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LA IMAGEN DEL LA MUJER EN EL ARTE DEL SIGLO XIX Las revoluciones industriales y políticas que conmocionan a Europa durante el siglo XIX establecen de forma definitiva el poder económico y político de la burguesía. Nada tiene de extraño, por tanto, que esta clase social extienda sus ideales sobre la mujer a toda la sociedad. Según estos ideales la mujer tenía que ser la esposa gentil, amable, complaciente y bondadosa, fundamento del hogar y madre ejemplar de sus hijos. Una especie de mujermonja, cuyo convento sería el hogar de la familia burguesa. Esta mujer accedida a la burguesía ciudadana tiene poco que ver con aquella otra del Antiguo Régimen perteneciente a una familia que constituía una unidad de producción, bien fuera esposa de agricultor o de artesano. Ahora ve limitada su multiplicidad de papeles y funciones. En la sociedad preindustrial todos los miembros de la familia desempeñaban un papel útil, pero con la Revolución Industrial la mujer de la clase media y alta pasará a depender económicamente de su marido, y se mantendrá al margen de su negocio o empresa. A medida que pasa el tiempo irá disponiendo de más y más tiempo libre, ya que los productos de primera necesidad (ropa, alimentos y enseres domésticos) que tradicionalmente producía, pasa a hora a comprarlos. Por esta razón verá reducidas sus actividades a las de esposa y madre educadora. Lo que hoy se denomina “mujer de interior”o “ama de casa”, es decir, dueña, soberana y ángel protector del hogar. Pero lo curioso es que estos ideales se extendieron a toda la sociedad, a pesar de que tenían su origen en la burguesía, de modo que incluso las mujeres que se veían obligadas a buscar un trabajo para sobrevivir, se sentían presionadas en sentido contrario por un medio social que consideraba el trabajo de la mujer fuera del hogar como algo condenable. Piénsese que, incluso los teóricos del socialismo se oponían a que las mujeres realizasen un trabajo asalariado. Pero no hay que olvidar que, a partir de la Revolución Francesa, las mujeres comenzaron a reclamar su participación en la política y a exigir una serie de derechos políticos y legales: al divorcio, a una educación completa, etc. Y aunque durante las revoluciones de 1830 y 1848 la actividad política de las mujeres francesas creció considerablemente, no sería hasta después de esta última fecha que haría su aparición el primer feminismo, esto es, aquel
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movimiento que exigía para las mujeres iguales derechos que para los hombres. 1. La frustración de un sueño El sueño de que hablamos se plantea durante la Revolución Francesa, un momento clave en la historia de las mujeres. En primer lugar, porque también lo fue en la historia de los hombres (los individuos del otro sexo y los seres humanos en su conjunto). Y, además, porque este acontecimiento fue la ocasión para que se cuestionasen las relaciones entre los sexos. La Revolución planteo la cuestión de las mujeres. Son sobre todo las grandes leyes de septiembre de 1792 sobre el estado civil y el divorcio las que tratan en pie de igualdad a ambos esposos. El matrimonio es un contrato civil y se basa en la idea de que ambos contratantes son igualmente responsables y capaces de verificar por sí mismos si se cumplen correctamente las obligaciones que su acuerdo creaba. De no ser así, tenían la oportunidad de rescindir el contrato, sin necesidad siquiera de presentarse ante el juez, siempre que lograran entenderse sobre su discrepancia. La ley disponía que el matrimonio se disolviera mediante divorcio, ya
fuera
por
simple
incompatibilidad
de
caracteres,
ya
por
mutuo
consentimiento, y sólo en tercer lugar, por motivos determinados, es decir, recurriendo a los tribunales. Así las mujeres adquieren estatura de ciudadanas, y aunque la conquista de las libertades civiles no incluye la de los derechos cívicos, hace más inaceptable su ausencia. Pues quien puede elegir su marido y divorciarse puede pretender, sin duda, elegir su gobernante. O, como decía Olympe de Gougues, una de las primeras feministas, “La mujer tiene derecho a subir al cadalso; también debe tener derecho a subir a la tribuna”. Esta mujer moriría en la guillotina dos años más tarde y su fracaso constituye el mejor ejemplo de la frustración de los deseos femeninos durante la Revolución, porque la gran mayoría de los revolucionarios, y, entre ellos los jacobinos, con algunas excepciones, fueron masivamente partidarios del retiro de la mujer a la vida doméstica. De esta forma, la Revolución tuvo la audacia de plantear el tema de la relación entre los sexos, pero no tuvo el arrojo de resolverlo. Esto es, la Revolución pudo derrocar al rey e inventar al ciudadano; pero no creó la ciudadana. 3
Nos corresponde ahora saber en qué medida las imágenes de mujeres ilustran su importante participación en la Revolución Francesa. Y hemos de decir que la cantidad es abrumadora, por más que la inmensa mayoría se queden en la simple estampa sin llegar a alcanzar la categoría de obras de arte. El cuadro de Louis Lépold-Boilly, El triunfo de Marat (Fig.1, sin duda trata de ensalzar a uno de los protagonistas masculinos de la Revolución, Jean-Paul Marat, perteneciente al partido jacobino y director del periódico L’Ami du
peuple, que sería asesinado por una aristócrata en 1793. En el cuadro, el personaje aparece a hombros de la Guardia Nacional y aplaudido por sus partidarios, pero también por sus partidarias, lo que nos pone de manifiesto la importancia del compromiso revolucionario de las mujeres. En concreto, la mujer que con su mirada introduce al espectador en el cuadro aparece ataviada, como sus compañeras, con los distintivos de la Revolución: el gorro frigio y la escarapela tricolor. El gorro frigio se convierte en símbolo de libertad durante la revolución de independencia de los Estados Unidos y durante la Revolución Francesa, acaso porque en Roma era el distintivo de los libertos y lo habían utilizado los asesinos de César. La escarapela era un rosetón de tela
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que llevaba estampada la bandera tricolor, la de la Revolución. Uno y otro conformarán el personaje de Marianne, símbolo femenino de la República Francesa. Por esta razón, lo notable de este cuadro no estriba en que la mujer salga a la calle abandonando sus quehaceres domésticos –eso ya había sucedido en asonadas y levantamientos durante el Antiguo Régimen- sino en le nivel de conciencia política que tales símbolos comportan. Algunas –como la del ejemplo de nuestro cuadro- llegaron vestir incluso el pantalón rojo, lo que hizo exclamar a un misógino: “¿Desde cuándo le está permitido a las mujeres abjurar de su sexo y convertirse en hombres? ¿Desde cuándo es decente ver a la mujer abandonar los cuidados devotos de su familia, la cuna de sus hijos, para venir a la plaza pública…” . Esta cuestión de la indumentaria no era tan simple como parece, pues como decía un organismo político de la época: “Hoy piden el bonete rojo; no se limitarán a eso; pronto exigirán el cinturón con las pistolas”. Y es que por entonces comienzan a aparecer las primeras asociaciones de mujeres, los clubes de mujeres (La Sociedad Patriótica y de Beneficencia de las Amigas de la Verdad, El Club de Ciudadanas Republicanas Revolucionarias), cuya razón de existir estriba en el hecho de que, al no poder participar en las deliberaciones de las asambleas políticas, las mujeres se vuelcan en gran número en las tribunas abiertas al público.
Pero como los revolucionarios
consideraban a las mujeres como la representación de lo privado, rechazaban su participación activa en la política. De ahí que la Convención prohibiera estos clubes en el otoño de 1793. En una estampa del Museo Carnavalet (Fig. 2) podemos contemplar una asamblea de mujeres “patriotas” perteneciente a uno de estos clubes. A la izquierda de la imagen observamos la mujer que preside la reunión, con un panfleto o periódico entre sus manos que parece estar leyendo a sus compañeras, lo que no debe sorprendernos en absoluto, pues las tasas de analfabetismo eran muy altas, especialmente entre las mujeres. Y aunque no ostentan ningún símbolo revolucionario –van vestidas como tradicionales madres de familia- todas siguen muy atentas la disertación de su compañera, con la excepción de una de ellas que deposita unas monedas sobre una bandeja, lo que acaso nos indique que estos clubes se autofinanciaban.
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Napoleón I, en 1804, no haría más que consagrar la inferioridad legal de las mujeres en su célebre Código, copiado en gran parte de Europa e Hispanoamérica a lo largo del siglo XIX. Por el mismo, la mujer quedaba confinada al ámbito doméstico y sometida a la autoridad masculina. 2. La mujer burguesa La mujer de clase media estaba excluida de la vida práctica. Las esposas que antes habían ayudado a sacar adelante los negocios familiares, pasaron a ser adornos: cuantos más metros de seda, encajes y brocados pudieran llevar encima, cuanto más lujosos fuesen sus carruajes, cuanto mayor fuese su capacidad económica para mantenerse ociosas, más probable sería que su marido se asegurase un crédito para mantener su negocio. Y como la esfera mercantil era un mundo de competencia despiadada, un mundo sin moral, los hombres que se movían en ese sector sólo podían salvarse por el contacto continuo con mundo moral del hogar, en el que las mujeres poseen una serie de valores que contrarrestarán las maldades propias de la competencia despiadada. Así, la mujer se convertía en guardiana de la conciencia del comerciante, en salvaguarda de su alma mientras ésta permanece en el hogar, lugar
de dulces placeres, refugio del hombre
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atormentado que estaba obligado a producir la riqueza material de la que dependía aquel. Pero la mujer debía permanecer inmóvil y encerrada en casa para conservar para él un ambiente al cual, después de haber ejercido las necesarias ocupaciones de la jornada, pudiese volver y vivir como si tuviese un alma distinta para su familia. Las mujeres serían los refugios de las almas de hombres, una especie de monja de clausura casera. Por ello, si el hogar era un lugar de placeres, estos placeres eran experimentados de modo diferente por hombres y mujeres. Los hombres podían combinar las preocupaciones, inquietudes y satisfacciones de la vida pública con los encantos privados del hogar, pero en las mujeres no existía esa dualidad: el hogar era su “todo”, el escenario “natural” de su feminidad. a) la reina del hogar: Cuando más arriba nos referíamos a que la mentalidad burguesa consideraba a la mujer como una especia de “monja de clausura” no estábamos exagerando. Muchos intelectuales del momento pensaban que el hogar era una celda en el que el papel de la mujer consistía en dar energía al varón mientras éste avanzaba en la historia. La obra del pintor victoriano Charles Alston Collins, Pensamientos conventuales (Fig.3), nos lo pone de
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manifiesto. Esta obra nos presenta a la mujer como una monja rodeada de lirios en un jardín, y aunque algunos críticos suelen interpretar esta pintura como una representación religiosa, la obra tiene más que ver con el concepto de lo debería ser la mujer para la burguesía: una azucena de la pureza en su reino natural, el hogar, considerado aquí como un lugar ameno repleto de flores. b) La mujer ociosa: Según estas teorías, la mujer era una criatura llena de encanto, bondad y delicadeza, un ser tierno, débil, compasivo y tímido, tan frágil como un niño, que, por tanto, está necesitada de los cuidados del hombre. Éste posee la fortaleza, el coraje, la energía y la creatividad, contra la mujer que es pasiva, doméstica y domesticable. En suma, la mujer sería más emotiva, menos inteligente y más infantil.
Por esta razón, las imágenes de la época nos presentan a una mujer toda indolencia, pasividad y languidez, que parecen padecer una enfermedad o estar al borde contraerla, de modo que estar enferma se consideraba, de hecho, como un signo de delicadeza y de clase. Un autor de la época señala que “la invalidez femenina ha llegado a ser un verdadero culto entre las
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mujeres de la clase ociosa”. Un bello ejemplo lo tenemos en un cuadro titulado significativamente La indolencia (Fig. 4), de la pintora impresionista Eva Gonzalés, de origen español y discípula de Manet. En él podemos captar esa debilidad, languidez y abandono que hacen de la mujer una inválida permanente, desvalida y enfermiza. Algunos autores, sin embargo, han pretendido atribuir esta indolencia a la espera de un amante, o bien a su ausencia, de lo que serían testimonio las violetas que aparecen en el alféizar de la ventana, una prueba de que acaba de marcharse. Asimismo, el loro que aparece fuera de la jaula mientras la mujer está distraída, podría ser una alusión a su deseo de huir de los condicionamientos sociales que la obligan a permanecer en casa. c. La maternidad: El nacimiento y cuidado de los hijos son actos exclusivamente femeninos. Pero el siglo XIX aporta una novedad importante: la nodriza que va a vivir a casa de los padres del lactante, ya que éstos, al tanto de la mortalidad que castiga a los niños abandonados a una mujer ignorante, quieren vigilar al recién nacido. Esto significa que las madres van aprestar más atención a los hijos y que los intercambios de ternura entre unos y otros, al menos en la familia burguesa, se hacen más frecuentes. Las caricias y los mimos forman parte del clima favorable a la expansión de los niños pequeños. Por todo lo dicho, son muy frecuentes las representaciones de madres con sus hijos a lo largo de la pintura del siglo XIX. Especialmente entre las mujeres pintoras pertenecientes al movimiento impresionista, lo que hay que explicar, al menos en parte, porque la nueva pintura legitimaba los asuntos de la vida social doméstica de la que las mujeres tenían íntimo conocimiento, aunque,
por
su
condición
de
mujeres
fueran
excluidas
de
otras
representaciones como el bulevar, el café y las salas de baile, tan frecuentes entre los pintores de este movimiento. De ahí que a la hora de disponer de un estudio la solución más práctica era trabajar en casa, y utilizar a los miembros de la familia como modelos. También hay que tener en cuenta que el impresionismo era asimismo una expresión de la vida burguesa como defensa contra la amenaza de la nueva urbanización e industrialización: escenas de interiores domésticos y de jardines privados de veraneo a la orilla del mar. 9
Dos pintoras van a atraer nuestra atención: Berthe Morisot y Mary Cassatt. De la primera nos quedaremos con La cuna (Fig. 5), con sus
pinceladas ligeras y suaves veladuras, que muchos críticos han definido con el sello de su feminidad. En cualquier caso, el cuadro nos atrae por la delicada atención y ternura con que la mujer –Edma, la hermana de la pintora-, contempla el dulce abandono de la criatura que aparece en la cuna. Mayor insistencia en el tema hace Mary Cassatt, quien en Caricia maternal (Fig. 6), en lugar de recurrir al sentimentalismo al tratar de las escenas de maternidad, nos ofrece una visión a la vez directa y natural, de modo que, mientras en otras obras se introducen objetos que hacen alusión a la clase social de los representados, Cassatt se concentra exclusivamente en la relación de madre e hijo. Algunos autores se han preguntado que, para ser alguien que no tuvo hijos, la fascinación de Cassat por las escenas de maternidad puede parecer sorprendente. Y, desde luego, no existe una única explicación, de manera que lo mismo podrían reflejar su deseo de tener hijos como una forma de expresar su feminidad y de mantener contacto con el mundo femenino, o ambas cosas. Pero lo más probable es que Cassatt utilizara modelos infantiles por su contacto con niños a través de sus amigos y familiares más cercanos. También
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es probable que, teniendo en cuanta su formación histórica, quisiera modernizar posturas y actitudes encontradas en las representaciones de la Virgen y el Niño realizadas por los maestros antiguos. d. Higiene personal: Junto con el progreso material comienza a instalarse la obsesión por la higiene, lo que hay que atribuir a diversas razones. Por un lado, el descubrimiento de los mecanismos de la respiración y la preocupación por las infecciones llevaron a dar mayor importancia a los riesgos de la obturación de los poros por la grasas. Asimismo, el concepto de depuración impuso la limpieza de las secreciones del cuerpo. Por último la voluntad de distinguirse del pueblo nauseabundo trajo un auge de las prácticas higiénicas. De modo que el uso de la bañera de hierro, móvil, precedió a la instalación de los cuartos de baño modernos, con mobiliario fijo e instalación de tuberías. Poco a poco, esto da lugar a un nuevo espacio de intimidad, en el que, al abrigo de cualquier intromisión, amenazadora de su pudor, la mujer puede estar cómoda, leer y soñar. Y todo ello pese a la extendida creencia en aquella época de la relación entre el agua y la esterilidad.
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Por todo ello, no debe extrañar que muchos pintores de la época dedicaran algunos de sus cuadros a sorprender a las mujeres en la desnudez de la toilette. El más famoso de todos es, sin duda, Degas que algunas de sus obras se dedica a revelar ciertas posturas de la intimidad femenina. Una de las más conocidas es El baño matutino (Fig. 7), en el que una mujer, que acaba de
abandonar el lecho, se dispone a entrar en la bañera después de despojarse del camisón. El pintor, como si se tratara de un “mirón” nos muestras a estas jóvenes en su intimidad, sin ningún tipo de pudor al no observar, comportándose con absoluta normalidad. Es decir, que cuando el espectador observa estas imágenes no puede evitar la sensación de estar espiando a las mujeres, detrás de una cortina o por el ojo de la cerradura. Por esta razón es por lo que estas muestras de intimidad provocaron críticas hacia la serie, tachándose al pintor de misógino por ofrecer a las mujeres “como objetos de desprecio y odio”. Otros se inclinan a pensar lo contrario y, aunque admiten que pintor estaba fascinado por el mundo de los burdeles, de los que probablemente extraía sus modelos, Degas admiraba a la mujer y todas las obras de la serie son un delicado homenaje a la condición femenina.
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Es verdad que para los pintores solteros era difícil acceder al mundo íntimo de las mujeres y por ello tenían que recurrir a modelos particulares que posaran para él, o recurrir a las de la academia, o bien pagar a una prostituta que le permitiera observarla durante la rutina de su aseo. En cualquier caso, estas representaciones masculinas suelen estar llenas de sensualidad y picardía porque, como hemos comentado, el pintor se comporta como un mirón. Distinta es la mirada de la pintora femenina como nos muestra el cuadro de Berthe Morisot llamado El baño (Fig. 8). En él, la modelo, que ha dejado el
cepillo en sus rodillas, alza los brazos para sujetarse el pelo, en una postura llena de gracia y naturalidad. Aunque parece mirarnos directamente, también es posible que se mire a sí misma en un espejo que ha quedado fuera de la composición. Junto a ella está lo que parece un lavabo azul con grifos dorados. Es decir, un instante parecido a los que capta Degas, pero sin el erotismo, la malicia y la sensualidad contenidas en su serie. Prueba evidente de la distinta forma de mirar de los artistas de uno y otro sexo. e). Labores La mujer burguesa ha de respetar escrupulosamente el empleo del tiempo. Y cuando cuenta con una servidumbre en número suficiente, puede
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consagrar la segunda parte de la mañana a actividades personales: la costura, el piano o el correo. En efecto, una mujer que se estime no sale de casa por la mañana, y si se la encuentra en la calle se da por supuesto que se encuentra dedicada a actividades religiosas o caritativas. La labor de costura era siempre una tarea ligada a la educación de “adorno” de la joven, permitía tenerla entretenida y se consideraba como sinónimo de aplicación y feminidad. Esto es, las pequeñas labores de aguja aseguraban un aspecto agradable y procuraban una ocasión de mostrar elegancia y buen gusto. El bordado, la costura o el crochet forman parte de las funciones y tareas que toda dama respetable ha de desarrollar. Este hecho explica el que se plasmen en numerosas obras de arte. También explica que, al tratarse de una labor exclusivamente femenina, sea un tema que atrae mucho a las mujeres pintoras. Unos de los ejemplos más conocidos es el que nos deja Mary Cassatt en Joven cosiendo (Fig. 9), en el que una muchacha se aplica
hacendosa a la labor de ganchillo en un lugar al aire libre, circunstancia que permite a la pintora jugar con los efectos lumínicos, verdadera obsesión de los pintores impresionistas. No obstante, el tema tampoco fue descuidado por los artistas, como nos demuestra el retrato que Gustave Caillebotte nos deja de su
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madre (Fig. 10), indicador de que la labor de costura era una tarea fundamental en la ocupación del tiempo por la clase ociosa, como se suele denominar a la
mujer burguesa en esta época. En este caso se trata de un cuadro de interior en el que la alta posición social de la retratada se nos indica por la suntuosidad de los muebles y la riqueza de los objetos con que se puebla la habitación. f). La lectura El libro se convierte en acompañante habitual de las escenas que nos presentan a las damas burguesas, a lo que no es ajeno el mayor acceso de la mujer a la educación y, con ello, la aparición de un nuevo público lector. Una de las lecturas que se asociaban como comunes a la mujer burguesa era la del devocionario, libro que ayudaba a la mujer en sus lecturas piadosas. Esta sería la lectura adecuada para mostrar de cara a los demás. Pero nos encontramos con otro tipo de libros que atraían más a las jóvenes de la burguesía. Por ello, cuando hablamos de mujeres leyendo en soledad, lo común es que lo elegido sea la novela romántica –Víctor Hugo, Walter Scott, Alejandro Dumas (padre e hijo- que se convierte en otro elemento para el escape, al menos mental, haciendo más amenas las largas horas del día en inactividad. A través de las historias que se recrean, la mujer burguesa huye de su mundo de rutina y
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hastío y escapa hacia historias que no son la suya. El cuadro de Marie Braquemond La merienda (Fig. 11) nos pone de manifiesto cómo determinadas actividades, como sentarse en el jardín a tomar el té o leer, propias de la vida
campestre burguesa, fueron a menudo representadas por los impresionistas. A Braquemond, este tipo de escenas le brindaban la oportunidad de explorar las posibilidades de la pintura al aire libre sin tener que aventurase lejos de su hogar. En este cuadro la pintora retrata a su hermana Louise posando en un balcón, en el momento en que ésta desvía los ojos del libro y mira hacia abajo. Completamente desconectada del espectador, parece perdida en sus pensamientos. Esta actitud de modestia e inocencia es muy típica de las obras de las mujeres impresionistas. En Joven leyendo, de Mary Cassattt (Fig. 12) la muchacha aparece en una escena de interior completamente ensimismada en la lectura, lo que podría hacernos pensar que se encuentra entregada con verdadero deleite a alguna de aquellas novelas a través de las cuales reniega de su inocencia primera y se fabrica un paraíso artificial, tal como hacía la heroína de Flaubert, Madame Bovary.
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Sin duda alguna a este tipo de lecturas se refiere Gustave Toulmouche en su cuadro El fruto prohibido Fig. 13) en el que aparece un grupo de muchachas tratando de acceder a las lecturas prohibidas: una vigila la puerta por si se
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presenta un inoportuno; otra, mediante una escalera, sube a las estanterías altas, donde se solían colocar este tipo de obras; y las otras dos, sonrientes, se entregan a lectura del texto o visualización de láminas del libro que sostienen en sus manos. g). El piano La práctica de un instrumento musical se convirtió en condición indispensable para poder considerar a una joven bien educada. Más, dentro de todos los existentes, el piano se alzó como el favorito de las mujeres, además de ser el que proporcionaba una imagen más femenina y atrayente de las jóvenes. La madre se convierte, de nuevo, en la encargada de enseñar a la hija, pues, tras la puesta de largo, su práctica ante los invitados, podrá garantizar un modo de mostrarla y atraer a posibles pretendientes. Pero, a su vez, se convierte en medio de entretenimiento, un lugar para la ensoñación, y,
en ocasiones, una forma de expulsar las pasiones contenidas, ya que el piano se hace eco de la nostalgia de los amores contrariados, el solitario mensaje al amante ausente, además de saber traducir las lamentaciones del alma herida por la lectura. Por todo ello tocar el piano es algo que participa de la inutilidad de tiempo femenino; permite pasarse las horas muertas a la espera del hombre
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y ayuda a la pianista a resignarse a la nulidad de la condición femenina. Por esta razón el escritor Edmond de Goncourt bautizo el piano como el “hachís de las mujeres”. Una vez más, la pintura viene en nuestra ayuda para ejemplificar en imágenes esta afición femenina. James Whistler, pintor norteamericano que reflejó como nadie la sociedad burguesa de la Inglaterra de finales del siglo XIX, en su obra Al piano (Fig. 14) nos deja un hermoso ejemplo de lo que significaba el aprendizaje infantil de esta modalidad musical: en una habitación lujosamente decorada aparece una madre interpretando una pieza musical al piano, seguida de la mirada atenta de su hija que trata de iniciarse en los rudimentos del música. La atención de madre e hija se explica porque el virtuosismo de la niña constituirá, en el futuro, una parte de la estrategia matrimonial, lo que se llama en aquella época “la dote estética”, que le permitirá un mejor matrimonio. Sin embargo, raramente es el piano lugar de encuentro, de diálogo amoroso. Este papel se reserva al canto, concretamente a la romanza (Fig. 15), una composición musical, generalmente de carácter
sencillo y tierno, que, en las fiestas y veladas de la burguesía de la época las mujeres solían utilizar como una forma de seducción.
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h). La pintura: Se trataba de otro entretenimiento al que las mujeres de la burguesía podían dedicarse en sus ratos de ocio, siempre y cuando no pretendieran dedicarse a la pintura como oficio, pues se trataba de una profesión dominada por los hombres. En efecto, las mujeres tenían que luchar contra los prejuicios sociales, que consideraban tales actividades como esencialmente masculinas e impropias de mujeres. Mientras que interesarse superficialmente por el arte estaba permitido como pasatiempo femenino, destacar profesionalmente se consideraba subversivo e incluso peligroso. Otro obstáculo lo constituía el acceso a las clases de dibujo, donde se utilizaban desnudos masculinos, una línea divisoria que las mujeres no podían cruzar. Otra de las limitaciones que las mujeres que querían seguir una carrera artística sufrían era la presión familiar para contraer matrimonio, cuyas obligaciones terminaban por arruinar sus pretensiones profesionales, pues, como decía la pintora Berthe Morisot a su hermana Edma “los hombres se inclina a pensar que ellos llenan toda la vida de una mujer”. Dada la prohibición a las clases de dibujo, las mujeres no podían realizar estudios anatómicos, por lo que pintaban lo que veían en los límites de su hogar, lo que suponía que se limitaban a realizar bodegones o retratos de su familia. Por esta razón, la mayoría de las pintoras que llegaron a destacar en este época muestran interiores en los que aparecen mujeres cuidando niños, lavando, tomando el té o probándose ropa. En un cuadro de Marie Bashkirtseeff (Fig. 16), pintora muerta prematuramente a los 26 años, podemos observar un estudio de pintura para mujeres en las que podemos contemplarlas en las actitudes más variadas: la que observa el resultado de su trabajo, la que intercambia impresiones con una compañera o la que, inmersa en su tarea, aparece distanciada del resto. El estudio en el que trabajan es una dependencia de la Academia Julian, en la que se formaron muchos artistas de vanguardia, uno de los pocos centros en los que se ofrecía la posibilidad de trabajar con modelos (masculinos y femeninos) parcial o totalmente desnudos. Nótese, sin embargo, que en esta cuadro el modelo, pese a tratarse de un niño, lleva cubierta la parte inferior del cuerpo, un ejemplo de las obstáculos a las que se sometía a las mujeres que deseaban iniciarse en el ejercicio de la pintura. Por lo demás, se ha de tener 20
presente que aunque algunas de estas academias aceptaban público femenino, los precios de la matrícula para las mujeres eran mucho más elevados que para los varones, de tal forma que sólo las artistas más adineradas, la mayoría extranjeras, podían costearse este tipo de enseñanza. Pese a todo, algunas pintoras lograron sobresalir en el oficio, como es el caso de Eva Gonzalés. Al principio, Manet, que la tuvo como única alumna, se sintió atraído por su belleza “española”, pero más tarde se dio cuenta de que era un modelo perfecto para pintar, aparte de sentirse fascinado por su talento como pintora, de modo que trató de ayudarla en su carrera. El retrato que le hizo el pintor (Fig. 17) nos la muestra con un vestido recargado, sentada junto a un caballete, pintando un bodegón. Otro caso bien distinto es el de Berthe Morisot a quien su hermana Edma representa en un espléndido cuadro (Fig. 18). Al contrario que Manet y Degas, que cuando representan a mujeres pintoras parecen concentrarse más en la gracia y la feminidad de sus modelos que el hecho de que estas sean artistas, Edma Morisot muestra a su hermana Berthe en el momento de pintar. Con la paleta y los pinceles en una mano, y en la otra un pincel listo para la acción, Morisot aparece totalmente concentrada frente al lienzo, vestida con ropa sencilla de artista. Hay que decir, sin
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embargo, que, pese a la calidad de esta pintora, la carrera artística de Edma
terminó pronto, cuando contrajo matrimonio con un oficial de marina, otra
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prueba de las barreras a los que debían hacer frente las mujeres que decidían dedicarse a la pintura. i. Salir fuera de casa: El acceso de las mujeres burguesas al exterior sólo se producía para acudir a los actos religiosos, al paseo con los niños o a realizar la visita a otras damas del mismo grupo social. Si esta salida de producía por la mañana era de suponer que se debía a razones de beneficencia o de carácter religioso, por lo cual en caso de ser vista no se le dirigía la palabra. Las visitas forman parte obligatoriamente de la gestión del tiempo de una mujer de la buena sociedad, y no cabe prescindir de este ritual sin pasar por extravagante. En una pintura de Mary Cassatt (Fig. 19) podemos contemplar el
escenario y los usos que solían acompañar esta obligación social, en una artista que, al proceder de una rica familia de Filadelfia, debía estar familiarizada con el mundo de la estricta etiqueta que se observa en las novelas de Henry James y Edith Wharton. Esta obra nos pone de manifiesto que era costumbre que los invitados no se quitaran el sombrero ni los guantes durante el ritual del té de la tarde, pues se suponía que las visitas eran breves. Una taza de té, un trozo de tarta y un educado intercambio de noticias acerca
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de los amigos y de la familia eran el orden del día. Obsérvese también la importancia del atuendo que, junto con el mobiliario y la decoración son elementos que pregonan el elevado status social de la anfitriona y su visita. Por cierto, el elegante servicio de té del primer plano había sido fabricado para la abuela de Mary Cassatt. Con la llegada de la noche, la dama burguesa puede asistir al teatro, a bailes u organizar una velada en su propia casa. En caso de salir, deberá ir en compañía del esposo o de otros miembros de la familia. La mujer, en esta época, se convierte, junto con otros elementos que rodean la vida del matrimonio burgués, en una muestra más del status y posición social que ocupan, a través de su envoltura, siempre lujosa y de gran variedad, siguiendo en todo momento los dictados de la cambiante moda, ya que, entre otras ocupaciones, la dama burguesa tiene la obligación de ir bien vestida. El no seguir esta modas sería señal de que el matrimonio tenía problemas económicos que impedían a su mujer estar aludía, por lo cual, el atuendo y arreglo femenino se hace indispensable. De acuerdo con los códigos del siglo XIX, una dama puede asistir sola aun espectáculo, a condición de que ocupe una butaca en un palco. El palco es un mundo cerrado y protegido, la intimidad de la propia casa reconstruida en el teatro. Una dama se conduce en un palco como si estuviese en su salón: no sale de él para pasearse por los pasillos, recibe en él a sus amistades con la misma etiqueta que en casa, y acepta que le presenten personas de su mundo. Un cuadro de Mary Cassatt nos vuelve a informar de este uso (Fig. 20), poniendo de manifiesto que en este tipo de escenas, los personajes, a la vez que asisten a la celebración de un espectáculo, se convierten en protagonistas de un acontecimiento social. En el cuadro, una joven vestida con un elegante traje de noche permanece sentada frente a un espejo que refleja la sala de un teatro o de la ópera, brillantemente iluminada. A lo lejos, en otros palcos, otros espectadores observan lo que acontece abajo. Uno de ellos, un hombre vestido con esmoquin, dirige sus prismáticos hacia la dama, quizá para admirar su belleza. En las décadas de 1860 y 1870, los avances tecnológicos hicieron, literalmente, brillar París. Primero el gas, y, más tarde, la luz eléctrica, iluminaron calles e interiores, aumentando las posibilidades de diversión nocturna, entre las cuales el teatro era la más popular de todas, pues en ningún 24
otro sitio podía encontrarse tan desmesurado despliegue de luz, color, adornos y extravagancia. 3. La mujer trabajadora Las mujeres que se incorporaron al trabajo industrial durante el siglo XIX eran un minoría dentro de la población femenina global. Las mujeres no participaron en masa en la producción industrial, con excepción de las trabajadoras en las fábricas textiles. Naturalmente, se produjo una cierta oposición a que las mujeres formaran parte en esta nueva forma de producción, basada en la preocupación de los efectos que produciría en las capacidades reproductoras de su organismo y el impacto que su ausencia en el hogar provocaría en la falta de disciplina y limpieza en la casa. En cualquier caso, la mayoría de las mujeres empleadas en las fábricas provenían de las zonas rurales. En la obra La fábrica (Fig. 21), de Santiago Rusiñol, podemos contemplar a un grupo de obreras ante los telares en los que trabajan, hecho que se produjo desde que los empresarios se dieron cuenta de que era más competitivo agrupar a los trabajadores y concentrar toda la maquinaria en un
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mismo lugar. Esto supuso el final del trabajo a domicilio, que venía realizando numerosas familias campesinas. En esta obra podemos observar algunas de las lacras que venían asociadas al trabajo en este tipo de instalaciones: subordinación a la máquina, largas jornadas de trabajo sentadas en la misma posición, aislamiento en el trabajo, iluminación insuficiente, altas temperaturas, poca ventilación, para aumentar la humedad necesaria y facilitar así el trabajo textil, a lo que habría que añadir el polvo expulsado por las máquinas. Así se explican las numerosas enfermedades que aquejaban a los trabajadores textiles. Juan Planella, en su obra La trabajadora (22) nos informa sobre unas de las lacras más durante la revolución industrial: el trabajo infantil. Ello se debió a que, debido al perfeccionamiento de la máquina, y la consecuente simplificación del trabajo, las mujeres y los niños desplazaron a los obreros, ya que se les pagaba un salario inferior y se les explotaba con más facilidad. A mediados del siglo XIX, aproximadamente un tercio de los niños menores de quince años trabajaban en la agricultura, la industria y la minería. Y hasta 1833 no existió una legislación protectora que prohibiese el trabajo de niños menores de ocho años en las fábricas textiles y de menores de diez años en las minas. En nuestra imagen podemos observar algunas de las lacras que tal modalidad
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de trabajo comportaba: la manipulación de la máquina por manos infantiles, lo que originaba frecuentes accidentes de trabajo, la escasa iluminación del antro en el que trabaja, la ausencia de higiene, que acababa por comprometer la salud de los trabajadores infantiles, etc. A todo ello que habría que añadir su escasa formación, por no haber podido asistir a la escuela. Pese a todo, los trabajadores seguían manifestando su oposición a que las mujeres trabajaran en la industria, al considerar que les estaban quitando sus puestos de trabajo y que el lugar de la mujer no estaba en la fábrica sino en el hogar. La trabajadora que acudía a la fábrica desatendía sus ocupaciones domésticas, la tarea más importante encomendada a la mujer. Pero poco a poco fue imponiéndose la realidad de que si la mujer trabajaba era porque no podían dejar de hacerlo para subsistir, así que lo mejor que podía hacer el trabajador era unificar esfuerzos en su lucha por mejorar sus condiciones de trabajo. Un ejemplo nos ayudará a comprenderlo. El cuadro G. Pellizza da Volpedo (Fig. 23), presentada en la Exposición Universal de 1900 en Paris, pretendía hacer llegar al gran público el mensaje de la huelga como un arma para el progreso y la dignidad de los trabajadores. En esta composición los obreros marchan hacia un futuro luminoso símbolo de un inevitable progreso.
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La mujer que se aproxima por la derecha con el niño en brazos es la propia esposa del artista, incorporación que se explica al irse extendiendo la tendencia a integrar a las mujeres en las organizaciones obreras masculinas y a la mayor presencia femenina en las huelgas. La difusión de esta imagen se debe probablemente a que se convirtió en la carátula de la película Novecento, de Bernardo Bertolucci En otros ejemplos, la dureza del trabajo femenino se nos presenta más evidente, como en La lavandera en el Quai d’Orsay (Fig. 24) obra de Honoré Daumier, en el que una mujer regresa de lavar la ropa en el Sena acompañada de su hija que lleva en su mano la paleta con la que han golpeado la ropa. A la mujer la capta en el momento en que sube la escalera del río. Y no le importa el detallismo, sino la expresión de una mujer que sufre por el esfuerzo realizado. La complexión fuerte de la mujer se ve compensada por la dulzura con que ayuda a subir a su niña. Daumier ha utilizado un sabio juego de luces que hace que percibamos las figuras en silueta, recortadas sobre un fondo claro. Al fondo podemos vislumbrar los tejados de los edificios parisinos sobre los que se recortan madre e hija, obtenidas a contraluz. Los colores oscuros,
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tristes pueden sintonizar con la vida de ambas mujeres, mientras que la luz del fondo podría tratarse de un halo de esperanza. En Las planchadoras de Degas (Fig. 25) encontramos una escena de
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gran dureza, en la línea de la pintura realista. Se trata de un duro trabajo completamente ajeno a los buenos modales o a la belleza refinada de otras imágenes, como, por ejemplo, el peinado. Una de ellas bosteza y se rasca el cuello mientras agarra una botella de vino con la que ahogar las penas de su triste vida. Su compañera se esfuerza por eliminar las arrugas de una camisa, sin tener tiempo para quitarse el mechón de cabello rojizo que le cuelga hacia delante. Al fondo se nos presenta la soledad y tristeza de los lugares donde trabajaban estas mujeres. Podría existir cierta relación entre la soledad de estas personas y el alcoholismo, destructor de la vida de estas mujeres como ya había hecho el pintor en La absenta, siguiendo el camino de la literatura realista de la época con Emile Zola a la cabeza, en su novela La taberna. El tema del duro trabajo campesino de las mujeres se encuentra recogido en algunas pinturas de Millet, especialmente en sus Espigadoras (Fig. 26), donde tres mujeres aparecen dedicadas al rebusco o recogida de espigas
en el campo, después de alzadas las cosechas. Recoger lo que ha sido dejado después de la cosecha era visto como uno de los trabajos más denigrantes de la sociedad. Pero el interés de Millet estriba en mostrar la verdadera cara del trabajo rural, en su aspecto más duro, alejado de idealizaciones bucólicas. En
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esta obra presenta a tres mujeres en plena faena, agachadas parea recoger las espigas; son mujeres de carne y hueso, ataviadas con los ropajes de la región de Normandía, donde el pintor vivía. En fin, a poco que se estudie la pintura de este artista se observará que contempla al campesino como una figura mística, como protagonista, como nuevo héroe. En el curso del siglo XIX hace su aparición una nueva jerarquía entre el personal doméstico. Por encima de las criadas se encuentran las institutrices y las gobernantas, a menudo reclutadas en familias burguesas modestas, hijas de pastores o de pequeños funcionarios, huérfanas o incluso provenientes de familias numerosas. Por definición se trata de una mujer que enseña a domicilio, o bien de una mujer que vive en casa de una familia para hacer compañía y dar clase a los niños. Adquirió proporciones más importantes en Inglaterra, donde el modelo victoriano, al no ofrecer otra alternativa que los polos de madre o de puta, ha cargado a la solterona de una imagen de pureza, de bondad, de virginidad y de sacrificio. La pintora Rebecca Solomon, en su cuadro La institutriz (Fig 27), contrapone a esta muchacha, con su discreto
atuendo oscuro, con la animada figura elegantemente vestida de la dama joven que toca el piano para su atento esposo. Símbolo del nuevo poder de las
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clases medias, y también síntoma del acceso de las esposas a prácticas de tiempo libre y de adorno, la institutriz, sin perder su status de lady, se ve arrastrada en virtud de su trabajo remunerado, a lo más bajo de la escala social. Maltratada por el destino (muerte de un padre, ruina familiar…) es una burguesa en estado de necesidad, cuyo trabajo se convierte en “prostitución” de su educación. 4. Desnudos: Como ya advertimos para épocas anteriores no se trata tanto de hacer una historia del desnudo en un determinado momento, como poner de manifiesto que el cuerpo de la mujer sigue siendo objeto de deseo para la mirada masculina. Es decir, en la mayor parte de estos desnudos el
protagonista principal no se halla representado: se trata del espectador que contempla el cuadro y que se supone ha de ser un varón. Así la mujer se transforma en un objeto, y más en particular en un objeto visual: en espectáculo. Pese a ello, y como en épocas anteriores, los pintores se siguen sirviendo de diferentes pretextos para presentarnos la desnudez femenina, dado que la sociedad burguesa del momento no se encuentra aún preparada para contemplar desnudos que se justifiquen por sí mismos. Es decir, que no
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tengan que buscar ninguna excusa en el mito clásico o en el pasado histórico. No obstante, existen excepciones que anticipan el desnudo moderno y que más adelante tendremos oportunidad de comentar. Desde luego, el tema mitológico continúa siendo un pretexto para abordar el desnudo, como nos lo prueba el cuado de Alexandre Cabanel El nacimiento de Venus (Fig. 28), un desnudo cuya idealización no excluye la lascivia. El escritor Emilio Zola supo ver esta ambigüedad al decir que “la diosa, ahogada en un mar de leche, tiene el aire de una deliciosa dama galante, no de carne y hueso –ello parecería indecente- sino de una especie de mazapán blanco y rosa.” La bella diosa se despereza en el agua, acompañada por una corte de amorcillos, y su cabello se extiende por una buena parte del lienzo, creando una atractivo contraste entre el mar y la piel nacarada de su cuerpo. Lo curioso es que Cabanel presentó este cuadro a la exposición de 1863 y obtuvo el primer premio, mientras la obra de Manet, El desayuno sobre la hierba, fue rechazada debido a que presentaba un desnudo de carne y hueso, es decir, el desnudo de una joven corriente y no de una diosa. Otro pintor académico, Leon-Gerome, recurre en cambio a la historia o a
la tradición como pantalla para justificar la sensualidad y el erotismo que
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desprende el cuerpo femenino. Tal ocurre en su obra Friné delante del Areópago (Fig. 29) en la que nos muestra una parte de la historia de esta bella hetaira (prostituta o cortesana de elevada condición social). Según la tradición llegó a inspirar y enamorar al escultor Praxíteles, y dos veces al año se bañaba desnuda, de modo que toda Atenas acudía a admirarla. Un día un cliente, despechado por haber pagado una tarifa muy elevada por sus favores, la denunció por impiedad. Defendida por otro cliente, éste se limitó a quitarle la túnica delante del Areópago o tribunal superior de Atenas, para que el jurado pudiese contemplar la belleza que se ocultaba bajo ella. Sus integrantes la miraron…y la absolvieron: no podía haber impiedad en una mujer con cuerpo de diosa. En este caso, la mujer como objeto de la sensualidad masculina queda aún más acentuado, por las miradas entre sorprendidas y lujuriosas del alto tribunal. Del mismo autor es interesante detenerse en el Mercado de esclavos Fig. 30), un cuadro que podemos situar en la moda decimonónica del
orientalismo o predilección de los pintores por las cosas de Oriente, en muchos casos como pretexto para mostrar mujeres desnudas. Por esta razón es por lo que el tema de los harenes se suele representar con bastante frecuencia, pues
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era un mundo muy sugestivo para los europeos: son lugares míticos por ser lugares prohibidos. Son imágenes del deseo ardiente de los bienes terrenos y del cuerpo humano, en este caso simbolizado por una esclava blanca al que un posible comprador le observa la dentadura como si de un caballo se tratara. En cierto modo los pintores encontraron un concepto diferente de la mujer en un momento en que en que en Europa surgían los movimientos feministas, ya que en los harenes las mujeres son mujeres-objeto y la mayoría de las esclavas eligieron intencionadamente perder su libertad para obtener una vida de lujo. Se trataba, por tanto, de una fantasía masculina que venía a contrarrestar la inquietud que suscitaba en los hombres la lucha de las mujeres por su emancipación. No obstante, en la historia del desnudo femenino a lo largo del siglo XIX hubo varios ejemplos en los que los artistas se inclinaron por proporcionarnos una imagen de la mujer en la que –al menos en el terreno sexual- aquella representaba un papel más activo. El caso de La maja desnuda (Fig. 31), de Francisco de Goya, es el ejemplo más temprano, pues se piensa que fue pintada entre 1797 y 1800. Con ella Goya creó un nuevo tipo de desnudo
femenino, pues la actitud de la maja no tiene el candor de las Venus anteriores,
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ni está dormida, ni finge estar ausente, ni mira hacia otro lado sin sentirse observada, sino que poniendo los brazos sobre la nuca, se exhibe sin recato, además de que en ella, y por primera vez en la historia de la pintura, se muestra el vello púbico en un desnudo femenino. Su desnudez, y en esto radica su originalidad, no se justifica dentro de una historia, es una mujer verosímil que hace gala de su atracción sexual para provocar al espectador. Por esta obra el pintor fue llamado a comparecer ante la Inquisición, quien le dio el nombre de maja, afirmando así su carácter terreno y no de ningún Olimpo, y situándola además en su tiempo. Por esta razón fue prohibida su exposición al público durante la mayor parte del siglo XIX. Algo parecido sucedió con la Olimpia de Manet (Fig. 32), obra que
originó un gran escándalo porque presentaba a una prostituta desnuda tumbada sobre un diván, acompañada de su criada y de un gato negro. Su mirada desafiante, su postura y su desnudez transforman la Venus de Urbino de Tiziano en una escena de burdel. No necesita de musas ni diosas como en el Renacimiento o Barroco, sino que representa el desnudo de una prostituta, una mujer de la vida contemporánea. Manet sustituye en él a una diosa veneciana del amor y de la belleza por una refinada cortesana parisina. Pero lo
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que realmente desconcertó a los críticos de la época es que Manet no la idealiza y Olimpia no aparece ni avergonzada ni insatisfecha con su trabajo. No es una figura exótica o pintoresca, es una mujer de carne y hueso que mira con descaro produciendo turbación e inquietud en el espectador.
5. La nueva mujer: Mientras que los hombres del siglo XIX se organizan sobre la base de las clases sociales, las mujeres también se organizan, pero sobre la base del sexo. Según el código napoleónico, la mujer es propiedad del hombre y tiene en la producción de hijos su tarea principal. Contra esta idea se levantará el movimiento feminista que surge en Francia e Inglaterra entre los años 18201840, produciendo un análisis del sometimiento de las mujeres, sobre todo a través de un violento ataque al matrimonio. El símbolo de su auge es la proliferación de la prensa de mujeres y la fundación de incontables asociaciones. Entre sus reivindicaciones más importantes se cuentan: el derecho a decidir en los asuntos que afectan a la vida matrimonial, la libertad frente a la subordinación al marido, compartir la patria potestad, defensa de la madre soltera y su hijo, derecho de asistencia a las escuelas superiores, el derecho al sufragio, el derecho al mismo salario por el mismo trabajo, defensa de la coeducación y de la educación sexual, control de los nacimientos. Pero será el derecho al sufragio el que se convierta en el eje más importante en la lucha feminista en el cambio de siglo, a través del movimiento sufragista, esto es, el de aquellas mujeres que luchaban por su derecho al voto. Como es natural, el hombre no podía permanecer indiferente ante esta revuelta contra el viejo orden que venía a poner en cuestión sus privilegios como varón. De ahí que esta contestación de las mujeres fuese interpretada como un elemento más que contribuía al desorden social, o como consecuencia –absolutamente rechazable- de ese desorden. Ello explica que una buena parte de las imágenes de que disponemos sobre el movimiento feminista nos den una visión bastante negativa del mismo, en la medida en que son imágenes elaboradas por hombres. También hay que decir que, en esta ocasión, vamos atener que prescindir del “Gran Arte” y echar mano de otro tipo 37
de obras que, pese a su ausencia de pretensiones estéticas, tienen un gran valor documental. Nos referimos a caricaturas aparecidas en la prensa de la época y a carteles elaborados con intencionalidad satírica. Como se verá, los hombres no eran demasiado originales en sus comentarios críticos a la lucha de las mujeres por su liberación, por lo que sus argumentos se repiten con machacona insistencia. Así, por ejemplo, el artista e ilustrador de periódicos Edouard Beaumont nos deja una caricatura (Fig. 33) en la que una esposa, vestida con pantalón militar y con un fusil al hombro, se burla de su ridículo marido, que lleva bajo los brazos los tres hijos de la pareja. En esta escena encontramos un rgumento
en contra de la emancipación femenina repetido de forma monótona: la representación del mundo al revés, en la que la mujer suplanta las funciones tradicionalmente asignadas al varón, como es hacer la guerra, convirtiéndose en una especie de marimacho que reniega de su condición femenina y de la maternidad. El nombre de vesuvianas se refiere a una organización femenina surgida en París durante la revolución de 1848, que realizaba entrenamiento de tipo militar para mujeres, reivindicando la igualdad de derechos con el hombre, el divorcio y el derecho al voto. Del mismo autor es el Banquete femenino-
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socialista (Fig. 34), donde vuelve a repetir idéntico argumento en una escena donde las mujeres aparecen reunidas en un acto político en el que una de ellas, embarazada, brinda con sus compañeras por la obtención de alguna de
sus reivindicaciones, mientras sus hijos se suben a los bancos o ruedan por el suelo en el más absoluto abandono. Otra prueba más del caos social que se organiza cuando las mujeres abandonan su papel tradicional y realizan actividades reservadas a los hombres: beben vino, participan en reuniones y, por
consiguiente,
abandonan
sus deberes
maternales. La más importante revista satírica inglesa del momento, Punch, también da cabida en sus páginas a caricaturas que muestran un antifeminismo feroz. En la que mostramos, Las nuevas mujeres (Fig. 35), dos damas de la buena sociedad victoriana discuten,
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con gestos varoniles, sobre la próxima carrera de caballos, mientras sus esposos se distraen entreteniendo a un niño pequeño. El argumento es similar a las ocasiones anteriores, pero en este caso el pié de la imagen se encarga de recordarnos que tales situaciones no traerán más que la masculinización de las mujeres y el afeminamiento de los hombres. Para la misma revista el cartelista Albert Morrow realiza un póster titulado La nueva mujer (Fig. 36), ejemplo de las nuevas heroínas que poblaban la imaginación popular a finales de siglo,
mujeres que bebían, fumaban, leían libros y llevaban una vida atlética sana. En este caso el mensaje es menos agresivo, pero las intenciones satíricas son claras: una mujer con lentes y de aspecto intelectual se nos muestra altiva y ensimismada en medio de un montón de libros y documentos. En el margen inferior izquierda un cigarrillo humeante nos explica que, también el los hábitos poco saludables, las mujeres se estaban equiparando a los hombres. Menos amable es la estampa denominada Un argumento contra los estudios femeninos (Fig. 37), aparecida en la revista francesa Le rire, en la que se nos previene, de forma un tanto grosera, de lo que le sucede a las mujeres cuando, al dedicarse a tareas hasta entonces reservadas al hombre –el trabajo intelectual y la investigación- pierden muchos de sus naturales encantos a
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causa del estudio excesivo: cabeza en forma de huevo, gafas de miope y
calvicie prematura. Todos estos intentos desprestigiar
de y
ridiculizar la lucha de las mujeres en su búsqueda de la igualdad
de
derechos culminan con el movimiento de las sufragistas, nombre con el que se designaba, en Gran Bretaña, a
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las mujeres que reclamaban, para su sexo, el derecho de votar, antes de que la ley electoral fuese modificada. Debido a la oposición de los gobiernos, se multiplicaron los mítines, violentas manifestaciones y numerosas detenciones de mujeres, lo que sirvió de pretexto para que la prensa de la época diera una versión deformada de su lucha, recurriendo, una vez más, a la caricatura infamante. En un primer ejemplo (Fig. 38) podemos contemplar una tumultuosa manifestación de sufragistas que, vociferando con rostros desencajados, blanden paraguas amenazantes, al tiempo que portan pancartas con el lema de “abajo los hombres y arriba las mujeres”, consigna absurda que tenía poco que ver con la petición del derecho al sufragio, pero que servía para ridiculizar el movimiento. Una versión más grotesca le encontramos en Las terribles sufragistas (Fig. 39), donde una dama voluminosa, masculinizada y de
expresión enloquecida deambula por las calles, con hacha al cinto y antorcha en la mano izquierda prendiendo fuego a todo lo que encuentra a su paso, lo que obedece al deseo del caricaturista de identificar este movimiento de mujeres con el desorden y el caos. Pero lo cierto fue que las sufragistas obtuvieron satisfacciones parciales con la ley de junio de 1917, que limitaba el derecho de voto a ciertas categorías de mujeres. Por fin, ley de 2 de julio de
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1928 puso fin al movimiento de las sufragistas, al conceder sin restricciones el derecho de voto femenino. 6. Misoginias fin de siglo: Para muchos hombres, contemplar a la mujer fuera de su papel maternal y conyugal se tradujo en miedo y ansiedad. Por esta razón una misoginia (aversión o miedo a las mujeres) cada vez más acentuada entre muchos miembros de la sociedad masculina se convirtió, en los artistas, en la progresiva aparición de una abundante imaginería del tema de la mujer fatal, aquella cuyo poder de atracción amorosa acarreaba un fin desgraciado a sí misma o a quienes atraía. Esta misoginia pudo deberse a varias circunstancias:
Temor del hombre al nuevo papel de la mujer en el trabajo y en la vida pública.
Alarma y desconfianza ante los movimientos feministas.
Relieve y presencia en la sociedad de las prostitutas, cuyo aumento en número y extensión, desconocidas hasta la época, se convirtió en un fenómeno inquietante.
Acentuado temor a las enfermedades venéreas, especialmente la sífilis, como consecuencia de las relaciones extramatrimoniales y la prostitución.
La influencia de teorías de carácter profundamente antifeministas: Schopenhauer, Nietzsche, Nordau, Weininger y Lombroso.
La definición de mujer fatal aparece a finales del siglo XIX, primero en la esfera literaria y luego en las artes plásticas. En el campo del arte se nos aparece como una belleza turbia, perversa y malvada. De cabellera larga y abundante, en muchas ocasiones rojiza, y con frecuencia de ojos verdes. En ella se encarnan todos los vicios, todos los placeres y todas las seducciones. Entre sus características psicológicas destacan su capacidad de dominio, de incitación al mal, y su frialdad, que no le impedirá, sin embargo, poseer una fuerte sexualidad, en muchas ocasiones lujuriosa y felina, es decir, animal. En La mujer fatal (Fig. 40), de Kees van Dongen es posible contemplar un ejemplo de este tipo de fémina en el retrato de una cabaretera que, mirando fijamente al espectador, se sostiene el seno izquierdo con la mano derecha. Tocada con
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aparatoso
plumaje
de
pájaro
maligno,
nos
muestra
una
sexualidad
desbordante, cargada de artificio, por el abundante maquillaje, y percibida no sólo a través del seno que presenta de forma ostentosa, sino también mediante el poder hipnótico de la mirada. Sus manos, alargadas como garras, imponen la naturaleza animal de su belleza. En otras ocasiones esta imagen negativa de la mujer se expresa echando mano de la tradición oriental. Este es el caso de Lilith, princesa de los súcubos (diablos o demonios que mantenían relaciones sexuales con un varón bajo la apariencia de mujer), una seductora y devoradora de hombres, a los que atacaba cuando estaban dormidos y solos. También se le consideraba un espíritu maligno que atacaba a las parturientas y a los recién nacidos. Lilith, según la leyenda, aparece como la primera compañera de Adán, anterior a Eva, pero que, a diferencia de ésta, Dios no formó de la primera costilla del hombre, sino de “inmundicia y sedimento”. También es conocida porque consideraba ofensiva la exigencia de Adán de que permaneciera bajo él durante la relación sexual y, como aquel la obligara, lo abandonó. Huyó del Edén para siempre y se fue a vivir a la región del aire donde se unió al mayor de los demonios y engendró con él toda una estirpe de diablos. Por eso a Lilith
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se le responsabiliza de todas las desventuras de la humanidad, del mismo modo que los antiguos habían responsabilizado a Pandora, la primera mujer. Si Eva se mantuvo al lado de Adán, no ocurrió así con Lilith, que aparece como una insubordinada y rebelde criatura. Una de las representaciones plásticas más hermosas de este personaje nos la encontramos en la Lady Lilith de Dante Gabriel Rossetti (Fig. 41), creador de un nuevo tipo de mujer de poderoso y
ancho cuello, labios curvados, abundante cabellera y comunicadora de una voluptuosidad morbosa. Para Rossetti este personaje es la femme fatale moderna, aunque él nunca llegó a utilizar este término. Pero lo que no deja de ser significativo es que esta representación de la mitología hebrea, que se rebela contra Adán, su esposo, y mata a niños recién nacidos, sea contemporánea de los movimientos ingleses de emancipación de la mujer y de las grandes discusiones sobre planificación familiar de la década de 1860. La New Woman, probablemente la moderna Lilith a que se refiere Rossetti, también trata de emanciparse del control del varón y de ella se dice que rechaza la maternidad. En otras ocasiones se recurre al mito clásico, puesto que la mitología griega y romana se encontraba plagada de mujeres que podían dar el tipo de
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este clase de perversas seductoras que, con sus malas artes, podían traer la perdición de los hombres. El caso de Pandora es emblemático. Como Eva en el cristianismo, Pandora fue la primera mujer de la mitología clásica, a la que Zeus creó para vengarse de los hombres. Ambos personajes femeninos tienen en común la curiosidad: si Eva quiso probar la manzana del árbol prohibido, Pandora quiso saber lo que había en el interior de la caja que le habían entregado. Asimismo, ambas traerán el infortunio de los hombres. En la versión que presentamos, también de D. G. Rossetti (Fig. 42) -cuyo rostro es el de Jane Morris, amante del pintor-, sobresalen los anchos y poderosos hombros
de la figura y su abundante y oscura cabellera, cuyas ondas parecen imitar el espeso humo que se escapa del cofre que Pandora sostiene en sus manos. En éste se aprecia la cabeza alada de la Esperanza, junto a unos girasoles y la inscripción ULTIMA/ MANET/ SPES (“lo último que queda es la Esperanza”). Otro personaje de la mitología que sirvió para encarnar el prototipo de la mujer malvada y seductora fue Circe. En su camino de regreso Itaca, Ulises hace escala en la isla Eea, donde envía primeramente a sus compañeros para una exploración previa. Circe metamorfoseará a éstos en cerdos, leones o perros, cada uno según su carácter, y luego tratará de seducir al héroe
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homérico, quien, finalmente, accederá a las pretensiones amorosas de la hechicera y permanecerá con ella un año en la isla. Y como Circe convierte a los hombres en animales, no es extraño que muchos pintores de fin de siglo vieran en el personaje de esta maga un claro ejemplo de los peligros del sexo femenino y desearan representarla en sus obras. Y así, uno de los mejores artistas victorianos, J. W. Waterhouse, nos deja una
Circe (Fig. 43) que,
sentada en un suntuoso trono de brazos de felino, nos permite ver su bellísimo cuerpo a través de las transparencias del vestido. Ofrece la copa con el bebedizo a Ulises, a quien podemos contemplar reflejado en el espejo que aparece detrás de la hechicera. Junto a ella, y convertido ya en cerdo, se nos muestra uno de los compañeros del héroe homérico. Como era de prever, también la Biblia –donde abundan las mujeres perversas- llegó a convertirse en una fuente importante para los pintores de fines del XIX. En primer lugar Eva, a quien la malvada Lilith no logró desplazar del todo. El pintor simbolista Lévy-Dhurmer, no rehusó el tema (Fig. 44) y, probablemente por influencia de Baudelaire, se centra en la cabellera, que cubre púdicamente el cuerpo de Eva, quien más que rechazar o huir del tentador reptil, parece dialogar con él, mientras lo mira turbadoramente. Pero lo
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más curioso es que esta Eva se rechaza toda alusión al texto sagrado, para convertirse en un símbolo del mundo pagano, del reino de la naturaleza y de los sentidos. Sin embargo, la mujer más malvada de la Biblia será Salomé, a quien los pintores de fin de siglo representa obsesivamente como punto culminante de perversidades, seducciones y poder letal. Hija de Herodías y de Herodes Filipo, Salomé, después de haber danzado delante de su tío Herodes Antipas, por consejo de su madre, obtiene de él como premio por su actuación, la cabeza de Juan el Bautista. Tanto en la literatura como en la pintura se considera ejemplo de erotismo, sensualidad y entrega a los placeres de la carne. Por todo ello será una figura representada hasta la saciedad, de modo que la elección se hace difícil, aunque nosotros hemos preferido detenernos en la Salomé de Lovis Corinth (Fig. 45) en la que ésta, ante la diversión del verdugo y de una de sus doncellas, inclina su cuerpo sensual sobre la bandeja en la que un sirviente le presenta la cabeza de San Juan a la que abre los párpados con su enjoyada mano, como si quisiera cerciorarse de su muerte. Otros ejemplos de mujer fatal constituyen lo que algunos autores denominan las “bellas atroces” (esfinges, sirenas, medusas, harpías y vampiros). Por razones de espacio nos ocuparemos solamente de las dos
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primeras. La Esfinge es la mujer enigma de toda la mitología: una ogresa que tenía aterrorizada a la población de Tebas proponiendo enigmas y devorando a los que no eran capaces de resolverlos. La Esfinge es un íncubo femenino
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(diablo que con apariencia de mujer tenía comercio carnal con un hombre) que mata abrazando y sofocando. Se trata de una mujer-bestia portadora de enigmas, y por esta razón se convierte en modelo de la mujer fatal: evoca misterio y poder erótico. Entre los pintores que más se ocuparon del tema se encuentra el alemán Franz von Stuck. En una de sus representaciones (Fig. 46) la Esfinge, tendida sobre el vientre y apoyada en los antebrazos, curva los dedos de sus manos, a manera de garras, y de todo su aspecto se desprende algo primitivo y animal. En la parte inferior del cuadro se nos presenta la visualización del enigma planteado por la Esfinge al héroe Edipo: “¿Cuál es el ser que tiene cuatro pies por la mañana, dos al mediodía y tres por la noche, pero que, contrariamente a la generalidad de los seres existentes, es tanto menos rápido cuanto más pies utiliza al caminar”?. Edipo respondió que se refería al hombre, que utilizaba cuatro pies cuando andaba a gatas y tres en la vejez al usar bastón. Las Sirenas, según Ovidio en Las metamorfosis, eran unas hermosas jóvenes doncellas que tenían cabeza y pecho de mujer y el resto del cuerpo de ave. La maravillosa voz de que estaba dotadas ejercía una poderosa fascinación sobre los navegantes que inevitablemente iban a estrellarse contra las rocas de la costa. La palabra Sirena significa “mujer que lía a los hombres con mágicas melopeas”. Bajo forma de pájaro y con estas canciones, intentaron también engañar a Ulises y sus marinos. Se desconoce en qué momento aquella mujer-ave se convirtió en mujer-pez. En la obra de Herbert Draper Ulises y las Sirenas podemos contemplar a las tentadoras como mujeres acuáticas, aunque sólo una tiene cola escamosa, puesto que las dos restantes, en una clara identificación de las mismas con la mujer que incita y cautiva, poseen unos cuerpos completamente humanos.
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SABER MÁS BIBLIOGRAFÍA ARGULLOL, R., Una educación sensorial. Historia personal del desnudo femenino en la pintura, Casa de América/Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2002. ARIÈS, P., y DUBY, G., (dir.), Historia de la vida privada. De la Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial, Taurus, 1990. BORNAY, E., Las hijas de Lilith, Cátedra, Madrid, 2001. BRAM, D., Ídolos de perversidad. La imagen de la mujer en la cultura de fin de siglo, Debate/Círculo de Lectores, Madrid, 1994. DUBY, G., y PERROT, M., (dir.), Historia de las mujeres 5. El siglo XIX, Taurus, Madrid, 2000. CHADWICK, W., Mujer, arte y sociedad, Destino, Barcelona, 1999. HERBERT, R., El Impresionismo. Arte, ocio y sociedad, Alianza Editorial, Madrid, 1989 DE DIEGO, E., La mujer y la pintura del XIX español, Cátedra, Madrid, 1987. SERRANO DE HARO, A., Modelos de mujer, Plaza y Janés Editores, Barcelona, 2000. TODD, P., Los impresionistas en casa, Alianza Editorial, 2005. VV. AA., Mujeres impresionistas. La otra mirada, Museo de Bellas Artes de Bilbao, Bilbao, 2002. PÁGINAS WEB www.wga.hu www.artcyclopedia.com www.artehistoria.com www.victorianweb.org/art www.rincondelvago.com/influencia-del-arte-prerrafaelita-en-la-epocavictoriana
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Trabajo realizado por :
PEDRO MAÑAS NAVARRO Y JOSÉ RAYA TÉLLEZ SEVILLA ANDALUCÍA ESPAÑA
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