LA FISURA Sabía que todo acabaría en algún momento, pero nunca me imaginé que concluiría de esta manera. Siempre he creído ser lúcido y realista; otros me han considerado cínico y glacial. En realidad sé muy bien por qué necesito escribir a escondidas estas líneas; deseo que nuestros encuentros permanezcan en la memoria de los demás. En este momento, sin duda, profeso el placer de reconstituir en estas hojas un fragmento de tiempo compartido. Siempre se ha visto en mí a un hábil abogado, acostumbrado a convencer a los jueces y jurados de la transparencia en las finanzas de mis clientes. Siempre, lo confieso con sinceridad, me han gustado las cosas prácticas y expeditivas. Todo lo que he emprendido en la vida ha sido con un fin claro, preciso y preparado de antemano. He seguido siempre la consigna del método y del orden: mis expedientes, al día; mis cuentas de banco, con los fondos convenientes; mi mujer, regulando nuestra intensa vida social; mis amantes, siempre jóvenes, discretas y caras. Al principio esa fisura me molestó; más tarde, me sentí intrigado; finalmente, se volvió una luz en mis hábitos hasta su irremediable desenlace. El asunto comenzó aquella noche cuando Paola ya había terminado sus horas de oficina y me había dejado en el escritorio el expediente completo de la firma Stelaris. Ese legajo de documentos me aseguraba las vacaciones programadas en Tahití. El sonido del teléfono me distrajo del caso y me recordó la cena de esa noche. Sara siempre ha temido que evadiera las reuniones con sus padres. Con el paso de los años hemos destilado nuestras normas y, en particular, el convenio tácito de que cuanto menos hubiera ocasiones de encuentro con su familia, más segura sería mi presencia. Casi no habíamos ido a verlos en las últimas semanas, lo que me dificultaba cualquier escapatoria. Al levantar el auricular, ya había previsto mi voz para la adecuada frase tranquilizadora. Me sorprendió entonces que mis respuestas al teléfono se perdieran en el vacío de un cable silencioso, que querría sin duda reconocer la voz de su interlocutor. Siempre he aborrecido las bromas que me hacen perder el tiempo: colgué con una rabia mal contenida. Paola estaba perfectamente al tanto de que me desagradaban las llamadas personales a la oficina. Para mí, el teléfono en el despacho siempre ha sido un instrumento sagrado de trabajo. Decidí que se lo recordaría con todo rigor a primera hora del día siguiente. Ya estaba a punto de salir, cuando el aullido del teléfono volvió a irrumpir en el despacho. Pensé no contestarlo, pues ya debería ir en camino a casa; sin embargo, una curiosa irritación me hizo descolgarlo de nuevo. Esta vez evité cualquier saludo y decidí permanecer en silencio: me impuse responder con las mismas armas. Fue entonces cuando el sonido brotó por fin, un sonido de cuerdas inesperado y melodioso, el inicio del Concierto de Mendelssohn que de inmediato reconocí y me hizo volver más de veinte años atrás. Vi de manera clara y repentina la casa de las altas enredaderas en los muros, los anocheceres en la sala de estar, los ojos claros y los labios húmedos de Leticia. El sonido del violín desapareció abruptamente después de unos breves compases. Recordé entonces aquella noche en la carretera, el trailer en sentido contrario que no pude evitar al salir de la curva, la ruidosa sacudida y la pérdida de la conciencia. Recordé la tarde en la que recuperé el conocimiento, y las lágrimas afectuosas de mis padres al saberme vivo y por fin fuera de peligro. Recordé también los descansa, los tienes que recuperarte, las sonrisas de compasión que retrasaron la noticia de su muerte. Cuando lo supe ya hacía dos días que la habían enterrado. Tuve conciencia de que me había quedado inmóvil con el teléfono en la mano. Colgué de prisa con la esperanza de recibir una nueva llamada. Esperé durante un tiempo indefinido hasta que el teléfono volvió a resonar. Era Sara que furiosa me reprochaba mi tardanza. Le interpelé algo de un expediente incompleto que por supuesto no me creyó. Le confirmé que nos veríamos directamente en la casa de sus
padres. Musitó alguna ácida indirecta, que no vale la pena evocar, antes de cortar la comunicación. Esperé algunos minutos más, pero el teléfono permaneció en silencio. No debe de haber pasado más de una semana según mis cálculos cuando una escena similar se volvió a repetir. Fue durante los días de la gripe de Paola, porque aquella noche su suplente se había demorado en encontrar el expediente del fraccionamiento de los Arizmendi, lo que me obligó a quedarme un poco más tarde en el despacho. El caso era asaz delicado y tuvimos que insistir en el teléfono para que me pudiera comunicar con el diputado. Su secretaria me confirmó que me llamaría al despacho en cuanto se desocupara. En esas estaba cuando escuché el teléfono y respondí apresurado. Un silencio, esta vez más breve, antecedió al fragmento preciso de Mozart. Ese pasaje era exactamente el mismo que Leticia me había tocado aquél sábado por la tarde, en la íntima penumbra de las cortinas cerradas, después de que habíamos hecho el amor por primera vez. La música me produjo un gozoso escalofrío. Cuando se detuvo, sentí el sudor en mis manos y en la frente. Ambos nos habíamos jurado que ese pasaje sería nuestro secreto y que nunca le revelaríamos a nadie la emoción de esos compases. Perdí por completo la noción del tiempo, hasta que la suplente entró apresurada en mi despacho para decirme que el diputado esperaba en el teléfono y mi línea estaba bloqueada. Aún aturdido recibí la autorización de los permisos de construcción. Instantes después volvió la suplente para preguntarme si podía retirarse. Corroboré en mi reloj que habían pasado unos minutos después de las nueve. Recordando la otra llamada, constaté la coincidencia en la hora. A partir del día siguiente, establecí una alteración en mi ritmo de trabajo en el despacho. Le di indicaciones a la suplente (y más tarde a Paola) para que se me preparara la labor de revisión siempre a principios de la noche, después de su hora de salida. Logré, de tal manera, encontrar una lógica justificación que me permitiera quedarme hasta tarde, a veces hasta después de las diez. López Brown, mi socio, elogió con un dejo de ironía mi alto sentido de responsabilidad, aunque su sonrisa presuponía una historia de faldas en pleno despacho, porque incisivo me recordó que el suyo estaba apenas a unos cuantos metros. Más lacerante fue la reacción de Sara, a quien el cambio de mi horario definitivamente desagradó. Algunas noches controló por teléfono mi presencia en el despacho; otra vez, vino a verme con la banal excusa de que le ayudara a escoger unas muestras para el cambio de las cortinas. En ambos casos encontré la forma de convertir la tensión de la espera de las llamadas en el stress del trabajo acumulado. De cualquier manera, Sara jamás fue capaz de encontrar algún indicio objetivo de sus celos. Pura coincidencia o azar, pero en ningunas de esas ocasiones llamó Leticia, a pesar de que poco a poco sus llamadas habían comenzado a intensificarse. En las dos primeras semanas me había llamado una sola vez; a partir de la tercera, empezaron a ser al menos dos. Las dificultades del caso Arteaga motivaron una alteración de mis horarios y citas durante la semana de las deliberaciones finales. En los cuatro primeros días, por diversas razones, no pude disponer de mis horas de espera en el despacho a las que ya me había acostumbrado. El viernes, la sesión vespertina fue más breve y no tuve que acompañar a los clientes en la noche. Mi reloj me indicó que disponía del tiempo justo para ir al bufete. No contaba por desgracia con el tránsito de fin de semana que demoró mi trayecto. Logré sin embargo llegar al estacionamiento de la oficina un poco antes de las nueve. Subí al piso del despacho y cuando me acercaba a la puerta, alcancé a oír el teléfono. Me apresuré a abrir y corrí desesperado a mi escritorio. Descolgué el auricular, pero apenas un instante antes la comunicación se había cortado. Tuve una inmediata reacción de cólera que me laceró durante varios minutos. Por fin me tranquilicé con la esperanza de una nueva llamada. En vano esperé casi dos horas que el teléfono volviera a sonar. Hastiado y con una profunda sensación de tristeza salí del despacho. Camino a casa, me detuve en un bar a tomar un whisky. Fue el más estúpido de los errores. Las escandalosas charlas de los comensales en pleno social friday y sobre todo la infecta música de fondo me obligaron a salir sin terminar la copa.
Volví a casa. Sara y Elena se habían ido a mediados de la tarde para no lidiar con la carretera congestionada; Pablo había salido salido con sus amigos y llegaría más tarde. Antes de preguntarme por la cena, Lupe me reiteró el recado de que llamara a la señora. La hice que ella misma me comunicara: todo bien, muy cansado, estaría mañana como habíamos previsto, ciao. No cené. Más tarde tuve la tentación de escuchar un poco de música. No lo hice porque pensé que en esa noche ese acto constituiría la peor de las torpezas. Los somníferos me aseguraron el sueño hasta un poco después de las once del día siguiente. No había mucho tránsito en la autopista y calculo que he de haber llegado un poco antes de las dos. Después de una ducha rápida, ahí estaba con todos en la mesa del jardín en una de esas comidas familiares como las que Sara adora. Yo sólo recuerdo haber mencionado al principio, somera pero incisivamente, las complicaciones del caso de los Arteaga para después dejarles las riendas de la conversación. En los postres mis hijos me adoraban: sí, le compraría el lujoso convertible a Pablo, sí, Elena podría ir todo el verano con su amiga a Europa. No se demoraron en dejarnos solos para el café. Sentí algún recelo en Sara que algo debía de olfatearse; sin embargo, eso no le impidió hablarme de una pulsera con algunos diamantitos que había descubierto con la Tikis hacía unos días. Su cara moduló del asombro a la felicidad cuando le dije que si ganaba el caso el martes (como sucedió) podía pasar por el despacho al día siguiente a la hora de la comida para que nos diéramos una vuelta por la joyería. Esa noche recibíamos a los amigos para una cena informal. Después de la comida, Sara se ocupó de dar las instrucciones a las sirvientas y prever el menú. Me expatrié al fondo del jardín protegido por un expediente y un habano. Un poco más tarde, ella decidió ir en persona a buscar sus detalles esenciales y sorpresivos para la decoración y las sutilezas gastronómicas. Vi su mano despedirse desde mi exilio bajo el castaño, un poco antes de resentir los efectos tardíos del somnífero de la víspera y de la intensidad del termómetro de esos días. A media tarde, su llegada con las sorpresas interrumpió mi siesta inhabitual. Vino muy melosa a mostrarme las compras y a hacerme la conversación. Lo había previsto todo, las sirvientas seguían sus instrucciones. Le sugerí que quizá no habría suficientes aperitivos. Tomé las llaves del coche y me fui un buen tiempo a escogerlos a las vinaterías del centro del pueblo. Después de la compra, evité pasar por el café de las reuniones y me fui a hacer tiempo en los juegos de la feria. Los invitados llegaron como previsto, los recibimos como previsto, charlamos como previsto. Sonia y la Tikis se fueron con Sara; López Brown y Ulloa Salas me exigieron el segundo trago y la renovación de las botanas. Hablaron de coches, de armas de tiro, de brasileñas y francesas. Vino sonriente la Tikis para anunciarnos la inminente cena. Sin transición, despotricaron del gobierno y pasaron a los impuestos. Vi en la aguda mirada de la Tikis que Sara la había puesto al tanto. En la mesa aún perduraron los impuestos (en sus mejores formas de evadirlos); para finales del asado, las vacaciones en familia se volvieron el tema general, hasta que Sara, sus dos amigas y la sirvienta se movilizaron para flamear las crepas. Me levanté a buscar los habanos, inevitable contrapunto a los digestivos. De vuelta en el corredor, oí el sonido del teléfono. Me bastó estirar la mano para contestar y recibir de lleno toda la intensidad y la luz de la sorpresa. Era Leticia con las primeras notas del Concierto de Brahms. Por primera vez me llamaba a otro lugar distinto del despacho. Me di cuenta de que ella también había extrañado nuestros encuentros. Sus melódicos compaces me llenaron de fortaleza. No tomamos café y la última copa fue por fortuna muy rápida. Los dieciocho hoyos del día siguiente nos obligaron a despedirnos. En verdad, nunca aprecié tanto el golf como en ese instante. Subimos a la habitación porque Sara estaba contenta, pero ren-di-dí-si-ma y se iba de inmediato a la cama a dormir. Sin embargo, esgrimió de manera soslayada que los Ulloa Salas me habían visto muy distraído. El timbre de su voz me pareció insulso e insolente al mismo tiempo, todo lo contrario a la nitidez de las notas de Leticia que logré revivir. He perdido la noción exacta de las siguientes semanas. Sólo recuerdo que un día le
di instrucciones a Paola para que filtrara algunas llamadas que ya no me suscitaban ningún interés. A pesar de ello, una mañana la voz de Conny se coló. Me invitaba al cocktel de esa misma tarde. No tenía ninguna cita importante después de las seis, pero sabía lo que seguía al final de los cockteles y argumenté una reunión importantísima. No insistió; no obstante el ritmo y las inflexiones de su voz me obligaron a que la invitara a comer al día siguiente. Conny fue sin duda la más inteligente y perspicaz de mis amantes. Desde los primeros segundos en el restaurante percibió la situación. Con un savoir faire indudable paladeó los platos y los vinos, y supo apreciar el par de aretes de esmeraldas como un afectuoso regalo de despedida. Esa comida debió de ser un miércoles, porque al día siguiente López Brown tuvo que sacrificar su sagrada sesión nocturna de squash de los jueves para que pudiéramos recibir a unos clientes que exhalaban los millones. La cita era a las siete y mi socio argumentó la conveniencia de acogerlos en mi despacho, más amplio y confortable. Acepté el lugar y la hora con la consigna de que yo me quedaría libre al finalizar la entrevista formal y a él le tocarían los restaurantes, bares y anexos después de la reunión. Los problemas empezaron cuando los clientes llegaron con más de una hora de retraso. En el desarrollo de la entrevista, uno de ellos resultó de un puntilloso insuperable exigiendo repetidas explicaciones de cada línea y entrelínea de las cláusulas. Con angustia cada vez menos contenida veía avanzar el reloj. Para colmo, la lentitud de comprensión del otro no mejoraba la situación. Veía que se acercaban las nueve y esa noche tenía la certeza de que el teléfono sonaría. Unos escasos minutos antes de la hora propuse, con un extremo esfuerzo de humor, que la entrevista podía continuar en ese magnífico restaurante en donde mi socio había reservado la mesa. López Brown y el lento debían de tener hambre, pues aceptaron de inmediato la proposición. El puntilloso no parecía muy convencido, pero yo apresuradamente guardé los contratos en el portafolios y con brazo amable pero firme lo saqué del despacho. Ya en la puerta del elevador, sentí de pronto el asombro y el recelo en la mirada de mi socio. Me disculpé por no poder acompañarlos. Cuando el elevador ya se abría, el puntilloso constató la ausencia de su pluma y quiso ir a buscarla al despacho. Ignoro si fue más eficaz el grito de negativa o la tenacidad de mi brazo que impidió su movimiento. Me apresuré al despacho y le traje la pluma olvidada en el escritorio. Vi desaparecer con alivio los tres rostros atónitos al cerrarse la puerta del elevador. Eran las nueve y unos segundos. Un instante después mi dicha fue plena al descolgar el teléfono. A media mañana del día siguiente, López Brown llegó furibundo al bufete. Había salvado in extremis los contratos y él en persona se encargaría de las firmas esa misma tarde. No le interesaban en absoluto mis aventuras peripatéticas, pero no estaba dispuesto a tolerar mis faltas profesionales. Encolerizado, lo traté de lo que se merecía y a empeñones lo eché fuera de mi oficina. Un instante después, harto de la atmósfera repulsiva del despacho, me largué dando un portazo. Por la noche, ya habían puesto al tanto a Sara. Con ese tono melifluo y compasivo que siempre le he detestado, me aseguraba que todos me entendían, que era perfectamente natural, con tantos nervios y tensiones, con la fatiga por mi exceso de trabajo. Unos muy merecidos días de reposo me vendrían de maravilla. Ella ya se había encargado de todo. Ese fin de semana nos iríamos solitos al departamento de la playa. A esa hora ya había enterrado por completo mi rabia del despacho y no quise perder el tiempo en explicaciones o discusiones inútiles. Es un hecho que esa mañana, ya fuera de la oficina, me sentí de inmediato muy sereno. Después de ir a comer un buen filete en la tranquilidad del Limousin, fui por la tarde al museo a ver a los paisajistas que tanto me gustan, con el placer resucitado de mis tiempos de facultad. Al final de la visita, me dirigí a pie hacia el bosque y pude encontrar un lugar aislado en las cercanías del jardín escultórico, en donde me quedé hasta el anochecer. Mi intuición me dijo que esa noche no valía la pena que volviera al despacho a esperar la llamada. Al día siguiente me levanté tarde sin las premuras del despertador. Sara había
salido de compras y mis hijos ya se habían ido a clases como todos los días. Lupe me llevó tímidamente la bandeja del desayuno a la cama con el recado convencional de la señora. Sus cuidados me parecían inútiles, yo me sentía de maravilla. Tomé un dilatado baño, escogí con calma el traje ligero y la camisa sport. A mediodía decidí ir al centro. No tenía ninguna prisa y a pesar del nutrido tránsito, no me molestó utilizar el coche para llegar. Había previsto ir a dar una caminata por las calles del barrio colonial. Tuve la suerte de encontrar un lugar en el estacionamiento cercano. Salí a caminar con toda tranquilidad. Me sentía tan bien que no me molestaba el ruido del tránsito, es más, en algún momento me pareció dejar de oírlo. Había olvidado voluntariamente el reloj en casa y gozaba de la sensación de disponer del tiempo a mis anchas. Lo aproveché en toda su intensidad. Fui percibiendo que la sensación de bienestar crecía conforme me paseaba por las calles. A partir de un momento impreciso, empecé a sentir una nítida transparencia en la que los coches y las gentes desaparecían. Las calles se habían maravillosamente despoblado. En algún otro momento, decidí regresar al estacionamiento por el coche. Volvería a casa y le diría a Sara que no serían necesarios esos días de reposo; gozaba de una magnífica salud y no valía la pena que ella abandonase sus actividades caritativas. Confieso que no vi el automóvil que se cruzó por mi camino. No sé para qué se los conté aquel día en el hospital; su mentalidad estrecha les imposibilita la percepción de lo extraordinario. Por supuesto que los muy imbéciles simularon creerme, pero por supuesto me di cuenta de que me mentían. Las heridas fueron cicatrizando, las diversas fracturas sanaron y volví a recuperar el movimiento. Es indudable que mi salud es óptima, no obstante, me han traído aquí armados de gentilezas y mentiras. Creen que no me doy cuenta, pero sé qué clase de sanatorio es. Es obvio que creen que me he vuelto loco; no vale la pena discutirlo. En el primer fin de semana, Sara y mis hijos vinieron a visitarme. Tuve que recibirlos con agudo estoicismo. Algunos días después volvieron, esa vez con el pobre diablo de López Brown, y me trajeron los papeles para que se los firmara. Por supuesto que entendí de lo que se trataba, pero ni la separación ni las acciones y propiedades me interesan. Sara y los muchachos tendrán asegurados sus necesidades y todos sus caprichos. Ahora vienen menos: qué bueno porque sus visitas se habían vuelto intolerables. Hace poco empezaron a hacerme difícil que dispusiera del teléfono en la habitación. Poco después lo desconectaron y se esforzaron en impedirme que me acercara al del salón. Hace apenas unos días una infeliz enfermera me irritó con sus órdenes tajantes y sus soeces negativas. Tuve que ponerla en su lugar con una fingida amenaza ayudado de las tijeras para que por fin me dejara en paz. La muy cobarde huyó despavorida para ir a traicionarme. Esa mañana precedió la tarde en que me inmovilizaron en el cuarto de los colchones blancos. Se han puesto de acuerdo para llevarme allí con relativa frecuencia. Los muy estúpidos no saben que la soledad y la blancura me distraen menos y así me siento más libre para recibir y revivir los compases de Leticia. Porque sí, los muy cretinos ignoran que ya no necesito el teléfono para escuchar la luz de su música, para sentir su presencia, su respiración, que cada vez percibo con mayor intensidad en una perfecta plenitud. "La fisura" in Eduardo Ramos-Izquierdo, La voz del mar, Mexico, Rilma 2, 2006, p. 9-20