ORÍGENES DE LA ORDEN FRANCISCANA SEGLAR De: http://www.fratefrancesco.org/ord/66.ofs.htm En tiempos de San Francisco ya existían asociaciones seglares de tipo penitencial, muy variadas y sin conexión entre ellas, surgidas, por lo general, a la sombra de hombres santos, monasterios, canónigos o movimientos religiosos. También los movimientos evangélicos o pauperistas, católicos o no, contaban con este tipo de rama secular, e Inocencio III aprobó la forma de vida de algunas de ellas, como los Humillados de Milán (1201) y los Pobres Católicos (1212). Los Penitentes, por tanto, ya existían individual y corporativamente, antes que San Francisco fundara el Orden de los Hermanos y Hermanas de la Penitencia, que así se llamó en un principio. Él mismo y sus compañeros, antes de la aprobación de la Regla, se autodenominaban "Penitentes de Asís". Por tanto, no puede decirse que él fuera el fundador de todos, aunque sí de aquellos que, animados por el ejemplo y la predicación suya y de sus hermanos, quisieron llevar una vida más austera y evangélica, sin abandonar sus casas y sus compromisos familiares o laborales. Puesto que la predicación de los hermanos menores consistía en exhortar a la conversión o "penitencia", no es de extrañar que pronto surgieran en torno a ellos un núcleo de seglares deseosos de vivir como penitentes en sus propias casas. La idea de fundar la Orden franciscana seglar parece que le vino a Francisco a raíz de una predicación en Cannara (1212), cuando muchos de sus habitantes, hombres y mujeres, querían marcharse con él. Según el autor del Anónimo de Perusa, muchos casados decían a los hermanos: "Tenemos esposas y no nos permiten abandonarlas, Enseñadnos, pues, un camino para poder salvarnos". Y fue entonces cuando "fundaron una Orden que se llama de Penitentes, y la hicieron confirmar por el sumo Pontífice". Que san Francisco fundó la Orden de los Penitentes o Terciarios lo dicen todas las fuentes primitivas, empezando por fray Tomás de Celano, el cual, al describir poéticamente en su Vida Primera (122829) los primeros frutos de la predicación itinerante del Santo y de sus compañeros, añadía que “por todas partes resonaban himnos de gratitud y de alabanza, tanto que muchos, dejando los cuidados de las cosas del mundo, encontraron, en la vida y en la enseñanza del beatísimo padre Francisco, conocimiento de sí mismos y aliento para amar y venerar al Creador. Mucha gente del pueblo, nobles y plebeyos, clérigos y legos, tocados de divina inspiración, se llegaron a San Francisco, deseosos de militar siempre bajo su dirección y magisterio. Cual río caudaloso de gracia celestial, empapaba el santo de Dios a todos ellos con el agua de sus carismas y adornaba con flores de virtudes el jardín de sus corazones. ¡Magnífico operario aquél! Con sólo que se proclame su forma de vida, su Regla y doctrina, contribuye a que la Iglesia de Cristo se renueve en los creyentes de uno y otro sexo, y triunfe la triple milicia de los que se han de salvar”. Y concluye: “A todos daba una norma de vida y señalaba con acierto el camino de salvación, según el estado de cada uno". Poco después, fray Julián de Spira (1232-1235) veía en las tres iglesias restauradas por Francisco el signo de las tres Órdenes que él fundó, dando “ley” a cada una, y explicaba que “la primera quiso que el nombre de Hermanos Menores fuese, en medio están las Pobres Señoras, y Penitentes de uno y otro sexo abraza la Orden Tercera”. De la Orden de los Penitentes dirá en otro momento que “no es de mediocre perfección, y está abierto a clérigos y laicos, vírgenes y continentes y casados, y comprende, para su salvación, a ambos sexos”.
También la Leyenda de los Tres Compañeros relaciona las tres Ordenes fundadas por él y confirmadas cada una “en su momento, por el sumo pontífice" con las tres iglesias que restauró, y con la Santísima Trinidad, de la que el santo fue muy devoto. San Buenaventura, por su parte, dice que "numerosas personas, inflamadas por el fuego de la predicación, se comprometían a las nuevas normas de penitencia según la forma de vida recibida del hombre de Dios"; y explica que dicho estado de vida estaba abierto a clérigos y seglares, vírgenes y casados de ambos sexos y que fue San Francisco quien determinó que se llamaran "Hermanos de la Penitencia". El mismo cardenal Hugolino, siendo papa, escribía a Santa Inés de Praga en junio de 1238 y hacía referencia a las tres Órdenes fundadas por el santo, entre ellas "los colegios de penitentes". Hasta nosotros ha llegado el llamado "memorial de propósitos" una Regla de la Orden de los Hermanos y Hermanas de la Penitencia que se dice comenzada en el año 1221. Que fue fundada por san Francisco ese año lo confirman el beato Francisco de Fabriano en la segunda mitad del siglo XIII, y la Crónica de los XXIV Generales en el s. XIV. Así pues, lo más probable es que la decisión de fundar una orden para seglares la tomara Francisco en 1221, durante la celebración del capítulo general o de las esteras, de acuerdo con los ministros y demás religiosos. Probablemente fue entonces cuando se dio el visto bueno al proyecto, dejando para más adelante la redacción de un memorial o regla, en espera de que el santo y el cardenal Hugolino pudiesen elaborarlo juntos, cosa que se hizo, según parece, el verano siguiente, en Florencia. La intervención del cardenal protector de la Orden, futuro papa Gregorio IX, en la redacción de la regla para los Penitentes está confirmada por algunos testimonios. Fue el mismo Hugolino, según la Chronica Minor” de un fraile de Erfurt, quien “dió confirmación pontificia a las dos órdenes que Francisco había fundado, la de las Pobres Damas consagradas y la de los Penitentes, una orden esta que abraza a ambos sexos y a clérigos, casados, vírgenes y continentes”. Y el bien informado biógrafo de Gregorio IX decía que "en el periodo en que fue obispo de Ostia, Hugolino instituyó y llevó a término las nuevas Órdenes de los Hermanos de la Penitencia y de las Hermanas Reclusas". Y añade: “Y también guió a la Orden de los Menores, cuando esta se movía con paso vacilante, elaborando para ellos una nueva Regla y dando forma, de ese modo, a aquel movimiento aún informe, designando a San Francisco como ministro y jefe”. Hoy nadie pone en duda que el cardenal Hugolino, protector de la Orden, ayudó de manera decisiva a San Francisco a dar un orden jurídico a la segunda y a la tercera orden por él fundadas. Los penitentes franciscanos, considerados "Hermanos y Hermanas de la III Orden de San Francisco" por Gregorio IX poco después de la muerte del Santo, experimentaron enseguida un notable crecimiento junto con los hermanos Menores. El 18 de agosto de 1289, el papa franciscano Nicolás IV, con la bula "Supra Montem", les dió una nueva Regla, que estuvo en vigor durante siglos, hasta que León XIII la actualizó con la bula "misericors Dei Filius" del 30 de mayo de 1889. Después del Concilio Vaticano II, en un clima de mayor compromiso y de mayor autonomía, reconocida a las organizaciones seglares comprometidas especialmente en la vida cristiana y en el apostolado, con la aportación de destacados terciarios de todo el mundo, se redactó la Regla actual, que el papa Pablo VI aprobó con la bula "Seraphicus Patriarca" del 4 de junio de 1978. La Tercera Orden Franciscana, o la Orden Franciscana Seglar, como hoy se llama, ha dado la Iglesia un gran número de Santos y Beatos. Entre los literatos, artistas y científicos que han dado su nombre
a la Orden conviene destacar a Giotto, Dante, Palestrina, Perosi, Galileo, Galvani, Volta, Cristobal Colón, Lope de Vega, etc., todos personajes que, haciendo honor a San Francisco, han dado testimonio de su gran intuición de hacer asequible a todos su estilo de vida religiosa.
HISTORIA FRANCISCANA por Lázaro Iriarte, OFMCap de: http://www.franciscanos.org/historia/Iriarte-HistoriaFranciscana-31.htm
LA ORDEN DE LA PENITENCIA (Tercera Orden) I. LA ORDEN SECULAR DE LA PENITENCIA Capítulo I ORIGEN DE LA ORDEN DE LA PENITENCIA En qué sentido es Francisco el fundador Son todavía hoy objeto de investigación los orígenes de la comúnmente llamada orden tercera franciscana. Ha quedado abandonada la posición de K. Müller1 y P. Mandonnet2, sostenida a fines del siglo pasado, sobre un núcleo inicial de "penitentes" reunidos en torno a Francisco, del que luego, contra la voluntad del fundador, se habrían disgregado los hermanos menores y las damas pobres para llevar vida religiosa canónica. Por el contrario, el dominico G. G. Meersseman3, confrontando los numerosos documentos pontificios relativos al movimiento penitencial a partir de 1221, reconoce a Francisco, si no la paternidad como fundador, al menos el mérito de haber comunicado una nueva vitalidad, con su impulso de renovación evangélica, a los núcleos ya existentes de hermanos y hermanas de la penitencia. En el estado actual del examen de las fuentes conocidas4, se puede llegar a las siguientes conclusiones. Las agrupaciones de penitentes venían de muy atrás no sólo como efecto de la disciplina penitencial de la iglesia, sino también como compromiso comunitario -propositumde perfección evangélica. Así, a fines del siglo XII, junto al ordo clericorum y el ordo monachorum, vino a añadirse el ordo paenitentium, acogido también al fuero eclesiástico. En realidad, Francisco y sus primeros compañeros se presentaron como "penitentes de Asís" antes de la aprobación pontificia de su regla. Algunos de esos grupos se colocaban bajo la dirección de un monasterio o se acogían a las nuevas instituciones regulares, como los premonstratenses o los humillados, formando una "tercera orden" de seglares casados o célibes. El compromiso de conversión llevaba consigo una serie de renuncias y de exenciones y el distintivo de un hábito penitencial, además de un mayor rigor que los cristianos comunes en punto a ayunos y frecuencia de sacramentos5. Bajo el pontificado de Inocencio III y, más aún, de Honorio III, por iniciativa principalmente del cardenal Hugolino, se observa una preocupación de la santa Sede por comunicar al movimiento penitencial una mayor coherencia y hasta una personalidad canónica definida, al mismo tiempo que se tiende a inmunizarlo contra el contagio de la herejía. La verdad era que ese movimiento estaba adquiriendo caracteres de un hecho nuevo bajo la acción renovadora de san Francisco y de su orden. El cristiano seglar de los comunes italianos hacía acto de presencia en las aspiraciones a un cristianismo más radical. Y es precisamente esa nota
de secularidad lo que distingue a las hermandades de sello franciscano de las anteriores, aun de las agrupadas por los humillados. Es cierto que no se puede hablar de un reconocimiento canónico de san Francisco como fundador de la orden de la penitencia hasta la bula de Nicolás IV de 1289, pero ya en 1238, Gregorio IX, escribiendo a la beata Inés de Bohemia, habla de las tres órdenes fundadas por san Francisco: "la de los hermanos menores, la de las hermanas reclusas y la de los penitentes", testimonio tanto más de apreciar cuanto se trata de quien llevó la iniciativa principal en el encauzamiento de las instituciones franciscanas en su calidad de cardenal protector. Las fuentes biográficas son bien explícitas al precisar la parte que cupo a san Francisco en aquel despertar de un ideal de santidad auténticamente seglar. En 1239 escribía Tomás de Celano en su Vita I: "Eran muchos los que, despreciando los cuidados de este mundo, entraban en sí mismos movidos por la vida y la doctrina del bienaventurado padre Francisco, y se sentían atraídos al amor y a la reverencia del Creador. Bajo la moción de la inspiración divina, muchas personas, nobles y plebeyas, clérigos y laicos, se acercaban a san Francisco ofreciéndose a vivir en adelante bajo su dirección y magisterio. A todos ellos comunicaba el riego abundante de gracias celestiales, que desbordaban de su espíritu y hacía crecer en el campo de sus corazones flores de virtudes. Hombres y mujeres seguían sus ejemplos, su regla y sus enseñanzas; así, hemos de proclamarlo con razón artífice incomparable de la renovación de la iglesia y de la victoria de la triple milicia de los elegidos. A todos ellos daba una norma de vida y, según la condición de cada uno, les indicaba con sinceridad el camino de la salvación" (1 Cel 37). El biógrafo se refiere a los efectos de la primera predicación de Francisco por las poblaciones de Italia central después de la aprobación de su forma de vida por Inocencio III. Más explícito, si cabe, es el testimonio de los "tres compañeros", quienes precisan que se trataba de "hombres y mujeres casados que, no queriendo sustraerse a la ley del matrimonio, se comprometían a una vida de penitencia en sus casas bajo el consejo de los hermanos menores", y añaden que la nueva orden de la penitencia fue, a su debido tiempo, confirmada por el sumo pontífice6. No faltan ejemplos concretos de tales personas que, por consejo de los hermanos menores, abrazaban una vida de austeridad cristiana sin salir de la familia. El caso más sorprendente es el de la aldea de Greccio, cuyos habitantes vivían de tal manera identificados con el espíritu franciscano, que formaban en torno al agreste lugar de los hermanos menores una comunidad de oración y de fervor evangélico7. Las Florecillas describen el entusiasmo con que los habitantes de Cannara, enardecidos por la palabra de san Francisco, se ofrecieron todos, hombres y mujeres, para seguirle, abandonando sus casas; el santo los contuvo, diciéndoles: "No os apresuréis; ya os diré lo que debéis hacer para salvar vuestras almas"8. De los testimonios biográficos se desprende no sólo la parte decisiva que tuvo Francisco en el impulso del movimiento penitencial del siglo XIII, sino también su acción normativa y orientadora de un proyecto de vida evangélica seglar. Quizá estén en lo cierto los que, con K. Esser9, ven en la Carta a los fieles, escrita por Francisco en fecha no fácil de fijar, una exhortación a los hermanos y hermanas de la penitencia; de ser así, tendríamos el mejor testimonio de la conciencia de fundador que tenía el santo.
El "Memorial" de 1221/1228 Como hemos visto, veinte años después de la muerte de san Francisco existía entre los menores la certeza de que las normas de vida dadas por el fundador a los hermanos de la penitencia habían sido confirmadas por la Sede apostólica. Ignoramos a cuál de los varios documentos de los pontificados de Honorio III, Gregorio IX e Inocencio IV puedan referirse. La primera mención oficial de los hermanos de la penitencia como corporación organizada se halla en la bula de Honorio III al obispo de Rímini (16 diciembre 1221), encargándole los proteja contra las autoridades civiles que pretenden forzarles a tomar las armas, bajo juramento, en defensa del común. Por otras bulas, dirigidas a todos los obispos de Italia, de 1225 a 1234, vemos la gran difusión alcanzada en breve tiempo por el movimiento penitencial organizado 10. De 1221 data la primera redacción del Memoriale propositi, que ha venido siendo considerado como la primera regla de la orden de la penitencia de inspiración franciscana11. Se la considera obra de Hugolino. Abundan en este texto legislativo elementos tomados del Propositum de los humillados aprobado por Inocencio III en 1201. El texto solamente lo conocemos a través de una revisión hecha en 1228 12. Contiene normas precisas sobre la sencillez y austeridad en la manera de vestir. Prohíbe asistir a banquetes mundanos, a espectáculos y bailes, y organizar festejos y diversiones. Limita el uso de carnes a tres días a la semana; impone el ayuno todos los viernes del año, y desde la fiesta de Todos los Santos a Pascua también los miércoles, junto con la cuaresma de san Martín, sobre los ayunos generales de la iglesia. Los clérigos deben rezar el Oficio Divino; los demás, doce Padrenuestros por Maitines y siete por las otras horas; durante la cuaresma deben acudir a los Maitines en la iglesia. Comulgarán tres veces al año: en Navidad, Resurrección y Pentecostés. Pagarán fielmente los diezmos. No llevarán armas ni las tomarán contra nadie. Se abstendrán de juramentos solemnes, excepto en los casos en que lo exija la paz, la fe, la calumnia o el testimonio, y evitarán también los juramentos privados. Cada cual debe cuidar de que su familia viva cristianamente. Una vez al mes deben oír misa en común todos los de una misma población y, si es posible, un religioso les hará una plática; en esa reunión cada cual entregará su cuota mensual, y el producto se distribuirá entre los hermanos indigentes y enfermos y entre los pobres del lugar. El ministro -nombre que recibe el responsable del grupo- debe visitar, por lo menos una vez a la semana, por sí o por otro, a los hermanos que se hallen enfermos; todos están obligados a asistir a los funerales de los hermanos difuntos y a aplicarles ciertos sufragios. Están obligados a hacer el testamento dentro de los tres meses que siguen a la profesión. A fin de evitar discordias, los pleitos se resolverán dentro de la fraternidad. Los ministros de cada localidad han de denunciar al visitador las faltas públicas de los hermanos, para proceder a su corrección o expulsión, si fuere necesario. Todos se confesarán una vez al mes con algún sacerdote. Son de particular interés las precauciones exigidas para la admisión de los candidatos: pago previo de deudas y diezmos atrasados, reconciliación con los prójimos, inmunidad de toda sospecha de herejía; la mujer no puede ser recibida sin consentimiento del marido. Previo un año de prueba, el candidato, si es juzgado idóneo, emite su profesión promissio- para toda la vida; del acto debe redactarse documento público, teniendo entendido que a ninguno será ya licito salir de la fraternidad si no es para tomar vida religiosa. El incorregible debe ser expulsado de la fraternidad.
Es notable la flexibilidad prevista en la aplicación de los preceptos conforme a la situación concreta de cada hermano, además de la autoridad que se concede al ministro para dispensar a los hermanos según su buen criterio. Parece que bajo el generalato de Juan Parenti (1227-1232) los hermanos menores se ocuparon activamente de la dirección de las fraternidades de la penitencia. Por el contrario, fray Elías (1232-1239) fue opuesto a toda responsabilidad en ese sentido, actitud que debió de durar hasta el generalato de Juan de Parma (1247-1257). Este general obtuvo de Inocencio IV la bula de 13 de junio de 1247 encomendando a los ministros provinciales franciscanos de Italia y Sicilia la visita permanente de los hermanos de la penitencia, si bien al año siguiente volvía a poner a los de Lombardía bajo la jurisdicción de los obispos; lo propio hacía en 1251 con los de Florencia. San Buenaventura fue enemigo de todo compromiso con la orden de la penitencia por parte de los menores. Un opúsculo escrito durante su generalato, pero que no parece deba atribuírsele, aduce nada menos que doce razones para fundamentar la actitud oficial de la primera orden, y la principal es que ésta perdería su libertad de acción y se vería envuelta en incesantes conflictos con el clero secular y aun con las autoridades civiles por causa de los privilegios y exenciones de los penitentes13. Hacia 1284 volvieron a estrecharse las relaciones jurídicas entre los hermanos menores y la orden de la penitencia; en ese año aparece el franciscano fray Caro de Florencia como "visitador apostólico" de los hermanos de la penitencia14.
La regla de Nicolás IV (1289) Parece que paulatinamente las distintas fraternidades fueron adquiriendo entre sí una unión más estrecha; en tiempo de san Buenaventura estaban ya organizadas en provincias, gobernadas por ministros provinciales; y aun consta que en Italia septentrional celebraban capítulos generales. Las fraternidades se habían extendido no sólo en toda Italia, sino en toda Europa, a juzgar por los destinatarios de los documentos pontificios. En 1284, el visitador Caro de Florencia compuso una regla que el papa franciscano Nicolás IV, por la bula de 18 de agosto de 1289, impuso a todos los hermanos y hermanas de la penitencia "presentes y futuros". La bula reconocía a san Francisco "fundador" de la orden de la penitencia. La regla dejaba casi intacto el texto del Memorial de 1228, disponiéndolo en una forma más ordenada. El papa hizo añadir a la regla de Caro una disposición por la que, en adelante, todos los "visitatores et informatores" debían ser de los hermanos menores; la orden de la penitencia quedaba, pues, bajo la dirección de la primera orden. Otra bula de Nicolás IV de 1890 imponía a todos los miembros de la orden de la penitencia de todo el mundo la aceptación de los menores como visitadores y procuradores, y daba como razón el hecho histórico de haber sido san Francisco el fundador15. Por esta regla, que no dejó de despertar oposición en un principio, se regirá la orden de la penitencia hasta León XIII. A lo que parece, fue esa neta franciscanización de las agrupaciones de penitentes lo que llevó a los dominicos a organizar a las que estaban en relación espiritual con ellos, por iniciativa del maestro general Munio de Zamora, la que se llamó orden de la
penitencia de santo Domingo; esta denominación se halla por primera vez en una bula de Honorio IV de 128616. *****
Capítulo II DIFUSIÓN E INFLUENCIA EN LOS TRES PRIMEROS SIGLOS En nada se manifiesta la magnitud del movimiento franciscano en el siglo XIII como en la propagación e importancia alcanzada por la orden de la penitencia. El ideal evangélico, mensaje de amor y de paz, santifica la vida familiar, el trabajo y los afanes de cada día, hermanando en un plano de igualdad cristiana al rey y al vasallo, al noble y al plebeyo, al letrado y al artesano. Una lista de 57 hermanos de la fraternidad de Bolonia presenta, en 1252, notarios, copistas, silleros, barberos, zapateros, carpinteros, papeleros, panaderos, boticarios, peleteros...17. La vida comunal recibía el beneficio de un profundo sentido religioso en lo que constituía su misma entraña: los gremios de artesanos. No puede pensarse en reducir a cuadros estadísticos esa enorme penetración social. Los hermanos y hermanas de la penitencia no formaban solamente cofradías, al estilo de las que se multiplicaron en el siglo XIII con fines piadosos o caritativos; tenían la conciencia de pertenecer a una milicia de ámbito universal, una orden, con privilegios y exenciones de tal. Lo que sobre todo los colocaba en un plano de excepción y aun de eminencia social eran sus exenciones públicas, unas comunes al estado de penitentes ya de tiempo atrás, otras otorgadas o actualizadas por los papas. Venía en primer lugar la que se relacionaba con el juramento de fidelidad al señor feudal o al podestà del municipio, privilegio de gran importancia en la estructura de aquella sociedad fundada en las relaciones de beneficio y vasallaje. El juramento de fidelidad llevaba consigo la obligación de tomar las armas en favor del señor o del municipio. Unido a esta exención iba el alejamiento de ciertos cargos públicos que se juzgaban incompatibles con la situación religiosa de los penitentes. Se comprende que este trato de favor concitase contra los hermanos de la penitencia la enemiga de los que salían perjudicados. Honorio III en 1221 y en 1226 Gregorio IX, con catorce bulas a diferentes destinatarios y los pontífices siguientes con numerosas intervenciones salieron en defensa de los hermanos penitentes contra las vejaciones de que eran objeto por razón de la exención del juramento y de los cargos públicos. Celestino V llegó a eximir en 1294 a los terciarios de Áquila de las contribuciones municipales, como personas dedicadas al culto divino18. Hay que reconocer que el celo de los papas, sobre todo en los años de la lucha con Federico II, no estaba exento de una intención política, la de sustraer combatientes a los aliados del emperador; pero, en el fondo, era un recurso de pacificación ciudadana en las turbulentas repúblicas italianas. Otra de las prerrogativas reconocidas por Gregorio IX en 1227 era el derecho de disponer libremente de sus bienes en favor de quien quisieran. Había, en efecto, hermandades
florecientes que poseían bienes muebles e inmuebles, con cuyas rentas sostenían importantes obras de caridad. Autoridades civiles y eclesiásticas llevaban muy a mal esta autonomía de las agrupaciones de penitentes y dieron lugar a varias intervenciones pontificias19. La personalidad eclesiástica de los penitentes culminaba en la exención del fuero civil, en virtud de la cual no podían ser emplazados sino ante un juez eclesiástico. Conforme a las prescripciones de la regla, todos los pleitos que nacieran entre los hermanos o con los extraños debían ser resueltos, en lo posible, dentro de la misma hermandad, haciendo de intermediarios los hermanos menores; y cuando no era posible tal composición fraternal, se llevaba la causa al obispo diocesano. Así lo determinaban los estatutos de la hermandad de Brescia, compuestos hacia 1270, y así lo resolvía Celestino V para la de Áquila en 129420. Aún se añadían otras inmunidades de importancia, comparables a las de cualquier orden religiosa, como la del entredicho. Honorio III había concedido en 1221 a los hermanos de la penitencia el indulto de poder ser admitidos a los oficios divinos, a los sacramentos y a la sepultura eclesiástica en tiempo de entredicho, siempre que no hubieran puesto ellos la causa de la censura. El privilegio fue renovado repetidas veces por Gregorio IX, Inocencio IV, Urbano IV y Bonifacio VIII21. Pero sucedía que, dada la expansión de las hermandades en todas las naciones, resultaba muchas veces irrisoria la pena del entredicho, arma tan eficaz entonces en manos de los obispos. Hubo reclamaciones vigorosas en el concilio de Vienne, del cual emanó la decretal de Clemente V, incorporada al Corpus Iuris Canonici, que prohibía, bajo pena de excomunión, admitir a los oficios divinos a los terciarios franciscanos en tiempo de entredicho, ne censura vilescat. Posteriormente, sin embargo, otros papas, como Inocencio VI, Bonifacio IX, Martín V y Sixto IV, volvieron a confirmar el antiguo privilegio22. El hecho de que a fines del siglo XIII pudieran reunirse en capitulo representantes de un buen número de provincias prueba no sólo la avanzada organización de las hermandades y la conciencia corporativa, sino también la densidad del movimiento penitencial dentro y fuera de Italia. La sospecha de herejía pesaba siempre sobre cualquier organización seglar de aspiraciones evangélicas. A principios del siglo XIV, coincidiendo con los malos años por que pasó la primera orden, tuvo que superar la orden de penitencia una dura prueba en ese sentido. La campaña tomó pie de la semejanza de vida entre los hermanos de la penitencia y las agrupaciones de los begardos, beguinos y fraticelli, cuyos errores fueron condenados en el concilio de Vienne. Clemente V mandó hacer las necesarias averiguaciones y, comprobada la ortodoxia de los acusados, confirmó en 1308 la regla de Nicolás IV. No afectó, pues, a la orden de la penitencia la condenación conciliar; pero la tacha de herejía siguió acechando bajo Juan XXII, que también salió en defensa de los terciarios en 1318 y en 1321, llegando a amenazar con la excomunión a algunos obispos franceses empeñados en confundirlos con los begardos y beguinos23. Esto, unido a las circunstancias deplorables creadas en el siglo XIV por la peste negra y por el cisma, hizo que el número de terciarios disminuyera notablemente, según testimonio de Bartolomé de Pisa; pero aun así eran muy numerosos. Una estadística de 1385 daba la cifra de
244 hermandades atendidas por los hermanos menores, de ellas 141 en Italia y Oriente, 23 en España, 29 en Francia, 37 en los países germánicos y 8 en las islas británicas24. El siglo XV trajo un nuevo florecimiento, merced sobre todo al empeño que pusieron en la propagación de la orden tercera, así llamada ya oficialmente, los grandes predicadores de la observancia, especialmente san Bernardino, san Juan de Capistrano y Bernardino de Bustis. De esta nueva expansión da testimonio san Antonino de Florencia († 1459), disertando sobre el carácter eclesiástico de los terciarios, llamados en Italia pinzocheri ya desde el siglo XIII; su testimonio es valioso por tratarse de un dominico: "Los doctores -dice- no tratan de la orden tercera de santo Domingo como de la de san Francisco, porque los terciarios dominicos son pocos en estas partes (Italia), y casi ninguno entre el sexo masculino; en cambio, bajo la regla y el hábito de la orden tercera de san Francisco militan muchos de uno y otro sexo, unos como ermitaños, otros como hospitalarios y otros agrupados en congregación". Y añade que, por razón de esta importancia numérica, no gozan los terciarios franciscanos de la exención del entredicho como la gozan los de santo Domingo25. No es, pues, puro énfasis oratorio la exclamación de Bernardino de Bustis en uno de sus sermones: "Esta orden es grande por su número. La cristiandad entera está llena de hombres y mujeres que observan sinceramente la regla de los terciarios"26. Sin embargo, no faltaban tampoco entonces contradictores. San Juan de Capistrano tuvo que hacer la apología de la personalidad eclesiástica de los terciarios y de su autonomía jurídica en su Defensorium tertii ordinis beati Francisci27. Pero todo eso, el empuje expansivo y la importancia en medio de la sociedad cristiana, era de poca monta al lado de la prestancia espiritual de la orden de penitencia. Su verdadera eficacia dimanaba de la santificación de sus miembros y de lo elevado de sus ideales. La prueba más elocuente nos la ofrece la lista espléndida de los santos de todas las clases sociales y de todas las profesiones que ciñeron el cordón seráfico en los tres primeros siglos, si bien la crítica histórica ha reducido hoy considerablemente el número de los que han pasado como terciarios franciscanos28. Los hay de linaje real y noble, como santa Isabel de Hungría († 1231), santa Isabel de Portugal († 1336), san Elzeario de Sabran († 1323) y su esposa la beata Delfina de Glandever († 1360), san Conrado Confalonieri de Piacenza († 1351) y su esposa Eufrosina, el beato Carlos de Blois († 1364), la beata Juana María de Maillé († 1414); piadosos sacerdotes como san Ivón de Bretaña († 1303), el beato Bartolo de San Gimignano († 1300) y el mártir beato Jacobo de Città della Pieve († 1286); penitentes, como santa Margarita de Cortona († 1297); labriegos y menestrales, como la prodigiosa jovencita santa Rosa de Viterbo († 1251), el beato Pedro "el Peinetero", de Siena († 1289) y el beato Novelono de Faenza, zapatero († 1280); el beato Lucchese de Poggibonsi († 1260), agricultor, luego traficante y por fin, ya terciario, dado a obras de caridad, junto con su esposa Buonadonna; ambos, según la tradición, habrían sido los primeros en recibir el hábito de manos de san Francisco; fundadores insignes como santa Brígida de Suecia († 1373), el beato Pedro Gambacorti de Pisa († 1435) y santa Juana de Valois († 1505); héroes de la caridad, como san Roque de Montpellier († 1327) y el beato Oddino Barotto († 1400); ermitaños, como los beatos Vivaldo de San Gimignano († c. 1320), Guillermo Scicli († 1404), y las reclusas Umiliana dei Cerchi († 1246) y Verdiana de Castelfiorentino (†
1242); finalmente, figuras de la talla espiritual de la beata Ángela de Foligno († 1309) y del beato Ramón Lull († 1310). El teatro donde crecía esta santidad evangélica era la misma vida cristiana en sus múltiples manifestaciones y cristalizaba siempre en iniciativas de apostolado o de caridad. Al lado de cada hermandad no tardaba en surgir un hospital u otra obra pía sostenida con la generosa aportación de los hermanos. Tales obras solían quedar al cuidado de algunos de ellos, que hacían particular profesión de vida desprendida y recibían el nombre de beatos o beatas. Muchas veces vivían en comunidad para responder mejor a su vocación caritativa. En Roma llegaron a dirigir los terciarios cuatro casas de beneficencia; en Cortona sostenían el hospital de la Misericordia; en Florencia fue célebre el hospital de San Pablo, cuyos enfermeros terciarios eran conocidos con el sobrenombre de bonomini; en Imola poseyeron hasta el año 1488 el de San Francisco; en Piacenza era toda una gama de espléndidas iniciativas que nada tendría que envidiar a las obras mejor montadas de asistencia social de nuestros días: las hermanas y peregrinas pobres recibían albergue en el hospital de Santa Isabel; la hermandad poseía cierto número de casas que arrendaban a bajo alquiler a los terciarios necesitados; un grupo de terciarios tenía por misión volver al buen camino a las mujeres extraviadas. En Módena la orden tercera organizó la asistencia a los pobres vergonzantes, recaudando limosnas para ellos; en Reggio Emilia, desde 1238, los terciarios visitaban a los pobres a domicilio y tenían abierto un dispensario y un depósito de víveres, ambos gratuitos, a disposición de cualquier clase de pobres, laicos, clérigos o religiosos; en París llegó a fundar Guido de Joinville el año 1300 una hermandad de terciarios enfermeros; en Mons, Bélgica, los terciarios daban enseñanza gratuita a cincuenta niños pobres; en otras ciudades aparecen sacerdotes terciarios dedicados a preparar jóvenes para el sacerdocio; en Nápoles, la reina doña Sancha, terciaria y después Clarisa, fundó dos monasterios, el de Santa María Magdalena y el de Santa María Egipcíaca, para recogidas. Los ejemplos podrían multiplicarse no sólo en Italia, sino en todas las naciones de Europa. *****
Capítulo III LA ORDEN TERCERA, MODA ARISTOCRÁTICA (siglos XVI - XVIII) Desde el Renacimiento la fisonomía de la orden tercera experimenta un cambio muy digno de atención. Primero se produce una profunda decadencia en Italia, cuyo refinado humanismo no halla de buen gusto el concepto de la vida de los "pinzocheri", y en los países trabajados por la reforma protestante, antípoda de los ideales franciscanos. Por el contrario, y simultáneamente, estalla una desbordante renovación de entusiasmo por la milicia seráfica en España y en Portugal, en los dominios españoles de Europa -Nápoles, Lombardía y Flandes- y en el Nuevo Mundo. Llega un momento en que san Francisco señorea como astro mayor en toda la sociedad española; reyes, obispos, generales, literatos y artistas tienen a honra llamarle "nuestro seráfico Padre", dedicarle a porfía el homenaje de la devoción o del ingenio y ser amortajados con su hábito.
Pero todos estos efectos no se logran sin abdicaciones sensibles. Ya es un símbolo sintomático la modificación sufrida por el hábito de penitencia. La primitiva túnica talar, modesta y severa de forma, que a fines del siglo XIII había llegado a ser el distintivo externo de los terciarios, dando la misma nota de austeridad en los palacios y en los talleres, llegó a hacerse un compromiso excesivamente pesado para la gente de alta posición y engorroso para los artesanos que tenían que ocuparse en sus menesteres. Julio II, en vista de las múltiples reclamaciones, se decidió a establecer en 1508 como forma propia de hábito de los terciarios el escapulario, consistente en dos amplias tiras de lana que cubrían el pecho y la espalda y se sujetaban a la cintura por medio del cordón. Esta prenda podía ocultarse fácilmente bajo los vestidos exteriores de cualquier hechura que fueran. Con el tiempo, especialmente a partir de una concesión dada por Clemente XI en 1704, iría reduciéndose más y más hasta quedar convertido en los dos actuales retazos pendientes de unas cintas, sin conexión práctica con el cordón. La seriedad de la profesión en la orden de penitencia, tomada como programa de santidad y de renunciamiento, cede lugar a una devoción más exterior que da en entusiasmo ostentoso en las clases superiores y en alistamiento multitudinario en el pueblo fiel. La orden tercera en los siglos XVI y XVII podrá presentar un catálogo brillante de ilustres personajes, pero pocos santos. La lista de éstos está integrada, primero por los grandes fundadores del siglo XVI, cuyo impulso hacia la santidad, a excepción de santa Angela Mérici († 1540), no sabemos hasta dónde reconoce su origen en su enrolamiento en la orden tercera: san Ignacio de Loyola, san Cayetano de Thiene, san Felipe Neri, san Camilo de Lellis, san José de Calasanz, san Francisco de Sales, santa Juana de Chantal...; y después por la gran corona purpúrea de los diecisiete santos y más de treinta beatos mártires japoneses que mezclaron su sangre con la de sus evangelizadores de la primera orden. En éstos sí que puede afirmarse que la espiritualidad franciscana puso en su fe de neófitos el arrojo generoso y alegre, el ansia de inmolación de cara al martirio. Lo mismo que en Japón, los misioneros franciscanos organizaban en Filipinas y en América, junto con las nuevas iglesias, las hermandades terciarias, y con tal profusión que, para 1586, el número de terciarios de ultramar se calculaba en más de cien mil. En Quito floreció santa María Ana de Jesús de Paredes († 1645). En el siglo XVII el movimiento de atracción hacia la milicia seráfica se hizo más general, debido sobre todo al celo desplegado por las varias ramas de la primera orden que daban lugar en las decisiones capitulares y en las constituciones a los asuntos relacionados con la renovación y difusión de la orden tercera. El capítulo general de Toledo de 1633 decía en las ordenaciones acordadas para la restauración de la orden tercera: "De tal manera ha decaído, por causa principalmente de la negligencia de nuestros religiosos, que en algunas provincias y naciones puede darse por extinguida"; y con el fin de promover la restauración mandaba que en todas partes se adoptase el directorio usado en España, "donde la tercera orden resplandece grandemente". Se publicaron muchos manuales en lengua vulgar; los confesores franciscanos de varias casas reinantes inducían a vestir la librea seráfica a los soberanos y sus familias, particularmente los de la Casa de Austria, los Gonzaga y los Saboya. Los papas, por su parte, promovían con gracias espirituales y recomendaciones la propagación de un medio tan eficaz para acentuar la restauración católica y hacer frente a los errores.
En Italia hubo en todas las ciudades hermandades florecientes. La aristocracia eclesiástica y civil se gloriaba de pertenecer a la orden tercera. En España y Portugal el entusiasmo alcanzó límites increíbles bajo Felipe III y Felipe IV. Sólo la hermandad de Lisboa, fundada por el infatigable apóstol de la orden tercera padre Ignacio García, contaba en 1644 más de 11.000 afiliados. En Madrid pasaban de 25.000 los terciarios en 1689. En Francia la orden tercera tuvo los principales propagadores entre los capuchinos, distinguiéndose José du Tremblay, Leonardo de París e Ivón de París. En Bélgica quedó circunscrita casi exclusivamente a las clases altas, sin hacerse popular. También se dejó sentir el entusiasmo en Alemania, Irlanda e Inglaterra. Al hablar de disminución de la eficacia santificadora de la orden tercera no queremos decir que todo fuera exterioridad o que no existiera influjo profundo en la vida religiosa de los pueblos. Limitándonos a España, sabemos de la enorme floración de cofradías piadosas, solemnidades populares y formas de devoción que brotó al impulso y bajo la dirección de las hermandades terciarias, organizaciones a veces potentísimas que han desafiado el tiempo y las más adversas vicisitudes, perpetuándose hasta nuestros días. Más benéfico influjo tuvieron todavía las iniciativas de caridad y de asistencia social, como los hospitales fundados en Madrid y otras poblaciones de importancia. Beneméritas de la instrucción popular fueron en muchas partes las "beatas" de san Francisco, dirigiendo escuelas de niños, entre las que merecen destacar las que les confió Zumárraga en Méjico, llevando de España maestras terciarias, especialmente preparadas para instruir a las hijas de los caciques y preparar los matrimonios cristianos de los neófitos. En esta época, dividida la primera orden en diferentes ramas y aparecida en escena, con personalidad jurídica perfecta, la tercera orden regular se produjeron contratiempos jurisdiccionales que fueron resolviéndose por la intervención de los papas. Desde Nicolás IV se mantuvo inalterable la dependencia de los terciarios respecto de la primera orden. Esta dependencia había corrido peligro de disminuir al extenderse las comunidades terciarias de vida común, con capillas propias y actividades autónomas, desde fines del siglo XIII, y por la confusión creada durante el cisma de Occidente. Apenas terminado éste, Martín V volvió a someter inexorablemente, por medio de una bula de 9 de diciembre de 1428, todas las hermandades de terciarios seculares al ministro general y a los ministros provinciales de la primera orden. Esta disposición fue aminorada por Eugenio IV en 1431, pero de hecho se fue aplicando en todas partes. Sixto IV la extendió a todas las naciones y equiparó en las atribuciones sobre la orden tercera a los superiores observantes con los conventuales. Estas atribuciones consistían en la facultad de visitar las hermandades, instruir y corregir a los terciarios, recibirlos al hábito y a la profesión y señalarles un visitador o un confesor de la orden. En 1547, cediendo ante las repetidas instancias de los terciarios regulares de España, Paulo III aprobó tres reglas, una para cada estado de los que constituían la orden tercera: religiosos, religiosas y terciarios seculares. La de éstos era casi un mero resumen de la de Nicolás IV, con ciertas mitigaciones en los ayunos y abstinencias; sólo afectaba a las hermandades de la Península Ibérica. La innovación más importante consistía en colocar a todos los terciarios de España y Portugal y de ambas Indias bajo la jurisdicción del ministro general de los terciarios regulares a quien correspondía conceder la delegación a todo aquel que hubiera de admitir a la profesión a los terciarios seculares. Fue una novedad meramente teórica que no introdujo
modificación alguna en las relaciones entre la primera y la tercera orden, relaciones que fueron confirmadas repetidas veces por los papas posteriores29. La reforma capuchina no parece reclamara sus derechos a la dirección de la orden tercera mientras estuvo bajo la autoridad nominal del ministro general de los conventuales; más aún, tales derechos estaban impedidos por especiales decretos pontificios. Pero una decisión de la Congregación de Obispos y Regulares de 30 de enero de 1620 revocó las prohibiciones anteriores y reconoció a los capuchinos iguales atribuciones que a las otras ramas franciscanas. Con todo fue grande la oposición que hallaron durante el siglo XVII, en Francia y Bélgica, por parte de los terciarios regulares, y en España y Cerdeña por parte de los observantes. El pleito sostenido con los primeros fue fallado por fin a favor de los capuchinos por Clemente X en 1675, y finalmente Clemente XI dirimió toda controversia en 1704, ratificando tres decisiones emanadas de la Congregación de Obispos y Regulares aquel mismo año. Sin embargo, todavía fueron necesarias nuevas intervenciones pontificias, la última de las cuales fue la de Benedicto XIV, que en 1745 reconoció plena facultad para admitir candidatos a la orden tercera, no sólo a los capuchinos, sino también a los descalzos y recoletos. Conviene advertir, con todo, que fue norma ordinaria de los capuchinos no fundar nuevas hermandades allí donde existieran otras anteriormente erigidas. De aquí que en las poblaciones importantes sólo admitieran terciarios aislados y que en las provincias italianas fuera escasa la propaganda desarrollada en favor de la tercera orden. En cambio, en España, Francia, Bélgica, Suiza y Alemania hubo hermandades muy florecientes, y fue muy abundante la literatura capuchina destinada a difundir la milicia seráfica entre los seglares30. Un fruto notable de santidad ofrece el siglo XVIII en santa María Francisca de las Cinco Llagas († 1791).
Bajo la opresión regalista y el laicismo liberal En la segunda mitad del siglo XVIII comienza la gran prueba moderna de la orden tercera. El primer golpe vino del cesarismo austríaco. Un decreto de María Teresa prohibía en 1776 la recepción de nuevos miembros; José II fue más adelante suprimiendo la orden tercera en todas sus formas por un edicto de 23 de setiembre de 1782. Al josefismo regalista siguió el sectarismo radical de la revolución francesa; la Constitución Civil del Clero de 1790 declaraba suprimidas en Francia todas las asociaciones religiosas y con ellas las órdenes terceras, nacionalizando sus bienes. Algunos terciarios pagaron con las cárceles y la muerte su fidelidad a la iglesia y a su profesión franciscana. Napoleón publicó en 1810 un nuevo decreto de supresión de todas las organizaciones terciarias, prohibiendo sus reuniones como peligrosas a la sociedad y descendiendo hasta hacer retirar un manualito porque contenía la regla de la tercera orden. En España la supresión de las órdenes religiosas y la desamortización dejaron desamparadas legal y socialmente las hermandades; con todo, la mayoría de ellas siguieron viviendo, y muchas con vida próspera, bajo la dirección, ya del dero secular, ya de los religiosos exclaustrados, de tal forma que al reaparecer los conventos de observantes y capuchinos pudieron reorganizarse y cobrar nueva vida. Algo parecido sucedió en Italia a medida que se extendía la supresión de los religiosos. Las hermandades terciarias, desposeídas de su personalidad jurídica ante el Estado, sobrevivieron como sociedades privadas, acomodándose al nuevo estado de cosas 31. *****
Capítulo IV RESURGIMIENTO. LA REGLA DE LEÓN XIII (1884). ESTADO ACTUAL Varios factores, todos de importancia, han contribuido, desde la segunda mitad del siglo XIX, a lanzar la orden tercera hacia una insospechada prosperidad: la restauración de la primera orden en sus diferentes ramas con un sentido más social y eficiente de su apostolado y con una conciencia más clara de los recursos franciscanos de acción, la ola de simpatía hacia san Francisco que partía de los ambientes intelectuales y el apoyo decidido de los romanos pontífices. Comenzóse por echar mano de la prensa mediante publicaciones periódicas que difundieran los ideales franciscanos y enlazaran entre sí las diferentes hermandades. La más antigua publicación de este género son losAnnales Franciscaines, iniciada en 1861 por los capuchinos franceses. Poco tiempo después apareció L'Année Franciscaine de los recoletos. En Bélgica, por iniciativa también de los recoletos, se publicaba una revista desde 1867, escrita en flamenco. En 1870 fundaban los capuchinos de Lombardía la revista Annali Francescani, a la que seguía en 1873 L'Eco di San Francesco en Nápoles. En Inglaterra los capuchinos comenzaron a publicar en 1877 Franciscan Annals. Tales publicaciones adquirieron mucho mayor incremento desde el pontificado de León XIII, en tal grado que para 1919 se contaban ya 164 en todo el mundo, cifra que creció todavía grandemente en el decenio posterior. Nuevamente personajes insignes tuvieron a honra ceñir el cordón seráfico y nuevamente también la santidad vino a aclimatarse en la orden tercera dando frutos espléndidos. Terciarios prácticos fueron: José Benito Cottolengo († 1842), Vicenta Gerosa († 1847), Vicente Pallotti († 1850), Juan María Vianney († 1859), José Cafasso († 1860), María Josefa Rossello († 1880), Juan Bosco († 1888), Francisca Javiera Cabrini († 1917), el beato Contardo Ferrini († 1902). Todos los últimos papas, desde Pío IX hasta Juan XXIII, habían pertenecido a la orden tercera franciscana antes de su ascensión al pontificado, y todos la han hecho objeto de especial atención. Pero quien puso en ella sus preferencias y sus mayores esperanzas para la regeneración de la sociedad cristiana fue León XIII. Siendo todavía obispo de Perusa había impulsado por todos los medios su expansión en todas las parroquias de su diócesis; este entusiasmo subió de punto al escalar el solio pontificio. Aprovechando la oportunidad del séptimo centenario del nacimiento de san Francisco, publicó en 1882 la encíclica Auspicato concessum, que constituyó un ardiente panegírico de la orden tercera franciscana y una cálida exhortación a propagarla en todas partes. Percatándose, sin embargo, el clarividente pontífice de que la vieja institución franciscana nunca llegaría a ser la imponente fuerza universal que agrupara a todos los seglares de buena voluntad si no adaptaba a las exigencias de la vida moderna el espíritu que le dio
origen, decidió modificar la regla. No se trataba sólo de modernizarla, sino principalmente de hacerla apta para acoger al mayor número de personas. La nueva regla fue promulgada mediante la constitución apostólica Misericors Dei Filius del 30 de mayo de 1884. El texto consta de tres capítulos, seguido de otros tres, en forma de apéndice, con las indulgencias y privilegios de los terciarios. Mantiene de la antigua regla, en forma escueta, lo que puede amoldarse a la vida de todo cristiano fervoroso y modifica o completa lo que en ella parecía anticuado o excesivamente rígido. He aquí los artículos de mayor interés: obligación de llevar el escapulario pequeño y el cordón; necesidad de hacer el año de noviciado antes de profesar; sencillez y modestia en los vestidos; abstención de espectáculos profanos, sobriedad en la comida; confesión y comunión mensual; rezo diario de doce Padrenuestros, Avemaría y Gloria, para los que no rezan el oficio divino o el oficio parvo de la Virgen; obligación de hacer testamento a tiempo; examen diario de conciencia; asistencia, en lo posible, a la misa diaria y a la asamblea mensual; cuota voluntaria para los gastos de la hermandad y la asistencia a los pobres; renovación de los cargos cada tres años; visita anual que deberán realizar por oficio religiosos de la primera o tercera orden regular de san Francisco, designados por el guardián del que dependa la hermandad. Dado este paso trascendental, el papa no perdió ocasión en los años siguientes de interesar a todo el episcopado católico en la propagación de la orden tercera, bien sea en encíclicas, como la de 1884 contra la masonería y la de 1885 anunciando un jubileo extraordinario al mundo cristiano, bien por medio de exhortaciones y palabras de aliento. La jerarquía recogió dócilmente los anhelos del pontífice, el entusiasmo cundió en el pueblo cristiano y en poco tiempo los terciarios llegaron a sumar varios millones. Aun fuera de la iglesia católica se extendió el movimiento. Con distinta regla, pero con el mismo nombre, la orden tercera de san Francisco se propagó notablemente en la iglesia anglicana a fines del siglo XIX. El calvinista Monod, fundador de una tercera orden franciscana en Francia, terminaba su discurso en el congreso unionista de Estocolmo de 1927 haciendo votos para que "un nuevo san Francisco suscitase en todas las partes de la cristiandad misioneros de la tercera orden laica, encargados de predicar el evangelio moral, social y espiritual, único capaz de preservarnos del horrible espectáculo de otra catástrofe mundial...". Había que dar la impresión de fuerza y de empuje universalista que encerraba la gran fraternidad franciscana extendida en todas las naciones, aunque no fuera más que para responder al ruido de la internacional marxista del odio de clases, y se promovieron los grandes congresos. En 1893, una peregrinación internacional llevaba a los pies del papa a 4.500 terciarios. Aquel mismo año, el insigne apóstol social y fervoroso terciario León Harmel reunía un magno congreso franciscano con las hermandades de Francia, Bélgica y Holanda, en Val de Bois; otros dos congresos similares se tenían al año siguiente en Novara y en Paray-le-Monial, y cada año se fueron repitiendo con éxito creciente, hasta que llegó el Congreso Internacional Franciscano de 1900, presidido por el cardenal Vives e integrado por unos 17.000 terciarios de todo el mundo. En 1914 tuvo especial resonancia el Congreso Nacional celebrado en Madrid. En 1921, fecha conmemorativa del séptimo centenario de la fundación de la orden tercera, además de la serie de congresos regionales y nacionales que pusieron en conmoción a todo el mundo cristiano, se reunió el Segundo Congreso Internacional en Roma. Benedicto XV había inaugurado las celebraciones centenarias el 6 de enero de aquel año con su encíclica Sacra
propediem, en que exhortaba a los pastores de almas a velar por que las hermandades terciarias ya existentes prosperaran cada día más y fueran creadas allí donde no existían. El resultado fue un nuevo incremento en el número de terciarios y en la protección que el episcopado dispensó a la orden tercera, secundando las inequívocas directivas de la santa Sede. Los grandes congresos volvieron a repetirse en 1926, con ocasión del centenario de la muerte de san Francisco, conmemorado asimismo por Pío XI con la encíclica Rite expiatis, que terminaba reiterando a los obispos la recomendación de fomentar con todas sus fuerzas la orden tercera entre sus fieles. Posteriormente cesaron las asambleas solemnes y fueron sustituidas por reuniones nacionales más prácticas y eficientes, en que tomaban parte solamente los delegados provinciales. Pío XII añadió también su palabra al coro de elogios y recomendaciones de sus predecesores en la audiencia concedida a 4.000 representantes de las hermandades dependientes de las cuatro ramas franciscanas el 20 de noviembre de 1945 y el 15 de agosto de 1952 al conmemorar el cincuentenario de su alistamiento en la orden tercera. Asimismo, Juan XXIII, en la alocución del 2 de julio de 1961 al congreso nacional de Italia, y Pablo VI, en la del 23 de junio de 1968 y en otra del 20 de mayo de 1971 a una gran concentración internacional de terciarios, manifestaron su aprecio al frasciscanismo seglar. La prueba más elocuente de la colaboración hallada en grandes sectores del clero son las hermandades de sacerdotes creadas en todas las naciones. La más importante es la "Pia Fratellanza", fundada en 1900 por el cardenal Vives en Roma, hermandad que cuenta en sus filas a ilustres prelados de todas las nacionalidades; de ella formó parte y fue ministro por espacio de seis años Giacomo della Chiesa, después Benedicto XV, así como Eugenio Pacelli, el futuro Pío XII. Hermandades sacerdotales de este género existen en gran número en Italia, Francia (donde sumaban hasta 27, en 1950, con su revista propia), Bélgica y España. Pero preciso es comprobar que la curva del apogeo numérico alcanzado en el decenio 1920-1930 inició un descenso rápido en el siguiente decenio y todavía no se ha detenido. ¿Causas? Quizás es la primera el mismo afán de hacer fácil el ideal de la vida terciaria para empujar las estadísticas, convirtiendo muchas veces las hermandades en meras cofradías, sin programa de santidad secular ni de acción apostólica. Ya en varios congresos de los que siguieron a la constitución de León XIII se reconoció sin ambages que la orden tercera no estaba, en general, en condiciones de responder a los designios del papa. La segunda causa puede hallarse en el desvío de la atención de la primera orden hacia otras formas de apostolado, de eficacia más inmediata, dejando postergado el cuidado de las agrupaciones terciarias alejadas de los conventos. La explicación más realista, sin embargo, creemos debe buscarse en la aparición de una nueva fuerza destinada a sustituir a la orden tercera en la polarización del apostolado seglar: la Acción Católica. De hecho coincide la máxima expansión de ésta con el máximo descenso de la orden tercera. Y era muy natural que así sucediera desde el momento que el episcopado y el clero de todo el mundo habían de secundar los insistentes apremios de Pío XI en favor de la nueva institución, colocada, por lo demás, por el mismo pontífice, bajo el patrocinio de san Francisco de Asís. Tal sustitución no entraba en las intenciones del papa ni
provenía necesariamente de la confluencia de ambos movimientos, ya que sus fines se hallan bien diferenciados; pero era inevitable. El fenómeno no pasó desapercibido a los superiores de las ramas franciscanas, quienes desde hace años vienen estudiando el modo de revigorizar la orden tercera, comunicándole una organización más perfecta y aunando los esfuerzos comunes. Los cuatro ministros generales, de los franciscanos, conventuales, capuchinos y terciarios regulares, han ido dirigiendo de tiempo en tiempo circulares a sus respectivas familias instando a los superiores a cumplir con su responsabilidad sobre la orden tercera. Al propio tiempo se han ido creando los comisariatos y secretariados generales, nacionales y provinciales, para centralizar la dirección dentro de cada familia franciscana, y se han formado organismos de enlace y de colaboración entre las mismas. Se han celebrado asambleas interobedienciales, como la internacional de directores laicos en 1950 y la de 1975, que coincidió con la gran peregrinación mundial del año santo. Un hecho de importancia fue la promulgación, en 1957, de las constituciones de la orden tercera, por decreto de la sagrada Congregación de Religiosos. En ellas se ponía de relieve el carácter secular de la vocación de terciario -santidad seglar, apostolado seglar- y se trazaba un programa realista y actual de vida cristiana comprometida, especialmente en el testimonio y la acción de paz y de justicia social. Se aceptaba la posibilidad de sustituir el escapulario y el cordón por una medalla o una insignia. Se distinguía entre el régimen externo, ejercido por los cuatro ministros generales de la primera orden por medio de los comisarios generales, nacionales, provinciales, zonales, y de los directores locales, y el régimen interno de los discretorios local, zonal, provincial, nacional, general e interobediencial. En 1973 se constituyó el consejo universal de la orden tercera. Con ocasión del Concilio Vaticano II, que puso a plena luz la vocación del seglar en la iglesia y orientó las organizaciones seglares de compromiso cristiano y de apostolado hacia una autonomía progresiva, también se sintió la necesidad de reconocerla a la fraternidad franciscana seglar, como hoy se prefiere llamar a la orden tercera. Por otra parte, desde 1968 se está trabajando en la revisión de la regla, mediante la redacción de una "forma de vida" de contenido más franciscano. La archicofradía de los cordígeros de san Francisco, erigida por Sixto V en 1585 en la basílica de Asís, que gozó de gran aceptación en el siglo XVII bajo el impulso de los conventuales, ha proporcionado en nuestros tiempos un recurso para integrar en la familia franciscana a los niños antes de la edad canónica de ingreso en la orden tercera; algo así como un aspirantado. Más reciente es el movimiento de juventudes franciscanas, cuyos miembros no siempre se hallan inscritos en una hermandad de terciarios, pero se consideran como proyección espiritual y apostólica de las hermandades. Tampoco requiere la integración en la orden tercera la sociedad de amigos de san Francisco, constituida en Francia en 1934 y extendida en otras naciones.
En 1960 se contaban, sólo bajo la dirección de los capuchinos, 740 hermandades de cordígeros con 45.533 miembros, 640 secciones de la juventud franciscana (JUFRA) con 17.141 miembros y 77 agrupaciones de amigos de san Francisco con 4.057 adheridos32. Para terminar, he aquí los datos estadísticos que atestiguan la curva observada en la orden tercera en lo que va de siglo. Son cifras aproximativas, ya que resulta difícil realizar la suma exacta de las hermandades y de los miembros dependientes de cada una de las cuatro familias franciscanas. Dep. de OFM: en 1903, 4.838 hermandades y 861.051 terciarios; en 1914, 7.711 hermandades y 1.433.093 terciarios; en 1924, 9.853 hermandades y 1.674.832 terciarios; en 1934, 13.146 hermandades y 2.218.208 terciarios; en 1942, 13.278 hermandades y 1.722.406 terciarios; en 1952, 12.575 hermandades y 1.328.856 terciarios; en 1960, 11.055 hermandades y 1.176.856 terciarios; en torno a 1970, 8.451 hermandades y 734.647 terciarios. Dep. de OFM Conv.: en 1914, alrededor de 73.837 terciarios; en 1934, alrededor de 500.000 terciarios; en 1952, 480 hermandades y unos 230.000 terciarios; en 1960, 600 hermandades y 90.000 terciarios; en torno a 1970, unos 80.000 terciarios. Dep. de OFM Cap.: en 1903, 4.611 hermandades y 808.049 terciarios; en 1914, 6.204 hermandades y 928.576 terciarios; en 1924, 8.291 hermandades y 1.128.115 terciarios; en 1934, 9.985 hermandades y 1.188.158 terciarios; en 1942, 10.772 hermandades y 1.068.791 terciarios; en 1952, 11.117 hermandades y 853.827 terciarios; en 1960, 11.688 hermandades y 727.937 terciarios; en torno a 1970, 6.800 hermandades y 403.529 terciarios. Dep. de TOR: en 1952, unos 40.000 terciarios; en 1960, 92 hermandades y 27.052 terciarios; en torno a 1970, unos 25.000 terciarios. Total aprox. de las cuatro obediencias: en 1903, 9.900 hermandades y 1.730.000 terciarios; en 1914, 14.500 hermandades y 2.440.000 terciarios; en 1924, 18.700 hermandades y 3.150.000 terciarios; en 1934, 24.000 hermandades y 3.906.368 terciarios; en 1942, 24.600 hermandades y 3.000.000 terciarios; en 1952, 24.200 hermandades y 2.452.683 terciarios; en 1960, 23.435 hermandades y 2.021.845 terciarios; alrededor de 1970, 15.800 hermandades y 1.243.1782 terciarios33.
NOTAS: 1. Die Anfänge des Minoritenordens und der Bussbruderschaften. Freiburg 1885. 2. Les origines de l'Ordo de Poenitentia. Fribourg 1898. 3. Dossier de l'Ordre de la pénitence au XIII siècle. Fribourg 1961.
4. Es particularmente importante el conjunto de estudios presentados en el Convegno di Studi Francescanicelebrado en Asís del 3 al 5 de julio de 1972: L'Ordine della Penitenza di san Francesco d'Assisi nel secolo XIII. Roma, Istituto Storico dei Cappuccini, 1973; también en CF 43 (1973) 5-334. 5. A. Pompei, II movimento penitenziale nei secoli XII-XIII, en L'Ordine della Penitenza..., 9-40. 6. Leyenda de los Tres Compañeros, 60; Anónimo de Perusa, n. 41. Cf. O. Schmucki, Il T. O. F. nelle biografie di san Francesco, en L'Ordine della Penitenza..., 117-143. 7. Leyenda de Perusa, 74. 8. Florecillas, 16. El relato sitúa este episodio después de la respuesta dada a Francisco por Silvestre y Clara sobre su vocación apostólica, por lo tanto hacia 1213, y añade: "Y entonces le vino la idea de fundar la Orden Tercera para la salvación universal de todos". El primero en emplear esta designación -Orden Tercera- parece que fue Bernardo de Bessa, De laudibus b. Francisci, c. 7. 9. La lettera di san Francesco ai fedeli, en L'Ordine della Penitenza..., 65-78. Die Opuscula des hl. Franziskus von Assisi. Grottaferrata 1976, 176-182. 10. G. G. Meersseman, Dossier, 41-51. 11. Así se lo miraba ya a mediados del siglo XIII, según consta por la adición al texto en el códice de Capistrano, escrito entre 1247 y 1260. Cf. A. G. Matanic, I penitenti francescani dal 1221 al 1289, en L'Ordine della Penitenza..., 43s. 12. Texto y anotaciones en G. G. Meersseman, Dossier, 91-112. 13. Determinationes quaestionum circa Regulam fratrum minorum, p. II, q. 16, en S. Bonav. Opera omnia, VIII, 368s. 14. Cf. H. Roggen, Les relations du premier ordre franciscain avec le Tiers-Ordre au XIII siècle, en L'Ordine della Penitenza..., 199-209. 15. Texto en Seraphicae legislationis textus originales, 78-94; G. G. Meersseman, o. c., 75-77, 128-138, 156. 16. G. G. Meersseman, o. c., 70, 143-156. 17. M. Bihl, Elenchi bononienses fratrum de poenitentia, en AFH 7 (1914) 229-233. 18. Cf. G. G. Meersseman, o. c., 41-81. 19. Ibid., 45, 47, 79.
20. Memoriale propositi, n.º 26; Regla de Nicolás IV, n.º 37; G. G. Meersseman, o. c., 106,134; bula de Celestino V, ibid., 80. 21. G. G. Meersseman, o. c., 42, 57, 66-74, 81. 22. Fredegando de Amberes, La tercera orden de san Francisco. Barcelona 1925, 5370.- P. Péano, Histoire du Tiers-Ordre, Paris 1943, 42-51.- H. Roggen, Geschichte der Laienbewegung. Werl/Westf. 1971, 66-84. 23. Cf. M. Bihl, De tertio ordine s. Francisci in provincia Germaniae Superioris, en AFH 14 (1921) 172-186.- J. M. Pou y Martí, Visionarios, beguinos y fraticelos catalanes (siglos XIII-XV). Vich 1930.- Cl. Schmitt, Le conflit des franciscains avec le clergé séculier á Bâle (1318-1324), en AFH 54 (1961) 216-225.- Mariano d'Alatri, "Ordo paenitentium" ed eresia in Italia, en L'Ordine della penitenza..., 181-197.- P. Péano, Les "pauvres frères de la pénitence".. en France méridionale au XIII siècle, ibid., 211-217.- A. M. Ini, Nuovi documenti sugli spirituali di Toscana, en AFH 66 (1973) 305-377. 24. G. Golubovich, Biblioteca, II, 260. 25. Summa theologica, t. III, tit. 28, c. 5, 5, ed. Verona 1740. 26. Rosarium sermonum, t. II, ed. 1498, fol. 261. 27. Ed. de Hilario de París, Liber tertii ordinis. Venecia 1890, 809ss. 28. Por ejemplo, no consta que lo fueran san Fernando III, rey de Castilla († 1252), ni san Luis IX, rey de Francia († 1270), aunque hubieran favorecido a los franciscanos; cf. Isidoro de Villapadierna, Observaciones críticas sobre la tercera orden de penitencia en España, en L'Ordine della Penitenza..., 220-224; S. Gieben, I patroni dell'ordine della penitenza, ibid., 229-245. De otros santos, como Isabel de Hungría e Isabel de Portugal, Ivón, Roque, no consta documentalmente su profesión en la orden de la penitencia, pero se sabe que llevaron vida de perfección bajo la dirección de los menores. 29. Fredegando de Amberes, o. c., 173-183.- P. Péano, o. c., 115-122.- Cf. Annales Minorum, XXVIII, 1633, 33s, 125s; 1635, 213, 241; XXIX, 1644, 223; 1645, 290; XXX, 1656, 363; 1657, 384-387. 30. Melchor de Pobladura, Historia. I, 358s; II. 1, p. 451; II, 2, p. 449-459. 31. Fredegando de Amberes, o. c., 184-188.- H. Roggen, o. c., 85- 108. 32. Tertius Ordo, 22 (1961) 55-58. En 1969 habían descendido los cordígeros a 14.074 y los miembros de JUFRA a 10.435, mientras que los "amigos de san Francisco" habían subido a 7.145.
33. Los datos están tomados de Acta OFM, Commentarium OFMConv, Analecta OFMCap y Tertius Ordo, 22 (1961) 55-58, 31 (1970) 111-114.