Mario - Testigo

  • October 2019
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  • Words: 732
  • Pages: 2
Primer premio Concurso de Cuentos de la Intendencia Municipal de Salto, 1992. TESTIGO Vi todo desde el primer día, desde mi rincón. La puerta que se abrió la tarde del viento, cuando la Josefina y la Gladys no estaban. Entró, me miró y nos reconocimos. Comprendí que ella era una de las nuestras. Enseguida percibí el tenue dulzor de la venganza. La vi sacar el paquete, arrimar la silla y dejar aquel dibujo color vidrio. Con mis tres ojos distinguí el efluvio que manaba, el que quedó reverberando amarillento en la penumbra de la pieza después que se hubo ido. Al anochecer entró la Gladys con su cría. La vi acostarse y dormirse enseguida, tan ignorante de la autoridad que se le impondría como de mi presencia. Me acerqué tanto a ella que pude sentir su calor subiendo en volutas de aire quieto, tan semejante al de una candela. Así pude observar cómo el poder la poseía poco a poco, penetrándola por todo su cuerpo. Fue sorbiéndolo lentamente, sin premura. Su cría, quizás más sensible se despertó llorando. Entonces la Josefina, que esa noche no trabajaba, se lo llevó. Satisfecha volví a subir y me escondí nuevamente en mi rincón. La primera en notarlo fue la Josefina. Escuchó a su hija quejarse mientras dormía. Se levantó muchas veces aquella noche. Ponía su mano en la frente, la tapaba nuevamente y se iba a su cama con su cara compungida. Al día siguiente la Gladys ya estaba atrapada. Pude ver su mareo al levantarse, el temblor de su cuerpo, la postración. Así días y días. Por las noches el efluvio descendía nuevamente igual que la niebla que humedece las calles y la tomaba un poco más. Yo descendía también, intrigadísima de ver cómo ese poder tan parecido al nuestro opera entre ellos. Todas las noches pendía tan cerca del cuerpo conquistado que casi podía tocar el calor que emitía, cada vez más húmedo, frío y vacilante. A veces, igual que mis polillas, después de la sorpresa inicial, el debate. Los llantos, el decaimiento, el olor a amoníaco, el ansia de la entrega final. Yo me estremecía entonces de placer contemplando el drama de vida y muerte que se desarrollaba allá abajo, sobre el colchón. Dejé escapar muchas oportunidades por no perderme el desarrollo de los acontecimientos. Por las mañanas, bien temprano, subía a ocultarme en mi rincón. La Gladys no se ocupaba de su cría desde hacía muchos días. La fuerza de mi hermana era inconmensurable y al mismo tiempo intangible, sutil. Había tejido su red en torno a la Gladys y la poseía. Desde su cueva manejaba los hilos de la vida sorbiendo el jugo vital. Por fin la Josefina comenzó a sospecharlo. Lo notaba en su cara, cada vez más compungida, en sus pasos cada vez más cortos y temerosos, en su pelo gris. Tomaba la húmeda mano de la Gladys y pasaba largos minutos sumergida en un silencio revelador. La desesperación comenzó a pintarse en su rostro. Sin embargo pronto sufrí mi desilusión. Mi hija, que iba prendida en el pelo de la Josefina, cruzó con ella el pueblo. Entró en la covacha escondida por rudas y cedrones y le mostró a la vieja desgraciada una blusa de la Gladys. La vieja enseguida percibió el poder de nuestra hermana. Le dijo a la Josefina que buscara dentro del mismo cuarto arriba de madera. Que la destinataria no era la Gladys sino ella misma, la Josefina (se habían cambiado de cuarto). Que destruyera el signo. Que la Gladys lloraría mucho pero que

finalmente podría escapar. La Josefina volvió hecha una loca. La vi buscar debajo de la cama, dentro de los cajones. Escrutó los oscuros rincones del techo y casi me adivina con sus ojos de alucinación. Por fin arrimó una silla, la misma que había usado nuestra hermana y encontró la cruz, que se había ido derritiendo con la humedad. La destruyó llena de odio y congoja, pidiendo entre dientes ayuda a El Enemigo. Después lavó con agua y jabón. Y sacudió tanto todo y empleó con tanta furia la escoba que casi me desaloja de mi hundido rincón. La Gladys lloró hasta bien entrada la noche. A la mañana siguiente se recostó, pidió algo de comer y le sonrió a su cría. Observé la huida con cierta desapasionada decepción. A veces también a mi se me escapa una mosca.

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