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una imagen ha prevalecido sobre las demás: la de Bartolomé como una piel sin cuerpo que sostiene en la mano un cuchillo (instrumento punzante, punzón, estilo). Los evangelios apócrifos le representan como fiel escribiente', y una misteriosa cita del Pseudo-Dionisio le relaciona también con el sentido literal de la escritura: «En este sentido dice el divino Bartolomé que la teología es al mismo tiempo abundante y muy breve, que aunque el Evangelio es vasto y copioso no por ello es menos conciso» (Theol. Myst., 1, 3, rooob). Como el santo escribiente de cuya identidad sólo ha quedado la imagen externa de su piel descorporeizada con un cuchillo en la mano (símbolo invertido, pues no es él quien usa el cuchillo sino únicamente su víctima), Bartleby es el pergamino (después de todo, un pellejo desprendido de su cuerpo) que lleva en la mano la pluma de escribiente, es decir, el estilo con el cual ha sido escrita la letra inconfesable de su nombre.

tado Ribera, por N. Alunno (en la iglesia de San Bartolomé de Marano) o por Jacobo Agnesio, pero cuya consagración pictórica más contundente e influyente es la imagen de Miguel Ángel en El Juicio Final, en donde aparece en el modo que se ha convertido en canónico: teniendo en la mano el cuchillo que sirvió para su propio suplicio y cargando con su propio pellejo al hombro. 1. «Tunc Bartholomeus scribens haec omnia f...}» (Evangelio de san Bartolomé, Evangelios Apócrifos, ed. bilingüe y crítica de Aurelio de Santos, Madrid, BAC, 1956, parágr. 69, p. 569).

Ensayo sobre la falta de vivienda':'

La intimidad mantiene una estrecha relación con la ruina. Esto no deja de ser paradójico. Si bien es cierto que un edificio recién construido, una habitación perfectamente ordenada o una casa a estrenar no sugieren en absoluto sensación de intimidad, también lo es que, al menos a primera vista, no asociamos la intimidad con las fincas apuntaladas o los inmuebles abandonados, que más bien imaginaríamos como símbolo de lo inhóspito y de la desolación. En cualquier caso, esta paradoja obedece al hecho, inscrito incluso en el lenguaje común, de que la intimidad no es algo que se pueda poseer y, por lo tanto, sólo puede experimentarse de forma directa y explícita como ya perdida y, en cierto modo, perdida para siempre. Esta advertencia resultará muy decepcionante para el lector, que quizá esperase de este texto algunas sugerencias más o menos decorativas para «crear intimidad» o, lo que aún sería peor, algunas rutinas de auto ayuda para mejorar su propia intimidad (en caso de que algo así exista). El deber de quien esto escribe es decepcionar de antemano este tipo de expectativas -no por el mero placer de fastidiar, se entiende, sino en aras del simple entendimiento del tema que aquí se trata, para el cual dichas expectativas son sencillamente letales- y, a renglón seguido, avisar de que la decepción no debe ser motivo de abandono: hay cosas (y seguramente » "Vivienda, intimidad y calidad», Arquitectos n." 176, vol. °5/04, Consejo Superior de los Colegios de Arquitectos de España, abril de 2006,

páginas 63-68.

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Son las m' , as Importantes) , o as y, por tanto, lo que presentar e! aspect d ~ , o e un mea manera de alcanzar

d l

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, que solo se pueden ganar perdién. desde cierto punto de vista puede f d ' , racaso, po na ser sin embargo la ciertos logros.' ,

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riza su reprobación ante esta evidencia señalando que de este modo se «ensucia» el espacio público, expresa sin embargo -sin duda de forma algo despiadadaesa condición estructural de! espacio público que acabamos de recordar (que no debe ser la casa de nadie)'. De todos aquellos que se ven obligados a vivir de esta manera (en la casa de otro o en la casa de nadie) cabe decir que su absoluta expropiación de privacidad, su carencia de «vida privada» les coloca en situación de intimidad con respecto a todos los demás. Lo cual nos indica que la intimidad se relaciona con una suerte de vulnerabilidad o de desnudez característicamente humana, y que se hace especialmente visible (si no es que éste es el único modo en que puede experimentarse) cuando falta la privacidad, cuando ha sido arruinada o está echada a perder. Comprendo que esto parece conducir a la conclusión algo asombrosa -que más tarde intentaremos amortiguar, pero que no es de suyo eludible- de que la intimidad remite a la condición de «estar sin casa» o de carecer de privacidad, y de que por tanto su relación con la vivienda parecería ser una relación puramente negativa. Pero lo anterior no solamente nos ayuda a percibir las virtudes de algo tan cargado de connotaciones peyorativas como la privacidad, sino también a hacernos conscientes del aspecto menos amable de algo tan cargado de connotaciones positivas como la intimidad (de la cual cabría en algún sentido decir, como María Zambra no decía de la poesía, que «es realmente el infierno»). Las relaciones de intimidad que los súbditos mantienen con el déspota o los esclavos con el amo no son, en verdad, envidiables, y nos llevan enseguida a la idea de que lo único justo sería que todo el mundo (al menos todo el mun-

a Aundue resulte ya un tópico, y aunque e! recordado vaya mdenu o en detrimento de la amenidad, el punto de partid a e este asu t . , "'.' n o consiste SIempre en recordar (e intentar evItar) la conf " de la i , , , USlOn e a intimidad con la privacidad. Que antes de Illtent '1 h , ar evitar a aya que recordar la existencia de esta confusi ' d ' s" I on ya nos a vierte que hay en ella (en la confun /od ) a go ~~e no se debe simplemente al descuido a la fala e atenclOn l I f ' ' " o a a ma a e, SIlla que el equívoco de algu'la manera hu d ' I ' " tod ? n e sus ratees en a cosa misma. ASI que ante b b~' precIsamente porque lo privado lleva adherida (proemen,te por buenas razones) una mala fama casi inevitaa e, convIene evocar sus cualidades: no hará falta insistir cerca de la enorm ' ifí ,, l' ' " e sigru icacion po mea histórica social y hasta económ' d Id h ' , p' ICa e erec o a tener «una habitación prola d » enarbolado por Virginia Woolf, ni el hecho de que urante SIglos , l a muc h e d um b re dee los , os si sin clase antes y des- ' Pues de la dis I ', de Íos ví , ' t d ' o ucion e os vínculos de servidumbre regista a en Occlde te en la d ' , ' a h bi n e en a epoca mo erna, dlúC/lmente accedía un a Itaculo d t d d ' e- II o a o e una puerta que se pudiera cerrar on ave Ta bi '1 ' t' " m ien esta e aro que quienes han estado o esn e: despo~a??s de este derecho a la vida privada no padecen Sta condIclOn ' , id s', bi por VIvIr sumergi os en el espacio público tno len al ' por habitar en la casa de otro (la del P a d're o la del contrano, ) f v id amo y, por tanto, por armar parte de la prib¡a,cI ad (~os bienes privativos) de ese otro. En el espacio púICO nadIe está (a I a en su casa, porque el espacio público no es a menos no d b ) , l1l. l ' e e ser una casa para nadie. Por eso es muy a Sllltoma cu d I I h ' ea ,an o, a caer a noc e en algunas CIUdades l os espacios ios pu núbli 1C0Scorruenzan , d. ntemporaneas " a llenarse ~ gentes sin casa d b I 11' ", d.. ' que eam u an por e os sin proposito III -..;stmo que pa I ' re lid d h recen esperar a go o a alguien, pero que en a I a an pe d id d te " r ico to a esperanza, gentes que simplernen, traglcamente' , un/en a 11't. C uan d o e lb' uen burgues exterio-

b:

é

I. Vivir allí en donde nadie debería vivir es siempre un castigo (la condición de quienes no pueden irse a su casa, como no pueden hacerla los presos que habitan en el espacio público de la cárcel), y precisamente por eso resulta completamente injusto cuando quienes lo padecen no han cometido delito alguno (como las muchedumbres recién evocadas o todos aquellos a quienes, para su propia protección, es preciso alojar en «casas de acogida», que no son sino simulacros de casas erigidas en el espacio público),

,

l

~

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do que no mereciera ser castigado) pudiera irse a su casa -en lugar de tener que vivir en la de otro o en la de nadie, en intimidad con el amo o con todo el mundo-, pudiera tener una casa propia con una puerta y una llave capaz de cerrarla desde dentro, cosa que sin duda se expresa en el derecho universal «a una vivienda digna». ¿Qué significa en este caso «dignidad»? ¿Qué es lo que confiere dignidad a una vivienda? Me gustaría intentar mostrar en lo que sigue hasta qué punto esta cuestión está relacionada con la intimidad -es decir, hasta qué punto dignidad e intimidad están relacionadas- y de qué manera este pensamiento se pervierte completamente, sin que sea fácil recuperar el sentido lo suficiente como para saber de qué se está hablando en realidad, cuando el término «dignidad» (como últimamente les viene sucediendo a muchos otros de su misma familia, como «bondad», «excelencia» o «virtud») es sustituido por el término «calidad».

La discusión en torno a qué significa dignidad aplicada a la vivienda (como a cualquier otra materia) amenaza con convertirse en una de esas discusiones cargadas de presupuestos subjetivos en las cuales resulta imposible ponerse de acuerdo. Ello no obstante, y aunque la «solución» parezca devolvernos aún más crudamente al problema, es preciso recordar que la interpretación de este adjetivo en la expresión «vivienda digna» no solamente no es problemática, sino que indica una verdadera tautología. Que una vivienda sea o no «digna» no . es algo que pueda decidirse parla carencia o la presencia de ciertas propiedades en una casa (y, por tanto, la dignidad no es algo que pueda añadirse a una vivienda previamente existente o que pueda retirarse de ella); «una vivienda digna» no significa otra cosa más que una vivienda que sea verdaderamente una vivienda. Puede que la discusión acerca de lo que es o no una vivienda pueda considerarse tan bizantina e irresoluble como la que concierne a qué es o no dignidad, pero al menos elimina la sospecha de que hubiera que contratar para dirimirla a profesionales especializados «expertos en digni-

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dad» y nos devuelve a un contexto más manejable en el cual sólo hace falta «entender de viviendas». Con esto del «entender de viviendas» pasa lo mismo que alguien decía que sucede con el «entender de flautas», que hay dos maneras de interpretar este saber, pues tanto el lutier como el flautista entienden de flautas, pero lo que cada uno sabe de ellas es muy distinto. La cuestión «qué es verdaderamente una vivienda» podría parecer una cuestión que requiriese, más que expertos en ética (como sospechamos que tendrían que serlo quienes fueran capaces de decidir acerca de la dignidad o indignidad de una vivienda), maestros de metafísica , conocedores intuitivos de la Idea de vivienda situada en un cielo inteligible que pudieran comparar con ese modelo uranio sus pobres realizaciones terrestres para emitir su juicio implacable (<<Estoes [o no] una vivienda») y discriminar las buenas copias de los simulacros infames mediante la actitud que solemos considerar usualmente como «teórica» (es decir, la de un sujeto que se pone frente a sí un objeto para determinar su naturaleza). Pero, afortunadamente, el mismo que dijo aquello de las flautas estableció un procedimiento para eliminar este incómodo escenario, señalando que para saber si una flauta lo es verdaderamente no es preciso colocársela enfrente ni compararla con modelos ideales estratosféricos sino que, en caso de que uno sepa tocarla, basta con acercársela a los labios, soplar por la embocadura con los dedos adecuadamente situados sobre sus orificios y ponerse a ejecutar una melodía (si uno no sabe tocarla, ya puede ponérsela enfrente durante horas e incluso siglos, que tras ello seguirá siendo cierto que, por más que la contemple, no tendrá la menor idea de lo que es una flauta). De quien sepa en rigor tocada bien diremos que en rigor sabe lo que es una flauta digna y lo que no, porque la flauta no es verdaderamente flauta por coincidir o parecerse a una Idea extraterrestre susceptible de intelección intuitiva, sino por sonar como suena cuando la toca alguien que sabe hacerla, y sólo lo es verdaderamente mientras esto ocurre, allí donde ocurre y porque ocurre. Entonces, el «sabio» no es aquí el «teórico»,

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sino el usuario; quien sabe usarla y habitarla, sabe qué es una verdadera vivienda digna ... de tal nombre. Una verdadera manera de vivir (que es lo que cabalmente significa «vivienda», mucho más que un edificio o una finca). ¿Qué decir, pues, del otro saber, del «saber hacer» o fabricar flautas o viviendas? Lo que sobre ello decía nuestra secreta fuente de sensatez -auténtico pozo de sabiduría- es que este saber, el d~ los productores, es necesariamente segundo aunque venga pnmero: claro está que debe haber primero casas edificadas para que alguien pueda habitarlas, y que el saber hacer buen~s casas es un modo de «entender de viviendas», pero no lo esta menos que sólo se hacen casas para que alguien viva en ellas o, si se quiere decir aún con mayor propiedad, que sólo es una casa digna (de tal nombre) aquella que se construye para ~ue alguien la habite (no se puede descartar que se construyan SImulacros de casas con otros propósitos, pero entonces no serán viviendas dignas [de su nombre], es decir, no serán verdaderas viviendas). He aquí, por tanto, un modesto criterio para evaluar la dignidad de las viviendas: el propósito para el cual se han construido (el propósito real, se entiende, no el nominal, pues nominalmente es de suponer que todas las viviendas han sido construidas para ser habitadas o usadas) y su adecuaci?~ a él. La .odiosa pregunta «¿y cómo se determina si el propOSItO nominal de la construcción de una vivienda es su propós~to real?» tiene también una respuesta sencilla, pero inconvementemente tardía. Si una silla es <doque sirve para sentarse» por tanto, sólo es silla cuando es usada para eso y en la medida en que lo es, ¿cómo podría yo saber si aquello que se expone en el escaparate de la tienda de sillas es o no una silla? Siéntate, y verás. A veces lo ves inmediatamente, porque te caes al suelo en unos segundos. Otras veces se tarda más, hacen falta unos minutos, y hasta unos días, para que empiecen a dolerte las posaderas, los riñones o la cabeza. Y algunas veces se tardan años, cuando el médico te diagnostica una escoliosis irreversible después de haberte estado sentando mal durante la mayor parte de tu vida. No sirve de nada que a esos simulacros de silla se les haya llamado durante años -en la apoteosis de

r,

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esa imposición de nombres por parte de un sujeto situado solemnemente ante un objeto que solemos identificar con la «actitud teórica»- «silla», o que se haya pronunciado mil veces frente a ellos la fórmula mágica «Esto es una silla»; cuando el juicio está errado, cuando se hace contra las cosas y haciéndoles violencia, las cosas acaban rebelándose contra el juicio y deshaciéndolo tarde o temprano, aunque en general para nosotros (los que no disponemos de mucho tiempo ni de un gran saber) siempre sea demasiado tarde, cuando la escoliosis ya no tiene remedio; de ahí que sea tan valiosa la colaboración de usuarios expertos (buenos flautistas, por así decirlo), de esos que son capaces de detectar un pequeño tirón, casi imperceptible, en la columna vertebral, ya en la primera ocasión en que se sientan en una no-silla. Y de ahí, igualmente, que sean tan fáciles de engañar aquellos usuarios que, por llevar ya generaciones sentándose en sillas indignas (de tal nombre), han perdido por completo la memoria de lo que eran las sillas y se han convertido a sí mismos en una especie de usuarios «indignos» (de tal nombre). Y lo mismo, evidentemente, mutatis mutandis, para las viviendas: basta vivir en ellas para descubrir si lo son o no, pero generalmente el descubrimiento llega ya demasiado tarde, cuando uno está endeudado con el banco hasta su muerte. Ahora bien, el primado de los usuarios sobre los productores no significa en absoluto que los usuarios puedan «sustituir» a los productores, que el «saber usar» pueda sustituir al «saber fabricar» (sólo Dios, de quien se rumorea que su «saber usar» -su entendimiento- es idéntico a su «saber producir» -su voluntad- sería capaz de una cosa así): la producción -el hecho de que el repertorio de maneras de fabricar casas, y el de sus materiales y sus procedimientos, sea finito aunque amplio y muy variado-, en verdad, limita el uso; el que haya que producir aquellas casas que los usuarios han de habitar impide que todas las ocurrencias que estos últimos tengan acerca de su arte o manera de vivir puedan llevarse a cabo (pues no puede producirse cualquier cosa); pero también es cierto que, al limitar el uso, la producción lo delimita

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o lo realiza (permite distinguir lo que legítimamente puede considerarse vivienda de lo que no pasan de ser fantasías más o menos divertidas). No todas las «maneras de vivir» que los usuarios pueden imaginar son factibles (sólo lo serían si ellos fueran dioses y, por lo tanto, no tuvieran que distinguir entre el «saber usar» yel «saber producir»), sino sólo aquellas que en cada caso resultan verosímilmente producibles, es decir, susceptibles de convertirse en viviendas dignas (de tal nombre), del mismo modo que no todas las «maneras de producir» viviendas que a los productores pueden venírseles a la cabeza son susceptibles de dar lugar a viviendas habitables. En consonancia con todo lo anterior habría que decir, por tanto, que no es talo cual vivienda la que posee dignidad, sino la regla (recta) o la ley en función de la cual se hacen viviendas dignas de tal nombre'.

esas casas en las que el derrumbamiento de un tabique ha convertido de pronto a la privacidad en lo que ella nunca debería ser, un espectáculo, o aquellas otras en las cuales la ruina y el abandono han dejado a la vista las estructuras y armazones (o sea, en cierto modo la regla que se siguió al construirlas) que, sosteniendo al edificio sobre el suelo, se hicieron precisamente para no ser vistas, e incluso a veces también algunas, de las que hablamos al principio, que habiendo sido construidas nominalmente para ser habitadas, se revelan una vez erigidas simulacros inhóspito s que hacen imposible la vida a sus moradores o se la amargan sin cesar. Vemos entonces la intimidad del único modo que parece ser posible verla directa o explícitamente, es decir, ya arruinada, echada momentáneamente a perder o definitivamente malograda. La cuestión es que esta fragilidad específicamente humana que llamamos «intimidad» es algo que el derecho puede -y debe- recubrir, pero que no puede en rigor abolir o sustituir en términos absolutos. Es la condición de radicalmente no tener lugar alguno que sea en definitiva nuestro lugar (como sí lo tienen, en cambio, los ríos o las fieras), o sea la intimidad, lo que hace completamente necesario, imprescindible, tener alguna casa en la que refugiarse; pero es también ella la culpable de que ningún refugio sea nunca suficiente y de que haya huéspedes ante cuya visita no sirve de nada cerrar la puerta con llave desde dentro, porque toda defensa contra ellos es imposible. Lejos de ser algo «interior» o «interno», la intimidad es tan externa y exterior como la ruina: es el mayor grado de exposición y riesgo al que podemos llegar, el modo más cabal de estar afuera, de salir, no solamente de casa, sino incluso de uno mismo, en una suerte de entrega incondicional, de derrumbe de todas las barreras defensivas que es lo más próximo a lo que podríamos llamar «nuestro

¿ Qué tiene todo esto que ver con la intimidad?, se preguntará con razón. La vivienda digna -la posibilidad de habitar dignamente la tierra, es decir, del único modo en que los mortales podemos hacerla, o sea en viviendas- es, según decíamos, un derecho (y, por lo tanto, un deber) universal, mientras que la intimidad, por lo que antes dijimos acerca de la vulnerabilidad y la desnudez, parece más bien ser algo relacionado con el cese o la «suspensión» de los derechos, con el justamente no poder encontrar ya amparo, ni refugio, ni tener casa alguna a donde acudir a encerrarse con llave tras una puerta". Ésta es la sensación que nos producen también 1. «Nada tiene más valor que el que la ley le asigna. Pero la ley misma, que determina todo valor, tiene que tener, precisamente por ello, una dignidad, esto es, un valor incondicional, incomparable, para el cual solamente la palabra respeto proporciona la expresión conveniente de la estimación que un ser racional tiene que hacer de ella» (Immanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres). 2. Lo cual, aunque aquí sólo pueda decirse de paso, prueba el carácter constitutivo de la alteridad con respecto a la intimidad, puesto que «vulnerable» o «desnudo» sólo puede uno sentirse ante otro. E incluso aunque

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haya razones para decir de alguien que se halla en intimidad consigo mismo, esto sólo puede decirse en la acepción de este término que utilizaba a veces Aristóteles, es decir, que se tratará de «sí mismo en cuanto otro» (alguien que experimenta aquello de sí mismo que es irreductible a su «yo»).

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lugar» o «el lugar al que pertenecemos» (y que, obviamente, no es lugar alguno, puesto que como ya se ha dicho y es ocioso repetir, los mortales no pertenecemos a ningún sitio). ¿Qué es lo que nos arrastra, pues, a esa extraña «salida» de nosotros mismos que, sin embargo, sólo podemos describir de forma chocante como un ir «en busca de nosotros mismas»? No puede ser únicamente el coraje o el valor, como si la intimidad fuese una epopeya reservada a héroes privilegiados. Ha de ser una exigencia más elevada aún que la del derecho y que, lejos de presuponer la «disolución» de los vínculos creados por la ley, implica más bien su vigencia como una auténtica condición formal y material de posibilidad (la existencia de espacio público -ese espacio que no es de nadie ni puede ser la casa de nadie-, con respecto al cual el espacio privado no presenta diferencia alguna de naturaleza, es ya una expresión de esta misma exigencia). La existencia de tal «lugar. (que no es lugar alguno, insistamos en ello para evitar la confusión de la intimidad con un «recinto», por muy recóndito que éste sea) en el cual toda defensa y todo refugio son ya inútiles y, lo que es aún más grave -y que nos muestra, por una vez, la cara «positiva» de la intimidad-, la experiencia de esa defensa como algo que, además de imposible, resulta innecesario, el encuentro entre mortales en ese régimen que los antiguos llamaban «amistad» y en el cual el deber no puede ya estar afectado por la amenaza de coacción en caso de incumplimiento, ese régimen en el cual el respeto es ya la única causa de un comportamiento aparentemente incomprensible -seguir respetando al otro incluso allí en donde «no pasa nada» si no lo hacemos-, es lo que nos muestra la profunda conexión entre dignidad e intimidad. No se trata del respeto al otro por ser uno o por ser otro, sino de respetar en él la encarnación de esa ley que, según antes dijimos que alguien decía, es el origen de todo lo valioso que podemos reconocer en la existencia, incluidas las protectoras normas del derecho y los defensivos muros de la privacidad. Es el reconocimiento de nuestra condición de radicalmente «estar sin casa» lo que nos hace a los mortales dignos o merecedores de una vivien-

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da digna de tal nombre. No podemos dejar de imitar a quienes en verdad tienen una casa (como la tienen definitivamente las fieras o los dioses), ya esa imitación obedecen todos los principios de la construcción y producción de viviendas; pero no podemos nunca vencer del todo nuestra condición de huéspedes interinos de la tierra, y a esta p~ecarieda~ obedece? todos los principios del «uso» o del habitar propiamente dicho. Todo el mundo debe poder irse a su casa, pero con respecto a algunos, algunas veces, nos gustaría que se que~~sen un poco más con nosotros antes de retirarse. Nuestras vrviendas son dignas cuando no pretenden que vivamos en ellas como dioses ni tampoco como bestias, sino simplemente, difícilmente, como mortales.

Pero antes decíamos que es preciso alertar contra la perversión que en estas cuestiones puede producir algo .tan aparentemente bienintencionado Y coherente como la introducción del término (y de la galaxia de valoraciones que lleva adheridas) «calidad». Es evidente que aquí no tratamos con ninguna significación «esencial» de este vocablo, sino ~on el sentido que ha terminado adoptando en una determinada (e intelectualmente desnarigada) concepción de la «evaluación» de los servicios públicos y privados que se ha impuesto, no por casualidad, en el período correspondiente a la descomposición deliberadamente planificada de todo aquello que, desde 1945 en adelante, había venido llamándose «estado de bienestar». Por algún funesto motivo, cuando los tradicionales derechos «a un juicio justo», «a una vivienda digna» , «a una educación íntegra» o «a un empleo decente» . . . (que vuelven a ser meros epítetos para designar un juicio, una vivienda , una educación o un empleo que sean verdaderamente merecedores de tales nombres) se sustituyen -como subrepticia e inadvertidamente ha venido ocurriendo en los últimos tiempos- por «justicia de calidad», «vivienda de calidad» , «educación de calidad» o «empleo de calidad», no solamente ocurre que volvemos a la perplejidad de que pare-

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ce que deberíamos contratar a unos misteriosos «expertos en calidad» (y que de esta situación se aprovechan procazmente para medrar algunos farsantes acerca de los cuales ya lo dijo todo nuestro informante acerca de la cuestión de las flautas, o sea Sócrates, cuando puso en su sitio a los «expertos en calidad» de su tiempo, que entonces se hacían llamar «maestros de virtud»); no solamente ocurre que los que han de enseñar geometría dejan de estudiar geometría para concentrarse en el problema de estudiar cómo enseñar geometría, y que los que han de aprender geometría dejan de aprenderla para concentrarse en el problema de cómo aprender a aprender geometría (sin que sea preciso discurrir gran cosa para comprender que este procedimiento engendra una escalada que va hasta el infinito, y que en cada uno de sus pasos aleja un poco más de la geometría a sus víctimas); no solamente ocurre la curiosa situación de que los jueces, como los constructores de viviendas o los productores de empleo, incentivados para llevar a cabo su producción con mayor eficacia y celeridad, entran en nuevos procedimientos sutiles y hasta inconscientes (aunque nominalmente no delictivos) de corrupción, descomposición, cohecho y prevaricación, sumiendo a los usuarios en la más absoluta indignidad; no solamente ocurre todo eso, sino que lo peor es que, cuando las cosas o las maneras de vivir ya no son consideradas «de calidad» porque lo sean, sino simplemente porque unos presuntos «expertos en calidad» así lo decretan (o sea, cuando lo único «de calidad» que tienen tales cosas o maneras es el nombre, como en esas construcciones «de alto standing» que no tienen de «alto standing» más que el cartel que dice que lo son o, lo que es lo mismo, el precio), cuando la «dignidad» intenta traducirse en una colección de propiedades cuantificables cuya presencia o ausencia puede certificarse mediante ese procedimiento que normalmente se identifica con la «actitud teórica» del científico (el ponerse frente a una casa y determinar enfáticamente «ésta es una vivienda de calidad»), como cuando en lugar de medir si es buena la educación en geometría por la geometría que saben quienes la enseñan y la que

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aprenden quienes la reciben se evalúa más bien si los enseñantes han aprendido a enseñar y si los discentes han aprendido a aprender, la dignidad misma queda perfectame~te arruinada (es decir, se echa en falta la recta regla que confiére valor a todo aquello que lo tiene), los productores quedan convertidos en productores de simulacros y los usuarios en esa clase de «usuarios indignos» de quienes antes hablábamos. Allí donde -al menos retórica o nominalmente- está vigente el imperativo de que todo el mundo debe poder tener una vivienda, y en donde el grado de cumplimiento de este imperativo se considera como uno de los indicadores del ~rado de dignidad de la propia sociedad que lo enarbola, existe sin duda la tentación política de ganarse la medalla al grado de dignidad olvidándose precisamente de ella. En ~fe~to, si del «derecho a un empleo digno» eliminamos el adjetivo final , sucederá que podremos llamar empleo a cualquier ocu., pación con cualquier duración y cualquier remuneración (por ejemplo, al reparto gratuito de propaganda en las bocas del metro), y que bastará el certificado de los «expertos en calidad» para culminar el proceso de no llamar a las cosas por su nombre. Y lo mismo, evidentemente, mutatis muta ndis, para las viviendas. Pero, como ya se ha explic~d~, .como el adjetivo «digna» es en realidad un epíteto, un smolllm~ o una tautología, al eliminarlo de la expresión «vivienda digna» hemos eliminado la vivienda misma. Es algo parecido lo que pasa cuando la intimidad, que por su propia naturaleza tiene el carácter de 10 implícito", se intenta «hacer efectiva» en términos explícitos. La intimidad tampoco es algo que se pudiera añadir, por ejemplo a una habitación , a fuerza de colocar en ella tales o cuales detalles, ., colores o muebles, y por eso tenemos a menudo la impresión de que se trata de una «sensación» subjetiva e indefinible. 1. José Luis Pardo, La intimidad, Pre-Textos, Valencia, 2004\ Y «La intimidad de nadie", en Fragmentos de un libro anterior, Cátedra de Poesía y Estética José Ángel Valente, Universidad de Santiago de Cornposte-

la,

2004.

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Nuestros íntimos son los que conocen nuestra ruina y, pudiendo hacerla, no se aprovechan de ella. Los que nos aman justamente por aquello por lo cual nos venimos abajo. En su presencia no podemos dar ni pedir explicaciones. Pero tampoco nos hace falta hacerla. Lo más íntimo de una vivienda son las estructuras invisibles que hacen que se sostenga en pie, aquellas mismas que, cuando quedan al descubierto, la convierten en una ruina, las que dejan ver que es algo que ha sido hecho y que, más tarde o más temprano, será deshecho. Nadie habita propiamente esas estructuras (o, de nuevo, nadie debería tener que hacerla): del mismo modo, lo más íntimo de una lengua es su estructura fonológica, pero ningún hablante dice jamás «fonemas» , a pesar de que ellos sostengan la lengua y estén siempre implícitos en ella, porque cuando se dicen -por ejemplo, cuando los enuncian los lingüistas- tenemos más bien la sensación de que están deshaciendo -descomponiendo, analizando- la lengua y, por tanto y en cierta medida, echándola a perder como lengua. La clase de implícito que define el carácter de lo íntimo es la de un implícito que no puede explicitarse sin arruinarse, algo a lo que jamás puede aludirse directamente sin pervertir su naturaleza, pero que no por ello es místico ni inefable: estamos constantemente diciéndolo cuando decimos algo, pero no reside en el contenido informativo de lo que decimos, sino que alberga la razón por la cual queremos decir. Paralelamente, una vivienda -que es, antes que un edificio, un modo de vida- no es digna por nada de lo que en ella se muestra explícitamente, sino por haber sido erigida de acuerdo con una regla invisible -la que dirige secretamente las pautas del modo de vida de sus moradores- que la hace deseable.

Nunca fue tan hermosa la basura" ApriZ is the cruellest month, breeding Lilacs out of the dead land ... T. S. EUOT, The Waste Land

El Libro Primero de El capital, de Marx, com~enza diciendo: «La riqueza de las sociedades en las que domm.a el modo de producción capitalista se presenta como "una inmensa ac~mulación de mercancías"». Nosotros tendríamos que decir, hoy, que la riqueza de las sociedades en las que don:ma el modo de producción capitalista se presenta como una inmensa acumulación de basuras. En efecto, ninguna otra ~orma de sociedad anterior o exterior a la moderna ha producido basuras en una cantidad, calidad y velocidad comparables a las de las nuestras. Ninguna otra ha llegado a alcanzar el punto que han alcanzado las nuestras, es decir, el punto en el que la b~sura ha llegado a convertirse en una am~naza p.ara la propia sociedad. y no es que las sociedades pre-mdustnal.es no generasen desperdicios, pero sus basura.s eran predommantemente orgánicas, y la naturaleza, los animales urbanos y los vaga-

" «Nunca fue tan hermosa la basura" / Never was trash so beautiful» en Scott Brown, Denise, Koolhaas, Rern y otros, D¡storslOnes .: nas/Urban Distorsions, Basurama-La Casa Encendida, 2006, pp. ;~8~ Y 66-76. (Reeditado en Arquitectos n." 181, vol. 212007, pp. 85 , Madrid.uooz.) . / 1. «Aquí me veis, viajero / de un tiempo que se pierde en la espesura del paso y el me da lo mismo [...) pero / nunca fue tan hermosa la basura» (Juan Bonilla, «Treintagenarios», en Partes de guerra, Valencia, Pre-Textos, 1994, p. 27)·

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