Herder - Shakespeare

  • November 2019
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Shakespeare [Redacción definitiva] Johann Gottfried Herder Traducción de Juan C. Probst Revista Confines Buenos Aires, Año 1 Nº 2, Noviembre 1995 Reproducido del fascículo treinta y nueve de la Antología alemana editada por la Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de Literatura Anglogermánica. Buenos Aires, 1949.

Los números entre corchetes corresponden a la paginación de la edición impresa.

[103]

Si un hombre me inspira este cuadro monumental: “sentado en lo alto de un peñasco, a sus pies tempestad, tormenta y el rugido del mar, pero su cabeza iluminada por los rayos del cielo” —entonces es

Shakespeare.; pero también, por cierto, con el agregado de que abajo, en lo más profundo del pie de su trono de roca, murmuran las muchedumbres que lo explican, salvan, condenan, disculpan, adoran, calumnian, traducen y difaman—, y de que Él no oye a todas ellas. Toda una biblioteca se ha escrito ya sobre él, en su favor y en su contra —y yo, en modo alguno, tengo ganas de aumentarla. Más bien quisiera que a nadie del pequeño círculo en el que se lean estas líneas, se le ocurra otra vez, escribir en su favor o en su contra, disculparlo o difamarlo; pero sí, explicarlo, sentirlo tal como es, aprovecharlo y presentarlo, si esto fuera posible, a nosotros los alemanes. ¡Ojalá estas páginas contribuyan a ese fin! Los adversarios más audaces de Shakespeare lo acusaron y se mofaron de él, bajo las formas más variadas, diciendo que, si bien era un gran poeta, no era un buen autor dramático; y si admitían hasta esto, afirmaron que no era, por cierto, un dramaturgo tan clásico como

Sófocles, Eurípides, Corneille y Voltaire, quienes habían agotado todo lo que este arte tiene de sublime y absoluto. Y los amigos más audaces de Shakespeare se conformaron, por lo general, con disculparlo y

justificarlo, no haciendo otra cosa que pesar y compensar sus bellezas con sus pecados contra las reglas, conseguirle, como acusado, la absolución gracias a su elocuencia, y ensalzar tanto más su grandeza, 3

cuanto más debían encogerse de hombros ante sus fallas. Éste es el caso hasta de sus editores y comentaristas más modernos. Yo espero que estas hojas modifiquen el punto de vista, de manera que su figura llegue a estar en una luz más llena. Pero, ¿no es esta esperanza demasiado temeraria? ¿no es demasiado presuntuosa frente a tanta gente importante que ya lo ha tratado? Creo que no. Si demuestro que por ambas partes se edificó sólo sobre un prejuicio, una ilusión que nada significa; si por lo tanto no hago más que quitar una nube de la vista, o si a lo sumo coloco el cuadro en mejor posición, sin cambiar en lo más mínimo la vista o el cuadro, entonces puede, quizás, atribuirse a mi época o a un azar el que acierte con el punto donde luego detenga al lector, diciéndole; “¡Aquí debes pararte, pues si no, sólo verás una caricatura!” Si nunca deberíamos hacer otra cosa que enrollar y desarrollar la gran madeja de la erudición, sin jamás avanzar más adelante con ella —¡qué triste destino sería este infernal tejemaneje!

* Es de Grecia de donde hemos heredado las palabras drama, trage-

dia, comedia.; y así como la cultura literaria del género humano siguió, en una estrecha faja de la tierra, su camino sólo a través de la tradición, en el regazo de [104] la misma y en su lenguaje se transmitió, naturalmente, también doquiera un cierto acopio de reglas que parecían inseparables de la doctrina. Como la educación de un niño es imposible que pueda realizarse y se realice por la razón, sino por la vista, la impresión, el carácter divino del ejemplo y de la costumbre, así 4

naciones enteras son en todo lo que aprenden, mucho más niños aún. La nuez no crecería sin la cáscara, y tampoco conseguirán jamás la nuez sin la cáscara, aunque no pudiesen hacer ningún uso de esta última. Éste es el caso con el drama griego y el nórdico. En Grecia nació el drama de un modo como no podía nacer en el Septentrión. En Grecia fue lo que no puede ser en el Norte. En el Norte no es ni puede ser, pues, lo que ha sido en Grecia. El drama de Sófocles y el de Shakespeare son, por lo tanto, dos cosas que, en cierto sentido, apenas tienen de común el nombre. Creo poder demostrar estas proposiciones por la Grecia misma y descifrar, precisamente con ello, muy claramente la naturaleza del drama nórdico y del más grande dramaturgo del Septentrión, Shakespeare. Se verá la génesis de una cosa por la otra, pero también su transformación de tal modo que deja de ser la misma.

* La tragedia griega nació, por decirlo así, de una escena, de la improvisación del ditirambo, de la danza mímica, del coro. Éste aumentó y se refundió: Esquilo puso en lugar de una, dos personas a la escena, inventó el concepto del protagonista y restringió el carácter coral.

Sófocles agregó la tercera persona e inventó el escenario. De este origen se elevó, aunque tarde, la tragedia griega a su grandeza, se convirtió en una obra maestra del espíritu humano, en la cúspide del arte poético, que Aristóteles ensalza tanto y que nosotros, ciertamente, no podemos admirar bastante en Sófocles y Eurípides. Pero se nota en seguida que este origen explica ciertas cosas que, 5

admiradas sólo como reglas muertas, han de ser terriblemente mal interpretadas. Aquella simplicidad del argumento griego, aquella

sobriedad de las costumbres griegas, aquel continuo calzar el coturno en la expresión, la música, el escenario, la unidad de lugar y de tiempo —todo esto estaba implícito sin artificio ni magia, natural y esencialmente, en el origen de la tragedia griega que, sin perfeccionamiento, no era capaz para todo aquello. Todo esto era la cáscara dentro de la cual crecía el fruto. Retroceded a la infancia de la época de entonces: simplicidad de

la fábula estaba realmente tan implícita en lo que se llamaba acción del pasado, de la república, de la patria, de la religión, acción heroica, que el poeta más tenía que esforzarse para descubrir, en esa grandeza simple, divisiones, para introducir dramáticamente principio, medio y fin, que para separarla violentamente, mutilarla o amasar de muchos sucesos separados un conjunto. Quien alguna vez ha leído a Esquilo o a

Sófocles, nunca debería encontrar esto inconcebible. En el primero, siendo la tragedia, a menudo, sólo un cuadro alegórico, mitológico, medio épico, casi sin sucesión de las escenas, del argumento, de los afectos y hasta, como decían los antiguos, nada más que coro al que se intercaló algún suceso —¿acaso podía allí la simplicidad del argumento significar el menor esfuerzo o arte? ¿Y acaso era distinto en la mayoría de las piezas de Sófocles? Su Filocteto, Ayax, el Edipo desterrado, etc., se acercan todavía tanto a la simplicidad de su origen, al cuadro

dramático dentro del coro. ¡No hay duda! Ésta es la génesis del teatro griego. Veamos ahora lo que resulta de esa sencilla observación. Nada menos que esto: ¡Lo artificioso de sus reglas, lejos de ser arte, —era 6

naturaleza! La unidad del argumento —era la unidad de la acción que estaba delante de ellos, que según las circunstancias de su época, de su patria, de su religión, de sus costumbres no podía ser sino tal unidad. La unidad de lugar —era, unidad de lugar, pues la acción única, breve, solemne se desarrolló sólo en un lugar, en el templo, el palacio, como en la plaza pública de la patria. Así al principio únicamente se la [105] imitó por medio de la mímica y del relato intercalándola; finalmente se agregaron las escenas —pero naturalmente todavía una sola escena en la cual el coro reunía todo, en la cual de acuerdo con la índole del asunto, el escenario nunca podía quedar vacío, etc. Y que la unidad de tiempo se deducía de esto y era su consecuencia natural— ¿habrá algún niño para el cual sea necesario comprobarlo? Todas estas cosas estaban entonces en la naturaleza, de modo que el poeta con todo su arte no podía hacer nada sin ella. Evidentemente se ve, pues, también esto: el arte de los poetas griegos tomó, justamente, el camino opuesto al que se nos indica hoy a gritos como el señalado por ellos. Aquellos, pienso, no simplificaban, sino diversificaban : Esquilo al coro, Sófocles a Esquilo, y basta compa.

rar las piezas más artísticas de este último y su gran obra maestra, el

Edipo en Tebas, con el Prometeo o con las noticias sobre el viejo ditirambo, para descubrir el arte asombroso que logró introducir en ello. Pero jamás el arte de convertir la multiplicidad en una unidad, sino en verdad el de hacer de la unidad una multiplicidad, un hermoso laberinto de escenas en el que su mayor preocupación seguía siendo la de dar a sus espectadores, en la parte más intrincada del laberinto, la ilusión de la anterior unidad, la de desenrollar el ovillo de sus sentimientos de modo tan suave y paulatino, como si lo tuvieran siempre 7

todavía entero, el anterior sentimiento ditirámbico. Para ello les adornaba las escenas, hasta mantenía los coros y los convirtió en lugares de descanso dentro de la acción, mantuvo a todos, con cada palabra, en la contemplación de la totalidad, en expectativa, en la ilusión del desarrollo, del tener ya (¡lo que el erudito Eurípides, de inmediato, cuando el teatro apenas se había formado, volvió a descuidar!). En suma, dio grandeza a la acción (un hecho que se interpreta tan terriblemente mal). Y que Aristóteles supo apreciar en él este arte de su genio, y que era precisamente en todo casi lo contrario de lo que los tiempos modernos se complacían en tergiversarlo, tendría que saltar a la vista de cualquiera que lo ha leído sin prejuicio y desde el punto de vista de aquella su época. Justamente el hecho de haber abandonado a Tespis y

Esquilo y atenerse enteramente a Sófocles con su composición múltiple, de partir precisamente de esta su innovación, de fijar en ella la esencia del nuevo género poético, de llegar a ser su idea favorita de desarrollar entonces un nuevo Homero y compararlo con tanto provecho con el primero, de no olvidar ningún factor, aunque fuese secundario, que pudiera respaldar en la representación su concepto de la acción que tenga grandeza —todo esto prueba que el gran hombre hizo también filosofía en el gran sentido de su época y que no tiene, en modo alguno, la responsabilidad de las tonterías restringentes e infantiles que, más tarde, se quisieron convertir, partiendo de él, en andamio de papel de la escena. Es evidente que en su excelente capítulo sobre la esencia del argumento “no supo ni reconoció ninguna otra regla que la visión del espectador, el alma, la ilusión”; y dice expresamente que, por lo demás, los límites de su extensión, y por lo tanto 8

menos aún el modo, el tiempo o el espacio de la estructura, no pueden determinarse por reglas de ninguna clase. Oh, ¡si Aristóteles volviese a la vida y viera el uso equivocado y absurdo de sus reglas para dramas de una índole totalmente distinta! Pero, es preferible que sigamos aún con el examen sereno y tranquilo.

* Tal como cambia todo en el mundo, debió transformarse también la naturaleza que, en el fondo, creó el drama griego. Cambiaron la

constitución del mundo, las costumbres, el estado de las repúblicas, la tradición de la época heroica, la fe religiosa, y hasta la música, la expresión y la medida de la ilusión ; y por supuesto, disminuyó también .

la materia para argumentos, la oportunidad para la elaboración, el motivo para la finalidad. Cierto que se podía recurrir a lo remoto o hasta buscar algo exótico de otras naciones y revestirlo según el estilo dado. Pero todo esto no surtió el efecto [perseguido], y por lo tanto, en todo esto no estaba tampoco el alma; por lo tanto, no era pues ya la misma cosa (¿para qué [106] hacer malabarismo con palabras?). Títere, copia, imitación simiesca, estatua en la que sólo la cabeza más devota pudo hallar todavía el genio que daba vida a la estatua. Pasemos en seguida (pues los romanos eran demasiado tontos, o demasiado inteligentes, o demasiado indómitos e intemperantes para establecer un teatro grecizante) a los modernos atenienses de Europa, y el asunto, a mi parecer, se hace patente. Todo lo que es títere [aparato externo] del teatro griego no puede, sin duda, pensarse ni realizarse con mayor perfección de la que se 9

alcanzó en Francia. No quiero pensar solamente en las llamadas reglas del teatro que se atribuyen al buen Aristóteles, unidad de tiempo, de

lugar, de acción, enlace de las escenas, verosimilitud del tablado, etc., sino preguntar realmente, si hay algo posible en el mundo que supere aquella resplandeciente “cosa” clásica que dieron los Corneille, Racine y Voltaire, que supere aquella serie de escenas hermosas, diálogos,

versos y rimas con aquella medida, aquel decoro y brillo. El autor de esta monografía no sólo duda de ello, sino todos los admiradores de

Voltaire y de los franceses, y sobre todo esos nobles atenienses mismos, lo negarán derechamente —y por cierto que ya lo hicieron bastante, lo hacen y lo harán: “¡Nada hay superior a esto! ¡Esto no puede ser superado!” Y desde el punto de vista de la convención, colocado el títere sobre las tablas, tienen razón y la recibirán más de día en día en todos los países de Europa, cuanto más loca se vuelva la gente por lo resplandeciente y lo siga imitando servilmente. Con todo queda, sin embargo, una irresistible sensación deprimente de que “¡esto no es tragedia griega! ¡No es drama griego según su finalidad, su efecto, su índole, su esencia!”, y el admirador más parcial de los franceses, si ha sentido a los griegos, no puede negarlo. Ni siquiera pretendo examinar, “si observan también las reglas de su Aristóteles del modo como lo pretextan”, una cuestión sobre la cual

Lessing suscitó últimamente, frente a la arrogancia más ruidosa, terribles dudas. Pero concedido también todo esto, el drama no es el mismo. ¿Por qué? Porque en lo íntimo no hay nada idéntico entre éste y aquél, ni la acción, las costumbres, el lenguaje, la finalidad, nada —¿y para qué serviría, por lo tanto, todo lo externo conservado idénticamente con tanto rigor? ¿Acaso alguien cree que un héroe del gran 10

Corneille es un héroe romano o francés? ¡Héroes españoles al modo de Séneca!, héroes galantes, héroes fantásticamente valientes, magnánimes, enamorados, crueles, es decir, ficciones dramáticas que fuera del teatro se calificarían de locos, y que por lo menos para Francia, ya antes eran, en parte, tan extraños como lo son ahora, en la mayoría de las piezas, en su totalidad —esto es lo que son. Racine habla el lenguaje del sentimiento —ciertamente, admitida esta única convención, no hay nada superior a él; pero fuera de ello no sabría yo, donde un sentimiento se expresara así. Son pinturas del sentimiento de tercera y extraña mano, pero nunca o rara vez los sentimientos inmediatos, primarios, sinceros, que buscan las palabras y las encuentran finalmente. El bello verso de Voltaire, su corte, contenido, sus metáforas, su brillo, ingenio, filosofía —¿no es acaso un verso bello? ¡Ciertamente!, el más bello que pueda, quizás, imaginarse, y si yo fuera francés, desesperaría hacer un verso después de Voltaire—pero bello o no bello, no es un verso para el teatro, para la acción, el lenguaje, las costumbres, las pasiones, la finalidad de un drama (de uno que no sea francés); es eterno santo y seña de escuela, mentira, galimatías. Y por último, ¿la finalidad de todo esto? ¡En modo alguno, la finalidad griega, la trágica! Llevar a la escena una hermosa pieza, y aunque fuera una hermosa acción; hacer declamar a un cierto número de caballeros y damas galantes y bien vestidos, hermosos discursos, aunque contengan la más bella y útil filosofía en hermosos versos; incluirlos todos en un argumento que proporcione una ilusión a la fantasía y arrastre, por lo tanto, la atención consigo; hacer representar, finalmente, todo esto por un grupo de caballeros y damas bien ejercitados que se empeñen realmente mucho en la declamación, el 11

coturno de las máximas y las exterioridades del sentimiento, y en cosechar aplauso y en agradar —todo esto se puede convertir en excelentes e inmejorables finalidades para una lectura expresiva, para la práctica en la expresión, posición y decoro, para la descripción de costumbres buenas y hasta heroicas, y finalmente hasta para toda una academia de sabiduría nacional y decencia en la vida y la muerte [107] (pasando por alto todas las finalidades secundarias), todo esto será hermoso, educativo, instructivo, excelente, pero no tiene, absolutamente, ningún sentido con respecto a la finalidad del teatro griego. Y ¿cuál era la finalidad? Aristóteles lo ha dicho, y bastante se discutió sobre el tema —ni más ni menos que una cierta conmoción del corazón, la excitación del alma en cierta medida y en cierto sentido, en pocas palabras, una especie de ilusión que, por cierto, no logró aún ni logrará ninguna pieza francesa. Y por lo tanto (califíqueselo portan magnifico y útil que se quiera), no es drama griego. No es tragedia de

Sófocles. Por más que se le parezca como títere, al títere le falta espíritu, vida, naturaleza, verdad —por ende todos los elementos de la emoción— por ende la finalidad y el logro de la misma. ¿Acaso sigue siendo entonces la misma cosa? Con eso no se resuelve todavía nada sobre el mérito y demérito; sólo se hablaría de la diversidad que creo haber puesto enteramente fuera de duda con lo antedicho. Y ahora dejo al criterio de cada uno el resolver por sí mismo, “si una imitación, a medias verosímil, de tiempos, costumbres y acciones extrañas, con la excelente finalidad de hacerla apta para la representación de dos horas sobre las tablas y darle semejanza, pueda juzgarse igual o superior a una reproducción que en cierto sentido era la más alta naturaleza nacional”; si una 12

composición poética que, en su totalidad, no tiene realmente ninguna

finalidad (y aquí todo francés tendrá que buscar evasivas o pasar por encima) —lo bueno es, según la confesión de los mejores filósofos, nada más que un espigueo de detalles—si ésta puede equipararse a una

institución nacional que incluía, en la más pequeña circunstancia, un efecto y la cultura más alta y seria. ¡Si no tendría que sobrevenir, por fin, una época en la que, así como la mayoría y las más artísticas piezas de Corneille ya han caído en olvido, se mirará con la misma extrañeza a

Crébillon y Voltaire con la que se mira ahora la Astraea del señor de Urfé.1 y todas las Clelias y Aspasias de la época caballeresca! “¡Plétora de inteligencia y de sabiduría! ¡Plétora de invención y trabajo! Tanto se podría aprender de ellos, tanto —pero, ¡qué lástima! que es en la

Astraea y en la Clelia ”. Su arte, tomado en su totalidad, no es natural, .

es extravagante, es repugnante—. ¡Felices de nosotros si en el gusto por la verdad ya hubiésemos madurado en esta época! Todo el drama francés se hubiera transformado en una colección de hermosos versos, máximas y sentimientos —pero el gran Sófocles seguiría en pie, tal

como es.

* Supongamos, pues, un pueblo que, debido a factores que no queremos examinar, prefiriera crear su drama propio, en lugar de imitar servilmente el ajeno y escaparse con la cáscara de la nuez. Entonces la primera pregunta, según mi opinión, ha de ser otra vez: ¿cuándo?

¿dónde? ¿bajo qué circunstancias? ¿qué materia debe usar para crearlo? Y no es preciso demostrar que la creación no será ni puede ser sino el resultado de estas preguntas. Si no toma su drama del coro, del diti13

rambo, entonces tampoco puede tener nada de coreográfico o ditirámbico. Si no encuentra aquella simplicidad de los hechos históricos,

tradicionales y familiares, y de las relaciones políticas y religiosas, entonces no puede tener, naturalmente, nada de todo esto. —Se creará, tal vez, su drama de acuerdo con su historia, el espíritu de la época, las costumbres y opiniones, el lenguaje, los prejuicios nacionales, las tradiciones y aficiones, y aunque sea extrayéndolo de las farsas de carnaval y del teatro de títeres (así como los nobles griegos, del coro)— y lo creado será drama, si logra, entre ese pueblo, la finalidad dramática. Estamos, como se notará, con los

toto divisis ab orbe Britannis 2 .

y su gran Shakespeare. Que allí, en aquella época y aun anteriormente, no existía ninguna Grecia, esto no lo negará ningún pullulus Aristotelis.3, y exigir, pues, allí y en aquel entonces [108] un drama griego y pretender que nazca

naturalmente (no hablamos de imitación servil), es más absurdo que pedir a una oveja que para leones. La primera y última pregunta ha de ser: “¿cómo es el terreno? ¿para qué está preparado? ¿qué fue sembrado en él? ¿qué debía poder producir?”—y ¡cielo! ¡cuán lejos estamos allí de Grecia! La historia, la tradición, las costumbres, la religión, el espíritu de la época, el del pueblo, su modo de expresar la emoción, el espíritu del idioma —¡cuán lejos estamos de Grecia! Sea que el lector conozca ambas épocas mucho o poco, ni por un momento confundirá, sin embargo, lo que nada tiene de parecido. Y si en esa época, transformada favorable o desfavorablemente, hubiese una generación, un genio capaz de extraer de su materia una creación dramática tan natural, 14

grande y original, como los griegos de la suya; y si esta creación lograra, precisamente, por los caminos más distintos, la misma finalidad; y si fuera, por lo menos en sí, múltiple en su simplicidad y simple en su multiplicidad, por lo tanto una totalidad perfecta (según toda definición metafísica) —¡qué necio sería aquel que entonces se pusiese a comparar y hasta a condenar, porque este segundo drama no es como el primero! Si toda su esencia, su virtud y perfección residen, precisamente, en que no es como el primero: que del suelo de la época brotó, justamente, esta otra planta.

Shakespeare halló en el pasado y en su alrededor todo menos la simplicidad de las costumbres nacionales, de los hechos, tendencias y tradiciones históricas que formó el drama griego; y como según el primer axioma metafísico, de la nada no nace nada, abandonada la cuestión al criterio de los filósofos, no hubiera nacido ni hubiera podido nacer no sólo ningún drama griego, sino, si fuera de éste no hay nada, tampoco ningún otro drama en el mundo. Pero como el genio es, notoriamente, más que la filosofía y un espíritu creador otra cosa que uno analítico, pudo un mortal, dotado de fuerza divina, producir precisamente con esta materia opuesta y una elaboración del todo divergente, el mismo efecto: el miedo y la compasión, y ambos en un grado tal como aquella primera materia y elaboración apenas habían podido producirlos anteriormente. ¡Afortunado hijo de los dioses por su empresa! Precisamente lo nuevo, lo primero, lo totalmente distinto demuestra la fuerza primitiva de su vocación.

Shakespeare no halló un coro, pero sí, un teatro de asuntos de estado y de títeres. Pues bien, de ese teatro de asuntos de estado y de títeres —¡de tan mala arcilla!— formó la magnífica criatura que tene15

mos delante de nosotros y que sigue viviendo. No se encontró con un carácter popular y nacional tan simple, sino con una multiplicidad de clases sociales, de modos de vivir y de pensar, de pueblos y lenguajes; la aflicción por lo pasado hubiese sido en vano. Y entonces compuso de clases sociales y hombres de pueblos y lenguajes, de rey y bufón, de bufón y rey una magnífica totalidad poética. No halló un espíritu tan simple de la historia, de la fábula, de la acción: tomó la historia tal como la encontró, y reunió, con genio creador, los más diversos ingredientes en un todo maravilloso que denominaremos, si no fábula en el sentido griego, acción en el sentido de los tiempos medios o, en el lenguaje de los tiempos modernos, suceso (événement), gran aconte-

cimiento. ¡Oh Aristóteles! si tú resurgieras, ¡cómo inmortalizarías, cual a Hornero, al moderno Sófocles! Compondrías una teoría propia sobre él, la que hasta ahora sus compatriotas, Home.4 y Hurd.5 Pope.6 y

Johnson.7 no han redactado. Te alegrarías de poder trazar desde cada una de sus piezas, acción, carácter, opiniones, expresión, escena, como de dos puntos del triángulo líneas que se cortan arriba en un punto, el punto de la finalidad, de la perfección. Dirías a Sófocles: ¡Pinta el lienzo sagrado de este altar! ¡Y tú, oh bardo nórdico, pinta todos los costados y paredes de este templo en tu inmortal fresco! Dejadme proseguir como exegeta y rapsoda: pues estoy más cerca de Shakespeare que del griego. Si en éste domina la unidad de una

acción, aquél persigue la totalidad de un acontecimiento, de un suceso. Si en el griego predomina una tonalidad en los caracteres, en Shakespeare, todos los caracteres, clases sociales y géneros de vida, tantos como son posibles y necesarios, forman el acorde principal de su concierto. Si en aquél suena una delicada voz cantante, como en un 16

éter más alto, éste habla el lenguaje de todas las edades, de todos los seres humanos y sus razas, es el intérprete de la naturaleza en todas [109] sus lenguas —y sin embargo, ¿portan distintos senderos, ambos son confidentes de una misma deidad?—. Si aquél representa y enseña, conmueve y educa a griegos, Shakespeare enseña, conmueve y educa a

hombres nórdicosa. Cuando lo leo, desaparecen para mí teatro, actor y bambalina. ¡Todas hojas sueltas, agitadas por la borrasca de los tiempos, del libro de los sucesos, de la providencia, del mundo! —fisonomías aisladas de pueblos, clases sociales, almas; todas ellas, las maquinarias más diversas y de acción más heterogénea; todos instrumentos inconscientes y ciegos —lo que somos en la mano del demiurgo— para la totalidad de un cuadro teatral, un acontecimiento que tenga grandeza y que únicamente el poeta es capaz de abarcarb. ¡Quién puede imaginarse un poeta más grande de la humanidad nórdica y en aquella época! Como ante un mar de sucesos, donde ola tras ola se quiebra, así preséntase ante su escenario. Las escenas de la naturaleza entran y salen; se coordinan por más divergentes que parezcan; se engendran y se destruyen para que se cumpla la intención del creador que parecía haberlas reunido todas en un plano de embriaguez y desorden — peueñas, misteriosas contribuciones para el trazado solar de una teodicea de la deidad. Lear, el anciano impulsivo, fogoso y débil en su nobleza, cuando allí está ante el mapa de sus tierras, y regala coronas, y despedaza países —cuando aparece en la primera escena, lleva dentro de sí ya toda la semilla de sus infortunios que cosechará en el más sombrío porvenir. ¡Ved! el bondadoso derrochador, el implacable colérico, pronto será el padre aniñado que, en los antepatios de sus 17

hijas, ruega, reza, mendiga, blasfema, delira, bendice, y —¡ay Dios!— presiente la locura. Pronto será víctima de ella, con la cabeza desnuda bajo truenos y relámpagos, arrojado a la hez humana, en compañía de un bufón y en la cueva de un mendigo estrafalario, implorando casi del cielo la demencia—. Y luego, cuando es loco de verdad, en toda la sencilla majestad de su miseria y abandono; y después recuperándose, iluminado por el último rayo de esperanza, antes de que ésta se apague para siempre, ¡para siempre! ¡Prisionero, en sus brazos muerta su bienhechora, su niña, su hija que le perdonó! ¡Muriendo sobre su cadáver; el viejo servidor siguiendo al anciano rey en la muerte! ¡Dios! ¡qué revolución de tiempos, situaciones, tempestades, tormentas, perspectivas! Y todo esto no sólo una historia —una acción heroica y de estado, si tú quieres— desde un principio hasta un fin, según la regla más severa de tu Aristóteles, sino —¡acércate y siente el genio

humano que dispuso cada personaje, edad, carácter y detalle dentro del cuadro! ¡Dos padres ancianos y sus hijos, todos tan distintos! El hijo del uno, agradecido, con mala fortuna, hacia un padre engañado, el otro atrozmente desagradecido para con el padre más bondadoso, y odiosamente afortunado. ¡Aquél frente a sus hijas! ¡Éstas frente a él! Sus esposos, pretendientes y todos los aliados en la buena y en la mala. ¡El ciego Glosterdel brazo de su hijo al que no reconoce, y el loco Lear a los pies de su hija desterrada! Y luego el instante crucial de la suerte, cuando Gloster muere bajo su árbol, y la trompeta llama, todos los pormenores, motivos, caracteres y situaciones encuadrados poétiamente en ello —todo en la pieza transformándose en un todo orgánico— reunido en un cuadro total de padres e hijos, rey y bufón,

mendigo y miseria, donde sin embargo, aun en las escenas más dispa18

ratadas, vibra el alma del acontecimiento, donde lugares, épocas, circunstancias y hasta, diría, la filosofía pagana del destino y de los

astros que reina doquier, pertenecen de tal modo a la totalidad que nada podría yo cambiar o trasladar, llevar de otras piezas hasta allí o desde aquí a otras piezas. Y ¿esto no sería un drama? ¿Shakespeare no sería un poeta dramático? El que abarca cien escenas de un acontecimiento universal con el brazo, las ordena con la mirada, las inflama con el alma cuyo hálito estremece y vivifica todo, y arrebata no sólo la atención, sino el corazón, todos los afectos, el alma entera, desde el principio hasta el fin —si no que el padre Aristóteles lo certifique: “La grandeza de la criatura viviente debe poder abarcarse con una sola mirada” —y aquí— ¡cielo! —¡cómo se sigue sintiendo con lo más hondo del alma y hasta el fin, la totalidad del acontecimiento!— ¡Un mundo de historia dramatizada, tan grande y profundo como la naturaleza; pero el creador nos da ojos y entendimiento para ver tan honda grandeza! [110] En Otelo, el moro ¡qué universo! ¡qué conjunto! ¡Historia viviente

del origen, desarrollo, estallido y triste fin de la pasión de este noble desdichado! ¡Qué plétora y qué convergencia de las ruedecillas en una sola obra! ¡Cómo este Yago, el demonio bajo figura humana, ve el mundo y convierte en juguete suyo a todos los que lo rodean! Y ¡cómo luego ese grupo, un Casio y Rodrigo, Otelo y Desdémona, con sus caracteres, con esta yesca para encenderse en su llama infernal, tiene que colocarse a su alrededor, y cómo cada uno tropieza con él, y él aprovecha todo, y todo vuela hacia el triste fin! Si un ángel de la providencia ponderaba las pasiones humanas una con otra, agrupaba las almas y los caracteres, los proveía de motivos, de modo que cada 19

uno obra bajo la ilusión de libertad, y los conducía a todos con esta ilusión como de la cadena del destino hacia su idea —entonces fue aquí el genio humano que proyectaba, imaginaba, dibujaba y dirigía. Que tiempo y lugar, como la cáscara alrededor de la nuez, la acompaña siempre, ni debería ser necesario recordarlo; y sin embargo, precisamente por ello, se levanta la gritería más vehemente. Si Shakespeare acertó a abarcar, con un golpe divino, todo un mundo de episodios los más antagónicos en un solo acontecimiento, es natural que forme parte de la veracidad de sus argumentos el idealizar también, en cada caso, el lugar y el tiempo para que contribuyeran a la ficción. ¿Acaso para alguien en el mundo, hasta para una pequeñez de su vida, lugar y tiempo son indiferentes? y ¿son indiferentes, en particular, en las cosas donde el alma toda es excitada, formada, transformada? ¿en la juventud, en los trances de pasión, en todas las acciones de vida o muerte? ¿No es acaso allí justamente el lugar, el tiempo y la abundancia de circunstancias exteriores lo que tiene que dar a toda la trama sostén,

duración y existencia ! ¿Acaso un niño, un joven, un enamorado, un .

hombre en el campo de la acción se dejaría quitar un detalle del lugar, del cómo, y dónde, y cuándo, sin que sufriese toda la representación de su alma? En esto Shakespeare es, precisamente, el maestro máximo, porque es siempre y nada más que un servidor de la naturaleza. Cuando imaginaba los sucesos de su drama, cuando los revolvía en su cabeza, ¡cómo daban vuelta, al consuno, los lugares y los tiempos! De las escenas y épocas de todo el mundo acude, como por una ley de la fatalidad, exactamente aquella que es la más vigorosa, la más ideal para el clima sentimental de la acción; donde las situaciones más extrañas y más audaces ayudan, en grado sumo, la ficción de la verdad; donde los 20

cambios de tiempo y de lugar, de los que el poeta dispone a su arbitrio, proclaman con la voz más fuerte: “¡Aquí no hay sólo un poeta, sino un creador! ¡Aquí hay historia del mundo!”. Cuando, por ejemplo, el poeta revolvía en su alma, como un hecho de creación, el terrible regicidio, titulado la tragedia de Macbeth —si tú, mi querido lector, fuiste tan necio para no sentir con él, en ningún cuadro, la escena y el lugar— ¡ay de Shakespeare y de la hoja marchita en tu mano! ¡Entonces tú no has sentido nada, al comienzo, con las brujas en el páramo, bajo rayos y truenos; nada con el guerrero ensangrentado y su relato de las hazañas de Macbeth hasta el mensaje del rey a aquél; nada cuando, cortándose de nuevo la escena, se reabre para el espíritu mágico de profecía y se confunde ahora en su mente el anuncio anterior con este saludo! ¡No has visto rondar por su castillo, con aquella transcripción de la carta fatal, a su mujer que pronto rondará por sus galerías de tan distinto, horrible modo! No has husmeado con el confiado rey, al borde de la catástrofe, la brisa del atardecer que susurraba tan suavemente alrededor del castillo, donde, si bien la golondrina anida tan tranquila, tú, oh rey —por mano invisible se prepara el crimen—, te acercas a tu trampa mortal. ¡El castillo en bulliciosos preparativos de agasajos, y Macbeth en preparativos para el asesinato! ¡La escena nocturna de Banquo con antorcha y espada que nos previene el ánimo! ¡El puñal, el horripilante puñal de la visión! La campanada —apenas se consumió el atentado, y los golpes en el portón.— El hallazgo, la junta nocturna —examinemos todos los lugares y tiempos, a ver si esto, para este fin, en esta obra, podría haber sucedido de otro modo que allí y así. La escena del asesinato de Banquo en el bosque; el banquete nocturno y el espíritu de Banquo —luego de 21

nuevo el páramo de las brujas (pues el terrible crimen que el destino le deparó, [111] ya está cumplido); después la caverna de las brujas, conjura, profecía, furor y desesperación. ¡La muerte de los hijos de Macduff bajo las alas de su madre desamparada, y aquellos dos fugitivos bajo el árbol, y luego la trágica noctámbula en el castillo, y el asombroso cumplimiento de la profecía —el bosque que avanza, la muerte de Macbeth por la espada de un nonato— tendría que describir prolijamente todas, todas las escenas, para precisar el ambiente idealizado del conjunto inefable, del mundo del destino, del regicidio y de magia que anima, como alma, la obra hasta en el más insignificante detalle de tiempo, lugar y aun en las aparentes complicaciones episódicas; tendría que concentrar todo dentro del espíritu en un conjunto horrífico e indisoluble, y sin embargo no diría nada con todo estoc. El carácter individual de cada pieza, de cada universo particular atraviesa, con lugar, tiempo y creación, todas las obras. Lessing expuso algunas particularidades de Hamlet, comparándolo con esta reina del teatro, Semiramis.; ¡cuán lleno de este espíritu ambiente está todo aquel drama, desde el principio hasta el fin! ¡La explanada del castillo y el frío cortante, el relevo de la guardia y los coloquios en la noche, incredulidad y fe —la estrella— y ahora aparece! ¿Puede existir alguien que no presienta en cada palabra y en cada detalle el preparativo y el natural? Y así sigue. ¡Agotados todos los matices de la aparición de espíritus y de su efecto sobre los hombres! ¡El canto de gallo y el sonido de los timbales, la seña muda hacia la colina cercana, las palabras que se pronuncian y las que se callan, ¡qué colorido local! ¡qué veracidad tan profundamente grabada! Y ¡cómo yace de rodillas el aterrado rey y Hamlet pasa delante de él; ahora en la alcoba de la madre ante el 22

retrato de su padre; y luego la otra aparición! ¡Hamlet en la tumba de su Ofelia! ¡El good fellow (buen compañero) sentimental en todas sus relaciones con Horacio, Ofelia, Laertes, Fortinbras.! La trama juvenil de la acción que continúa a través de toda la pieza y no se concreta, casi hasta el final, en acción —el que percibe y busca allí, aunque sea por un momento, el tablado y espera oír sobre él una serie de gentiles diálogos en verso, para éste no hizo poesía Shakespeare ni Sófocles ni poeta alguno del mundo. Ojalá tuviese palabras para fijar el sentimiento principal que predomina en cada obra, y la compenetra como un alma universal. Como en Otelo, pertenece íntegramente a la pieza hasta la búsqueda en la noche, la extraordinaria maravilla del amor, el viaje por el mar, el temporal, la impetuosa pasión de Otelo, la tan zaherida forma de la muerte [de Desdémona] que se desviste, bajo el silbido del viento, entonando su cancioncilla de agonía, la misma índole del pecado y de la pasión de Otelo — su entrada en la alcoba, su apostrofe a la vela, etc. —¡si fuera posible expresarlo con palabras cómo todo esto pertenece vivo e íntimamente a un mundo de tragedia!—, pero es imposible. Ninguna pintura, por más mezquina que sea, se puede describir o reconstruir con palabras. Y ¿cómo sería posible lograrlo entonces con el sentimiento de un mundo viviente en todas las escenas, situaciones y hechizos de la naturaleza? ¡Examina, querido lector, lo que tú quieras,

Lear y los Ricardos, César y los Enriques, hasta las piezas de magia y los juguetes cómicos, y sobre todo Romeo, el dulce drama del amor, romántico en toda época, lugar, ensueño y poesíad, examínalo, trata de quitarle algo de esto, de trocarlo, o más aún simplificarlo para un escenario francés, un mundo viviente con todo lo auténtico de su 23

veracidad transformado para este tablado! ¡hermoso trueque! ¡lindo cambio! ¡Quita a esta planta su tierra, su savia, su fuerza y plántala en el aire; quita a este hombre el lugar, el tiempo, el ambiente individual! —y le quitaste aliento y alma— y es [sólo] un calco de la criatura. Precisamente allí Shakespeare es el hermano de Sófocles donde parece serle tan desemejante, para ser, en lo más íntimo, del todo como él. Como toda la ilusión se consigue por este fondo auténtico, verdadero, creador de la historia, y no sólo no podría alcanzarse sin ella, sino que tampoco quedaría elemento alguno (o yo hubiese escrito en vano) del drama y del espíritu dramático de Shakespeare, así se ve que únicamente el universo entero puede ser cuerpo para este gran espíritu; que todas las manifestaciones de la naturaleza son miembros en este cuerpo y que todos los caracteres y modos de pensar son rasgos para este espíritu; el conjunto podríamos llamar como aquel gigantesco dios de Espinosa: ¡Pan! [112] ¡Universo! Sófocles permaneció fiel a la naturaleza, cuando elaboró una acción en un lugar y un tiempo;

Shakespeare sólo podía quedarlo, cuando arrastraba su acontecimiento universal y su destino humano por todos los lugares y tiempos donde—y bien— donde habían sucedido. Y ¡pobre del frívolo francés que llegase durante el quinto acto de Shakespeare para engullir allí la emoción en su quinta esencia! En algunas piezas francesas esto será posible, porque allí se versifica sólo para el teatro y se representa en escenas; pero aquí tendrá que irse con las manos completamente vacías. Aquí ya pasó el acaecer universal; únicamente ve su última, su peor consecuencia: hombres que caen como moscas. Y entonces sale y se burla: Shakespeare le resulta enojoso y su drama la más tonta necedad. 24

* En general, todo este fárrago de cuestiones sobre el lugar y el tiempo se hubiera aclarado hace rato, si una cabeza filosófica, al discurrir sobre el drama, se hubiese empeñado en preguntar también aquí: “¿qué son, en realidad, lugar y tiempo.?” Si ha de ser el tablado y el lapso de una diversión en el teatro, entonces nadie en el mundo tiene la unidad de lugar, la medida del tiempo y de las escenas, sino los franceses. Los griegos —que llevaron la ilusión a un grado tan alto que apenas podemos formarnos una idea de ella—, en sus aprestos para lo visible de la escena, en su verdadero recogimiento religioso ante la misma, pensaron en todo menos en esto. ¿Cómo ha de ser la ilusión de un hombre que, después de cada escena, mira su reloj para comprobar si esto ha podido suceder en este tiempo, y para quien, luego, el principal elemento de su regocijo sería que el poeta, en modo alguno, le hubiera engañado por un solo instante, sino que mostrara sobre las tablas exactamente tanto como viera en ese lapso con el ritmo de caracol de su vida? — ¡Qué individuo para quien esto fuera el placer principal! ¡Qué poeta el que convirtiera esto en su finalidad principal y se pavoneara luego con el cachivache de las reglas: “De qué modo correcto he encerrado y ensamblado tantos y tan hermosos juegos dentro del estrecho y determinado espacio de este tablado, llamado

théâtre français, y dentro del determinado espacio de tiempo de la visita! ¡Cómo he filado y enfilado las escenas, todo exactamente cosido e hilvanado!” — ¡Mísero bastonero! ¡Ujier saboyano del teatro, pero no, creador, poeta, dios dramático! Como tal no toca para ti ninguna campanada en torre y templo; eres tú el que debe crear espacio y 25

tiempo. Y si tú puedes producir un mundo que no existe sino en el espacio y el tiempo, entonces está allí en el fondo tu medida de tiempo y de espacio, dentro de la que debes encerrar, como en un anillo mágico, a todos los espectadores y que debes imponer a todos —o tú eres lo que he dicho, pero nunca un poeta dramático. ¿Acaso será necesario demostrar a alguien en el mundo que espacio y tiempo no son, en realidad, nada en sí, que son, dentro o fuera del alma, la cosa más relativa con respecto a existencia, acción, pasión, cadena de pensamientos e intensidad de la atención? ¿Acaso tú, amable regulador de la hora dramática, nunca tuviste en tu vida épocas en las que las horas se hicieron instantes y los días, horas? ¿O por lo contrario, horas se hicieron días, y noches en vela, años? ¿Nunca tuviste en tu vida situaciones en que tu alma moraba, a veces, por completo fuera de ti, aquí en este aposento romántico de tu amada, allá junto a aquel rígido cadáver, aquí agobiada bajo humillante miseria exterior —y otras veces levantó vuelo por encima del mundo y del tiempo, salvó espacios y regiones de la tierra, olvidó todo a su alrededor, y tú estás en el cielo, en el alma, en el corazón de aquel con cuya vida te identificas en este momento? Y si esto es posible en tu perezosa y amodorrida existencia de gusano y árbol, donde bastantes raíces te sujetan, por cierto, al árido suelo de tu puesto, y donde cada círculo por el que te arrastras, te basta como lento momento para medir tu paso de gusano, imagínate ahora, por un instante, estar en otro mundo, en un mundo de poetas, estar en un sueño. ¿No experimentaste nunca, cómo en el sueño se te desvanecen lugar y tiempo? ¿No te diste cuenta, de este modo, qué cosas [113] accidentales, qué meras sombras deben ser éstos frente a lo que es acción, eficiencia del alma? ¿Cómo depende 26

sólo de esta alma el crearse espacio, universo y medida del tiempo, cómo y dónde quiere? Y si esto lo hubieses experimentado aunque sea una sola vez en tu vida, y hubieses despertado después de un cuarto de hora, y el confuso residuo de tus acciones de sueño te hubiese hecho jurar, que habrías dormido, soñado y obrado noches enteras, ¿por un momento podría parecerte aún ilógico, como ensueño, el sueño de Mahoma? Y ¿no sería, justamente, el primero y único deber de todo genio, de todo poeta, y sobre todo del poeta dramático de ponerte en semejante sueño? Y piensa ahora, qué mundos perturbarías si mostraras al poeta tu faltriquera o tu sala de recibo, para que te enseñe soñar allí y según aquélla. En la marcha de su acción dramática, en el orden sucesivo y simultáneo de su mundo, allí está su espacio y su tiempo. ¿Cómo y adonde te arrastra? con tal que te arrastre hacia allí donde está su mundo. ¿Con qué rapidez y lentitud haga transcurrir los tiempos? Con tal que los haga transcurrir en orden sucesivo y que imprima en ti esa sucesión: ésta es su medida de tiempo, y ¡cómo Shakespeare es, otra vez, maestro en esto! Con ritmo lento y pesado se inician sus sucesos, en su naturaleza como en la naturaleza real: pues no hace más que presentar a ésta en una escala menor. ¡Qué esfuerzo penoso hasta que los resortes se ponen en movimiento! Pero cuanto más se adelanta, ¡cómo corren de prisa las escenas! ¡Cómo se acortan los discursos y cómo se vuelven cada vez más aladas las almas, la pasión, la acción! Y ¡qué efecto poderoso tiene, entonces, esta carrera precipitada, este diseminar de ciertas palabras, cuando ya nadie tiene más tiempo! Y por último, al final, cuando ve al lector enteramente presa de la ilusión y perdido en el abismo de su mundo y sus pasiones, ¡cómo se pone 27

audaz, cómo hace atropellarse los sucesos! ¡Lear muere después de Cordelia, y Kent después de Lear! Es como si sobreviniera el fin de su mundo, el día del último juicio, cuando todo se pone en movimiento sobrepujándose, y se precipita, el cielo queda envuelto y las montañas se derrumban; la medida del tiempo se ha desvanecido. — Pero, por cierto, no para el alegre y vivaz kaklogallíneo.8 que llegase lo más ufano al quinto acto, para medir por el reloj cuántos mueren allí y en que lapso. Pero, Dios mío, si esto ha de ser crítica, teatro, ilusión —¿qué serían entonces crítica, ilusión, teatro? ¿qué significado tendrían todas estas palabras vacuas?

* Sólo ahora comenzaría el núcleo de mi investigación con la pregunta: “¿cómo y con qué procedimiento artístico y creador Shakespeare ha podido convertir un mísero romance, un cuento y una historia fabulosa en un conjunto tan pletórico de vida? ¿En qué leyes de nuestro arte histórico, filosófico, dramático se basa cada uno de sus pasos y recursos?”e ¡Qué investigación! ¡Cuánto material para nuestra estructura histórica, filosofía de las almas humanas y el drama! — Pero no soy miembro de todas nuestras Academias de la Historia, de la Filosofía y de las Bellas Artes, en cuyo seno, por cierto, se piensa en todo menos en esto. Hasta los mismos compatriotas de Shakespeare no piensan en ello. ¡Cuántos errores históricos no le han reprochado, a menudo, sus comentaristas! El obeso Warburtor.9, por ejemplo, ¡qué lindezas históricas no le ha achacado! Y aun el último autor del Ensayo.10 sobre

él, ¿acaso logró aclarar la idea favorita que busqué en él, “de cómo Shakespeare compuso sus dramas de romances y cuentos”? No se le 28

ocurrió, como tampoco al Aristóteles de este Sófocles británico, al Lord

Home.11. Solamente una insinuación, pues, para la clasificación corriente de sus obras. Todavía hace poco, un escritor que, ciertamente, se identificó por entero con su Shakespeare.12, tuvo la original idea de convertir a aquel honrado fishmonger (vendedor de pescado) de cortesano, con su barba gris y su cara arrugada, los ojos legañosos y su

plentiful lack of wit together with weak hams (abundante falta de inteligencia junto con débiles caderas) al aniñado Polonio, en el [114] Aristóteles del poeta, y proponer la serie de “als” y “cals” que farfulla en su charla”, para una seria clasificación de todas sus piezas. Yo tengo mis dudas. Es verdad que Shakespeare gusta poner, socarronamente, en boca de niños y bufones los vacuos locos communes (lugares comunes), moralejas y clasificaciones que, aplicados a cien casos, convienen a todos y a ninguno; y sobre un nuevo Stobaeus.14 y Florile-

gium (florilegio) o Cornu copia (cuerno de la abundancia) de la sabiduría shakespeareana, como los ingleses ya lo tienen en parte, y nosotros, los alemanes —¡Dios sea loado!— últimamente también habíamos de tenerlo; sobre ellos nadie se hubiera alegrado tanto como un Polonio y

Launcelot.15, un arlequín y bufón16, un imbécil Ricardo 17 o un engreído rey de los caballeros 18, porque en Shakespeare ningún hombre entero y .

.

sano tiene que hablar más de lo que necesita de la mano a la boca19; pero sin embargo, dudo todavía en este caso. Probablemente, Polonio no debe ser allí más que el viejo aniñado que considera nubes como camellos, y camellos como violones, que en su juventud representó también alguna vez el papel de Julio César, y fue un buen actor, y fue asesinado por Bruto20, que sabe bien 29

why Day is Day, Night Night and Time is Time.21 (porque el día es día; la noche, noche, y el tiempo, tiempo), y que, por lo tanto, también allí hace girar un trompo de palabras teatrales —pero, ¿quién querrá basarse en ellas, y qué tendríamos con la clasificación en Tragedy, Comedy, History, Pastoral, Tragical–Historical, e

Historical–Pastoral, y Pastoral–Comical y Comical–Historical–Pastoral, y aunque mezclaríamos los “cals” cien veces más, qué tendríamos al final? Ninguna pieza sería, con todo, Tragedy, Comedy y Pastoral griega, ni debía serlo. Cada pieza es History en el sentido más amplio, que, por cierto, tiene pronto matices más o menos acentuados de

Tragedy, Comedy, etc.—; pero los colores se desdibujan allí hasta el infinito, y finalmente cada pieza sigue y debe seguir siendo lo que es:

historia, acción heroica y política para dar la ilusión del Medioevo, o (exceptuando unos pocos verdaderos Plays y Divertissements ) el .

desarrollo completo de un acontecimiento universal, de un destino humano, que tenga grandeza. Más triste e importante se vuelve la idea de que también este gran creador de historia y alma universal envejezca cada vez más; de que, puesto que palabras y costumbres, géneros y épocas se marchitan como un otoño de hojas y caen, nos hemos alejado ya ahora tanto de las imponentes ruinas del período caballeresco, que hasta un Garrik, el resucitador y ángel guardián en su tumba, debe cambiar, suprimir y mutilar tanto, y que pronto quizás, ya que todo se desdibuja tanto y se inclina hacia otro lado, su drama se vuelve incapaz de una representación viviente y se convierta en una ruina de Coloso, de una pirámide, que todo el mundo contempla con asombro, pero que nadie entiende. 30

Dichoso de mí que vivía todavía en una época en que lo podía comprender y en la que tú, mi amigo, que durante esta lectura te reconoces y sientes, y a quien abracé más de una vez ante su sagrada imagen, puedes abrigar todavía el ensueño dulce y digno de ti de levantar para nuestra patria tan distinta su monumento de nuestros tiempos caballe-

rescos y en nuestra lengua22. Te envidio tu ensueño, y ¡no desistas de tu noble obra alemana hasta que la corona ciña tus sienes! Y aunque tengas que ver, más adelante, cómo tiembla el piso bajo tu edificio y cómo el populacho en alrededor se para y mira boquiabierto o se mofa, y cómo la pirámide sobreviviente no puede hacer resucitar de nuevo el antiguo espíritu egipcio —tu obra quedará, y un fiel descendiente buscará tu sepulcro y escribirá, con mano devota, para ti, lo que fue la vida de casi todos los varones dignos del mundo:

Voluit! quiescit! [115]

NOTAS En la segunda versión dice Herder.: La diferencia entre la tragedia de Shakespeare y la griega es palmaria. Aquí, una sola acción a la que todo se dirigía: allá, todo un suceso (événement) con sus causas y a

motivos. Ésta, heroica y, por lo general, muy cerca de la epopeya de la cual había surgido la tragedia griega; allá, un gran acontecimiento, las más de las veces político, aunque tenga muy poco de heroico. Esta, sin episodios; allá pueden presentarse todos los episodios de todos los confines del mundo, por más dispares que sean, con tal que contribuyan al efecto del suceso principal. A menudo, casi todo es episodio: se 31

conglomeran las nubes de tormenta desde todos los horizontes del cielo, hasta que, de repente, estalla el trueno. Aquí podían suprimirse hasta las costumbres o ser diseñadas más débilmente, ya sea porque estaban en juego dioses, oráculos, destinos, etc., ya sea porque la acción podía ser deducida de otros motivos. Allá todo nace de las costumbres. Aquí todo contribuye a producir un solo efecto, a suscitar miedo y compasión y excitar fuertemente este este afecto, como Lessing explica, de modo excelente, en Aristóteles. Allá pueden obrar cien pasiones entremezcladas, cada una sentida totalmente en su lugar y en su tiempo, si la pintura del suceso las logra producir en sus partes. Y ¿dónde queda el desarrollo uniforme? ¿El ensamble de las escenas? ¿Dónde está aquel teatro, aquel templo para los coros, la música, el pueblo? ¡Allá las escenas del suceso están donde están en la naturaleza, en todos los elementos, bajo todas las zonas, en el mar y en la tierra, en un naufragio y en desiertos, en páramos y en palacios, en todas partes como en el ancho mundo! — ¡En ninguna pieza, pues, el drama de los griegos! ¡En todas, la historia dramatizada de Shakespeare! b

En la primera versión se lee.: Teatro, bambalina, actor, imitación,

todo ha desaparecido: ¡veo el mundo, los hombres, las pasiones, la verdad! No vi nunca a Garrik; no veo, pues, tampoco en Lear y Macbeth, en Hamlet y Ricardo, a Garrik: ¡veo a Lear y Macbeth, a Hamlet y Ricardo, a ellos mismos, no al imitador, al declamador, al artista! Todos son seres individuales de una pieza, cada uno participando, colaborando, actuando, históricamente, según su carácter y su parte; cada uno como intención y finalidad en sí mismo, y sólo por la facultad creadora del poeta, a un tiempo fin y medio... Así juega quizás en el gran devenir del mundo un ser superior e invisible con una clase infe32

rior de criaturas: cada uno corre hacia su meta, crea y obra, y, ¡ved!, sin saberlo se vuelven, precisamente con esto, instrumentos ciegos (máquinas) para un plan más elevado (que nadie abarca), para el conjunto de un poeta invisible. c

Herder, en la segunda versión, cita también a “Julio César”.: ¡El

vaivén en las calles de Roma, la conjuración nocturna en el pórtico de Pompeyo y las agitadas escenas en el jardín y en la casa de Bruto durante la noche y al amanecer! ¡Y la aglomeración al pie de la estatua de Pompeyo! ¡Y la escena en el campamento de Bruto con el niño jugante, cuando aparece el fantasma!

En la segunda versión dice el autor.: ¡Qué escenas de colorido local en Romeo, la dulce obra del amor, durante el baile, en el jardín, en d

la ventana, en el convento, al beber el brebaje mortífero, en el sepulcro! ¿Quién puede pensar escenas más románticas, con interrupciones más efectistas de enemistad, asesinato, bodas. etc.? e

En la segunda versión. Herder aborda de paso esta investigaión.:

Es sabido que Shakespeare utiliza para cada una de sus piezas una historia o un cuento, y el torpe y obeso Warburton le criticó en sus notas, más de una vez, por haberse servido de ellos, a menudo, con detalles demasiado insignificantes y de modo incorrecto. ¡Este sabihondo es también uno de aquellos que estando en la aldea no ven las casas! [Lit.: que no ve el bosque por tantos árboles.] ¡Como si lo que aquí importa fuese la exactitud histórica y filológica en lugar de observar, no a quien utiliza, sino cómo lo utiliza, con qué profundidad reduce todo al carácter y a la mentalidad, con cuánta agudeza miró dentro de las almas y las pintó! ¡Cómo juntó y compensó las circunstancias y sus contrastes de manera que el lector ilusionado experimenta, por decirlo así, la ley de 33

la fatalidad, y juraría que, de acuerdo con las causas así predeterminadas, el desenlace tenía que suceder tal como sucede en realidad! Es como si Shakespeare le enseñara el libro de la providencia, y el alma profética extasiada, colocada más allá de las relaciones de los sucesos, se ve obligada a reconocer este desenlace como el único posible, pues ¿qué podría impedirlo, si las causas subsisten? ¿No es esto acaso un aprovechamiento bastante satisfactorio de la historia y del cuento? [116] 1

HONORATO DE URFÉ, autor francés de una novela pastoril, As-

trea, cuyas cuatro partes fueron traducidas al alemán entre los años de 1619 a 1635, bajo el título Von der Lieb Astreae und Celadonis Einer Schäfferin und Schäffers (Del amor de Astrea y de Celadon, una pastora y un pastor). 2

Cita de la primera égloga de VIRGILIO.

3

Polluelo: discípulo principiante de ARISTÓTELES.

4

ENRIQUE HOME (1696–1782), autor de Elements of criticism

(Edimburgo. 1762–1765). 5

RICARDO HURD (1720–1808), cuya monografía Horatii epistola

ad Pisones, with notes (Londres, 1749) fue traducida al alemán por ESCHENBURG. 6

ALEJANDRO POPE (1688–1744), autor del neoclásico Essay on

criticism (Londres, 1711) y de una edición de Shakespeare, de 1721, cuyo texto adolece de sensibles defectos y desfiguraciones. 7

SAMUEL JOHNSON (1709–1784), escribió para su famosa edi-

ción de Shakespeare (The plays of William Shakespeare, en ocho volúmenes, Londres, 1765) un importante prefacio, en el cual trata de 34

defender las violaciones de las reglas por el poeta en comparación con el drama griego y el francés. Los kaklogallíneos son gallináceos del tamaño de un hombre,

8

dotados de lenguaje y de razón, a las cuales se refiere una novela inglesa atribuida equivocadamente a SWIFT. Apareció en Londres, en 1727, bajo el seudónimo de SAMUEL BRUNT y el título A voyage to

Cacklogallinia with a description of the religion, policy, customs and manners of that country, y fue vertida varias veces al alemán. 9

El “obeso Warburton” es GUILLERMO WARBURTON, obispo de

Gloster, que editó en 1747 las obras de Shakespeare en ocho tomos, con comentarios. WIELAND usó esa edición y sus notas para su traducción. 10

Se refiere al Essay on the Writings and Genius of Shakespeare,

compared with the Creek and French Dramatic Poets, with some Remarks upon the Misrepresentations of Mons. de Voltaire, de Lady MARY WORTLEY MONTAGU (Londres, 1770). (Ensayo sobre las obras y el genio de Shakespeare, en comparación con los poetas dramáticos griegos y franceses, con algunas advertencias sobre las tergiversaciones del señor de Voltaire). Este ensayo fue traducido al alemán por ESCHENBURG. 11

Véase nota 4.

12

Se refiere a ENRIQUE GUILLERMO GERSTENHERG y su Ensayo

sobre las obras y el genio de Shakespeare. 13

Hamlet, II/2.

14

JUAN STOBAEUS, autor griego del siglo VI (?), del cual llegó

hasta nosotros un extenso florilegio que contiene hasta 500 pasajes solamente de Eurípides. 35

15

Launcelot Gobbo, el criado de Shylock, que tiene el papel de bu-

fón en El mercader de Venecia. 16

En la primera versión: El Arlequín en Las amigas y el viejo débil

Angelo. El primero es el bufón Touchstone de la comedia Como gustéis, a la que Wieland había dado el subtítulo Las amigas, el segundo, el platero de la Comedia de equivocaciones. 17

Ricardo II. En la primera versión, Herder habla del “débil Ri-

cardo II”. 18

Este engreído o “hinchado” rey de los caballeros es probable-

mente Falstaff, el “king of knights”. 19

En la primera versión dice: “Cada hombre aún entero, en todas

sus piezas, tiene que pensar y hablar sólo lo característico–individual, y obrar en consonancia”. En la segunda versión cambia lo “característico–individual” por “según su carácter individual”. 20

Hamlet, III/2.

21

Hamlet. II/2.

22

Invocación a su joven amigo Goethe y su Goetz von Berlichin-

gen.

N. del T.: La mayor parte de las notas procede de la edición Her-

ders Shakespeare–Aufsalz in dreifacher Gestalt. Mit Anmerkungen herausgegeben von Franz Zinkernagel, Bonn, 1912.

36

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