La Sed De Los Tres Besos

  • November 2019
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La sed de los tres besos.

Nada es lo que hay y no. Lo que resulta de todo menos nadie... Jamás obtendrás un dos de lo que se restó hasta quedar vacío de adentro. Daniela Turrubiates.

El tiempo me está desgastando las manos mientras pasa por debajo de la cobija. Ha llovido toda la tarde, toda la mañana, la madrugada y la noche y todo se ha convertido como sin quererlo en una sopa fría, como de cal. No obstante, bajo la cobija hacía calor pesado, las paredes también sudaban, aunque no sé muy bien cuántas eran ni dónde estaban. Yo estaba, lo recuerdo, intentando sobrellevar el tiempo sofocado, el horror de su sencillez. Para entonces siempre había tenido clara sólo una cosa: que el olor a vómito hace que uno también se ponga a vomitar y, mientras me arrancaba las manos con suavidad, se me antojó pensar en esas personas que vomitan para lograr estar delgadas. Algunos de ellos comen como si tuvieran que acabar con todo y vomitan en grande, rasgándose los músculos del pecho cada vez que lo hacen, luego sonríen o lloran y se van. Hay otros, no obstante, que casi ni han comido cuando ya van a vomitar un hilito de redención pero con aquel dolor y asco. De pronto, vomitar es más bien querer quedar vacío, sin culpas; pero yo entonces no sabía eso. Afuera había estado clareando a medida que las yemas se desprendían de los dedos. Yo procuraba no perder la cuenta de cuantas eran; era raro no sentirlas hormigueando y ahora me parecía haber tenido mucho más que diez de ellas, trece como poco. El tiempo me daba nauseas, su paulatina pero innegable blancura me hacía pensar que ya se había franqueado la hora entumecida y sin embargo, podía sentir todavía los segundos amontonándose unos sobre otros sin poder moverse, cayendo tristes sobre la cobija, aplastándome un poco más. Una vez, lo recuerdo, yo había transitado estos mismos momentos pero entonces no conocía el secreto de la cobija y el bochorno se me hacía particularmente insoportable. Ese día reuní fuerzas como pude para levantarme y correr al lavamanos limpio; una vez allí, quizá buscando el consuelo frío de la menta, estuve largo rato exprimiendo la pasta dental y viendo chorrear las gruesas venas blanquiazules. Todavía podría evocar el frío en las manos, volver a sentirlas ardiendo con el hálito fresco de la menta; pero estaba seguro de que, habiéndome caído como lo había hecho, no intentaría volver a cosérmelas. Aquella vez, lo único que siempre había sabido era que los espejos nunca devuelven el reflejo real de un rostro y, teniendo esto muy en cuenta, procuré hacerme un revoltijo de cara: lengua por seguro aunque de pronto muy seca, nariz comida de menta, labios. Y eso era todo lo que tenía que

aparecer, lo demás era puro horror, pero porfié en hacerme ojitos y orejitas, también me quise colocar unas buenas mejillas y para colorearlas, lo recuerdo bien, probé a presionar esas mismas yemas contra la esquina filosa del espejo. Sin embargo, no brotó un descomunal chorro de sangre azul-mentolada, como hubiera sido lógico, sino que apenas se enrojecieron las puntas y, con aquel temple, las manos hubieran dicho que no iban a romperse nunca; eso claro si yo no las hubiese mandado a callar desde mucho después y es que, dentro de dos meses, iba a caer en cuenta de que podían hablar. Estando inclinado sobre el lavamanos, frustrado mi intento de rostro e intentando llorar menta sin éxito ninguno, me di cuenta de que la piel de las manos había comenzado a agrietarse y que imperceptibles hilillos de sangre estaban haciendo trayecto en mis brazos. Noté que salían de las muñecas, que había trozos de vidrio encajados en ellas, que la menta de tres tubos de pasta se había convertido en un cosmos fresco, leyéndose por todos lados o gritando que estaba vivo aunque no se moviera y entonces, sabiendo que en algún lugar de esos vidrios me había dejado el rostro dibujado, me llevé las manos a la cara. No ha sido tan terrible sentir mi rostro verdadero por una vez; pero yo siempre había sabido que uno no puede vivir ni en paz, ni en silencio, ni siendo honesto y por eso grité y me lo quité de encima lo mejor que pude. En éstas me había dejado caer y, lo recuerdo: en cuanto toqué con los labios el suelo tibio, el vómito se me escurrió por sorpresa, blanco y diminuto; con él escupí que borrar el recuerdo es más bien arrojarse al vacío y caer agonizante y sorprendido, en saliva muy espesa. Lo único que siempre había sabido entonces era que cuando uno escupe, siempre debería quedar satisfecho con el resultado. Pero en ese suelo, por demás salpicado de menta, no habían caído piel, beso, ojo, beso, grito desesperado de paredes desconchándose ni beso. Hoy es dentro de dos meses porque me parece que las manos me han comenzado a hablar desde donde deberían estar las muñecas. Ahora las manos son sólo eso, nada de piel para sentir porque ya se les ha caído completa y yo la guardé como mejor pude dentro de mis ojos, o de lo que deberían ser mis ojos. Las manos me han dicho que en lugar de estar masticando suelo tibio, debería estar recuperándome de los recuerdos borrados y me recetan, con demasiada gentileza, que me asome a la ventana, a la mañana recién llovida que acaba de pasar e intente encarar la sopa casi tibia que ha comenzado a borbotear afuera. Luego me han dicho que para los temblores, la sed y el horror pesado de los momentos atascados, me ponga una bola de plastilina azul entre las muelas. Que vuelva con ellas cuando recuerde cómo se hace. Es curioso con cuanta propiedad me hablan las manos, como uno de esos viejos desconocidos de los que pudieras pensar que hablan en un perpetuo desvarío senil cuando en realidad llevan la lucidez del mundo a cuestas. No me extrañaba demasiado, después de todo siempre había sabido que no eran parte de mí; supongo que me agradaba llevarlas puestas como quien lleva un perfume. Honestamente, estas dichosas manos nunca han sabido nada de mí, de cómo me gusta el café con leche o de cuántas veces había intentado pararme y arrojarme por la ventana desde que había comenzado a llover. Es que eran un par de viejas prepotentes y mentirosas. Yo sé que en su consejo está escondido un plan truculento para que yo no las vuelva a arrancar, aun haciéndolo con suavidad. Están bogando por que yo recuerde lo bien que se siente tenerlas conmigo y cuan horrible sería que me faltaran otra vez. Estoy seguro de que se han acostumbrado a lo tibio de mis muñecas, a los hilos siempre azules que me recorren los brazos. Recuerdo cómo me las encontré vagando entre las grietas de las paredes y las cortezas de los árboles; entonces me habían parecido tan curiosas que no pude evitar guardármelas en los bolsillos a ver si luego me eran útiles. También recuerdo, muy a mi pesar, las lágrimas suicidas y calientes que acabaron con mis ojos, las que tanto se parecían a los pozos de agua que se habían ido acumulando en los canales que servían para cerrar la ventana y más allá de eso, me parecía estar viendo esas mismas lágrimas bajar hacia mí con lentitud de siglos, desconchando mis paredes. Ese día noté que no tenía piel y ahora las manos mezquinas, me pedían con su falsa condescendencia que volviera a esos instantes, paredes y cortezas; que me pusiera a construir memorias nuevas como hice entonces. Casi me dan lástima pero la verdad creo que lo que están

logrando es aumentar mi nausea. Eso de borrar recuerdos yo lo conozco bien. Lo único que siempre he sabido es que esta nausea precede a la caída y al vértigo propio de ella; sin embargo, hay que ver el lado amable de estar enfrentado a la posibilidad de quedar despedazado en un suelo y es que, mientras te caes, es común sentir algo parecido a un vacío que comienza en algún lugar del pecho o quizá más abajo. Es, quizá, una sensación parecida a los que vomitan para quedar sin culpa; pero yo, ahora mismo, no sé absolutamente nada de esto. Sé mucho en cambio de la saliva y de cómo se siente tenerla en abundancia, puesto que alguna vez he sido capaz de hablar. Aquello de la plastilina entre las muelas, lo recuerdo, era un remedio bien efectivo para quienes se han creado el hábito de comer cal; no obstante, venía también con sus vicios bien incorporados. Yo siempre había sabido que una vez que masticas una bola de plastilina y sientes la canela de la saliva burbujeando entre sus pliegues, comienzas a tener la extraña sensación de que todo se ha vuelto más suave. A mí, por ejemplo, siempre que me venía el quebranto y sentía que me hundía en la cama, me parecía que podía comerme las ventanas y salir volando. Definitivamente prefiero el sabor arenoso de la cal a aquel calor pastoso de la fiebre, de la saliva, de todas las lágrimas y seguramente del suelo que me iba a encontrar cuando notase que no tenía alas. Tengo que admitir que, aun sin tener la piel aparentemente suave de la que quedaban apenas rastros en mis ojos, las manos todavía tienen el encanto ingenuo y como de virgen que tanto me había complacido cuando las besaron por primera vez. Era viernes y había algo diciendo algo importante, de pronto serían las mismas manos pero entonces no había notado que podían hablar. Lo único que siempre había sabido entonces era que la cosa que tenía al lado no era la que hablaba; sé que tenía brazos y, si no me he equivocado, labios también. Creo que esos labios hicieron un sonido y después se callaron, fue un ruido vasto que más bien parecía música. Cualquiera hubiese pensado que ellos, que muy probablemente formaban parte de una boca como no existe ninguna otra, habían chupado todo el universo y esa cosa lo había tragado como si nada. Y entonces ocurrió, la cosa agarró una de mis recién encontradas manos y le cosió tres besos. Siempre he sabido que fueron tres; sé que fue con ellos con quien vino la sed que me ha dejado sin una gota de saliva y sé que fueron esos labios los que, de algún modo, me chuparon desde el vientre y hasta las yemas de los dedos dejándome con la sensación más placentera, fría, consoladora y al mismo tiempo aterradora y terrible: el vacío que hace siglos vine a buscar con necedad en un lavamanos al que ya ni siquiera podía tocar para intentar aferrarme a algo, levantarme de nuevo e intentar volar otra vez. Desde ese último día - pienso para mis adentros - había comenzado a coserme el resto de la piel. En realidad mi trabajo había sido bastante menos complicado de lo supuesto en un principio; coser piel se reduce simplemente a imitar esa música de labios que, lo recuerdo, me parecía que iba implícita en los suspiros que se caen con estos momentos atorados desde entonces. Ahora que pienso en mi piel, acabo de notar que nunca he tenido una cobija encima para protegerme y que los momentos, de algún modo, parecen haberse acurrucado en mi piel y se han abandonado a un sopor enrarecido. Para entonces, si alguien hubiera preguntado acerca de qué sabía yo, solamente hubiera encontrado mi lengua seca y filosa, extendida y rogando saliva; quizá para hablar o quizá para deshacerse de los recuerdos de esos tres besos que me habían dado sed, piel, calor y un vacío incompleto que parecía nausea pero también era un orgasmo o un suspiro incompleto. Yo hubiese podido contar que llevaba dos siglos en soledad, caído entre patéticos ensayos de vómito pero los dedos que tenía no eran buenos para contar, eran largos como almas; pero lo que los hacía definitivamente inútiles es que nunca habían sido míos y yo nunca había sentido con su piel sino esos tres besos y tampoco con esta piel había sentido nada. Quizá me había caído y era probable que llevando momentos a cuestas no pudiera levantarme más, sin embargo, ahí estaba todavía sin concretarse el vacío, todo era todavía caída, todavía intención y yo estaba seco, sin agua para poder moverme.

Las manos parecen haberse callado como resignadas a que no puedo entenderlas y a que su piel se ha perdido en las cuencas de mis ojos. Admito que exageré diciendo que no sabían nada de mí; las pobres han de haber comprendido que lo único que siempre he sabido es que nunca debo hablar y menos intentar hacer la voluntad de algo que no tiene piel. Una vez más, sin embargo, parece que en lugar de inspirarme lástima me están dando nauseas, asunto que realmente me incomoda porque por más que intento llenarme del olor a vómito (del que estoy seguro queda algo todavía entre la menta vieja del suelo) y así poder quedar vacío, ligero al fin para salir a volar; parece que mi nariz ha dejado de desempeñar su rol y ahora me he quedado sólo con ese rumor de labios como música que mantenía mis partes juntas. Como para terminar de quitarle la esperanza a las manos, sé que si pudiera me levantaría con toda la sinceridad del tiempo en la espalda y diría que no me importa, que estoy vivo aunque no me mueva y después seguramente les sacaría la lengua y las lamería con ella, para que sintieran en carne viva lo que significa tener sed, sed no de agua sino de cal. Pero yo no haría nada de eso; de hecho la mera idea de poder levantarme era un absurdo que yo iba trazando cariñoso entre lo que había quedado de las manos; los momentos eran mucho más pesados de lo que yo pensaba y aunque ahora había comenzado a oscurecer, parecía que en vez de seguir su camino como debían, nuevos momentos llegaban a apilarse sobre el enorme montón que cada vez me daba más y más calor, aunque afuera la sopa parecía enfriarse. Las manos también parecían haber gastado los últimos residuos de mi calor y mi sangre, de hecho habían comenzado a adquirir un bonito tono azul muerto y habían comenzado, finalmente, a deshilacharse. Para entonces no me había preocupado demasiado por el resto de mí mismo. Caído en un suelo sin nada de saliva para amortiguarme y despertarme a la inconsciencia de la amnesia, había tenido que recorrer por lo menos los recuerdos de los dos últimos instantes bien hubieran sido segundos, días o siglos, eso importaba poco. Ahora sin embargo, comenzaba a sentir que mi cuerpo, sobre todo mi cabeza que ya de por sí estaba un poco magullada y por muy poco aplastada, no podría resistir el peso de todo el tiempo que se iba acumulando encima. Creo que acabo de caer en cuenta de ello pero ya hace un tanto que mis oídos se han rendido al silencio del tiempo que nos aplasta; ahora por más que lo intento no logro recordar ese sonido anterior a los besos y supongo que es por ello que los retazos de mi piel se han comenzado a desgarrar. Yo hubiera podido mirar como se ensanchaban las grietas si hubiera tenido ojos y quizá si la nariz hubiera trabajado como debía o yo hubiese tenido al menos una gota de saliva que animara a las papilas secas; quizá entonces me hubiese dado cuenta de las miasmas de muerte que, al igual que mis manos, exhalaba mi cuerpo entero; pero como no podía, apenas comprendía el ruido sordo que producían los hilos al romperse y recordaba o intuía, igual que con las manos, que mis hilos eran azules y duros. Hilos de muerto. Casi hubiera tenido una intención real de levantarme para intentar alejarme de ese silencio de suelo y menta que ahora más bien parecía sal, pero entonces noté que había comenzado a llover otra vez. No tenía ningún sentido, el tiempo estaba dando vueltas en círculos allá afuera; ya iba a comenzar la sopa de nuevo y yo aquí aplastado, agonizando, con nauseas y todo por no haber querido moverme, por dejarme caer un par de segundos de nada. Por cierto que me molestaban los momentos sobre mí pero no tanto como los que estaban repitiendo el mismo camino afuera; y es que aquéllos estaban hechos, creo yo, del mismo material extraño del que estaban hechas las manos y eran incapaces de pararse un poco, descubrirse las cabezas y unirse al convite de susurros de cosas chiquitas o de nostalgia que con tanto amor o atención yo estaba repartiendo. No obstante, con cada momento nuevo que caía sobre mí, todo parecía importarme menos, como si ese sopor enrarecido del tiempo también estuviese afectándome y sin embargo, todavía estoy pensando en la ventana abierta, como invitándome a hacer caso al consejo de las manos. También sé que la lluvia se cuela gorda y caliente en los canales de las ventanas y más allá, volviendo a la empresa grosera de desconchar mis paredes. Honestamente, nunca he sabido por qué razón a uno jamás pueden dejar de importarle las cosas por completo. Creo que quizá fue por eso que cuando sentí lo fresco del agua dibujándole venas rotas a mis paredes, me pareció que si lograba beber un poco de esa cal mojada al menos se me quitaría la sed.

Ya vuelven las manos a unirse a los momentos motivados, ya comienzan ellas a tener piel de nuevo aunque quizá estuviera un tanto azulada. Sé que deben estar hablándome aunque no pueda oírlas puesto que hay un aire de promesa vana y de falso consuelo cerca de mí; de pronto aquí están otra vez pegadas a mis labios, recordándome el beso del que yo tenía que hacer recuerdo en las ventanas abiertas, en la palabrería loca de pájaros, campanas y helados que se derriten en las manos. Ahí estaban también esos malditos tres besos que más bien parecían tres gotas de deliciosa lluvia helada; esos por los que valía la pena levantarse a seguir el rastro de las costras de cal y arrojarse por la ventana a buscar pedazos de piel nueva en otras paredes y otras manos. Lo único que siempre supe es que las memorias que comenzaban con un beso no podían olvidarse simplemente dejándose caer. Entonces me levanto a pesar de los momentos, me sacudo como puedo los trozos de piel y con ellas me salgo de cualquier tiempo molesto. Lo único que me ha quedado sin hilar han sido los labios, yo los presiono contra la cal mojada y bebo tratando de enumerar las paredes. Y entonces vino el vómito, fresco y doloroso como la menta anhelada, abundante y lleno de sangre azul que manó seis veces seguidas sin dejarme respirar. Todos mis hilos, todas las paredes, el lavamanos y los vidrios del espejo estaban empapados de mí y vomité todavía más sobre el abismo de mil paredes y una ventana. Poco a poco me vacié y terminaron orgasmo, suspiro y nausea. Entonces supe qué era lo que debía hacer, tenía que callar igual que lo había hecho la cosa y chupar, tragarme el vómito que era el universo ahora. Porque la vida sin esa música no es vida y porque mi sed no acabará hasta que deje de besar cal y tenga el valor de llegar hasta aquellos labios y beber de ellos. Creo que nunca había sabido algo hasta ahora. Lo único que recuerdo antes de morir ahogado es que me he vuelto a caer, esta vez junto a la ventana; me he sorprendido a mi mismo convertido en pájaro azul que vuela siempre detrás del tiempo sin que me vean, comiéndome las nubes con toda la sed de mis ojos y escuchando apenas las campanas de los helados o de las iglesias chorreando miedo. ·Ång§†·

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