La primera bala se disponía a salir del cañón de la USP. Se dirigía a unos 60 centímetros a la derecha de su cabeza. No haría falta preocuparse de esa. La segunda, disparada décimas de segundo después, apuntaba a su pierna izquierda. Giró el cuerpo tanto como pudo en aquel mínimo tiempo de reacción, con lo que el proyectil le impactó en el lateral interior de la rodilla, rasgando el pantalón que llevaba y dejando atrás un sonido metálico. Una tercera bala fue disparada, pero no le prestó importancia. El tipo que le disparaba se escondió en una esquina del callejón donde se habían metido. Él se cubrió con unas cajas metálicas de las que alguien se habría deshecho. Metió la mano en la gabardina gris que llevaba, sacó una vieja Desert Eagle y le quitó el seguro. Levantó lentamente la cabeza por encima de las cajas. No hubo ningún sonido de disparo. “Mierda”. Se levantó y echó a correr hacia la esquina por donde había desaparecido su objetivo. Aquél cabrón ni siquiera intentaba matarlo, solo quería escapar, y ya estaba a punto de dejar atrás el callejón y salir a calle abierta. No serviría de nada perseguirlo. Levantó la mano con la pistola y, sin pensárselo dos veces, disparó. La bala cruzó el aire y se le incrustó en el pie derecho, produciéndole un enorme dolor. Mientra él le volvía a poner el seguro y guardaba el arma, el tipo al que había disparado gritaba de dolor echado en el suelo sobre un charco de sangre que envolvía la mitad de su pierna. Se acercó lentamente a él, lo cogió por la parte superior de la chaqueta y lo arrastró hasta la cabina de comunicación más cercana, unos 150 metros, dejando un rastro de sangre y gritos. Al llegar frente a la cabina lo dejó caer a su suerte, con lo que se golpeó la cabeza contra el suelo, pero eso no le importaba, el dolor se le había acumulado irremediablemente en el pie derecho. Dejó de prestarle atención a los gritos que le maldecían y puso la mano abierta sobre el lector de huellas. A los pocos segundos, la pantalla que le pedía que esperase se quedó negra y una voz femenina le respondió. – Leoh Dómine? – Sí, ya lo tengo. Cuando queráis os lo podéis llevar. No creo que corra mucho. – El dinero... – Donde siempre. Separó la mano y comenzó a andar calle arriba. Se esperó en un pequeño escaparate de cristal, mirando a quien le había estado disparando pocos minutos antes. Tirado en el suelo, sangrando, y cogiéndose el pie no parecía tan peligroso como insinuaba su orden de captura. Apenas un minuto después llegó un vehículo negro del que bajaron dos personas, un hombre y una mujer. El hombre cogió el maltrecho cuerpo de modo similar al de hacía un momento. La mujer se quedó mirando al extraño hombre de gabardina gris mientras su compañero cerraba la puerta trasera del vehículo. Volvieron a subir y se marcharon.