I Premio Ovelles Electriques

  • April 2020
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  • Words: 37,108
  • Pages: 184
PRIMER PREMIO “OVELLES ELÈCTRIQUES”

DE RELATOS DE CIENCIA FICCIÓN, FANTASÍA Y TERROR

Editoriales y entidades colaboradoras:

http://www.upc.es/catala/la-upc/govern/consocial.htm

http://www.grupoajec.com/

http://www.alianzaeditorial.es/

http://www.pageseditors.com/

http://www.equiposirius.com/

http://www.rocaeditorial.com/

La gestación del Primer premio “Ovelles elèctriques” de relatos de ciencia ficción, fantasía y terror no fue fácil. La idea se incubó mientras “Ovelles elèctriques” era aún un programa radiofónico; el programa murió, pero el proyecto continuó. Es difícil tirar adelante semejante empresa cuando la ayuda institucional que recibe uno se reduce infinitesimalmente hasta llegar al límite de multiplicarse por cero. Pero al final, todo el trabajo, los nervios y las prisas, dieron sus frutos. ¡Y de qué tamaño! ¡Y de qué calidad! ¡123 relatos participando! Los miembros del Jurado —los auténticos protagonistas de esta aventura junto con los autores de los relatos— no lo tuvieron fácil. Nada fácil. Ramon Batalla, Júlia Creus, Jordi Guàrdia, Enric Herce e Isabel del Rio Sanz hicieron un titánico esfuerzo de destilería literaria para dar con la esencia adecuada; y en mi humilde opinión, creo que lo consiguieron: la alquimia surtió su efecto.

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A continuación, encontraréis los relatos ganadores: “Rubén debe

morir” de Sergio Macías García, “Humedades” de Felipe Martínez de Anguita d’Huart y “A sotavento de Montjuic” de José María Pérez Hernández. El volumen se completa con el resto de relatos finalistas, juntamente con los quince relatos que no pasaron a la final pero que obtuvieron las mejores puntuaciones por parte del Jurado.

Y ahora, finalmente, solo resta repetir: mil gracias al Jurado, a los Autores, a las Editoriales (que tan generosamente cedieron los libros que conformaron los lotes de los premios) y, por supuesto, a vosotros, Lectores, esperando que disfrutéis de esta selección de relatos tanto como lo hemos hecho todos los que hemos estado involucrados en esta fabulosa aventura…

Eugeni Guillem Darné http://ovelleselectriques.blogspot.com

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Ramon Batalla nace el 1973 en Sabadell en el seno de una familia obsesionada por los libros. Finalmente, opta por radicalizarse, y se desmarca desarrollando un gusto y una pasión por el género de ciencia ficción sin igual. Estudia Ingeniería Superior en Informática y, posteriormente, un Master en Tecnologías, todo derivado y provocado por su pasión por la ciencia ficción. Su vida profesional transita entre la docencia en la Universidad y como Director de proyectos en una consultoría internacional. Una gran pasión al principio, la lectura de ciencia ficción se convierte también en coleccionismo, y ahora cuenta con una biblioteca con más de 1000 libros de literatura de género. Desde abril del 2005 mantiene un blog, "En Clave Publica", donde principalmente reseña libros de ciencia ficción, pero también publica artículos que especulan cómo será nuestro futuro y las consecuencias que se derivarán de ello. El año 2006 realiza un curso en una escuela de escritores y empieza a escribir cuentos y colaborar en el sitio web "Sitio de Ciencia Ficción" con artículos y reseñas, y participa tanto como puede del movimiento literario de bloggers de Barcelona y alrededores. En

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el 2008 colabora en el programa de radio "Ovelles elèctriques" hasta su prematura extinción.

“El mundo está cambiando y este libro que tenéis entre las manos es un ejemplo de este cambio que estamos disfrutando. Hace algunos años, aunque no muchos, conseguir poner en vuestras manos un libro como este requeriría de un esfuerzo económico y de tiempo que lo hubieran hecho inviable. Y probablemente una gran mayoría de los escritores presentes en esta antología seguirían inéditos esperando una oportunidad de publicación que en muchos casos no llegaría nunca. Hoy ese invento revolucionario que es Internet permite comunicar a todos los que han participado en este libro de una forma casi tangencial sin un esfuerzo más allá del deseo de gestar un hermoso libro por parte de editor y colaboradores y el deseo de los autores por ser leídos, dando una oportunidad de visibilidad a todos los escritores que han participado en el premio con una calidad suficiente y permitir a los lectores descubrir nuevos talentos dentro de la narrativa de cuento corto. Además del plano social presente en el libro el modelo de publicación es otro elemento novedoso; nacido de una sociedad de la información que empieza a no centrar el valor en la cadena de distribución y en un descontrol del gasto por edición, con este nuevo modelo sólo se edita lo que 8

ya tiene un comprador/lector asegurado. La edición bajo demanda es una evolución natural, económica, sostenible y accesible para modestos editores como Eugeni y para los escritores que no escriben aún para la gran masa, donde el modelo tradicional nunca los tendría en cuenta hasta disponer de una masa crítica de compradores cada vez más difícil de obtener. El valor ya no esta pues en la edición sino en la elección de lo que se publica. Y lo realmente exitoso del asunto no es la publicación sino republicar así que cuando tengamos la segunda edición de este libro revisado, ampliado, habremos conseguido algo interesante. El libro funciona como una caja de Pandora del que salen todo tipo de bestias, terrores, mundos posibles e imposibles y finales inquietantes, inesperados y sorprendentes. Cada cuento nos devuelve el sentido de la maravilla tan único y especial de la ciencia ficción, la fantasía y el terror que forman el ámbito del premio “Ovelles elèctriques”. Ese sentido de la maravilla que se nutre de la curiosidad que nos define como humanos y que nos permite abrir la mente, elimina prejuicios y barreras culturales y nos devuelve a la tierna infancia. La infancia de los pequeños descubrimientos diarios, la de poner los ojos como platos ante el caudal de imaginación desbordada que transpira cada cuento. Que la disfruten y no pierdan ese complejo de Peter Pan que tenemos todos los lectores de literatura de género sobre lo irreal y lo real que nos 9

sumerge en escenarios maravillosos y cambiantes a cada momento, donde el límite está fijado por la ilusión puesta en cada frase por los escritores aquí presentes. Mi respeto por estos trabajos tan prometedores en algunos casos y tan consolidados otros que nos permiten soñar con ovejas eléctricas aunque no seamos robots.”

Ramon Batalla http://enclavepublica.blogspot.com

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Júlia Creus: “Es difícil concretar cual es el primer contacto que tuve con la literatura pero seguro que, en mi caso, los primeros libros devorados fueron del género fantástico o como decía yo entonces, libros de aventuras y lugares extraños. Me marcaron especialmente los libros de Tolkien y Jules Verne, unos clásicos. Adentrarse en mundos mágicos y desconocidos es siempre apasionante pero me atrevo a decir que todavía lo es más cuando eres un niño. Como tanta gente, la literatura me ha acompañado toda la vida y siempre ha habido un libro adecuado para cada estado vital. He tenido la suerte también de aproximarme al mundo literario desde otras vertientes menos imaginativas pero también interesantes. He trabajado en una librería donde constaté que el negocio editorial es de lo más desconcertante. Se denuncia constantemente una falta de lectores y se editan al mismo tiempo cada vez más libros con vidas comerciales más cortas que las lechugas en los supermercados. También he vivido de cerca el proceso editorial más tradicional de la mano de la editorial El cep i la nansa. En una editorial tan artesana se puede hacer de todo. Recibir manuscritos, decidir su publicación, corregir galeradas, 11

trabajar el diseño gráfico, la calidad del papel, emprender una campaña publicitaria, organizar presentaciones sorprendentes y, sobre todo, tejer un montón de relaciones fantásticas en torno a un libro, con el autor, con el ilustrador, con los parientes del autor, con algunos fans incondicionales, con críticos literarios, etc. Desgraciadamente los caminos profesionales a veces se alejan del que a uno le gusta y a mí me han llevado últimamente hacia terrenos menos literarios. Probablemente mi formación académica es la culpable directa, como licenciada en Ciencias Políticas, y la administración pública ocupa desde hace algunos años mi actividad profesional. Mientras tanto, en el trabajo, sueño que mis expedientes pendientes son galeradas que hay que corregir... ”

Júlia Creus

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Jordi Guàrdia Torrent nació en Solsona en 1981. Arquitecto técnico de profesión, empezó a escribir por pura afición. El reconocimiento más importante lo obtuvo al ganar la mención especial del "XVII Premio UPC de Ciencia Ficción" con su relato: "Recuerdos de otra vida". Además, en el 2006 y 2007, sus relatos serían escogidos para formar parte de los libros que el AJELC (Asociación de Jóvenes Escritores en Lengua Catalana) publica anualmente: "Ciutats imaginades" y "Onze pometes té el pomer". Últimamente ha colaborado en el extinto programa de radio "Ovelles elèctriques" de Radio Sant Quirze.

“Este conjunto de relatos es una buena muestra del futuro que le espera a la ciencia ficción, la fantasía y terror. Relatos psicológicos condicionados por las experiencias personales, donde la racionalización de las tramas se funde con la imaginación. Estilos diversos unidos con un único fin: Entretener. La originalidad de "Romeo debe morir", la psicosis

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de "Humedades" y la narrativa de "A sotavento de

Montjuic", ganadores del I Premio “Ovelles elèctriques”, son sólo tres ejemplos de la calidad que se encuentra entre estas páginas.”

Jordi Guàrdia Torrent

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Enric Herce Escarrà nació en Barcelona el año 1972. Desde bien pronto demuestra cierta habilidad para hacerse el longuis y jugar a los Airgam Boys, aparte de cierta predilección por los helados de pistacho. Licenciado en filología inglesa, en la actualidad en vez de tener un trabajo decente se pasa el día rodeado de libros y de juventud que sólo piensa en divertirse, o lo que viene a ser el mismo, trabaja de técnico especialista en una biblioteca universitaria. Ganador del primer premio Miasma de relatos de terror en catalán, del Tierra de Leyendas IV de Sedice.com y finalista del segundo premio Miasma de relatos de terror en catalán y del Premio de relatos cortos «Einstein y el Quijote» convocado por el CIEMAT, ha publicado en versión digital la novela corta "La Luna dormida" con Ediciones Efímeras además de diferentes relatos y poesías en los fanzines Tierras de Acero MGZN, Miasma y Mascarada; en los e-zines Aurora Bitzine, Palabras diversas, NGC 3660 y en la revista Historias Asombrosas.

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También ha participado en las antologías "Tierra de Leyendas IV", "Tierra de Leyendas V" y "De la caballería andante en la teoría de la

relatividad. Un encuentro en el espacio y el tiempo". En el 2009 ha publicado "Friki", su primera novela infantil.

“A menudo los medios afrontan la literatura de género como obras de segunda clase, mero vehículo para el entretenimiento y la evasión adolescente, incapaz de afrontar las problemáticas adultas que aborda la literatura «de calidad». En cada página de los relatos que compone esta antología encontraréis un argumento que contradice esta falacia. No en vano, y aunque algunos lo hayan olvidado, la mejor forma que la humanidad ha encontrado desde sus inicios para enfrentar sus temores y preocupaciones ha sido pasar la realidad por el tamiz del mito y la imaginación. Sirvan como muestra de la madurez y variedad de las temáticas que vienen a continuación, las tratadas por los tres finalistas del certamen: la incertidumbre que conlleva la paternidad, el desasosiego ante la ruptura sentimental y la imposibilidad por recuperar los paraísos perdidos.”

Enric Herce Escarrà http://www.nudodepiedras.com

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Isabel Del Rio Sanz nació en Barcelona una calurosa mañana de junio, allá por 1983. Pasó su vida entre su ciudad natal y el pueblo de su padre en Castilla-León. Licenciada en Filosofía por la Universidad Autónoma de Barcelona, ha sido finalista en varios certámenes y ha visto publicados sus microrrelatos y poemas en compilaciones y antologías. Su primera obra publicada, “Casa de Títeres”, ha tenido una muy buena acogida y ya tiene su segunda edición en las librerías. Isabel sigue escribiendo, con próximas publicaciones en el aire, colabora en medios de comunicación, como radio o prensa Web, y participa en plataformas literarias de Internet.

"Terror, fantasía, mundos desconocidos, mentes distorsionadas... Un libro lleno del espíritu de una época, de las historias más inverosímiles nacidas de la imaginación de unos escritores ahogados en sus propios

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universos. No olvides cerrar la puerta con llave y acomódate en sitio seguro, nunca sabes a dónde te puede llevar la lectura, ni qué puede traer hasta ti."

Isabel Del Rio Sanz http://www.santosdelrio.com

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I Premio “Ovelles elèctriques”

Rubén debe morir

RELATO GANADOR

“Rubén debe morir” Sergio Macías García

El psiquiatra observó la foto que acompañaba al informe médico que sostenía entre las manos: en ella se veía el rostro de una mujer de poco más de treinta años, de grandes ojos azules y rostro sonriente. No era especialmente guapa, pero poseía esa cualidad indefinible que tienen algunas mujeres que las hace tremendamente atractivas. La mujer que tenía ante él, en cambio, apenas sí poseía una leve semejanza con la de la foto: pálida, ojerosa, con la mirada perdida y el pelo desaliñado y sin vida. Se encontraba sentada en una de las sillas del despacho y se limitaba a observar por la ventana sin hacer ningún movimiento. El psiquiatra soltó el informe sobre la mesa y la llamó: —Belén. Ella pareció no oírlo y siguió mirando por la ventana.

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Rubén debe morir

—Belén —repitió él inclinándose hacia delante sobre la mesa y juntando las manos. —Me gustaba más cuando era verde. —¿Cómo dices, Belén? La mujer volvió la vista hacia él. —El cielo. Me gustaba más cuando era verde. El psiquiatra miró hacia la ventana: el sol brillaba sobre un despejado cielo azul celeste. —Belén, ¿sabes por qué estás aquí? Ella dejó escapar un murmullo de asentimiento. — ¿Por qué estás aquí, Belén? Ella lo miró con rostro inexpresivo. —Por asesinar a mi hijo. —Eso no es del todo correcto, Belén —dijo el psiquiatra en tono amable—. Estás aquí por intentar matar a tu hijo. La mujer abrió mucho los ojos, sin comprender. —¿Qué… qué quiere decir? —Belén, tu hijo sobrevivió a tu intento de envenenamiento, pero se encuentra en un coma profundo. Los médicos están haciendo todo lo posible por ayudarlo. Belén empezó a balancearse nerviosa arriba y abajo. —Oh, Dios, oh Dios, oh Dios…

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—Belén, por favor, tranquilízate. Estoy aquí para ayudarte. Pero para poder hacerlo necesito saber por qué hiciste lo qué hiciste. Necesito entender que te llevó a tomar semejante decisión. —No estoy loca. —Nadie dice que lo estés, pero… —Pero eso es lo que va a pensar cuando le cuente lo que está pasando —concluyó ella. El psiquiatra la miró fijamente. —¿Qué es lo que está pasando, Belén? Ayúdame a comprender. Ella tragó saliva y pareció dudar durante unos segundos. —Todo empezó cuando Rubén tenía dos años. —Rubén es tu hijo, ¿verdad? —Sí —dijo ella reprimiendo un escalofrío. —Muy bien, Belén. Cuéntame: ¿Qué es lo que ocurrió cuando Rubén tenía dos años? —Quizás empezó antes, ¿sabe? No lo sé realmente, pero esa fue la primera vez que me di cuenta de lo que Rubén podía hacer… —Continúa. —Estábamos en casa, ¿sabe? Alberto, yo y Rubén. Se acercaban las Navidades y hablábamos sobre qué regalos comprarle a Rubén. Y entonces pusieron en la tele un anuncio de un león de peluche que rugía al apretarle la

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tripa. Rubén empezó a señalar a la tele y a agitar las manos alborozado y de repente, como por arte de magia, tenía el león entre sus manos. —Belén, eso es… Ella lo ignoró y continuó hablando: —Recuerdo que me sobresalté y solté un grito. Casi dejé escapar a Rubén de entre mis brazos. Mi marido no parecía sorprendido en lo más mínimo. Cuando le expliqué lo que había ocurrido me miró como si estuviera loca, ¿sabe? Me dijo que le había comprado el león de peluche a Rubén hacía una semana. Incluso me sacó el ticket de compra de la cartera para demostrármelo. Y eso me hizo dudar. Porque habría podido jurar que ese león no había estado allí un minuto antes. Pero había un ticket y mi marido me juraba que lo había comprado hacía pocos días. Y entonces creí recordar que sí, que Rubén había tenido el león todo este tiempo. Que los había arropado a los dos cada noche durante la última semana. Porque los había arropado, ¿verdad? Me empezó a doler la cabeza, así que dejé a Rubén con su padre, me tomé una aspirina y me tumbé un rato en la cama. El psiquiatra se quedó callado un instante sin saber qué decir. Antes de que pudiera decir algo ella continuó: —No noté nada raro durante los siguientes días, hasta que de repente una tarde, mientras le preparaba la merienda a mi hijo, éste apareció correteando junto a un cachorrillo de labrador por la cocina. Cuando le pregunté de dónde había salido me dijo: “Perro mío”, y lo abrazó con fuerza,

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riéndose. No entendí de dónde lo podía haber sacado, y cuando intenté quitárselo, Rubén empezó a llorar desconsolado. Decidí esperar a que su padre llegara de trabajar para decidir qué hacer entre los dos. ¿Adivina qué pasó cuando Alberto llegó a casa? El psiquiatra imaginó la respuesta, pero aún así preguntó: —¿Qué es lo que pasó, Belén? —“Golfo” llevaba un año con nosotros. Fue un regalo de mi hermana para Rubén en su primer cumpleaños. Mi marido incluso sacó comida de perro de un armario y me enseñó el hueco que habíamos habilitado en el lavadero para el perro. Alberto parecía preocupado por mí. Yo en cambio estaba furiosa porque pensé que estaba tomándome el pelo, riéndose de mí. Quizás intentando volverme loca. Llamé a mi hermana en ese mismo momento y ella me aseguró que era cierto. Que había sido un regalo suyo. Y de nuevo, creí recordar que era cierto. Pero también recordaba que nunca habíamos tenido un perro. El dolor de cabeza volvió con más fuerza. —¿Qué hiciste entonces, Belén? —Pensé que me estaba volviendo loca. No le dije nada a mi marido, pero fui a ver a un especialista. Me hicieron un tac craneal y los resultados no indicaron nada fuera de lo normal. Decidieron que no me pasaba nada. Estrés nervioso. Me recetaron unos ansiolíticos y me mandaron a casa.

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Rubén debe morir

>>Unos días mas tarde decidí hacer una prueba. Rubén estaba dibujando en el salón. Cogí un folleto publicitario con juguetes para la navidad y señalé un gran camión de juguete de un intenso color rojo y azul. “Mira qué bonito el camión, Rubén”, le dije. “Mira qué grande es. Y se le encienden las luces. ¿Lo quieres, Rubén?”. Mi hijo abrió mucho los ojos y me dijo que sí, que lo quería. “Pero la tienda está cerrada, Rubén. ¿Qué hacemos ahora?”. >>Apenas había terminado la frase y el camión apareció ante nosotros. Rubén entonces me miró con una sonrisa inocente y a mí me atravesó un escalofrío que me heló el alma. —Belén, te das cuenta de que me estás diciendo que tu hijo puede hacer aparecer cosas de la nada… —Eso creía yo también al principio —dijo ella con tono sombrío—. Pero no es solo eso. Más. Puede hacer mucho más. — ¿A qué te refieres? —A medida que ha ido creciendo sus habilidades se han ido desarrollando cada vez más. Ha llegado a un punto donde también puede hacer desaparecer o cambiar cosas. Si algo no le gusta, si se aburre de algo lo hace desaparecer sin un segundo pensamiento. Hace poco tuvo una pelea con otro niño en el colegio. Ahora ni su propia madre recuerda que tuvo un hijo. A mi… —tragó saliva e intentó reprimir las lagrimas—. A mi marido, cuando empezó a regañarle el año pasado por sus malas notas, lo hizo

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desaparecer. Todo el mundo piensa que murió en un accidente de tráfico. Incluso yo tengo memorias de la llamada desde el hospital para comunicarme la noticia. Mi hijo podía… —se esforzó por continuar—. Podía haber deseado simplemente cambiar las notas. En vez de eso decidió borrar de la existencia a su padre. He intentado hablar con mi hijo, ¿sabe? Educarlo en lo que está bien y en lo que está mal, ¿pero cómo le enseñas moralidad a un niño de nueve años que tiene el poder de moldear el mundo a su antojo? La última vez que se enfadó conmigo me convirtió en una cobaya durante un día entero. —¿Es por eso que decidiste matarlo? —Lo hice por usted. Por mí. Por todo el mundo. Mi hijo estaba cada vez más descontrolado y el control sobre sus habilidades era cada día más grande. Usted no lo recuerda. Nadie lo hace. Pero el cielo era originariamente de un color verde manzana, ¿sabe? Pero ahora todo el mundo recuerda que es azul. Que siempre ha sido azul—dijo ella mirando el cielo por la ventana—. Me gustaba más cuando era verde. El psiquiatra miró su reloj: —Se nos acaba el tiempo por hoy, Belén. Volveremos a hablar mañana en la sesión de grupo. Un celador entró en el despacho y se llevó a la mujer. Cuando llegaron a la puerta ella se volvió y dijo:

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—A veces pienso, ¿sabe? ¿Y si hay más como Rubén? ¿Y si juegan con nosotros a su antojo sin que lo sepamos? Se quedó callada un segundo: —Si mi hijo despierta alguna vez, puedo darme por muerta. El psiquiatra no dijo nada mientras se la llevaban. Se levantó y se asomó a la ventana. El cielo se había nublado. Era obvio que la mujer estaba enferma, pero aún así no pudo evitar que un pensamiento furtivo cruzará su mente: “¿Y si tiene razón? ¿Si el mundo no es como nosotros lo recordamos?” En ese momento le sobrevino un ligero mareo y se sintió desorientado. ¿Qué había estado haciendo la última hora? Claro. Terminando de preparar los informes para la inspección anual del centro. “Me estoy haciendo viejo”, pensó mientras volvía a su mesa para continuar con su trabajo. Belén iba camino de su habitación cuando, un segundo después, apareció en el salón de su casa. —¿Qué…? —alcanzó a decir. —Hiciste que me pusiera malo, mamá —dijo una voz infantil detrás de ella—. Pero ya me encuentro mejor. ¿Sabes lo que les pasa a las mamás que son malas con sus hijos? Belén se estremeció, y un escalofrío de horror le recorrió la espalda.

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Humedades

SEGUNDA POSICIÓN

“Humedades” Felipe Martínez de Anguita d’Huart Luis lleva una semana viendo llover. Su mujer dijo que le abandonaba y fue cerrar la puerta, llegar las nubes, cubrirse el cielo y diluviar. Parecía que la tormenta pasaría pronto, pero de eso hace ya siete días. Siete días en los que Luis no ha salido de su casa, en los que lo único que ha hecho ha sido mirar por la ventana. Desde el amanecer hasta el atardecer ha fijado la vista en un infinito inexistente y se ha imaginado dejándolo todo, largándose a vivir una aventura a algún país lejano y exótico; empezando de nuevo, conociendo otras culturas, otras personas y viviendo despreocupadamente. Siente cómo todo se le cae encima: sabe que pronto le llamarán del trabajo para preguntarle por qué lleva tantos días sin ir a la oficina, que el teléfono sonará y será algún abogado matrimonialista con una demanda de divorcio y que pronto su casa dejará de ser suya. Por eso le da igual la gotera que ha salido en el salón de arriba. Apareció al segundo día de lluvia, una pequeña

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Humedades

mancha húmeda con un fino cerco grisáceo en los bordes y un abombamiento de la pintura en su parte central. Al principio, cuando parecía que algún día dejaría de llover, Luis pensó en llamar al seguro para que lo arreglasen, pero en seguida llegó a la conclusión de que no era su problema. Lo único que hizo fue cerrar la puerta y subir la calefacción para ver si conseguía secar la mancha y que no fuera a peor. Pero esa noche, el ruido de las primeras gotas cayendo desde el techo sobre la mesa de cristal, en la que de recién casados solían jugar a las cartas, le despertó. El incesante goteo retumbaba en el silencio de la casa pero Luis se acostumbró pronto y se dejó mecer por su cadencia como si el temporal le cantase una nana. No fue hasta dos días después cuando Luis entró en la habitación a ver si la gotera se había secado. Al abrir la puerta, una bocanada de calor y de humedad le sacudió, la mancha se había extendido por todo el techo, y las paredes empezaban a cubrirse de moho y a teñirse de un verde azulado, como si tuvieran una hemorragia interna. Luis casi sonrió pensando la sorpresa que se iba a llevar su mujer cuando se encontrase con ese desastre, así que cerró la puerta y volvió a su habitación a seguir viendo llover. Aún tardó dos días más en volver a entrar en la habitación para ver la evolución de su pequeña venganza no planeada, pero esta vez se asustó al ver el panorama. El moho se había convertido en una especie de musgo suave que lo recubría todo como si fuera terciopelo y, de ese mismo musgo

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Humedades

por el que el agua chorreaba ahora como por las piedras de las que mana un río, habían empezado a nacer plantas y helechos con una rapidez sorprendente. Luis bajó corriendo al garaje en busca de unas tijeras de podar para poner fin a aquella locura y se pasó una tarde entera podando su salón hasta devolverlo a un estado algo menos silvestre, pero a la mañana siguiente, allí donde había cortado una rama, habían brotado dos y con más fuerza y vigor. Entre la vegetación cada vez más abundante, la humedad de las paredes y el calor de los radiadores, se creó un microclima tropical y, en cuestión de días, el salón ya era inaccesible, parecía un invernadero de plantas exóticas que crecían desordenadas y frondosas, y lo malo es que empezaban a extenderse por el resto de la casa. En el tiempo que Luis bajaba al sótano a por más bolsas de basura en las que meter los restos de su poda indiscriminada, los helechos y el musgo ya avanzaban por el pasillo hacia su dormitorio. Tras un día entero de lucha, lo único que había conseguido era que las lianas que colgaban del techo no le impidieran el acceso a su propio dormitorio, pero cuando se despertó al día siguiente, después de haber caído rendido en la cama, las lianas arrastraban ya por el suelo y, para su desesperación, arraigaban convirtiendo sus tallos en robustos troncos. Luis tuvo que emplearse a fondo esa mañana, usando un cuchillo de cocina a modo de machete, para abrirse paso entre la densa maleza hasta el

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Humedades

cuarto de baño. Ese mediodía decidió dar por perdido el primer piso de su casa y concentrarse en salvar la planta baja. Cogió la ropa que pudo del armario y fue a instalarse a su antiguo despacho, allí tenía la cocina cerca y la provisión de alimentos asegurada. Pasaría las noches en el sofá y los días luchando en la escalera para que la vegetación no siguiera con su imparable avance, y en esas estaba cuando un enorme estruendo le asustó, parecía como si su casa se estuviera cayendo, y así era, al menos parcialmente. El techo del salón del piso de arriba se había venido abajo por el peso del agua embalsada en el tejado que hacía las veces de terraza y fue como si un pantano se desbordase y lo anegara todo. Cuando el agua llegó hasta las escaleras, cogió velocidad y su cauce se convirtió en un verdadero torrente que lo arrasó todo a su paso. En un segundo, Luis asistió incrédulo a la formación de un río de aguas turbias que dividía la planta baja en dos orillas e iba a desembocar en una laguna que se había creado en el sótano. Un instante después, se cortocircuitó todo el sistema eléctrico de la casa dejándolo sumido en la penumbra, y el agua empezó a chorrear por las paredes y el techo de la primera planta. Finalmente, Luis decidió que ya era hora de llamar a los bomberos o a la policía para pedir ayuda, pero para entonces ya era tarde. El teléfono había sido engullido por la madreselva, la misma que se había enroscado en las lámparas, reptado por los circuitos de los electrodomésticos inutilizándolos

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Humedades

y se había anudado a los pomos de las puertas para que no pudieran abrirse ni cerrarse. Luis estaba a punto de echarse a llorar cuando una espesa niebla empezó a bajar por las escaleras, poco a poco, la humedad empezó a condensarse y así, de repente, el techo se cubrió de nubes grises y empezó a llover dentro de la casa. Cuando las primeras gotas empezaron a caer sobre el rostro de Luis, éste se desabrochó la camisa, abrió los brazos y las recibió con la boca abierta y una sonrisa en los labios. Ahora lleva una semana lloviendo, todo lo que aún resistía seco se ha empapado, se han ido multiplicando las especies vegetales que nacen de los cojines del sofá, de los restos de alfombra y de los armarios de la ropa ante sus atentos ojos, y algunas bandadas de pájaros han anidado en lo alto de lo que aún queda de biblioteca. Luis pasa el día dando vueltas por el manglar en el que se ha convertido toda la planta baja o intentando mantener limpia la huerta que ha conseguido hacer en la cocina y en la que cultiva algunas raíces que ha encontrado comestibles. Por las noches se envuelve en el velo del traje de novia de su ex, que le sirve de mosquitera, y duerme bajo la mesa del comedor; a veces, si el calor y los ruidos de animales provenientes del piso de arriba no le dejan dormir, sigue el curso del río hasta el sótano y se baña a

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Humedades

la luz de la luna que aún se filtra por los pequeños resquicios del único respiradero que aún no ha sido devorado por la selva. En sus paseos, Luis toma nota de todo, llena un pequeño cuaderno de campo de datos: apunta el tiempo que tarda una nueva especie en nacer y desarrollarse, dibuja las llamativas flores de colores que aparecen y los insectos ruidosos como helicópteros que se posan en ellas, anota el ciclo de crecida del río para saber cuándo es el mejor momento para ir a pescar y también ha anotado el descubrimiento de unas pisadas distintas de las suyas en el barro de los humedales del salón y que, en las tierras altas, más allá de la catarata de la escalera, ha visto unos destellos y ha oído el crepitar de unas ramas, como si alguien estuviera haciendo una hoguera; también ha descrito los cánticos monótonos y repetitivos, el grito desgarrador que vino inmediatamente después y el agua del río bajando al amanecer teñida de sangre. Ahora Luis sigue viendo llover a través del velo de su ex mujer, tiene el cuerpo y la cara untados con barro y musgo para camuflarse entre la maleza, afila la punta de un palo con su cuchillo de cocina y reza para que sus nuevos vecinos no sean hostiles.

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A sotavento de Montjuic

TERCERA POSICIÓN

“A sotavento de Montjuic” José María Pérez Hernández

A sotavento de Montjuic el agua permanece tranquila. La barca avanza lentamente, acompasando las paladas del anciano con un leve cabeceo de proa. Tras de sí, la superficie se rasga dejando una estela tenue que desaparece en la lejanía. En el horizonte, los primeros rayos de sol se abren paso entre los remanentes de la niebla vespertina. Algunas gaviotas alzan el vuelo, rompiendo con sus graznidos el silencio de la mañana. El anciano inspira profundamente, huele a mar. A su edad, los sentidos andan aletargados y apenas distingue un ligero rastro de humedad. Suficiente para recordar. Retrocede setenta años, cuando aún era un niño...

—¡Mamá, Mamá!¡Ya están aquí! —dijo. —No te preocupes hijo, todo irá bien. Ve a buscar al abuelo, quizás a ti te haga caso.

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A sotavento de Montjuic

—Abuelo, ya han venido. Nos tenemos que marchar. —Anda hijo, ve tú. Yo... yo no voy —contestó el anciano. —Pero... no te puedes quedar aquí —insistió. —No, no puedo irme. Soy demasiado viejo. Si me voy, perdería lo único que me queda. —Dime que te quieres llevar, yo cargaré con lo que haga falta. El anciano se agachó y abrazó al voluntarioso muchacho. Luego le dio un beso en la mejilla y le dijo: —Es una carga demasiado grande, aunque no pesa... El chico miró desconcertado. —¡Otra adivinanza! ¿Qué es lo que es grande, pero no pesa? —El tiempo te dará la respuesta... —dijo el anciano esbozando una enigmática sonrisa—. Ahora, debes marchar. Subió a la barca y abrazó a su madre. Lloraba en silencio, no entendía por qué el abuelo no quería venir. Miró a su madre buscando consuelo, pero solo encontró un rostro lleno de lágrimas. No volvería a ver a su abuelo.

La niebla se disipa. A lo lejos observa algunas embarcaciones, las velas terciadas indican que la tramontana sopla con fuerza mar adentro. Parecen pescadores, es buena señal: dicen que los peces han vuelto.

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I Premio “Ovelles elèctriques”

A sotavento de Montjuic

Levanta los remos dejando que la barca se deslice suavemente. Se aproxima al fin de un largo viaje emprendido apenas unas semanas atrás...

Las cumbres enrojecidas anunciaban la caída de la tarde. Las cabras se arremolinaban en la cara este del valle bajo los últimos rayos de sol. Su nieto se acurrucaba buscando refugio bajo su maltrecha cazadora.

—Abuelo, es muy tarde. Quizás deberíamos regresar o se nos hará de noche — sugirió el muchacho. El anciano apenas reaccionó. Su mente se hallaba muy lejos de allí, en otro lugar y en otro tiempo. El lejano aullido de un lobo resonó en el valle. —¡Abuelo, abuelo! —Insistió el joven tirándole de la manga— Tenemos que volver. Las cabras se empiezan a inquietar y Madre se enfadará si llegamos tarde. Miró a su nieto y se vio a sí mismo, años atrás, intentando convencer a su abuelo. Estaba a gusto allí, en la montaña, con sus recuerdos, no quería marcharse... y entonces se dio cuenta de que había resuelto la adivinanza. Tenía la respuesta. —Quiero volver a Barcelona —dijo. —No puedes, Madre no te dejará. —No tiene porqué saberlo. —Pero, Barcelona está muy lejos, el viaje es demasiado largo y peligroso. Tardarás semanas en llegar, y tú... bueno, estás enfermo.

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I Premio “Ovelles elèctriques”

A sotavento de Montjuic

—¡Llegaré! Aún me quedan fuerzas —dijo enérgicamente. —¿Para que quieres ir? Allí no queda nada —protestó el muchacho, impotente ante la determinación de su abuelo. —Debo ir. Su nieto dormía plácidamente. Le dio un beso en la frente y luego salió sigilosamente aprovechando la oscuridad de la noche. Nadie se percató. Acarició las crines de la burra y le colocó las alforjas sobre su lomo. No rebuznó. Con un suave tirón de riendas inició el largo viaje. Desharía el camino emprendido tantos años atrás. Descendió de las montañas hasta alcanzar el cauce del río. Lo siguió durante varios días y luego se adentró hacia las zonas más pobladas evitando los cerros donde abundaban los bandidos. Recorrió varias aldeas, en algunas encontró lecho y almuerzo caliente, en otras tan sólo un pajar en el que dejar reposar sus maltrechos huesos. Los tiempos habían cambiado, ya no había ese resentimiento hacia los extraños, los lugareños volvían a ser cordiales y hospitalarios. Se sentía viejo y enfermo, el viaje era muy largo, al menos en estos tiempos, pero tenía que volver. Allí había nacido, allí estaban los recuerdos de su infancia. El sol arrecia con fuerza, hace calor. Se seca con una mano el sudor de la frente y mira el equipo. A pesar del óxido, aún se puede distinguir el color amarillo original de las botellas de oxígeno, deben tener al menos setenta años. Los tubos de aire están remendados y los aparejos de nailon han sido sustituidos por cinchas de cuero. Pero le han asegurado que el equipo funciona y es seguro.

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A sotavento de Montjuic

Amarra cabos en una de las columnas de las Torres Venecianas. No sin esfuerzo, se pertrecha con el equipo de buceo y se sienta a estribor. Sujeta la boquilla con una mano y se deja caer de espaldas.

El viejo y su burra entraron por la Diagonal. Era un día mucha actividad, pues tocaba mercado. Cientos de puestos vendían todo tipo de utensilios y alimentos. En una de las plazas la gente se congregaba en torno a un grupo de músicos. Algunas muchachas bailaban mientras los más jóvenes correteaban cogidos de la mano. Pero él llevaba demasiado tiempo aislado en las montañas, le inquietaba tanto griterío. Se escabulló por un lateral rodeando carros y animales. Le sorprendió la cantidad de lujosos carruajes y la nobleza de la raza de algunos caballos. Sin duda, los rumores de prosperidad eran ciertos. La capital recobraba la vida. Pero a medida que avanzaba, la ciudad decaía. Muchos edificios yacían abandonados, con las paredes ennegrecidas, sin puertas ni cristales en las ventanas, incluso algunas paredes y tejados se habían desplomado. Más adelante, manzanas enteras estaban en ruinas. Las imágenes de las calles abandonadas se solapan con lejanos recuerdos. Cuando eran calles llenas de vida, cuando cientos de vehículos circulaban a toda velocidad y las personas caminaban por sus aceras contemplando los escaparates de los comercios. Se vio a sí mismo paseando de la mano de su abuelo, esperando a que el semáforo se pusiera verde para cruzar... aunque eso eran otros tiempos. Anduvo un poco más, atravesó la plaza de Francesc Macia y llegó hasta la costa, donde la Diagonal se hundía bajo las aguas. A lo lejos, las olas rompían contra las torres

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de la Sagrada Familia que emergían sobre la superficie como farallones envueltos en un mar embravecido. Volvieron los recuerdos. Era un niño y contemplaba admirado los fuegos artificiales con los que celebraban la finalización de la gran obra. Después de casi doscientos años… justo cuando llegaban las primeras olas. Qué extraña muestra de arrogancia y orgullo la de aquellos hombres que ignoraron al mar. Se acercó a un improvisado embarcadero y preguntó a un hombre que descansaba junto a un pequeño bote: —¿Dónde podría conseguir una barca? —¿Para qué la quiere? —dijo el hombre mirando con desconfianza al escuálido anciano. —¿... y un equipo de buceo? —¡Ja, ja! —Se rió con descaro el hombre—. Allá abajo ya no queda nada. Cuando yo era niño había muchos buceadores y a veces encontraban algo. Pero hace muchos años que ya nadie baja. Además, no creo que a su edad sea lo más recomendable. —¿Podría conseguirlo? —insistió, ignorando las risas. —Sí, creo que sí. ¿Cuánto estaría dispuesto a pagar? —No tengo gran cosa... si le basta con la burra. —Veré lo que se puede hacer. A la mañana siguiente, antes del amanecer, el anciano subía a la barca y se alejaba por Comte de D’Urgell, remando calle abajo, entre los edificios que se hundían en el horizonte hasta desaparecer bajo la superficie.

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I Premio “Ovelles elèctriques”

A sotavento de Montjuic

Se sumerge con un ligero chapoteo. Nota el agua fría. Sus movimientos son torpes e inseguros. Con gran esfuerzo consigue avanzar contra la corriente que asciende desde la avenida de María Cristina. No se divisa el fondo, aunque reconoce entre las sombras algunas esculturas de la Fuente de la Plaza de España, esas que irónicamente representaban los mares. Se siente cansado. Continúa buceando por la Gran Vía y gira por Vilamarí, como solía hacer. Intenta entrar por la puerta, pero la presión es demasiado elevada, le cuesta respirar. Desciende solo hasta el cuarto y entra por la ventana de su habitación, ya no hay cristales. El cuarto está vacío, las corrientes debieron arrastrar los muebles que quedaron. Le oprimen los pulmones, está agotado, siente un ligero dolor en el pecho... Cruza el pasillo y llega hasta el salón, la luz está encendida, el abuelo descansa en su sofá, como siempre. Vuelve a ser aquel niño: —Los recuerdos abuelo... los recuerdo son demasiado grandes, aunque no pesan —dijo. Su abuelo sonrió, y le abrazó. —Eso es. Cuando ya no te queda nada por vivir, lo único que tiene valor es lo que ya has vivido... tus recuerdos. —Por eso he venido... en busca de los recuerdos olvidados. —Lo sé, te estaba esperando.

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I Premio “Ovelles elèctriques”

A sotavento de Montjuic

Encontraron la barca abandonada. Buscaron a quien supiera de aquel anciano. Pero nadie le conocía, jamás se supo de él... pero cuentan de un niño que aún pasea con su abuelo por las calles de Barcelona.

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El profundo espacio exterior

RELATO FINALISTA

“El profundo espacio exterior” Jorge Urreta

Dos años llevo en esta bañera que llaman nave espacial, dando vueltas alrededor de la Tierra como si no tuviera nada mejor que hacer. Superviso una maquinaria que de efectiva, resulta tediosa, mientras leo una y otra vez los pocos libros que me dejaron traer y hago solitarios sin parar. Hay veces que un segundo parece durar un mes y otras un lustro entero. Recuerdo aquel anuncio durante la Nochevieja de 2119. Es lo que tiene estar frente a la televisión con mi familia, mientras ponen el primer anuncio del año. Sí, aquel tan animado que decía “alístate en los nuevos cuerpos espaciales y encuentra una profesión con futuro”. Futuro todo el que quieras, pero aburrido hasta decir basta. Esto del espacio exterior es demasiado grande, y no pasa nada. ¿Dónde están los tipos altos de negro que te dicen que son tu padre? ¿Dónde los androides antropomorfos

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El profundo espacio exterior

inteligentes? Aquí, lo más parecido es un robot estúpido que hace café. Para colmo, es flojísimo y el puñetero robot siempre añade achicoria. ¡Qué asco! En momentos así, mirando al vacío mientras escucho pitidos esporádicos, resulta cómico recordar las palabras de mi padre: “Alístate, es una bicoca. Sólo tres años y te dan un certificado con el que te colocas en menos que canta un gallo” o “Más fácil imposible, un trabajo que hasta tú puedes hacer”. Sí, un trabajo fácil, una bicoca, y el único que conozco que puede hacer que desees reventar el planeta Tierra con un láser como el de la Estrella de la Muerte, si tal cosa —láser o estación de combate— existiese. Si entendiera los datos que pasan por estas pantallas, podría hacer algo un poco más útil. No sería como un crucigrama o un sudoku, pero al menos me mantendría entretenido. He leído tantas veces los libros que traje, que podría recitarlos de memoria. Si me hubieran permitido traer una videoconsola o me hubieran dado un mínimo acceso a Internet, otro gallo nos cantaría. Pero no, yo tenía que ser el vigilante aburrido, ese que debe estar siempre al pie del cañón, con cara de palo y derecho como una vela. Pero qué piensan, ¿qué va a venir un extraterrestre a abordarme? Y suponiendo que existieran y uno pudiera venir por aquí, ¿qué debería hacer? ¿Sacar una porra y hacerle pasar por un arco de seguridad? “Disculpe, ¿le importaría vaciar sus bolsillos en esta bandeja y pasar por el arco?”. “¿A quién dice que ha venido a ver?”. Anda ya... Ordenadores escupiendo datos, un “bip” por aquí, un “ñic” por allá,

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El profundo espacio exterior

la misma rutina los últimos dos años. Qué lejos estaba de verlo cuando me alisté. Una profesión con futuro, decían. Al principio, todo ilusión: clases de ingeniería aeronáutica, física o pilotar una nave como si tú mismo la hubieras construido. Era de lo más interesante, pero te mienten con lo de los tres años. Tres años estuve metido entre libros, clases, números y exámenes de todo tipo, pero desde entonces, dos años en este destino odioso. Como pille al que me lió —sí, mi padre—, le mando de una patada a la Luna, para que se pase un par de añitos aislado, a ver si tiene lo que hay que tener. Los conocimientos adquiridos y el título deberían servirme para trabajar en la industria civil cuando vuelva, pero si llego a saber que para obtener el título tendría que pasar dos años flotando en el espacio, me hubiera quedado en mi casa, estudiando a distancia en Internet. Queda una semana para que cumpla los dos años dando vueltas como una peonza, y se supone que entonces por fin podré volver. Menos mal que los viajes entre la Tierra y la Luna ya sólo duran un par de semanas, si se tardase tanto como antes, juro que me pego un tiro. Menos mal que por lo menos me dieron comida como para aguantar cinco o seis años, así al menos puedo pasar el día comiendo. Pero mira que hay que ser cabrón para no dejarme traer ni un mísero DVD portátil. A veces deseo ser el primero en tener contacto con extraterrestres. Pero que Dios pille confesadas a las extraterrestres como tengan una mínima apariencia humana y no sean demasiado feas. Iba a dar otro significado al sexo interracial. Extraterrestres,

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El profundo espacio exterior

abdúzcanme, que soy hombre fácil. Se acerca el momento estelar del día, cuando las máquinas sueltan el “bip” repetitivo, ese que yo llamo “pedorreta digital” y dan por finalizado el día. A partir de ese momento es cuando debo dormir, para descansar antes de que los cálculos de la mañana empiecen y me despierten. Todo muy organizado, que nada interrumpa mi descanso innecesariamente o me impida dormir. No hay nada más odioso, al menos para mí, que tener que seguir un horario tan estricto para dormir o levantarse. Cuando estaba en tierra, en un cuartel militar, no tenía nada que hacer, ninguna manera de eludir la disciplina, pero aquí las cosas son diferentes. Sé que pueden conectar por vídeo cuando quieran y ver qué hago, pero no lo hacen a menos que yo llame. Entonces, ¿qué más da si quiero hacer lo que me dé la gana y trasnochar? Llevo casi dos años siendo un niño bueno, y quiero tomar mis propias decisiones, al menos un día. La rutina es una auténtica mierda. No he durado despierto ni quince minutos. Ahora, algo me ha despertado, un ruido que se parece al habitual cálculo de las máquinas que me rodean, pero más fuerte. Puede que sea una alarma. Mientras voy a mirar lo que dice la pantalla que parpadea, deseo fervientemente ver que la nave se va a autodestruir en cinco minutos. Serían mis mejores cinco minutos. No puede ser, el sistema ha pasado a un modo de funcionamiento especial. Por primera vez, tengo que consultar el manual de imprevistos de la

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El profundo espacio exterior

misión, ese que me aseguraron no iba a necesitar nunca. Todo estaba tan estudiado y medido que, según decían, los manuales no eran ya necesarios, aunque se siguen incluyendo porque la ley lo exige. Bien, tengo que buscar el código de alerta “ALD-317”. A la mierda con la “Alarma de datos 317”. Según el manual, el sistema ha localizado algo, que llama “transmisión extraterrestre”, y está esperando que decida si debo iniciar un proceso especial de análisis, que podría alargar mi misión. Mierda, yo ni siquiera sabía que los sensores seguían escuchando los “sonidos del espacio” —como mi instructor los llamaba— durante mis periodos de sueño. Al parecer, escucha pero no procesa, a menos que encuentre un patrón extraño, como es el caso. El protocolo establece que debo informar, y evaluar si tengo víveres necesarios para continuar el trabajo, o limitarme a transmitir los datos a la Tierra, para que sean los ordenadores de allí los que hagan el trabajo. Empiezo a entender lo de la comida para cinco o seis años, y yo creía que habían tenido un detalle. No sé qué hacer. Si dejo que se procesen los datos ahora, hoy no dormiré una mierda y además, alargaré mi calvario. Por otro lado, estoy hasta las narices de tratar con burócratas, los cuales, con total seguridad, querrán que sea esta máquina la que procese los datos. Insistieron mucho en que incorporaba lo último en tecnología neuronal, y que no había en la Tierra muchos equipos a su altura. Leer manuales no es tan malo a veces. He descubierto que durante el

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El profundo espacio exterior

tiempo que tarde en tomar una decisión, tengo acceso completo al sistema, incluyendo navegación, para tomar mi decisión con más medios a mi alcance. He decidido hacer historia. Hoy será la primera vez que una nave impacte en la Luna. Cuando lo haga, yo estaré fuera, con mi traje espacial y oxígeno para unas cuantas horas. No hay atmósfera en la Luna, pero el espectáculo de la colisión y la implosión resultante tiene que ser espectacular. Después, comprobaré si mi teoría de que en el espacio se puede bucear como en el mar, es acertada. —Fin de la prueba —me sobresalta una voz. —¿Prueba? —Déjalo Ernesto, no has pasado el examen. —¿Estoy loco o esa es la voz de mi profesor de astronáutica? —¿Señor Delgado? —Sí. Tranquilo, es normal que estés desorientado. Ya puedes ir asumiendo un suspenso en práctica astronáutica. —¿Práctica astronáutica? —Sí, el examen práctico secreto. Llevas dormido desde ayer a las once de la noche, un total de doce horas. Para ti ha supuesto casi dos años, que hemos monitorizado a alta velocidad, para determinar si estás en condiciones de pasar dos años en solitario en el espacio, cumplir una misión rutinaria y estar a la vez preparado para imprevistos. Este último episodio

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I Premio “Ovelles elèctriques”

El profundo espacio exterior

del buceo espacial te ha ganado un cero. —¿Buceo? —Sí, buceo. Te hemos administrado una droga que hace que lo que vives en tus sueños como pensamientos, lo manifiestes de viva voz. Es de lo más útil. —¿Entonces qué? ¿Se acabó? Ahora que conozco el secreto, ¿no hay posibilidad de repesca? ¿He tirado tres años a la basura? —Tranquilo, habrá próxima vez pero no te enterarás. Y sabemos que no vas a hablar con otros alumnos, no creo que te apetezca pasar por un tribunal militar. Para esos no existe la “duda razonable” de las pelis. Venga, levántate. Tienes el día libre por si quieres aclarar tus ideas, aunque puede que necesites ir a la enfermería y pedir una aspirina. La nave no existía, sólo estaba en mi cabeza. He pasado medio día en una camilla, a la que no sé cómo llegué, con electrodos por todo el cuerpo, soñando dos inexistentes años de mi vida. Y encima, para nada. Mierda, este año me queda astronáutica para septiembre. Mi padre me va a matar.

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Le grand soir (català)

“Le grand soir” Ramon Dac

Tenebra. Ni un tímid raig de llum. Tot era fosc, però tot li donava voltes. «Gira aquí». Sentia que el cap li esclataria d’un moment a l’altre i no tenia ni esma d’obrir els ulls. El seu primer moviment fou tancar-los més fort encara. Exhalà aire pel nas, lentament, quasi com un lament, i un del seus cabells li pessigollejà la galta. De sobte notà una fiblada al llavi, lleugerament inflat. L’aire, xafogós, pesat, queia al llarg del seu cos. De lluny, quasi imperceptible, arribava el cric-cric d’un grill, com si estigués amagat ben al fons d’una pila de coixins.

Y Z

Aquella nit, la música percudia una i altra vegada dins del local, ple de gent fins més enllà d’on els seus ulls podien arribar amb gaire encert. La

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Le grand soir (català)

llum era escassa i vermellosa. Ja li anava bé, la solitud. Somrigué i s’acabà d’un glop el tercer gintònic. Mirà cap endarrere, assenyalà el got i assentí. Esperà. Entre la multitud hi distingí uns ulls foscos, unes dents blanquíssimes. Per darrere, el cambrer l’avisà; tenia el gintònic a punt. Pagà i en girar-se se la trobà de cara, somrient. Ell s’apartà els cabells de la cara i se li acostà a la galta: —qui ets?—. Ella féu que no l’entenia. Realment tenia els ulls grans i foscos, decidits, i ho semblaven més encara en aquella cara pàl·lida. Tenia una cabellera pèl-roja, de rínxols juganers que li queien fins als pits. Era d’una bellesa estranya, pensà. Ballaren. Ella tenia les mans fredes. Els llavis, dolços.

Y Z

Obrí els ulls sense gens de confiança. Tenebra. El maldecap havia amainat i ara podia pensar una mica. S’omplí els pulmons i l’aire era calent i humit com un alè. «Mou-te, mou-te...» .Volgué tossir, però se sentia massa abatut. Una apatia de diumenge tenia presos cada un dels seus músculs. La curiositat tot just començava a ressonar dins seu, tan llunyana com el grill. Li tornà aquella imatge, aquella veu: «Mou-te, mou-te... »

Y Z

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Le grand soir (català)

Reien i s’acariciaven. —Gira aquí— li digué ella. Ell engolí l’últim glop de gintònic i llençà el got per la finestra. Féu un cop de volant i deixaren la carretera per endinsar-se en un camí pedregós. Els sotracs li emboiraven més la visió. Ella semblà notar-ho i somrigué amb aquelles dents blanquíssimes. Ell intentà tornar el somriure, però li sortí una ganyota desencaixada. A banda i banda els troncs dels arbres semblaven moure’s i entrelligar-se amb les seves ombres. Mirà el retrovisor. Darrere, el cotxe deixava el bosc en una foscor antiga, quasi absoluta, només matisada per la pinzellada malaltissa de la lluna. S’aturaren i començaren a besar-se. Ella tornà a fer aquella rialla de xisclet, excitat, estrany. Estrany com la seva bellesa, pensà ell. L’agafà per la cintura i se la posà sobre les cames, la besà fortament, li acaricià els pits. Se sentia assedegat dels seus llavis, però començà a sentir-se estranyament inquiet per aquells ulls foscos que no es tancaven mai. No perdien els seus mai de vista. Passà els dits pels rínxols pèl-roges, d’olor dolça i embriagadora, tancà els ulls i la besà amb més força. No serví de res. Seguia notant la presència d’aquella mirada, penetrant algun lloc vulnerable de la seva pupil·la. Penetrant-lo fins més enllà de l’ull, fins més enllà del cos. Deixà els rínxols i li posà la mà sobre els ulls, protegint-se d’alguna cosa, disfressant el gest de carícia maldestre. Aleshores sentí el mossec al llavi. Ell s’enretirà. Ella féu una gran riallada. Del llavi brotà una gota de sang que es reflectí en aquells cercles negres.

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Le grand soir (català)

Encara no havia decidit com reaccionar que ella es despullà. Feren l’amor. Els seus llavis ara eren salats com la sang. –—Mou-te, mou-te... —li repetia incitadora.

Y Z

Tenebra. Aquell aire tan calent l’estava endormiscant altra vegada. La foscor d’aquell lloc li havia recordat aquells ulls. «Mou-te, mou-te...». Recordava els ulls, la llum vermellosa, els darrers gots de gintònic servits per aquelles mans fredes, la seva olor. «Mou-te, mou-te...». El cotxe. El cotxe? Potser una habitació. Potser el lloc on era ara. Ho anava recordant tot: l’orgasme, els seus pits groguencs, la rialla de xisclet. El somni... «Mou-te, mou-te... !»

Y Z

Els dos cossos s’estremiren, prement l’un contra l’altre. Respiraren profundament llarga estona. La lluna entrava cansada per les finestres del cotxe i els tenyia la pell d’un groc cendrós. Ell estava esgotat. Li besà un pit i li semblà veure, a través de la penombra, que aquells ulls, per fi, s’havien tancat, satisfets. Fou l’últim de què s’adonà abans de caure als seus braços,

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Le grand soir (català)

pres per una son excessiva. Resistint, entre somieig, repetí la frase que s’havia endut el seu record: —Mou-te, mou-te.... Ja no sabia res més d’ella. El somni ensulsiava els marges de la vida que feia uns minuts havia cregut real. Ara caminava descalç per la terra pedregosa i fatigosa, i els arbres li ferien els ulls amb branques delicades, tan vivament malignes. Tot li semblava que no fos res. Tot queia amb una fressa lenta i molla, i flotava sense figura, o s’enfonsava per sempre. Ell la seguia, anava rere aquells cabells pèl-roges a través dels arbres. Ja no sabia res més d’ella. Aleshores la va veure allà. Cavant. La fossa era mig feta. Ell s’aturà a uns metres. Esperà una bona estona. Feia fred. Ella el convidà a entrar, bruta de fang. Ell no es mogué. Ella insistí. –—Mou-te, mou-te... —Ell es dirigí cap a la caixa del fons, dòcilment, amb una ganyota desencaixada. La rialla. El grill. El cop de tapa. El son.

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Le grand soir (castellano)

“Le grand soir” Ramon Dac

Tiniebla. Ni un tímido rayo de luz. Todo era oscuro, pero todo le daba vueltas. «Gira aquí». Sentía que su cabeza iba a estallarle de un momento a otro y no tenía fuerzas ni para abrir los ojos. Su primer movimiento fue cerrarlos más fuerte aún. Suspiró, lentamente, casi como un lamento, y uno de sus cabellos le cosquilleó la mejilla. Entonces notó un pinchazo en el labio, ligeramente hinchado. El aire, caliente y húmedo, pesado, caía a lo largo de su cuerpo. De lejos, casi imperceptible, llegaba el cricrí de un grillo, como si estuviera escondido en lo más hondo de un montón de cojines.

Y Z

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I Premio “Ovelles elèctriques”

Le grand soir (castellano)

Aquella noche, la música percutía una y otra vez dentro del local, lleno de gente hasta más allá de donde sus ojos podían divisar con cierta claridad. Había poca luz, rojiza. Se sentía a gusto con esa soledad. Sonrió i se terminó de un trago el tercer gin-tonic. Miró hacia atrás, señaló el vaso y asintió. Esperó. Entre la multitud pudo distinguir unos ojos oscuros, unos dientes blanquísimos. Por detrás, el camarero le avisó; tenía otro gin-tonic listo. Pagó y al girarse se la encontró cara a cara, sonriendo. Él se apartó un mechón de la cara y se acercó a su mejilla: —¿Quién eres?—. Ella hizo como si no le hubiera entendido. Realmente tenía los ojos grandes y negros, decididos, y aún más en aquel rostro pálido. Tenía la cabellera pelirroja, de rizos juguetones que caían hasta su pecho. Era de una belleza rara, pensó. Bailaron. Ella tenía las manos frías. Los labios, dulces.

Y Z

Abrió los ojos sin esperar ver nada. Tiniebla. El dolor de cabeza había menguado y ahora podía pensar un poco. Se llenó los pulmones y el aire era caliente y húmedo como un aliento. «Muévete, muévete...». Quiso toser, pero se sentía demasiado abatido. Una apatía de domingo tenía presos todos y cada uno de sus músculos. La curiosidad apenas había empezado a resonar en su interior, tan lejana como el grillo. Reapareció en su mente aquella imagen, aquella voz: «Muévete, muévete... »

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Le grand soir (castellano)

Y Z

Reían y se acariciaban. —Gira aquí —le dijo ella. Él hizo el último trago del gin-tonic y tiró el vaso por la ventana. Dio un volantazo y dejaron la carretera para adentrarse en un camino pedregoso. Los baches le nublaron aún más la visión. Ella pareció notarlo y sonrió con aquellos dientes blanquísimos. Él intentó devolver la sonrisa, pero le salió una mueca desencajada. A un lado y a otro, los troncos de los árboles parecían moverse y entrelazarse con sus sombras. Miró el retrovisor. Por detrás, el coche dejaba el bosque en una oscuridad antigua, casi absoluta, matizada solamente por la pincelada enfermiza de la luna. Se pararon y empezaron a besarse. Ella se rió con un chillido estridente, excitado, raro. Raro como su belleza, pensó él. La abrazó por la cintura y se la puso encima, la besó con fuerza, le acarició los pechos. Se sentía sediento de sus labios, pero empezó a sentirse extrañamente inquieto por aquellos ojos oscuros que no se cerraban nunca. Jamás perdían de vista los suyos. Pasó sus dedos por los rizos pelirrojos, de olor dulce y penetrante, cerró los ojos y la besó con más fuerza. No sirvió de nada. Seguía notando la presencia de aquella mirada, penetrando algún lugar vulnerable de su pupila. Penetrándole hasta más allá del ojo, hasta más allá del cuerpo. Dejó los rizos y puso la mano encima de sus ojos, protegiéndose de alguna cosa, disfrazando el gesto de caricia torpe. Fue entonces cuando notó el mordisco

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Le grand soir (castellano)

en el labio. Él se apartó. Ella hizo una gran carcajada. De su labio brotó una gota de sangre que se reflejó en aquellos círculos negros. Aún no había decidido como reaccionar que ella se desnudó. Hicieron el amor. Sus labios ahora eran salados como la sangre. —Muévete, muévete... —le repetía incitadora.

Y Z

Tiniebla. Ese aire, caliente, le estaba adormeciendo otra vez. La oscuridad de ese sitio le había hecho recordar aquellos ojos. «Muévete, muévete...». Recordaba los ojos, la luz rojiza, los últimos vasos de gin-tonic servidos por aquellas manos tan frías, su olor. «Muévete, muévete...». El coche. ¿El coche? Quizás una habitación. Quizás el sitio donde se encontraba ahora. Lo iba recordando todo: el orgasmo, sus pechos amarillentos, el chillido estridente, el sueño... «¡Muévete, muévete... !»

Y Z

Los dos cuerpos se estremecieron, uno contra el otro. Respiraron profundamente largo rato. La luna entraba cansada por la ventana y les teñía la piel de un color amarillento, cenizo. Él estaba agotado. Le besó un pecho y por un momento le pareció ver, a través de la penumbra, que aquellos

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Le grand soir (castellano)

ojos, por fin, se habían cerrado, satisfechos. Fue de lo último que se dio cuenta antes de caer en sus brazos, poseído por un sueño excesivo. Resistiendo, repitió la frase que se había llevado su recuerdo: —Muévete, muévete... Ya no sabía nada más de ella. El sueño derribaba los márgenes de la vida que unos minutos antes había creído real. Ahora caminaba descalzo por la tierra pedregosa y fatigosa, y los árboles le herían los ojos con ramas, tan vivamente malignas. Todo le parecía que no fuera nada. Todo caía con un murmullo lento y húmedo, y flotaba sin figura, o se hundía para siempre. Él la seguía, iba detrás de aquella cabellera pelirroja a través de los árboles. Ya no sabía nada más de ella. Entonces la vio allí. Cavando. El foso estaba casi hecho. Él se detuvo a unos metros. Esperó un momento. Hacía frío. Ella le invitó a entrar, sucia de barro. Él no se movió. Ella insistió. —Muévete, muévete... —. Él se dirigió hacia la caja del fondo, dócilmente, con una mueca desencajada. El chillido. El grillo. La tapa. El sueño.

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Napoleón y el mago

RELATO FINALISTA

“Napoleón y el mago” Juan José Tena

El día de año nuevo de 1820 Fouche, ministro de Francia era uno de los invitados a la coronación como emperador del mundo de Napoleón. El Papa en persona había acudido a Paris para la solemne ceremonia, en la que todos los reyes y presidentes reconocerían su autoridad como supremo gobernante de toda la tierra. A partir de ese momento los antiguos líderes seguirían en el poder, pero la última palabra en las decisiones importantes correspondería al emperador. En medio de la magnificencia de la catedral de Notre Dame, Fouche intentaba controlar la ansiedad que le embargaba, algo curioso en un hombre conocido por sus nervios de acero. Si alguien le hubiera preguntado el motivo de la tensión que sufría, hubiera contestado que era debido a la responsabilidad que tenía como ministro del interior de garantizar la seguridad del emperador y el resto de soberanos. Pero la verdadera causa era otra. Durante toda su vida una de sus obsesiones había

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Napoleón y el mago

sido saber. Ahora creía conocer la verdad y por ello estaba asustado. Desearía desaparecer sin dejar rastro, ya que pese a estar tantos años en el filo de la navaja, nunca había tenido tanto miedo. Además, por su cargo conocía demasiados secretos y sabía que le darían caza sin cuartel y al final lo encontrarían. Su vida había estado dedicada a la búsqueda exclusiva del poder, sin importarle ser sucesivamente sacerdote, diputado revolucionario radical, y finalmente jefe de la policía política y los servicios secretos a las ordenes de Napoleón. Nadie había podido vencer al genial general en su camino hacia el dominio mundial. Tras la victoria de Trafalgar, el imperio británico firmó una paz vergonzante para evitar ser invadido por el ejército francés. En Leipzig aplastó al emperador austriaco, al rey de Prusia y al zar. Tras la arrolladora victoria de Borodino el zar abdicó, siendo nombrado el propio Napoleón zar de todas las Rusias por el nuevo patriarca de Moscú en el Kremlin. Nunca se supo que ocurrió exactamente con su antecesor. Tras lograr la sumisión de los Estados Unidos y del emperador de China nadie discutía ya al corso su título de imperator mundi como pomposamente le había proclamado el adulador Talleyrand. Durante toda su carrera política Fouche había sido un experto en intrigas y complots; creador de una amplia red de policía política y espionaje que llegaba hasta el último rincón del imperio. Desde el más humilde mendigo hasta el propio emperador, todos podían ser espiados. Vigilar a Napoleón había sido en principio una manera de encontrarle un punto débil,

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información privilegiada que le hiciera intocable. Desde hacia mucho tiempo uno de los aspectos más misteriosos de la vida del emperador era su consejero personal. Nada se conocía de él, aunque se rumoreaba que era egipcio. Por lo menos acompañaba al emperador desde la expedición de conquista que realizó al país de las pirámides. Era un hombre ya anciano, muy delgado, lleno de arrugas y vestido de forma humilde como si fuera un predicador ambulante. Algunos rumores de la corte le atribuían una enorme influencia sobre el emperador. Otros comentaban en voz baja que era un mago de grandes y pavorosos poderes, experto en magia negra. Fouche al principio pensaba que se trataba simplemente de un consejero y estratega político. Pero con el paso del tiempo había aprendido a temer al misterioso consejero. Kamel, la sombra de Napoleón, origen de la mayoría de los miedos del ministro. No podía olvidar que todos aquellos que se oponían al emperador, tanto en Francia como en el extranjero habían comenzado a tener desgracias, tanto familiares, como de salud y todo tipo de misteriosos accidentes. Esas muertes no habían sido causadas por el servicio secreto, como bien sabía él, su máximo responsable. Tanto sus conocidos como el propio Fouche habían notado que Kamel tenía con el paso de los años más confianza en sí mismo y cada vez se mostraba más insolente y atrevido, siendo consultado por el emperador en cada decisión importante. Cuando Fouche había mantenido alguna entrevista con Napoleón se había sorprendido viendo al emperador cada vez más triste y cansado. Es cierto

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que sus obligaciones eran gigantescas y los problemas se acumulaban. Decisiones militares, políticas, económicas, de la voluntad del corso dependía la vida y el futuro de millones de personas. Pero parecía haber perdido la energía inagotable que le había hecho ascender vertiginosamente desde sus humildes orígenes. En la sombra, pero siempre a su lado estaba Kamel, con su sonrisa fría y un característico tic en el ojo izquierdo que le hacía guiñarlo sin tregua. ¿Sería muestra de que el egipcio también estaba sometido a presión? No lo parecía. Hasta para un hombre con los nervios de acero como Fouche era imposible aguantarle la mirada. Sus ojos eran dos pozos profundos donde se reflejaba el horror y el poder de la sabiduría oculta. Al mirarle notaba como le entraba un vahído y toda su confianza en sí mismo desaparecía. Caía y en su caída vislumbraba ritos ocultos y sangrientos en las cámaras más profundas y secretas de las pirámides, donde la oscuridad se movía y tomaba formas imposibles, anhelando lo que había de puro e inocente en los hombres, alimentándose de su dolor, de sus recuerdos, de sus esperanzas. Gracias a su fuerza de voluntad rígidamente ejercitada

por

años

de

disciplina

Fouche

lograba

salir

de

su

ensimismamiento, y recuperar el control de su mente, mientras Kamel le miraba sonriéndole enigmáticamente. El ministro temía al mago y procuraba evitarlo siempre que podía. No podía comprender como Napoleón podía aguantar la presencia maligna y avasalladora del egipcio a todas horas. Quizás con el emperador el mago se comportaba de otra manera, quizás el

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emperador era un ser tan excepcional que era inmune a los poderes de ese hombre. De Kamel comentaban entre susurros los más supersticiosos en la corte que tenía el poder de matar a distancia, leer los pensamientos ajenos, sugestionar a los demás para que obedecieran sus órdenes e incluso controlar los elementos y la naturaleza. Había una posibilidad más inquietante que algunas noches de insomnio aparecía por un rincón temeroso de la mente de Fouche y en la que prefería no pensar. Que el propio Napoleón, el hombre más poderoso del mundo, estuviera manipulado y controlado por el mago negro. Ese pensamiento es el que angustiaba a Fouche mientras asistía a la ceremonia de coronación oficiada por el Santo Padre. Por lo menos el hechicero no se encontraba en la catedral. Esperaba que eso fuera un signo de que el emperador comenzaba a zafarse de su influencia. Salvo que ese milagro se hubiera producido Fouche sabía que sus días estaban contados ya que el todopoderoso Kamel sospechaba de él. Fouche presumía de conocer todo lo que pasaba en Francia. Pero había cosas que incluso a él se le escapaban y que no conocía. Por ejemplo lo que había sucedido en las habitaciones privadas del emperador la noche anterior a la coronación. El emperador temblando, con la mirada perdida, había asistido aterrorizado a la ceremonia mágica realizada por Kamel, ambos completamente cubiertos de sangre proveniente de unos pobres niños comprados en los arrabales más miserables de Paris. Kamel usó las

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palabras prohibidas que jamás deberían pronunciarse, los símbolos más antiguos y poderosos y quemó en pebeteros las sustancias más extrañas. La propia habitación comenzó a fluctuar, a combarse en sí misma, a abrirse mostrando túneles que no deberían existir. Napoleón cayó al suelo entre convulsiones, mientras Kamel temblando, alzaba los brazos, tensando los músculos al máximo. En ese momento aparecieron seres que escapaban a cualquier descripción, que comenzaron a lamer la sangre derramada de los inocentes. La oscuridad más allá de las velas giraba en una loca danza espiral, mostrando imágenes que destruirían la mente de cualquier hombre. Tanto el oficiante como el participante involuntario de la ceremonia sufrieron en silencio un desgarro brutal de su cuerpo, sus órganos se retorcieron mientras sus mentes se deslizaban por la oscuridad. Cuando la ceremonia terminó, Napoleón se levantó del suelo trabajosamente. Kamel no lo hizo. Había desaparecido a través de los portales de la magia ritual convocados en esa ceremonia impía. La coronación llegaba a su momento culminante. El Papa cogió la corona imperial y se dispuso a colocarla en la cabeza de Napoleón. Pero el emperador no se arrodilló sino que miró fijamente al Santo Padre y con un gesto le solicitó la entrega de la corona. Acto seguido se la colocó él mismo en su cabeza, en un gesto de soberbia que impresionó y llenó de asombro a todos los que lo presenciaron. Pero no fue eso lo que aterrorizó a Fouche. Fue el tic nervioso que mostraba el emperador en su ojo izquierdo,

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guiñándolo sin parar, algo que jamás había hecho, y la mirada que le dirigió, mostrando en lo que se había convertido el hombre que gobernaba el mundo, y todo lo que tenía planeado hacer desde ese momento.

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Andy

“Andy” Ernesto Fernández González

—¿Y dice que se lo encontró así anoche? —preguntó el técnico. —Eso es, justo al volver de la oficina —respondió el propietario del malogrado asistente multifunción, que yacía inerte en un rincón de la sala—. Siempre me saludaba al llegar a casa, con visible entusiasmo. Sin duda se alegraba de verme… —Sí, estas unidades suelen mostrar cierta emotividad —el técnico lo contempló con gravedad; desplegó el equipo de verificación de sistemas y observó las lecturas. —¿Puede haber sido la unidad central de procesamiento? —No, creo que no. Eso es raro que falle. Quizás sea del catalizador químico. Esta unidad es muy antigua. ¿Dónde la adquirió? —Trabajo en Synctech Corporation, la compañía lanzó una promoción para los empleados; muy buenas condiciones.

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Andy

—¿Syntech? ¿Es usted ingeniero? —No, yo soy de contabilidad. No sé mucho sobre estas cosas. —Bueno, sabrá que el equipo es ya bastante viejo… —Sí, hace años que expiró la garantía, pero no me importa pagar por conservar a mi Andy. —¿”Andy”? —el técnico esbozó algo semejante a una sonrisa. —Ehm, sí, es un apelativo cariñoso, ya sabe… —Claro. —Lleva conmigo muchos años. —Sin duda. —Y como se puede imaginar, tiene para mí un gran valor sentimental. —Natural —el técnico escaneó ahora la superficie de “Andy” con una especie de pistola que proyectaba un haz de luz parpadeante—. Uhm, está feo el asunto, me temo que no haya forma de repararlo. Pero no podría decirle ahora mismo cuál ha sido la avería, tendría que llevármelo. Veo que no lleva interfaz de autodiagnóstico. —Pues no. —Debería habérselo instalado. —Lo sé, pero es que a Andy no le gustaba la idea. El técnico pareció sorprendido ante tan extravagante afirmación. —¿Que no le gustaba la idea?

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Andy

—Bueno, ya le dije que era un asistente muy especial. Tenía sus gustos, sus manías… —Sí, eso sucede. A veces llegan a parecerse a nosotros, pero no debería prestarle demasiada atención a esa clase de caprichos. Después de todo, estas cosas sólo son… —Ya, claro, pero es que yo no puedo evitar ver en esos ojillos algo parecido a auténticos sentimientos. ¿A usted no le pasa? —Yo llevo toda la vida trabajando con unidades como ésta, comprenda que me lo tome con bastante frialdad. —Lógico. ¿Usted no tiene un multifunción? —No. Si le digo la verdad, no me agrada la idea de convivir con una de estas cosas, dejarla al cuidado de mi casa, de mis seres queridos. Yo me limito a implantar dispositivos, ensamblar brazos y piernas, limpiar filtros, chequear circuitos de alimentación… —Pues le sería interesante tratar con ellos a un nivel, digamos, más íntimo. Se sorprendería de sus habilidades intelectuales. En cierta forma, es como si ahí dentro escondiesen… un alma. —Bueno, a su manera, podría decirse que la tienen, pero su funcionamiento no deja de ser el propio de un sencillo sistema de procesamiento de información. Simples impulsos eléctricos. Aunque no le falta razón, están muy logrados esos emuladores de emociones.

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Andy

—Ya lo creo. Fíjese, mi Andy tenía una afición verdaderamente curiosa, le gustaba dibujar. —¿De veras? —Mire —el contable se acercó a una cómoda y extrajo de un cajón un bloc de dibujo. Mostró al técnico varias ilustraciones a carboncillo, ejecutadas con innegable destreza—. Éste es un retrato que me hizo hace algunas semanas. —Sorprendente. —Y ésta la dibujó en el parque, en el estanque. Mire ese cielo, y esos cisnes, ¿no resulta conmovedor? —Vaya, realmente tiene su punto de expresividad. —Un ser con semejante grado de sensibilidad debe poseer algo más que circuitos, válvulas y catalizadores. —Da que pensar, desde luego —concedió el técnico. —Oiga, ¿usted cree que tienen auténtica personalidad? ¿Cree que podrían rebelarse? —¿Como en las películas? —He leído que en Japón, uno que trabajaba en jardinería, se desprogramó o algo así y atacó con unas tijeras de podar a un agente de policía. —Bah, pura leyenda urbana, créame. —No sé, no sé…

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Andy

—De todos modos, si encarga otro, procure reprimir esas excentricidades. Hágalo revisar periódicamente, y sea cuidadoso con el mantenimiento. Estas cosas son delicadas. —Ya. Bueno, entonces ¿qué? ¿No tiene arreglo mi Andy? —Me temo que no. Mire, le dejaré unos catálogos. Podemos ofrecerle un nuevo asistente, disponemos de magníficos modelos actualizados, y con formidables condiciones de financiación. —Gracias, los estudiaré. El técnico recogió su equipo de diagnosis, salió a la calle, a la furgoneta que tenía aparcada enfrente de la casa, y volvió con un ligero contenedor desplegable de plástico. —Querrá que me lo lleve, ¿verdad? —Oh, sí, por favor. No sabría qué hacer con él, otro trasto más estorbando en la buhardilla. Porque está del todo inservible, ¿no? —Pssch, prácticamente. Conozco a un tipo que compra piezas antiguas, para recambios. Esos dispositivos ópticos no tienen mal aspecto, seguro que se pueden aprovechar. Mire, le doy cuarenta pavos por ellos. —De acuerdo —convino el contable—. Muchas gracias —dijo dolido tras aceptar el dinero. —Bueno, pues mi trabajo aquí ha terminado. Y usted, piense en lo de adquirir otro asistente; si lo encarga hoy mismo, podrá tener uno nuevo en su casa pasado mañana.

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Andy

—Claro. De todos modos, no será lo mismo. Mi Andy era tan especial… Justo cuando salía arrastrando el viejo multifunción, ya en el quicio de la puerta, el técnico se sintió conmovido por la visible tristeza del contable. —Vamos, amigo —le dijo, apoyando una consoladora mano robótica en el hombro metálico del otro androide—, no deje que le afecte. Después de todo, sólo era un ser humano.

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El hombre incompleto

“El hombre incompleto” Enrique Díaz Pascual

Ser detective privado no es divertido. Básicamente te dedicas a meter las manos en la cesta de la ropa sucia de los demás. Destapar fraudes laborales o poner en evidencia a un cónyuge adúltero, no es a lo que se dedica Bogart en sus películas. Él tiene que enfrentarse a tipos duros, resolver sórdidas conspiraciones y dejarse seducir por bellas mujeres. Es cierto que cuando le dices a una mujer cual es tu profesión, atraes su atención. Pero sirve de bien poco si el físico no acompaña. Bogart no tiene tripa cervecera, tiene pelo en la azotea y, que yo sepa, no es miope. A pesar de todo, me gustaba ser detective privado. No por el trabajo en sí mismo, si no por la remota posibilidad de que un día tuviese lugar una excepción que me condujese a un caso digno de un verdadero investigador privado. Quería tener mi propio “Halcón Maltés”. Era frecuente que me pidiesen que buscase a una mujer. Lo inusual

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del caso era que el cliente me dio un solo dato para iniciar el trabajo: una foto polaroid partida en su vertical, que mostraba a una mujer de cuerpo entero vestida con una blusa roja y unos tejanos. Generalmente, los clientes dan todo tipo de detalles con el fin de saber con quién estaba liado su mujer, ex-mujer, novia o amante. Pero el tipo elegante que me contrató era diferente, dejó la foto partida en mi mano y me pidió que encontrase a la mujer. Nada más. Un dato pequeño en un mundo muy grande. Me pareció tarea imposible. Por eso acepté el trabajo, por eso y porque Bogart hubiese hecho lo mismo. Polaroid, una tecnología obsoleta en la era digital. Otro dato intrigante era que, a pesar de estar rota y estar algo manoseada, la fotografía no parecía antigua. Pero todo eso era, como diría Poirot: “datos circunstanciales”, lo importante era lo que la foto mostraba. La mujer, su imagen sólo me sugería... nada. Era una persona normal, ni guapa ni fea, ni alta ni baja, el tipo de mujer con la que te cruzas todos los días por la calle sin que te llame la atención. ¿Por dónde empezar?, ¿pateándome la ciudad preguntando si alguien conocía a la mujer de la foto?, era una estupidez, me sentía víctima de mis propias fantasías. Volví a llamar al número móvil del cliente para solicitarle más información. Éste se negó, la foto era el único dato que podía darme. Mientras guardaba el móvil, me fijé de nuevo en la fotografía. En las películas de James Bond, el protagonista dispone de sofisticados sistemas de

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El hombre incompleto

análisis informático. Yo no soy precisamente un experto en tecnología, mis habilidades se reducen al uso del correo electrónico. Así que tuve que emplear sobre la foto el único medio de análisis que podía manipular sin dificultad: una lupa clásica comprada en un mercadillo. El cristal de aumento me mostró un detalle difícil de percibir a simple vista. En el extremo superior de la foto, justo donde ésta se rompía, se distinguía el fragmento del destello de un flash. Probablemente la foto había sido tomada frente a un espejo, por lo tanto, el otro fragmento mostraría al autor de la misma y el único sospechoso del que disponía… mi propio cliente. Fue fácil obtener, partiendo del número de móvil, los datos personales de mi cliente. Se trataba de un ingeniero químico, soltero, rico y solitario; residente en una vivienda unifamiliar, sin servicio doméstico, en la parte alta de la ciudad. Me decidí rápidamente, al día siguiente, temprano, cuando el sujeto abandonase la casa para ir a su fábrica, llevaría a cabo mi primer allanamiento de morada. Pepe Carvalho estaría orgulloso. Cuando crucé el umbral de su puerta trasera, me convencí de que estaba haciendo lo correcto, de que en esa casa encontraría las respuestas que buscaba. Desestimé la cocina, los baños, el salón... buscaba algo en concreto... y lo encontré. El espejo era una bella pieza de anticuario, rematada por un marco de ébano exquisitamente tallado. Ocupaba la mitad de una pared de una habitación habilitada como estudio de trabajo, con estanterías de libros, tablones de corcho y un escritorio donde reposaba un

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ordenador portátil. La foto se había hecho en esa habitación, un hombre, probablemente el químico, empleando una vieja cámara Polaroid, se retrató frente al espejo junto a una mujer que indudablemente conocía. ¿Por qué no me dio más datos, si quería que la encontrase? Descorrí las cortinas que daban al jardín trasero. La luz entró en el estudio desalojando la penumbra que lo habitaba. Observé que uno de los tablones de corcho estaba poblado, desordenadamente, con fotografías Polaroid sujetas con alfileres. Mostraban de todo: retratos de personas, fotos de obras de arte, edificios, quinielas, garabatos escritos en libretas... Una de ellas atrajo mi atención, se trataba de la estatua de una mujer de torso desnudo, me era familiar, pero había algo extraño en la composición. Miré otra, era el Partenón de Atenas, pero no era una ruina, aparecía nuevo, con toda la grandeza del templo que había sido. Volví a la imagen de la estatua, la reconocí, era la foto de la Venus de Milo, ¡con brazos! Otra foto mostraba la gran pirámide de Giza en todo su esplendor, a su lado, el acueducto de Segovia chorreando agua, ¿montajes de ordenador? —¿No ha podido encontrarla, verdad? El sonido de la voz me sobresaltó y cortó el hilo de mis pensamientos. Era el cliente, me hablaba desde la puerta de su despacho. Entre sus manos sujetaba una cámara Polaroid. —No se preocupe -continuó-. Usted no es el primero, todos han fracasado.

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—Una foto no es suficiente -me atreví a decir-. Ahora sé que la foto se hizo en esta habitación y que usted estaba presente. Necesito más datos. —No tengo más datos —respondió mientras con una mano cogía un florero vacío de una de las estanterías. Las cosas se estaban poniendo feas, un loco con un jarrón en la mano estaba a punto de agredirme. Lo peor de todo era que, acabase como acabase, no iba enterarme de qué iba todo el asunto. Creí oír la risa burlona de Mike Hammer a mis espaldas. Me sobresalté por segunda vez cuando el químico hizo añicos el jarrón arrojándolo contra el suelo. Acto seguido, apuntó con la cámara hacía los fragmentos he hizo un disparo con flash. Cuando la foto terminó de salir de la cámara, la cogió y la tendió hacia mí con un gesto. La tomé en mi mano y contemplé asombrado la imagen que se estaba formando. No era posible, la foto mostraba el florero no en fragmentos… ¡aparecía entero! —Con esta cámara tuve un golpe de suerte —me explicó—. Pasé de hombre pobre, a hombre rico. Todo gracias a este artefacto, un objeto mágico que completa la imagen del objeto o persona expuesto. Miré de nuevo las fotos clavadas en el corcho mientras asimilaba lo que estaba pasando. Quizás cualquier otra persona, más racional, menos soñadora, no lo hubiese aceptado. Recordé entonces una cita de Sherlock Holmes: “cuando se ha eliminado lo imposible, lo que queda, por improbable que pueda parecer, es la verdad”. Tenía la verdad entre mis

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manos, en forma de una foto Polaroid que mostraba un florero. No hay ninguna tragedia que contar. El cliente me explicó como se hizo rico gracias a la cámara. No fue haciendo fotos de boletos de quinielas vacíos, no funcionaba, pues aunque la cámara completaba el resultado, lo hacía de una jornada de fútbol indeterminada en el tiempo. No, su éxito lo obtuvo haciendo fotos de fórmulas químicas incompletas —los garabatos que vi en el tablón—. Así de sencillo. También viajó por todo el mundo, haciendo fotos de restos de la historia, regocijándose siendo propietario único de imágenes que hacía siglos no contemplaba ojo alguno. Finalmente, un día decidió fotografiarse a sí mismo frente al espejo, el resultado, él junto a una mujer, la mujer de su vida, la que podía completarle como persona. Lo siguiente es solo el relato de una búsqueda infructuosa., de un peregrinaje vano en busca de la felicidad. En eso no había nada fuera de lo común. No quiso —o no pudo—, contarme el origen de la cámara. Sí me señaló que el extraordinario objeto, únicamente funcionaba cuando lo manipulaba él. En manos de otra persona volvía a ser una cámara de fotografiar corriente. Algo que pude comprobar cuando me dejó hacer una nueva instantánea a los fragmentos del florero. Mi instantánea solo mostró pedazos rotos. No pude evitar un breve sentimiento de envidia, él seguiría en su mundo fantástico, yo tendría que volver a la cesta de la ropa sucia. —Permítame una pregunta —me dijo cuando ya me disponía a salir de la casa.

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El hombre incompleto

Sabía lo que me iba a preguntar. Quería que me lo preguntase. —¿Quiere que le haga una foto?, por las molestias. Todos los días, antes de empezar a trabajar, miro la foto durante unos instantes y reflexiono sobre los giros que podemos dar a la vida —ayudados o no, por hechos extraordinarios—. Y me siento afortunado porque entendí, más allá de lo que sabía el químico, que las fotos no mostraban a las personas “completas”. Eran únicamente un reflejo idealizado, una esperanza, una brújula que señalaba una dirección. La mujer de la foto nunca existió y el Partenón nunca fue tan bello. Lo supe cuando contemplé por primera vez mi foto. Me mostraba sonriente, sujetando un libro del cual no se podía leer el título, aunque sí el nombre del autor. Mi nombre. Por eso estoy aquí, ante una nueva página en blanco. Con la firme voluntad de trazar parte de mi propio destino. Aunque sea sin magia.

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Los recolectores

RELATO FINALISTA

“Los Recolectores” Juan Herreira Oteiral

Corvain se apeó del deslizador cerca del hangar número cinco. Pese a las jornadas extenuantes en la extracción de Formita en los asteroides de Centauro C, no se sentía cansado. Tenía una meta en su mente y nadie le iba a detener hasta que consiguiera su propósito. Con el petate al hombro pidió un aerotaxi que le dejara cerca de su casa. En realidad, el camarote que tenía alquilado en la estación espacial Arcadia era poco más que un cubículo asfixiante. Se sentía cómodo allí sin saber muy bien por qué. Corvain posó el petate y se tumbó sobre el camastro. No tenía hambre ni se sentía sucio pese al largo viaje. Sin darse cuenta se durmió sólo pensando en la oscuridad. No soñó con nada. Dos días después un grupo de tres hombres, a los que Corvain, se les unió, partieron de nuevo para unas jornadas maratonianas en la extracción de Formita. La lanzadera esférica salió en dirección hacia los asteroides de

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Los recolectores

Centauro C. La estación quedó de nuevo atrás como un enorme cilindro de dos millones de toneladas rotando como un juguete pasivo en manos invisibles y calmadas. Dentro de la lanzadera estaba Magnus, Mirten y Carlosi que eran con los que más coincidían en las últimas expediciones. —Creo que nos espera una veta gruesa. Las últimas noticias en la estación decían que nos sacaban para hacer más turnos extra. Los asteroides sólo se pueden explotar... —dijo Magnus que fue interrumpido de repente. —En condiciones óptimas. Necesitamos abordarlo en la trayectoria lenta adecuada y sólo nos pueden sacar cuando vuelva a decelerar. Es pan comido —agregó Carlosi impaciente. Corvain revisaba su traje espacial y miró a Mirten con una media sonrisa. —Parece que nuestros compañeros se han aprendido bien la lección —le dijo a Mirten. Mirten no contestó, tan sólo se limitó a asentir con la cabeza y siguió revisando el traje. Tras una semana de viaje llegaron al campo de asteroides donde iban a proceder a la recolección. Los botes de extracción, las cápsulas individuales con los depósitos vacíos para meter el mineral, salieron expulsadas como larvas espaciales. Viraron en grupo como una nube de abejas y se fueron adhiriendo a las superficies rocosas.

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Los recolectores

Las pequeñas cápsulas vomitaron los garfios de anclaje a las rocas de asteroide. Se tensaron mediante unas pequeñas poleas y, una vez acomodados, los recolectores, empezaron a escarbar en la materia con sus pequeños picos de movimiento y los succionadores, que depositaban los trozos de Formita en la parte trasera de la cápsula, y emitían su rugido, solamente audible dentro del traje espacial. Corvain picaba sin detenerse ni un momento. Había encontrado una buena veta en el asteroide al que estaba adherido y sabía que sería suficiente material para la dura jornada. No tendría que cambiar de asteroide y eso siempre era más seguro y menos arriesgado. Sus compañeros no habían tenido tan buena suerte. Magnus no tardó más de media hora en cambiar de asteroide. Soltó los anclajes y se dispuso a abordar otro. Mirten seguía en el suyo pero sacaba más escoria que Formita pura por lo que iría cargado para sólo llevar una pequeña cantidad pura. Prefería eso, a tener que cambiar de asteroide. Carlosi estaba a doscientos metros de Corvain y parecía que tenía problemas. Le hacía gestos con las manos pero su intercomunicador no funcionaba. —Carlosi tiene problemas. Voy a dejar la cápsula anclada y trataré de acercarme con los propulsores de la mochila. Necesito que alguien venga conmigo —dijo Corvain dispuesto a ayudar a su compañero.

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Los recolectores

—Ni lo sueñes —le contestó Magnus—. Acabo de mudarme a esta roca y no pienso abandonarlo. Que vaya Mirten. —De acuerdo, acompañaré a Corvain. Siempre pensando en ti mismo —dijo Mirten por el intercomunicador. —Siempre he sido así. No sé de qué te extrañas —inquirió Magnus. —Está bien. Iré solo. No va a pasar nada. Las posibilidades de accidente son ínfimas. Sólo voy a ver que le pasa —apostilló Corvain que ya había puesto rumbo hacia el pecio de Formita donde se encontraba Carlosi. Corvain llegó al lugar en pocos minutos de cuidadosa travesía teniendo cuidado con los restantes asteroides que formaban la nube de extracción. —Mierda, Corvain. Voy a morir. Esta vez se acabó —la voz de Carlosi, más nítida por el intercomunicador debido a la

cercanía, no

demostraba emoción alguna pese a sus palabras. —¿Qué ha pasado? —quiso saber su compañero. —Fue al salir de la cápsula. Nunca antes me había pasado. Siempre lo tengo calculado. Los anclajes estaban muy tensos y una pequeña holgura en uno de ellos hizo que al estirarse de nuevo se tensara sobre mi brazo derecho. Me ha roto el traje. Dios mío, me ha roto el traje —explicó lacónicamente Carlosi.

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Corvain recapacitó un momento. ¿Una rotura en el traje? Debería haber muerto en el mismo momento en el que se la hizo. No podía ser verdad. —Te habrás arañado la superficie. El mecanismo de seguridad funciona al momento y la viscosa seña la rotura —dijo Corvain tratando de explicarse la situación a sí mismo. —No es solo eso. Mira... —dijo Carlosi enseñándole el brazo. —Dios mío. ¿Qué diablos es eso? Los recolectores volvieron en silencio a la nave madre. Retornaron a la estación Arcadia. El grupo caminaba fuera de los perímetros de seguridad y habían ido directamente, sin pasar por esterilización sanitaria, hacia la oficina del presidente de la estación. Tuvieron una pequeña resistencia con los guardias de la entrada principal y los pasillos centrales, pero tras hacerse con sus armas, llegaron al corazón de la estación sin problemas. El presidente, Marcel Courier, estaba ansioso por terminar con un gran número de formularios holográficos. El obeso directivo de fino bigote y traje caro hecho a mano, se puso pálido cuando vio entrar la cuadrilla en su inmenso despacho con las mejores vistas de la estación, supo que el problema que tanto había esperado por fin se planteaba. Lo que no sabía era cual iba a ser el resultado. —Pasen... caballeros —dijo con vos susurrante—. ¿En qué puedo ayudarles?

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Los recolectores

—¿Qué es esto? —dijo Carlosi enseñando su brazo. La herida mostraba un hueco donde se veía el interior, lleno de cables, circuitos y mecanismos. —Es lo que ves —dijo el presidente—. Sólo espero que no se corra la voz. —¿Qué trata de decirnos? —quiso saber Corvain sin aparentar sorpresa. —Me temo que sí. Y si mi memoria no me falla... el mecanismo de autodestrucción tras tomar conciencia, empezará en breves segundos —dijo Marcel satisfecho pero su frente perlada de sudor revelaba el beneficio de la duda. Uno a uno, los recolectores, pusieron las bocas de sus armas sobre sus pechos y fueron abriendo fuego de forma consecutiva. Los cuerpos caían sobre la lujosa moqueta emitiendo un ruido sordo. El olor a material sintético quemado inundó la sala. De sus cuerpos salía un humo gris y espeso. Marcel, aliviado, accionó el intercomunicador de su mesa y bufó a través de él. —Manden una unidad de limpieza. Ah... sí, y también dígale a mi secretaria que tengo que hacer cuatro nuevos pedidos a la fábrica.

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Enfermedades del alma

“Enfermedades del alma” Manuel Mije

Escribo, con manos temblorosas. A mi lado humea un café reciente, y alrededor, más allá del limbo amarillento del flexo que me permite seguir los trazos del bolígrafo, espera la oscuridad, cúmulo de sombras y malos presagios. Llevo horas enfrascado en la misma tarea, y no sé cuántas más restan hasta que pueda ser capaz de expresar lo que siento. La noche ya no es joven, si es que alguna vez lo fue, y tras la ventana, allá en los límites de mi visión, una fina línea de horizonte comienza a distinguirse entre el negro de la noche pasada y el gris del día aún por llegar. En nuestro cubil suspiro, reniego de lo escrito, y escondo una larga hilera de caracteres bajo un manto de rayas caóticamente trazadas, para después continuar la línea de mi discurso allá donde éste comenzó a malograrse. No es que lo anteriormente escrito fuera menos verdadero que lo que ahora puedes leer al cabo de esta misiva, pero sí era más equívoco, y

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Enfermedades del alma

hay que andarse con cuidado cuando de la verdad se trata, porque es aleación delicada, inestable bajo el peso de los prejuicios y otras formas de ignorancia. Lo primero que quiero decirte, lo principal, es que todos mis actos han perseguido siempre un único fin, que no es otro que el permanecer a tu lado. Te amo, desde aquel primer día que ninguno de los dos recuerda, y por ello sufro, por esta naturaleza nuestra que nos veta todo contacto, como alfiles de distinto color, condenados a no encontrarse nunca. Aun así hace tiempo que sabes que estoy ahí, al igual que yo te percibo a ti a través de tu ausencia, y mendigo de ese ínfimo consuelo me he arrastrado bajo tu sombra en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad, en la vida… y en la muerte. He sido tu siervo fiel, tu guardián, tu defensor cuando no eras consciente del peligro; y en virtud de esa servidumbre, quizá por un exceso de celo, me temo que también he sido tu perdición. Pero no me guardes rencor, ni me olvides, aunque ellos quieran obligarte a hacerlo. Tampoco debes sentirte culpable de nada, aunque traten de convencerte de lo contrario. Yo y sólo yo fui el ejecutor y, nunca lo dudes, el amor ha sido el único motor de todos mis actos. Llega la mañana, envuelta en un sudario de fría bruma, y desde la distancia, acercándose, una sirena anuncia el principio del fin. Se termina mi tiempo, nuestro tiempo, y antes de que todo se precipite quiero que seas consciente de mi verdad, pues tiempo habrá después para que ellos te

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Enfermedades del alma

cuenten la suya. Hace sólo unas horas Yáñez, el doctor Yáñez, dejó de existir. Yo lo maté. No entraré en detalles que supongo no serán de tu agrado, ni abundaré en mentiras piadosas que suavicen la cruda verdad. Lo hecho, hecho está. De lo único que me arrepiento ahora es de haberme dejado llevar por el corazón como un adolescente. Él quería separarnos, lo sabes, y eso es algo que yo no podía permitir. Por eso anoche fui a su consulta y lo maté. Fue un acto desesperado, irreflexivo, un impulso análogo al que instiga a los animales a persistir en su existencia. Esta es mi verdad; tu verdad, si así me la aceptas. Las sirenas, después de un in crescendo que las hizo dueñas de la mañana, han dejado de sonar cuando su ulular las situaba justo bajo nuestra ventana. Ahora se escucha el sonido de puertas de automóviles que se cierran, de instrucciones dictadas apresuradamente y a media voz, de pasos que se precipitan hacia nosotros. Causa y efecto, acción y consecuencia. No tengo miedo, y aunque sé que ellos leerán estas líneas no voy a mentir diciendo que me arrepiento de mis actos. Mis manos y mi conciencia están manchadas de sangre, mi existencia se acerca a su fin, pero lo único que ahora siento es una inconmensurable alegría al poder dirigirme a ti directamente a través de esta carta y confesarte mis sentimientos, tanto tiempo ocultos. Se escuchan pasos en las escaleras, pasos furtivos y apresurados, pasos zigzagueantes que se extienden hasta el rellano de la planta, que se

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Enfermedades del alma

apostan tras la puerta, pasos que culminan con una llamada y un anuncio de que es la policía, el principio del fin de nuestra historia de amor. Ya ha llegado el momento de la despedida, y ahora, al cabo de todo, no sé qué decirte; ni siquiera sé cómo te tomarás estas líneas o qué pensarás de mí. Lo único que sé es lo que te terminarán diciendo ellos, lo mismo que te dijo el doctor Yáñez: que sufres un trastorno de personalidad múltiple, una enfermedad del alma. Y tendrán razón, porque qué es el amor, sino una enfermedad del alma.

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Robinsones

RELATO FINALISTA

“Robinsones” Serafí Gimeno Solà

Escucho el susurro de sus pasos enterrado en la arena. Una fina lámina de sílice que oculta mi persona, cual barniz mimético sobre la zarpa de una mantis. Estoy exultante, mi próxima víctima es el contrincante más poderoso, un fornido estibador con bíceps de hierro condenado por asesinar a su mujer. Él es el último, lo sé muy bien. Oí los gritos de Jhoe y Delawar ayer noche, en el palmeral. Ha sido un juego interesante, ya en la primera semana de convivencia forzada supe que la cosa prometía. La primera semana sirve para fraguar odios, rencillas, en suma: mala leche. También es útil para calibrar el potencial de cada competidor y concertar alianzas. La segunda semana es un limbo entre una situación candente, tensa hasta la asfixia, y la angustia narcotizante de nuestro propio miedo. En definitiva, una lista de espera para la obtención de un permiso de homicidio premeditado.

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Robinsones

Utilicé esa primera semana para aliarme con Nátaly. Entre los dos preparamos una encerrona a Clark y a Ángelo. Dos jóvenes drogatas condenados por el atraco a una licorería y la muerte del empleado. Nátaly se les ofreció desnuda y ellos picaron el anzuelo. Mientras se lo montaban con ella, les apuñalé con el punzón de bambú que ahora aferro en mi mano, aquí, enterrado en la arena, a la espera de mi última víctima. Nátaly era la típica mosquita muerta de mirada lánguida. No era muy atractiva, pero tenía unas buenas caderas y un buen culo. La condenaron por envenenar a tres de sus maridos. La muy cabrita les preparaba infusiones digestivas a base de cianuro. Pienso en ella en pretérito porqué ya no existe. Me la cargué. La visión de aquellos cuerpos ensangrentados junto a ella me excitó demasiado. Salté sobre la chica y empecé a pegarla, ella chilló y trató de defenderse. De un rápido tajo en la garganta ahogué su voz con sangre. En general, el grito y el forcejeo en una relación me estimulan, pero no quería que los otros la oyesen, atrayendo su atención sobre mí. El cuerpo de Nátaly, tendido en el suelo, temblaba con la fiebre de un cuerpo joven que, privado de sopetón de eso que llamamos Vida, intenta retener hasta el último hálito agónico con la esperanza de retrotraer un proceso imparable, cual avaro que intentara seguir extrayendo monedas de un calcetín ya vacío. La Vida es así, tozuda y avariciosa hasta la náusea.

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Robinsones

Allí mismo, en su agonía, la poseí varias veces. No sé si estaba muerta o viva cuando me corrí dentro de ella ¿Eso me convertiría en un necrófilo? Puede que sí. Quizá no me portase muy bien al traicionar a Nátaly, pero, ¡qué carajo!, nunca me ha gustado compartir un premio. Daniel, el estibador, pisa con indecisión la arena de la playa, lo sé por sus pasos, cortos y sin rumbo aparente. Se mueve como un bañista en una cala abarrotada, a la búsqueda de un lugar despejado donde extender la toalla. Su avance le lleva unos metros más allá de donde tengo enterrados mis pies. Emerjo de mi sudario con el mismo silencio con que el flujo de un reloj de arena golpea un cúmulo contra otro, en su impávido recuento de un tiempo ya perdido. Un tiempo perdido también para Daniel. Desprendiéndome del pañuelo que cubre mi rostro, y que me ha permitido respirar entre los granos de arena, camino unos pasos por detrás del estibador, los justos para asestarle una puñalada por la espalda, por debajo de su omoplato izquierdo. El impacto ha sido tremendo, debo haberle horadado un pulmón o rebanado alguna arteria importante. Daniel gira sobre sí mismo en un vacilante ballet. Me observa con una mirada que no puedo descifrar. Cae sobre sus rodillas mientras un hilillo de sangre mana de sus labios. Pronto el hilillo se transforma en torrente y el estibador desploma su enorme corpachón sobre la playa.

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I Premio “Ovelles elèctriques”

Robinsones

He ganado!, ¡el premio es mío! Salto, corro de un lado a otro, ejecuto una danza obscena en torno al cadáver. Busco la cámara más próxima, la encuentro bajo un cocotero. Del monitor de televisión, instalado junto a ella, surge la banda sonora del programa: ROBINSONES, bienvenidos al primer programa de televisión organizado por un centro penitenciario. ROBINSONES, emoción y aventura en una isla desierta, donde siete presos rescatados del corredor de la muerte deberán luchar por sus vidas. ROBINSONES, el mayor premio en metálico de la televisión. Un millón de dólares para el vencedor, medio millón si han concertado alianza. ROBINSONES, el programa con una mayor audiencia. Más de trescientos millones de telespectadores en todo el mundo. En el monitor aparece el rostro estúpido del presentador. —¿Y bien, señor Adams?, ¿qué se siente al ser millonario? Observo con desprecio al capullo que aparece por la pantalla. Estoy lo bastante cerca como para taparle un ojo de un escupitajo, pero, por desgracia, demasiado lejos como para poder arrancarle ese mismo ojo. —Ante todo una sensación gratificante. Nunca me habían llamado “señor”, aunque no creo que mi situación real vaya a cambiar mucho. Seguiré preso en una isla. —Sí, pero en una isla más grande y con todos los lujos que su dinero pueda pagar —se apresura a responderme. —¿Podré seguir matando gente?

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Robinsones

Se oyen risas y carcajadas en el plató. El público, a espaldas del presentador, se mueve como una serpentina hedionda de carne humana entremezclada. Contacto de cuerpos y sudores, poros con el diámetro de cráteres y salivas infectas. —¡Ay, pillín, pillín! Cuéntenos, señor Adams, ¿cuál fue su primer delito? —Asesiné a una niña de cinco años. Pero yo no pagué el pato, pillaron a un negro que pringó por mí. La poli siempre tiene alguno a mano, para que ningún caso quede sin resolver. —Modérese, señor Adams. En este programa no estamos para hacer crítica social. A nuestra audiencia le interesan otras cosas. Por ejemplo, saber por qué lo hizo ¿Por qué mató a esa niña?, ¿la violó antes de hacerlo? —¡Por favor, señor presentador! Estamos en horario de máxima audiencia, hay niños acurrucados junto a sus padres en los sofás de sus casitas. Noto como la ira crece en mí. Con qué gusto reventaría la cara del presentador, y con qué satisfacción iría casa por casa a degollar a los seguidores del programa. —Maté a esa niña para retener la infancia que nunca tuve. —¿Es eso cierto, señor Adams? —No, pero, ¿a que queda poético?, ¡imbécil!

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Robinsones

De una certera pedrada destrozo el monitor de televisión, con la cámara empleo varios puntapiés. ¡Estúpidos babosos!, ¡morbosos de mierda! ¿Qué por qué mato? Siempre he odiado la Vida, a todo lo viviente, en especial a los humanos porqué tienen conciencia de ello, de estar vivos. Empecé de niño, ahogaba gatitos en un barreño situado en el patio trasero de mi casa, hasta que la madurez de un “cambio de hábitos” me llevó junto a aquella niña y a las otras víctimas que fueron sucediéndose ¿Por qué lo hago?, ¿por qué siento este impulso en mi interior? Podría buscarle razones filosóficas: La Vida es una anomalía, no cabe en un universo ordenado. Estoy seguro de que si hay una constante en el Cosmos, ésta es la inercia de la materia muerta. El mineral, la roca, el átomo encabritado preso en una órbita fija. Tomemos como ejemplo la fotosíntesis, base de toda vida posible. Un puto electrón, situado en un átomo de una célula especializada, va y se calienta por efecto del Sol; una calentura suficiente como para que pueda cambiar de órbita. De esta forma, ese movimiento genera la energía necesaria para que la planta sintetice sus propias viandas, a partir de lo que encuentra en el suelo y en el aire ¿Qué cojones hace ese electrón cambiando de órbita? Este movimiento, origen de todo, es producto de un error en la naturaleza inerme de las cosas. Alguien debería poner orden en el universo. Dirijo mis pasos una vez más hacia la playa. La balsa con la que nos hicieron llegar a la isla descansa varada sobre la arena, a salvo del oleaje.

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I Premio “Ovelles elèctriques”

Robinsones

Arranco dos de los siete neumáticos que sostienen su línea de flotación, unas gastadas cubiertas, unidas entre sí en una simple plataforma de madera, que arrojaré a la hoguera que voy a encender. El humo negro y denso alertará al barco de recogida. Los muy cabrones quieren retransmitir el rescate de un náufrago, con toda la opereta escénica que ello implica. Como si no supieran que ya he ganado y que deben venir a recogerme. Siento un desagradable pinchazo en la muñeca derecha. Arrojo al suelo los neumáticos con gran aprehensión. Del reverso de uno de los objetos de caucho, se escurre una serpiente de bandas negras y amarillas. El bicho huye hacia la maleza. Puedo identificarla, es una coralina ¿Esos hijos de puta la habrán puesto ahí para no pagar el premio? El veneno de una serpiente actúa como lo haría un jugo gástrico. Todo un flujo enzimático que corroe tu cuerpo, revienta las paredes de tus células, te devora el hígado y emponzoña tu sangre hasta transformar su color en un rojo podrido, negro de tan intenso. A efectos prácticos, la serpiente te digiere a distancia. El dolor es inaguantable. Me arrastro por la playa. Tengo la boca pastosa y seca. Necesito encontrar agua. Detengo mi deambular a ras de suelo. Una cámara me observa impasible. Trescientos millones de personas presencian en directo, indiferentes o alborozadas, mi terrible sufrimiento ¿Puede alguien imaginar mayor maldad?

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Sueños de un Dios muerto

“Sueños de un Dios muerto” José Ignacio Becerril Polo

No todos los días muere un Primigenio. Un ser ancestral con miles de años de antigüedad. Uno de los entes más poderosos y longevos del Universo. Un organismo que trasciende el tiempo y el espacio, más allá de la imaginación y el conocimiento. Por eso cuando un Primigenio expira, sus compañeros le lloran desolados. Son muchos eones de convivencia. Muchas experiencias compartidas. Mucho camino recorrido juntos. Quedan pocos, dado que su reproducción es costosa. Además, su innata facultad para permanecer en constante comunicación hace que cuando algo así sucede, experimenten algo parecido a la pérdida de una parte física de sí mismos. De hecho, durante mucho tiempo seguirán percibiendo su presencia. Los dioses no se extinguen súbitamente, como si fueran un suspiro en la Creación. Ellos mismos son la Creación.

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I Premio “Ovelles elèctriques”

Sueños de un Dios muerto

Su recuerdo es imperecedero. Por eso es importante despedirse de ellos como merecen. Se concentraron en aquel hermoso planeta azul, lleno de agua e incipiente vida. Sus figuras blancas, como colosales y brillantes medusas amorfas, refulgían bajo la luz dorada de aquel pequeño sol. Flotaban y se acariciaban con sus tentáculos, procurándose mutuo consuelo. Depositaron suavemente el cuerpo de su hermano muerto sobre un lecho de vegetación, y juntos cantaron viejas canciones de cuando todavía no reinaban en las estrellas. La ceremonia duró cientos de rotaciones de aquel planeta sobre el astro que lo mantenía prisionero. Luego se alejaron y, siguiendo la tradición, desviaron un gigantesco cometa de su trayectoria para que cayera como un meteorito sobre su cadáver, sepultándolo bajo toneladas de rocas. Miles de formas de vida desaparecieron por el impacto. Tampoco importaban. Simplemente dejaron paso a otras, como siempre ha sucedido y sucederá. Sólo era un minúsculo satélite perdido en la inmensidad del infinito. Un lugar donde descansar. Un lugar donde morir. Nada. Por fin hemos conseguido contactar contigo. No te sorprendas y sigue leyendo, pronto lo entenderás todo. Tenemos algo muy importante que decirte. Nos ha costado mucho poder hacerlo. El mundo en el que vives está a la vez muy cerca y muy lejos del nuestro (que en realidad también es el tuyo). Hemos trabajado durante mucho tiempo para hallar la forma de

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Sueños de un Dios muerto

hacerte comprender que estábamos aquí. Y lo hemos logrado. Pero ahora debemos ir despacio. No queremos que nos rechaces y todo se pierda. Trataremos de usar un lenguaje comprensible y claro. Te lo explicaremos todo desde el principio. Este relato es nuestro instrumento para acceder a ti. Hemos cambiado parte de su contenido para poder transmitirte nuestro mensaje. Los demás únicamente verán en él cháchara insustancial, que les hará rechazarlo por confuso y pretencioso. No importa, porque estas frases se han escrito sólo para ti. Eres tú a quien buscamos. El resto es indiferente. Sonríes condescendiente y te niegas a aceptarlo. Lo esperábamos. Son muchos años de decepciones. Muchos años siguiendo las reglas, cumpliendo las normas. Pero no puedes dejar de leer, porque algo en tu interior te hace intuir que no es un truco. No puedes evitar experimentar una extraña sensación al recorrer estas líneas y comprender su significado. En el fondo siempre lo has esperado, aunque creyeras que sólo eran ilusiones de adolescente, sueños de niños solitarios. Tú alma vibra ante la revelación que desde que tienes uso de razón has presentido. La realidad, la auténtica realidad, se escondía entre los entresijos de esa existencia artificial, y por fin te reclama. Piénsalo bien. Este entusiasmo irrefrenable por la fantasía, la ciencia ficción, el terror. Por todo aquello capaz de estremecerte y hacer volar tu imaginación ante lo insospechado, lo novedoso. Aquello capaz de golpear tu

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Sueños de un Dios muerto

estómago, de deslumbrar tu cerebro, de conmover tu corazón o de estrujar tu entrepierna. ¿Nunca te cuestionaste las razones? ¿Nunca te preguntaste porqué eras tan perceptivo? ¿No sentiste curiosidad por saber de donde procedía esa necesidad de evadirte hacia universos lejanos, hacia dimensiones desconocidas? ¿Nunca intuiste que toda esa fascinación era en realidad... una huida? Y es que la realidad es tan gris. Tan sosa y anodina. Tan predecible. Y, a la vez, tan extraña y ajena. Es como si no terminases de encajar en ella. Recuerda. Los primeros cuentos, los primeros tebeos. Las películas de héroes y monstruos, increíbles y hasta absurdas, pero que te dejaban fascinado, hipnotizado. Luego llegaron los cómics, los primeros relatos. Libros que llegaban a tus manos casi por casualidad. Asimov, Lovecraft, Poe... Cuanto más leías, más ansiabas avanzar por ese territorio ignoto y asombroso que llegó a ser más tuyo que la monótona cotidianidad. Ya no te sentías sólo, desplazado. Tenías cientos de amigos, maravillosos y sorprendentes. Dejar la niñez y la adolescencia atrás no te hizo abandonar tu íntima afición. Al contrario, la acrecentó aún más. Al principio incluso te avergonzaba un poquito. Te sentías un poco un bicho raro dejando que tus sueños e ilusiones infantiles continuaran y te acompañaran siendo un adulto. Pero, ¿cómo continuar sin ellas? Y es que ya lo presentías. No como una mera corazonada o un deseo

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Sueños de un Dios muerto

inconsciente. Ya sabías que había algo más. Que tus pesadillas eran, y son, demasiado reales. Que extrañas y oscuras formas se escabullen por los rincones cuando pasas, dejando que apenas las atisbes por el rabillo del ojo. Que nunca has podido reconocerte en el ser que se refleja en los espejos. Y que eso te da miedo, mucho miedo ¿Acaso puedes negar que mucho de lo que lees, por muy loco y raro que parezca, te resulta insólita y aterradoramente familiar? En el fondo de tu alma sabes que es verdad. Tus inclinaciones únicamente enmascaran el hecho de que eres un desterrado, un forastero en una vida prestada. Pero no sabíamos cómo hacértelo comprender. Las barreras eran tan fuertes. Y nuestras señales tan débiles, que apenas te hacían parpadear un segundo antes de que tu mente racional las rechazara. Pero

ya

estamos

aquí,

hablando

contigo,

comunicándonos.

Mostrándote la salida. Averiguamos cómo hacerlo a fuerza de observarte impotentes. Comprobamos como al devorar estas historias, en el sillón de tu casa, en la cama al acostarte o mientras viajabas, las defensas impuestas bajaban y te hacías receptivo. Contemplando tu rostro ensimismado e iluminado por la pantalla del ordenador dejándote llevar por ellas, descubrimos que ese era el medio para hacerte llegar este aviso y poder recuperarte. Tienes que ayudarnos a romper el embrujo. Necesitamos tu fe. Necesitamos que creas. Sólo si tienes el valor de aceptar lo que en tu interior

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Sueños de un Dios muerto

se agita sin que puedas refrenarlo, podrás atravesar el umbral. Te necesitamos tanto como tú a nosotros. Vuelve, regresa con los tuyos. Es fácil. No tengas miedo. Sólo debes pronunciar con convicción la fórmula que confirma que realmente estás dispuesto. Una simple expresión en un idioma ya extinto que era la llave entre nuestros mundos, cuando el egoísmo y la racionalidad no se habían adueñado de los seres humanos y todavía podían ver. La llamada que nos permitía traspasar la frontera y que los hombres olvidaron hace tiempo, aunque aún sueñan con aquella época gloriosa. Nyrtharlopenantap

Repítela tres veces con el corazón y vuelve a nosotros. No te dejes llevar por esa supuesta y sobrevalorada lógica, que sólo oculta la cobardía de quien no quiere conocer, de quien no es capaz de arriesgar. Te estamos esperando. Deletréala despacio, sílaba a sílaba. Hazla tuya porque tuya es ¿Qué puedes perder?

Nyrtharlopenantap

Y sí aún no estás preparado, no importa. Seguiremos aquí, deseosos de que llegue el momento en que dejes de negarte y afrontes tu destino. De que deseches miedos y vergüenzas y te dejes guiar por lo que habita en tu

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Sueños de un Dios muerto

interior. Sólo entonces dejaras de ser un extranjero en tierra ajena. Sólo entonces comprenderás que todo es cierto. Sigue leyendo el relato que usurpamos para llegar a ti. Pero no nos olvides. Siempre estaremos aquí, a tu lado, entre las líneas de tu falsa realidad. Recordándote a cada instante quién eres y qué debes hacer. Aguardándote. Hasta pronto... Entonces llegó el momento más emotivo. Los asistentes al gran funeral unieron sus mentes, y así pudieron saborear otra vez la compañía de su ser amado, rememorando hasta el instante más pequeño del tiempo que compartieron con él. Sus lágrimas formaron anillos de diamantes danzando alrededor de galaxias enteras. Mientras tanto, en torno de los restos del compañero fallecido, una gran actividad se instauró. Su descomposición llevó consigo la aparición de incontables nuevas especies. De su cadáver extinto la vida tomó miles de originales formas, unas más extrañas y aberrantes, otras más comunes y perdurables. Incluso algunos de los seres que poblaban aquel perdido lugar, vieron como sus mentes se expandían y alcanzaban algo parecido a la inteligencia. Un dios, aunque sea un dios muerto, no puede evitar influir y condicionar todo lo que hay a su alrededor. Su muerte trajo vida. Sus despojos, un nuevo comienzo. No todo fue fácil y positivo. No toda la simiente germinó adecuadamente. Durante mucho tiempo convivieron extravagantes monstruos y otros curiosos

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Sueños de un Dios muerto

desvaríos con incipientes civilizaciones que, herederos del legado dejado, empezaron a observar el firmamento, soñando con alcanzarlo algún día. Entre ellos, una especie que se autodenominó ‘humana’, y que cubrió la faz de aquel planeta y se preparó para asaltar el espacio infinito. Fue en ese momento cuando el acto de confraternización que tenía lugar a muchos años-luz de allí concluyó, y los afligidos compañeros del Primigenio muerto, convencidos que no habría resurrección esta vez, decidieron poner punto final al entierro. Chasquearon sus apéndices, e inmediatamente aquel sol se transformó en nova, incinerando el cadáver del amigo. Y, de paso, calcinando consigo aquel pequeño e iluso mundo, que, por un instante, soñó ser el centro del Universo.

FIN

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Sueños de un Dios muerto

¡CREE!

NYRTHARLOPENANTAP

NYRTHARLOPENANTAP

NYRTHARLOPENANTAP

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I Premio “Ovelles elèctriques”

Sueños de un Dios muerto

GRACIAS

No eres estúpido. Sólo ingenuo. Pero no por lo que supones. Necesitábamos que alguien nos abriera la puerta y nos permitiera regresar.

Gracias. Por confiar. Por dejarnos entrar.

Ya ha comenzado. Al principio ni siquiera podrás percibirlo. Pero lo veras todo.

Porque tú serás el último.

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El quimérico autoestopista

“El quimérico autoestopista” Ignacio Cid Hermoso

Su visión quedaba ahogada por la asfáltica presencia de una lengua a rayas blancas discontinuas que se precipitaban bajo las ruedas del coche que conducía en un estado de semiinconsciencia inalterable y casi automático. Los faros delanteros iluminaban una franja abrumada por una suerte de límpida neblina embarazada de lluvia que bajaba desde un cielo electrificado. Un cielo electrificado para una noche de cualidades mágicas. Las gotas de rocío danzaban sobre las luces macilentas, limitando la percepción de ese hombre cansado que conducía a altas horas de la madrugada. Harto de un trabajo que no le correspondía, un trabajo infiel al que nunca había querido pero que le robaba todo su tiempo y le chupaba las ganas de vivir. Conducía con la esperanza de que la oscuridad que invadía el exterior decidiera entrar en su coche y arrancarle de su asiento para llevárselo de allí. Llevárselo para siempre.

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I Premio “Ovelles elèctriques”

El quimérico autoestopista

Dentro hacía calor, y la sensación de confortabilidad que se filtraba por entre sus párpados le hacía olvidar que aquel tortuoso sendero apenas iluminado por los faros del Ford no era ninguna lúcida alucinación, ni tampoco la visión de alguna antigua película en blanco y negro enredada en el anverso de sus ojos. Quería avanzar entre la noche, seguir huyendo de un destino que llevaba atado a los faldones de su automóvil. El efecto de la soledad a bordo de aquel cálido habitáculo generaba en su mente una serie de pensamientos fugaces que se cruzaban en la carretera como liebres ciegas y aturdidas. Aquel hombre que conducía en mitad del bosque, oscuro y desierto, pensó que lo mejor sería aumentar la velocidad para así poder atropellar alguna de esas ideas. Ideas de divorcio, ideas de suicidio. Ideas de frustraciones ahorcadas en lo alto de los árboles que le miraban impávidos desde el otro lado del cristal. Fue en ese momento, mientras pisaba el acelerador a fondo, cuando algo voluminoso impactó contra su coche. Al principio, la máquina zozobró de un lado a otro del camino forestal, dando bandazos y bizqueando los faros hasta que pudo clavar las ruedas sobre el asfalto húmedo y sucio de vegetación. El conductor nocturno permaneció un instante sentado frente al volante de su coche, perplejo, asustado, intentando despejar los retazos de aquel estado febril en el que se encontraba. Un estado de letargo que se esfumó por completo cuando abrió la portezuela del vehículo y el frío de la noche le abofeteó en el rostro sin compasión. La aleta derecha del Ford

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El quimérico autoestopista

Escort aparecía doblada en un breve acordeón que nos remitía directamente a aquella época lejana en la que los coches aún se fabricaban de metal. Las arrugas presentaban desconchones de pintura azul y un rastro irregular de algo que, fuera del haz de luz, parecía negruzco y alarmante. El conductor miró en derredor, sobresaltado, con el aliento escapando en volutas de condensación que al instante desaparecían en la quietud de la noche. No había nada cerca de él, ni tampoco más allá, entre la maleza. En aquel instante se percató de que estaba completamente solo. Las nubes se habían tragado a la luna y en la carretera no había un alma. A lo lejos crepitaba el bosque, respirando acompasadamente mientras sus moradores dormitaban en sabía Dios qué oscuros e inhóspitos agujeros horadados en sus entrañas. Sintió un leve escalofrío que se deslizó como una tela de araña sobre su piel, erizando el vello que cubría unos brazos en encarnizada lucha contra la congelación. Caminó hacia donde había tenido lugar el impacto. —Joder, habrá sido un zorro. O algo más grande… un jabalí quizás… Sin embargo, sobre el asfalto no aparecía ni rastro de sangre. Unos metros más hacia delante de su posición no se veía absolutamente nada. Aquel hombre asustado, con amplias ojeras colgándole de los pómulos y barba de tres días, volvió sobre sus pasos y sacó una linterna de la guantera de su Ford. Se giró e iluminó un abanico de carretera sucia y escarchada sobre la que se inclinaban decenas de siniestros árboles y tímidos arbustos. En un punto a su izquierda notó que algo se movía entre la vegetación. El

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El quimérico autoestopista

corazón le golpeó el pecho con violencia y escupió un nudo de sangre que se le quedó atragantado bajo el mentón. Temblando, el taciturno conductor se acercó con paso vacilante hasta aquel lugar. Avanzaba por el impulso de su propia adrenalina, ondeando el haz de luz blanca en un arco frenético y mareante. Cuando llegó, guiñó los ojos para intentar vislumbrar algo entre todo aquel montón de sombras primitivas y escurridizas. Nada se movía, nada se quejaba. Tan sólo podía sentir las finas gotas de lluvia que reflejaban la luz de su linterna en una cortina de vapor… De repente, un agudo dolor le recorrió la pierna derecha. Dobló la rodilla y cayó al suelo, manchándose con el barro que inundaba la cuneta. Aturdido, se llevó la mano al costado y la miró incrédulo. Estaba empapada en sangre. Se incorporó y lanzó un grito de dolor al cielo de aquel triste invierno. Cojeando, intentó llegar hasta su coche, pero cuando miró hacia delante, allí no había nada. Arrugó el ceño y se quedó parado, petrificado, intentando pensar. Intentando recordar. Otro latigazo de dolor laceró su pierna y su costado. Volvió a bajar la mano hacia esa zona y comprobó que una tétrica protuberancia hinchaba su piel por debajo de la cadera. Sus fuerzas volvieron a flaquear y a punto estuvo de caer de nuevo sobre el asfalto. Tenía los ojos desorbitados, el rostro blanco y cadavérico, las manos entumecidas. En ese momento, dejó caer la linterna, que trazó un amplio semicírculo hasta quedar apuntando al centro de la carretera…

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El quimérico autoestopista

Y entonces ahí apareció, a tan sólo unos metros de él, deslumbrando con sus faros amarillos, el morro de un Ford Escort de color azul oscuro. Levantó los brazos para intentar detenerlo en un ademán instintivo, pero la bestia metálica se abalanzó a gran velocidad sobre el quimérico autoestopista. Antes de ser embestido con violencia, pudo ver el rostro del hombre que lo conducía. Era el rostro de un tipo extraño al que conocía demasiado bien, con barba de tres días y la mirada perdida. Un hombre que intentaba atropellar sus ideas... Ideas de divorcio. Ideas de suicidio.

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Inmundicia

RELATO FINALISTA

“Inmundicia” Alejandro Muñoz Martínez

“Bienaventurados los que sufren porque ellos heredarán la tierra”

Evangelio de San Mateo.

—Es un trabajo sucio pero alguien tiene que hacerlo, ¿no te parece? Mi compañero sonríe y yo me esfuerzo por devolverle la sonrisa porque sé que intenta que me sienta a gusto. Aprecio su buena intención pero no voy a renovar el contrato. Dedicarme a la gestión de residuos nunca fue mi vocación y sólo estoy aquí porque pagan bien. También es cierto que muy pocas personas han podido ver lo que yo he visto, aunque dudo mucho que quisieran... Inmundicia. Montañas y montañas de basura hasta más allá de donde alcanza la vista, formando auténticos glaciares de detritos orgánicos e inorgánicos desplazándose sobre capas de basura más antigua y compacta.

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Inmundicia

Nadie pretende clasificar el millón de toneladas que cada minuto arrojan desde el cielo los cargueros interplanetarios. Simplemente recogemos basura y la quemamos para evitar que se acumule demasiado. Es más económico hacerlo así. Nunca he salido de la planta incineradora ni creo que fuera una buena idea. Sólo el hedor es irrespirable para los seres humanos. El humo de las chimeneas de la incineradora es tan negro como las nubes que traen más lluvia ácida para la Tierra muerta. —Es increíble, ¿verdad? Salgo de mis reflexiones. Es la hora de descanso y me ha sorprendido contemplando toda esa inmundicia a través de la vidriera. Suspiro y pienso en los cuatro meses que quedan para que termine el contrato. Recibiré una excelente bonificación final y pediré mi traslado a una instalación minera. Incluso las minas de Marte serían menos deprimentes que esto. —Sé que quieres marcharte. Como todos. Nadie quiere quedarse conmigo. Tiene razón. Algunos incluso rompen el contrato y renuncian a la bonificación final para marcharte. No pueden soportarlo. —Es verdad. Lo siento pero no renovaré el contrato. Este mundo está demasiado muerto para que alguien pueda vivir en él. He sido poco delicado pero sincero. Porque al menos a él sí parece gustarle. Pero no se enfada. Es un compañero afable.

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I Premio “Ovelles elèctriques”

Inmundicia

—No está tan muerto como parece. ¿Has visto las ratas? Claro que las he visto. Aunque sus cuerpos se confunden entre la basura cuando permanecen quietas, es impresionante verlas corretear por centenares, no, por miles. Es espantoso. —También hay peces de basura. ¿Has visto alguno? Niego con la cabeza. La fauna de este basurero no me interesa en absoluto. —Es normal. No se dejan ver y les molesta incluso la luz del sol pálido. En realidad no son peces sino mamíferos. Se trata de un animal extraordinario y digno de estudio. ¿Conoces su origen? —Alguna mutación, supongo. Los vertidos nucleares lo convierten en un entorno muy favorable a las mutaciones... Pero mi comentario no importa porque quiere contarme una historia. Se siente solo como todos los que estamos aquí. ¿Por qué no quiere marcharse? Dejo de hacerme preguntas para prestar atención a sus palabras. —Su origen se remonta a los tiempos del Éxodo, la mayor migración que haya emprendido alguna vez la especie humana. La Humanidad abandonó el planeta que había exprimido hasta el límite de sus posibilidades para colonizar el espacio. Pero no todos pudieron dejar el infierno para buscar una oportunidad. A pesar de los esfuerzos para evacuar la Tierra, los débiles no pudieron costearse el viaje y quedaron atrás. Nada nuevo bajo el Sol.

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Inmundicia

>>Por fin se cumplió la promesa de que los débiles heredarían la Tierra... pero la Tierra estaba muerta y estéril. Se señorearon de la inmundicia y vivieron de la basura del resto del sistema solar. >>¿Puedes imaginarlo? No, claro que no puedes imaginar millones de seres humanos viviendo entre estos deshechos. También niños, caminando en la basura con piernas raquíticas como patas de pollo, zombis inexpresivos que sólo abrían la boca cuando las ratas mordían sus tobillos... Eran imágenes terribles las que evocaban sus palabras. Tan terribles que tuve que interrumpirle: —Pero eso es imposible. Ningún ser humano podría sobrevivir en un hábitat tan insalubre. —Oh, ya lo creo que podría. De hecho, siempre había sido muy común que la gente viviera entre la basura, aunque no a tal escala. No vuelvo a interrumpirle a pesar de que es una idea absurda. ¿Seres humanos viviendo entre la basura? Sé que nuestros antepasados no eran tan prósperos como nosotros pero ninguna comunidad humana permitiría que los suyos vivieran en condiciones tan lamentables. Somos seres inteligentes, no animales. ¡Acabáramos! Pero confieso que su fantasioso relato me fascina. ¡Niños viviendo entre basura! ¡Qué desatino tan bárbaro! Niños sucios y demacrados que no juegan porque tienen hambre. Deambulan en su búsqueda de lo que para ellos es comida y para nosotros no es más que basura, con la mirada pegada

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Inmundicia

al suelo. Sólo de vez en cuando alzan la vista para ver otra nave que despega para llevarse a un puñado de afortunados a algún nuevo mundo. Nunca es su nave. Con el tiempo dejan de prestarles atención. Las ignoran como todo lo que está en el cielo. Porque su vida está aquí en la Tierra. Olisquean y escarban entre los detritos para buscar su alimento. Muchos enferman y mueren. Sólo los más resistentes, los más fuertes sobreviven y llegan a la adultez. Las mutaciones producidas por la contaminación química y nuclear aceleran la despiadada selección de los más fuertes, ahora criaturas solitarias que se arrastran y zambullen en la basura. La especie humana ha degenerado en una raza inmunda sin dignidad ni don de la palabra. Los niños ya no temen las mordeduras de las ratas porque ahora son los humanos los predadores que buscan sabrosas ratas... Una teoría sorprendente. Pero a pesar del indudable poder evocador de sus palabras, me parece que esto es llevar demasiado lejos la teoría darwinista. Lee el escepticismo en mi rostro. —No me crees... —La humanidad siempre ha necesitado crear mitos. Incluso este mundo tiene sus propios mitos. —Pero tú no eres de los que creen en los mitos, ¿verdad? No, tú no crees en lo que escuchas sino en lo que ves. Quizás te muestre algo que te haga cambiar de idea.

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Inmundicia

Me convence para bajar al depósito sin explicarme qué pretende mostrarme. Se trata del cadáver de una de esas criaturas. Sonríe porque quería sorprenderme y lo ha conseguido. Efectivamente, se trata de una criatura singular. Las extremidades atrofiadas, con membranas entre los dedos, parecen las aletas de un pez pero no son para nadar en el agua sino entre la basura. La piel blancuzca y desagradable no tiene escamas. Si se mira con atención, se advierten algunos pelos que revelan su condición de mamífero. Más que un pez parece, pues, una foca. Salvo que las focas son animales graciosos y simpáticos y éste me repugna al extremo. El morro aplastado tiene un ligero parecido con una nariz humana pero es el rostro sin ojos lo que me asquea y lo que me convence de que esta criatura, aunque mamífera y ligeramente antropomórfica, no es humana. Mi compañero no tiene tanto reparo en tocar a la criatura. Siento verdadero asco cuando la agarra por la cabeza. Saca un bisturí del bolsillo. ¿Qué es lo que pretende? ¡Dios, es horrible cuando hace un inciso en el rostro! —¡Big Bang bendito! —exclamo entonces. Debajo de la piel aparecen un par de ojos ciegos. La evolución ha dotado de un olfato increíble a esa bestia y ha cubierto en cambio sus ojos inútiles. Pero no son los ojos negros de un animal sino los inconfundibles ojos de un ser humano.

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Inmundicia

—¿Cómo puede ser? —¿Sorprendido? Yo me quedé igual de sorprendido el día que lo descubrí. La biología siempre me había interesado antes de llegar aquí y entonces descubrí esto... —¿Entonces estas criaturas son humanas? ¿Pero cómo es que no se ha investigado...? —A veces hay cosas que es mejor que no se sepan. Vergüenzas que deben ocultarse para que la Humanidad no pierda la fe. O quizás prefiero pensar que es eso y no algo peor. Ahora estoy seguro. Me marcharé de este inmundo planeta cuando pueda. Viajé hasta la cuna de la humanidad y ahora he descubierto la vergüenza de sus orígenes, la miseria sin límites de los que quedaron atrás y la impiedad de los que hicieron un mundo mejor para nosotros para expiar su culpa. Cobarde de mí, también yo tengo que darle la espalda si quiero seguir adelante. Cuando me marche de aquí no seré capaz de mirar hacia atrás.

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Exterminio

“Exterminio” Francisco José Segovia Ramos

Quedamos pocos, muy pocos. Supongo que en el resto del planeta las cosas no estarán mejor para nuestra raza, si es que queda alguien con vida. Son tiempos duros, de supervivencia, y no tenemos ninguna posibilidad de sobrevivir. Ninguna posibilidad. El pequeño grupo me rodea. Los miro detenidamente: acurrucados, temblorosos, se ocultan en las esquinas y ángulos oscuros de este estrecho y frío pasadizo subterráneo. Son apenas meras sombras de lo que fueron, de lo que fuimos. No somos ya más que un par de docenas de individuos, cuando hace apenas un suspiro nos contábamos por centenares de millones, y habitábamos ciudades que se extendían a lo largo y ancho de todo el planeta. Urbes luminosas, espléndidas, con un pasado de historia espléndida y un futuro que nos esperaba allá arriba, en las estrellas. Parece que fue hace una eternidad, tan lejana me parece aquella época.

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Exterminio

Ya no queda nada de esas ciudades hermosas, salvo unas ruinas desgastadas que el viento va dispersando hacia el olvido. Todas han sido destruidas, aniquiladas, extirpadas de la faz de la tierra como si nunca hubiesen existido. Quizá, en definitiva, todos seamos parte de un sueño y ellos, los que han llegado, brotados de la pesadilla más terrible, sean la realidad. Mi pareja me devuelve la mirada. Leo en sus ojos tristeza y desespero, y no puedo hacer nada para quitar esas sensaciones de su alma. Acerca hacia sí a nuestros tres hijos, e intenta consolarles en estos momentos tan miserables, abrazándolos en un gesto que quisiera convertirse en infinito para abarcar a toda la condenada raza. Los chicos se acurrucan, temblorosos, junto a ella, y reprimen sus lágrimas. No comprenden qué es lo que está pasando, pero sus mentes infantiles no disciernen una lógica en todo esto. No les culpo: incluso los adultos nos hemos perdidos en conjeturas inimaginables, sin poder explicarnos lo inexplicable. Se escuchan ruidos en el exterior, al otro lado del pasadizo. Deben ser Ellos, que nos deben estar buscando, porque descubrieron nuestra presencia por un descuido de nuestra parte. Quieren exterminarnos. No hay otra cosa, en sus actos, que indique lo contrario. No hay tampoco un resquicio de piedad, o de misericordia. Como si fuésemos bestias, apenas motas de polvo a las que aventar de un golpe. Debemos huir, con rapidez y en silencio pero

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Exterminio

¿a dónde? ¿Hasta cuándo? Tenemos que huir porque no podemos combatirles, tan poderosos son contra nuestras inútiles armas. Recuerdos. Imágenes vividas que están grabadas en nuestra memoria a fuego. Al principio, cuando sus primeras naves –que ya habían avistado nuestros científicos mucho tiempo antes de su llegada- se acercaron a nuestro planeta y comenzaron a circunnavegarlo, pensamos que podríamos contactar con ellos, intercambiar conocimientos, avanzar juntos en el progreso. En nuestra ignorancia tejimos falsas expectativas, al creer que sus conceptos del universo serían similares a los nuestros. ¡Vana idea! Nos ignoraron. No sabemos si no entendieron nuestros mensajes o, simplemente, no quisieron conocer nuestras inquietudes. Las preguntas quedaron sin responder, y los hechos que sucedieron después fueron mucho más terribles de lo que nadie había supuesto. Tras varios días orbitando el planeta empezaron a descender. Entonces nuestros mayores temores se confirmaron: sus naves eran mayores que nuestras ciudades. Las sombras que proyectaban cubrían las urbes y atemorizaban a los habitantes. El sol quedó oculto tras el velo gris y metálico de los extraños visitantes. Tan minúsculos debíamos parecerles que ni se inmutaron cuando algunas de sus naves se posaron, majestuosa y apocalípticamente, sobre nuestras ciudades, arrasándolas por completo. Nuestras súplicas, lanzadas al éter, no tuvieron contestación. El silencio de Ellos siempre ha sido su arma más terrible. Poco después las puertas de las

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gigantescas naves se abrieron, y de ellas surgieron figuras enormes, descomunales. Nuestras montañas quedaban empequeñecidas a su lado. La visión volvió loco a más de uno, y una corriente de pánico desbordado inundó a todos y cada uno de los supervivientes. Huimos de sus pisadas que hacían temblar el suelo a grandes distancias, y de sus sombras que traían la muerte. Buscamos la seguridad en los lejanos montes, que se convirtieron en trampas gigantescas al derrumbarse sobre los fugitivos debido al retumbar de los movimientos de los invasores. En los mares, miles de refugiados murieron ahogados, porque los gigantes levantaban inmensas olas al solo movimiento de sus apéndices. El cielo, limpio hasta aquel día, era propiedad de las naves silentes, que seguían descendiendo por docenas, por centenares. Hubo un último y desesperado intento de comunicación, imbuidos por el deseo de que todo fuese un mal entendido, un error que pudiera corregirse para evitar males aún mayores. La embajada que enviamos en una nave aérea brillante y distinguible a pesar del tamaño de los alienígenas, fue destruida al instante. Abandonamos cualquier otro intento de entablar diálogo: aquellos seres no tenían otro objeto que colonizar el planeta. Eso lo descubrimos después, cuando comenzaron a construir sus ciudades; enormes, de extensión inimaginable para nosotros, que cubrían vastas extensiones del planeta, devorando todo a su paso, como animales depredadores siempre hambrientos. Sus altas torres, estilizadas y puntiagudas, se recortaban contra el cielo, y eran ahora las montañas de

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nuestras tierras, que habían desaparecido, aplastadas por enormes máquinas que allanaban el terreno. Así acabaron con los restos de la civilización que construimos a lo largo de milenios. Lo que no mató el invasor de forma directa lo destruyó su labor de construcción. Nuestro pueblo fue muriendo, víctima propiciatoria de una hecatombe que jamás merecimos. Cuando se asentaron las arenas levantadas por la primera invasión, y todo parecía que volvería a una relativa normalidad en la que podríamos sobrevivir a la sombra de los nuevos inquilinos del planeta, descubrimos la faceta más terrible del nuevo amo: su falta de compasión. Fuimos perseguidos, y exterminados, solo porque les parecíamos una molestia insoportable, un objeto del pasado que no tenía cabida –a pesar de nuestro diminuto tamaño- en la nueva civilización y en la historia que se escribía de nuevo. Los pocos que quedamos hemos tenido que buscar refugios en los lugares más recónditos, sin esperanza de recuperar lo que ya se ha perdido para siempre. Hemos renunciado a seguir luchando, y nos refugiamos bajo tierra, en subterráneos como este en el que nos encontramos ahora, sobreviviendo, como meras bestias, a expensas de no ser descubiertos, sin futuro, sin nada en el alma, y con los corazones vacíos de futuro. Nuestro número sigue menguando y, si nada extraordinario sucede, el fin está cerca. Ahora, los venidos de otro lugar del Universo, no conformes con haberse apropiado del planeta y destruido toda una civilización, nos buscan,

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y nos rocían con gases letales. La muerte aparece en cualquier lugar. ¡Si tan sólo nos dieran un poco de respiro, y un lugar donde poder morir en paz! En mis pesadillas aparecen esos rostros inmutables. No puedo dormir, tan cercano me parece el sueño a la muerte. Ellos se han apropiado del planeta. Nosotros, todos nosotros, somos el pasado, lo que tiene que desaparecer para que medren. Una vez lo consigan, nada ni nadie quedará para echarles en cara, en un futuro que nos ha sido negado, sus crímenes. Ruidos. Vienen. Tenemos que salir al exterior, y buscar un refugio más seguro. Nos han descubierto. El suelo bajo nuestros pies tiembla a causa de las pisadas que se acercan. ¡Hay que huir, con rapidez! Pero no da tiempo… no da tiempo. El maldito gas letal penetra por las hendiduras y huecos del subterráneo donde nos escondemos. Mi compañera cae al suelo, y arrastra en su caída a nuestros hijos. Me siento flaquear, y se me nubla la vista… es el fin. El presente… es de esta raza de destructores… y mis últimas lágrimas son por este planeta… antaño tan… limpio… tan bello, y ahora destruido por… estos seres inmisericordes. No hay salvación, sólo oscuridad…

YZ

—Margot, cariño, ya está desinfectado —dice el hombre, y deja el aerosol sobre una mesa del comedor. Se rasca el mentón a continuación, sin

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Exterminio

dejar de mirar el pequeño agujero del zócalo de la cocina—. Mañana taparé los agujeros, y espero que no tengamos más bichos de esos nunca más. —Eso espero yo también, Javier —le contesta una joven mujer—. Son muy molestos. Cuando nos ofrecieron venir como colonizadores a este planeta de Alfa Centauro nos debieron prevenir de sus molestias El hombre se acerca a la mujer y la besa en el cuello. —¡Detesto los insectos! —No son insectos, Margot —le responde su solícito esposo—, aunque se parezcan. Ya sabes que se les llama “centáuricos”, y que sólo saben roer y destruir los materiales de construcción de las fábricas y las ciudades. Por eso hay que fumigarlos.

—Pero son tan desagradables… —Se besan, bajo la luz del nuevo planeta que empiezan a colonizar. Poco les importa ese tenue olor a insecticida que flota en el ambiente. Los dos viajeros terrícolas se abrazan y salen fuera de la casa. Observan, ensimismados, el ocaso de un nuevo día en Alfar-2, que orbita alrededor de Sol menor, en Alfa Centauro. Bajo sus pies, los últimos habitantes originarios del planeta, mueren sin comprender.

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El curandero

RELATO FINALISTA

“El curandero” Héctor Gómez Herrero

Su sangre resbalaba por mi lengua hacia mi garganta. Tenía un sabor desagradable, metálico. Y era más espesa que cualquier otra que yo hubiera probado antes. Los demás me miraban. Completamente extasiados en lo que yo hacía. No hice aspavientos ni realicé extraños rituales. Así es como debería de funcionar la magia. No trata de grandes luces y fuegos surcando el cielo. La verdadera magia no la conforman los grandes hechos si no los pequeños detalles. Me incorporé sobre él y le besé los labios mientras convulsionaba. Después empujé la bola de hierbas con mi lengua hasta que traspasó su boca y le obligué a tragársela. Esperé unos instantes y me levanté. El hombre seguía desnudo revolviéndose entre sueños, tendido en el suelo mientras su sangre espesa

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El curandero

aún escurría por las comisuras de mis labios. Una de las mujeres dio un paso al frente y preguntó. —¿Sanará? Asentí con la cabeza. A la luz de la hoguera sus pechos dibujaban sombras extrañas, perturbadoras. Con sus cabellos oscuros cayendo en cascadas sobre su piel tostada. Era su hija. Aquella que heredaría el peso de la tribu. Y era tan hermosa y joven, como terrible. En ningún momento me tocó o me miró. Estaba prohibido. Más que por una razón estricta por el miedo y la superstición. Miraba a su padre. Moriría, con el tiempo moriría y ella sería la nueve jefa de la tribu, pero no hoy. No esta noche. Salí de la choza al frío de la noche. El viento removía el polvo y los chacales aullaban a lo lejos. Me alejé del resto de la aldea hacia mi propia choza. A medio camino me paré y vomité. Aquella sangre era como veneno y me estaba quemando por dentro. Cuando llegué a la choza mi mujer estaba sentada en el suelo comiendo. La grasa de la carne se escurría entre sus dedos. Su cuerpo era blando y fofo. Había sido hermosa, pero ya era vieja y fea. Aún así, era inteligente y astuta. Y era la única mujer que dormiría en mi cama. —¿Vivirá? Asentí. —Sobrevivirá a esta noche, pero ya es viejo. No vivirá mucho más.

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El curandero

—Todos nosotros ya somos viejos. —La grasa resbalaba por su barbilla, escurriendo por su cuello—. Nadie te pide que hagas milagros. Me miró con sus ojos vivos desde el suelo. Era vieja, pero aún me miraba como si tuviese fuego dentro. —Se supone que yo soy el hombre de los milagros. Que he de realizarlos. Se levantó y me acarició la mejilla con sus manos pringosas. —Pero si un hombre ha de morir, has de dejarlo seguir su camino. No somos quien para detener a un moribundo en este mundo. Me besó, con esos labios que sabían a carne y a especias. Y su beso era agrio, como la bilis o la hiel. — Es tarde. E incluso tú, Chamán, has de descansar. Se abrazó a mí y sentí su cuerpo enredarse con el mío. Su útero húmedo rodeando mi piel. Con sus labios recorriendo mi pecho. Y el olor acre de mi sudor mezclándose con el aroma vivo de las brasas. Cuando acabamos caí dormido. Exhausto. Y me deslicé lentamente en el otro mundo del Padre Sueño. No soplaba viento, pero el polvo bailaba sobre el suelo formando remolinos. A lo lejos, los árboles se desdibujaban como si estuviesen envueltos por una calima vaga que parecía llenarlo todo. Había una hoguera. Ardía de forma extraña, como si sus llamas sólo fuesen humo. Tras ella estaba sentado un hombre realmente anciano. Casi

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El curandero

no tenía carne y su piel era tan negra como las horas más oscuras de la noche. Sonrió, sus dientes eran marfil que brillaba al calor tenue del fuego. Me acerqué y me senté junto a la hoguera, frente al anciano. A la proximidad del fuego sus rasgos parecían bailar entre las sombras. Entonces me fijé en los otros hombres. Aún más ancianos, aún más escuálidos. Caminando sin rumbo, como ausentes. Y desdibujados, como los árboles que había a lo lejos. Algunos no eran más que meras sombras, tan sutiles que podía ver a través de ellos. El hombre frente a mí me tendió un cuenco con una sustancia viscosa y rojiza. Dejó una sensación desagradable en mi boca y sabía a carne podrida. —Lo hizo ella. Asentí. Su voz era como el quejido de un árbol viejo. La carne escurría entre mis dedos hasta mi boca. —Él hizo lo mismo con su padre. Al igual que su padre hizo lo mismo con el suyo. El anciano negó. —Él le dio una muerte digna, y esperó a que llegase el momento. Cuando él estuvo preparado y su padre ya no era más que un estorbo para la tribu. Ella le ha postrado al suelo y le ha convertido en un inválido. Y lo ha hecho antes del tiempo indicado. —Será la primera mujer al cargo de la tribu en muchas Lunas.

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El curandero

—Ya hubo otras. Algunas buenas, otras terribles, pero todas buscaron lo mejor para la tribu, como ha de hacer un buen jefe, pero ella sólo desea el poder. Con ella la tribu caerá. Dejé el cuenco vacío junto al fuego. —Vendrá a por mí después de matarlo. Asintió. —Irá a por ti. Me levanté. Tuve la sensación de una brisa, de un frío. Pero allí nunca soplaba el viento. —Cuídate hijo o pronto estarás con nosotros. Suspiré. —Tal vez. Tal vez pronto, toda la tribu esté aquí. Tres días después me mandaron llamar de nuevo. Él había muerto. Tenía los ojos en blanco y su expresión era horrible, nadie desearía morir así. Canté los cantos necesarios y le rajé el vientre con un cuchillo de hierro. Nadie más sabía los cantos rituales, nadie más sabía como tratar con los muertos. Corté un trozo de su corazón y lo masqué. Después dejé entrar a los hombres y sacar el cuerpo fuera. Al atardecer encendieron la pira y le dejaron consumirse en el fuego. Las vísceras las dejaron a las aves de rapiña y a las otras bestias. Aquella noche ayuné. Ella no tardaría en mandarme llamar de nuevo.

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El curandero

Pasaron otros tres días y llegaron los hombres. Prendieron mi choza y degollaron a mi mujer. Me llevaron hasta el pueblo apuntándome con sus lanzas y me ataron a un poste en el centro de la aldea, junto a la choza del jefe, y me dejaron allí durante horas bajo el Sol abrasador. Cuando anocheció ella vino seguida por todo el pueblo y lanzó sus acusaciones. —¡Éste hombre nos ha traicionado! ¡Envenenó a mi padre y ha traído tiempos oscuros a nuestra tribu! ¡Ha pactado con espíritus impíos y hemos de limpiar su mancha de nuestra tierra! Entonces se acercó hasta no estar a más de dos palmos de mi cara y me habló en susurros: —Es hora de que las cosas cambien. Charlatán. Curandero. Y entonces la escupí. Y ella se apartó mi saliva y aquél trozo de carne podrida de su cara. —¿Eso es todo lo que puedes hacer Gran Chamán? ¿Esa será toda tu venganza? Entonces reí. Reí estruendosa y locamente. Y ella se asustó. —Ya me he vengado. Te he marcado. He marcado al niño que crece en tu vientre. Le he dado el espíritu de tu padre. Y cuando crezca será él quien se alce contra ti y te traicione como tú has traicionado a tu padre y a tu gente. Ella rechinó los dientes con furia. —Mientes. Deliras. Todo lo que dices no son más que mentiras.

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El curandero

Y apartándose dejó caer la antorcha sobre la paja. Y el fuego lamió mi carne mientras toda la gente del pueblo danzaba agradecido de librarse del traidor, del loco. Pero al final, cuando el tiempo haya corrido lo suficiente, y el hijo haya olvidado que un día fue el padre, será él quien alce un puñal y mate a aquella que le traicionó una vez. Y será a mí a quien vayan a buscar a la tierra de las nieblas, en el otro mundo del Padre Sueño, allí donde los ancestros nos encontramos con los vivos.

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El fin del infinito

“El fin del infinito” Francisco José Segovia Ramos

La gigantesca nave espacial surcaba el espacio a una velocidad cercana a la de la luz. De un tamaño prodigioso, era como una ciudad te tamaño medio

terrestre,

con

todos

sus

servicios;

jardines,

sistemas

de

mantenimiento y seguridad, y una población que rondaba las 4.000 personas. De forma ovalada, nada aerodinámica, llevaba viajando por el espacio cientos de años, atravesando nubes estelares, sistemas solares completos. Utilizando algunas veces, para sus desplazamientos, los agujeros de gusano interdimensionales, que la hacían avanzar miles de años luz en pocos segundos. Muchas generaciones de hombres y mujeres habían nacido y muerto dentro de aquella nave, sin haber conocido nunca a la madre Tierra salvo en imágenes holográficas o programas de ordenador. Cuando su primera tripulación/ciudadanía salió del planeta Tierra, todos sabían que jamás se volverían a ver, que su viaje no tendría retorno y

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El fin del infinito

que, con suerte, sólo los datos enviados desde la nave "Descubrimiento" serían recibidos en su planeta de origen. La misión, sencilla en su planificación era, por su magnitud, casi inimaginable: descubrir dónde se hallaba el fin del infinito, donde acababa el universo. Sólo pensar en tamaña empresa causaba pavor y mucho respeto pero, dadas las penosas condiciones de la vida en la Tierra, el voluntariado, muy preparado, de la "Descubrimiento" veía el futuro con más optimismo. Al fin y al cabo, se tranquilizaban, no sería tan terrible descubrir ese "límite de lo conocido", que quizá se asemejara, en la distancia, con el temor místico y nada justificado a lo desconocido. En todo eso pensaba la Supervisora General de la "Descubrimiento", Margaritte Bowman, mientras oteaba desde la cúpula de observación un universo que parecía ser inacabable. Era la responsable máxima de la nave desde hacía apenas dos años, en un cargo que era elegido democráticamente por toda la ciudadanía "espacial" cada periodo de cinco años "terrestres", manteniendo viejos hábitos heredados de sus ancestros. —¿Seguro que los ordenadores de a bordo no mienten? —preguntó a uno de los técnicos del programa de observación. —Sin duda. Estamos llegando a algo nuevo, que nadie ha visto ni medido antes —le contestó, con un deje de nerviosismo en la voz, el hombre. —¿Cuáles son las características de ese fenómeno?

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El fin del infinito

—Tiene varias destacables, pero la más importante es que desde esa dirección —el técnico mostró en el mapa intermodal de una pequeña pantallita de a bordo el lugar—, a apenas unas pocas horas de donde estamos, dejan de recibirse radiaciones de cualquier tipo. Como si no existiese materia más allá de ese límite. —¿En toda la línea del "horizonte visible"? —insistió Margaritte, mientras paseaba, intranquila, entre la dotación de control de la nave, que se afanaba por mantener a la nave en su rumbo impasible. —En toda la línea de nuestro frente —confirmó su asistente—. Es una línea continua. Detrás de la nave seguimos recibiendo pulsaciones, y por los lados igualmente, pero delante de donde nos encontramos hay un vacío. "Quizá este sea el final que tú querías ver, padre", murmuró la Supervisora. La imagen de su padre, muerto apenas hacía tres años inundó su memoria, y recordó los anhelos, las esperanzas en las que él había fundado toda su vida de estudio e investigación. El ansia de conocimiento y de experiencias nuevas, frustrado en su agonía por la impotencia de saber que nunca vería el fin del universo conocido. "Te prometo que yo lo veré", le había prometido ella, mientras él lanzaba su último suspiro, casi sin creer en su propia promesa, que ella entendía infundada y sin base científica alguna, pero tal vez guiada por alguna clase especial de intuición. Y allí parecía estar el objetivo que tantas y tantas generaciones habían estado buscando con ánimo, no de lucro o de poder, sino de conocimiento.

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El fin del infinito

Pero un saber que sólo podría ser adquirido directamente por sus propios sentidos ya que, difícilmente, los datos enviados desde la "Descubrimiento" a la Tierra llegarían antes de que transcurriesen varios miles de años... si es que alguna vez llegaban, y nadie en el planeta de origen les podría decir a tiempo a qué se aproximaban. —Yo apostaría a que estamos en el límite del infinito —comentó el oficial de comunicaciones. —Falta confirmarlo —aseveró Margaritte—; y eso sólo se podrá hacer cuando estemos justo en ese límite. Tendremos que ponerlo en conocimiento de la ciudadanía, aunque el rumor ya se ha corrido y hay mucha excitación. Se dirigió a una pequeña consola de mandos y activó uno de los paneles. En ese momento varias grandes pantallas se iluminaron a lo largo y ancho de toda la nave. Los ciudadanos y ciudadanas dejaron sus tareas y esperaron las noticias. Su aspecto, aunque humanos, difería claramente de originarios ascendientes terráqueos. A lo largo de muchas generaciones, había habido mutaciones, cambios genéticos para adaptarse al nuevo entorno. Todos y todas ellos eran más altos que sus primogenitores, mucho más flexibles y, lo más característico, tenían en toda la piel aquella tonalidad azulada producto, según se decía, de que la nave, en uno de sus viajes por un agujero de gusano, había pasado por una zona alta en radiación que había alterado el código genético en los habitantes de entonces de la

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"Descubrimiento", y que se había pasado de padres a hijos, de madres a hijas, de generación a generación, como una marca única e identificativa propia. —Hoy nuestro destino puede cumplirse —comenzó la Supervisora— . Nuestro personal técnico nos dice que estamos a pocas horas del fin del universo, el objetivo para el que se diseñó esta nave y se desarrolló toda esta larga misión —un murmullo general surgió de la multitud que escuchaba, mezcla de entusiasmo y temor—. No voy a decir nada más, ya que todas y todos sabéis cuán importante es esto, y lo poco que sabemos sobre lo que hay al otro lado, pero para esto nos hemos preparado desde hace generaciones. Gracias. Un aplauso brotó, espontáneo, de la multitud, y el temor dejó paso al nerviosismo controlado, y la imaginación desbordada de lo que podría esperarles al otro lado de la barrera a la que se acercaban. —Cinco minutos, Supervisora – le recordó, a su espalda, una técnica de medición. Margaritte miró hacia el horizonte a través de la gran cúpula de la sala de control. Ni una sola estrella o punto de luz brotaba de aquella negrura total pero, aparte de ese detalle, nada parecía vaticinar ningún límite. —Treinta segundos para el "límite" —la voz sonaba nerviosa a través de los altavoces que se extendía por toda la “Descubrimiento”. "Es nuestro destino, saber a costa de lo que sea", se dijo Margaritte.

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El fin del infinito

—Veinte segundos para el "límite". —Cuatro mil pares de ojos estaban fijos en la pared oscura a la que se acercaba la "Descubrimiento". —Diez segundos, nueve, ocho, siete... El fin del infinito. — ...tres, dos, uno... En la Tierra, en el día 15 del año 4587 de la Nueva Era, algo sorprendente comenzó a pasar en muchos rincones del planeta: a la misma hora, en el mismo instante, nacieron poco más de 4.000 niños y niñas, todos ellos diferentes de lo "normal": eran mucho más grandes, fuertes y, lo más extraño de todo, tenían la piel de un tono marcadamente azulado.

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Locura

“Locura” Gracia Aguilar Bañón

Fue un despertar brusco. Abrió los ojos, esperando volver a oír ese ruido áspero que había acabado con su sueño. Se quedó inmóvil, expectante, apenas pestañeando, temerosa de abandonar el refugio del edredón nórdico. No volvió a repetirse. Miró el despertador y se sorprendió: pasaban diez minutos de las ocho y Raúl no la había llamado. Para una vez que su hijo no madrugaba, le despertaba ese sonido inquietante. Sin embargo, no le dio tiempo a acabar su pensamiento cuando oyó el grito. —Mamáaaaaaa… Su respuesta fue inmediata. Mientras abandonaba el lecho le respondió, aunque con un tono más suave que el que la había reclamado.

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Locura

—Ya voy, cariño. Se lo encontró como siempre, tapado por completo con la colcha y sudando. Sólo al sentir su presencia asomó la cara a través de la sábana. —¿Qué ha sido eso, mamá? Con que sí se había despertado a su hora habitual. —No sé, yo también lo he oído, pero no sé qué era… Tienes que dormir más, es sábado. —Acuéstate conmigo. Se tumbó a su lado. Apenas cabían en aquella pequeña cama, pero a los dos les gustaba quedarse dormidos así, abrazados. —Ha sido un ruido muy raro. —Sí, es verdad, pero no pienses en eso ahora. Duérmete, vamos. Lo cierto era que a ella se le había quedado una sensación extraña, como si el silencio que había seguido a aquel sonido no le cuadrara. Era el mismo malestar que a veces le atacaba sin razón alguna, cuando comenzaba a pensar que algo horrible iba a pasar. Luego el tiempo transcurría, ajeno a sus miedos, y ella comprendía que todo se debía a una especie de sugestión, con la que se había acostumbrado a convivir tras la muerte de su marido. Se permitió pensar en él, y se durmió.

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Locura

Los gritos resonaban en su cabeza. Se incorporó asustada. Recordó que estaba en la cama de su hijo. Sintió su mirada clavada en la espalda. Los ojos de Raúl encerraban un temor que ella comenzaba a compartir. —Mamá, ¿qué pasa? Intentó tranquilizarlo, pero lo cierto era que la angustia de los gritos se calaba en los huesos. “No puede ser… Noooooooooooo… Mi hijo noooooo”. Creyó reconocer a la vecina de arriba en aquellas palabras que se repetían. —Quédate aquí, ¿vale? No te muevas hasta que yo vuelva, voy a ver qué pasa. Antes de que saliera de la habitación su hijo ya se había tapado la cabeza con la colcha. Fue a buscar una chaqueta con la que esconder el pijama. Se paró en la puerta. Los gritos continuaban, quizás más cercanos aún. Investigó por la mirilla y fue cuando vio a su vecina arrastrándose por la escalera. Abrió rápidamente. —¿Qué pasa? ¿Carmen qué te pasa? La mujer la miró. Su cara dibujaba una mueca de absoluto terror empapada en lágrimas. —Mi hijo… Mi hijo…

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Fue lo único que pudo entenderle. En ese momento alguien salió del portal de al lado. Le pidió que se quedara con ella mientras iba a ver qué ocurría. Subió los escalones. La puerta estaba abierta. Entró y aquel anuncio aciago de que estaba a punto de ver algo horrible volvió a invadirla. Recorrió la casa despacio hasta llegar a la habitación del fondo. Cuando se asomó un escalofrío recorrió su espalda, impidiéndole reaccionar, aunque su mente no paraba de suplicarle que se marchara de allí. Vete, vete. Por fin, su cuerpo le obedeció. Bajó las escaleras tropezándose con sus náuseas. Quizá alguien le preguntó algo, pero ella no pudo más que dirigirse al baño para vomitar. Más tranquila, fue hasta el teléfono para marcar un número de apenas tres dígitos. —Vengan rápido, por favor. El hijo de mi vecina está muerto… Un disparo en la cabeza… —Si te vistes en cinco minutos te invito a cenar una hamburguesa. Raúl no se lo pensó y salió corriendo hacia su habitación. Ella suspiró ruidosamente. No le apetecía lo más mínimo castigar a su cuerpo con aquella basura redonda rebozada en ketchup, pero necesitaba airearse un poco y, sobre todo, recuperar la sonrisa de su hijo. Había sido un día espantoso. Con enorme esfuerzo había aislado a Raúl del histerismo que se desató en el edificio. Cuando llegó la policía, la gente pareció reaccionar. Entonces sí mostraron interés por lo ocurrido. La ambulancia en un

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principio le pareció innecesaria, pero estaba claro que Carmen necesitaba atención médica. Le inyectaron un tranquilizante y sólo así dejó de gritar para pasar a emitir un gemido continuo y amargo. Ella contó lo que había visto, consciente de que la imagen iba a permanecer en su mente más tiempo del que quisiera. Luego aconsejó llamar a la otra hija de su vecina. “Su marido murió”, explicó a la policía, “ella suele trabajar en el turno de noche, como auxiliar, en el Hospital”. Pudo aclarar la hora exacta en que el chico había muerto. Las ocho y diez. Le había despertado el disparo, ahora lo sabía. Que había sido de gran ayuda, le dijeron. Y ella se resguardó en su casa, aunque todo lo que había pasado le perseguía como una mochila pesada sobre sus espaldas. Raúl apareció vestido, aseado y con el abrigo puesto. Ella sonrió. Tenía que darle una explicación de lo sucedido. ¿A ver cómo se las arreglaba? A su edad, su hijo ya había sentido la muerte demasiado cerca como para complicarle más la vida. Había sido agradable la cena en el Burger King. Últimamente era el tipo de salidas al que podía aspirar. Se preguntó si alguna vez volvería a tomarse un mojito en algún local latino, como de vez en cuando hacía con su marido. Aquella idea le entristeció. Aunque saliera, ya nunca sería con él.

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Acostó a Raúl, quien no tardó en dormirse, tras haberse empeñado en guardar bajo su almohada el muñeco que incluía el menú infantil que se había pedido. Fue a ponerse el pijama y en la penumbra de su habitación se dio cuenta de que no iba a poder dormir, de que la imagen del hijo de su vecina con la cabeza destrozada y rodeado de sangre persistía, obstinada en fastidiarle la noche. No lo dudó, si no tomaba más pastillas era por el temor a no oír a Raúl por la noche, pero en aquella ocasión supo que cedería. No soportaba la idea del paso de las horas recordando la horrible mañana. Quería descansar. Le costó reaccionar. El efecto de la pastilla luchaba contra su impulso por responder a su hijo. Cuando abrió los ojos su sensación fue que llevaba demasiado tiempo llamándola y no le gustaba la idea de dejarlo esperando en la oscuridad. Sabía que se asustaba más si no tenía respuesta. —Mamáaaaaaaaaaaa… Mamáaaaaaaaaaaaaaa… Se levantó a pesar del esfuerzo que le suponía salir de la cama. —Mamáaaaaaaaaaaa… Mamáaaaaaaaaaaaaaaa… —Dios mío, ya voy—apenas susurró. Encendió la luz de la mesita para guiarse mejor hasta la habitación de Raúl. —Tranquilo, cariño, ya estoy aquí.

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Pero Raúl dormía. Tan plácidamente que al principio pensó que quizá le tomaba el pelo. —¿Cariño? Dormía, sin duda. A lo mejor había gritado en sueños. Algo novedoso para él, pero podría ser. Si no, tenía que plantearse que había sido parte de alguna pesadilla. Volvió a su cama un poco confusa y con la sospecha de que se había desvelado. De todas formas se arropó y apagó la luz. Pasaron sólo unos segundos para que la asaltara esa fea sensación demasiado conocida. Se dijo a sí misma que no pasaba nada, que todo respondía a su imaginación, pero el peso del miedo era fuerte, tanto que comenzó a sudar. “Si te obsesionas es peor”, se dijo, “piensa en otra cosa, no le permitas engrandecerse”. Cuando su respiración comenzaba a suavizarse, su piel se erizó al oír de nuevo el grito. —Mamáaaaaaaa… Más cerca, casi a su lado, quien fuera que gritara estaba en su habitación, pero no quería abrir los ojos, no quería encender la luz, no quería ver nada. Regresó el silencio. Sólo escuchaba su propio jadeo. “No está pasando, estoy asustada, me lo estoy inventando”. Su cuerpo rígido bajo las

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sábanas sintió el suave rozar de una presencia. Le entraron ganas de llorar. Todo lo inventaba su mente. Dos muertes traumáticas seguidas (primero su marido, ahora el vecino) era demasiado para cualquiera. Sin embargo, aquella voz sonó muy real, terroríficamente real. —Si consigues controlar tu miedo y escucharme, te daré un mensaje… Abrió los ojos pero no vio nada, la oscuridad era densa. Un ladrón. Un ladrón había entrado en su casa y se recreaba en el desconcierto que le provocaba. Y ahora ¿qué le haría a ella?, ¿qué haría con Raúl? —Vamos, enciende la luz, no seas pesada. Buscó el interruptor a tientas, aunque no estaba segura de querer enfrentarse con él. Quien le hablaba era apenas un borrador de persona. Aquello lindaba con la locura. Al menos agradeció que el hijo de su vecina se hubiera presentado tal y como lo conocía antes de haberse pegado el tiro, guapetón, joven, sonriente, aunque un tanto deslucido, eso sí. —¿Quieres saber el mensaje? Es de tu marido, claro. Te echa mucho, pero que mucho de menos. Lo miraba sin llegar a creer lo que veía. Aquel espíritu (¿fantasma?, ¿pobre infeliz?) seguía sonriendo, aunque de repente su boca se transformó

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en una mueca desagradable que comenzó a emitir un alarido horrendo que le obligó a taparse las orejas con las manos. —Mamáaaaaaaaaaa… Sin embargo, sus ojos permanecieron abiertos, y así fue como vio que la cabeza del muchacho estallaba hasta desaparecer. Por fin volvió el silencio y la soledad, y con ellos la sensación amarga de la locura. Estaba loca, sin duda. Se dirigió a la habitación de Raúl. Dormía tranquilo. Se acostó a su lado. —¿Qué pasa, mamá? —Nada, cariño, duerme. Y abrazada a su pequeño cuerpo, comenzó a llorar.

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Los héroes

RELATO FINALISTA

“Los héroes” Miguel Gómez-Cabrero Fernández

Despierta la ciudad gritando victoria y se jactan los nobles en sus hogares de mármol. En los arrabales arrasados tras la batalla peregrinan las gentes buscando los restos de madera quemada de lo que antaño fue su casa. Se miran los unos a los otros, pálidos, aún asustados. Temerosos aún más si cabe del futuro a reconstruir en la ciudad asolada. Dentro de los muros tocados por el fuego y ahora ya abiertos, el burgo se agita preparando la fiesta. Mientras unos lamentan, los demás celebran. Pese a que todos sepan que viven, los bardos relatarán el color de los adornos que unos pocos preparan. Se esculpirán dragones en honor a las grandes casas y tejerán tapices donde los que lucharon sonrían mientras blanden la espada. Todo será mito pues los ecos palpitan resonando a leyenda. Pues la victoria era incierta y la derrota hubiera resultado definitiva. Y escrito olerá a

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Los héroes

pétalos y a sangre que no pega las botas una vez ya reseca. Y la agonía del ariete bañado en brea obviará los chillidos y la carne humeando. —Sonríe, amigo —me dice un viejo—. ¡Seguimos vivos! Yo le sonrío, devolviéndole su mueca desdentada y senil. Sí. Estamos vivos. Demonios. Lo estamos. Tras el baile de espadas y el crujir de los muros, el mundo cambia como la villa arrasada. Cuando inició la batalla, todos éramos algo: tal vez un hidalgo malviviendo en su casa, un comerciante de sedas prometido a una noble o un preso encerrado como yo lo era. Atrás quedó lo que todos fuimos. Filántropos o bandidos. Da igual. Yo escapé. Otros murieron. Pero antes, cuando el incendio bramaba y resonaban los gritos, mil veces recé porque todo acabara. Mientras huía, una moza gritaba a la lágrima viva que los dioses se esconden para no ver las guerras. Y aunque la frase es banal, los rezos no suenan sobre el zumbar del acero. Sí. Estamos vivos. Demonios. Pero nadie sabe por cuánto tiempo. La comida faltará y sólo unos pocos podrán tenerla segura. Mejor escurrirse por entre los muertos, buscando zamarras medio vacías y rapiñando jergones a medio llenar, obviando el hedor y llenando el bolsillo. Al menos ahora, al menos antes de que se pudran. Consigo una daga, una hebilla de cobre y un puñado de monedas. Sólo al guardar los tesoros en mis bolsillos, me doy cuenta de los agujeros en

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Los héroes

los pantalones y el jubón roído que luzco. Camino esquivando los callejones provocados por los muros caídos. Al torcer un recodo escucho una queja. Me acerco en silencio como siempre he sabido. La misma voz lamenta su suerte y gime de nuevo. Me acerco al origen y encuentro a un hombre. Permanece apoyando la espalda, malherido pero aún consciente. Avanzo hacia él y la tierra apenas se queja bajo los pasos dados. Va vestido con malla. Defendió las murallas. El blasón de la guardia que luce le delata. Defendió la ciudad con todas las fuerzas que ya no le quedan. Me dejo ver. Le observo. Me mira juzgando quién le ha encontrado. En sus ojos veo la súplica. Las heridas tal vez le maten pero saco la daga. Me aproximo y, en un puñado de suspiros, la hundo en su carne con cuidado, sin oposición. Al hundirse el filo se queja de nuevo, igual que antes, sin diferencia alguna. No grita, simplemente respira hasta exhalar y cerrar los ojos. Necesito su ropa. Tengo un plan. Tras no encontrar en las cercanías miradas que me delaten, le arrastro lejos, entre las sombras. Uso su sangre para mancharme la piel. Le desnudo y me visto. Dejo el cuerpo allí y voy a mi nuevo destino: al burgo. Mientras camino despacio, ensayo el gesto. Guiño un ojo y cojeo, emitiendo un quejido de cuando en cuando, echándome la mano a un costado. Maldiciendo. La malla pesa como mil demonios. Molesta y se pega

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al cuerpo. Noto que me hiere la piel al chocar entre sí. Eso ayuda, sin duda. No imagino un herido que no esté incómodo. Me alejo de las ruinas, ya llego allí. Los edificios apenas sufrieron en el ataque. El fuego de los dragones se cebó lejos. Por eso festejan haciendo ruido, bailando y gritando por entre las calles. No tardan en verme. Y me rodean. Me alaban, enalteciendo mi valentía. Uno de ellos me abraza. Una muchacha me besa. No tardan demasiado en invitarme a uno y mil hogares. Acepto uno cualquiera y les acompaño. Me sientan a una mesa y me preguntan cómo fue. Yo respondo sin mentir. Tuve miedo. No veía nada. En todo momento sentí la muerte rozándome el lomo. Pero viví. Por pura suerte. Me dan comida, me ofrecen un baño. Me lleno el estómago ahora que puedo. Mañana llegarán los héroes que huelen a cuervo, a epitafio, a larva y a tierra. Los héroes que ya murieron y que en sus tumbas no hablan. Y escribirán sobre ellos puesto que son héroes y ya no replican. Yo hoy tal vez tenga un botín. Uno de verdad. Miro la casa y planeo el asalto. Que viva la guerra ahora que la sobrevivo.

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Verano en Atlantis

“Verano en Atlantis” Ricardo Montesinos Valentín

El verano de 2034 fue el mejor de mi vida. En aquella época todavía no vivíamos en el campo de refugiados, sino en Barcelona, en un barrio que se llamaba Eixample. Mi padre tenía un buen trabajo (era capataz de uno de los equipos de mantenimiento del Dique), así que podíamos permitirnos un piso casi para nosotros solos, no como la mayoría de gente que yo conocía, que compartía casa con otras personas, hacinados, una familia por habitación. Con nosotros, en un cuarto que le alquilaban mis padres, sólo vivían el doctor Shahib y su hija Saima. Era un inmigrante paki de segunda generación y, aunque mi madre decía que en realidad no era médico, ella siempre le pedía que me curase cuando enfermaba, porque tenía un maletín lleno de medicinas, muchas de las cuales eran imposibles de encontrar incluso en los hospitales.

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Verano en Atlantis

Aquel verano fue uno de los más calurosos que recuerdo, el termómetro no bajó casi ningún día de los cuarenta grados. El aparato de propaganda del gobierno repetía día y noche las mismas recomendaciones: No salir a la calle entre las doce y las seis de la tarde, beber mucha agua, protegerse de la radiación ultravioleta usando sombreros y gafas de sol. Al parecer nadie les había informado de que entre las doce y las seis debíamos estar en la calle, haciendo cola ante la oficina de racionamiento para obtener la escasa asignación diaria de víveres. No sabían tampoco que era imposible beber mucha agua, porque su consumo estaba restringido a causa de la sequía. Y, por supuesto, debían ignorar también que los francotiradores del ejército abatían sin previo aviso a cualquiera que se pasease por la calle con gafas de sol, sombrero o cualquier cosa que entorpeciese el software de reconocimiento de rostros del omnipresente sistema de videovigilancia. Así que aquel verano no nos quedó más remedio que achicharrarnos y cruzar los dedos para no morir de un golpe de calor ni desarrollar un cáncer de piel. Eso sí, a cambio fue uno de los menos lluviosos. No llovió ni un solo día de todo el verano. A mí me gustaba eso. Significaba que el Dique aguantaría y que no deberíamos dejar nuestra casa. Mi padre meneaba la cabeza y me decía que el nivel del mar no subía por la lluvia, sino por algo llamado deshielo que estaba ocurriendo en los polos. Pero yo estaba feliz igualmente. No llovía y podía pasarme el día fuera, jugando, saltando sobre los techos de los coches que llevaban veinte años oxidándose en la calle.

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Verano en Atlantis

Mucha gente quería que se los llevasen, porque eran un peligro, decían. Ja. Los militares reservaban el poco combustible que quedaba para la maquinaria de las granjas intensivas y para sus propios vehículos. Si no había gasolina para los coches, ¿cómo iba a haberla para las grúas que debían llevárselos? Hasta un niño de once años como yo entendía eso. Lo mejor del día venía después de cenar. El calor hacía imposible dormir a nadie, así que todos los vecinos subíamos al terrado y estábamos hasta las tantas intentando tomar el fresco. Los mayores bebían cerveza y se apiñaban alrededor de algún CPC, comentando las noticias que escuchaban: Operaciones aeronavales chinas en la Guerra del Pacífico, decretos del gobierno militar provisional, disturbios en los campos de refugiados de Madrid y Zaragoza, discursos de la reina Leonor desde su exilio en Londres… Mientras tanto los niños jugábamos en el terrado, gritando, riendo, diciendo adiós a los helicópteros del ejército que pasaban sobre los tejados. Recuerdo que una noche uno de los francotiradores helitransportados apuntó su rifle hacia nosotros para que pudiéramos corretear tras el puntito rojo de la mirilla láser. Nos volvimos locos de alegría. Naturalmente, toda esta felicidad tenía que acabar. Y eso pasó a finales de verano, la noche antes de mi cumpleaños. El CPC de mi madre sonó en medio de la noche, y poco después vino a mi cuarto, llorando. El que había llamado era mi padre, que aquella semana trabajaba en el turno de

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Verano en Atlantis

noche. El Dique estaba cediendo. Los ingenieros militares, los equipos de mantenimiento y muchos voluntarios trabajaban para reforzarlo, pero mi padre sabía que acabaría viniéndose abajo. Conocía a aquel monstruo de hormigón y escombros como si lo hubiese construido él mismo. Metimos cuatro cosas en una maleta y salimos a la calle con el doctor y su hija. Fuimos hacia la montaña, hacia el interior, alejándonos del mar. Caminamos toda la noche, acompañados cada vez por más gente. La noticia se estaba extendiendo. Era el fin del Dique, el fin de Barcelona, que se uniría a la creciente lista de ciudades engullidas por las aguas. En la entrada de los túneles de Vallvidrera encontramos una gran aglomeración. Un control del ejército no dejaba pasar a nadie. Todo el mundo estaba cada vez más nervioso, había gritos, empujones, volaron piedras contra los soldados, que tuvieron que disparar varias veces al aire para conservar el control de la situación. Finalmente, a eso de las cuatro de la mañana, el oficial al mando recibió una orden por radio. Debían dejarnos pasar, el Dique se había venido abajo y la ciudad se inundaba. Yo sabía dónde estaba mi padre en el momento del derrumbe. Nadie tuvo que explicarme nada. Cruzamos el túnel llorando, mi madre y yo, cogidos de la mano. Fueron los dos mil quinientos metros más difíciles de recorrer de toda mi vida. Cuando salimos por el otro lado ya amanecía. Era miércoles, 22 de septiembre de 2034.

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Verano en Atlantis

Yo cumplía doce años y había dejado atrás a mis amigos, a mi familia, a mi padre. Y también algo más. Años más tarde comprendí que se trataba de mi infancia, mi inocencia, mi fe en algún tipo de futuro mejor. Pero en aquel momento yo no lo entendía. Sólo podía sentir el vacío que había dejado en mi pecho, en mi cabeza, en mi manera de mirar al mundo. Sabía que había perdido algo, algo importante, pero no recordaba qué era, porque ya no lo tenía.

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Ingeniería aplicada

“Ingeniería aplicada” José Ramón Vázquez Peñas

Se le ocurrió que aquel lugar más que mar era un desierto, y que hacía mucho que había dejado de ser tranquilo, aunque pronto volvería a hacer honor al menos a una parte de su nombre. Pero en aquel momento era un hervidero de actividad. Miles de obreros se afanaban por realizar su trabajo lo más rápidamente que les dejaban los trajes de astronauta. Por ir demasiado deprisa habían perdido ya a demasiados hombres: Lampe, de Polonia, Siskauskas el lituano, Nwangi de Nigeria, y otros muchos nombres de otros muchos países que habían dejado sus vidas en el lugar más agresivo que nunca hubiera hollado un ser humano. En el fondo la causa valía la pena, aquello era la mayor obra jamás creada. La culminación de doscientos mil años de evolución tecnológica de la especie. Habían sido necesarios incontables avances para acometer aquella obra. Inversiones millonarias en diversos campos de la ciencia y la técnica

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Ingeniería aplicada

sólo para llegar a la fase de diseño. Se habían probado miles de materiales hasta encontrar uno lo suficientemente ligero como para transportarlo hasta su localización final y lo suficientemente resistente como para soportar el impacto de un meteorito capaz de extinguir enormes reptiles. Se había perfeccionado la tecnología de la pila de fusión hasta lograr una batería capaz de suministrar energía a la instalación durante un ciclo ininterrumpido de 10000 años. Las ciencias blandas habían jugado también su papel, miles de psicólogos y sociólogos habían estudiado la estructura, desde el punto de vista de su posible impacto sobre la humanidad y sus implicaciones, pero también observando cómo se desarrollaba la obra. Él, como ingeniero jefe del proyecto estaba a la vez asombrado y asqueado por lo que había visto durante el proceso de construcción. Actos heroicos en los que cuadrillas enteras de obreros habían arriesgado sus vidas sólo por salvar las de unos pocos compañeros, como cuando una sección entera se había desprendido matando a cuarenta trabajadores y dejando atrapados a unos cuatrocientos. El espectáculo de ver caer con inconcebible lentitud más de 100.000 toneladas y la extraña sensación de no oír el sonido del golpe, un ruido que en la tierra hubiese reventado los oídos de cualquiera situado a un kilómetro a la redonda, había resultado terriblemente irreal, como una pesadilla pasada a cámara lenta. Durante dos semanas todo el mundo había hecho doble turno, el que le correspondía por contrato y el necesario para los trabajos de rescate y desescombro. Si algo tenía todo el

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Ingeniería aplicada

mundo claro es que parar la construcción no era permisible. Al final el porcentaje de supervivientes había sido mayor que el que marcaban las previsiones más optimistas, aunque hubiera superado los dos dígitos tan sólo por unas pocas décimas. Sin embargo, por cada historia edificante había una truculenta. Repentinos brotes psicóticos en los que decenas de trabajadores perdían la cabeza de forma espontánea y coordinada, aquejados de una especie de ataque de furia berserker causado según los más doctos especialistas por la sensación de aislamiento y privación de contacto humano que se producía durante las maratonianas horas de trabajo dentro del traje espacial. Había contemplado al menos una docena de aquellos Síndromes de Soledad Lunar, como habían quedado bautizados, en los que los afectados atacaban a sus compañeros y amigos con una saña imposible de concebir en un ser humano en plenas facultades mentales. La única forma de tratarlos había sido dispararlos, sacrificarlos como a perros rabiosos, perforando su traje condenándolos a una muerte cierta y tan horrible que no se la deseaba a ningún enemigo. Y después de eso los interminables juicios, con las familias de los dos tipos de víctimas mirándole con resentimiento desde el estrado, como si hubiera sido culpa suya todos aquellos hechos luctuosos. Pero a pesar de todo, si echaba la vista atrás, descubría que había valido la pena. Había valido la pena no sólo formar parte de algo que entraría en los anales de la historia, sino ser una de las piezas más

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Ingeniería aplicada

fundamentales del engranaje. Llevaban completado tan sólo el 70% de la obra total y ya tenía un tamaño tan descomunal que su cerebro no podía asimilarlo desde su perspectiva. Se mareaba si lo contemplaba durante mucho tiempo, más alto que cualquier edificación terrestre, dos órdenes de magnitud más largo que la famosa muralla china, tan descomunalmente grande que ninguna lengua conocida podía concebir una palabra para describirlo. Un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad. Todas las nocheviejas las calles de Estados Unidos se convertían en un hervidero de gente, una marabunta de personas que salían de sus hormigueros para celebrar la llegada del año nuevo cantando Auld Lang Syne y observando por las pantallas gigantes la celebración de Times Square. Pero aquel año había un centro de atención especial, desplazado bastante más al sur, a la ciudad de Martin Luther King y de Ted Turner, pero sobre todo el lugar donde se encontraba la base central de operaciones de la compañía más grande del mundo que iba a celebrar su segundo centenario por todo lo alto. Atlanta había logrado quitarle la capitalidad mundial a Nueva York durante unas pocas horas. La gente contuvo la respiración durante los diez segundos de la cuenta atrás que se transformó en una gigantesca exclamación colectiva cuando

un

descendiente

lejano

del

Doctor

Pemberton

accionó

simbólicamente un conmutador en el instante justo que el reloj llegaba a

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cero y la instalación lunar comenzaba a funcionar, tatuando en rojo de forma imborrable un logotipo que, ahora sí, sería visible en cualquier lugar del mundo, por muy remoto que se preciara de ser.

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Ajena en la noche estrellada

“Ajena en la noche estrellada” Álvaro Aranda Muñoz

Despiertas. Es de noche. Por unos momentos crees que estás delirando. Sientes una fuerza que descontrolas por completo. Te incorporas. No sabes quién eres, pero eso no importa. No. No importa en absoluto. Acabas de despertar por algo, algo que has detectado en tus instintos más primitivos. Miras tu cuarto. No te es familiar. Ni siquiera sabes cómo has podido llegar a parar aquí. Te recuestas sobre la cama. Observas el cielo negruzco. Comienzas a sentir en tu instinto que algo está a punto de suceder, que llega el momento de que ocurra algo importante. Conoces esta sensación, está tan arraigada en ti, que te sometes a ella como siempre. Un dolor repentino en tu cabeza. Te escuecen los ojos. La vista se te nubla. Caes al suelo mareada, de rodillas y con la cabeza gacha y las palmas de las manos apoyadas sobre las frías baldosas. Una lágrima comienza a

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Ajena en la noche estrellada

asomar por tu ojo izquierdo. Crees que te has roto algo. Sin embargo, resistes. Estás acostumbrada. El dolor es parte de tu vida, de tu noche. Tu cerebro se queda en blanco, tu pensamiento, por decirlo de alguna forma, deja de fluir. Ahora eres un ser inconsciente que sólo sabe percibir el más atroz de los dolores, el más agudo de los pinchazos en cada minúscula parte de tu cuerpo. Cierras los ojos. Te retuerces en el suelo. Sueltas un manotazo al aire. Levantas la cabeza y gritas lo más fuerte que te permiten tus pulmones. El gritar hace que por unos momentos se te olvide el dolor. Tiras fuerte de las sábanas y de las mantas y las echas al suelo. Arremetes con la cabeza contra la estructura metálica de la cama y por unos momentos no sientes nada. Pero lo peor todavía no ha comenzado. Percibes un dolor distinto de los anteriores, mucho más intenso, que se extiende por tu cabeza y tu cuello, por tus pechos y brazos, por cada poro de tu piel. Es realmente hiriente. Lloras. Gimes. Pataleas. Se te taponan los oídos y gritas. Te arden las cuerdas vocales. Quieres que el dolor termine, que acabe todo de una vez por todas. Pero todo es en vano. El dolor, tu sentir más profundo, es incombustible cuando comienza. Los hombros se te ensanchan. Tu espalda se arquea y se robustece, tus brazos pronto comienzan a desarrollar una musculatura que te es familiar. Una musculatura potente, fibrosa. Los ojos te lloran. Los abres

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Ajena en la noche estrellada

durante unos instantes y observas que tu piel, más negra que nunca, brilla con suavidad. Entonces sientes un dolor agudo en cada diente, en las raíces, como si cada uno estuviese creciendo y empujase a los demás. Escupes sangre. Notas cómo las mandíbulas se redimensionan. Percibes cómo las piernas comienzan a temblarte y la habitación comienza a dar vueltas dentro de tu cabeza. Ruedas sobre ti misma. Te empotras contra la pared. Cualquier sentimiento es mejor que el dolor que tienes ahora. Cualquiera. Quieres que esto se acabe ya. Que tu vida termine por completo. Si tuvieses la suficiente fuerza implorarías a gritos compasión. Sin embargo, no puedes. Te mueves a gatas. Consciente de tu cuerpo cambiante. Te bamboleas a cada centímetro que avanzas, a cada minúsculo movimiento de piernas que eres incapaz de controlar. Sientes una punzada del dolor más hiriente que has conocido en tu vida en las costillas. Cierras los puños y gimes en alto por unos segundos. El dolor de tus dientes se intensifica, y sin darte cuenta te encuentras mordiendo con todas tus fuerzas el colchón de tu cama, descargando toda la potencia de tus nuevas mandíbulas. Desgarras cada parte del colchón y del somier, escuchas el sonido metálico del chocar de tus dientes contra la estructura metálica de la cama.

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Ajena en la noche estrellada

Crees que queda poco para la muerte, que en cualquier momento tu mente se apagará y ya no quedará nada de ti en el mundo. Ha sido una estancia corta. Notas cómo tu cerebro está a punto de decir adiós. Tu mente se queda en blanco y te sumes en la más absoluta de las tranquilidades. Después del dolor viene la calma y el relax. Dejas de morder el colchón y caes al suelo. Te gusta la sensación fría de las baldosas sobre tu piel. Tienes los ojos abiertos. Percibes cómo el techo se mueve de forma lenta. Pasan unos minutos. Poco a poco comienzas a recuperar el sentido y el control de cada músculo de tu nuevo cuerpo. Te sientes con fuerzas. Poderosa. Inteligente. Malévola. En cuestión de segundos te pones a gatas y saltas con la agilidad de un felino sobre la cama destrozada. Ves en la negrura de la noche algo diferente. Te acercas a la ventana y, como la más bella de las panteras, te acurrucas contra el marco y observas la noche estrellada.

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El Gran Villano

“El Gran Villano” David García Hernández

Su entrevistador le escrutaba con la mirada, pendiente de cada una de sus palabras, dispuesto a aprovechar cualquier descuido, cualquier desliz para conducir el interrogatorio en la dirección que él quisiera, pero no se lo permitiría. Se había jurado no caer en su trampa y mediría cada respuesta como si su vida dependiese de ello, porque en cierto modo sería así. —¿Cuándo decidió adoptar el alias de Doctor Protón? ¿Fue antes o después de iniciar sus actividades criminales? —No es un alias, es mi auténtico nombre. Mi apellido es Protón y tengo un doctorado en física nuclear, así que no se puede considerar que sea un “nom de guerre”. Y en cuanto a mis supuestas actividades criminales, si alguien tiene pruebas de mi participación en algún hecho delictivo le invito a que las muestre.

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I Premio “Ovelles elèctriques”

El Gran Villano

Negación de la evidencia. Ese era el secreto. Otros se vanagloriaban de sus hazañas, se dejaban capturar en pleno delito o permitían que les filmaran o les fotografiasen en primer plano, pero él no. Había hecho de la negación plausible una forma de vida. La intensa luz del foco que habían dirigido hacia su cara, seguramente con la intención de hacerle sentir incómodo, estaba surtiendo efecto. Sudaba copiosamente bajo la máscara y el pelo había empezado a gotearle sobre el cuello. Notaba como el maquillaje que utilizaba para oscurecer sus párpados tras el antifaz se empezaba a correr amenazando con entrarle en los ojos. —Pero usted se define como Supervillano. —Si consideramos villano a aquel que no sigue las normas impuestas por gobiernos corruptos más interesados en su propio beneficio que en el del ciudadano de a pie, sí; podría definirme así. Aunque yo prefiero el neologismo super-antisistema. —¿Eso no es utilizar la corrección política para maquillar la verdad? —Para nada. Llamarme supervillano es colocarme a la altura de gente como Juicio Final o Kataklismo. Estamos hablando del Mal con mayúsculas, tipos que no tienen ningún reparo en asesinar indiscriminadamente cada vez que creen oportuno organizar un armagedón. Si ser un supervillano significa que me comparen con ellos, pues entonces no lo soy.

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—Pero a usted se le relaciona con varios asaltos a instalaciones militares y de investigación en las que ha habido bajas civiles. ¿Qué tiene que decir a eso? —Me reitero en mi anterior respuesta. Si alguien tiene pruebas, que las presente. —Pero ¿no es cierto que alguien vistiendo un uniforme muy parecido al suyo fue fotografiado saliendo de un almacén de armamento hace tres meses? Se calcula que, entre militares y civiles hubo más de cuarenta víctimas. —Ese asunto está en manos de mis abogados y aún no se ha demostrado que esas fotografías sean auténticas. Además, por el amor de Dios, ¿ha visto mi uniforme? Cualquiera con una máquina de coser y varios retales azules, verdes y amarillos sería capaz de copiarlo. —¿Insinúa que hay alguien intentando desprestigiarle? —Bueno, no me gusta señalar, pero el Capitán Justicia es conocido por manipular evidencias. Recuerden su juicio contra Castración. El abogado de Castración demostró que ninguna de las pruebas presentadas era sostenible. No me extrañaría que él o cualquier otro de los autoproclamados héroes estuviesen intentando arruinar mi reputación como ya lo han hecho con algunos de mis colegas. El entrevistador asintió sin parecer demasiado convencido.

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—Y en cuanto a lo de las víctimas —prosiguió—, bueno, es una pena que gente inocente se vea atrapada en el fuego cruzado pero eso sucede todos los días, en todo el mundo, y responsabilizarnos a nosotros, que sólo somos una de las partes, es hipócrita. ¿Por qué no juzgaron al Libertador cuando derribó aquel edificio lleno de inocentes sobre Supernova? Porque, claro, el Libertador es un supuesto Héroe, con patrocinadores y el soporte de los medios, por eso. Y el pobre Supernova está pagando ahora por esas muertes. No parece justo, pero es así. —Tenemos imágenes de la destrucción de un centro de investigación genética de la compañía Darwin7 —insistió el entrevistador—. En ellas un individuo vestido como usted y haciendo gala de poderes sospechosamente parecidos hace volar una de las alas del edificio. Decidió guardar silencio mientras mostraban en la pantalla que había a su derecha un vídeo de poca calidad, seguramente capturado con un teléfono móvil. Estarían esperando algún comentario por su parte por ello guardó silencio. El entrevistador se había recostado contra el respaldo de su asiento y observaba complacido la pantalla. —Entonces, ¿afirma que el de esta grabación tampoco es usted? ¿De verdad esperaba que lo admitiera? ¿Frente a todo el mundo? —No afirmo ni desmiento nada; pero si alguien puede demostrar que ese soy yo le invito a que lo haga.

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—¿Y cómo explica la manipulación de la materia a nivel atómico? Nuestros expertos aseguran que la estructura molecular de los pilares del edificio fue desecha, literalmente. —Puedo hablarles de, al menos, media docena de artilugios capaces de lograr ese mismo efecto: un haz de leptones concentrados como el que usa el Placebo, el arma sónica de Decibelio, el pulso cuántico de la Mandrágora… Eso sin contar los superpoderes. Piense en la mirada disruptora de Pútrido o el toque letal de la Polilla. —Pero en estas imágenes se puede distinguir claramente… —Una figura difusa moviéndose entre los escombros, sí. Pero dudo que nadie pueda asegurar de quién se trata. Ni siquiera soy capaz de distinguir una capucha verde como la mía. Eso parece más bien un casco de color turquesa. El entrevistador dejó escapar una risa con sorna. Alguien más le acompañó pero el foco apuntado a su cara no le dejo ver de quien se trataba. —¿Qué me dice de Azazel? —le preguntó cambiando de tema. —¿Qué quiere que le diga? —¿Es cierto que hay algo entre ustedes? ¿Son socios o hay algo más? ¿Así que ahora quiere entrar en el terreno personal?, pensó. —Bueno, hay que reconocer que Azazel es una mujer muy atractiva, pero no. Nuestra relación es puramente profesional.

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—Entonces ustedes nunca… —Dejó la frase en el aire sabiendo que cualquiera sería capaz de adivinar cómo seguía. —Bueno, no le negaré que hace unos años tuvimos una historia, pero es muy difícil convivir con una mujer poseída por un demonio primigenio. Especialmente cuando tiene el periodo. Su comentario levantó un eco de risas, todas masculinas. Sonrió y prosiguió: —No, en serio. Lo nuestro no funcionó, pero eso no significa que no podamos seguir trabajando juntos. Azazel es una mujer de múltiples talentos. —Hablemos ahora de lo sucedido en la casa. Raza asegura que fue usted quien planeó lo de Martinique. ¿Qué tiene que decir a eso? —Raza miente más que habla. Yo casi no he tratado con Martinique, y lo que Raza hizo requiere un conocimiento profundo de la psique humana. —Pues él asegura que la idea fue suya. Admitámoslo, Raza no es precisamente una cabeza pensante. —Sí, supongo que esa imagen de gigante musculoso puede llevar a engaño. La mayoría no sabe que antes de conseguir sus poderes Raza era político. De nuevo risas entre los asistentes. Eso le animó un poco. —¿Y todo el asunto con Man-dibula? —Ahí sí que tengo que aceptar mi parte de responsabilidad.

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—¿No cree que fue un poco excesivo lo que le hizo? Teniendo en cuenta que ahora le llaman Man-churrón-humeante... —Bueno, admito quizás me excedí —respondió con una sonrisa—, pero el Vigilante estuvo de acuerdo conmigo en que las acciones de Man-dibula merecían una retribución. Fui juzgado y absuelto por ello. —Pero la gente no olvida tan fácilmente. —Supongo que no. Imagino que por eso estoy aquí. Volvió a mirar a su alrededor. Sentados en una hilera de sillas, Raza, Martinique, Soldado Universal y Cabeza Puntiaguda le observaban con detenimiento. Raza parecía complacido. —La audiencia no le ha perdonado, y así lo demuestran los votos. — continuó el entrevistador. Luego se puso en pie y caminó hasta quedarse en el centro del plató y, dirigiéndose las cámaras, prosiguió: —Recuerden que la próxima semana nuestros espectadores tendrán que decidir cual de los dos nominados, Mortaja, nuestro cadáver más sexy, y Virtual, la entidad holográfica de otro planeta, tiene que abandonar la casa. Esperamos sus votos y les invitamos a acompañarnos la próxima semana en una nueva edición de Gran Villano. Y recuerden que pueden seguir la casa en directo a través de Internet y en nuestro canal Gran Villano 24 horas. Buenas noches.

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El demonio errante

“El demonio errante” Jordi Grados García

Jean y Walter, el famoso caza demonios, estaban encaramados en la cima de una colina. Al fondo flotaban, suspendidas en el aire, unas desagradables nubes que auguraban tormenta. Nada nuevo para ellos, puesto que las habían estado siguiendo hasta ese lugar. Walter afinó su vista de lince y observó cómo los cielos se teñían de oscuras y sinuosas sombras. La edad y la experiencia habían curtido a este pequeño hombre de no más de metro sesenta. Llevaba una barba negra, espesa y recortada junto con un traje militar completo. Jamás se deshacía de su boina, ni de sus pitillos. Se decía que no pasaba de los 40, aunque nadie sabía en realidad cuándo nació. Algunos decían que a su madre la fecundó un demonio, otros no se creían esas historias, pero todos coincidían en una cosa: lo mejor era evitar su compañía.

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El demonio errante

El joven Jean desvió la mirada hacia la caja de madera alargada y claveteada que habían subido con ellos, parecía una funda de guitarra. Mientras lo hacían, juraría que algo se movía dentro. Y ahora mismo acababa de oír un ruido rasposo. —¡Qué coño hay en la caja, algo se mueve dentro! —exclamó Jean. —¿Tienes miedo? —¡Vete a la mierda! ¿Vale, Walter? En ese preciso momento un inmenso rayo cruzó el horizonte. El haz de luz destelló durante tres segundos. El silencio se propagó por la llanura. —Ahí lo tenemos. ¿Qué te había dicho, jovencito? —Walter estaba contando con los dedos y cuando llegó a 20 se oyó un trueno ensordecedor—. Está a más de siete kilómetros. Aún tenemos tiempo. Acércame la caja, muchacho. Cuando aferró la caja sintió un golpe en su interior. Escrutó el horizonte en busca de otra señal que revelara la posición del demonio. Allí donde había estallado el rayo, el cielo estaba ennegreciendo. Llegaba hasta ellos una fría brisa que mecía suavemente los árboles de la colina. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. —No me gusta —comentó Walter distraído mientras sacaba los clavos de la caja. A Jean se le erizaron los pelos al oír esas palabras—.

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El demonio errante

Espero que en las próximas elecciones presidenciales salga un presidente de verdad. ¿Has visto lo de la guerra por las noticias? —¿Cómo puedes pensar en eso en un momento como éste? —le inquirió Jean saliéndose de sus casillas. Empezaba a sudar y lo peor de todo, empezaba a arrepentirse de su elección. ¡Sólo por dinero! Por mucho dinero... Se quedó helado cuando vio lo que salía de la caja. Los instantes que siguieron a continuación fueron demasiado rápidos. Walter se encendió otro cigarrillo mientras sacaba de la caja un gato con las patas y el hocico precintados con cinta adhesiva. Estaba totalmente inmovilizado. Ésa era la fuente de ruido de dentro de la caja. Al sentir el tacto de las manos, el pobre animal empezó a contorsionarse como un loco que sabe de su muerte inminente. Acto seguido, Walter, con una tranquilidad inconmensurable, sacó una afilada navaja y acercó el rostro para observar de cerca al felino que le devolvía la mirada con una infinita expresión de terror. —¿Sabes? —habló acercando la navaja al animal—. Todos, incluidos los demonios, estamos aquí por algo. La naturaleza que nos ha creado nos obliga a obrar de un modo concreto. Algunos conocen su camino, otros en cambio, están por desvelar. Lo interesante es que cuando comprendes la ruta de los demás puedes actuar para influir en ella. Puedes cruzarte en su camino.

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El demonio errante

Clavó la navaja en los ojos del felino y con un rápido movimiento de muñeca se los arrancó uno a uno. La cabeza del animal se transformó en una fuente de sangre mientras se retorcía de dolor. Con la misma celeridad liberó al gato de la cinta adhesiva y lo lanzó por los aires en dirección al rayo que habían visto antes. El animal rodó por el suelo salpicándolo de sangre. Luego se levantó palpándose la cara con las patas y empezó a caminar ciego de un lado a otro maullando lastimosamente. —¿Qué haces? —inquirió Jean asustado— ¡Dios, qué asco tío! —¡Qué sabes tú de demonios! ¡Así atraparemos a Min’hatos El Rayo! ¡Ése es su destino! ¡Su debilidad! ¿O es que no me estabas escuchando? —El joven balbució unas palabras—. ¡Ven aquí, maldita sea! Ahora no nos queda mucho tiempo. ¡Mira! Un nuevo rayo cruzó el horizonte. La brisa era un viento suave. Las nubes se empezaron a mover hacia ellos al tiempo que una de ellas, de aparente densidad plomiza, se distinguió de las demás. Un fulgor cruzó el cielo mientras el gato gritaba mortalmente herido. Sus sollozos se propagaban por el aire. —¿Es el rayo? —preguntó Jean. —No. Utiliza el rayo para moverse por el cielo, pero para bajar a tierra necesita una forma física. Acércame el paraguas —dijo señalando la caja sin apartar la mirada del horizonte.

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Jean obedeció y sacó un paraguas, o lo que quedaba de él, puesto que más bien parecía un esqueleto metálico. El objeto terminaba en una afilada punta de metal. Walter lo asió con firmeza; sopesándolo. La densa nube empezó a acercarse a ellos mientras se compactaba cada vez más. Pasó de un color grisáceo al negro con tintes rojos. El cielo se encapotó por completo y la lluvia se derramó sobre la colina. El viento silbaba en sus oídos mientras el pequeño felino seguía gimiendo con ahínco. El aire se cargó de electricidad. La nube empezó a coger forma. Levitaba justo encima del animal herido. Se empezaron a distinguir unos enormes brazos, colosales. Unas garras. Luego se formó una cabeza parecida a la de un león, pero mucho más aterradora. Un hocico y unos dientes afilados. La cabeza se sostenía sobre un poderoso cuello envuelto en una especie de eléctricos pelos en punta. Su cuerpo entero estaba envuelto en un zumbante gorgoteo. El aire a su alrededor crepitaba. El ser parecía emanar una especie de aceite fétido y negruzco que goteaba de sus extremidades. Llegó hasta ellos el insoportable olor. —¡Ponte el trapo en la boca! —le gritó Walter a Jean a causa del ruido que reinaba en la colina—. ¡Si respiras demasiado ese olor te intoxicarás y caerás desmayado! El monstruo, como recién afectado por la gravedad, cayó estrepitosamente. Se erguía sobre sus dos cuartos traseros justo encima del

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gato. El felino intentó huir cuando se percató de esa maligna presencia, pero no sabía hacia dónde. Min’hatos abrió las mandíbulas y brotó de su interior un destello eléctrico que calcinó vivo al animal. Cuando solo quedó una negra mancha en el suelo, el monstruo se agachó y empezó a engullir los restos mortales. —¡Ahora corre hacia él, date prisa! —Pero… —¡Corre! —le gritó Walter mientras salía corriendo directamente hacia la criatura aferrando en una mano el paño en la boca y en la otra el esqueleto de paraguas. Jean lo imitó en la carrera. Se acercaron rápidamente, directos al monstruo que no había reparado en ellos. —¡¿Por qué no nos ve?! —¡Está muy absorto comiendo ceniza! ¡Es su naturaleza, no lo puede remediar! Cuando estaban muy cerca, Walter respiró una gran bocanada de aire, se deshizo del trapo y agarró el paraguas con ambas manos. Un rayo estalló en el aire. Corrió directamente hacia la mole, apuntó y lanzó el paraguas a la cabeza, pero erró el tiro. Se clavó en uno de los brazos. Se escuchaba un zumbido eléctrico en el aire. El monstruo, enfurecido, entendió que todo había sido una trampa. La hierba se empezó a cargar de electricidad estática. Se posó sobre las cuatro patas y abrió la mandíbula dispuesto a

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electrocutarlos. En el interior de su boca se empezó a formar una luz etérea y fantasmal. De pronto la lluvia dejó de caer y Min’hatos comprendió que era demasiado tarde. Un inmenso haz de luz bajó del cielo, abrasando el aire, y estalló en el brazo del monstruo. ¡Había sido alcanzado por un rayo! ¡El paraguas lo había guiado! La potente embestida le arrancó el miembro. El monstruo rodó por el suelo aplastando todo lo que encontraba a su paso. —¡Marchémonos de aquí antes de que se recupere! —gritó Walter a Jean, que estaba cerca del miembro tullido. Sin pensar en las consecuencias agarró el brazo y se lo llevó. El monstruo los observó fijamente, reteniéndolos en su memoria, jurando venganza. Cuando ya se habían alejado, Min’hatos El Rayo transformó todo su cuerpo en energía y subió hacia el cielo. La tormenta se desvaneció poco a poco. El viento se calmó. Los dos hombres descansaban estirados en la hierba. —¿Está muerto? Walter sacó la pitillera y se encendió un cigarrillo. —Nosotros estamos muertos. —¿Qué dices viejo? —Le hemos dejado escapar. Acabamos de firmar nuestra sentencia de muerte, chaval. —¡Tonterías! La próxima vez le arrancaremos el otro brazo —dijo sintiendo cómo la adrenalina del combate fluía por su cuerpo.

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—Tienes agallas chaval, eso no te lo voy a discutir. Robarle un brazo a Min’hatos El Rayo... Si lo vendes te darán una buena recompensa. Hazlo y aprovecha lo que te queda de vida. —Deliras. No me cazará. —Min’hatos El Rayo tiene el don de la omnipresencia allí donde hay una buena tormenta. No podrás huirle eternamente. —Jean tragó saliva comprendiendo las palabras del viejo. —Está bien, nos matará. —A menos que… —¿A menos que? —A menos que lo persigamos y acabemos con él, que le demostremos que con nosotros no se juega. Ya sabemos cómo es y qué es capaz de hacer. Debemos aceptar el camino que nos ha sido marcado. Cazarle o ser cazados… —Un momento. ¿Qué pinto yo en todo esto? ¿Para qué querías un acompañante si normalmente trabajas solo? —Bueno… si algo hubiese ido mal… —¿Sí? —Te habría arrancado los ojos. —El joven palideció de golpe—. Vamos, recoge las cosas. Nos largamos.

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Las espadas lloran

“Las espadas lloran” David Prieto Ruiz

Las espadas lloran. Es un hecho desconocido por aquellos que jamás empuñaron una, pero cierto. Lo hacen con un lamento cada vez que cortan el aire. Tal vez, como una queja ante su destino, que no es otro que el de segar vidas. O puede que lo hagan al predecir el placer que les causará hincarse en la carne y empaparse en la sangre de sus víctimas. Halver Tusckabel lo sabía desde siempre, desde que era un niño. El lloro agudo del filo de la espada había sido una constante a lo largo de su vida. Desde antes de desenvainar la primera —la de su padre, por accidente, en la aldea sin nombre en la que se había criado— hasta aquel mismo instante en el que, sin pensarlo, interponía la suya en el camino de la que trataba de acabar con su existencia. Al zumbido respondió el choque de metales y a éste el grito de su propia arma. Su enemigo se apartó, hurtando el cuerpo, aunque no fue

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Las espadas lloran

suficiente. El metal arañó el cuero, las ropas que había debajo y la piel, tiñéndose de rojo. Un gemido surgió, entonces del herido. Tusckabel no le hizo caso. Apretando los labios, giró la muñeca y lanzó otro tajo. El acero atravesó de parte a parte a su rival, empezando unas pulgadas por encima de la cadera para, en un largo trazo ascendente, surgir por su hombro, en mitad de una fuente de sangre y fragmentos de hueso. Cuando se derrumbó, buscó alrededor. El resto de los bandidos caía bajo las espadas de sus hombres. Limpió su arma en las ropas del que había muerto por ella y aguardó a que remataran a los que todavía agonizaban. Luego, les ordenó que se reunieran con él en torno a la fogata que había servido a sus enemigos para calentarse. —Lo habéis hecho bien —dijo a los tres que le acompañaban—. ¿Algún herido? —No, capitán. Moretones y rozaduras. Nada que una jarra de hidromiel y una buena moza no pueda sanar —respondió Rolff. Jask y Muggers le rieron la gracia. Los tres eran más altos que su jefe, con el pelo rubio y los rasgos anchos, cuadrados y algo toscos. Vestían armaduras de cota oxidadas y llevaban pesadas espadas y hachas, que, en aquellos momentos, limpiaban como podían. —Me alegro —gruñó él, sin demostrar humor. Recogedlo todo y vayámonos. Podría haber más.

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Las espadas lloran

Los mercenarios afirmaron sin palabras y, al cabo de unos instantes, cargaron sobre sus espaldas los pesados sacos en los que se encontraba el botín de sus enemigos. Después, a través del bosquecillo de abetos que les rodeaba, los llevaron hasta sus caballos, medio a rastras y dejando profundos surcos en la nieve. Otro trabajo bien hecho, en el que habían cumplido con todos los trámites que sus señores temporales les habían asignado: los ladrones habían pagado con su sangre la que ellos mismos habían vertido — la del hijo de uno de los capataces— y el botín había sido recuperado. Sólo quedaba regresar al campamento minero para obtener el resto de su recompensa. Una buena plata si se consideraba de quién provenía y una escasa suma si se pensaba en lo que en realidad valía la carga. Por supuesto, así se lo hizo saber Rolff en cuanto estuvieron a lomos de sus monturas, con su voz rasgada y siempre dispuesta para hacer chanzas y bromas. —El hierro negro vale cien veces lo que nos van a pagar por él — bufó entre dientes el guerrero, inclinándose sobre la cabeza de su caballo, un bayo muy peludo—. El cambio que haremos no es justo. —No lo sería si nos perteneciera, pero no es así. Y tenemos un contrato con ellos. Tusckabel no añadió nada. Sus ojos, marrones, los del hombre más común del mundo, quedaron fijos en el horizonte, en las escarpadas montañas de la Hoz que recortaban los páramos y donde se encontraba la mina. Por supuesto que sabía del valor de aquel hierro, superior incluso al

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del oro, y que aquellos lingotes valían tanto que podrían retirarse con lo que les dieran por ellos. El mercenario no era tonto y a sus treinta y dos años había vivido más de lo que podría imaginarse cualquiera que le observara, por mucho detenimiento que pusiera en ello. Su rostro, curtido por el viento de las llanuras heladas, no dejaba entrever más que algunas de las cicatrices que le recorrían. Éstas eran muchas y la mayoría no se encontraban en su piel, sino en su espíritu. Pero no iban a apropiarse del hierro. No, habiendo un trato de por medio. En eso no habría discusiones. Las sombras de los cortos días invernales del Yermo crecían y densas nubes de vaho surgían de las bocas de hombres y bestias cuando ordenó que pararan para organizar un campamento. De un modo muy parecido a como lo habían hecho los bandidos, buscaron refugio entre los arbolillos que crecían al pie de las colinas y utilizaron sus ramas para limpiar el suelo de nieve y, después, hacer un pequeño fuego. Las noches eran extremadamente frías y el riesgo de congelarse en el camino muy alto. Unas pocas horas les separaban del asentamiento, pero esas pocas horas eran demasiadas. Alrededor de las llamas comieron pan duro y carne en salazón, acompañados con nieve derretida y unos dedales del aguardiente del taciturno Jask que apenas sirvieron para llevar una discreta tibieza a sus estómagos. El viento ululaba en los cercanos montes y los lobos aullaban, tan helados como el resto de las criaturas del campo. Una noche desapacible les aguardaba, pero eso no les impediría dormir. Tras repartirse los turnos,

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Tusckabel, Muggers y Jask se arrebujaron en sus mantas, mientras que Rolff permanecía en vela, con la espalda apoyada sobre un tronco y los ojos atentos a la oscuridad que les rodeaba. Nada sucedió en toda la noche y, con las primeras luces del alba a sus espaldas, recogieron, amarraron sus petates y se pusieron en marcha de nuevo. El viento continuaba soplando, siguiendo la misma dirección de los rayos del sol, y fue eso, antes que la vista, lo que les advirtió de que los problemas que Tusckabel ya había previsto —que más bandidos les presentaran cara— se hicieron reales. Primero con el olor acre del sudor y al poco por sus figuras montadas, el resto de los bandoleros hizo acto de presencia. Eran seis, vestidos con pieles y con sus rostros cubiertos por largas barbas trenzadas. Los mercenarios no rehuyeron el choque. Eran guerreros, no simples ladrones mal armados y, en terreno despejado, tenían la experiencia de su parte. Con su capitán a la cabeza y como salvajes cargaron al unísono contra el bandido que encabezaba la mermada tropa, agitando las riendas y dando grandes voces antes de formar una densa nube ante sus sorprendidos enemigos, que debían de haber previsto una larga persecución que serviría para agotarles. Bien adiestrados como estaban —no eran ni los primeros ni los últimos hombres que cabalgarían a la batalla siguiendo a Halver Tusckabel— , acuchillaron, fintaron y pararon como un solo hombre, cubriéndose las

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espaldas siempre que era necesario. Al cabo de nada, la ventaja del número había desaparecido, arrastrada por una marea escarlata. Un minuto más tarde, quienes se encontraban en minoría eran los bandidos que, como cobardes, volvieron grupas al ver la matanza de la que habían sido víctimas. Cuando el sonido de los cascos desapareció en la distancia, el capitán de los mercenarios se permitió una tímida sonrisa. La sangre manchaba la nieve, humeando al contacto con el aire helado, pero no era suya, sino de sus adversarios. Habían luchado juntos, como auténticos camaradas y habían vencido limpiamente. La última dificultad de entre las que podían esperarse quedaba atrás y la meta estaba a un paso. Muy cerca, siguiendo un angosto sendero… Entonces, el gesto de Tusckabel se torció y su sonrisa, el esbozo de aquel gesto, se convirtió en una línea llana en su rostro, dejándolo sin expresión. Una herida, la única que habían sufrido sus hombres, destellaba con tonos metálicos en las alforjas de uno de ellos. Traición con la forma de un lingote de hierro negro, apartado del resto del botín y escondido para beneficio propio. Sin cambiar su mueca, alzó la vista para buscar los ojos del culpable. Era Rolff. —Ese trato no era justo —masculló, al comprender que le había descubierto. Guiando su montura, Halver Tusckabel se aproximó en silencio a él y fue en ese momento cuando su espada lloró de nuevo, antes de pasar entre

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las costillas de Rolff para arrancarle la vida. Sólo después, cuando el cuerpo del alto demiano se derrumbó sobre la nieve, su capitán habló: —No hay justicia, sólo honor —susurró Tusckabel, para, después, gritar a los otros mercenarios—. ¡Recogedle! ¡Nuestro compañero ha caído! Porque las espadas lloran y, en ocasiones, lo hacen cuando sus dueños no pueden permitírselo.

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