Los Sucesos De Las Pedreras

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LLO OS SS SU UC CE ES SO OS SD DE E LLA AS SP PE ED DR RE ER RA AS S Aunque precedieron tres años a mi nacimiento, la importancia que tuvieron, incluso en el plano nacional, estos sucesos, su gravedad por el número de víctimas que dejaron como saldo trágico, -entre muertos, heridos y encarcelados-, y sus consecuencias de orden sentimental y episódico, en el seno de mi familia, hicieron que lo registrase en la memoria, con toda la fuerza de lo realmente vivido. Mi madre, soltera aún, vivía con mis abuelos en la casa que estos poseían en la calle del Teatro, precisamente enfrente de la farmacia y residencia familiar del entonces alcalde don Juan Bautista Fariñas, cuya entrada principal se abría a la calle del Alba. Por estas circunstancias, mi madre fue testigo, desde una de las ventanas de sus habitaciones, de los sangrientos incidentes que el nueve de octubre de mil novecientos dos, se produjeron, en el cerrado marzo de la calle del Teatro limitado por las del Alba y la Aurora. El recuerdo de los intentos, por grupos enardecidos a consecuencia de la brutal e injusta agresión de que fueron víctimas, de asalto e incendio del negocio y residencia del señor Fariñas, la dureza de la represión por parte de las fuerzas del Ejército, los terribles momentos de angustia vividos por doña Cecilia, esposa del señor Fariñas, todo ello lo oí relatar, en mi infancia, hasta en sus más mínimos detalles, por mi madre, poseedora de una memoria envidiable. Por su parte, mi padre fue acusado de ser uno de los instigadores de los actos de protesta y rebeldía que culminaron en aquellos trágicos sucesos, acusación que le costó, tal vez por primera vez, el encarcelamiento, iniciando así una cadena de detenciones, procesos, condena de prisión y destierro, amén de los atentados físicos que ilustraron el acontecer de su juventud. De esos episodios de su vida, se ocupó una prestigiada Guillermo Sánchez revista madrileña, la que junto a una fotografía de Cabeza mi padre, publicó la siguiente nota:

“Los sucesos de La Línea.- Por el deber de compañerismo movidos, inspirados por el espíritu de fraternidad ante la justicia, que siempre ha sido nuestro norte, dedicamos hoy una de nuestras páginas para honrarnos amparando una reputación contra los torpes manejos del caciquismo. Con motivo de las sangrientas asonadas de La Línea, ha satisfecho una autoridad un deseo, engendrado por la amargura de alguna derrota sufrida en francas lides, denunciando como cabecilla y espíritu de las masa perturbadoras al popular y dignísimo periodista don Guillermo Sánchez Cabeza, joven muy querido por su inagotable tesoro de caridad y por sus cristianas ideas de orden y justicia. El señor Sánchez Cabeza, cuyo retrato publicamos con estas líneas, probó harto difícilmente su inocencia y merced a la protección de importantes elementos de la Villa, fue puesto en libertad a los tres días. 1

Esto revela que todo obedeció a un móvil torcido, cuando el Comandante General del Campo de Gibraltar ha protestado de la denuncia y el dignísimo Juez militar ha resuelto favorablemente el problema, que ha de haber arrojado algún indicio en contra de tan injustamente acusado, hubiese originado durísimo castigo. Valgan las precedentes palabras como un clamor de protesta contra la impunidad de ciertas calumnias, que lanza esta redacción asociándose incondicionalmente a todos los que luchan por el triunfo de una causa justa.”

Si aquellos recuerdos de mi infancia no me traicionan y las escasas informaciones de prensa de los días en que ocurrieron estos sucesos, que ha podido reunir, contribuyen a darnos algo de luz sobre el asunto, todo empezó así: En la calle de San Felipe del viejo barrio de “Los Portugueses”, funcionaba bajo la denominación del “Centro Obrero de Oficios Varios”, una sociedad que, como su nombre indica, agrupaba a diversas secciones de trabajadores pertenecientes a actividades, perfectamente definidas, del trabajo asalariado. Llamado por las autoridades “Centro Anarquista”, sin duda alguna por la rotunda influencia ejercida en las actividades del mismo, por la poderosa mayoría de militantes de aquella ideología social, llegó a ser una organización seriamente temida por las autoridades locales, las cuales la consideraban una amenaza para la paz y el orden social, esa paz y orden social tan manoseada siempre por quienes, desde sus mas o menos cómodos puestos de mando o supuesto gobierno, propician el desorden y quebrantan la paz, con sus actos arbitrarios, sus disposiciones injustas y su decidida protección a intereses bastardos. La autoridad local –algunas informaciones atribuyen la decisión al Comandante militar de la plaza y otras al Alcalde de la entonces villa, don Juan Bautista Fariñas Martín- estimando, sin haber logrado precisar sus razones, había llegado el momento de poner coto a las actividades que ellos calificaban de disolventes y, por tanto, de peligrosas, del mencionado Centro Obrero, el cual agrupaba aproximadamente a Juan Bautista Fariñas unos seis mil trabajadores, ordenó, en un acto Martín impolítico, absolutamente irreflexivo, la clausura de sus locales. Tal medida provocó la indignación de los trabajadores, sólidamente adoctrinados en las mas radicales teorías de la época, en unos días en que legiones de trabajadores y campesinos de este rincón de nuestra amada y sufrida Andalucía, estaban en pié de lucha en demanda de legítimas reivindicaciones o eran objeto de brutales persecuciones por parte de las clases dominantes y de sus esbirros. Para protestar contra la absurda decisión y pedir la reapertura de su Centro, los dirigentes de este solicitaron permiso de la autoridad respectiva, a fin de celebrar una asamblea en la Plaza de Toros el día nueve de octubre de mil novecientos dos. La autoridad negó el permiso; los dirigentes obreros, espoleados por la indignación que iba trocándose 2

en ira irrefrenable en el ánimo de los más exaltados, decidieron celebrar la gran reunión que habían proyectado en los terrenos de “Las Pedreras. Allá acudieron, para estar presentes a la hora señalada, varios millares de enardecidos trabajadores, en instantes en que La Línea vivía momentos de angustiosa tensión. El comercio había cerrado sus puertas; en miles de hogares la duda, el desasosiego, el temor, se enseñoreaba de los espíritus. Las autoridades quisieron impedir la reunión a toda costa y enviaron fuerzas de la Guardia Civil para disolver a los congregados en “Las Pedreras”. La invitación –la intimidación, para ser mas preciso en el relato-, fue desconocida por los organizadores de la asamblea, firmemente apoyados por los miles de sus seguidores. La acción de la fuerza pública no se hizo esperar. Una primera descarga al aire, como conminatoria advertencia, a la que algunos exaltados contestaron con unas piedras, únicos proyectiles que tenían a mano. Los siguientes disparos de la Guardia Civil ya no fueron al aire; sangre trabajadora empezó a teñir el pedregal. Los obreros no se amilanaron, atacaron a la fuerza pública con cuanto tenían a su alcance, palos piedras, algún que otro revolver. Y la Guardia Civil, obligada por la decisión y el número de sus atacantes, se vio forzada a replegarse hacia la ciudad. Las masas encolerizadas irrumpieron en el casco urbano y divididos en grupos se dirigieron a atacar, simultáneamente, edificios públicos y en especial la casa del Sr. Fariñas, al que hacían responsable de los sucedido. Según parece, fue en las cercanías de ésta, donde los sucesos alcanzaron mayor virulencia. Los más exaltados quisieron asaltar la farmacia y el domicilio del señor Fariñas. Avisados oportunamente, fuerzas del Ejército acudieron allí y actuaron sin contemplaciones, con un saldo de numerosas víctimas entre los amotinados. Y, como siempre ocurre, la historia, en muchos casos terrible y abominable falseadora de la verdad, la escribieron, al menos de momento, los vencedores. En la prensa de aquellos días quedaron, como muestra de nuestra afirmación, debidamente registradas, las informaciones oficiales. Según esas informaciones, las fuerzas del orden fueron atacadas por una multitud de cuatro o cinco mil obreros, casi todos ellos armados de pistolas y revólveres… Sin embargo, el saldo oficial de víctimas, según los propios informes de las autoridades civiles y militares, no pudo ser más elocuente: un oficial y varios números de la fuerza pública, levemente heridos con simples contusiones. Por su parte, entre los amotinados, según los propios informes oficiales, hubo cinco muertos, cuatro o cinco heridos graves y se supone que muchos más con lesiones menos graves que prefirieron ser atendidos en sus hogares a exponerse a ser detenidos y procesados si acudían a curarse a la Casa de Socorro.

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Desde luego, aquella jornada del nueve de octubre de mil novecientos dos, fue triste, desgarradora, sangrienta. Una jornada que demostró, otra vez más, la admirable verticalidad de aquellos hombres, forjadores de este pueblo nuestro siempre alineado en las filas de quienes, por encima de todo, al precio que sea, anhelan figurar en la vanguardia de la lucha por un mundo mejor, por ese mundo con el que sueña toda la humanidad avanzada y progresiva. Culminando aquella azarosa jornada, también probó nuestro pueblo su espiritualidad, su sentido romántico de la vida. Todavía en la madrugada siguiente a aquel día luctuoso, intentaron rescatar, sacándolos del cementerio donde habrían de ser inhumados horas después, los restos de los compañeros inmolados. La acción de las fuerzas de caballería, prevenidas, lo impidió y con ello el que se pudiese rendir un póstumo homenaje popular a las víctimas de los sangrientos sucesos, que quedaron inscritos en los anales de La Línea como “Los sucesos de las Pedreras”. De las víctimas de aquel infausto nueve de octubre, sólo conozco un nombre. El de Ernesto Álvarez. Lo tomo de un trabajo de Antonio Cruz, quien al mencionarlo en su narración, le dedica estas palabras: “Era considerado como un obrero culto e inteligente, acérrimo defensor de la causa obreras, un militante honrado, sacrificado en aras de su ardiente esperanza de un mañana mejor, de una sociedad más justa y más humana”. Cerrando esta parte del presente capítulo, creo oportuno transcribir la apostilla que a estos sucesos puso “El Liberal”, de Madrid, en su número del día 11 de octubre de1902, que nos ilustra un poco sobre la España de aquellos días:

“El Día de Ayer. Lo de La Línea.- Como era natural, el Gobierno no mostró ayer gran preocupación por los sangrientos sucesos desarrollados anteayer en La Línea. Los telegramas enviados por aquellas autoridades, y que evidenciaban la importancia de los sucesos, fueron llevados por el señor Moret al Jefe de Gobierno, quien, seguramente recordaría aquellas bienandanzas obreras de que el día anterior había hablado el Rey. Inútil es decir que las medidas adoptadas ayer por el Gobierno fueron las de siempre en casos análogos: Telegrafiar a las autoridades para que castiguen con todo rigor y sin contemplaciones. Declarado ya el estado de guerra en aquella región y ordenado el más severo castigo de los que han alborotado y de los que alboroten, se ha tranquilizado el Gobierno, suponiendo que nada nuevo ocurrirá. Con esto y con anunciar que se preocupa de la cuestión obrera, cree el Gobierno terminado su cometido”.

LA LÍNEA DE MIS RECUERDOS

Enrique Sánchez-Cabeza Earle i.h.m

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