En medio del océano existía una hermosa isla tropical, tan rica en recursos naturales, que semejaba un paraíso. El clima era envidiable: abundante agua potable, sol, brisa y verde vegetación.
Las noches eran frescas y agradables, infinitamente plácidas, tanto que los isleños tendían sus hamacas fuera de las chozas y el único trabajo duro consistía en hacer cada vez más hijos.
Un día fatídico, los piratas encontraron la isla y la tomaron para sí. Fruto del saqueo anterior, los malvados habían acumulado grandes tesoros. Y su gran fortuna les daba un poder casi invencible. Prácticamente se creían dioses. Hacían lo que querían… Desde ese día no volvió el Sol.
Con la madera del barco construyeron un muro muy alto y se quedaron con el 80 por ciento de la isla. La mejor parte, claro, y para disuadir a los isleños montaron sus grandes cañones para “defenderse”.
Cuando los nativos protestaban, una andanada de convencimiento les era regalada desde la fortificación. Con su tesoro malhabido, los piratas obtuvieron maquinarias y sembraron millones de hectáreas de bananas. A partir de ese momento, ese lugar sería considerado como “bananero”.
Como los vecinos les echaban el ojo, los piratas tuvieron que crear leyes “justas” para todos para poder convertirse en honestos productores. Con el dinero y las maquinarias que tenían, pronto las cosechas se sucedieron con gran éxito.
Cada vez las cosechas eran mejores. El dinero ya no cabía en los cofres y tenían que esconderlo en otras tierras. Pero la miseria cada vez era mayor para los isleños… porque siendo muchos, careciendo de tierras ni de recursos, cada vez estaban más descontentos.
Para aplacar los ánimos, los piratas “señores” les hacían unos cuantos disparos intimidatorios. Lo que jamás se hubieran imaginado estaba ocurriendo: en el paraíso peleaban por comida. Unos, por la vida, por el futuro, por sus hijos; los otros por incrementar su fortuna y no perder sus privilegios.
Apelarían al diálogo para obtener paz y para eso todos pagarían impuestos. Los piratas decidieron que era justo pagar, pero lo tendrían que hacer todos por igual. Y, por qué no, hasta menos, porque ellos gastaban más que los isleños.
Pero los isleños preguntaron: ¿Cómo vamos a pagar igual si ustedes son veinte y tienen el 80 por ciento de las tierras? Nosotros somos miles y sólo accedemos al 20 por ciento restante. No es justo. A cada uno de ustedes les queda una fortuna y a nosotros no nos alcanza para llevar un bocado al estómago de nuestros hijos.
Los piratas dijeron: “Nosotros somos los que mandamos acá y no nos importa lo que les suceda. Por nosotros, que se les caiga el cielo encima y les entierre el barro … jajaja”. Apenas pronunciaron esas palabras …
… llegaron unas enormes nubes que cubrieron el cielo y amenazantes rayos comenzaron a sonar como los cañones de los piratas.
Grandes olas se levantaron y un diluvio comenzó a deslizar la tierra. Los piratas desesperados notaban que la tormenta arreciaba sólo de su lado del muro.
Esta vez el gran poder de los piratas era arrasado como las plantaciones, sus maquinarias y su dinero.
Ese gran poder que cobardemente era utilizado para pisotear la vida de los más débiles … Las aguas estaban lavando toda la afrenta que los “señores” habían cometido y se llevaban a las profundidades todos los malos recuerdos.
De pronto, así como había llegado, la tormenta desapareció y nuevamente salió el sol. El sol volvía para recordarles a los isleños quiénes eran y para qué estaban allí.
Eran hombres libres y honestos, inocentes criaturas bendecidas por una mano superior. Tan importantes como para destruir la maldad, la injusticia, la arrogancia y la avaricia.
La semilla de los verdaderos hombres no se compra, no se vende, porque su legado es infinitamente más importante que ninguna cuenta bancaria …
En esta isla, la vida es primordial; las ganancias no. En este lugar, los hombres son los que engrandecen la creación. Acá, en esta isla, ellos lo saben. Afuera no.
Todavía.
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