MARIONETA Violeta Tapia Radich Concertados los astros, dispusieron nuestro primer encuentro para una quieta noche de agosto. Su estampa, viril y dorada, provocó en mis sentidos el estallido de mil carillones y en el cielo, la huida de todas las estrellas, desvaneciendo por un instante el universo. Atrapada en el magnetismo de su embrujo, inadvertidamente sentí distenderse mis músculos y detenerse la carrera de la sangre por mis venas. Así, desprovista de conciencia, me prosterné a sus plantas consintiéndole atar mis articulaciones con los hilos que colgaban desde sus dedos. Mis ojos miraron hacia lo alto y allí, pude distinguir sus manos fuertes accionando las cuerdas con destreza galante, jugando conmigo, con su marioneta. Hechizada con su postura resuelta, aprendí, a medida que me iba enseñando, a reír, a llorar, a discurrir según sus deleites dentro del círculo que trazó en el suelo, delimitando mis pasos en torno a su efigie dorada. Con estricto respeto a las fronteras por él señaladas, flotaba yo succionando sus olores, su omniscia y su poder, repitiendo, devota, las palabras que reverenciaban su identidad. Émulo de Dios, omnipotente y poderoso, dispuso estratégicamente, algunos obstáculos en la circunferencia jalonada con su silueta altiva, ordenándome salvarlos limpiamente. Y yo, lograba vencerlos cada vez con mayor diligencia a sabiendas que lo conseguía gracias a su poder, no al mío. Aunque, algunas veces, liberada por un instante de tan hipnótica seducción, yo reunía trabajosamente los trozos de mi inteligencia, desperdigada en el caos de mi mente, para preguntarme con qué clase sortilegio consiguió desmembrar mi temperamento, mis historias, mis sueños. Pero, las preguntas sólo le estaban permitidas a él. Las respuestas, también y yo lo admitía sin rezongar. No en vano le pertenecía. Un día cualquiera, desautorizando disposiciones siderales, hastiado de su muñeco asaz sumiso y esclavizado, atravesó el círculo trazado en el suelo y, con parsimonia, destrabó los hilos de sus dedos para dejarme caer violentamente a la tierra. Caprichoso, como el legendario César, cambió de parecer demostrándome su supremacía por enésima vez y, con una sola mano, recogió todas las cuerdas izándome por mis piernas y brazos, hasta más arriba de su cabeza dorada. Puso a girar mi cuerpo desarticulado por el espacio, más de cien veces y me arrojó lejos de él asegurándose, eso sí, que mis restos sucumbiesen en un sucio basural. Espantadas huyeron las moscas abandonando la rumorosa asamblea que celebraban gozosas; los cerdos, congregados allí, hozaron en protesta a la impertinencia y los buitres, codiciosos, esbozaron la esperanza de una cena imprevista. Acechada por una hilera de hormigas negras que, golosas se relamían con el brillo de mi llanto acre, mi corazón se abrió hecho jirones y la sangre, desprendida del alma herida, reventó en mis poros. En la agonía, presentí la proximidad de mi mentor contemplando altanero el espectáculo de sangre, dolor, insectos, animales y lamentos. Más tarde, lo oí marcharse sin prisas y, en el momento en que empezaba a desmayar, escuché claramente su sentencia final, articulada con acento soberbio. -Nunca me olvidarás. Yo no lo permitiré. No tuvo que caminar mucho el arrogante ídolo desprendido del Olimpo. Displicente, se detuvo en una esquina y escogió un nuevo juguete, uno que, cautivado con su silueta viril y dorada, se inclinó obsecuente permitiéndole atar hombros, cintura, boca, alma y pies, con los hilos que colgaban desde sus dedos poderosos. Divertido él, accionó las
cuerdas con graciosa habilidad, gobernando y tiranizando, caprichoso. Su nueva marioneta obedece, lo complace jugueteando mimosa: ríe, canta y sólo se inquieta cuando descubre una línea de hastío en su frente lisa. Presiente que ésa es una señal peligrosa y hasta letal. Entonces, lo acaricia, pestañea intermitentemente, se convulsiona y le ofrece generosamente el sexo. Surte efecto. Se anima ella contenta de pertenecerle. Sonríe pálidamente, él. Henchido el pecho de arrogancia, fulmina el cielo hasta despedazarlo y le conmina a Dios cederle el mando al discípulo que lo superó. Dios sólo lo observa mientras él, embelesado, imagina voces multitudinarias coreando loas y ovacionándolo, ceñida la corona suprema sobre su cabeza dorada, olvidado del títere que yace inerte desarticulado e insepulto, en un lejano basural. Revoloteando cerca de mi piel, creí por un momento, escuchar el rumor de un aliento. Quise avisarle, estoy aquí, pero, sólo obtuve por respuesta el dolor de mi suspiro atravesándome el alma llagada. Preferí permanecer quieta, aguardando a que ese hálito de vida por fin se extinguiera aplastado por la muerte. Pero, tampoco me estaba permitido elegir. Ese fragmento de vida que se agitaba cerca de mí, me pidió defenderla pero yo ignoraba cómo hacerlo sin las indicaciones de mi mentor ausente. Recordándolo, viril y dorado, lo llamé diez veces pidiéndole a gritos remediar mi estropicio, pero renuncié al comprender que mis clamores no cabían en sus oídos ahítos de alabanzas, entonadas por su nueva marioneta. Hundida en el vacío, invoqué a Dios pero, mis lamentos sólo rebotaron en mis escombros. El desamparo y el olvido amenazaban con debilitarme un poco más a cada momento y, cuando creí desfallecer definitivamente, leves latidos me obligaron a reaccionar utilizando todo el poderío de mujer que podía reunir. Traté de incorporarme. Caí desplomada cada vez que hice el intento de ponerme de pie. Los insistentes relumbrones que me enseñaban mi ruina, servían de estímulo, hasta que al fin pude levantarme. Desde ese momento, minutos, medias horas, horas enteras, meses y más meses, de trabajos forzados. Minutos y semanas, de fracasos sucesivos. Llantos fríos, llantos ardientes; maldiciones. Por mandato del dorado se filtraban en mi cabeza, sin piedad, recuerdos fugaces protagonizados por su silueta altanera, desbaratando mis progresos, atrasando la obra que pretendía restaurar. No en vano me advirtió: -Nunca me olvidarás. Yo no lo permitiré. Empecé a renacer un día cualquiera, aún herida, aunque sólida. Empezaba a resucitar de entre los deshechos prescindiendo de los decretos del ídolo de barro. Surcada el alma de improntas visibles y ocultas, comencé a determinar el minuto exacto en que amanecería cada una de mis mañanas, y a escoger la primera estrella que habría de brillar en la noche en mi cielo. Con pasos vacilantes, aún herida, aunque madura, me atreví por fin mezclarme entre la muchedumbre. Me uní a los que caminaban erguidos luciendo el espíritu saludable. Caminé entre marionetas articuladas por titiriteros habilidosos y, cuando descubrí a una de ellas yaciendo plañidera en un inmundo basural, invoqué la sentencia postrera del dorado y me hice la promesa de no olvidarlo nunca.
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