planeta que no sea a la manera de occidental. El mundo andino sabe organizarse a sí mismo, vive intensamente la Democracia como pocos pueblos del mundo lo hacen. Hasta la más pequeña y remota comunidad, asociación comunal, barrio o cooperativa, del campo o de la ciudad, tiene sus representantes y autoridades, quienes no se eligen a sí mismas, como se acostumbra en Occidente, sino que son impuestas por la fuerza de la necesidad y de las mayorías. Porque es sabido que en el mundo andino el que más puede es el que más tiene que dar y el que más está obligado a servir; y sin posibilidad de apropiarse de nada más que lo que le corresponde, como simple individuo (al igual que un padre da de comer a sus hijos sin apropiarse de su alimento; más bien se privaría de él si eso fuese necesario). Esto está inserto en el alma, en el espíritu andino, Esta estructura, este sistema es más justo y eficiente para alimentar y satisfacer a todos.

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Miles de pueblos, localidades y calles sobreviven gracias a él, yendo incluso en contra de los apetitos de sus occidentalizados gobernantes, quienes no desean que la gente sea unida y solidaria, pues así es más fácil dominarla. Todo esto nos lleva a la idea de la necesidad de formación de un Estado Andino, que es la estructura que agruparía la inmensa red de pequeñas elecciones que se producen en todo su territorio. El Estado Andino sería un Estado de bienestar y de justicia porque reflejaría el deseo de todos y de cada uno de los integrantes de las más pequeñas y grandes asociaciones andinas. Y ello es natural que se dé por cuanto lo que mejor conoce el hombre andino es la organización, y por muy compleja que parezca ésta a los ojos no andinos, para el andino es sencilla de entender y manejar. El Estado Andino se está gestando lentamente conforme sus pobladores van tomando conciencia de que su número es suficiente para establecerlo por medio de las elecciones mayoritarias, tal como ha ocurrido desde siempre. Este Estado de alguna manera reflejará lo que ya viene ocurriendo: el sentido de que todo tipo de acciones mayores proceden de una compleja red de decisiones menores, las cuales se van sumando hasta conformarse como grandes disposiciones. Hay quienes piensan que se trata de una engorrosa, compleja y casi imposible manera de gobernar una sociedad. Pero eso no es problema puesto que así viene sucediendo desde hace siglos y en espectaculares dimensiones. Cierto es que en este Estado andino el Gobierno Central siempre tendrá un margen de opción para decidir, lo cual es normal hasta en la más discreta junta vecinal. Pero ello nunca será motivo para que se produzcan excesos. A las personas que han nacido y crecido dentro de este estilo de gobierno,

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y con este sistema de tomar decisiones, no les parece nada enredado ni difícil aplicarlo; por el contrario, solo a aquellas que únicamente han conocido la manera occidental de gobierno les parece ser irracional, irreal o imposible (otros dirán utópico). Pero eso es solo un producto del desconocimiento. No olvidemos, como hemos dicho, que el ser humano ha conocido un sin fin de formas de gobierno, unas con mejores resultados que otras, pero todas han sido idóneas y consecuentes con su medio y con su realidad, y todas han respondido al reto y han funcionado el tiempo que les fue posible. Otra cosa es que a nosotros no nos guste un tipo de gobierno que no sea el nuestro (que, una vez más, repetimos, siempre creeremos que es el mejor simplemente porque es el de nuestro pueblo). No tiene por qué asustarnos pensar que otras maneras de gobernarse puedan ser las más adecuadas para ciertas realidades distintas al modo de vida occidental de Sociedad de Mercado demócrata liberal. No debemos tener miedo a ello ya que, decidir uno mismo cómo vivir, no muerde. A los únicos que molesta e incomoda es a aquellos a quienes esto no les conviene, les perjudica, los afecta o les hace perder el poder (en este caso concreto, a los comerciantes). A ellos no hay que temerles porque su tiempo ha pasado. Sus días de hacer el mundo a su imagen y semejanza ya han caducado. Pronto deberán retirarse a sus cuarteles de invierno y dedicarse a lo que desde siempre ha sido lo suyo: a comerciar, pero no a gobernar ni a dirigir a la humanidad. Los días de la humanidad-mercado se acercan a su fin. Mientras eso llegue, el Estado Andino puede coexistir momentáneamente

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con el agonizante Estado Republicano occidental hasta que éste expire. Allí entonces brillará solo, nuevo, sin arrastrar los males y las deudas del ya desaparecido, a quien se le cargarán todos los males y será el único que deberá responder por sus actos innobles ante el resto del mundo. Así ha sido siempre en la historia de la humanidad. El nuevo Estado Andino llegará entonces a darle un sentido y un orden a una nueva forma de vivir y de entender la vida.

A manera de resumen El modelo de desarrollo andino es un modelo en expansión, pero no solo por tener la virtud de generar una más rápida y mejor riqueza y bienestar sino porque le da a la vida, al trabajo y a la convivencia un nuevo sentido humano, más armónico y bello que cualesquiera otro se haya conocido. Es un modelo que hoy crece aceleradamente, penetra en el inconsciente humano, persuade, mas no obliga, y produce beneficios para todos. Es, en fin, un paso trascendente que la humanidad puede dar en su devenir por el mundo. Mediante este modelo el hombre se amista con la naturaleza y empieza a verla como su aliada, su hermana en el transcurrir de la vida, (así como lo es el arte de restaurar la salud, que no es otra cosa que incentivar a que el mismo organismo se recupere, porque, si no lo deseara, ni la mejor medicina ni intervención quirúrgica lo podrían curar).

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Y este modelo apunta a un solo objetivo: a la armonía, como finalidad última de la vida. Esta armonía se alcanza solo cuando se busca, por sobre todas las cosas, la belleza: belleza para trabajar, para alimentarse, para comunicarse y reproducirse. Todas la funciones naturales, si se hacen con belleza, se terminan realizando en armonía y a la manera humana, no como lo hacen los animales —solo para subsistir— puesto que, querámoslo o no, para bien o para mal, ya no lo somos. Incluso la distribución de los beneficios de la vida en común tendrán que ser los derivados de ésta: el equilibrio, el colorido, la satisfacción, etc. Y, por el contrario, los valores que se procurará rechazar serán los que correspondan a la anterior Sociedad de Mercado: la acumulación, el individualismo, la propiedad privada de los usos públicos (que no es lo mismo que la propiedad privada personal), el dinero como valor en sí, la libertad de poseer vicios particulares sin medir las consecuencias de ello y muchos factores más. La capacidad humana para crear y adaptarse a sus propias elaboraciones es ilimitada. Una rápida visión a la enorme cantidad de variantes que el hombre ha generado —algunas, a nuestro entender, imposibles de aceptar que existan o hayan existido— nos demuestra la ductibilidad para poder vivir de las maneras que queramos. Lo que realmente al ser humano siempre le ha importado no es cómo comía ni cómo adquiría objetos sino saber para qué vivía. Una sociedad que solo distribuya eficientemente cosas entre sus integrantes (cual si fuese una colmena), pero que no les resuelva sus angustias vitales,

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t s una sociedad destinada al fracaso. e Las sociedades exitosas son más bien aquellas que le dan un sentido sublime a la vida; aquellas que proyectan a los seres humanos hacia un futuro más allá de lo visible, de lo tangible, de lo material; aquellas que logran construir un mecanismo de esperanza, dándole al hombre la fuerza de una fe en un más allá, que logre convencerlo que no somos lo que somos —debido a un simple accidente de la naturaleza— sino por una razón fuera de nuestro entendimiento —como lo están la mayoría de las cosas que nos rodean: fuera de nuestro entendimiento. Una sociedad que no puede prometerle a sus integrantes esa visión trascendente, que no puede asegurarle que el sufrimiento es vencible, que lo que más amaba no está perdido para siempre, es una sociedad sin posibilidades de consolidarse y de perdurar, pues se vuelve un infierno en vida. La actual Sociedad de Mercado solo le promete al ser humano nada más satisfacer sus necesidades, pero de lo demás que él vea cómo se las arregla (como si la vida humana fuese la de una ameba: vivir para sobrevivir). En cambio la sociedad andina de la belleza le dará al hombre las suficientes respuestas como para que, el tiempo que dure, éste viva con satisfacción plena y con la esperanza que será eterno, integrándose así con el Universo en armonía y con amor. Esto es lo que promete el modelo de desarrollo andino, nacido en los Andes de América y destinado a esparcirse por todo el planeta, puesto que es patrimonio de la humanidad. Y está aquí, y está allí, al alcance de todos los hombres de buena voluntad.

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