LA ESTATUA MAS PERFECTA Tuvo lugar esta aventura mucho antes de que los montes y los mares se acomodaran y el mundo tomarse su forma actual. Existía por aquel entonces una próspera ciudad, llamada Tinodos, que superaba en riqueza y esplendor a todas las demás que el hombre había levantado. Sus habitantes eran fabulosamente ricos y no había pobres ni miseria en las calles. En cuanto a sus edificios, no había templos ni palacios que superasen en lujo y magnificencia a los que en ella se construían. Y esto era así no por casualidad, sino por una razón que era bien conocida tanto por los de dentro como por los de fuera de la ciudad. La ciudad de Tinodos, desde el principio de los tiempos, le había caído en gracia al dios de la fortuna y esté, para demostrar que era su favorita, cuidó de que todas las empresas que comenzasen sus habitantes llegasen a buen puerto. Tampoco sufrió jamás la plaga o la guerra, ni la sequía o el terremoto, porque todo mal que recorría el mundo se disipaba hasta desaparecer según se acercaba a esta ciudad. Ni siquiera la codicia de los que la envidiaban llego a disminuir lo más mínimo su esplendor, pues todas las argucias y traiciones que idearon se volvieron contra ellos y sólo trajeron más beneficio todavía a Tinodos. Y, sin embargo, al final sí que aconteció un hecho que la hirió por toda la eternidad… Siendo ya Tinodos una gran ciudad, según muchos la mayor de todo el mundo, decidieron sus complacidos habitantes que el modesto templo que le habían dedicado al dios de la fortuna no era lo suficientemente elegante y majestuoso para darle las gracias a su patrón de forma adecuada. Por muchas joyas y obras de arte que le donasen para embellecerlo, su estructura era vieja y se había quedado relativamente pequeña comparada con el tamaño que había alcanzado la ciudad. Además había varios palacios que la superaban de tal manera que todo intento de competir en cuando a capacidad de admiración quedaba ridiculizado. De modo que, tras mucho meditarlo, llegaron a una conclusión: debían construir un nuevo templo con una cantidad de recursos acorde a las riquezas con que contaban por aquel entonces. Un templo que se convertiría en la más magnifica construcción levantada por obras mortales (Aunque, en realidad, se dice que algunos ángeles bajaron a ayudar a construir algunas secciones), adornado con una colección de estatuas, pinturas y demás obras de arte que recogía las mejores piezas que los comerciantes de Tinodos pudieron encontrar por el mundo, poseedor de las reliquias más sagradas, provenientes directamente de los cielos, y bendecido por cientos de sacerdotes que celebraron múltiples ceremonias a lo largo de la obra. Fueron precisamente los sacerdotes los que tuvieron la idea de lo que sería la mayor maravilla de todo el templo. Mandaron talar el árbol milenario de la ciudad, tan viejo que, se decía, había sido plantado cuando se creó el mundo, y le encargaron al jefe del gremio de los ebanistas de Tinodos que construyese con la madera el mejor retablo que el mundo jamás hubiera conocido y, como motivo central, una estatua que representase al propio dios de la fortuna. Si alguien era capaz de realizar tal proeza ese era sin duda el gran Paulos, maestre de ebanistas y carpinteros de Tinodos. No es sólo que fuese el mejor artista de su tiempo, sino que no hubo en toda la historia nadie que pudiera igualar su pericia con la madera. El gran Paulos aceptó orgulloso el encargo y dedicó a ese trabajo casi tanto tiempo como el que se tardó en construir el nuevo tempo, esto es, unos veinte años. Pero
tuvieron lugar una serie de circunstancias que, encadenadas, desvirtuaron todo el esfuerzo realizado. Todo empezó con un exceso de confianza. Se contrataron a tan expertos especialistas y se compraron tan selectos materiales que la gente se convenció de que, por fuerza, el resultado tenía que ser algo insuperable. Y tal llegó a ser esta convicción que, al final, hasta el mismo dios de la fortuna dio por sentado que, incluso sin su tutela, el nuevo templo sería un mosaico de grandes obras maestras entrelazadas entre sí. De modo que, como era un entusiasta de las sorpresas, decidió mantenerse apartado de las obras durante el tiempo que estas durasen para así, el día de la inauguración poder disfrutar con toda plenitud de las maravillas con que le honraban. Ocurrió entonces lo que nunca había ocurrido en Tinodos. Los cristales se rompían, los clavos de torcían, las paredes no quedaban rectas, los ladrillos no encajaban… Pero como todos estos problemas quedaban restringidos a la zona de las obras y los maestros artesanos se encargaban de enmendarlos bien pronto, nadie llegó a preocuparse por estos detalles, en principio, inapreciables y, por eso, tampoco le dieron excesiva importancia al hecho de que la salud del maestro ebanista empezase a resentirse. En efecto, tanto empeño ponía en su obra que poco a poco iba quemando más energías de las que su cuerpo era capaz de reponer. Sus brazos y menos fueron perdiendo las fuerzas, su respiración se volvió cada vez más fatigada y su vista comenzó a nublarse. Era tal su deterioro físico que casi parecía que estaba traspasando la vitalidad de su cuerpo al retablo, porque, este sí, cada día alcanzaba nuevas cotas de hermosura impensables tan sólo el día anterior. De seguir así, esta sería sin ninguna duda la gran joya que coronaría el templo de las maravillas y Paulos, que estaba obsesionado con esta idea , desoía cualquier consejo que sus amigos le daban y se entregaba a su labor más allá de lo que la prudencia recomendaba. Llegó a desmayarse varis veces, pero nunca desanimó. Sin embargo, el día que recibió la segunda visita de los sacerdotes fue demasiado para él. Los enviados le contaron entusiasmados el último sueño que había tenido el gran patriarca, en el que, aparte de los prodigios y señales que acostumbraba a vislumbrar, esta vez se le apareció el mismo dios de la fortuna en persona y mantuvo una larga conversación con él. En ella le comentaba como los rumores acerca de la belleza del retablo y la estatua se habían extendido de tal manera que, al final, habían llegado hasta sus oídos. Y resultaban todas las opiniones tan halagadoras respecto a la obra del maestro ebanista que había tomado una decisión: el día de la gran inauguración del templo bajaría desde los cielos al mundo y se encarnaría en la talla que lo iba a representar, dotándola de vida para poder dar las gracias en persona a sus fieles por la pleitesía que le rendían. Los sacerdotes concluyeron la visita urgiéndolo a que, dadas las circunstancias, superase con la estatua la excelente labor que ya había realizado con el retablo, pero fueron tan imprudentes y exigentes a la hora de realizar sus peticiones que lo que lograron fue hacer fallecer al que no había desfallecido ni un solo momento en veinte años. Por poco no fue el único en fenecer en aquel momento. Cuando se dieron cuenta de que el maestro no había perdido el conocimiento sino que efectivamente se había ido al otro mundo y cuando, juntado los hilos, se percataron de las terribles repercusiones que podía provocar este acontecimiento, el pánico se contagió de un sacerdote a otro como si sufrieran de una plaga febril. Por poco estuvieron algunos a punto de hacer locuras, pero por suerte para ellos, que no para él, apareció en escena en aquel instante uno de los protagonistas de esta historia. No el dios de la fortuna, como puede alguno
sospechar, sino un personaje de carácter no divino, este es Lugus, el discípulo del gran Maestre. ¡Salvados, salvados! – gritaron los sacerdotes eufóricos sin que el discípulo llegase a comprender cual era el motivo de tanta alegría. Desconocedor todavía del hecho de que su maestro había muerto y confundido por todo el extraño comportamiento de los, por lo general, venerables sabios, terminó por contagiarse él también del buen humor reinante. Por eso fue que, cuando le insinuaron que él sería el idóneo para tallar la estatua de su dios, él les siguió el juego pensando que se trataba de una broma y por eso también fue que, cuando le revelaron lo sucedido y le rogaron que completase la obra de su maestro él no logró reunir fuerzas ni argumentos suficientes para negarse a tales peticiones y acabó por aceptar. Pronto se arrepintió de haber actuado así. Cuando retiró la tela que protegía el trabajo de su maestro y contempló la talla comprendió horrorizado que jamás podría igualar el arte de aquel. La ansiedad y la angustia se adueñaron de él y empezó a inventar, como si estuviera desvariando, mil excusas para librarse del encargo. Pensó en correr en busca de los sacerdotes e implorar que le librasen de aquel encargo, pero no habría conseguido nada en absoluto, porque estos, que ya se habían marchado le habrían discutido arduamente su cambio de ideas o le habrían indicado que se dirigiera a algún otro sacerdote que a su vez le mandaría a otro diferente hasta que consiguiesen marearlo. Le habían engañado miserablemente y Lugus, que terminó por darse perfecta cuenta de ello, no tuvo otro remedio que resignarse y afrontar con dignidad el enorme reto que se le presentaba. La idea original que el maestre Paulos tenía sobre la estatua era la de representar al dios de la fortuna como un hombre jovial de altura ligeramente superior a la media ataviado con unos lujosos trajes llenos de adornos y joyas, pero sin prescindir por ello de su legendaria capa “Amatapan” con la que según la leyenda el portador jamás temblaría ni sudaría por mucho frío o calor que hiciera. En cuanto a la expresión de su rostro, esa sería la de una cara sonriente y de rasgos bellos y amistosos como si el dios fuera un amigo del observador que esta disfrutando de alguna gracia o chiste. Por último, sus manos sostendrían los tradicionales símbolos que siempre se le asociaban y que eran unas espigas de cereales en la mano izquierda como símbolo de prosperidad y unas monedas de oro en la palma de su mano derecha, extendida como si las estuviera ofreciendo y que representaban el patronazgo del dios sobre las actividades económicas y comerciales. Era un diseño muy bueno. Uno con el que todo el mundo quedaría satisfecho y que además daba bastantes oportunidades para que el tallador luciera su arte. Pero Lugus cometió el error de considerar que ese era el único diseño bueno. No se le ocurrió que Paulos había formando en su cabeza una imagen tan concreta del resultado final que sólo alguien que pudiera tener exactamente esa misma idea podría acabar satisfactoriamente el trabajo que había empezado y tampoco se le ocurrió que, aún sin superar a su maestro él era también un magnifico artista y que, si realizase una nueva estatua basada en un diseño propio, obtendría una obra muy cercan a en belleza a la que su maestro habría concebido. Ignorante de lo anterior escogió la peor opción que había y, aprovechando que la estatua ya estaba comenzada, trató de completar la visión que tuvo su maestro, pero que no era la que él poseía. La obra ya estaba casi terminada en la parte derecha, y sólo tuvo que dar unos retoques que apenas disonaron en el esquema inicial, pero, en cambio en la izquierda la labor apenás estaba esbozada y fue ahí donde la fatalidad se aprovechó para dejar su huella.
Sin que Lugus fuera muy consciente de la paulatina transformación la estatua se fue pervirtiendo. Los finos dedos se alargaron hasta convertirse en crispadas garras que estrujaban con crueldad las desvencijadas espigas. La delicada capa “Amatapan” pasó a ser una tosca y abultada prenda propia de un malhechor que guardase algún arma en sus pliegues, y su afable rostro se transfiguró en una repulsiva mueca compuesta de los más viles y ruines rasgos: una soberbia sonrisa de suficiencia y que se curvaba burlonamente un ojo extraviado rebosante de locura, un mentón excesivamente prominente acompañada de una frente claramente hundida, pequeñas orejas de soplillo, una nariz perfecta en forma, pero desproporcionada en tamaño y, en conjunto, una expresión mezcla de rabioso enfado, maldad premeditada, locura incipiente, despiste ambiguo y profunda estolidez. No es que Lugus fuera malo en su oficio. Al contrario, era un artista excepcional. El mejor ahora que había muerto su maestro, pero sus estilos eran tan incompatibles que en cuanto hacía algo según su criterio enseguida resaltaba como un intruso en el conjunto de la obra, y cuando trataba de imitar a su maestro sólo obtenía ridículas desfiguraciones, porque Paulos se había llevado consigo a la tumba el secreto de sus tallas. Y sucedió que el tiempo transcurrió rápidamente, el templo quedó completado y todo estuvo listo para la ceremonia final de consagración. Todo, a excepción, claro, de colocar el retablo y la estatua del dios de la fortuna en su lugar de honor. Lugus demandaba más y más tiempo cada vez que algún sacerdote se acercaba al taller para interesarse por los avances y, aunque al principio logró alargar el plazo, los sacerdotes no tardaron en impacientarse y pronto le negaron nuevos aplazamientos. La inauguración del templo ya se había retrasado varios años, demasiados años de hecho, respecto a los planes originales y, además, todos los astros habían anunciado ya cual era la fecha más propicia para consagrar el templo. Desperdiciar esa ocasión habría obligado a posponer unos cien años la ansiada inauguración. De modo que apuraron todo lo que les fue posible, pero a tan sólo una semana de la inauguración se reunieron todos los sacerdotes en un numeroso grupo encabezado por el gran patriarca y, una vez todos juntos, se dirigieron con decisión al taller del viejo maestro Paulos. Allí encontraron a un Lugus agotado, desfallecido por el cansancio, que se había quedado dormido al lado de la estatua, pero no llegaron a ver esta porque el escultor la había dejado protegida con una tela y quedaba completamente cubierta. Tan ansiosos como estaban todos ellos, algunos sacerdotes trataron de descubrirla para verla, pero el patriarca les detuvo porque, según su parecer, si nadie la veía mayor sería la expectación y además sólo quedaba una semana para poder observarla después de tantos años de espera. Por lo tanto, dejaron la estatua tal como estaba y se limitaron a despertar a Lugus y, antes de que pudiera abrir la boca, le ordenaron que dispusiera inmediatamente todo lo necesario para traslada tanto el retablo como la estatua al templo. Dicho esto, se dieron media vuelta y volvieron por donde habían venido. Lugus, que tenía preparados cientos de argumentos para disuadir de sus planes a los sacerdotes, tuvo que tragárselos todos ellos, pero, aunque presentía que todo iba a salir mal, no tuvo tiempo de sufrir demasiado, porque estuvo ajetreado toda la semana tratando de encontrar mozos suficientes y medios adecuados para poder realizar el traslado sin que el conjunto sufriera ningún desperfecto. Mientras tanto los sacerdotes no se quedaron ociosos, a diferencia de lo que puedan opinar algunos malpensados. Se encargaron de realizar una serie de ceremonias y actos públicos para atraer tanto a fieles como a gente con ánimo de divertirse de las
ciudades y territorios cercanos. Y eso no fue todo. La muerte de Paulos, que había sido mantenida en secreto hasta aquel momento para evitar que se extendiera el pánico y la decepción, fue hecha pública e incluso anunciada a los cuatro vientos, pero, eso sí, dándose una versión ligeramente modificada. En lugar de reconocer que murió el día que realmente lo hizo, trocaron las fechas para que la muerte hubiese tenido lugar justo el día que se terminó la estatua, con lo que se dio a entender que no sólo había invertido en ella todo su saber sino incluso hasta el último halito de vida. Esto terminó por conmocionar a todos los asistentes a las celebraciones, que se convencieron de que iban a poder contemplar algo que nunca antes se había visto y que terminaron por demandar un grandioso entierro por todo lo alto que, naturalmente, se celebró con el beneplácito unánime de todos los sacerdotes. Pobre Paulos, él, que siempre había sido tan huraño y solitario, fue enterrado rodeado de multitudes que lo aclamaban y que, para más INRI, lo alababan por una obra que no era del todo suya y de la que además renegaría con toda seguridad. Para alguien que conociese la verdadera historia no habría resultado extraño que, en mitad del entierro, se hubiera levantado de la tumba y se hubiera puesto a imprecar a todo el mundo. Pero como el verdadero cuerpo de Paulos hacía ya mucho que había sido enterrado en una cripta secreta y en el ataúd que se usó en esta ocasión había más que un pelele de trapo, pues no hubo escenas inesperadas y el entierro pudo terminarse felizmente. Con tanto ajetreo, la semana que restaba transcurrió rápidamente para todo el mundo y el día de la inauguración no tardó en llegar. Las puertas del nuevo templo se abrieron finalmente y este se llenó de tanta gente que se superaron con creces las previsiones más optimistas. Cuando ya no cupo más gente en el interior se abrieron las ventanas y sirviéndose de algunos andamios que aún no habían sido retirados (Y no precisamente por descuido), los que quedaron fuera se asomaron desde ellos al interior. Desde el más humilde mendigo hasta el más soberbio príncipe se hallaban presentes en la ceremonia. Ceremonia que, por cierto, se alargó deliberadamente durante varias horas para cumplir con un doble propósito: por un lado, que los fieles tuvieran tiempo de acostumbrarse a las insuperables maravillas que componían el templo y terminaran por hacer caso de las palabras de los sacerdotes en lugar de quedarse embobados mirando los techos y paredes, y, por otro lado, se pretendía redimir en parte a todos estos pobres pecadores que, por lo general, hacían bastante poco caso de las obligaciones religiosas. En realidad, los objetivos sólo se cumplieron a medias, porque era tan magnifica la colección de estatuas, tapices, pinturas y demás adornos que, aún cuando se acercaba el final, la gente seguía comentando su belleza y finura produciendo un sonoro murmullo que a menudo tapaba los sermones y oraciones de los sacerdotes. Sin embargo, el silencio más absoluto se hizo cuando llegó el momento principal que todo el mundo estaba esperando: la revelación de la obra del difunto maestro Paulos. ¡Y eso sin olvidarse de la posterior reencarnación del dios de la fortuna en dicha estatua, claro! Lugus grabó en su memoria hasta el último detalle de lo que ocurrió a continuación. Por mucho que temiera la desgracia que intuía, no había podido resistirse a conocer la reacción de la gente cuando la estatua fuera descubierta. Por eso había ido pronto al templo y se había buscado un rincón discreto desde el que poder observar a la congregación. Pero como esta no hizo más que agitarse y empujarle a lo largo de toda la ceremonia acabó muy desplazado de su punto de partida y mucho más próximo a las primeras filas de la multitud de lo que él habría deseado.
En el momento oportuno el supremo patriarca se adelantó de entre el coro de sacerdotes que estaban celebrando la ceremonia conjuntamente, y se acercó lentamente al retablo mientras los asistentes entonaban con sus mejores intenciones un himno en honor al dios de la fortuna. Cuando estaba a un par de pasos de la estatua se detuvo y alzó una mano en dirección a los fieles en señal de que guardaran silencio. Entonces, mientras el resto de los sacerdotes rezaban a media voz las más antiguas oraciones el consagró la estatua y pidió humildemente al dios que tomara posesión de ella. Una vez pronunciada la última palabra los demás sacerdotes callaron al unísono y se produjo un ominoso silencio durante el que los más sensibles lograron percibir esa electricidad en el ambiente que se suele preceder a los milagros. Conocedor de esto o embriagado por la ocasión, la cuestión es que el supremo realizó una serie de pases místicos como si saludase a su deidad y le indicase educadamente su representación para, a continuación, agarrar la tela que cubría la estatua de una esquina y comenzar a retirarla poco a poco. Lo primero que se vio fue la mano derecha. Una expresión de admiración comenzó a recorrer la multitud, porque más que una mano que parecía la versión mejorada, o celestial si se prefiere, de este órgano y es que aún estando inmóvil daba la impresión de estar moviéndose ligeramente. La gente parecía contenta y Lugus, que empezó a pensar que llegaría a salvarse después de todo, le permitió a su pobre corazón darse un leve respiro y recuperar la tranquilidad. Seguidamente, quedo descubierta la parte derecha del cuerpo y las exclamaciones se hicieron irreprimibles. Sobre todo por parte de los niños que contemplaban entusiasmados la mítica capa Amatapan de la que tanto les habían hablado, y también por parte de las mujeres que, por muy hermosos vestidos que hubiesen podido soñar anteriormente, quedaron prendadas inmediatamente de las elegantes prendas y adornos que, aún siendo de madera, o, quizás precisamente por ser de este material y no de otros, parecían estar confeccionadas con alguna extraña tela exótica y misteriosa. Pero eso no fue nada con lo que llegó después. La parte derecha de la cabeza quedó descubierta mostró un rostro perfecto de bellísimas facciones que inspiraban una intensa confianza y una sumisión plena. Hasta los hombres más recalcitrantes a la hora de otorgar halagos o interesarse por la religión rompieron a gritar vivas y hurras mientras que la reacción general era la de deshacerse en lloros y gritos de fascinación por la tremenda hermosura. Pero la tela siguió deslizándose poco a poco hasta revelar nuevos rasgos y, entonces, la reacción del público empezó a cambiar significativamente… Cuando el rostro quedó completamente al descubierto fue como si una oscura pesadilla tratase de devorar al dios y lo estuviera pervirtiendo. El fuerte contraste de facciones hizo que muchos de los presentes transformasen sus fascinadas exclamaciones en gritos horrorizados y aquellos que ates habían estado a punto de desmayarse terminaron por hacerlo. Y con muy buenas razones, por cierto, porque tras el rostro fiero aún quedaba medio cuerpo deforme que estaba siendo revelado poco a poco. La noble capa “Amatapan” se llenó de oscuras arrugas y dobleces, convirtiendo a la luminosa figura en un desalmado criminal presto al ataque, y los cada vez más retorcidos adornos de sus ropas se conjugaron con la contorsionada expresión de su rostro para transmitir una indeleble impresión de locura y delirio. Y por último, cuando ya la tela estaba a punto de caer al suelo se quedó enganchada en la mano izquierda del dios. En realidad todo el mundo habría preferido que nada más de aquella monstruosidad quedase revelado, pero, consternado por la
impresión, el supremo sacerdote fue incapaz de reaccionar tal como le habría gustado y, como si estuviera hipnotizado, pegó un último tirón para que la estatua quedase completamente revelada. Sin embargo, en vez de caer delicadamente, la tela resultó cruelmente rasgada por una zarpa letal que fue surgiendo de entre los jirones en una pose ansiosa e insatisfecha con las pútridas espigas que sostenía, claramente hambrienta por conseguir mejor botín que aquel miserable sacrificio. Hasta los corazones más bravos quedaron estremecidos por aquella, la más desagradable de las visiones del averno. Los niños lloraban ahora asustados a lo largo de todo el templo pronosticando una larga, próxima época de intensas pesadillas, pero aparte de estos gemidos y de las respiraciones agitadas de los que sufrían de corazón acongojado, pocos ruidos más eran producidos por la gran multitud congregada. Y es que, por muy real que pareciese la estatua, aún permanecía inmóvil y tenían la ilusión de que si no hacían nada que perturbara su quietud tal vez pudieran escapar sin que se abalanzarse sobre ellos. Entre tanto, el supremo sacerdote se alzaba junto a la estatua petrificado como si se le hubiera contagiado la inmovilidad de la estatua y empapado en fríos sudores. Sudores de miedo que aumentaban según iba siendo consciente de que sólo él, el representante del dios de la fortuna sobre el mundo, se interponía ahora entre el despiadado dios y la acobardada muchedumbre. El corazón latía en su pecho como un caballo desbocado y, cuando creyó ver un ligero movimiento de la estatua, fue como si pegase un gran brinco y se arrojase al vacío. En efecto, la estatua había comenzado a vibrar, estremecida sin duda por la nueva presencia que la ocupaba y, por si esto fuera poco, demostró con un movimiento aquí y otro allá que, para horror de todos los presentes, había cobrado vida tal como había sido prometido en su día. Primero con lentitud y torpeza, pero luego cada vez con más rapidez y agilidad, los músculos de madera de manos y cara, brazos y piernas, comenzaron a extenderse y contraerse hasta que lograron convertirse en señales inequívocas de una tremenda jovialidad y regocijo. Dicho sentimiento, que se debía a la alegría que experimentaba el dios por la animación recientemente conseguida, fue sin embargo malinterpretada por la congregación que supuso que se debía a que el cruel dios se preparaba para ejecutar a continuación alguna clase de maligna venganza. El supremo sacerdote no pudo aguantar un solo segundo más el suplicio por el que estaba pasando y, con una mueca de angustiado terror y el cuerpo aún crispado, cayó desplomado al suelo. Muerto como si el mismo dios lo acabase de fulminar. Como si esta hubiera sido la señal que la multitud estaba esperando, todos los presentes se dejaron caer presos del pánico y corrieron alocadamente en todas direcciones en un intento desesperado por escapar de allí tan rápido como les fuera posible. Las puertas del templo se congestionaron enseguida, de modo que muchos se dirigieron a las ventanas para escapar por los andamios desde los que la gente ya estaba saltando incluso antes de llegar al suelo. Pero todavía no era lo suficientemente rápido para los que estaban en el interior que, prestamente, derribaron un par de enormes estatuas, estas sí que completamente inanimadas y, por lo tanto, indefensas, y utilizándolas a modo de arietes, abrieron un gran boquete en uno de los muros por el que lograron salir al exterior. Lugus no fue una excepción y permitió alegremente que la muchedumbre lo arrastrase hacia una de las salidas. Pero antes de lograr salir creyó oir una voz muy extraña, desafinada y rasposa, como si el propietario no estuviera muy acostumbrado a hablar, que le heló la sangre y que decía una y otra vez, “Hijos míos, hijos míos, me alegro de veros. Venid a mí…”.
Desde aquel día muchas cosas cambiaron en Tinodos. El dios de la fortuna, al final, no había salido corriendo detrás de ellos como todos habían temido, pero un mal disimulado temor arraigó en los corazones de los habitantes de la ciudad. Al no haber visto nadie salir al dios supusieron que seguía dentro, pero nadie se atrevía a acercarse al solitario templo para comprobarlo y, de esta manera, todos vivían nerviosos, preocupados por la incierta amenaza que constituía la oculta criatura. ¿Acaso saldría alguna noche a cazar a aquellos que no encontrase dignos? ¿Aparecería algún día a media mañana dispuesto a purificar la ciudad con una lluvia de fuego? ¿Vendría a devorar a aquellos que estuviesen más gordos cuando estuviesen echando la siesta? Estas y muchas otras inquietudes asaltaron sus, hasta el momento, despreocupadas cabecitas. Los sacerdotes no tardaron en darse cuenta de esta situación y comenzaron a hacer planes. El día de la inauguración del templo echaron a correr tan rápido como los más veloces feligreses y, por muy próxima que tuvieran a su deidad, ninguno tenía ganas de ir a visitarla ni a adorarla, pero eran plenamente conscientes de que con tanto miedo, la gente abandonaría rápidamente el culto y perderían la posición privilegiada en que vivían en un abrir y cerrar de ojos. De modo que decidieron hacer lo que mejor se les daba y anunciaron a los cuatro vientos que habían interpretado las señales que el dios les había enviado para transmitirles lo que tenían que hacer. Dijeron que a la hora de construir el templo había entendido mal la voluntad de su dios. En efecto, el dios deseaba que el templo fuera construido, pero no para que fuera mejor adorado, sino para fijar su residencia permanente en Tinodos. A nadie le gusto oír lo de la residencia permanente, pero pronto se encargaron de arreglarlo. El que el dios de la fortuna decidiese vivir con ellos era, por supuesto, un verdadero honor, pero, eso sí, debían de entender que, dada la magnificencia del dios, no podía mezclarse con simples mortales y por eso se enojó tanto cuando vio su nueva morada abarrotada de miserables pecadores. Los sacerdotes no culparon a nadie ya que, por una vez habían sido ellos quienes habían errado (Seguramente, por culpa de la senilidad del viejo sacerdote supremo. Un contundente argumento que este no trato de refutar en ningún momento), pero aseguraban que nunca más volverían a fallar y que se encargarían de que la voluntad del dios de la fortuna se cumpliese de la forma adecuada. Al principio, la gente desconfió de este mensaje, pero cuando se enteraron de que la voluntad del dios consistía en levantar una sólida muralla que aislase por completo el templo del resto de la ciudad de manera que nadie pudiese entrar en el terreno consagrado y, paralelamente aunque esto no lo dijeron los sacerdotes en alto, nadie pudiera salir de allí y adentrarse en la ciudad, sus ánimos cambiaron enseguida. De inmediato, la congregación recuperó su fe y se realizaron las obras oportunas. Las obras fueron completadas en una semana, como contraste con los casi treinta años que se habían empleado en levantar el templo. Esto fue posible gracias a la desinteresada aportación de todos los habitantes, que arrimaron el hombro con un entusiasmo aún mayor que el empleado en la construcción del edificio. Al final, la barrera no consistió en un solo muro sino en dos. Uno interior a unos cien metros del templo (Nadie se atrevía a acercarse más) que supuestamente iba a ser guardado por los ángeles que servían a las ordenes del dios de la fortuna, y otro exterior, alejado unos poco metros de aquel otro, que era mucho más alto y robusto y desde el que vigilarían los guardias más desafortunados de la ciudad para, estando tan cerca de la ciudad, ver si se les pegaba un poco de suerte a la vez que realizaban su labor. <>
Respecto a la altura de los muros, lo cierto es que el plan inicial era que fuese el interior el de mayor altura y solidez, para que así sólo los venditos ángeles pudieran llegar a divisar al dios, pero dado que había muy pocos que se atrevieran a acercarse tanto al templo y que el muro exterior crecía a un ritmo mucho mayor, se resignaron a conseguir por lo menos unos mínimos con el segundo muro y esforzarse todo lo posible con el primero de ellos. Naturalmente, al hacerse inaccesible, más aún, al convertirse el nuevo templo en algo prohibido, el culto al dios hubo de continuarse en el viejo, que a punto había estado de ser entregado a las cuadrillas de demolición. Mucho más pequeño y algo descuidado, al haber sido dedicados todos los recursos disponibles a la construcción del otro, pronto se volvieron a hacer patentes los problemas de alocación de los files. Sin embargo, esta vez, ni la gente ni los sacerdotes consideraron oportuno que se construyese ningún nuevo templo y todos se conformaron con realizar una serie de rocambolescas ampliaciones que, a costa de invadir las plazas y callea adyacentes consiguieron añadir algunas capillas y naves adicionales a la estructura. Esto, por supuesto, era mentira. Lo que estaban contentos así, se entiende, porque las, una vez anchas y magnificas avenidas del centro de la ciudad habían quedado reducidas a angostas y retorcidas callejuelas por las que un transito irritante y caótico tenía que realizar grandes rodeos para evitar el templo y también porque en el interior del templo se había hecho imposible el celebrar una ceremonia coordinada en aquel laberinto de heterogéneas salas y curvados pasillos, rebosante de cacofónicos ecos y provisto de numerosas y oscuras sombras en las que, a veces, despiadados malhechores se amparaban para poder cometer su fechorías. Para ganar espacio, pero sin perder visión fue que se puso de moda el colgar a los sacerdotes (En andamios, por supuesto) y retablos del techo y celebrar las ceremonias mirando al cielo. Con cierta ansia y aprensión, por cierto, pues las cuerdas que sujetaban estas estructuras gemían con demasiada frecuencia y amenazaban con desplomarse sobre la congregación de un momento a otro. Pero tampoco hay que culparles por estas relativamente pequeñas locuras, porque era la forma que tenían de escapar a esa otra locura tan cercana y tan presente, la encerrada en el templo de la colina. Con el tiempo, incluso llegaron a hacer bromas, como si fuera algo que jamás les hubiera aterrorizado y se hizo popular, por ejemplo, el asustar a los niños cuando montaban alboroto dándoles unos golpecitos en la puerta de su cuarto y diciéndoles que era la fortuna que entraría si no se comportaban bien. Todos se reían, menos los engañados niños, claro, pero luego, precavidos, siempre cerraban por la noche la puerta de sus casas con llave y preguntaban nerviosos quien era antes de abrir siguiera una rendija. Mientras tanto, el tiempo fue pasando y la suerte comenzó a escasear tanto en Tinodos como en el resto del mundo. Los buques mercantes que antes surcaban orgullosamente los mares se hundían ahora indefectiblemente a poco arriesgada que fuera la expedición, los amores imposibles no prosperaban, los héroes temerarios acababan sus gestas en tragedias y, en general, toda la gente vivía con la sensación de haber perdido la sincronía con el mundo. Pero, aparentemente, nadie se daba cuenta de ello y, cuando dedicaban sus oraciones al dios de la fortuna, estas se limitaban a agradecer la poca suerte que encontraban en sus vidas, en vez de pedirle que les favoreciera con algo más de ella. Era de noche en el templo de la colina y la plateada luz de la luna entraba libre por los abiertos ventanales y filtrada por las tintadas cristaleras llenando la nave central de una variopinta mezcla de colores que daban un toque exótico a las maravillosas obras de arte que allí había y las volvía aún más magnificas si cabe. Aquí y allá, los personajes
de cuadros, tapices y retablos parecían estar a punto de salirse de ellos para recorrer el mundo. Y, sin embargo, el misterioso personaje no surgió de ninguno de ellos sino que apareció de entre las más tenebrosas sombras. Se trataba de una figura encapuchada tenue y vaporosa, de apariencia inconsistente como la de un fantasma, pero lejos de provocar terror su presencia resultaba agradable y transmitía una sensación de profunda serenidad. Con paso cauto y evitando en todo momento los lugares en los que resultaría más visible, se fue acercando a la cabecera (¿o ábside?) de la nave hasta llegar al retablo principal, aquel que contenía la estatua de la fortuna. La estatua, o el dios mejor dicho, pues todavía permanecía encarnado en ella, había abandonado la postura con la que el mundo la vio por última vez por otra más cómoda, sentada con las rodillas flexionadas y con los brazos y la cabeza apoyadas en ella en actitud reflexiva. Tan ensimismado estaba en sus pensamientos que no se dio cuenta de la presencia del personaje hasta que lo tuvo casi al lado suyo. ¡Dios! ¡Sueño! ¡Me alegro de verte! Una tímida, pero calida sonrisa se dibujó en el rostro del recién llegado. Sin embargo, en vez de dirigirse a abrazar al dios de la fortuna como este ya intentaba, le indicó mediante gestos que se detuviera y que bajase la voz. Entonces, una vez se hubo hecho el silencio de nuevo, comenzó a hablar con un susurro suave y musical. Sí, Fortuna. En verdad que soy yo, sueño, pero habla con calma y precaución, porque me comprometo a mí mismo al venir a hablar contigo. No entiendo, Sueño – replico Fortuna con siseantes susurros -, he quedado aquí atrapado y, sin embargo nadie del cielo ni de la tierra ha acudido en mi auxilio. ¿Qué esta ocurriendo? Sueño movió la cabeza disgustado. La adversidad, amigo, te esta jugando una mala pasada. Y a continuación le explicó como en el mundo los hombres se atemorizaban al pensar en él y como en el cielo sus envidiosos compañeros se habían vuelto en su contra. De esto último nada sabía, pero tardó poco en entender. Desde el principio de los tiempos y más aún en los últimos años, él había sido uno de los dioses preferidos de la humanidad, superando en numerosas ocasiones a dioses superiores a él en jerarquía y poder. Naturalmente, esto había generado una serie de resentimientos que, aunque reprimidos cuando aún estaba en los cielos, había terminado por explotar en cuanto él quedó prisionero en la tierra. Al enterarse de su desgracia casi todos los dioses comentaron rencorosos que se lo merecía por vanidoso y, al ver que tantos coincidían en tal opinión, se aliaron entre sí para prohibir a todo ser celestial, ya fuese dios, ángel o espíritu, que prestase ayuda de ningún tipo a la Fortuna. De este modo, decían, sufriría las consecuencias de su soberbia y aprendería algo de humildad. El Sueño, en cambio, siempre había sido un amigo honesto e inseparable (Por eso es que los grandes soñadores son recompensados a menudo con la fortuna y el éxito a la hora de llevar a cabo sus empresas) y disconforme como estaba con tal veredicto había aprovechado la primera oportunidad en la que había podido escapar de la vigilancia de los otros dioses para venir a verle. Estoy dispuesto a ayudarte – le dijo -, pero debe de ser de forma indirecta, porque ya sospechan de mí y me vigilan siempre que pueden y porque sufriría muchos ataques e injurias si me llegan a descubrir socorriéndote. Fortuna comprendió la posición de su amigo y como tampoco le deseaba ningún mal se devanó sus sesos de serrín hasta dar con una idea que les fuera útil.
-
De entre todos los humanos que me vieron, uno al menos fue capaz de soportar mi visión y ese fue el que me talló. Te ruego, por favor, que lo busques y, cuando lo encuentres, le transmitas mediante un sueño que debe de venir al templo y liberarme. No hay otra opción. Si nadie del cielo puede hacerlo deberá de ser un hombre quien deba hacerlo. Sueño asintió al oír estas palabras y luego, con la misma cautela con la que había venido, se retiró hasta desaparecer entre las sombras. Fortuna quedó completamente sólo de nuevo, pero, más animado y esperanzado, se puso a silbar, esperando impaciente a que viniera su salvador. ¿Qué había sido de Lugus después del nefasto día? Pues la respuesta es que todo lo posible para pasar desapercibido. En los momentos posteriores a la huida del templo, se produjo entre la multitud un gran furor que se transformó rápidamente en un intenso odio hacia el viejo maestro Paulos. Pensaban los indignados ciudadanos que, al ver cercana su muerte, se había querido burlar de todos ellos tallando aquella monstruosidad y se dispusieron a cobrarse su venganza. En tan sólo unos instantes, los exaltados pasaron a formar legión y, como aparecidas de la nada, numerosas antorchas empezaron a distribuir entre sus filas. Rebosantes de furia se dirigieron entonces al cementerio gritando y agitando las teas, dispuestos a cometer una barbaridad. Una vez allí, rompieron y profanaron gran cantidad de criptas y tumbas hasta que dieron con la del carpintero. Al encontrarla, se congregaron todos alrededor y, ansiosos, rasgaron la tierra con sus propias manos en busca de un ataúd que no tardo en aparecer. Pero he aquí que, cuando reventaron el cerrojo y lo abrieron, cuando sus manos ya estaban dispuestas a descuartizar el cuerpo y esparcir los huesos, se encontraron con que dentro no había más que un pelele de trapo. Esto fue inmediatamente tomado como un mal augurio y, temerosos de que hubiese hecho algún tipo de perverso pacto con el dios de la fortuna antes de morir, se apresuraron a quemarlo en una fogata que hicieron con las astillas del ataúd. Los sacerdotes no se molestaron en sacarles de este error, porque suficiente había sido perjudicada su reputación, como para ponerse a anunciar que además eran unos mentirosos y que eran ellos y no Paulos quienes les habían engañado. En cuanto a Lugus, ni que decir que se abstuvo muy mucho de reclamar la autoría de la talla y renegó de Paulos cada vez que alguien le reconocía como discípulo suyo. Lugus ya no volvió a conocer la tranquilidad y, desde entonces, vivió inquieto el resto de su vida, temiendo que alguien, o incluso la misma estatua, le descubriese y fuese a pedirle cuentas por lo que había hecho. Pero se asustaba sin razón, porque nadie sospechaba lo más mínimo de él. De hecho, ahora que Paulos había muerto, se le reconoció como el nuevo gran maestro y se le ofreció la dirección del gremio de carpinteros, pero él, que conocía toda la historia, se sintió incapaz de aceptar el cargo y rechazó el nombramiento con unas disculpas tan endebles y absurdas que ofendió a sus compañeros de oficio. Esta acción le aisló completamente del resto del gremio y su excéntrico comportamiento le alejó numerosos encargos, por lo que su vida se fue volviendo paulatinamente muy solitaria. No obstante, él encontraba preferible esta soledad a una insegura vida social en la que tendría que estar alerta todo el rato y, pasado un tiempo, no sólo se logró acostumbrar a ese estilo de vida sino que incluso terminó siendo relativamente feliz. Sólo dos cosas perturbaron la calma que había alcanzado.
En primer lugar estaba su mujer, que miraba con muy malos ojos el cambio que se había producido en sus vidas. El aislamiento al que les sometieron todos sus vecinos ya la había puesto insoportable, pero cuando vio que además se acercaban tiempos de penurias económicas debido a la disminución de encargos comenzó a acusar a su marido de todos sus males y a lanzar comentarios despectivos a todas horas, cada vez más afilados y descarados. En realidad era cierto que Lugus era el que los había conducido a esa situación, pero este era un error que él no necesitaba que le recordaran y, como tampoco quería liarse con su esposa en discusiones que difícilmente llegaría a ganar, optó por pasar todo el día en el taller con la excusa de que cuanto más se esforzase más agradecidos se sentirían sus clientes y más dinero o mejor fama le darían. Esto sólo resultó así en parte. Por un lado, los pocos clientes que tenía acudían a él porque no les alcanzaba a pagar a ningún otro carpintero y, por lo general, tenía suerte si llegaba a cobrar lo acordado. Y, por otra parte, las alabanzas que estos pocos le hacían poco podían contra las difamaciones que propagaban el resto de los carpinteros del gremio. De todas formas, todo esto no era nada comparado con lo que realmente preocupaba a Lugus: las pesadillas. O más concretamente, algunas de ellas. Como el resto de la ciudad había sufrido alguna que otra durante las semanas siguientes a la ceremonia, pero estas, aunque no del todo desprovistas de elementos macabros y terroríficos, las olvidó fácilmente y no le llegaron a alterar el ánimo. Sin embargo, cosa de dos meses después de la terrible experiencia, sus sueños cambiaron radicalmente y estos sí que le produjeron una profunda desazón. En ellos aparecía, evidentemente, el dios de la fortuna, y siempre le pedía, de mil maneras diferentes, que acudiera al templo a liberarle. ¡Eran tan reales! Sentía al dios tan cerca que podía apreciar con total nitidez hasta el último de los detalles que había tallado. Y la forma en que se movía y le hablaba… era grotesca, sí, pero eran movimientos inconfundiblemente humanos y, además, tan expresivos que no había manera de olvidar aún en la vigilia el sufrimiento y la angustia que transmitían. No es que hablase con mucha gente en aquella época, pero no tenía la menor duda de que debía de ser el único que los sufría. Comenzó a pensar que se había vuelto loco y fabulaba, pero poco a poca lo fue aceptando como lo que realmente era: un mensaje divino. Esto no era algo demasiado extraño en aquellos tiempos. De hecho, solía ser bastante habitual y era raro el que alguien no tuviera a algún conocido que hubiera discutido sobre banalidades con alguna deidad en una u otra ocasión. Como se puede intuir, los dioses no podían estar contando cosas importantes y trascendentes en todo momento, de modo que la gran mayoría de estas comunicaciones solían consistir en charlas-tertulia de los dioses con personas que, por algún motivo, les caían simpáticas. ¡Ay! Ojala se tratase de alguna de esas conversaciones sobre trivialidades, se decía Lugus. Pero cada vez era más evidente que no, que se trataba de una de esas pocas excepciones en las que el mensaje de los dioses consistía en un ruego al que había prestar atención. Una orden, más bien, pues, dad la naturaleza de los dioses, estos estaban poco acostumbrados a que se les negasen favores. Pero, ¡¿hacer lo que le pedía?! ¿Coger sus herramientas, ir al templo y liberar al dios? ¡¿A la monstruosidad?! Era una auténtica locura. Le mataría nada más hacerlo, y luego, además, bajaría a la ciudad y mataría al resto de sus habitantes. No, por supuesto que no lo haría. Así el dios quedaría atrapado y no podría dañar a nadie. Ni siquiera podría ir a buscarle para castigarle por su desobediencia. Era mejor dejarlo así.
Y una vez decidido esto, se mantuvo firme en su postura durante más de un mes. Sin embargo, los sueños continuaron y, con el tiempo, dejó de estar tan seguro de que era así como debía actuar. Fuese por la costumbre de obedecer todo lo que los sacerdotes, como portavoces del dios, mandaban al pueblo, o fuese simplemente porque la criatura le inspiraba piedad, comenzó a plantearse el ir a rescatarle. Podía preparar un discurso con el que pedirle clemencia en nombre de la ciudad. U obligarle antes de ser liberado a que prometiera no matar ni castigar a nadie. Seguía siendo de la opinión de que debía de abstenerse de ir al templo, pero continuamente, ya estuviera trabajando, comiendo o descansando, comenzó a imaginar el posible encuentro con la divinidad de mil maneras diferentes… Hasta que un día abrió los ojos y descubrió que, inconscientemente, había dispuesto todo lo necesario para irrumpir en el templo prohibido. Un escalofrió le recorrió todo el cuerpo cuando lo pensó y notó que el corazón disminuía el ritmo hasta casi detenerse, pero, en vistas de que ya había tomado la decisión definitiva, optó por no demorarlo más y llevar a cabo su plan lo antes posible. Hoy tengo muchísimo que hacer, así que después de cenar me quedaré trabajando hasta tarde en el… ¡talleeeeeeeerrrrrrrr! – dijo Lugus a su mujer mientras esta cocinaba. Lo siento, no te había visto venir – respondió ella en un tono condescendiente. Por supuesto que sabía que estaba al lado suyo, y tampoco había sido ningún accidente el que dejase caer en su dirección una olla con agua hirviendo. Pero aquella noche tenía cosas más importantes que hacer y rehusó enzarzarse en otra de esas eternas disputas que nunca conducían a nada, de modo que aceptó el incidente como un descuido e incluso alabó la labor de cocinera de su mujer durante la cena, a pesar de que esta le había servido una ración particularmente escasa y excesivamente salada. Devoró rápido la comida y marchó a su taller antes de que su esposa empezase a pensar que había pretendido tomarle el pelo, metió los cuatro útiles que necesitaba en una mochila, se cambió de ropa por otras más oscuras y, haciendo un último acopio de fuerza de voluntad, abrió la puerta y salió a la calle. La ciudad estaba desierta. Apenas se encontró con una o dos personas en su camino y ambas andaban con tanta prisa que ni siquiera repararon en él. Resultaba desolador. Tinodos, que había sido famosa por sus francachelas y animada vida nocturna, era ahora poco menos que una tumba. En cuanto caía la noche sus populosas calles se convertían en un oscuro desierto, pero, mal que bien, esto sirvió a Lugus para alcanzar la primera de las murallas sin ninguna dificultad. Aquí, en cambio, se encontró con el primer obstáculo, porque la muralla era alta y tanto arriba como abajo había guardias que hacían la ronda regularmente. Se escondió angustiado en un callejón cercano creyendo que no lo lograría, pero, una vez se hubo calmado, comenzó a asomarse discretamente para estudiar a los guardias y, poco a poco, se fue percatando de que estos hacían su trabajo con bastante poco entusiasmado. Esto es, solían reunirse en grupos para charlar con otros guardias y sólo después de un largo rato, se atrevía alguno de ellos a separarse del corrillo y recorrer, lo más rápido que eran capaces sin echarse a correr, la distancia que les separaba del siguiente grupo. Se notaba que no tenían ninguna gana de estar allí y en ningún momento se preocupaban de escrutar el terreno que les tocaba vigilar. De manera que esperó pacientemente hasta que, a eso de la medianoche, realizaron el cambio de guardia. Entonces se acercó a la muralla con todo el sigilo del que era capaz, sacó de su mochila la cuerda con gancho que había traído y, ayudándose con ella, trepó hasta lo alto de la muralla y se descolgó por el otro lado. Por un instante
creyó oír voces y pensó que estaba perdido, pero, al final, no ocurrió nada y pudo seguir adelante. Hasta entonces no había pensado en el segundo muro, enfrascado como estaba en superar el primero y se dijo a sí mismo que no lograría burlar tan fácilmente a las criaturas sobrenaturales que lo protegían. Para empezar debían de ser invisibles o estaban escondidas, porque ni tras un buen rato de atenta observación logró divisar ni una sola de ellas. Esto resultaba un verdadero contratiempo, porque no había forma de saber cual sería el momento más adecuado para trepar la barrera, pero por lo menos estaba parcialmente compensada por el hecho de que esta muralla era bastante más endeble que la otra y en algunos sitios era poco menos que una pequeña zanja seguida de un montículo desordenado de piedras que podía ser trepado sin necesidad de cuerda. Al final, decidió jugárselo todo a una baza: ya que no podía ver a los vigilantes, trataría de pillarles desprevenidos saltando el obstáculo de improviso y corriendo tan rápido como le fuera posible hasta el templo. Una vez allí confiaba en que los ángeles y los arcángeles no se atreverían a matarlo delante del dios de la fortuna y estaría relativamente a salvo, pero lo cierto es que no tenía nada que le asegurase que eso sería así y tampoco estaba seguro de que pudiera llegar al templo sin que los ángeles lograsen darle caza antes. Con todo, a estas alturas ya no podía volverse atrás, de manera que esperó a que una oscura nube cubriese la luna y entonces se lanzó como un loco al asalto de la muralla. Consiguió llegar a ella sin que nada pareciera cambiar a su alrededor, lo cual le dio un poco más de confianza y subir el muro le resultó más fácil aún de lo que había pensado, pero cuando ya se disponía a saltar al otro lado tuvo la desgracia de tropezar con una zarza que había crecido entre las grietas y chocó aparatosamente contra unas piedras que le produjeron varias heridas y le hicieron retorcerse de dolor por el suelo. Tanto le dolían que se olvidó de la discreción y comenzó a gemir angustiado y a lanzar alguna que otra maldición. Pero, al de un rato, se dio cuenta de lo que estaba haciendo y se calló de inmediato. Miró a su alrededor en busca de las letales lanzas de los ángeles y las mortíferas flechas de los guardias de la otra muralla. Pero no ocurrió nada que rompiera la serenidad de la noche y fue entonces que comprendió, con una mueca de horror y fascinación, un par de verdades acerca de las murallas que custodiaban el templo. En primer lugar, los sacerdotes habían mentido. Bueno, él ya supo que mentían cuando dijeron que Paulos había hecho la estatua, pero eso era una inofensiva mentirijilla comparado con la afirmación de que una legión de arcángeles custodiaba el templo para que no lo profanara nadie. Estaba claro que lo que realmente querían era enjaular allí dentro al dios de la fortuna. Por eso el muro exterior y los guardias humanos. Pero, un momento… si el muro interior estaba desguarnecido y era tan fácil de rebasar que un niño podría hacerlo y el muro exterior estaba custodiado por unos atemorizados guardias que ignoraban los ruidos más sospechosos por no arriesgar su pellejo, entonces el hilo que evitaba que el dios de la fortuna cayera sobre la ciudad era mucho más fino de lo que nadie sospechaba. ¡Y él se disponía a cortarlo! Una vez más le volvieron las dudas. Por tres veces estuvo a punto de regresar por donde había venido, pero por tres veces resistió ese impulso. Ahora que sabía parte de la verdad tenía que conocerla todo, o, de lo contrario, la incertidumbre le obligaría a tener que repetir alguna noche futura esta expedición para desvelarla por completo. Así que finalmente se decidió a recorrer el corto trecho que le separaba del templo. Las heridas que se había hecho le incomodaban, pero tampoco eran nada serio
que le impidiese moverse y, además, era tal el torrente de ideas y pesadillas que le cruzaban la cabeza que ni reparaba en ellas. El templo resultaba más tétrico y ominoso de lo que él recordaba. Las nubes áun cubrían la luna y la falta de luz convertía a la edificación en un basáltico monolito gigante, hueco y lleno de aterradores misterios. Las puertas principales aún permanecían abiertas de par en par, pero era tan impenetrable la oscuridad que encerraban que no pudo atisbar ni una triste figura en el interior. Armándose de toda la osadía de que disponía logró obligarse a entrar y sólo un breve titubeo a la hora de dar cada paso demostraba lo nervioso que estaba. Cada instante dentro del templo se convirtió en un suplicio. El corazón le latía desbocado y sentía que se moría cada vez que tropezaba con algún objeto pues su alocada imaginación lo transformaba rápidamente en criaturas diabólicas ávidas de sangre. Cegado por la negrura, sus ojos le engañaban y le devolvían fantasiosas imágenes de abismales vacíos separando mundos ignotos y a él mismo flotando ellos como lo haría una hoja arrastrada por la tempestad. De haber sabido un día antes lo que estaba haciendo habría pensado que había perdido el juicio completamente, pero aquella bruma Estigia que lo envolvía le impedía pensar con claridad y, sin darse cuenta, seguía adelante con una determinación rayana la locura. Entonces fue como si llegase al final del camino. La nube que lo había oscurecido todo terminó de pasar y luminosos rayos de la luna se filtraron por las vidrieras inundándolo todo de luz y color. Lo primero que pudo ver fue la puerta principal por la que había entrado y la zona más cercana a ella y se asombró de cómo había logrado atravesar la barrera de bancos derribados que lo bloqueaba todo. A continuación pudo apreciar la parte central del templo y quedó fascinado por la singular belleza de las obras de arte que la adornaban coloreadas por la traviesa luz de la luna. Pero luego llegó a hacerse visible el final de la nave y comenzó a asustarse, porque se encontraba en ella y, sin querer, se había acercado al altar más de lo que había pretendido. Por último la luna apareció por una cristalera que el viento había dejado abierta e iluminó el retablo del infortunio, revelando con ello la escena que Lugus más había temido. A escasos metros de él se encontraba el mismísimo dios de la fortuna. Estaba sentado en el suelo, enfrascado en sus pensamientos, pero, aun quieto, su aspecto resultaba estremecedor, y, bajo la luz de la luna, parecía un auténtico espectro. Para completar la escena, además, a unos pocos pasos de él se encontraba el cadáver del supremo sacerdote, devorado por el tiempo hasta los huesos, pero con los brazos todavía alzados en un gesto crispado y con el apergaminado pellejo del rostro retorcido en un último grito agónico. Lugus lo intentó pero fue incapaz de contener un grito ahogado. Craso error. Al oírle, la pesadilla cobró vida de inmediato. ¡Sí! ¡Por fin estas aquí! ¡Ja, ja, ja! ¡Cuánto he esperado este momento! ¡Ja, ja, ja! ¡De nuevo volveré a ser libre! ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja ..! El lejano día de la ceremonia le vino a Lugus a la cabeza de inmediato. Un pánico de una intensidad que no recordaba le invadió de pies a cabeza y, de la impresión, estuvo por un momento a punto de pasar a hacer compañía al difunto supremo sacerdote. El dios de la fortuna había cambiado poco en los últimos meses y lo poco que había cambiado había sido para peor. Su voz seguía siendo chillona y cacofónica, sus gestos resultaban torpes y extravagantes, sus ojos, esto era nuevo, brillaban con una mezcla de ansiedad y desesperación y, bueno, puede que fuese cosa de
su imaginación, pero sus palabras le sonaban huecas y traicioneras. Lugus quedó completamente petrificado ante aquella visión… y fue precisamente esto lo que resolvió la situación. La contemplación de la estatua animada le recordó, que, después de todo, él era el que la había tallado y, aunque no estaba satisfecho de su trabajo, reconocía la parte de él que había puesto en ella. También se dio cuenta de otra cosa importante que le ayudó a tranquilizarse: Los pies del dios seguían unidos a la base del retablo y era incapaz, por lo tanto de moverse de su sitio en el retablo. ¡Sálvame! ¡Por favor, sálvame! – seguía gimiendo el dios de la fortuna, dando una imagen mucho más lamentable de la que Lugus esperaba que tuviese un dios. Tranquilo, he venido a ayudarte – se oyó decir a sí mismo. Lo cierto era que, visto con más calma, el dios resultaba más ridículo que terrible y fue entonces que Lugus se acordó de lo que había venido a hacer. ¡Sí! ¡Sabía que tú te apiadarías de mí! – le dijo el dios - ¡Te cubriré de riquezas! ¡Te daré muchas mujeres y buenos hijos! ¡Vivirás más de cien años! Pero ¡rápido! ¡No pierdas más tiempo y libérame lo antes posible..! ¿Cómo? ¿Por qué no te mueves? Antes – comenzó a decir Lugus – tienes que prometerme que… Sí, sí, lo que quieras. Te lo prometo, pero ven aquí y ayúdame. Pero, primero tienes que jurarme que… ¡Que sí, hombre! ¡Que sí! Que te concederé todos los deseos que haga falta, pero no te demores más. Lugus se encogió de hombros y, resignado se acercó a la estatua. Después de todo, si seguía insistiendo puede que solo lograse enfurecerle así que era mejor hacer lo que le decía. Sólo esperaba que lograse hacerse oír antes de que el dios hubiera arrasado media ciudad. ¡Ay! ¡Torpe! He visto a niños cortándose las uñas con más habilidad. ¿No se suponía que eras un gran maestro carpintero? Resultaba muy desagradable que el objeto a trabajar estuviese animado y se metiese con el artesano cada vez que se le desviaba un poco el cincel. Algo que, por otra parte, le ocurrió varias veces, porque entre su propio nerviosismo y la propia excitación de la estatua era imposible mantener la concentración. Pero el trabajo era simple y, pronto, ambos pies quedaron sueltos. ¡Así, así! ¡Muy bien! ¡Que delicioso es poder andar de nuevo después de tanto tiempo! Me alegro de que esté satisfecho. Y ahora, si me perdona, sólo quería pedirle que… ¿Cómo? ¿Pretendes cobrar ya tu recompensa? ¡Pero si aún te queda lo más difícil! ¡¿Perdón?! – preguntó Lugus completamente perplejo - ¿Acaso no era eso lo que te impedía ascender a los cielos? ¿Estas de broma? ¡Claro que no! Esto no era más que la punta del problema. Si sólo con liberar mis piernas hubiera recuperado mi divinidad, me las habría arrancado yo mismo a dentelladas, como hacen los coyotes del desierto. Pero no, el tener pegados los pies al suelo solamente me retenía en el interior del templo. Para que vuelva a ser yo mismo hay que hacer lo siguiente, deja que te explique… Y Lugus, que remedio le quedaba, se dejó explicar.
El dios de la fortuna había meditado mucho sobre su situación, tiempo para ello no le había faltado, y había llegado a una serie de conclusiones que venían a quedar resumidas en lo siguiente: al no quedar completada la ceremonia de epifanía, la esencia de su ser había quedado ligada a la estatua en la que se había encarnado, aun objeto terrena y, en consecuencia, sus poderes se habían disipado, incluidos aquellos con los que habría podido auparse a los cielos. La única forma que tenía de recuperarlos era que la ceremonia se completase de la forma adecuada por una congregación que lo adorase con auténtico fervor. ¡Uhm! Tal vez eso no sea tan fácil de realizar en Tinodos tal como están las cosas interrumpió Lugus. Lo sé – dijo Fortuna con voz triste -. Es algo de lo que me he dado cuenta poco a poco. Pero Fortuna también había tenido tiempo suficiente para encontrar solución a este problema. No bastaba cualquier congregación de fieles porque el fervor que lo liberase debía de ser igual o superior al que lo había encerrado y, como la multitudinaria celebración había puesto el listón tan alto solo quedaba un lugar en el mundo en el que poder deshacer el nudo. Boblia. La miserable ciudad de los pobres, los enfermos y los desheredados. Sólo esta ciudad superaba en población a Tinodos y sólo sus desdichados habitantes rezaban con tanto entusiasmo (O desesperación. Para el caso también servía) como los opulentos tinodosianos. Fíjate si me aman, que me construyeron una estatua también, pero de treinta metros de alto. ¡Todo un coloso! Lugus conocía ya la historia de esta estatua y por eso no pudo sino asombrarse de que Fortuna lo tomase como algo honroso de lo que enorgullecerse. Y es que contaba la tradición que, tras una de las numerosas pestes que regularmente asolaban Boblia, los ciudadanos se enfadaron de tal manera por la intensidad con que la epidemia se había cebado con ellos y por la mala suerte que en general habían tenido que renegaron del dios de la fortuna y, cegados por la rabia, profanaron el templo, arrancaron del altar la figura del dios de la fortuna (Similar en tamaño y concepto a la talla que tuvo en mente Paulos) y la arrojaron al lodoso río de la ciudad mientras se despedían de ella con las peores maldiciones que se puedan imaginar. Pero como quiera que a los pocos días un volcán cercano entró en furiosa erupción y estuvo a punto de borrar la ciudad de la faz de la tierra, los descreídos ciudadanos recuperaron su fe rápidamente, casi a marchas forzadas se podría decir, y se reunieron para decidir que hacer para que ningún futuro arrebato de furia les pusiera a malas con el dios. Fue de esa iniciativa de donde salió el coloso. Reuniendo todos los recursos de los que pudieron echar mano y, sumiéndose así más todavía en la pobreza, consiguieron el metal suficiente para levantar la enorme estatua en el centro de la ciudad. No la hicieron con amor sino con temor y resentimiento y por eso les salió una figura enfada que les amenazaba con aplastarles a la menor desviación, pero por lo menos consiguieron su objetivo, porque al ser de metal nadie podría quemarla y al ser tan enorme y estar rodeada de tantas casas no podía ser derribada sin reducir a escombros media ciudad. En verdad que eran extraños los habitantes de Boblia. Tenían una manera muy peculiar de entender el mundo. - ¡Allí es donde tenemos que ir! – gritó Fortuna. Y con el eco aun rebotando entre las paredes del templo fue que Lugus supo que irían tanto quisiera como si no.