La Vida De Una Vaca

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La vida de una vaca

Crónicas Planeta / Seix Barral

Juan Pablo Meneses La vida de una vaca

Meneses, Juan Pablo La vida de una vaca.- 1ª ed. – Buenos Aires : Planeta, 2008. 240 p. ; 23x15 cm. ISBN 978-950-49-1845-5 1. Crónicas I. Título CDD 070.4

A Carolina Diseño de cubierta: Departamento de Arte de Editorial Planeta Diseño de interiores: Orestes Pantelides © 2008, Juan Pablo Meneses c/o Guillermo Schavelzon & Asoc. Agencia Literaria [email protected]

Derechos exclusivos de edición en castellano reservados para Latinoamérica ©2008, Grupo Editorial Planeta SAIC ©2008, Emecé Editores S.A. / Seix Barral Independencia 1668, C1100ABQ, Buenos Aires www.editorialplaneta.com.ar 1ª edición: marzo de 2008 ISBN 978-950-49-1845-5 Impreso en Printing Books, Mario Bravo 835, Avellaneda, en el mes de febrero de 2008. Hecho el depósito que prevé la ley 11.723 Impreso en la Argentina

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

«Los conejos, que en su vida habían visto una vaca, las miraban con asombro». ROBERTO BOLAÑO, El gaucho insufrible

Abre paréntesis

En esta historia todos los nombres de personas son reales. Los hechos también lo son, aunque a veces lo parezcan menos.

En este instante millones de vacas pastan en el mundo entero, bandejas con trozos de carne congelada van y vienen entre ciudades, países y continentes; los números del consumo saltan y bailan y giran entre cuentas bancarias conectadas entre sí; la producción no se detiene ante nada, no importa la hora ni la época del año ni el lugar del mundo. Hay vacas que están por parir, y terneros que están siendo destetados o marcados o castrados o vendidos o inyectados. Por las carreteras están transitando camiones cargando vacas, vaquillonas, terneros, novillos y toros, con destino a mercados grandes y chicos, donde saldrán a la venta en las próximas horas. Hay rematadores que están comenzando a golpear el martillo y consignatarios que acaban de adquirir una nueva partida de animales. En los frigoríficos y mataderos los ganados entran vivos y mueren antes de ser colgados en ganchos, donde irán perdiendo, lentamente y a cuchillo, las distintas partes de su masa muscular. En algún lugar hay un niño que está comiendo el primer pedazo de carne de su vida, y en otro un viejo que la mastica por última vez. En este instante hay restaurantes de carne donde los clientes revisan la carta, antes de pedir un corte jugoso, a punto o bien cocido. Y hay funcionarios públicos revisando las cifras del mercado de la carne, y organizaciones de la salud donde se estudian los efectos del consumo cárnico. Hay una madre que sale de casa, con dirección al supermercado, donde comprará los tres bifes para la comida de esta noche. Los carniceros afilan cuchillos y en las agrupaciones naturistas se analiza la próxima acción para promover

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una vida vegetariana. En este instante hay galpones con bovinos que se alimentan en pequeños cubículos, por medio de tubos donde transitan los químicos que las harán engordar a buen ritmo, y también hay estancias, tan amplias como miles de canchas de fútbol, donde el ganado pasta libremente por días enteros. Hay moledoras que trituran cortes de carne que luego serán nuevas hamburguesas, para alguno de esos millones de locales de comida rápida donde en este mismo instante hay una larga fila en espera de hacer, cada uno, su propio pedido. Hay equipos de científicos analizando nuevas fórmulas para generar vacunos genéticamente perfectos. Hay pequeños ganaderos a punto de irse a la ruina, y grandes grupos económicos afilando los dientes para tragarse una nueva víctima. Hay carnicerías con jugosas ofertas, y hay un asador que prepara el fuego antes de lanzar los cortes a la parrilla. Hay vacunos que están siendo peinados para salir a competir en un concurso de belleza animal, y hay agricultores implorando que llueva, porque la lluvia es parte fundamental del negocio y de esta historia. En estos instantes hay lugares del mundo donde la vaca es sagrada, y hay sitios donde el ganado y los bifes de carne apenas se ven. Hay ciudades donde el kilo de lomo cuesta más caro que un teléfono celular, y países donde la gente está dispuesta a matarse por una pierna de ternera. Hay científicos calculando el impacto ambiental de los gases que sueltan los vacunos, y expertos que aseguran que por las vacas es que crece tanto el calentamiento global de la tierra. Todo ocurre en este instante, tal como pasó ayer y sucederá mañana. Porque el consumo de carne es el más exitoso de los consumos: no se detiene ante nada y crece junto al aumento de población mundial. Esa misma población que alguna vez comía sólo verduras y que con el tiempo, y por el desarrollo, se transformó en una especie absolutamente carnívora. Cuando me compré una vaca, una ternera recién nacida, intenté abrir un paréntesis en aquella desenfrenada carrera por comer animales. Una pequeña pausa que ha tenido lugar en la Argentina, uno de los países con la carne más famosa del mundo y donde las vacas y el kilo de asado son considerados parte de la soberanía nacional. Hace más de tres años que me compré el animal, una ternera negra con pocas semanas de vida. La idea, desde un comienzo, fue seguir su desarrollo desde

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que nace hasta que llega al plato. Y de paso tratar de entender un país donde, más que en ningún otro, el consumo de carne representa algo que se dice simple: una parte fundamental de la vida diaria. En estos más de tres años vi nacer, enfermarse y morir diferentes tipos de vacunos. Estuve en remates pequeños y en la más importante subasta ganadera del país. Conocí empresarios agresivos que han hecho fortunas entre frigoríficos y mataderos, y estuve en un canal de televisión donde los bovinos tienen su propio noticiero. Conocí a pequeños y medianos productores, algunos arruinados de la noche a la mañana y otros que se han salvado milagrosamente de la quiebra. Estuve en lugares donde se hacen asados masivos, con grandes fogatas callejeras en las que se van dorando los animales y el asado es para todos. Leí en los principales diarios cientos de titulares de primera página alarmados por el precio de la carne, y seguí la disputa eterna entre el gobierno y los ganaderos por el futuro del animal más emblemático del país. Vi cómo el Ejercito argentino sacaba sus propias vacas a la calle, para detener la falta de carne, y seguí la extraña y aguerrida batalla por el derecho nacional a un kilo de asado barato. Conocí gente que hace mucho dinero con las vacas, y estuve en ciudades que fueron abandonadas por la industria ganadera y en cuyas calles ahora apenas reinan perros y gatos. Publiqué en diferentes revistas y diarios la historia de mi vaca argentina y recibí, desde el primer día, cartas y mensajes de quienes apoyaban que la matara y quejas de quienes exigían clemencia para el animal. Y durante estos más de tres años no sabía si terminar comiéndome la vaca, vendiéndola o dejándola pastar hasta el último de sus días. Pero ya pasó mucho tiempo, y llegó el final. Hace unos minutos acabo de confirmar por teléfono mi reserva de dos noches en el Hotel del Sol, en La Plata. Cerca de ahí, en un campo de Magdalena, ha crecido todo este tiempo mi vaca. El mismo animal al que ahora, de una vez, comienzo a darle su final definitivo. Como en toda historia real, las cosas cambiaron en el camino. Compré una ternera para entender cómo un país logra obsesionarse con la carne, y de alguna manera, terminé yo mismo viviendo con una vaca en la cabeza. Me compré un animal para comerlo, y sin embargo muchas veces siento que él me está tragando entero.

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––¿Y cómo está tu vaca? ––fue lo primero que me preguntó, hace unos días, un amigo que no me veía hace varios meses. Nos habíamos juntado en la cafetería que está en la esquina de su trabajo: un periódico sin cafetería. Después de mucho tiempo sin vernos, llegué a la cita a la hora acordada. En el camino me había detenido apenas dos veces. Una de ellas, en la vidriera de una carnicería donde se veían vacas muertas, colgando de ganchos y listas para salir a la venta. Cuando mi amigo apareció se veía feliz. El nuevo trabajo en el periódico lo tiene de buen ánimo, y en un momento hasta nos reímos de los camiones militares transportando ganado. Antes de que creciera mi vaca, él solía andar más abatido. Nos dimos un abrazo y rápidamente pedimos un par de cafés. ––¿Mi vaca? Ahí está, tranquila ––le respondí. ––¿Todavía no la mataste? ––No, sigue creciendo. Crece y crece ––le respondí, igual que a todos. Desde que comencé a publicar la historia de mi vaca siempre me preguntan por ella. Ahora suena el timbre. Es el taxi que me llevará a la parada de autobuses para ir a Magdalena. Adentro me espera un flaco de barba seca y un tatuaje sobre los nudillos de la mano derecha, que me dice que combatió en Malvinas. No sé cómo llegó tan rápido a esa charla, pero a las pocas cuadras ya me va contando detalles de sus días de combates contra los ingleses y de un amigo muerto en sus brazos y de la poca ayuda del gobierno a los veteranos y de tantos ex combatientes que se han suicidado y de lo mal que estuvo Chile en asistir a Gran Bretaña durante el conflicto. Si bien trato de ocultar mi acento chileno, el taxista-veterano me lo descubre en seguida y acelera. Pasamos rozando los vehículos vecinos, zigzaguendo entre autos que regresan a casa después del día laboral, mientras me sigue contando detalles. En un momento me dan ganas de preguntarle por el tema de la carne durante la guerra, de los embarques de asado que se les enviaban a los soldados pero que nunca llegaron a Malvinas porque otros se los comían en el camino, o por las historias que se cuentan de combatientes sumidos en una desesperada abstinencia que lograban calmar matando vacas en la isla y asándolas con el resto del pelotón. Pero prefiero dejar de escucharlo. Los autos pasan y pasan por la ventanilla. El

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taxista-veterano mueve sus manos y sé que sigue hablando, sé que ha vuelto a relatar escenas de la guerra sin importar si alguien lo escucha, a proyectar ese corto en pleno campo de batalla que de seguro no lo deja dormir, ni despertar, y que lo tiene manejando un Peugueot 504 todas las tardes y noches de posguerra hasta que, supongo, llega un momento en que el cansancio lo tumba tan fulminante como si le metieran una bala grande por la nuca y así por fin se desploma sobre la cama deshecha de la que despierta al día siguiente sobresaltado, creyendo otra vez que ha despertado en pleno frente de combate. Hasta que comprende que ya pasó, que ya han pasado muchos años. Imagino que tener una guerra dentro de uno, con muertes y gritos en la trinchera y torturas y disparos silbando cerca de la oreja, es más duro que llevar encerrada en la cabeza una simple y solitaria vaca. Pero en ambos casos, estoy seguro, el tiempo corre sin que nos demos cuenta: hasta que descubrimos que han pasado muchos años. En mi caso, más de tres años desde que me compré la ternera. Y llegó el momento de terminar esto. Por eso es que ahora me voy a subir a un autobús rumbo al campo. Si todo sale bien, mañana mismo la historia de mi vaca habrá llegado a su fin. Y habré cerrado ese paréntesis que se abrió el día que compré a La Negra.

Primer corte

El comienzo de la ganadería en Argentina no fue distinto al del resto de Latinoamérica y tiene su origen en 1493, en el segundo viaje de Cristóbal Colón a América. Esa vez fue cuando llegaron los primeros vacunos al continente. De alguna manera es en aquella travesía ––que comenzó en el puerto de Cádiz y donde venía embarcada una partida de vacas y toros seleccionados en Andalucía–– donde está el origen del ganado de toda América latina. El viaje fue largo y con menos expectativas que el primero. Los días se hacían lentos mar adentro y el olor a bosta y orina no abandonó el barco en todo el cruce del Atlántico. Más que un viaje exploratorio, esta vez el motivo era instalar bases en las nuevas tierras. Con pocas bajas en el cruce, la flota con vacunos llegó a la isla bautizada como La Española, y que hoy comparten República Dominicana y Haití. Un arribo de ganado que hoy puede considerarse una paradoja: esa isla hoy muestra los menores índices de consumo de carne de todo el continente. Pasaron más de sesenta años desde aquel segundo viaje para que las vacas recién aparecieran en Sudamérica. Los primeros vacunos llegan a Paraguay y lo hacen atravesando el sur de Brasil, con una expedición comandada por los hermanos Goes en 1555, quienes viajan acompañados de siete vacas y un toro. Quince años más tarde, Felipe de Cáceres lleva desde el Alto Perú 4.000 vacunos a Asunción del Paraguay. Aunque en los siglos posteriores Argentina se transformó en un exportador a nivel mundial de carne vacuna, las primeras vacas que pastan en el país vienen de Perú, Chile y Para-

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guay, y lo hacen en pequeñas excursiones a cargo de funcionarios de la Corona. Años antes, en 1536, se había realizado la primera fundación de Buenos Aires, cuando el español Pedro de Mendoza la bautiza con el nombre de Puerto de Nuestra Señora Santa María del Buen Ayre. Pero el plan fracasa rápido, y antes de que pasen cinco años la Corona ya ha ordenado despoblar el lugar y mudar a sus habitantes a Asunción. En 1580, Juan de Garay, al mando de una expedición procedente de la misma Asunción del Paraguay, realizó la segunda y definitiva fundación de Buenos Aires. Venía con 80 hombres y un diseño de ciudad bajo el brazo, compuesto por 15 cuadras de ancho por 9 de fondo, con un total de 136 manzanas que bordeaban la actual Plaza de Mayo. Sin embargo, aquella nueva travesía de fundación tenía un elemento especial. Una característica extra, que terminaría siendo clave para el futuro de la ciudad y del país: Juan de Garay arribó a la ciudad con 500 vacunos. Aquel ganado, arreado a lo largo de varias semanas, trae por primera vez vacas a Buenos Aires. Y más que eso. Las vacas terminan siendo determinantes en el éxito de la fundación definitiva de la ciudad. Quizás en esa historia estén algunas pistas de esta obsesión nacional por la carne. La propia Buenos Aires le debe, en buena medida, parte de su existencia al ganado. Aquellas primeras vacas arreadas desde Paraguay eran de raza andaluza o ibérica. Animales corpulentos, con piernas fuertes para cruzar largas extensiones de tierra, de cabezas grandes y cuernos desarrollados. Un ganado cimarrón, salvaje. Muy diferente al aspecto de Pampa, la primera vaca clonada de Latinoamérica, nacida en 2002 en Argentina y criada entre algodones por los veterinarios del laboratorio Biosidus. Son estos vacunos rústicos y toscos que llegan con Juan de Garay los primeros animales en descubrir los beneficios de un territorio con llanuras infinitas de buen pasto y aguadas naturales. Obligados a cruzar largas extensiones, se adaptan rápido a los diferentes climas del país, dando origen al poco tiempo al ganado criollo, que más tarde será conocido como raza argentina. La geografía de la zona resulta excepcional para estas primeras va-

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cas. En poco tiempo y a la velocidad de un virus contagioso, el ganado de raza argentina se multiplica varias veces y por todos los rincones. Es tal la propagación bovina que en 1596 las autoridades de Asunción, por entonces capital de la gobernación, declaran que todas las vacas silvestres que pasten en los alrededores de Buenos Aires son propiedad de los conquistadores. Por esos tiempos la abundancia de carne es casi obscena, y algunos informes de la época hablan de plaga. Se mataban vacas con el objeto de sacarles apenas un trozo de lomo o para cortarles la lengua, muy diferente a lo que sucede hoy, donde se comercializa prácticamente el ciento por ciento de cada animal. Pero el virus de la multiplicación vacuna no se detenía. En 1609, el Cabildo de Buenos Aires autorizó a que se sacrificaran grandes cantidades de bovinos cimarrones. Esa medida, vista desde la actualidad, puede ser considerada como la primera intervención oficial en el tema de la carne, y el inicio de aquella costumbre ancestral: en Argentina hay carne para todos. En esos tiempos bastaba tener un cuchillo al cinto, y el arrojo para degollar una vaca, y se podía sobrevivir sin problemas. Los vacunos estaban al alcance de la mano, y en la mano de los gauchos había un facón de hoja afilada con el que dar el primer corte. Pasaron un par de siglos, con vacas libres y carne gratis, antes de que comenzaran a existir las primeras estancias. Con ellas llegó la propiedad privada de la tierra. Con la propiedad privada apareció la producción ganadera. Con la producción ganadera se inició la industria. Con la industria llegó el poder económico y la influencia política de los ganaderos. La misma historia de siempre. Delimitar los terrenos, en un país de llanuras infinitas, fue clave a la hora de comenzar la producción privada. En un principio, para separar los campos fueron empleados solamente los obstáculos naturales. Posteriormente, se utilizó la zanja, y a eso le siguieron los cercos vivos que se levantaron a partir de árboles y arbustos. Pero los elementos naturales no parecían suficientes para cortar el paso, y una hilera de árboles terminaba dando un sentido amable más que represor. Por lo tanto, no pasó mucho tiempo para que el paso de intrusos comenzara a cortarse con corrales de palo a pique y hierro. Sin embargo, los propietarios sentían que hacía falta más. Lo hablaban entre ellos. Faltaba algo que dejara claro que lo que estaba de ahí pa-

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ra dentro era de ellos, de nadie más. Hasta que apareció un método que trajo resultados inmediatos, y que según los productores de carne fue fundamental para el desarrollo de la ganadería y la agricultura: el alambrado. El que se considera pionero del alambrado en la Argentina fue Richard Black Newton, un propietario de un campo en Chascomús que evaluó en Inglaterra las virtudes y comodidades del alambrado. En 1844 embarcó desde Europa rollos y más rollos de alambre retorcido que utilizó en su campo, alambrando todo el casco de la estancia. Los postes eran de hierro y el alambre de un centímetro de grosor, aproximadamente. Pero su plan no pasó de ser considerado una excentricidad, y en un principio el cerco de alambre no se difundió con rapidez en el país. Es Pedro Halbach, ganadero de Cañuelas, el primero en subir la apuesta. Diez años más tarde alambra no sólo el casco sino todos los límites de su campo. Los vecinos veían el cerramiento con curiosidad, y sus amigos con orgullo y algo de envidia. Ya no podría ingresar cualquiera. En 1866 se funda en Buenos Aires la Sociedad Rural Argentina (SRA), la misma Rural que en conflictos sucesivos ––y en toda esta historia–– se mantiene enfrentada con el gobierno por el precio de la carne. Nueve años más tarde se celebra la primera exposición rural argentina, en un local de la manzana delimitada por las calles Florida, Córdoba, Maipú y Paraguay, hoy convertida en pleno microcentro y zona de locales comerciales y shoppings. Al año siguiente la feria se traslada al barrio de Palermo, donde hasta hoy se realizan anualmente los certámenes ganaderos más importantes del país. Desde los comienzos de la feria rural, la tradición es que los presidentes de la República asistan a la inauguración. Aunque a veces, como en las últimas ferias, el Presidente no llega por estar enfrentado con los productores de carne. Fue en la Exposición Rural de 1878, y frente a la mirada curiosa y alegre de los principales productores ganaderos del país, que se presenta por primera vez, en vivo y en directo, con toda la pompa y el protocolo necesario, la nueva joya de los cercos: el alambre de púa. Los dueños de los terrenos celebran la presentación con un aplauso cerrado de varios minutos. A diferencia de los primeros alambrados,

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éste traía adheridos espinosos obstáculos. De esa manera, no sólo se impedía el paso a extraños, sino que también se garantizaba que quienes intentaran cruzar a las estancias quedaran enganchados en el cerco y, en algunos casos, terminaran con heridas cortantes en el intento. Después de presentado en sociedad, con tan buen recibimiento, todos los dueños querían cercar sus dominios con púas. Fue Domingo Faustino Sarmiento, un prócer argentino, el que impulsó nacionalmente el alambrado, solicitando al Congreso se dieran facilidades para que todos los campos pudieran cercarse. En menos de tres décadas se importaron más de 1.000 millones de kilos de alambre. El campo quedaba cercado. Habían pasado muchos siglos desde aquellas primeras vacas españolas embarcadas hasta República Dominicana y Haití, o de aquel ganado que permitió la fundación de Buenos Aires. Comenzaba el siglo XX con los campos argentinos casi completamente alambrados, y la industria ganadera marchando como un negocio motor de la Argentina. Claro que más allá de los ganaderos, los cerramientos, la producción a escala y los alambres de púa, para el ciudadano medio la tradición ya estaba instaurada y se mantendría firme con el paso de los tiempos y los diferentes gobiernos: comer carne era un derecho tan natural como beber agua del río o tomar sol.

La otra historia de la carne, la personal, partió hace casi nueve años. Era 1998, vivía en Chile, y formaba parte de los talleres literarios José Donoso en la Biblioteca Nacional de Santiago. Casi por azar, terminé publicando en una perdida antología de fin de taller el cuento Carnicería Humana. Aquellos días, con Pinochet arrestado en una clínica de Londres y un acalorado debate nacional por el futuro del país, los recuerdo con una escenografía de gris invierno y un rebrote de aquella mitad de Chile que hasta hoy sigue defendiendo la dictadura militar. Por entonces, no tenía ni una minúscu-

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la sospecha de que ese cuento, de ficción, terminaría siendo el inicio de esta historia real. El argumento de Carnicería Humana era simple: un estudiante que cursaba quinto año de la carrera de medicina abandona los estudios por falta de dinero. Busca empleo desesperadamente, hasta que termina aceptando la única oferta concreta: un trabajo de filetero en una carnicería de barrio. Debido a su destreza con el bisturí, sus buenos modales de estudiante, su delantal blanco con el nombre bordado en el bolsillo delantero y la exactitud en los cortes, al poco tiempo se transforma en el mejor carnicero de todo el lugar. A partir de ahí, y asociándose a la ambiciosa dueña de la carnicería, comienzan a planificar el que sería su gran proyecto: Carnicería Humana. Diseñan el nuevo local de venta de carnes como una clínica privada, atendida únicamente por estudiantes de medicina y enfermería, y donde parte importante del negocio es el servicio al cliente que busca una atención «más humana». Rápidamente, la venta de bifes envueltos en el agresivo mercadeo médico se transforma en el éxito del vecindario. Rápidamente abren una nueva sucursal de Humana, las carnicerías clínicas. Y luego otra. Y otra. No pasa mucho tiempo cuando ya han logrado formar un verdadero imperio a partir de las carnes y esa particular manera que encuentran para venderlas. El estudiante de medicina y la dueña de la carnicería ahora son empresarios exitosos, que compran enormes extensiones de tierra para generar su propia producción de ganado. Son dueños del mercado de carne y están en la cima de un país, el Chile de 1998, donde ya está instaurada la idea de que el éxito debe ser económico y los índices financieros son la mejor tabla de medida. Todo eso hasta que repentinamente, de un día para otro y sin consultarlo con nadie, el estudiante de medicina decide darle un inesperado final al negocio. El cuento, que nació medio muerto y fue enterrado bajo tierra en una antología, siempre se negó a descansar en paz. Antes de escribirlo, la carne nunca me había parecido un tema mayormente importante. Ni siquiera demostraba mucho interés cuando había que comprarla para hacer un asado. No sabía de cortes ni entendía el lenguaje de los carniceros. Después de Carnicería Humana, casi inexplicablemente, la cosa cambió. Pasó a ser un argumento que me volvía ca-

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da vez que pasaba frente a una carnicería o iba a algún asado. Pero, lo más extraño, también se aparecía cada vez que buscaba un tema del cuál escribir. Ahí estaba, asomándose sin saber de dónde venía, como el ánima de un muerto enterrado vivo. Aprendí el nombre de los cortes vacunos, ejercité el filo del cuchillo separando la grasa del músculo, hice mis primeros asados y supe que hasta los peines muchas veces están hechos con huesos de vaca. Sin sacudirme el tema de encima me mudé a Barcelona el año 2000. Antes de terminar viviendo en el Hotel Cisneros, en la zona de El Ensanche, alquilé un cuarto en un luminoso departamento de El Raval. Gracias a un anuncio pegado en la pared en un centro de ayuda a inmigrantes, terminé compartiendo gastos con una alemana militante vegetariana. Su dieta, cuando no estaba trabajando en la barra de un cantina de moda en el barrio Gótico, estaba compuesta por pocas cosas: básicamente lechuga, tomate, zapallo y arroz. Una vez, en plena calle, le gritó «asesinos» a una pareja de jubilados que masticaban un bife en una mesita de Ramblas. Si veía un filete poco cocido, era capaz de gritar «¡sangre! ¡sangre!», mientras apuntaba el jugo que salía del corte. Recuerdo un mediodía, mientras Sandra asoleaba su abdomen flaco y sus pechos pequeños sobre la terraza, que le dije que no volviera a hacer uno de esos escándalos en la calle. ––Es un poco ridículo. ––¿Ridículo? ¿No sabes cuántos animales se matan diariamente? ¿No sabes que el hombre es el animal más carnívoro y más depredador de la tierra? ¡Sólo pensamos en carne! Eso sí que es ridículo ––dijo en español con acento alemán, y me pidió que le esparciera bronceador por la espalda. Todo ese desprecio a la carne, en el ambiente de mi nueva casa, me vino bien. El cuarto que alquilaba daba de frente a la plaza Saint Pau, y si bien el escenario de la calle no era el mejor (uno podía entretenerse adivinando, asomado al balcón, cuál de los turistas que caminaba por abajo sería el próximo al que asaltarían mis vecinos), adentro del piso se vivía la paz de un mundo donde no importaba la comida y la carne daba arcadas. A las pocas semanas, en aquel nuevo contexto, ya había dejado completamente la sal, llegué al extremo irreconocible de beber leche por las mañanas y hasta pensé en ser vege-

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tariano. Lo pensé seriamente por lo menos tres veces, pero la aventura no duró mucho tiempo. A escondidas, comía la carne más barata: hamburguesas. En Estados Unidos el 60% de la carne se muele y las hamburguer son un pilar fundamental de la alimentación, pero en Barcelona eran distintas las razones para ir diariamente por aquellos medallones de carne picada, cocida y luego apretada entre dos mitades de un pan. La escasez de dinero que deja el periodismo free-lance, y la testarudez de no trabajar en nada que no fuera periodismo, me hicieron pasar varios meses comiendo casi exclusivamente whopper en Burger King. Siempre recuerdo que una repentina promoción, de dos whopper por el precio de uno, fue la oferta que me salvó medio invierno. Eso sí, comía la carne fuera de casa. Posiblemente fue aquella compleja realidad catalana, la de vivir entre vegetarianos mientras en secreto me transformaba, lentamente y sin pausa, en un cliente premium de hamburguesas gringas, la que hizo que mi obsesión por el tema comenzara a decaer. Era el más triste y barato final. La decadencia es el desenlace más común de cualquier obsesión, y aquello se me estaba cumpliendo al pie de la letra. El escenario era negro y dramático: no estaba dejando el tema de la carne, la carne me estaba dejando a mí. Por primera vez pasaban semanas enteras sin siquiera recordar Carnicería Humana. Cuando me mudé al hotel, no lo hice escapando de los vegetarianos, sino buscando un espacio propio. La vida hotelera en Cataluña resultaba cómoda, nadie se quejaba si entraba con bolsas de hamburguesas a la 503, y entre viaje y viaje me cuidaban las maletas hasta el siguiente regreso. Fue en uno de esos viajes, recorriendo toda la zona de Extremadura con un grupo de periodistas invitados a conocer esos lugares, que el rumbo comenzó a girar. Las piernas de jamón colgaban de cada rincón de esa España vieja y salada que se vive en lugares como Salamanca y Trujillo. La carne volvía a pasear frente a mis narices en bandejas de plata repletas, que iban y venían de esas mesas para agasajarnos. En aquel viaje conocí a una periodista de Buenos Aires y a las pocas semanas aparecieron razones, que más tienen que ver con el corazón que con el asado, para que en menos de tres meses dejara Barcelona y terminara viviendo en la

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Argentina. De casualidad, y sin darme cuenta, había decidido mudarme al país donde la carne es asunto de Estado, y una tira de asado forma parte de la soberanía. Aterricé en Buenos Aires en la mitad de 2002. La ciudad olía a casi todo, menos a carne. Las noticias se dividían entre secuestros, tiroteos, policías asaltantes y un país que se venía a pique sin freno y que parecía llevarse a su paso todo lo que se cruzara en el camino: vacas incluidas. Aparecí en la Argentina de Eduardo Duhalde. En un país con un decreto para que todas las radios tocaran el himno nacional a la medianoche, y el recuerdo fresco de los muertos en Plaza de Mayo y el dinero atascado en los bancos y la huida en helicóptero de De la Rúa y la seguidilla de cinco presidentes en una semana. Llegué a una ciudad donde decían que era peligroso tomar taxi, donde los maxikioscos estaba enrejados y en la que todos ––y más que nunca–– hablaban de aquel país que fueron. Llegué en un avión de Aerolíneas Argentinas, donde también venía una docena de monjas españolas que tocaban la guitarra y entre canción y canción me contaron que el motivo de su viaje era ser misioneras en esta Buenos Aires prendida en llamas y consumida por la catástrofe. Estuve con gente que decía haber perdido millonarios ahorros, y me sorprendió la cantidad de historias que me contaron y que tenían que ver con cajeros automáticos. En la primera comida social a la que fui invitado, llegó una pareja de novios que se habían conocido en los cacerolazos y a las pocas semanas ya estaban viviendo juntos. Vi oficinas bancarias, en el centro y en los barrios, tapadas con chapas metálicas para frenar un posible ataque de furia. Escuchaba martillazos de ahorristas cada vez que iba al microcentro, y rumores truculentos sobre el accionar de la policía. Claro que nunca, ni en aquellos duros momentos de Argentina, vi la carne abandonada en las góndolas de los supermercados ni las parrillas vacías. Se podía perder todo, menos el asado. No lo digo yo. Durante la peor crisis económica de Argentina de los últimos años, entre julio y diciembre de 2001, se registra el más bajo nivel de exportaciones de carne de la última década y un aumento del consumo interno. Recién llegado a la Argentina me acostumbré rápido a que me hi-

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cieran dos tipos de preguntas: 1) ¿Qué hacés viniéndote acá, si todos nos queremos rajar?, 2) ¿Hay laburo en Barcelona? Si bien por fuera me pasaba la película de un país en mitad de un trance pesado, por dentro, casi podía sentir físicamente el regreso de Carnicería Humana. Estaba en un país donde el 70% de sus habitantes va, por lo menos una vez a la semana a la carnicería. Un lugar del mundo en crisis que, tras el humo de los neumáticos quemados, tenía humeando un asado a la parrilla. Una sociedad que, además de las típicas clases sociales, también se dividía entre quienes piden la carne con o sin hueso. Una ciudad, Buenos Aires, donde la vaca se veía en publicidades callejeras, en programas de televisión, en chistes, en dramas, en arengas políticas, en carnavales religiosos. Un sitio donde el asado entre amigos es una pasión, un sentimiento, y donde el trabajo de un millón de personas está detrás de cada bife de chorizo que llega a tu plato. Bife argentino que, por cierto, en esos días costaba menos de la mitad que aquellas whoopers que compraba en Barcelona. Aunque en algún momento traté de frenar mi entusiasmo y mirar hacia un costado, no pude esquivar el que creía mi destino. Habían pasado cuatro años desde la publicación de Carnicería Humana. Cuatro años en que, con las mismas ganas, me sumergí y quise olvidar el tema de la carne. Y en ese momento, después de la época negra de las dos hamburguesas por el precio de una, sucedía lo inevitable: era la hora de retomar. Estaba otra vez en el camino. Quise diseñar un plan, organizar ideas y hacer un ordenado programa para escribir sobre la carne. Pero no resultaba. Quise improvisar, dejar toda estructura de lado, y lanzarme libremente a escribir de los bifes. Pero tampoco era el camino, porque algo faltaba. Y ese algo, eso que no estaba, era un protagonista. Podía acumular cerros de información, leer libros de la noche a la mañana tratando de adentrarme en el tema, entrevistar a cada consumidor que pasara cerca mío y salir a perseguir a los que estuvieran lejos, pero necesitaba la figura que hiciera de eje de tanta información. Y no estaba. O eso creí durante un buen tiempo. Así pasó más de un año. Hasta que fueron las siete de una tarde de abril de 2004. Estaba tomándome un café con un escritor argentino en el barrio de Palermo. Y entonces sucedió. Manoseándose su bi-

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gote, él me contó de un artículo que había leído años antes en The New York Times Magazine: La historia era la de un gringo que se compró un novillo recién nacido para escribir sobre el fenómeno de las vacas locas en Estados Unidos. Lo que él no sabía, y de lo que me enteraría más tarde, es que la idea tampoco era original de Michael Pollan, autor de The Steer’s Life. Pollan se había inspirado en el libro Portrait of a Burger as a Young Calf: The Story of One Man, Two Cows, and the Feeding of a Nation, que Peter Lovenheim había publicado un año atrás, y dónde contaba su historia criando vacas para hamburguesas. Y el propio Lovenheim, por su parte, reconocería que para su experimento se había basado en el libro Fast Food Nation: The Dark Side oh the All-American Meal, de Eric Schlosser. Y todos ellos, más otros escritores estadounidenses del tema, ya habían despertado la curiosidad de la crítica que los agrupó en un género, al que le inventó el nombre de Popular Meat Writing. Sin embargo aquella tarde de abril sólo me detuve en la historia de Pollan, y dije: «¡Eso es! Tengo que comprarme una vaca». Y el resto de la conversación, en aquel café de las siete de la tarde, me quedé pensando en que de verdad debía hacerlo. Parecía muy fácil. Debí darme cuenta de que no lo sería.

Comer o no comer carne. Para muchos, el dilema se ha transformado en una grieta ancha y profunda que separa. Una división que crece silenciosamente y que, en las últimas décadas con más fuerza, despierta una creciente y apasionada discusión entre quienes defienden el consumo de carne a tenedor y cuchillo, y los que levantan la bandera de los derechos animales a capa y sable. Por momentos, estos dos bandos que parecían destinados a combatir en escenarios menores, suben la apuesta y sus enfrentamientos generan más entusiasmo que la batalla entre ricos y pobres. Se hace difícil encontrar semejanzas entre quienes se alimentan con carne de animal y quienes lo

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hacen en base a verduras y cereales. Claro que, aunque muchos de ellos no lo sepan, la mayor similitud entre carnívoros y vegetarianos es una bastante obvia: los dos grupos tienen el mismo sistema digestivo. Un sistema eminentemente herbívoro. Desde los principios de la humanidad el hombre fue «vegetariano». Incluso en muchos pasajes de la Biblia, donde una versión moderna podría presentar a Eva comiendo una pata de pollo prohibida, las personas aparecen alimentadas de frutos. Es más, el sistema digestivo y el intestinal de los humanos no tienen ninguna similitud con los sistemas de los animales carnívoros. Por el contrario, nuestros estómagos se parecen más al de una vaca que pasta todos los días de su vida, que al de un león, ese rey de la selva que descansa bajo un árbol mientras sus mujeres se van de cacería para que esa noche pueda cenar carne de impala. Pero si bien partimos alimentándonos solamente con vegetales, a medida que fue evolucionando la especie, el ser humano comenzó de a poco a comer carne. Algunos estudios antropológicos han descubierto que el hombre comenzó a domesticar animales 9.000 años antes de Cristo, siendo los vacunos domesticados alrededor del año 6550 a. de C. De aquellos tímidos primeros ganados domésticos, toda una humanidad para llegar a las contundentes cifras que actualmente muestra la Organización de Alimentos y Agricultura de las Naciones Unidas (FAO): hoy se estima una producción mundial de carne por sobre los 260 millones de toneladas anuales. Todavía se recuerda la fuerte baja del consumo en 1986, con la aparición del fenómeno de las vacas locas, o encefalopatía espongiforme bovina, y a la posterior psicosis mundial por esta enfermedad que podía ser trasmitida a los seres humanos por el consumo de animales infectados. O la irrupción en 2003 de los primeros casos de gripe aviar, y a la siguiente fiebre paranoica por el consumo de pollos con fuerte baja en el consumo de carne, especialmente de ave. Sin embargo, un reciente informe de la FAO habla de un repunte y un sostenido crecimiento en el consumo de carne y productos lácteos, proyectando que para el año 2050 podrían llegarse a las 465 millones de toneladas de producción mundial de carne. Todo un récord de consumo.

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Mientras aumenta la división entre quienes comemos carne y quienes son vegetarianos, el mundo estira la curva de demanda de carne hasta extremos nunca antes vistos. Es un hecho que el negocio de la producción ganadera está haciendo andar todos sus motores, y no sólo metafóricamente. Según la FAO, el ganado genera el 18% de las emisiones de gases contaminantes, o de efecto invernadero. Parte del calentamiento global de la tierra, entonces, tiene que ver con este aumento del consumo de carne. Crecen las economías, entonces circula más dinero, entonces queremos más carne, entonces necesitamos más vacas, y por eso la industria mundial de la ganadería es el sector de más rápido crecimiento en los últimos años: da empleo a 1.300 millones de personas y representa el 40% de la producción agrícola mundial. Esta historia, entonces, no sólo transcurre en el territorio de un país obsesionado con la carne, sino en un mundo que vive tiempos de un sobrecalentamiento de consumo de bifes como nunca antes. Columnas y columnas de humo con olor a asado saliendo de todos los rincones, a un ritmo de faena cuya velocidad hipnotiza. Camiones de carga que van y vienen y ruedan sobre las carreteras noches enteras. Bandejas con trozos de vaca congelada que suben a los aviones de carga, en aeropuertos con grados bajo cero y empleados lanzando vapor por la boca, para aterrizar en países en verano, donde trabajadores en pantalones cortos y sudor en la frente descargan las heladeras con carne adentro. Cerros y cerros de pequeñas bandejas con cortes vacunos que acomodan para la venta los empleados de supermercados, en cualquier lugar donde esté abierto uno. Presas moviéndose de un sitio a otro, por todo el urbe, sin pausa, en este mismo momento, carne, carne de aquí para allá, de allá para acá, en una factoría interminable que parece funcionar con bastante lógica. En un mundo abiertamente consumista, la mayor tentación es consumir carne.

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El matambre: Es el primer corte que se extrae de la vaca. Conocido en otros países como «malaya», es la capa de carne que va entre el cuero y el costillar del animal. El matambre de ternera es ideal para tirar a la parrilla. Es un corte tradición de argentina, que aparece en los versos del Martín Fierro: «Andaremos de matreros, / si es preciso pa salvar / nunca nos ha de faltar / ni un buen pingo pa juir / ni un pajar ande dormir / ni un matambre que ensartar». No sólo se cocina a la parrilla, sino también relleno en forma de arrollado, o al horno. La paleta: Está en la parte delantera de la vaca, cerca del cogote. Quitando los huesos queda un tejido algo fibroso, de características secas, pero de buen sabor. Su preparación puede ser al horno o a la parrilla. De la parte central se pueden sacar estupendos bifecitos para tirar a la plancha o al sartén. Las dos puntas sirven para carne molida de calidad. Corte económico. Palomita de paleta: En España se lo conoce como «llana», y está ubicada al costado interior y delantero de la paleta entera. No se pone a la parrilla, sino que generalmente se hierve o se utiliza en guisos. En general, en Argentina la carne no tiene mayor preparación que la parrilla o la plancha, donde el toque de sabor es ponerle sal.

No fue fácil dar con la persona indicada. Alguien que me vendiera una única vaca y me dejara criarla en su campo. El día 10 de búsqueda, según consta en mi libreta de apuntes, pude conseguir los datos del primer candidato que podría ayudarme: un médico. Un traumatólogo que invertía en el campo lo que ganaba en su clínica de accidentes laborales. Había partido con un pequeño predio que heredó su mujer, y con el dinero de los accidentados lo fue llenando de vacas. A los tres años compró 1.000 hectáreas en otra zona del país,

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y finalmente adquirió un terreno grande cerca de La Pampa. Descendiente de gallegos y catalanes que llegaron a la Argentina hace ochenta años, el médico parecía un ejemplo de esa vieja Argentina que todos recuerdan como la de «antes»: estudió de noche, trabajó en diferentes actividades mientras estudiaba y con sus ahorros de médico se instaló con un primer consultorio que ahora es una pequeña clínica ubicada en el centro de Buenos Aires. Partió hace veinte años comprando 25 vacas y hoy, por la bendita reproducción ganadera, tiene cerca de 1.500 cabezas. Pero el candidato tenía otra particularidad que lo hacía interesante para el proyecto: estaba en el negocio de la medicina y en el de la carne, igual que el protagonista de Carnicería Humana. Invertir en vacas lo que ganaba en su clínica. Una regla de oro, que había entendido el médico, y que ha terminado aplastando a los pequeños productores ganaderos de hoy en día: la manera más efectiva para hacer crecer la hacienda en cualquier lugar de Latinoamérica es inyectándole dinero de fuera de ella. El doctor aceitó los multiplicadores de sus campos con los billetes que recibía gracias a los obreros que se caían mientras levantaban edificios y se rompían diez huesos, o por los trabajadores de la costura que en un descuido se trituraban los dedos con agujas a motor, o por los empleados de aserraderos que en un mal cálculo de guillotina perdían media mano, o por los repartidores de pizzas o empanadas que en una mala maniobra se les desestabilizaba la moto y se hacían polvo sobre el cemento. Trabajadores que llegaban a su clínica amarrados a la camilla, después de atravesar toda la ciudad arriba de ambulancias que se pasaban las luces en rojo y aceleraban con las sirenas gritando al máximo para que se les abriera el camino. La oficina del primer candidato era grande. Su diploma de médico de la Universidad de Buenos Aires, una foto con sus tres hijos, un colgador donde estaba su abrigo, dos teléfonos sobre el escritorio con cubierta de vidrio y un par de sillones de cuero. Ahí me contó, vestido con delantal blanco y en un ambiente de total asepsia, que la vaca siempre deja utilidades. ––Es un bien de capital. La gente compra vacas como otros invierten en un departamento. La vaca es una de las formas más seguras de invertir en la Argentina, pero claro, es de devolución lenta ––me de-

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cía, y estaba en lo cierto. En promedio una vaca deja apenas una utilidad del 5% anual. Llegué a él siguiendo una larga cadena de contactos con conocidos. En vivo, el médico ganadero era uno de esos tipos amables cuyo tema preferido es hablar de dinero. De voz fuerte y pelo cano, en su charla los cientos de miles de dólares volaban con más familiaridad que las moscas. Durante la reunión, por los pasillos de su clínica pasaban los enfermos junto a familiares preocupados, mientras en la sala de espera un par de recién accidentados esperaba turno para alguna cirugía menor. La clínica se parecía bastante a como habría sido el diseño de las carnicerías Humana. El doctor, un hombre de setenta años con buen estado físico y la energía de un recién egresado, fue la primera opción para pedirle que me vendiera una vaca. Pero una vez en la reunión, y antes de terminar la charla, ya había desistido de proponerle el proyecto: ––Para los argentinos, la carne es nuestra industria más importante, y tenés que pensar que cada vaca es una chimenea de esta gran fábrica ––me decía con entusiasmo, y en sus ojos casi se podían ver reflejadas las 1.500 chimeneas que tiene humeando, día y noche, en varias zonas del país. Aunque podían ser ciertas sus palabras, me costaba imaginar cada vaca como una chimenea que no para de funcionar. Pero, más importante y, sobre todo lo anterior, sabía que a una persona como él no le interesaría embarcarse en una aventura comercial tan frágil como criar una sola vaca. Antes de siquiera plantearle la oferta, desistí de hacerlo mi socio. Los días siguieron pasando, sol y luna, calor y frío, lunes a domingo y otra vez lunes a domingo, y no lograba conseguir la persona indicada. Eso, hasta esa tarde que estaba en una cafetería de Tacuarí y Avenida de Mayo. Un televisor colgado en el techo transmitía en directo, y para todo Argentina, como José Luis Rodríguez Zapatero juraba su cargo como quinto presidente del gobierno español tras la vuelta de la democracia. Cuando sonó mi teléfono, comenzó a asomarse la hebra que me llevaría a la vaca. La llamada era de Silvina Heguy, una amiga que trabaja como periodista del diario Clarín. Días antes, y personalmente, le había contado de mi plan. Silvina me lla-

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maba para decirme que le había preguntado a su padre, y que él creía saber quién me podría ayudar. Tres días más tarde, el 30 de abril de 2004, apareció en mi mail box un correo remitido por Silvina. El nombre del asunto: Mu Mu. La primera frase del correo: ¿Cómo se va a llamar tu vaca? La segunda frase: Bueno, tenemos a tu hombre. Casi al final del correo decía: Acá están los teléfonos. Antes que nada, se llama Juan Jorajuría. El teléfono de la casa es… Ésa fue la primera vez que supe de Juan Jorajuría. Tuve el presentimiento de que esta vez podría estar frente a la persona indicada, por lo que no me apresuré en llamar y fui postergando el momento de llegar a tener mi propia vaca. Por un lado no quería enfrentarme a un nuevo fracaso en la búsqueda, y por otro me frenaba la misma ansiedad de saber que una vez concretado el negocio ya no habría vuelta atrás. Tardé tres días en hacer la llamada. Finalmente, una noche me metí a la cabina 6 del locutorio telefónico de Scalabrinni Ortiz casi Avenida Corrientes, y marqué el número que me había enviado Silvina por mail. ––Hola ––Hola, con Juan Jorajuría por favor. ––Sí, con él. ¿Con quién hablo? ––Buenos noches, don Juan, usted no me conoce, me llamo Juan Pablo Meneses y su teléfono me lo dio Silvina Heguy, la hija de Jorge Heguy. ––Ah, claro, de Jorge. ¿Cómo le va? ––Bien, gracias, ¿y a usted? ––Aquí estamos, bien, muy bien, un poco cansado porque estuve todo el día en el campo. Dígame, en qué lo puedo ayudar. Estaba advertido de que Juancito, como era conocido en el ambiente ganadero y de sus amigos de La Plata, era en extremo amable. Sin embargo, en las primeras palabras sentí que más que amable era, efectivamente, la persona que andaba buscando. Sin pensarlo mucho, le dije de entrada algo que otra persona podría haber tomado como una broma. ––Don Juan, no sé cuánto le dijeron, pero mejor se lo explico de una vez. Soy un periodista de Chile, vivo acá en Buenos Aires y estoy

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escribiendo sobre la carne. Quisiera hablar con usted, porque estoy interesado en… ––¿En…? ––En comprarle una vaca. ––¿Una vaca? ––y rió. ––Sí, una vaca ––me entusiasmó su reacción––. Una vaca recién nacida… pero creo que es mejor que lo hablemos en persona; dígame cuando lo puedo ir a visitar. ––Cuando usted quiera. ––Pasado mañana, a la hora que usted me diga. ––Mire, yo a las 9 ya tengo que estar en el campo, así que si está aquí a las 8 de la mañana para mí será mejor. ––Perfecto, pasado mañana a las ocho. Ahí le cuento más detalles. ––En lo que pueda ayudar, feliz. Me dio su dirección, cortamos, y celebré el fin de la llamada como si el trato ya estuviera hecho. Pasó todo un lento día. A las 5.30 de una mañana de mayo de 2004 sonó el despertador. Media hora más tarde, la mañana seguía de noche y el frío de la calle estaba a punto de congelar las orejas. Por la Avenida Corrientes corrían taxistas del turno de trasnoche, en algunas esquinas se veía basura revuelta y los vendedores de diarios comenzaban a colgar los primeros periódicos. En el primer subte de la mañana los pasajeros se dividían entre los que volvían a casa tras haber trabajado toda la noche por poco sueldo y en un lugar incómodo para el cuerpo, y los que deben madrugar cada día sin importar si es invierno o verano y así llegar a la fábrica antes de que el reloj control marque las 7 AM. Me bajé en la estación Carlos Pellegrini, justo abajo del Obelisco, y salí a la superficie en una de las calles laterales de la Avenida 9 de Julio: Cerrito. Esperé un par de minutos, junto a un grupo de personas que se tapaba el frío con bufandas y que viajaban en la misma dirección, hasta que se estacionó frente a nosotros uno de los omnibuses de la empresa Chevallier, que por un dólar te llevan de Buenos Aires a La Plata. A la salida de la capital casi todos los pasajeros ya estaban durmiendo. Los estudiantes que iban a clases a la Universidad de La Plata, los funcionarios públicos que trabajan en la gobernación de Bue-

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nos Aires, y los empleados que sólo lograron conseguir trabajo fuera de la gran urbe y que diariamente hacen el trayecto entre ambas ciudades. La familiaridad del viaje diario los ayudaba a dormirse rápido. No era mi caso. A diferencia de todos los viajes que vinieron más tarde, en todo ese primer traslado no dormí un segundo. Mientras el resto de los pasajeros descansaba, relajados al saber de memoria cada movimiento de su rutina de todos los días, mi ansiedad de no saber con qué me enfrentaría me mantuvo con los ojos abiertos todo el tiempo. La gran ciudad quedaba atrás y por la autopista nos adelantaban vehículos de todos los tamaños. Ya había salido el sol, pero la temperatura seguía baja y en el peaje los cajeros atendían con gorra y cara de sueño. La ruta se hacía expedita y cuando al final de la ventanilla asomaron tímidamente las primeras luces de la ciudad de La Plata, en el paisaje de un costado de la ruta se veían salpicadas algunas vacas, muchas de ellas flacas y varias solas, pastando en los patios de algunas modestas quintas. Más cerca de la ciudad, en las primeras llanuras verdes, saltaban a la vista pequeños puntos negros que parecían lejanas pulgas, y que al acercarnos se iban transformando mágicamente en vacunos. En la terminal de ómnibus paré un taxi, le di la dirección de la casa de Juan, y a los pocos minutos ya estábamos perdidos. En La Plata las calles son con números, y están atravesadas por diagonales que también son numeradas. El taxista me preguntó tres veces la dirección, y sólo a la tercera, «recordó» el camino. En el primer viaje a La Plata el taxi me costó tres veces más caro que en todos los viajes posteriores. El frontis de la casa de Juan Jorajuría es un revestimiento de pequeñas piedras café claro, que cubren una sólida construcción de cemento en cuyo centro hay una puerta blanca. Al lado está el timbre, y tras esa primera puerta, viene otra, por la que apareció Jorajuría. Juan era más alto de lo que imaginaba, y grande, aunque no gordo. Traía colgada una sonrisa bonachona y la respiración forzada. Hablaba a volumen alto, lo que me llamó la atención porque todavía no sabía que tenía algunos problemas para escuchar. Tenía la nariz grande, traía pantalón de vestir y me dio la mano junto a una palmada en el brazo. Entramos a su casa, más oscura que iluminada, y me invitó a pasar a la oficina que tiene en el primer cuarto del pasillo. Jorajuría

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hablaba agitado, y cuando no estaba hablando, se le escuchaba la respiración. Como si fuera un viejo y entrenado fumador, aunque Juan llevaba casi veinte años sin fumar. Un día se aburrió del cigarrillo. Miró el atado que tenía a medio consumir y dijo que nunca más, «y ahí tengo el paquete, aquí está, véalo». Juan Jorajuría, como mucha gente de La Plata que trabaja en ganadería, es hijo de vascos y nieto de vascos. Su mujer también es descendiente de vascos por todas las ramas. Tuvieron tres hijos de sangre «completamente vasca», me aseguraba orgulloso. Me ofreció un vaso de agua, me preguntó por el viaje y por cuánto tiempo llevo viviendo en la Argentina, y luego, sin más esperas, sin rodeos, comenzamos a hablar de lo que nos tenía reunidos a los dos en su oficina. Era la primera vez que nos veíamos, nadie sabía mucho del otro, no teníamos nada en común y lo más seguro es que nunca en la vida hubiéramos tenido la oportunidad ni siquiera de cruzarnos en el mismo colectivo. Pero sin embargo, estábamos sentados, uno frente al otro, preparados para echar a andar esta historia: ––Mi plan es simple, don Juan. Quiero comprarle una vaca. La idea es que sea una recién nacida, pero que siga criándose en su campo hasta que esté grande, luego, cuando la matemos, usted me dice cuáles fueron los gastos de alimentación y yo se los pago. Se lo expliqué un par de veces. Pero más que repetir para que lo entienda, se lo volví a decir para que lo crea. Y lo creyó. Y no sólo eso, parecía entusiasmado. Se rió cuando lo volvió a repetir, esta vez él, y después se lo comentó a Angélica, su mujer, que cada tanto volvía a entrar o a salir de la oficina. Al rato, Juan estaba diciéndome que ya sabía qué vaca venderme. ––Hay una recién nacida que tiene unas manchitas blancas en la panza, así la reconocemos más fácil ––se sumaba al plan. Más tarde hablamos de negocios. ––Una vaca recién nacida vale unos doscientos pesos, son poco más de un peso por kilo ––me dijo Juan Jorajuría, en días que 200 pesos significaban unos 70 dólares. Hasta ese momento, más que una vaca había comprado 200 kilos de animal, de los cuales 140 correspondían a carne. Algo insignificante, si se compara con las 3.100 millones de toneladas de carne que se

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transan por año en un país como la Argentina. Pero ésta era distinto. Esta vez sería mi carne, literalmente. No hablamos mucho más y cerramos el acuerdo de palabra. El apretón de manos parecía traerle recuerdos de mejores épocas. ––Antes todos los negocios en el campo se hacían de palabra, dando la mano, pero eso cada vez pasa menos. Ya no se confía en el otro. Después de todo lo que ha pasado… usted me entiende… Y ahí mismo nos dimos un fuerte apretón de manos, que todavía recuerdo.

Aunque el plan podía parecer simple, el negocio de la carne es más complejo que comprarse una vaca, engordarla y venderla para que la maten. «Existe toda una cadena en la industria cárnica», me dijo una vez un empresario ganadero, y me quedó resonando la palabra cárnica. En su Diccionario del argentino exquisito, Adolfo Bioy Casares, el más hacendado de los escritores argentinos, define así cárnica: «De carne. Adjetivos que suelen emplear personas que aspiran a ser consideradas exquisitas». A primera vista, la cadena de la carne parte con el dueño del animal, de ahí al consignatario, de ahí al matarife, de ahí al frigorífico, de ahí a los centros de distribución, de ahí a los supermercados y carnicerías, y de ahí a los hogares, con casa propia o alquilada. Sin embargo, la cadena de producción ganadera es mucho más amplia y enmarañada, y comienza antes de que nazca una vaca y termina más allá del sacrificio del animal. En el último tiempo, y midiendo únicamente la carne que viajó fuera de Argentina, dicha cadena permitió exportar productos por más de 1.300 millones de dólares anuales. Es decir, las vacas no sólo son el alimento emblema de Argentina, sino que también son claves para generar una de las principales proteínas de cualquier economía: las divisas. El primer eslabón de la cadena de la carne son los productores del

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conocimiento y tecnología ganadera. En el caso argentino podrían nombrarse las universidades, los departamentos de investigación de instituciones dependientes del Estado y el desarrollo de las empresas privadas con mayor presupuesto. En segundo lugar de la cadena, hay una amplia gama de empresas que ofrecen insumos y servicios para la actividad ganadera, como semillas forrajeras, alambrados, tecnología para el procesamiento de forrajes, maquinaria e instalaciones para feedlots y productos veterinarios. Todos ellos, aunque no trabajan con vacas, también viven de ellas. El transporte y la logística, significativos para toda industria, en el caso de la ganadería suman importancia por estar presentes en varias etapas de la cadena. Los camiones están al momento del traslado de animales, en la cadena de frío con los camiones frigoríficos y en el abastecimiento a los lugares de venta. La carne moviéndose de un lado a otro. Y en el caso específico argentino un eslabón importante de la cadena si se tiene en cuenta que forma parte del sindicato más fuerte e influyente del país, el de los camioneros. Los cabañeros, encargados de mejorar la calidad del animal, son un grupo que cada vez gana más terreno en la cadena de valor de la carne. Ellos ofrecen genética al mercado a través de reproductores, semen congelado y embriones implantados. Mientras en los seres humanos todavía se debate la ética de la genética, en las vacas hace rato que nadie discute la importancia de los laboratorios de genética ni los beneficios económicos que ello trae. Los productores ganaderos, que en la Argentina se estiman en 200.000 de diferentes tamaños y zonas, forman otra parte de la cadena de la carne. A ellos se agregan unos 15.000 productores tamberos, encargados de la producción láctea. Principalmente leche, manteca y queso. También existen en la cadena los intermediarios comerciales de diversa índole y que, por lo general, responden a diferentes presiones políticas o sectoriales. Desde los consignatarios de ganado hasta los matarifes. Estos últimos, que contratan el servicio de faena, son los que intermedian con la comercialización de la media res a las carnicerías y supermercados. Un eslabón que gana dinero con la carne, sin siquiera tocar una vaca.

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La industria frigorífica es otro elemento clave. Tanto, que ha sido básica en la historia ganadera argentina. Los frigoríficos son los encargados de abastecer el consumo interno y la exportación, y son fundamentales a la hora de determinar uno de los índices más importantes del país: el precio final del kilo de carne. Otro sector que se agrega a la cadena, que tiene que ver con la vaca pero no con la carne, son las curtiembres. Ellos procesan el cuero de la vaca y lo comercializan a diferentes lugares del mundo sin importar el valor del músculo. En un país como Argentina, donde un alza en el precio del asado determina el estado de ánimo de la nación, la presencia del Estado sigue siendo fundamental en la cadena. Por eso está presente en la actividad ganadera a través de autoridades municipalidades, provinciales y nacionales, quienes habilitan y controlan los movimientos para asegurar, y reasegurar, el buen abastecimiento de la carne a todo el país. Al final de la cadena, el consumidor de la carne, que toma contacto con el producto a través de carnicerías, supermercados, hipermercados, restaurantes, vendedores de sándwiches, parrillas y bodegones. La idea original, al comprarme la vaca, era comercializarla por el canal que me diera un mejor precio. Y eso no siempre se consigue en una carnicería.

A los pocos días volví a La Plata. La vaca que me había vendido Juan Jorajuría se criaba en el campo Don Lorenzo, rumbo a Magdalena, una zona de tierras sin mucho prestigio. En este nuevo encuentro, Juan me llevaría a conocer personalmente al animal. A mi vaca. Juan me saludó afectuosamente. Me estaba esperando en la puerta de su casa, con el motor encendido de su camioneta Peugueot Roja del 97. ––Pensé que ya no venía. ––Me dijo, mientras se afirmaba sobre la cabeza una boina vasca de color negro.

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––Claro que iba a venir, pasa que en la ruta había unos piquetes. ––Me imagino, siempre pasan esas cosas. El otro día mi mujer fue a Buenos Aires y tardó como cuatro horas. Después de veinte minutos en la ruta que va de La Plata a Magdalena, llegamos a la casa de campo. Nos bajamos de la camioneta entre perros que daban la bienvenida olfateando los zapatos y mordiendo los cordones. Juan parecía rejuvenecer estando en el campo, y no pasó mucho tiempo antes que mandara a ensillar un par de caballos. Mientras el peón se afanaba en la tarea de apertrechar los animales, Jorajuría se calzó unas botas largas, y mostraba buen humor cuando salimos montando al trote hacia el rebaño de vacas. ––¡Esa negra de ahí es! ––me gritó, sacando una mano de la montura para apuntar hacia una ternera negra, con manchas blancas en la panza, que no se despegaba de su madre y que con dificultades recién aprendía a caminar. Tratar de llegar a ella con los caballos fue una tarea difícil, en la que Juan casi pierde su boina, aunque nunca la sonrisa. Respiraba agitado, pero no por la faena, sino por sus problemas pulmonares. La tarea resultaba dura y mi torpeza con el caballo estorbaba en la maniobra de acorralar a la ternera. Juan, a quien en sus sesenta años nunca habían entrevistado, parecía saber la importancia mediática de hacer unas buenas primeras fotos de la vaca. Por eso, gentilmente pero con voz de mando, le pidió a Pedro Carlos Sesinte, el peón del campo, que la metiera en el corral más pequeño. Sesinte tomó el desafío con el entusiasmo de quien debe poner a prueba su sabiduría en público. Sin ganas de quedar mal frente al forastero, tomó un palo largo y con destreza de laceador fue acorralando a la ternera junto a su madre. La ternera parecía sucumbir a la maniobra cuando, de improviso, pegó un salto y salió velozmente de cuadro. Se había librado del encierro gracias a un brinco más típico de los gatos, en una agilidad que las vacas van perdiendo rápidamente en beneficio de la holgazanería de alguien cuyo trabajo es comer para engordar. Creo que desde aquella vez que Jorajuría dijo «¡Esa negra de ahí es!», comencé a llamar a mi vaca La Negra. Fue complicado meter a la vaca madre y a la ternera a un corral. Pero lo fue mucho más tratar de separarlas, para fotografiar sola-

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mente a la ternera. Entre choques de la madre contra los alambres y mugidos de la hija y empujones y nuevas escapadas y las carreras de Sesinte con el palo y los gritos de Jurajuría desde el caballo y los perros que ladraban y el resto del ganado que miraba desde el otro lado de la cerca y el olor a bosta que cubría todo y otra vez que la madre se juntaba con su cría a los empujones y otra vez que las trataban de separar, hasta que Sesinte la pudo enlazar y, por fin, separarlas. Era la primera vez que La Negra estaba sola. La primera vez que, claramente, se diferenciaba del resto que miraba desde lejos. Desde la seguridad de ese grupo donde ninguna es individual, sino partes de un solo ganado. Su madre mugía desde un rincón cuando entré al corral, tímidamente, asustado. Creo que casi nos desmayamos los dos de puro nervio. Ella, por enfrentarse a un tipo que en lugar de cabeza tenía una cámara de fotos. Por mi lado, por estar frente a la criatura que acababa de comprar y a la que debía procurarle comida y confort hasta su muerte. Para los dos podía ser un buen negocio, pensaba. Jorajuría y Sesinete, respirando agitados, guardaban respetuoso silencio. Las vacas iban dejando de mugir y los perros ya no ladraban. Por primera vez estábamos frente a frente. Fue entonces cuando La Negra, tiritando de miedo, se comenzó a mear. Un chorro largo y grueso por entre sus piernas blandas de tan nuevas. Tal vez sospechaba que ver a un ser humano de cerca podía significarle el mismo final que el de las miles de millones de vacas que pastan día a día. Lo que aún no sabía era que le esperaba un destino menos anónimo que al resto de los animales de su especie. Aunque el mismo final, como a todos. Fue quizás a partir de la foto número 10, o en la 12, que La Negra comenzó a quedarse quieta. Tranquila. No puedo hablar de magia, ni de comunicación, ni siquiera de fastidio, pero recuerdo como si sucediera ahora que a partir de la foto 15, cada vez que hacía un nuevo click no se escuchaba nada más que el ruido de la cámara. Su madre, desde atrás del alambrado, estaba más tranquila. Jorajuría y Sesinte, miraban todo casi sin respirar. Y La Negra, en el pequeño corral, dejaba que me le acercara casi hasta tocarla. Mis movimientos eran lentos. Muy lentos. Tenía la impresión de que cualquier giro brusco volvería a desatar la escena de unos minutos an-

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tes, con la vaca madre chocando contra el alambrado, Sesinte agitando el palo para tranquilizarla, La Negra tratando de dar otro salto de gato para escaparse, Jorajuría moviéndose para detener una posible huida. Todo sucediendo en mitad de un campo argentino, cerca de Magdalena, un día de semana cualquiera a las 11 de la mañana, cuando el resto de los mortales está en su oficina y las ciudades llegan a su punto más alto de producción. Por eso nadie se movía. Todos quietos y en silencio. Ni las vacas ni nosotros queríamos volver al alboroto inicial. ––Listo, ya está ––dije en voz baja, alejándome de La Negra. Y entonces Sesinte rápidamente fue a liberar a la ternera, su madre respiró aliviada, y las dos salieron disparadas hacia el resto de las vacas que miraban curiosas toda la escena, muy ordenadas, en esa compacta tropa a la que se sumó mi vaca para terminar desapareciendo en el anonimato del ganado. ––¿Le sirvió? ––me preguntó Jorajuría, atento a que mi trabajo saliera bien. ––Sí, mucho ––le dije, y recién ahí sentí que tenía las manos húmedas. Y la garganta apretada. No lo pensé en ese momento, pero acababa de inmortalizar a la protagonista de mi historia. A mi primera vaca real después de tantos años de Carnicería Humana. Juan era un tipo extremadamente amable. Además de mandar a ensillar dos caballos, de encargarle a Sesinte limpiar el corral, también se preocupaba de que las fotos me salieran bien. Por aquel entonces todavía no me contaba parte de su vida, pero ya me había dicho que desde que nació se crió junto a las vacas. Y me imagino que le causaba simpatía vendérmela, y que quisiera contar la historia de ella. Esa vez, antes de despedirnos, cuando habíamos apagado el motor de la camioneta y todavía no nos bajábamos, me preguntó tímidamente: ––¿Y cómo nos ven a los argentinos en Chile? Era la primera vez que hablábamos algo que no tuviera que ver con vacas, carne, campos, ni con su trabajo o el mío. Sé que le daba curiosidad que fuera de otro país. ––Bien, me parece que bien. ––No, no le creo. Pero sabe, eso es por los porteños. Usted se va

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a dar cuenta que acá, en las otras ciudades que no son Buenos Aires, somos muy diferentes. De regreso a la Capital me fui mirando las vacas a un costado de la autopista, sabiendo que ahora yo también tenía una y que contaría su vida. Cuando el ómnibus entraba a Buenos Aires y ya era de noche, seguí mirando a la vaca en el visor de mi cámara. Tenía una ternera para engordarla, para venderla, y si tenía suerte, ganar dinero con el experimento. Como todos los ganaderos.

Brazuelo: De aquí se saca el ossobuco. Es un corte ubicado en la región braquial. Limita hacia atrás con la carnaza de Paleta, internamente con el Pecho y hacia delante y arriba con el Cogote. También se le llama Garrón delantero. Se le suele vender cortado transversalmente, en trozos que se venden como ossobuco. No va a la parrilla. Se emplea en guisos y hervido en sopas, principalmente en invierno. El azotillo: Cubre transversalmente la parte extrema cerca del cogote. Es un corte menor, sin nervios, que casi siempre sale duro si no es de animal muy joven. Se le suele moler, para hacer hamburguesas. O hervir, para dárselo al perro. Aunque si no queda más en la carnicería, igual entra en la parrilla. La falda con hueso: Es el recorte de la parte del pecho del costillar de la vaca. Si es tierna y con poca grasa se puede saborear a la parrilla, aunque su empleo natural es el puchero. «El puchero es comida para perros», me dijo un comensal de la parrilla Siga la Vaca.

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La Negra, como la mayoría de los vacunos argentinos que viven libremente en los campos alambrados, nació de forma natural. Su gestación ocurrió tras el apareamiento de un toro y una vaca. En ese momento termina el celo de la vaca madre, y su vientre comienza a aumentar de tamaño a medida que el feto va creciendo. Mientras está esperando su cría, la vaca se vuelve más tranquila y, a diferencia de los seres humanos, su cantidad de leche va disminuyendo. La Negra fue concebida sin inseminación artificial, y como en toda gestación natural, fue imposible predecir la fecha exacta de su nacimiento. Una mañana, Pedro Sesinte anotó que una nueva vaca había llegado al campo Don Lorenzo, y eso fue todo. Al igual que en los seres humanos, una vaca en gestación necesita más alimento del habitual y es por eso que al final de la preñez la madre de La Negra recibió un refuerzo alimenticio de granos y cereales. Las últimas semanas la vaca madre nunca estuvo encerrada en algún pequeño corral. Si bien se la observaba más detenidamente, igual que al resto de vacas preñadas, se la trató de mantener lo más libre posible para cuando llegara el momento del parto. El tiempo de gestación de una vaca es de 280 días, unas 40 semanas, 9 meses. Como la vaca no informa sus síntomas, se reconoce que está a punto de parir cuando el vientre ––especialmente el lado derecho–– ha aumentado considerablemente de tamaño. Además, la ubre está llena y los pezones rígidos. La vulva está enrojecida e inflamada y secreta un líquido mucoso y sanguinolento. Pese a la tranquilidad de todas las semanas de gestación, antes del parto la vaca se pone intranquila, mueve la cola y da señales de molestias abdominales. Antes de parir a La Negra, su vaca madre se alejó del resto del rodeo, buscando un sitio tranquilo y apartado. Ahí comenzó a experimentar las primeras contracciones musculares uterinas características, cada vez con mayor intensidad. Las vacas pueden parir de pie, aunque muchas de ellas se echan, especialmente en los períodos finales. Las primeras contracciones leves orientaron a La Negra y le ayudaron a adoptar la mejor posición para facilitar el parto. Esas contracciones iniciales pudieron prolongarse de 30 minutos a dos días. Primero apareció la bolsa de agua en la vulva. Entonces, la vaca

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madre hizo un nuevo esfuerzo, y apareció la cabeza de la nueva vaca rompiendo la bolsa. Después aparecieron las dos patas anteriores de La Negra, en una fase de parto que puede durar entre dos y cuatro horas. Tan pronto como el pecho de la ternera logró salir de la vagina, comenzó a respirar. Se suele recomendar que la vaca para sola y de forma natural. Sin embargo, a veces se las ayuda en el parto tirando suavemente de las extremidades del ternero. O, si el cordón umbilical sigue unido a la vaca después del parto, cortándolo con un cuchillo limpio o con unas tijeras, poniendo alcohol en el extremo del cordón cortado. Completamente expulsada del cuerpo de su madre, y con el cordón umbilical cortado, había nacido una nueva vaca argentina. Y aunque podía ser una más dentro de los 4 millones de terneros que nacen anualmente en el país, y uno más de las 200 millones de vacas que pueblan el mundo, ésta era una vaca diferente. Y la esperaba un destino fuera de lo común.

Recuerdo que llevaba pocas semanas viviendo en Buenos Aires, y ya comía carne varias veces a la semana. Un fin de semana, con un pequeño grupo de personas fuimos a comer carne a una parrilla junto al Museo De la Cárcova, al lado del río, en la Costanera. Había sol, y las mesas estaban en el jardín. Un pelado de uñas largas cantaba tangos con guitarra, y en muchas de las mesas había turistas. En el resto de mi mesa todos eran argentinos. Recién nos habían traído varias tiras de asado, dos ensaladas, unas papas fritas y vino. En esto estábamos, empezando a comer, cuando una porteña mayor de sesenta años y conocedora de medio planeta, me preguntó: ––¿Y en Chile se come carne? Le respondía con una sonrisa. La pregunta, por decir lo menos, era curiosa. Al principio pensé que se trataba de una muy ingenua discriminación. O quizás yo estaba muy flaco. O quizá mostraba dema-

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siada ansiedad a la hora de cortar mi pedazo de carne. Sólo con el tiempo, tras escuchar muchas preguntas parecidas e insólitas, de diferentes personas y en distintas situaciones, logré entender que el asunto se trataba de algo bastante más simple: los argentinos suelen saber muy poco de Chile. Aunque los dos países comparten la segunda frontera más grande del mundo, y la cantidad de negocios crece entre ambos países, en el inconsciente local los puntos cardinales del país son Pinochet, Allende, el desarrollo económico y un fuerte conservadurismo católico. Pocos saben que, en términos geográficos, los puntos cardinales están marcados por el Norte, donde hay un desierto grande y seco y amarillo llamado Atacama; el Sur, con una inmensidad de islas, islotes, archipiélagos y hielos y fiordos y zonas de lluvias eternas; el Oeste, con el océano Pacífico; y el Este, con la cadena de montañas de Los Andes. Se sabe que hay mariscos y pescados, pero lo que no se sabe es que están muy lejos de ser parte de la dieta diaria de los chilenos: es más, a mucha gente no le gustan para nada y nunca han sido parte de una causa nacional. A la inversa es distinto. En Chile las noticias argentinas suelen llegar fácil a las primeras planas. El rock y el fútbol argentino forman parte de la cultura chilena, y en los colegios son obligados Cortázar y Borges. Los periodistas siguen creyendo que el gran periodismo en español se hace aquí, y la fuerte incursión de empresarios chilenos en territorio argentino se mira como un asunto de orgullo nacional. A los argentinos se los detesta y se los admira con el mismo ímpetu y a veces, muchas veces, es una misma persona la que profesa abiertamente ambos sentimientos. Claro que como suele ocurrir en estos casos, los chilenos que aman y odian a la Argentina, lo hacen pensando en una Argentina que no existe en la realidad. Una que está armada como rompecabezas, con extracto de cosas sueltas que no logran formar un todo. Eso se nota, claramente, en el asunto de la carne. La imagen exterior del argentino poco tiene que ver con un país que, hasta hoy, uno de cada tres de sus habitantes vive directamente de la vaca. Un país ganadero por todos sus costados, donde el verdadero pánico nacional lo provoca una posible falta de carne. Por eso se

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habla tanto de ella, todo el tiempo, sin darse cuenta. Y por eso se suele preguntar, cuando alguien llega de otro sitio, cuánta carne se come en nuestras ciudades. Después, escribiendo este libro, entenderán que aquello que los argentinos llaman «comer carne» es algo que prácticamente no existe en ningún otro país. Una encuesta del Instituto de Promoción de la Carne Vacuna Argentina (IPCVA) y la Cosultora Gallup, dice que el 100% de los consultados comió carne vacuna alguna vez, y que el 70% lo hace por lo menos cuatro veces por semana.

Parte de la fama internacional de la carne argentina es su alto estándar de calidad. Mientras en otros países crece y se multiplican los laboratorios con vacas alimentadas artificialmente, engordadas en galpones sin sol hasta que el animal ya no se puede mantener en pie por causa de su propio peso, por lo general en la Argentina las vacas pastan al aire libre. Sueltas a su propia suerte, pero más por una falta de recursos que por una medida humanitaria. Sin embargo, se suele decir que esas condiciones hacen que el promedio de calidad sea alto. Aunque no todo es por el azar. Son muchas las variables que inciden en la calidad de la carne. Entre los factores biológicos están el sexo, la raza y la edad del animal. Cuanto más viejo el vacuno, su carne será más dura. O lo que es lo mismo, menos tierna. La terneza de la carne se encuentra claramente relacionada al tiempo de vida del animal. Sin embargo, muchos concuerdan en que las diferencias en la terneza se producen entre los 18 y los 42 meses de edad. A partir de entonces, prácticamente ya no hay diferencias. La Negra todavía tiene menos de 42 meses, así que sigue teniendo buena carne. Con el paso del tiempo, la carne se pone menos roja y disminuye su jugosidad. Por lo tanto, un bife de calidad nunca debe ser pálido ni seco. Tampoco «abombado», como quedan algunos bifes cuando se corta la cadena de frío.

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La conformación de la res también está influida por la edad, ya que en los primeros meses de vida el animal no tiene ni el desarrollo muscular deseado, ni la cantidad de grasa de cobertura e intramuscular óptima. La Negra debería llegar a la faena antes de que por su edad haya adquirido demasiada profundidad de tórax, ya que genera una res con elevada proporción de cortes menos valiosos como son los del cuarto delantero. En relación al sexo, se sabe que después de muertos, la caída del pH dentro de los músculos es mucho más lenta en machos enteros que en hembras. La carne de toro es generalmente más dura que la de novillo, y la del novillo es más dura que la de las hembras. El sexo también tiene influencia sobre el color de la carne. La cantidad de pigmentos es mayor en las hembras que en los machos, no existiendo diferencias entre estos últimos y los novillos (toros castrados). Sin embargo a la misma edad la carne de toro es más oscura, siendo esto atribuido al pH más elevado de su carne. Otra serie de factores en la calidad de la carne tiene que ver con los componentes que están fuera del animal. Variará si la vaca creció a campo abierto, como la mayoría de los vacunos argentinos, o en invernaderos, como ocurre cada vez más en el resto del mundo, con corrales donde las vacas apenas se mueven y reciben alimentación química por cañerías. También variará según las condiciones ambientales del lugar de producción, condiciones y tipo de mercado a abastecer, infraestructura con la que se cuenta o disponibilidad de reproductores. Una ternera como La Negra tiene de rendimiento un 58% de carne y un 25% de grasa. Por eso es importante su alimentación, pues a mayor nivel de alimentación mayor ganancia de peso. Y entre más peso y mejor alimentada, más terneza. Negocio redondo. Por eso es tan determinante el tipo de alimento (grano, silo, pastura) sobre la calidad de carne, y por eso las charlas con Juan Jorajuría en épocas de falta de lluvia y pocas pasturas. Al incrementar el nivel energético de la dieta con grano, se obtiene una mayor ganancia de peso, más estado de engrasamiento y menor edad a la faena, y eso significa un animal más caro para vender y con carne más tierna. Pero también más caro de producir.

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Para mejorar la calidad de la carne, se pueden usar otros elementos, como el uso de los antiparasitarios internos y externos. Las prácticas de castración, descorne y marcación son importantes para la calidad, al igual que todas aquellas que tiendan a reducir al mínimo el estrés de la vaca. Cuanto menos estrés tenga La Negra, que se le puede provocar por tener muchos perros cerca, gritos, encierros frecuentes y prolongados, mala accesibilidad al agua, más perjudicada y expuesta estará su carne. También influyen en su estrés varios elementos previos a la faena, como el trato durante el transporte al matadero y el viaje en el camión-jaula. Puertas a medio abrir, latigazos, golpes eléctricos, picanas, exceso de animales cargados en el camión, mezcla de animales de diferente tamaño y sexo, son elementos que en mayor o menor medida predisponen a golpes que producen hematomas, que terminan repercutiendo en una pérdida de calidad del bife. Todo el proceso puede estar bien supervisado, pero si el chofer que traslada a La Negra al matadero es malo, choca, o se despista, bajará la calidad de sus presas. Para una buena calidad la vaca no sólo debe nacer y crecer tranquila, sino que también debe estar relajada en el momento de su sacrificio. Eso permitirá un mejor sabor cuando nos llegue el trozo de bife al plato.

La falda sin hueso: También se la conoce como pechito deshuesado. Apartando el borde huesudo de la falda, y deshuesando la parte más delgada, se obtiene una exquisita pieza para ser puesta a la parrilla o asada al horno. Se recomienda mucha sal. Entraña: Es la parte del diafragma de la vaca que va pegado a las costillas. Es una tira de carne envuelta por una gruesa membrana bordeada por grasa. Ideal para hacerla a la parrilla, bien jugosa. Sería un crimen que se seque.

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El costillar: Las costillas de la vaca son la estrella del asado argentino. Generalmente se lo recorta de la falda, la tapa de asado, libre del matambre que lo cubre en parte. Ideal para el asado a la parrilla, aunque en otros lugares se use para sopas y guisos. «Para comerlo hay que hacerlo con la mano, y chupar los huesos hasta dejarlos limpios», recomienda el parrillero de Antigua Querencia, en calle Yatay.

Si bien insistían en que me había comprado una vaca, técnicamente, me lo explicaron rápidoe, con La Negra no me había comprado una vaca. Según el rigor del lenguaje ganadero, las vacas recién nacidas no son vacas sino que hasta los diez meses se las llama terneras. Luego son vaquillonas hasta aproximadamente los diecisiete meses y, una vez que nacen sus primeras crías, recién entonces pasan a llamarse formalmente vacas. Un ciclo de vida equivalente al de niña-señorita-señora. La que me había comprado era, entonces, una niña. Claro que a diferencia de esas niñas de verdad, que por 5.000 dólares se les venden a matrimonios europeos que llegan de compras a Latinoamérica, La Negra era una niña-vaca que seguiría creciendo junto a su madre-vaca. Pastando junto a ella en el campo Don Lorenzo, un terreno de unas 400 hectáreas donde se desarrollaría junto a toros, vacas, vaquillonas y terneras. En dos horas de ómnibus, desde Buenos Aires, llegaba al campo. Apenas dos horas bastaban para que las luces y las avenidas congestionadas y los grandes edificios y las alarmas gritando y los subterráneos en hora pico y los taxistas lamentándose y las casas de cambio y los cajeros automáticos y las marchas contra el hambre y el hambre y las bandejas de comida rápida y las escaleras automáticas y los shoppings y las tarjetas de crédito y los locutorios de Internet quedaran atrás, bien atrás, muy atrás frente a la tranquilidad con que las vacas hacen su propio trabajo de oficinistas: Alimentarse y alimentarse, con la idea de crecer y engordar. Día a día, en la misma rutina de miles de

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millones de vacunos del mundo entero. Animales que se pasan la vida pastando en espera de un único y repetido final. Un ganado anónimo que nunca se da por perdido. Por eso mismo es que, desde que compré la vaca, comencé a pensar en su muerte. O, más bien, me compré una vaca para matarla: un plan simple. Y ésa ha sido la rutina que ha seguido La Negra en todo este tiempo: dejarla comer con la idea final de llevarla al matadero para recogerla en bifes que me harán recuperar el dinero invertido. No es un plan original. En este mismo instante 50 millones de vacunos, repartidos por todo el país, pastan tardes enteras en espera del mismo desenlace. Pero ésta era mi vaca. Y era mi plan. Una de las primeras cosas que uno aprende en el mundo de la carne es que, al igual que en cualquier industria de hoy, los dueños y dominadores del mercado son los que acumulan y acumulan y acumulan hasta tener la mayor cantidad. Y por lógica de matemáticas básicas, la mayor cantidad la tienen pocos. El 78% de los productores de aquí tiene menos de 250 vacas, el 17% tiene entre 250 y 1.000 cabezas, y apenas un 5% supera los 1.000 animales. La frase «cuanto más tienes más ganas» parece haberse pensado a partir del negocio de los animales. De todas maneras, por insignificante que parezca, no es fácil comprarse una sola vaca. En el mundo de los seres humanos hace mucho que la soltería dejó de ser un problema y, por el contrario, ha pasado a ser un gran negocio: la persona sola dispone de más dinero para consumir y en todas las grandes ciudades se levantan torres y más torres, día y noche, con departamentos donde vivirá una sola vida. En el mundo de las vacas, en cambio, todavía uno equivale a nada. Si se entiende que el pilar del negocio es la reproducción, con un solo animal casi no hay negocio posible. A no ser que la vendas a tiempo. Y a tiempo, quiere decir que el mercado esté de tu parte. Claro que en todo este tiempo el mercado nunca estuvo de mi parte. Si bien todo fue pensado como un negocio, durante el cual conocería una industria emblema y parte de la historia de un país, creo recordar perfectamente la noche que entendí lo que significaba comerse a una vaca. Hasta entonces, como todos, no asociaba directamente la vaca al bife. Nunca, con el bife sobre el plato o la tira de asado so-

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bre la parrilla, se me ocurría pensar que eso venía de un animal que pastaba en el campo. Lo sabía, claro, pero no lo relacionaba directamente. Hasta esa noche. Había sido una semana de lluvias torrenciales de julio, y decidí cerrar los días de aguacero con un bife de chorizo jugoso en la antigua parrilla Rancho Mayo, en Avenida de Mayo. Ya sabía, porque se aprende rápido cuando se viene de otro país, que en Buenos Aires es difícil que no te toque un buen bife: aunque sea en una parrilla pequeña en las afueras de la ciudad, o en una pizzería donde también venden carne, o hasta en la cafetería de la esquina de tu hotel. Pero entonces seguía creyendo que para comer un buen corte de carne, carne-carne, lo mejor era ir a un lugar donde la experiencia depredadora de meterle cuchillo a un tejido muscular de vacuno se viviera al máximo. Por decirlo de algún modo que complazca a los vegetarianos, ir a comer a un sitio donde asumes tu delito deliberadamente. Uno de esos lugares era Rancho Mayo, entre la Avenida 9 de Julio y el Congreso, donde ya desde la vidriera podías ver cuerpos de animales que se asan a las brasas. El lugar era grande, con medio centenar de mesas con mantel y surtidas con cuchillos de cacha de madera y dientes afilados, ideales para la faena. El sitio, además, tenía el honor de haber ganado tres premios internacionales como el mejor sitio de carnes de la Argentina, cuyos galardones aparecían debidamente fotografiados en la carta del menú. En el restaurante todo olía a carne quemada mientras los mozos, vestidos de gauchos, iban y venían de la cocina a las diferentes mesas. Detrás del mesón se alcanzaba a ver un alto de carne cruda esperando su turno en la banca, antes de salir a pelearle al fuego. Si bien estaba prohibido fumar adentro, el olor a carne se te pegaba en la ropa con más ganas que la humareda de un habano. Casi quince minutos tardaron en traerme el jugoso bife que soltaba sangre cada vez que le enterraba el tenedor. Estaba masticando el tercer pedazo cuando, de pronto, sentí que unos ojos me clavaban la vista. Muy fijo. Demasiado fijo, la verdad. Terminé de saborear aquel trozo y giré la cabeza. La escena resultó conmovedora. Nunca lo había visto de esa manera. Lo que me miraba era una vaca, una vaca de verdad y en persona. Una vaca de tamaño real, con piel natural y piernas firmes. Una vaca a po-

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cos metros, que con su mueca fija parecía pedirme explicaciones. Una vaca embalsamada que estaba en la puerta del restaurante. Jamás me había percatado del pésimo gusto que puede llegar a tener para algunos esa legendaria tradición argentina de tener vacas disecadas en los restaurantes de carnes. La vaca de Rancho Mayo me miraba fijo y, de alguna manera, llegué a pensar que con desprecio. ––No se preocupe, esos ojos son de plástico. Todas estas vacas tienen ojos de plástico. Las hace un artesano del sur ––me dijo el mozo. Ése fue el primer cambio. A partir de La Negra, cada vez que comía un bife pensaba en las vacas. Y en ellas vivas. Lo extraño es que cuando comemos carne nunca pensamos, por ejemplo, en el pasto. Y eso que uno de los reyes de esta historia es el pasto. En la ganadería argentina el pasto sigue valiendo oro. Es sobre el verde que el ganado pasa días y días desperdigado sobre la llanura, rumiando libremente y sin parar, todo el tiempo, toda su vida. Siempre recuerdo ese viaje por La Pampa, cuando ya tenía la vaca en mi cabeza, arriba de la Toyota Hi-Lux de una linda ingeniera agrónoma: una flaca de chaqueta North Face naranja, GPS 2004, celular hiperliviano y zapatillas brillantes con olor a bosta. Ella vive del campo y en el campo, y aunque nació y se crió en la gran ciudad, dice que ya no deja el barro y la hacienda por el cemento y los semáforos: un camino inverso de los miles de trabajadores agrícolas que siguen dejando el trabajo en la tierra para probar suerte en la Capital. En eso estábamos, hablando con la ingeniera de la relación del campo y de la ciudad, de cómo en Latinoamérica la gente cada vez escapa más temprano del campo, y de cómo en este país eminentemente agrícola las personas del campo siguen emigrando a los centros urbanos, cuando pasamos frente a hectáreas y hectáreas de tiernos prados. Un campo plano y verde como una mesa de billar. Un horizonte recto al final del firmamento, que para alguien de un país con tantos cerros como es Chile nunca deja de llamar la atención. Fue frente a esa inmensidad verdosa, llamativa, que ella dijo: ––Ufff, con todo ese pasto yo podría sacar toneladas de buenísima carne. Ahí entendí, escuchando a esta ganadera hi-tech, que el negocio vacuno podía ser más simple que todo lo que nos han querido hacer

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creer. Su lógica se reduce en una frase: transformar el pasto en bifes para supermercado. ¿Y cómo se transforma? Bueno, con las vacas. Como La Negra, por ejemplo, que la última vez que la vi estaba rozagante de salud y empachada con un pasto seco que le vino de maravillas para enfrentar la falta de lluvias. En ese entonces me costaba pensar que mi vaca era una simple maquinita que transformaba el pasto en bife. Pero ahí estaban, millones y millones de maquinitas repartidas en el mundo entero, trabajando doble turno como complejos robots dedicados a mutar lo vegetal en carnívoro. Si esa máquina se pudiera construir, se eliminarían gran parte de las disputas y rivalidades y enfrentamientos que lideran los vegetarianos. Pero esa máquina ––que podría comprarse barata y en cualquier tienda agrícola y con repuestos al alcance de la mano y con talleres mecánicos para sus desperfectos y obreros mal pagos poniendo y sacándoles tornillos y toneladas de dinero en publicidad y un par de nuevos millonarios gracias al invento–– no existe. Las vacas no son máquinas. Pero si uno quiere hacer dinero con ellas, está obligado a verlas como eso.

Algo viene pasando en el país con la carne más famosa del mundo. En los años 70 aquí había 60 millones de vacas y 30 millones de habitantes, lo que daba la increíble suma de dos vacunos por cabeza humana. Hoy, se quejan los productores locales, «apenas hay una vaca por argentino». Y aunque la cifra sigue siendo alta, en el país de los bifes muchos analizan esas estadísticas con preocupación. Con el comienzo de la producción ganadera local, a fines del siglo XIX, la Argentina puso gran parte de su energía en desarrollar el negocio de la exportación de carne de alta calidad. Como consecuencia no buscada, y gracias a las catástrofes que ocurrían en buena parte del resto del mundo, el país rápidamente se convirtió en lo que acá siguen recordando como «el granero del mundo». Si bien

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Dios no era argentino, acá insistían en esa frase como una sentencia de orgullo nacional. Aquellos primeros años de despegue ganadero se recuerdan con enormes extensiones de tierra sembradas, primero con maíz, luego con trigo y finalmente con lino y alfalfa. De esa manera, al levantar el lino quedaba una extraordinaria pradera para consumo del ganado. Las vacas con buena y abundante comida que ellas mismas, y seguro sin darse cuenta, iban transformando en carne. En pocas décadas se llegó a tener la mayor cantidad de vacas por habitante a nivel mundial. En los años 30 ya había dos vacas per cápita, e incluso un poco más, lo que se prolongó hasta los 70. Pero desde entonces, y por eso la preocupación, los argentinos empezaron a comerse sin freno su propio stock. Como no se pudo ––o no se supo, o no se quiso–– aplicar medidas para aumentar la producción vacuna, la solución al desfalco de carne propia se buscó en otra área. Así nace el conflicto entre consumo interno y exportación de carne, eje central de la guerra de la carne y la lucha de los precios que se mantiene de hace décadas y que sigue tan vigente hasta el día de hoy. Una vez más, el mediano y largo plazo asomaron como lujos propios de los países desarrollados. Y aunque costara comprenderlo, la Argentina no estaba dentro de aquellas naciones. Las políticas agrarias comenzaron a tomarse según necesidades coyunturales, dependiendo de lo que pasara en el día a día. A veces convenía fomentar las exportaciones y en otras, muchas, privilegiar el consumo local. En 1952, por ejemplo, Juan Domingo Perón se inclinó por la exportación de carne porque necesitaba divisas frescas. Fue el propio Perón el que implementó la primera veda al consumo de carnes, una idea que más tarde se aplicaría en los años 60 y en los años 70. Hubo otros períodos con precios máximos, como durante el gobierno de Héctor Cámpora. Y ha habido varias suspensiones a las exportaciones de carne, como en el gobierno de Isabel Perón y, más tarde, en el de Néstor Kirchner. Esta falta de estabilidad en las políticas agrarias y la poca perspectiva de la industria, fueron llevando lentamente a un desinterés internacional y a la descapitalización del famoso ganado argentino. De ser líderes mundiales indiscutidos en cantidad y calidad, las últimas ci-

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fras muestran a la Argentina en un octavo puesto, con pocas perspectivas de subir de escalafón. Con Brasil escapado por mucha distancia y Uruguay, un país varias veces más chico, pisando los talones. Sin embargo, poco importan los ránkings mundiales cuando se gobierna una economía en que la inflación suele tumbar gobiernos y alentar estallidos sociales. Quienes miden los efectos económicos ya han calculado que el índice de inflación sube un 0,45% cuando la carne aumenta un 10%. Cuando esto sucede, un mes que se esperaba un 0,7% puede llegar a más del 1% de inflación. Congelar bruscamente las exportaciones, en un producto como la carne que funciona con cadenas de frío, obliga a los productores a tener que vender la carne dentro del país. Ante el repentino crecimiento en la oferta de bifes y lomos en el mercado interno, el precio por el kilo de carne baja o, en el peor de los casos, se mantiene. Y así se mantienen a raya los índices de inflación. Por cierto, fuera de las fronteras la carne sigue navegando por la pista tradicional de la oferta y la demanda, y el proteccionismo local hace que la Argentina viva en una suerte de limbo cárnico donde los precios de un kilo de bife poco tengan que ver con la realidad de otros países. Héctor Ordóñez, profesor de la UBA, hizo el cálculo. En los supermercados alemanes un kilo de lomo argentino cuesta 30 euros. Lo mismo que cuesta un kilo de Audi, el auto alemán de alto lujo que pesa una tonelada y vale 30.000 euros. Hoy en Buenos Aires el kilo de lomo cuesta 6 dólares. El kilo de carne para hacer milanesas o bifecitos cuesta 3 dólares, 2 dólares más barato que hace diez años.

La historia de La Negra, convertida en una vaca mediática, comenzó un domingo. La presenté oficialmente en mi columna de viajes de la Revista del Domingo, del diario chileno El Mercurio. El 30 de ma-

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yo de 2004 La Negra aparecía en todo Chile, un país donde el consumo de carne animal representa un 5% del gasto total de las personas, y donde en promedio cada chileno consume al año 26 kilos de carne vacuna. Un país que hasta 2000 casi no exportaba carne, y que cinco años más tarde llegaba a su propio récord vendiendo al exterior más de 80 millones de dólares en carne vacuna chilena. El texto se llamó «El viaje de una vaca» y fue acompañado de la primera foto de la vaca, la de aquella mañana en que La Negra se meó. Esa publicación no sólo terminaría siendo la primera de una serie de apariciones en diferentes países. Era, a la vez, el comienzo de la independencia de mi vaca. Entonces no sabía qué vendría en el futuro, sólo quería contar que me había comprado a La Negra. Y que me la iba a comer.

El viaje de una vaca Ésta es una columna de viajes especial. No porque ahora reniegue de los días itinerantes, ni le haya perdido el gusto al periodismo portátil ni a los aviones, hoteles, jet lags, estaciones de trenes, terminales de ómnibus, salas de embarque, equipajes de mano, despedidas y llegadas. Simplemente es diferente porque desde hace unos días, y eso es lo que vengo a compartir, me he embarcado en un viaje diferente. Me he subido a esa impagable travesía que consiste en velar por una vida que nace, que veré crecer, que le procuraré comida y, también, deberé preparar para dificultades y hasta para su propia muerte. Sí, es lo que ustedes ya imaginan: me compré una vaca. Sin ser exagerados puedo decir que desde hace unas semanas, desde que me compré esta vaca recién nacida ––una ternera, para ser exactos en el lenguaje ganadero–– me siento participando de un singular y, en cierta forma, exótico viaje. De uno de los más inciertos, tal vez. Comparto con ustedes la foto de la criatura, de La Negra, luciendo asustada sus dos meses de existencia. Fue tomada en el campo Don Lorenzo, donde se cría: un predio de 400 hectáreas que está camino a Magdalena, a unos 40 kilómetros al sur de La Plata, manejado por Juan Jorajuría, un buen hombre de campo con más de sesenta años entre ganado.

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¿Para qué querés una vaca recién nacida?, me preguntó hace unos días un amigo argentino que vive en Barcelona. Le dije que haría lo de todo ganadero: engordarla mucho, mandarla al matadero cuando fuera grande y, con la ganancia de la venta, comer más y mejor carne. «¡Ésa es la historia de la Argentina!», casi gritó, sorprendido. Y tenía razón. La idea original con la compra de esta única ternera era simple: siguiendo la vida de La Negra podría contar la increíble, desopilante y hasta truculenta historia de la más famosa carne del mundo. Al poco tiempo, desde que tengo mi propia vaca (desde que soy ganadero, digámoslo como es) me he dado cuenta de que al contar el mundo de la carne en Argentina, uno está contando una historia mayor. De entrada puede verse extravagante lo de tener una vaca en Argentina (sólo comparable a tener un canguro en Australia o un león en Kenia), pero más que una mascota aquí la vaca es ––y sobre todo fue–– parte fundamental del motor económico del país. Es decir, desarrollar una ternera en este país eminentemente ganadero equivale a tener una pequeña veta de cobre en Chile, un árbol de plátanos en Ecuador o una tienda de municiones en Estados Unidos. «La carne es nuestra industria más importante, y debes pensarlo como que cada vaca es una chimenea de esta fábrica», me dijo hace poco un tipo con 1.500 vacunos. Si bien La Negra me servirá para la investigación, debo aclarar que desde el punto de vista comercial ––destino final de cualquier vaca––, tener una sola ternera puede ser una catástrofe financiera. No puedo cruzarla y entonces no ganaré mucho. Mantenerla me saldrá caro, por un asunto de costos a escala. Es más, según mis cálculos, al tener una sola, mi participación de mercado es apenas del 0,000002% del mercado cárnico local, que cuenta con 50 millones de animales. Aunque de todos modos, espero hacer valer mi voz cuando me entreviste durante este viaje, que recién comienza, con aquellos grandes estancieros, productores gigantes de bifes y agresivos operadores que se me irán cruzando en el camino. Viendo la foto se nota que la vaca no es un animal doméstico. Se arranca cuando uno la quiere acariciar. Jamás viene cuando la llamas y es absolutamente incapaz de hacer alguna gracia. Nunca sonríe y, lo que es peor, siempre parece triste. Es un animal curioso pero desconfiado. Como si supiera que su único fin es nuestro plato. Como en todo viaje, estoy seguro de que éste tendrá un final inespe-

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rado. A veces pienso en lo triste que será ir a dejarla al Mercado de Liniers, donde se transan hasta 60.000 animales a la semana. Otras, creo que no seré capaz de mandarla a matar, aunque sea a un degolladero moderno. Hasta he llegado a imaginarme, si me encariño con ella (lo peor que le puede suceder a un productor de carnes), llevándola de viaje como hacían los argentinos millonarios de principios del siglo XX. La verdad es que no sé qué le depara el destino y, seguramente, estoy viviendo la misma incertidumbre por el futuro de todo quien tiene a su cargo una vida. Veremos en qué termina este viaje. Prometo contarlo.

Segundo corte

Comenzando el siglo XX, la industria ganadera argentina ya es un sólido motor, con millones de vacas de fuerza empujando el desarrollo de la Nación. Son las primeras décadas de 1900 con Argentina convertida en un imán para inmigrantes europeos que comenzaban a cambiarle la cara, literalmente. Gracias a las vacas, Argentina se había transformado en una suerte de isla entre el resto de América latina, con comunicación y soporte y subordinación directa a Londres. En esos años comienzan a instalarse frigoríficos en todo el país, primero con tímidos capitales argentinos, más tarde con la fuerte presencia de capitales británicos, y seguidos por una fuerte arremetida de capitales estadounidenses. Argentina como atracción de capitales extranjeros y con Buenos Aires convertida en aquella ciudad del primer mundo que se recuerda hasta hoy y cuyo despegue tenía patas de ganado. Mientras en la capital se levantan lujosos y pretenciosos palacios, adornados con estatuas traídas de Europa y cuadros que han sido encargados a grandes pinceles del primer mundo, y se construyen modernos trenes subterráneos como en las grandes urbes y se levantaron teatros y se importan óperas y se recibe con honores a los escritores y poetas, en el interior del país el alambrado de los campos no se detiene y corre veloz. Cada día aparecen nuevos cercos y tranqueras, y la inyección de capitales extranjeros viene junto a las primeras inyecciones al ganado para mejorar la producción. Los salarios en el campo se mantienen bajos, por momentos bajísimos, y en muchas haciendas los empleados tienen, casi oficialmente, el rango de esclavos.

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