La Espera
“Y
o voy a ser Presidente de la República”, le oí decir un día. Tenía entonces catorce años y el camino se antojaba largo y sinuoso. Pero hubo algo en sus palabras que me hizo creer en tal afirmación. Llevaba en sus entrañas la firme convicción de los grandes soñadores. Éso lo habría de convertir algún día en un ganador.
Nunca me gustó pedirle nada, no era mi costumbre hacia alguien con quien convivía poco. Y ahora estaba ahí, haciendo acopio de fuerzas y esperando que se dignara a atenderme, porque debo confesar que cuando uno está cara a cara con un hombre como Ernesto, hasta el más seguro se siente cohibido, y esta vez no era la excepción. Recuerdo que desde niño había algo en él que imponía respeto. La adolescencia le trajo una figura envolvente y enigmática. Su carácter, aunque afable, era fuerte. Portaba ese fuego que puede dar calor en una cruda noche invernal, pero que también es capaz de quemar. Esto último le dio siempre ese magnetismo que lo mismo le procuraba la admiración de las muchachas que la amistad de los hombres. Siempre supe que estaba destinado a ser alguien importante en algún momento de mi vida. Y ahora estaba yo ahí, frente a él, tratando de soportar con verdadero estoicismo, esa mirada inquisidora que taladraba mi cerebro. No resistí mucho. Bajé la vista fingiendo examinar la carta que unos momentos antes me había entregado. Esta vez no tenía opción, no me quedaba más que adoptar una actitud de sumisión y respeto, si deseaba un buen trato. Lo único que había menguado en él era su paciencia, la cual yo había terminado por agotar. Sin estar dispuesto a esperar un segundo más y tratando de aniquilarme con la fría dureza de su mirada, lanzó el ultimátum: ____ Por fin, ¿qué es lo que quieres? Por mi parte, resuelto a no dejarme intimidar, aclaré mi garganta y buscando en mi vientre el tono más grave de que podía ser capaz, contesté: ____ Tres de maciza y dos de chicharrón.
José Remero, 1998.