Letras Del Pago

  • December 2019
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LETRAS DEL PAGO (primera parte) Publicó tres libros y numerosos cuentos en el diario La Nación. Fue uno de los fundadores de la Sociedad Argentina de Escritores y mantuvo una entrañable amistad con Pablo Neruda. De Boca en Boca presenta la historia desconocida del escritor nacido en Vela, contada por sus hijas. Los primeros Eandi llegaron a estas tierras mucho antes de que el Ferrocarril Sud instalara sus rieles en los lotes de Pedro Velo. Vinieron de la zona de Torino, Italia, con la primera oleada inmigratoria de fines del silo XIX. Pronto consiguieron trabajo en la estancia de los Luro, ella de ama de leche y él de puestero. Hasta que llegó el momento de contar los animales y a él lo acusaron de remarcar vacas que no correspondían. En vano juró que no había hecho tal cosa: tuvo que pedir perdón de rodillas al capataz para que lo dejaran ir con sus hijos. Así fue como Juan Domingo Eandi y Ana María Catalina Moine comenzaron a andar por un camino de tierra buscando un lugar donde construir su rancho. Cuando el tano se detuvo y empezó a cavar, su compañera lo observó silenciosa hasta que le escuchó decir “Siamo in casa”. Desde ese momento supo que no se moverían de allí. Tuvieron cuatro hijos de los cuales Federico se casó con una moza ayacuchense que había escapado del malón en una tarde, cuando alguien avisó a la familia Artiz que se acercaban los indios por lo que debieron internarse entre el maizal y escuchar cómo pasaban. Años después, cuando María Artiz ya había tenido siete hijos con Federico Eandi y uno de ellos, Héctor, le llevaba a sus hijas para entretenerla, la anciana relataba estas anécdotas. “Nuestra abuela paterna nos contaba historias duras, como que su niñera había sido una cautiva a la que le habían descarnado los pies para que no se escape”, cuenta a De Boca en Boca Laura Eandi, la hija menor del escritor. La vida en la campiña bonaerense era dura, pero los Eandi siempre se las arreglaron para sobrevivir. Federico tenía una fonda –comida y hospedaje a un precio módico- donde se daban las misas semanales ya que Doña María era muy católica. “Papá contaba que para bañarse, que era solamente cuando hacía mucho calor y se estaba molesto, había que ir al fondo del pasillo donde había un espacio armado con chapas y un tanque de agua arriba. Ese era el baño”, dice laura. En aquella María Ignacia Vela colonial de 1895 nació Héctor, uno de los hijos menores de Federico Eandi. No puede precisarse cuándo empezó a escribir, aunque su padre ya había esbozado algunos manuscritos a pluma y tinta. Debe haber sido esto lo que le dio coraje al adolescente apasionado para leerle a su familia algunas letras que había plasmado en un papel. La única que emitió sonido al respecto fue su madre: “Ahora resulta que tengo un hijo cuentero”, le dijo. Del campo a la intelectualidad. Mientras realizaba sus estudios primarios con Mesieur Rebou, Héctor Eandi escribía y pensaba en la gran ciudad. “Los cuentos de papá son, en general, todos de campo. Por lo tanto son cuentos sobre su niñez y sus recuerdos de la zona de Tandil”, comenta Laura. Tal era la afición por escribir sobre su vida en el pueblo que hizo una historia llamada Perdido en la claridad a partir de una pulpería que tenían sus tíos en una esquina en medio del campo. No sólo en las letras plasmó sus recuerdos. Violna, la otra hija del escritor, rememora los comentarios que su padre le hacía sobre su infancia en Vela. “Lo que más recuerdo es haberle oído hablar de ese maestro que sabía tanto pero ue estaba tan arrinconado por la vida,

Mesieur Rebou, que fue quien lo preparó con conocimientos muy avanzados para entrar en la Escuela Industrial, en Buenos Aires”, evoca la mayor de las Eandi. En efecto, el francés solitario que tomaba, se dormía en clases y era la burla de los alumnos, lo entrenó para que a los 17 años aprobara el examen de ingreso de la Escuela Industrial de la Nación, Otto Krause. Para solventar sus estudios, Eandi tuvo que trabajar de dependiente de almacén. Muchos años después, durante un discurso en la Biblioteca Municipal de Tandil, Eandi diría: “Soy lo que llamaría un súbdito o un vasallo de Tandil. En efecto, he nacido en un pueblo que le pertenece, que le está subordinado. Un pueblo que olvidó su nombre, su eufónico, romántico nombre de María ignacia, para designarse con el de la estación del ferrocarril: Vela. Pero los viejos conocemos el verdadero origen de nuestra prosapia, aquella antecedencia romántica. Sabemos que no somos veleros ni velenses. Somos… quién nos dirá el gentilicio, seguramente muy donoso, derivado de María Ignacia? Esperemos al poeta capaz de crearlo”.

LETRAS DEL PAGO (segunda parte) Sus abuelos llegaron al pueblo cuando aún no existía la estación de ferrocarril. Durante su infancia en Vela se inclinó por las letras y durante su vida capitalina se destacó por sus libros y relatos. Siempre prefirió escribir sobre su vida en el pueblo. Varios años después, sus hijas nos cuentan su historia. Luego de haber terminado sus estudios en la Escuela Industrial de la Nación, Otto Krause, ya radicado en la Capital, Héctor Eandi fue contratado como encargado de compra de máquinas de la Dirección General de Navegación y Puertos del ministerio de Obras Públicas de la Nación. Mientras cumplía con este cargo, en 1924, publicó su primer libro: Pétalos en el estanque. Violna, una de sus hijas, cuenta que “nos pedía a mi hermana y a mí que fuésemos indulgentes con él por ese pecado de juventud que había sido ese libro”. Años después Eandi viajó al Chaco por cuestiones de trabajo. “Como mi padre era electrotécnico del ministerio de Obras Públicas debió ir a los ríos Bermejo y Pilcomayo y pasó mucho tiempo en esa zona, entonces los cuentos de Errantes, el libro que publicó en 1926, tienen mucho que ver con el Chaco”, explica Laura, su hija menor. Justamente en esa provincia y en ese momento se encontraba Horacio Quiroga a quien Héctor Eandi le presentó sus escritos. “Ahórreselo y ahórremelo”, le respondió Quiroga aunque al tiempo lo llamó y le dijo que le interesaban mucho sus cuentos. Por ese tiempo Eandi fundó, junto a literatos como Leopoldo Lugones, la Sociedad Argentina de Escritores. Según sus hijas, “fue miembro de la comisión directiva durante bastante tiempo, lo que pasa es que nuestro padre siempre cultivó el bajo perfil. No sabemos si la iniciativa fue de Lugones o de el pero sí que desde el comienzo estuvo ahí”. El documento que lo acredita como socio fundador data de 1929. Durante esos años apareció en la vida del escritor la mujer que más tarde sería su esposa: Juana Birstok, y en 1931 nació Violna Elsa. Era la época en que Eandi mantenía una fluida correspondencia con el escritor Pablo Neruda. Tal es así que el 5 de septiembre de ese año recibió un paqueta acompañado de una carta que el chileno le enviaba desde su misión de cónsul en Indonesia. “hace mucho tiempo que mi mujer proyectaba un paquete de cosas para ustedes, yo esperaba que aquello estuviera listo para escribirle, y ahora va. Es un pijama para Violna Elsa, un abanico para la señora Eandi y una piel de serpiente para usted y un cortapapel javanés. Además una pintura de la isla de Bali para la casa de ustedes. Una encomienda angélica y demoníaca”, detalla un fragmento de la carta.

Violna y Laura revuelven el mueble en el que suponen está el pijama que aún conservan. Pese a que lo encuentras, sí ingresan a los tiempos en que su padre escribía. “Llegaba a casa de trabajar y tenía su escritorio, donde había un sillón con un atril para apoyar el libro y un sofá para dormir la siesta. En casa, si no estaba comiendo o con nosotras se encontraba en su escritorio”, dice Violna, quien pasó varios años de infancia en Córdoba, afectada por el asma. Laura, tras años menos que su hermana, tiene imágenes más presentes: “Cuando mi padre se sentaba en su escritorio y yo me iba a sentar a upa de él, utilizaba una técnica para que no le hable. Me decía que sacara la lengua y que cuando tuviera que dar vuelta la hoja mojaría su dedo en mi lengua, entonces me tenía toda la tarde con la boca abierta hasta que yo me cansaba y me iba”. La consolidación. Con su último libro, Hombres capaces, obtuvo el Segundo Premio Municipal de Literatura. En esta publicación de 1945 Eandi se dedicó enteramente a escribir sobre la campiña bonaerense. Pese a que siguió escribiendo por muchos años, el velense prefirió hacer colaboraciones en diarios como La Nación o La Capital de Rosario o en revistas literarias en lugar de seguir publicando. “Él siempre decía que no porque hubiese hecho un libro se iba a apurar a sacar otro si no estaba seguro de que valiera. Era terriblemente exigente consigo mismo”, explica Laura. Sus días continuaron entre círculos selectos y hombres de campo; ente las letras y la electromecánica; entre sus familia y sus amigos. En 1965, dos días después de cumplir los 70 años, falleció. Tiempo después la Municipalidad de Tandil le colocó su nombre a una calle. Por esos días sus hijas viajaron para observar el legado de su padre pero no llegaron hasta Vela. Fue el año pasado que Violna decidió hacer un viaje en busca de sus raíces, y con el convencimiento de un taxista tandilero se tomó el Expreso Vela del mediodía. Claro que al rato debía volverse para Tandil por lo que solamente pudo comprobar que su padre había nacido en el pueblo. “Hubiera valido la pena quedarme más rato”, asegura. Queda pendiente ese viaje en que las hermanas Eandi recorran el suelo en el que su padre jugó, soñó y aprendió. Tal vez así comprendan el encanto de observar el horizonte en medio del pasto y la dedicación de Héctor Eeandi al evocar esos momentos: “Yo vivía allá en el borde de un borde; es decir, en las orillas de un pueblo todo orillas. Si iba hacia la derecha marchaba rumbo al centro, que era orilla tres cuadras más allá; si caminaba hacia la izquierda, mis primeros pasos ya me introducían en el campo, que me esperaba solícito a las puertas de nuestra casa. Hacia un lado, allá lejos, se divisaba Sierra Alta; hacia el opuesto, se tendía ese campo nuestro, llano, despojado, vacío, ávido de contener toda la belleza de nuestro amor a la tierra es capaz de ver en el. Y por allí soplaba el viento, señor de las distancia; y la soledad no encontraba límites a su avidez de totalidad”. Fuente: De Boca en Boca, números 4 y 5. Junio y Julio de 2006.

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