Midnight Prologue

  • November 2019
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  • Words: 2,745
  • Pages: 5
PRÓLOGO Como cada día, una patada me despierta. - ¡En pie, malditos vagos! ¡También va por ti, Kael! Me levanto rápidamente, con miedo. Este orco es el más sádico de mis amos y le encanta dar uso a su látigo. Miro hacia los lados y me pregunto ¿Por qué nos despertamos? ¿Por qué seguimos viviendo? Me digo que por insubordinación, por demostrarle a Izrador que podemos. Me digo que soy un héroe. Y esa mentira me hace seguir un día más. Salgo junto a mis compañeros halfings a los campos de cultivo. Todos son esclavos, como yo. Busco con la mirada a mi madre y me alivio al encontrarla. Ha conseguido sobrevivir un día más, aunque una parte de ella se ha quedado atrás. La veo más gris y apagada que ayer, y un poco más que mañana. Recuerdo cuando era más pequeño, cuando todavía no me obligaban a trabajar de sol a sol. Por aquel entonces, mamá tenía una cara diferente. Agotada, sí, pero con esperanza. Me hablaba de papá, de los tiempos felices que vendrán. Me contaba una y otra vez cómo nosotros somos los verdaderos amos de esta plantación, que fue entregada a sus abuelos como recompensa por luchar en el bando de Izrador en la Gran Guerra. Me describía los días felices en que papá y mamá compartían los alimentos con los esclavos, les trataban bien y les daban un trato justo. Casi llorando, también me relataba cómo papá tuvo que ir a la guerra contra los elfos y cómo, un buen día, los orcos vinieron a nuestra plantación y nos quitaron nuestras tierras, alegando que mi padre era un traidor. Que había sido ajusticiado y que sus propiedades pasaban a pertenecer al ejército. Por aquel entonces yo era sólo un bebé y no recuerdo nada. Aún así, estoy seguro de que mi padre no es lo que le llaman. Quince años después, los orcos se siguen mofando de mí y el resto de los esclavos me trata con una mezcla de asco y pena. Pero mamá sigue creyendo que papá vendrá algún día y ejecutará a los orcos por habernos tratado tan mal. Los días felices volverán y todos seremos felices. Yo lo dudo, pero no le quiero decir nada… Estamos dejando atrás el invierno y el sol cada vez golpea con más fuerza. Las tierras de Eren siempre han sido áridas, pero cada año el verano se adelanta un poco más. Dicen los halfings que el dios Izrador tiene la culpa de ello, que manipula el clima para hacerlo más seco y así poder quemar el bosque donde viven los elfos. En realidad no sé siquiera si existen los elfos, nunca he visto ninguno. Sé lo que dicen, que son malvados, repulsivos y utilizan la magia para matar a nuestros aliados. Pero yo creo que si se oponen a todo esto, no pueden ser tan malos. La magia está prohibida y adorar a Izrador es una obligación. Todos los días debemos ir a la capilla para escuchar el sermón que suelta la sacerdotisa orca. Nos cuenta una y otra vez cómo Izrador fue injustamente expulsado del cielo y cómo este, en su último ataque, realizó un conjuro tan poderoso que selló el mundo para que los dioses que permanecían en el Cielo no pudieran manipular a su antojo a las gentes que en él habitan.

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Nos cuenta cómo la Reina Bruja, que controla las voluntades de todos los elfos, se ha vuelto loca y quiere destruir todo el continente. Nos pide que recemos por las almas de los valientes soldados que luchan contra ella en el lejano Bosque de Erethor y que demos todo lo posible para ayudar en la lucha. Yo no sé cuál es la verdad, pero si Izrador permite todo esto, no debería estar al mando de nada. Me da igual que ganara una guerra hace 100 años, alguien debería luchar contra él. Sumido en mis pensamientos, no me percato de lo que pasa a mi alrededor. Simplemente trabajo mecánicamente con la azada, preparando el terreno para plantar en él. Aún así, uno de los halfings me avisa soterradamente de que están llegando unos soldados. Los veo cuando pasan a mi lado por las plantaciones. Armadura negra completa, capa negra, estandarte negro y corcel negro. Dos figuras imponentes que desentonan con el colorido marrón y azul del lugar. Incluso sus armaduras, afiladas y angulosas, contrastan con las estilizadas estructuras sarcas que componen los edificios del lugar. ¿Será uno de ellos mi padre? Me atrevo a levantar la vista, buscando a mi madre, y me doy cuenta que ella piensa lo mismo que yo. Otra vez esa esperanza en sus ojos ¿Ha reconocido algo en esos hombres? Cuando llegan a la altura del capataz, uno de ellos de quita el yelmo. Tiene aspecto de ercense, como yo. Piel tostada por el sol, como yo. Pelo castaño, nariz aguileña… todo como yo. Pero está muy lejos, tanto que ni siquiera oigo lo que dicen. El soldado que conserva el yelmo entra en los barracones donde dormimos los esclavos. Veo que mi madre se va poniendo cada vez más nerviosa y empieza a caminar hacia ellos. El resto de guardias están tan atentos a la conversación que no reparan en mi madre. Y de repente, ocurren demasiadas cosas demasiado rápido. Mi madre echa a correr hacia el soldado sin yelmo, gritando el nombre de mi padre. Los esclavistas la ven y la intentan detener. Mi madre llega al soldado y entonces, por el grito que exhala, comprendo que no es quién creía. El soldado abofetea a mi madre con el guantelete de acero puesto, derribándola. En ese mismo instante, el otro soldado sale de los barracones con un libro en la mano… Lo han encontrado. Es el único legado que tengo de mi padre: Un libro de conjuros mágicos. Sé que está prohibido, pero mamá siempre dice que debo aprender esas cosas, que mi padre siempre creyó en eso y que es importante para mí. Pero ahí está, el soldado gritando con el libro en alto. Le pregunta al capataz sobre el dueño del grimorio. Lo tenía bien escondido bajo mi esterilla ¿Cómo lo encontró? Eso importa poco, la verdad. El capataz se queda blanco ante el hallazgo y, antes de que pueda preguntar quién es el dueño, mi madre grita que es suyo. Mi mundo se desmorona en un instante al comprobar como mi madre se sacrifica por mí. Si me descubrirían, me ejecutarían inmediatamente. En cambio, mi madre proclama a voz en

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grito la posesión del libro. No hay nada más que decir, y todos lo saben. La magia está penada con la muerte. Suelto la azada y me preparo a correr hacia mi madre. Derribaré a los soldados, nos subiremos a los caballos y huiremos al desierto, donde podremos vivir en algo parecido a la libertad. Pero mi plan se ve truncado cuando uno de los halfings me golpea a traición en el estómago, haciéndome perder el resuello. - ¡Quédate quieto, imbécil! Tu madre se está sacrificando por ti. Si vas allí, os matarán a los dos. Estoy dividido en dos. Una parte de mi entiende lo que dice mi compañero, la otra sólo quiere salvar a mi madre. Al final no tengo que decidir, ya lo hace la espada por mí. Viendo el cadáver de mi madre desplomarse, caigo en la cuenta de que nunca había estado tan solo en mi vida. El capataz me señala y los soldados caminan hacia mí, pasando indiferentemente junto al cuerpo inerte de mi madre. No entiendo lo que dicen, estoy mareado e impresionado ¿Que me llevan a dónde? ¿Sólo a los esclavos humanos? No entiendo nada… Pero no me paro a preguntar, claro. Mi libro de hechizos termina en la hoguera, arrojado por uno de los soldados, como si fuera un mero trozo de madera. Me atan a un caballo y me dan mi esterilla… Mi esterilla. Así encontraron el libro. Fueron a recoger mi esterilla. De repente, mi madre se levanta. Por un instante, me lleno de alegría, hasta que entiendo lo que ha ocurrido, es un Caído más. Desde que Izrador selló este plano de existencia, las almas de los muertos no pueden marcharse, por lo que se quedan en el cuerpo del muerto, animándolo con una grotesca imitación de vida. No pueden hablar y no conservan ningún recuerdo, son sólo la carcasa de una vida. Se mueven erráticamente y gimen dolorosamente. No es mi madre. No es mi madre. No es mi madre… El soldado que conserva el yelmo hunde su espada en la cabeza del cadáver reanimado sin ni siquiera inmutarse, logrando que se desplome otra vez, esta vez para no volver. Luego me mira y, riéndose, le corta las piernas. - ¡Así tendremos comida para la vuelta! Y se ríe sádicamente. Se quita el yelmo y compruebo que es un orco enorme y de piel más oscura que lo normal. He oído hablar de los orcos negros, orcos creados por Izrador para la lucha sin cuartel, que disfrutan sexualmente con la batalla. Se acerca a mí y me da las piernas sangrantes de mi madre. Me obliga a llevarlas, supongo que para divertirse conmigo. Después de eso, se suben a sus caballos y se van por donde han venido, arrastrándome tras de sí. El viaje dura tres días. Tres días a pie, siguiendo el ritmo de los caballos bajo el sol abrasador del desierto. Me obligan a cocinar la carne de mi madre y, por supuesto, a comérmela luego. Curiosamente, no siento nada. Me siento flotar al lado de mi cuerpo, como si todo eso le ocurriera a otra persona y yo sólo lo observara, interesado.

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Al final del segundo día, vemos Alvedara, la capital del reino de Eredane. Se levanta imponente ante nosotros, a ambos lados del río Eren. Nunca antes lo había visto, pero había oído hablar de la ciudad. Fue la capital del gran Imperio Sarco durante más de 2000 años, hasta que, hace 99 años, Izrador la tomó. La Gran Guerra duró más, pero la toma de esta ciudad se consideró el fin de la misma. Como tal, es un símbolo de la victoria para los orcos, por lo que se convirtió en el asentamiento principal de Jahzir, uno de los temidos cuatro Reyes Oscuros. Izrador no existe físicamente en nuestro mundo, por lo que necesita de algunos avatares que lleven a cabo sus demandas. Son los llamados Reyes Oscuros, seres tan corruptos que el dios Izrador los ha consumido hasta el punto de que los puede controlar como si fueran extensiones de su cuerpo. Llegamos a Alvedara al caer la noche del tercer día. Cuando nos vamos acercando, veo mucho mejor la ciudad. En el mismo centro de la ciudad, como pilares del puente doble que atraviesa el río, hay dos inmensas Torres Gemelas. Según me contó mi madre, fueron construidas por los enanos, como regalo hace más de 1000 años al Emperador Sarco, por su ayuda en la lucha contra Izrador. Eran blancas y resplandecían bajo la luz del día, pero el hollín, la sangre y las inmundicias han hecho que ahora sea casi totalmente negras. Irónicamente, un regalo que simboliza la lucha contra el Dios Oscuro, constituye el alojamiento principal del Rey Oscuro Jahzir. Entramos por la puerta principal de la amurallada ciudad y me llevan por unas calles repletas de gente, casi todos orcos. Hay jaulas de madera y hierro con ruedas, completamente llenas de humanos esclavizados, esperando una suerte incierta. Los gritos, los llantos, el hedor a muerte y putrefacción… Hace mucho tiempo que nadie se preocupa de verdad por esta ciudad, ahora sólo queda unas calles sinuosas, un asfalto resquebrajado, unos edificios casi en ruinas y, por supuesto, las dos Torres Gemelas, que son lo único que se alza sin problemas. Los soldados me llevan a una sala atestada de gente asustada. Me desatan del caballo y dan el extremo libre de la soga a un capataz orco, que me mira con desdén. Se van, charlando alegremente, como si su trabajo no tuviera mayor interés. Mientras, el capataz, sin dirigirme la palabra, me ata a una de las personas de la habitación y en ese momento me doy cuenta. Hay tanta gente que no lo parece a simple vista, pero forman una larga y sinuosa fila, que desemboca en la puerta del fondo. La espera se me hace eterna y comienzo a observar mis compañeros de destino. Hay humanos de todo Eredane. Hay muchos nordeños, altos, fuertes y de piel clara. Todos ellos con la cabeza rapada en señal de vergüenza por haber perdido la Gran Guerra. También veo a mi alrededor algunos sarcos, mucho más bajos, ágiles y con la piel color aceituna. Por último, hay muchos ercenses que, como yo, somos el resultado de miles de años de uniones entre las dos razas anteriores. Veo una mujer completamente pálida, con la cara paralizada en una mueca de horror. Está agarrada a un brazo delgado, parece de un niño, pero no lo puedo comprobar, ya que el brazo no está unido a ningún cuerpo. A la izquierda tengo un hombre al que, evidentemente, han golpeado brutalmente. Tiene media cara destrozada, incluso la mandíbula inferior le cuelga y un globo ocular ha reventado dentro de su cuenca. No sé cómo se tiene en pie, pero no emite una queja. Tres personas delante de mí puedo ver una pareja arrodillada, besándose. Cuando Álvaro Loman Noviembre 2008

me fijo mejor en ellos, compruebo que se han ahorcado con las cuerdas que les sujetan. Al menos han muerto juntos… No sé cuánto tiempo estoy en la sala, andando con pasos cortos, con la lengua hinchada por la falta de agua y aguantando el hedor a sudor y sangre que inunda la sala. Pero al final, llego al fondo. Hay instalada una pequeña mesa donde un soldado toma notas y otros dos soldados desatan a los esclavos y los seleccionan. El que está sentado decide si van a la izquierda, a una de las jaulas con ruedas, o a la derecha, a un burdel. Delante de mí hay una madre y una hija. La hija es demasiado joven para la jaula, por lo que la dirigen al burdel, separándola de su madre. Esta se niega a la separación, agarrando a la niña, de apenas 12 años, que llora desconsolada. Los soldados no tienen paciencia para separarlas, así que uno de ellos le corta el brazo a la madre y otro le cauteriza el muñón con una antorcha. La niña desaparece en el interior del prostíbulo, arrastrada por un orco, mientras la madre se desmaya y es lanzada sin piedad a la jaula. Llega mi turno y, sin pensarlo, me lanzan a una de las jaulas. Soy uno de los últimos en entrar, por lo que esperan a que entren un par de esclavos más y cierran la puerta, que consta únicamente de dos barrotes metálicos que pueden deslizarse por la parte superior, dejando espacio para que salgan los esclavos uno a uno. Estamos unas veinticinco personas hacinadas en un espacio preparado para quince, pero nadie se queja en voz alta, por miedo a las represalias. Al ser uno de los últimos, consigo quedarme junto a los barrotes, donde puedo respirar un poco de aire limpio. Un troll tira de la jaula por las calles, azuzado por los látigos de los orcos. Se dirige hacia las Torres Gemelas. Todavía no sé para qué me llevan allí… Por el camino, un hombre que está a mi lado grita a los guardias que no puede respirar, que tienen que sacar gente de la jaula. El soldado que custodia la jaula me mira, creyendo que fui yo el que habló. - ¿Te cuesta respirar? - No, no, lo dijo él, no fui yo. – Señalo al hombre, que se calla para salvar la vida. - No te preocupes, yo te ayudo a respirar. El soldado desenvaina su espada y me atraviesa el pecho. - Ya está, así respirarás mejor. Mi boca se llena de sangre, oigo gritos a mis espaldas. Pienso que probablemente la espada me atravesó y dio a alguien más. Lo curioso es que me preocupa más esa persona que mi propio destino. Siento frío en el cuerpo, me convulsiono… Muero. Bienvenido al mundo en sombras del continente de Aryth. Bienvenido a Midnight.

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