Giovanni Papini - Memorias Indirect As

  • November 2019
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Memorias indirectas GIOVANNI PAPINI Presentacion FONDO 2000 presenta una selección de cuentos —publicados originalmente bajo el título de Palabras y sangre— del gran escritor italiano Giovanni Papini, que él mismo llegó a definir como sus Memorias indirectas. Se trata de narraciones impregnadas de la vitalidad desbordante de sus años de juventud, cuentos irónicos y punzantes; relatos íntimos que llaman la atención de cualquier lector. Giovanni Papini nació en Florencia, en 1881, y murió en 1956. Sus letras marcaron toda una época y tuvieron honda influencia en la literatura italiana, así como le allegaron al autor el reconocimiento internacional. Polemista apasionado, Papini dejó en su autobiografía, Un hombre acabado, una melancolía en páginas que para muchos representa su obra maestra. Como ensayista se hizo célebre con sus libros El diablo, Don Quijote del engaño y Gog. Ya en la madurez, se convirtió al catolicismo y escribió las biografías de Miguel Ángel, el Dante y la célebre Historia de Cristo. En palabras de Jorge Luis Borges, "Si alguien en este siglo es equiparable al egipcio Proteo, ese alguien es Giovanni Papini, que alguna vez firmara Gian Falco, historiador de la literatura y poeta, pragmatista y romántico, ateo y después teólogo". El propio Borges dice que "hay estilos que no permiten al autor hablar en voz baja. Papini, en la polémica, solía ser sonoro y enfático". En estos cuentos apenas se escucha la voz del autor, son narraciones en murmullos. El lector de estas páginas recorrerá los laberintos compartidos y enigmáticos de la intimidad humana. Los personajes parecen fantasmas desconocidos; figuras que sólo aparecen en las páginas de un libro y, al mismo tiempo, delatan rostros que vemos todos los días en los espejos. Papini narra con una sencillez y claridad cuya lectura no sólo entretiene sino también provoca. Que un hombre sea preso de él mismo, que los hombres se puedan apropiar de los demás, que las almas sean una mercancía cotizada y que nuestros propios retratos sean caras cambiantes; nos provoca una reflexión personal más allá de los párrafos. Papini también provoca al escritor que todos deberíamos llevar dentro; parecería entonces fácil emular sus fábulas, continuar sus cuentos y seguir su ejemplo de letras, pero esta provocación es engañosa, pues pocos han logrado narraciones de tal perfección como la alcanzada por Papini en estos breves cuentos. Quizá la provocación más evidente de estas páginas sea la inevitable invitación a proseguir la lectura, pues como todos los grandes escritores, Papini es un autor que no sólo debe leerse, sino que se deja releer fácilmente y ése es el mejor homenaje que le podemos rendir.

El hombre de mi propiedad I Como, desde hace muchos años, he dejado de escribir un Diario, no puedo decir con exactitud cuánto tiempo hace que me encontré el cuerpo y el alma del Amigo Dité. Probablemente, dada mi distracción, no me di cuenta en qué día preciso mi segunda sombra —aquella sólida y relativamente viva— se decidió a entrar en la escena poco iluminada de mi vida. Una mañana, al salir de casa, me di cuenta de que iba acompañado, a esa respetuosa distancia que no permite hacer preguntas ni dar explicaciones, por un hombre de unos cuarenta años, enfundado en un largo abrigo azul, alegre y sonriente (pero sin demasiada exageración). No teniendo nada que hacer, y habiendo salido únicamente de casa para no oír los crujidos de la leña en la chimenea, me divertí mirando de reojo a mi acompañante, a pesar de que — tenedlo bien en cuenta— éste no tenía nada de extraordinario. No supuse, ni por un solo momento, que pudiese tratarse de un policía; mi completa falta de valor físico y mi repugnancia por los malos olores me han impedido siempre entregarme a la política militante; y la pereza, unida a mi escasa habilidad manual, me ha salvado de buscar en el delito los medios de subsistencia. No podía, tampoco, imaginar que el hombre vestido de azul fuese una especie de ladronzuelo de ciudad, decidido a robarme, pues mi decente pobreza era conocida en todo el barrio, y mi modo de vestir, más descuidado que desenvuelto, disociaba de mi persona cualquier idea de bienestar. A pesar de que yo no tuviese ningún derecho a ser seguido, comencé a pasar y repasar por las calles más tortuosas del centro de la ciudad para asegurarme de que no me equivocaba. El hombre me siguió por todas partes con un aspecto cada vez más satisfecho. Di, de pronto, la vuelta por una ancha calle llena de gente y apresuré el paso, pero la distancia entre el hombre vestido de azul y yo continuó siempre siendo la misma. Entré en un estanco para comprar un sello de tres céntimos, y el desconocido entró en el mismo estanco y compró un sello de tres céntimos; subí a un tranvía y mi sonriente compañero subió al mismo tranvía; cuando descendí, el hombre vestido de azul bajó tras de mí; compré un periódico, y él compró el mismo periódico; me senté en el banco de un jardín, y el otro se sentó en otro banco cercano; saqué del bolsillo un cigarrillo, y él sacó otro y esperó que hubiese encendido el mío para encender el suyo. Todo esto era al mismo tiempo gracioso y fastidioso. "Tal vez —pensé — se trata de un humorista desocupado que quiere divertirse a mi costa." Me decidí a resolver la duda por el medio más expeditivo: me planté delante de mi acompañante con intención de preguntarle: —¿Quién es usted? ¿Qué desea usted de mí? No tuve necesidad de abrir la boca. El hombre vestido de azul se puso en pie, se quitó el sombrero, sonrió un momento y dijo con precipitación:

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—Perdóneme. Se lo explicaré todo, me presentaré inmediatamente: soy el Amigo Dité. No tengo profesión conocida, pero eso no tiene importancia. Tenía muchas cosas que decirle, pero hasta ahora... También deseaba escribirle; le escribí dos o tres veces, pero no tengo la costumbre de enviar las cartas. Por lo demás, soy un hombre vulgarísimo e incluso sano, a lo que parece, alguna vez... En este punto el Amigo Dité se detuvo titubeando, pero añadió de pronto, como si se hubiese acordado repentinamente de una cosa que le interesaba mucho: —Tal vez tomaría usted algo. ¿Un poco de "marsala"? ¿Un café? Ambos nos movimos rápidamente, a la vez, como impelidos por el deseo de terminar pronto. Apenas llegados ante un café, penetramos en el interior con gran prisa, como quien entra para beber y escaparse. Nos sentamos en un rincón, junto a la estufa, sin pedir nada. El café era pequeño, estaba lleno de humo y de cocheros, el camarero tenía cara de ratero, pero no teníamos tiempo para elegir otro lugar. —Desearía saber... —comencé. —Se lo diré todo —respondió el otro—, no tengo intención de esconderle nada. Mi caso, a pesar de todo, es triste y difícil, y declaro, ante todo, que tengo una gran confianza en usted. Ya estoy aquí, soy de usted. Estoy en sus manos. Puede usted hacer de mí todo lo que quiera... —No le comprendo... —Le aseguro que lo comprenderá todo. Déjeme hablar. ¿No le he dicho ya quién soy? El nombre no dice nada, ya lo sé. Añadiré mi definición; yo soy un hombre vulgar, un hombre terriblemente vulgar, que quiere hacer a toda costa una vida no vulgar, una vida absolutamente extraordinaria. —Perdone... —Lo perdono todo, señor, lo perdonaré todo. Únicamente le declaro, una vez más, que tengo necesidad de hablar. Tengo en usted toda la confianza. Será mi salvador, mi dueño, el director de mi conciencia, de mis brazos, de mí, todo entero. Yo soy demasiado sabio, demasiado bueno, demasiado noble, "demasiado mí mismo". Usted ha escrito tantos cuentos absurdos, tantas novelas estrambóticas y yo he vivido tanto tiempo con sus héroes, que los sueño por la noche y los deseo durante el día. He creído reconocerlos por la calle, y luego, aburrido y desesperado, he querido matarlos en mí, ahogarlos para siempre... —Se lo agradezco mucho, pero... —Haga el favor de callar un momento, se lo ruego. Le explicaré por qué he pensado en usted y por qué le he seguido. Me dije hace algunos días: tú eres un imbécil, un tipo de todos los días y de todas las ciudades, y sufres la enfermedad de querer vivir una vida noble, peligrosa, aventurera, como la de los héroes de los poemas a veinticinco céntimos y de las novelas de tres liras cincuenta. Por ti

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mismo no eres capaz de procurarte una vida semejante, porque estás falto de imaginación. No te queda más remedio que buscar un creador de héroes extraordinarios y regalarle tu vida, para que haga de ella lo que quiera y la pueda transformar en algo más bello, más imprevisto, más insospechado... —¿Usted desearía, pues...? —Un poco de paciencia, se lo ruego. Dentro de algunos minutos le obedeceré en todo y podrá hacerme callar todo lo que quiera, pero antes déjeme acabar. ¡Soy todavía mi propietario! No he de decirle nada más que esto: usted es el creador elegido por mí, y aquí me tiene para ofrecerle mi vida y los medios para ayudarle a hacerla interesante. Usted es un imaginativo y puede romper sin esfuerzo la insufrible vulgaridad de mis días. Hasta ahora ha tenido a su disposición únicamente hombres imaginarios, y hoy le entrego un hombre de verdad, un hombre que sufre y anda, del cual puede usted hacer lo que guste. Estaré en sus manos no como un cadáver —¿qué cosa haría de él?—, sino como un fantoche mecánico, un maravilloso fantoche parlante y risueño que comprenderá sus órdenes. Desde este momento le hago regular donación de mí vida y de una renta anual de mil libras esterlinas para atender a todos los gastos que sean necesarios para hacer pintoresca y peligrosa mi vida. Llevo en el bolsillo una escritura de donación ya preparada... ¡Camarero, una pluma! No falta más que la fecha y la firma de usted. ¡Dígame sí o no, sin cumplidos, en seguida! Fingí reflexionar por algunos momentos, pero mi decisión ya había sido tomada. El Amigo Dité se adelantaba a uno de mis más antiguos deseos. Desde hacía mucho tiempo me avergonzaba de inventar únicamente vidas imaginarias. Soñaba, en las horas de vagar, en lo que habría podido hacer si hubiese tenido un hombre de sangre y nervios en mi poder ¡Y he aquí que el hombre se presentaba espontáneamente, acompañado de un paquete de valores! —No he tenido nunca la costumbre —dije después de fingida meditación— de regatear inútilmente, y por eso acepto su donación, aunque usted ya comprende la responsabilidad de aceptar un alma acompañada de un cuerpo. Déjeme ver las condiciones de la donación. El Amigo Dité me puso delante un protocolo encuadernado con un grueso y amarillo cartón, y yo lo leí en pocos minutos. La donación estaba en regla. Por ella me convertía en dueño absoluto de la sustancia y de la vida del Amigo Dité, con la sola condición de que yo le ordenase inmediatamente lo que debía hacer, a fin de que su existencia se convirtiera en heroica y novelesca. El contrato era válido por un año, pero podía ser renovado en caso de que el Amigo Dité estuviese satisfecho de mi dirección. Escribí sin titubear la fecha y la firma y dejé inmediatamente al Amigo Dité, prometiéndole para el día siguiente una carta, y ordenándole entretanto que no me siguiese y que se quedase bebiendo algún líquido alcohólico. En efecto, cuando yo salía, él pidió con su acostumbrada sonrisa uno de los más famosos bitters del mundo.

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II Aquella noche no me fui a acostar con el negro aburrimiento de las otras noches. Tenía algo nuevo y grave en que pensar, y podía muy bien aceptar una noche de insomnio. Un hombre se había convertido en una cosa mía, de mi entera propiedad, y podía dirigirle, empujarle, lanzarle a donde quisiese; experimentar en él los efectos de las emociones raras y las combinaciones de aventuras de nuevo estilo. ¿Qué debía ordenarle para el día siguiente? ¿Debía mandarle que realizase alguna cosa determinada o convenía dejarle en la ignorancia y prepararle una sorpresa? Terminé eligiendo una solución que unía los dos sistemas. A la mañana siguiente le escribí que, hasta nueva orden, durmiese durante el día y pasase la noche fuera de casa, paseando por lugares solitarios. El mismo día fui a una agencia, alquilé por seis meses una pequeña casa solitaria en las cercanías de la ciudad y tomé a sueldo dos jovenzuelos sin trabajo que estaban buscando el modo de ser alojados a costa de sus conciudadanos, al menos durante el invierno. Después de cuatro días todo estaba dispuesto. En la noche fijada hice seguir al Amigo Dité, el cual, cuando llegó a un lugar desierto, fue agredido delicadamente por mis ayudantes y conducido, con los ojos vendados, según la tradición, a la casa que había preparado. Desgraciadamente, ningún guardia los sorprendió durante la operación y no se presentó ninguna denuncia de la desaparición del Amigo Dité, por lo que me hallé en la necesidad de mantener por muchos meses a los dos robustos mancebos, que no se contentaban únicamente con comer. Lo peor era que no sabía qué hacer del hombre de mi propiedad. Había pensado, la misma noche de la donación, que un secuestro de persona sería un excelente principio de vida rica en aventuras, pero no había reflexionado sobre el resto de la aventura. Sin embargo, la vida del Amigo Dité, como en las novelas de folletín, tenía necesidad de una continuación inmediata. A falta de cosa mejor, recurrí al viejo expediente de enviar junto a él, a la casa en donde le había encerrado, a una mujer que se le presentase siempre cubierta con un antifaz y no le dirigiese nunca la palabra. No fue cosa fácil encontrarla y, sobre todo, amaestrarla, y no quiso comprometerse más que por un mes. El Amigo Dité, afortunadamente, era un poco misántropo y tenía más de cuarenta años, y por eso no sucedió nada de lo que hubiera podido suceder en otros casos. Después de quince días vi que era necesario cambiar el juego, y por medio de los mismos ganapanes hice liberar a mi hombre y enviarle a su casa. Comencé a darme cuenta de que el Amigo Dité no sé había mostrado en modo alguno un hombre vulgar poniéndome a prueba de este modo. ¿Quién sino un espíritu original hubiera podido imaginar una esclavitud tan insidiosa? Un espadachín que yo conocía consintió en ayudarme en este difícil momento. Un día, mientras el Amigo Dité bebía tranquilamente una taza de leche en un café de lujo, el espadachín se sentó a su lado, le lanzó una mala mirada, le dio un empujón, y apenas el otro dijo algo en voz baja, le abofeteó dos o tres veces, sin calor, como si no quisiese hacerle daño. El Amigo Dité me pidió permiso para mandar

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los padrinos a su ofensor, y yo me apresuré a presentarle dos amigos que le obligaron, de mala gana, a cruzar su espada con mi cómplice. El Amigo Dité no sabía esgrima, y tal vez por eso, tirando alocadamente desde el principio, consiguió herir a su adversario bastante gravemente. Aproveché esto para hacerle comprender que era necesario que se alejase de la ciudad, pero él no quiso apartarse de mí y prefirió ser juzgado. Fue condenado a tres meses de cárcel. Creí que con este tiempo me vería liberado de mi propiedad, pero al cabo de muy pocos días comprendí, sin ninguna duda, que mi primer deber era el de proporcionar la huida al Amigo Dité. La empresa parecía imposible, pero, sin reparar en gastos, conseguí convencer a dos personas del desinterés de mi acción y, gracias a un rápido disfraz, el Amigo Dité pudo salir de la prisión poco antes de despuntar el día. Esta vez no tenía más remedio que alejarse, y yo tuve que dejar mi casa, mis trabajos, mi patria, para proteger su fuga. Cuando nos hallamos en Londres, me encontré completamente embrollado. No hablando ni una palabra de inglés, en medio de aquella ciudad enorme y desconocida, me sentía, mucho más que antes, incapaz de procurar aventuras extraordinarias a mi hombre. Me vi obligado a dirigirme a un "detective" privado, que me dio algunos vagos consejos en muy mal francés. Después de haber estudiado durante algunos días un buen plano de Londres, conduje al Amigo Dité al barrio de peor fama, pero no le pasó, con gran contrariedad mía nada de particular. Encontramos los acostumbrados marineros borrachos, las acostumbradas mujeres desvergonzadas y pintadas, patrullas de viveurs baratos y rumorosos, pero ninguno nos molestó, tomándonos tal vez por policías; tal era nuestra aparente seguridad al vagar por aquellos laberintos de calles casi iguales. Pensé entonces expedir al Amigo Dité al norte de la isla, solo, y dándole únicamente veinte o treinta chelines, además del billete para el viaje. Como él tampoco sabía nada de inglés, esperaba que le sucediera algo muy desagradable, y que tal vez ya no consiguiese volver. Ya comenzaba a estar cansado de aquella propiedad por la que debía trabajar y sacrificarme, y esperaba con rabiosa nostalgia el momento de volver a mi buena ciudad llena de cafés y vagabundos. Pero, después de quince días, el Amigo Dité volvió a Londres en perfecto estado de salud; en Edimburgo había encontrado por casualidad a un amigo italiano —un violonchelista emigrado desde hacía muchos años— que le había hospedado en su casa y había hecho que se divirtiese durante todos aquellos días. Pero no quise darme por vencido. Había encontrado en un periódico la dirección de un pequeño club de estudios psíquicos que buscaba nuevos socios, prometiendo apariciones auténticas y fantasmas parlantes. Ordené inmediatamente al Amigo Dité que se inscribiera y fuese allí todas las noches. Fue durante toda una semana y no vio nada. Sin embargo, una mañana vino a encontrarme, diciendo que había conocido un fantasma, pero que éste no le había parecido mucho mejor que los hombres vivos y que incluso se había mostrado estúpido hasta el punto de sacarle el pañuelo del bolsillo, echarle del taburete en que estaba sentado, tirarle de los pelos y pellizcarle en la espalda.

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—En conclusión —me dijo— no he encontrado, hasta ahora, nada verdaderamente extraordinario en todo lo que ha hecho usted por mí. Perdóneme si le hablo con franqueza, pero debe reconocer que en sus novelas da muestras de una imaginación mejor y mayor. Reflexione un momento: un rapto, una mujer enmascarada, un duelo, una fuga, un fantasma. No ha sabido encontrar nada mejor que esos trucos antiguos de novela francesa. En Hoffmann y en Poe hay cosas más terribles, y en Caboriau y Ponson du Terrail, más complicadas. No comprendo, ciertamente, la repentina decadencia de la imaginación de usted. Los primeros días comencé a hacer todo lo que usted ordenaba, esperando vivir una vida bella, pero pronto me di cuenta de que la vida de usted era igual a la de los demás millones de hombres, y pensé que todo su genio estaba reservado a los personajes de sus novelas; pero ahora comienzo a dudar también de esto, y, con desagrado, me veo obligado a decirle que, si antes de terminar el plazo del contrato no encuentra algo más fuerte, me veré obligado a buscarme otro dueño. Mí dignidad me dispensó de contestar a tanta ingratitud. Pensé que, durante los meses en que había recibido el donativo de aquel hombre, no había vuelto a ser dueño de mi vida, y había tenido que dejar a medio terminar mis trabajos y abandonar mi país para afanarme en encontrar combinaciones novelescas y cómplices seguros. Desde el momento en que había entrado en posesión de la vida del Amigo Dité había tenido que sacrificarle mi vida entera. Yo, su dueño, me había convertido, en el fondo, en su esclavo, en el empresario siempre alerta de su existencia personal. Era necesario encontrar algo "más serio" —como él había dicho— de lo que había imaginado hasta entonces; algo que no requiriese la ayuda de cómplices. Después de haber meditado con calma algunos días, le escribí: Queridísimo amigo: Puesto que es usted de mi propiedad, según contrato en regla, tengo sobre usted derecho de vida y muerte. Por consiguiente, le ordeno que se encierre en su cuarto, el sábado por la noche, a las ocho que se tienda sobre la cama y se trague en seguida una de las píldoras que le envío con esta carta. A las ocho y media tomará otra, y a las nueve en punto una tercera. En caso de desobediencia a estas órdenes, me declaro absolutamente irresponsable respecto a su vida. Sabía que el Amigó Dité no retrocedería ante la sospecha de la muerte. A pesar de su descontento, se vanagloriaba de ser un leal caballero y tenía un respeto exagerado a su firma y a su palabra. Me proveí de un enérgico emético y estuve dispuesto para acudir a su lado antes de las nueve, es decir, antes de que hubiese tomado la última píldora, que le habría producido sin remedio la muerte. En la tarde del sábado ordené que estuviese dispuesto un cab para las ocho en punto, porque habitaba en una pensión muy alejada de la del Amigo Dité. El coche se retrasó hasta las ocho y cuarto y yo intenté hacer comprender al cochero que tenía mucha prisa. El caballo comenzó, al principio, a correr con una especie de fingido galope, pero después de diez minutos cayó de mala manera al suelo. Como no era posible levantarlo en seguida, pagué al cochero y corrí a pie, en busca de otro coche. Afortunadamente, lo encontré allí cerca, y

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calculé que llegaría a las nueve en punto a casa del Amigo Dité. Comenzaba a estar un poco preocupado porque la niebla era muy espesa y bastarían cinco minutos de retraso para ocasionar la muerte del desgraciado. En un determinado lugar el coche se paró. Era a la entrada de una ancha calle llena de automóviles y de omnibuses, y un policeman había hecho seña a mi cochero para que parase. Salté como un loco del cab y me aproximé al enorme policeman para hacerle comprender que tenía prisa y que se trataba de la vida de un hombre. Pero el desgarbado guardia no comprendió o no quiso comprenderme. Tuve que seguir el camino a pie, pero por culpa de la niebla y de mi escaso conocimiento de la ciudad, me equivoqué de calle, y sólo después de diez minutos de una carrera agobiante, me di cuenta de que corría en dirección contraria. Tuve que volver hacia atrás siempre corriendo. No faltaban más que pocos minutos para las nueve y realicé un esfuerzo inaudito para llegar a la hora precisa. Hasta las nueve y siete minutos no llamé a la puerta de la pensión. Apenas me abrieron me precipité hacia el cuarto del Amigo Dité. El hombre yacía en el lecho, con la chaqueta quitada, pálido e inmóvil como un cadáver. Le sacudí, le llamé, escuché el corazón, la respiración. Estaba verdaderamente muerto: la cajita que le había mandado estaba vacía. El Amigo Dité había cumplido su palabra hasta el final. Había querido darle el calofrío de la muerte inminente y la sorpresa de la resurrección, y le había dado la muerte, ¡la muerte verdadera, para siempre! Permanecí toda la noche en el cuarto, embrutecido por el dolor. Por la mañana me encontraron con el muerto, pálido y silencioso como él. Requisaron toda la correspondencia y fue encontrada mi última carta. El proceso fue rápido, porque renuncié a defenderme, y no di a conocer el documento de donación que llevaba conmigo. He estado algunos años en la cárcel, pero no me arrepiento de lo que he hecho. El Amigo Dité ha hecho mi vida más digna de ser contada, y no puedo decir que haya realizado un mal negocio, porque durante el año en que fue mío gasté algo más de las mil libras esterlinas que me había dado.

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El prisionero de sí mismo I El castigo no me parecería completo si no contase a los demás, antes de morir, una parte de mi vida. Por inverosímil que pueda parecer a los hombres sanos, creo que será leída con provecho por aquellos que no sientan repugnancia a estudiar el alma humana. Cuando cometí el primer delito, tenía poco menos de veinticuatro años y, sin embargo, mi habilidad en ocultar actos y sentimientos me sorprendía a mí mismo. Mi mayor placer, incluso de niño, era el hacer algo sin que los demás se diesen cuenta. Se trataba, al principio, de cosas inocentes que hubiera podido hacer muy bien delante de todos sin miedo a recriminaciones, pero mi alegría no consistía en realizar aquellas acciones, sino en conseguir esconder lo que había hecho. Al correr de los años, creciendo la fuerza y el ingenio, las pequeñas cosas ya no me fueron suficientes. El riesgo era demasiado inocente para excitar mi imaginación, y me veía obligado siempre a usar expedientes que me parecían, a fuerza de costumbre, demasiado sencillos. Me decidí entonces a cometer un delito de tal manera que el asesino quedase para siempre desconocido. Rico y poco ambicioso, no tenía ningún motivo particular para robar o matar y me vi obligado a elegir, como primera víctima, a un buen hombre que apenas conocía y que habitaba a pocos pasos de mi casa. Durante muchos días estudié el mejor modo para realizar sin peligro la repugnante obra. Preví todos los casos, todos los contratiempos, todos los incidentes; preparé, con exacto cuidado, mi coartada y los instrumentos de la ejecución. El día fijado por mí, el hombre fue encontrado muerto en su habitación. El delito conmovió a toda la ciudad, porque nadie comprendía el motivo del homicidio, el método usado por el asesino para no ser descubierto. Nada había sido tocado en la casa del asesinado y no había indicio alguno para seguir la pista del culpable. Animado por este feliz éxito, continué del mismo modo —no más de cuatro o cinco veces al año— realizando similares y bien calculadas supresiones. En poco más de dos años murieron misteriosamente a mis manos: dos muchachas, un cura, un mozo de cuerda borracho; tres jóvenes bien vestidos, de los cuales no supe nunca el nombre ni la condición; una patrona de casa de huéspedes, un antiguo profesor mío y un emigrante alemán. Para no levantar sospechas, fingía ocuparme en historia del arte y realizaba con este motivo largos viajes por Italia y el extranjero. A mi casa, donde había reunido cuadros, estampas, mármoles y cerámica en gran cantidad, venían con frecuencia unos cuantos aficionados maniáticos y dos o tres jóvenes estudiosos. Operaba, naturalmente, en diversas ciudades y con medios diferentes. Rechazaba los instrumentos vulgares, como el cuchillo y el revólver, y prefería procedimientos más refinados e indirectos para procurar la muerte: ahogar en el agua, envenenamiento a pequeñas dosis, inoculación de enfermedades incurables o fulminantes, incendios, caídas en apariencia casuales, escapes de gas, y otros semejantes. Había adquirido, en el manejo de estos medios, una seguridad que muchos asesinos profesionales me habrían envidiado. Prescindiendo siempre de cómplices y

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guardándome mucho de coger nada que perteneciese a las víctimas, aunque se tratase de ricos, no corrí jamás peligro de ser descubierto. No teniendo rencores, ni pasiones que desfogar, ni hambre de dinero, podía acometer con frialdad las empresas más complicadas, y no me dejé llevar nunca de la tentación de obrar improvisadamente, aunque la ocasión pareciese favorable. Por grande que fuese el terror de mis conciudadanos y la obstinación de la Policía, no me ocurrió nunca que se sospechase de mí, ni que fuese interrogado. Mi vida, un poco extraña, de aficionado rico y vagabundo, me ocultaba enteramente. Había llegado a ser infalible en el arte del disimulo. Para no mostrar, ni aun lejanamente, una señal de mi actividad delictiva, no quise leer nunca ni las memorias de Canler, ni de otros célebres polizontes, ni las alabadas aventuras de Sherlock Holmes y de sus imitadores, ni tampoco el famoso libro de De Quincey, cuyo título —El asesinato considerado como una de las bellas artes— me atraía mucho.

II Esta vida duró casi tres años y estaba a punto de cumplir los veintisiete cuando cambió de repente mi doble existencia. Un día me di cuenta de que no conseguía ver de los hombres más que los ojos. En las casas, en los cafés, por la calle, en todas partes me sentía forzado a mirar fijamente los ojos de aquellos que estaban o pasaban cerca de mí. Todos los seres humanos se convirtieron para mí en una multitud de órbitas blancas y pupilas curiosas. Ojos abiertos y redondos de buenas y sencillas gentes; ojos claros y serenos de jovencitas no enamoradas todavía; ojos negros, profundos y viciosos, que parecían esperar la noche; ojos celestes y velados de niños; ojos pardos, pero apasionados, de hombres que ya no eran jóvenes; ojos mortecinos e hinchados de noctámbulos; ojos falsos y ojerosos de mujeres; ojos entornados, casi expirantes, entre los párpados enrojecidos por el llanto, o legañosos por la enfermedad; todos los ojos del mundo vi en torno mío, fijos en mí, en esos días. Me parecía que los cuerpos habían desaparecido, y que en el mundo existían únicamente ojos, ojos separados de todo, que se movían aquí y allá para mirarme. Tenía la impresión de que todos aquellos ojos me espiaban para descubrir lo que hacía. Compliqué el misterio y redoblé las precauciones, pero apenas me hallaba fuera de casa, sentía sobre mí las miradas de amenaza o de burla, como si todos hubiesen "visto" mi vida secreta, y me parecía que me hallaba todavía libre, únicamente para que todas aquellas infinitas pupilas pudiesen disfrutar de mi terror. Esta sensación, como pude persuadirme más tarde, no tenía una fundada realidad, porque ninguno de ellos dio muestras de haber descubierto lo que había hecho, y a nadie se le ocurrió vigilarme o acusarme. Pero, desde aquel momento, martirizado por aquel íncubo, experimenté una gran irritación contra mí mismo. Hasta entonces había cometido mis homicidios con fría calma y sin sombra de remordimiento, y únicamente cuando el mundo estuvo poblado para mí tan sólo de ojos, comprendí claramente que era un monstruo peligroso que merecía el castigo. Además, después de los primeros delitos tan bien tramados, el placer de ocultarlos se había amortiguado mucho. Preparar un homicidio impunible era para mí una cosa tan fácil que todo riesgo había ya desaparecido, y experimentaba

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entonces muy poco gusto leyendo en los periódicos las investigaciones inútiles de la justicia. El delito ya no me divertía. ¿Qué otra cosa podía hacer? Todo lo demás no vale la pena de que sea ocultado. Una sola cosa "nueva" podía hacer: castigarme. Pero ¿cómo? No tuve ni un solo momento la intención de denunciarme. Mis coartadas eran tan ingeniosas, todos los instrumentos y documentos habían sido tan cuidadosamente destruidos, que no podía esperar que consiguiese persuadir a la Policía ni a los jueces. Me hubieran creído loco y me habrían encerrado en un manicomio, donde no hubiera tenido la suficiente tranquilidad para una verdadera expiación. Pensé que la pena debía ser oculta como la culpa y que debía esconder la prisión como había escondido los delitos. Yo mismo fui mi acusador, mi juez, mi defensor. Revisé uno a uno mis asesinatos, todas las circunstancias en que los había cometido; los cálculos, las premeditaciones y las circunstancias agravantes; mi dura crueldad, mi hipocresía monstruosa. Consideré los sufrimientos de las víctimas, las lágrimas y los daños de los que habían quedado, la piedad y el pavor de los ciudadanos, las inútiles fatigas de la Policía, los gastos del Estado, y todo lo demás que había arrostrado sin temblar. Me defendí cuanto pude con todos los sofismas aprendidos en Stendhal, en Stirner, en Nietzsche, en Oscar Wilde y en otros inmoralistas más oscuros; pero de nada valieron los subterfugios de mi inteligencia contra la convicción de mi alma. Los ojos de los hombres habían despertado mi conciencia: había destruido muchas vidas humanas y debía ser castigado sin piedad. Cuando habló en mí el juez, reconocí inmediatamente que la muerte no era una pena suficiente. El suicidio es un castigo demasiado rápido y por eso poco doloroso. Es más bien la liberación que el castigo. No quedaba más que la completa separación de los hombres, para siempre o por largo tiempo. Confieso que no tuve el valor de condenarme a cárcel perpetua. Después de algunas dudas me condené a treinta años de completa separación. Tenía entonces veintisiete años: habría podido volver al mundo, si la vida me hubiese durado, a los cincuenta y siete años, cercano ya a la muerte. Apenas dictada la sentencia, pensé cumplirla inmediatamente. Vendí lo que poseía en la ciudad y busqué en el campo una casa que se prestase para mi propósito. Después de semanas de investigaciones, tuve la suerte de poder comprar un caserón de feo aspecto, en el fondo de un valle solitario, que había sido antiguamente un castillo lindero. Lo único sólido que había quedado era una tosca torre de piedra que servía de granero y, en lo alto, de palomar. Habilité lo mejor que pude la estancia más alta de la torre, hice construir una puerta maciza con cerraduras perfeccionadas, cerré la única ventana con gruesos barrotes de hierro, hice llevar una camita de hierro, un taburete, una mesa, una jarra, una palangana, un espejo y cuatro libros. Cuando todo estuvo dispuesto, busqué carcelero. Encontré un joven campesino huérfano, no muy inteligente, pero de confianza, al que asigné un salario que podía cobrar solamente con mi firma, a condición de que viniese todos los días a la torre para traerme agua y comida, y mantuviese oculta a todos mi existencia. Por lo demás, la

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casa se hallaba muy alejada de las carreteras y de los pueblos, y mi carcelero fingió haberla alquilado para guardar el heno y la cebada. En la tarde de un límpido día de abril, después de haber paseado por el campo respirando el aire puro y el perfume de las flores, me encerré en la cárcel voluntaria y entregué las llaves al campesino.

III Desde el primer día comprendí que había conseguido lo que mi alma buscaba desde su nacimiento. Mi voluntad más constante había sido la de esconder mi vida, pero hasta entonces no había conseguido esconder más que "algunas" de sus partes —las más odiosas ciertamente—, pero pocas. Mucha parte de mi vida, aquella práctica, externa, animal, social, se había desenvuelto ante los ojos de los otros, y la mayor parte de mis actos habían sido un espectáculo diario para los extraños. Cada uno de nosotros vive y "es mirado" por alguien, y casi en todos los momentos es "actor" para alguien: es entrevisto, visto, observado, espiado. Ahora, en cambio —¡finalmente! —, mi vida entera quedaba escondida y secreta. Para todos los hombres, a excepción de uno, estaba ausente, desaparecido, desconocido, como muerto. Seguía viviendo, pero como encerrado en un ataúd, en un sepulcro, bajo la tierra, fuera de la tierra. Podía pensar, pero nadie sabía nada de mis pensamientos; podía hablar, pero nadie escuchaba mis palabras; podía obrar, pero a nadie ver y contar acciones. Desde aquel día, por treinta años, por trescientos sesenta meses, por casi once mil días, estaría separado de los hombres; sin ver una cara nueva, sin oír una voz conocida, sin recibir un saludo lejano, sin ocuparme en un asunto, sin saber lo que ocurre en el mundo. Cuando reapareciese entre los hombres, ninguno me reconocería; todos los que conocí estarían dispersos, desaparecidos, sepultados, y yo ya no comprendería las palabras de los nuevos hombres, después de tantos años de alejamiento y de mudanzas. Para el presente y el futuro mi vida quedaría absolutamente ignorada para los hombres. Tenía pocos parientes y aun estos lejanos; ninguno se daría cuenta de mi desaparición. No tendría luz, no cantaría, no podría asomarme a la ventana; nadie descubriría mi cárcel solitaria. Confortado con estos pensamientos, pensé sin espanto en los largos años que debería pasar encerrado para obedecerme a mí mismo. Los primeros días pasaron rápidamente. En torno de mi casa había campos pedregosos y poco reputados y, más lejos, los espesos zarzales de los cerros y de las hayas. Los únicos rumores eran —pero raras veces— las esquilas de las ovejas y de las cabras, las canciones melancólicas del pastor y el suspirar del viento entre los árboles. Únicamente cuando soplaba la tramontana oía, por la mañana y por la tarde, los tañidos desvanecidos de una campana. En los primeros tiempos estuve ocupado en el estudio de esos rumores. Conseguí pronto distinguir los sonidos de las esquilas de los diferentes rebaños que pastaban en las cercanías, las voces de las pastoras, la dirección y la fuerza del viento según el rumor de las hojas.

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Por la ventana no veía más que el cielo, el sol, las nubes y alguna vez la luna y, apoyando el rostro contra la reja, podía columbrar, muy a lo lejos, un breve horizonte de campos solitarios. Durante muchos meses seguí confusamente con la mirada los momentos de la vida agreste, vi el verde tierno cambiarse en verde oscuro, luego palidecer y aparecer el amarillo, luego reaparecer y aparecer el rastrojo quemado, ennegrecerse las vides; rojas las hojas, morenos los surcos; despojarse toda la campiña, cubrirse de nieve y reaparecer, al fin, el verde tierno de la primavera. Pero el estudio más dulce era seguir las mutaciones y los viajes de las nubes, seguir el ritmo del viento entre las ramas y el de la lluvia en el techo. Conocí todas las fases y los colores de la luna: observé todas las gradaciones de la luz solar; descubrí nuevos reflejos de auroras y nuevos desvanecimientos de crepúsculos. El trocito de cielo y de tierra que podía contemplar era un mundo que comenzaba a conocer en cada uno de sus átomos e instantes, como Dios. Los seres vivientes me parecían desaparecidos del mundo; algún pájaro que atravesaba "mi" cielo, una oveja lejana, las manchas blancas de los bueyes, la cara apática de mi campesino, eran las únicas cosas animadas que veía. En verano mi cárcel era menos solitaria. Las moscas, los mosquitos y las abejas llegaban hasta mi torre y me dieron ocasión para largas y aventureras cacerías; las pulgas invadieron mi lecho, y su destrucción me ocupó durante muchas horas; un día una luciérnaga parda llegó hasta mi ventana, y conseguí hacerla prisionera y tenerla conmigo durante casi dos meses. Dos arañas habían tejido sus telas entre las vigas del techo y me divertía observando sus asechanzas y sus pacientes viajes de tejedoras. Tuve también la bulliciosa visita de los vencejos, pero ninguno hizo nido cerca de mí. En invierno la soledad fue absoluta. En la estancia —sin calefacción, y que yo no quería calentar— hacia frío y me veía obligado a permanecer en la cama incluso durante el día. La mayor parte del tiempo estaba adormecido, pero en las horas de vigilia —¡pocas, pero qué largas!— no podía hacer más que estudiar minuciosamente mi prisión. Cuando la primavera llegó, conocía palmo a palmo las seis superficies que me encerraban. Cada vena de las vigas, cada grieta de los montantes, cada desconchadura de la pared, cada agujero de los ladrillos me eran tan perfectamente conocidos que los hubiera podido encontrar en la oscuridad. Conté los ladrillos del suelo, los agujeros de las paredes, las desconchaduras del techo, las manchas de orín de los hierros; seguí, día por día, los síntomas de envejecimiento de lo que me rodeaba. La tosquedad de los hierros, las huellas de la humedad en las paredes, los arañazos de la puerta, las grietas de la cal, el empañado del espejo me absorbían días enteros. Muchas veces soñaba con los ojos abiertos; volvía a ver los momentos, los espectáculos de mis años de libertad; todos los rostros que había visto o entrevisto se me aparecían en la memoria, uno a uno, todos con una leve sonrisa bonachona; me parecía volver a oír voces de mucho tiempo olvidadas; recordaba, de pronto, un chiste insulso oído en el teatro o una frase oscura cogida al vuelo por la calle.

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Durante muchos años no me ocurrió casi nunca que me acordase de mis delitos, y si me venían a la memoria, conseguía rechazar el recuerdo sin mucho trabajo. Mi sueño estaba vacío: no soñaba, o no me acordaba de mis sueños. Pasaba largas horas contemplándome en el espejo. Algunas veces, a fuerza de contemplar mi imagen, me parecía que ya no era yo: me olvidaba de quién era y de dónde estaba. Entonces comenzaba a gritar, a llamarme y, finalmente, me reconocía. Con el espejo pude seguir, mes por mes, año por año, mi rápida decadencia. Todos los días hacía un atento examen de mi color, de mi delgadez, de las manchitas de mi piel, del color de mis cabellos, y podía asistir, grado a grado, a la disolución de mi cuerpo. Así pasaron muchos años sin que yo sintiese, ni por un solo momento, el deseo de la libertad. El verdadero aburrimiento de la separación comenzó únicamente después de trece años. Todo aquello que podía observar y estudiar en torno mío ya me era conocido, familiar hasta la náusea. Había leído y releído numerosas veces los cuatro libros que había llevado conmigo —Las mil y una noches, el Gil Blas, un tratado de química y la Historia de Port-Royal, de Sainte-Beuve— hasta el punto de que me los había aprendido de memoria, desde la primera hasta la última palabra, y habría podido recitarlos comenzando por cualquier página. Había explicado y comentado, para mí, dentro de mí, cada narración, cada frase, cada fórmula. Había reescrito más de una vez, en mi cabeza, las mismas aventuras y las mismas teorías; había imaginado continuaciones, ideado modificaciones, reunido posibles glosas e hipotéticos comentarios. Mi alimentación —por voluntad mía— era sencilla: pan y fruta. No haciendo trabajo alguno y ningún esfuerzo muscular, no tenía necesidad de comer mucho, pero la extremada sobriedad me hacía caer, más a menudo de lo que yo deseaba, en una especie de éxtasis, de cansancio, en el que mi cerebro, sin freno, perdía la exacta intuición del mundo y me conducía lejos, a esferas de existencia nuevas para mí. En uno de esos sopores comencé a sentir que no me hallaba solo. No oía voces ni se me aparecían fantasmas; pero estaba seguro de que alguien se hallaba cerca de mi cama y se divertía contemplándome vivir. No se trataba de alucinaciones exteriores. En todo esto no había nada concreto, material, "verdadero". Estaba cierto de que alguien se hallaba junto a mí y pensaba cerca de mi pensamiento. No oía, sin embargo, suspiro alguno ni columbraba ninguna sombra; pero escuchaba los pensamientos de mis compañeros y, alguna vez, mi alma contestaba, vacilante, a las almas desconocidas. En los primeros tiempos, estas apariencias invisibles me ocurrieron tan sólo cuando me hallaba sumido en el sopor del cansancio; pero, al cabo de dos años, llegaron a ser constantes; y tuve siempre, en todo momento, algún compañero en mi habitación. Los que venían con más frecuencia eran mis víctimas. Una tras otra sentía cómo se acercaban a mí para mirarme sin odio. Alguna de ellas me contó, sin hablar, su historia, me describió su vida, especialmente las sensaciones que precedieron a la muerte. Me confesaron que al quitarles la vida no les había hecho aquel daño que creían los que habían quedado.

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Algunos de los asesinados se hallaban ya aburridos y desesperados en el momento en que los había asesinado; los demás reconocieron que el resto de su vida —"ahora que sabían"— hubiese sido más triste que la tranquila del cementerio. Esos coloquios me hacían bien; comenzaba a recordar mi existencia pasada sin remordimiento. Durante un año intenté reconstruir las teorías sobre la infelicidad de la vida, y conseguí llegar a creerme un generoso filántropo que había arriesgado su libertad para salvar algunas almas del sufrimiento y se había castigado injustamente cediendo a un estúpido remordimiento. Pero la duda me asaltaba sin descanso. La teoría sobre el dolor de la vida y el mal del mundo tenía necesidad, para aparecer del todo cierta, de estar apoyada en un sistema que abarcase toda la realidad. Pasé un año en reflexiones metafísicas de toda especie, intentando reconstituir con el pensamiento aquello que ya conocía e inventar cosas nuevas. Pero este estéril ejercicio me agotó la mente por mucho tiempo. Comencé a sufrir angustias, espasmos, desmayos; mi cerebro permaneció oscurecido días enteros. Durante meses viví como un loco gritando día y noche palabras sin sentido, arañándome el rostro, retorciéndome las manos. De pronto me despertaba lleno de melancolía, con las uñas ensangrentadas, los miembros doloridos, y en mi cerebro comenzaban a girar de nuevo las fantasías más absurdas. En aquellos momentos experimentaba un deseo inquieto de huir; me debatía entre las cuatro paredes como una bestia furiosa; aullaba en la ventana, con objeto de que alguien viniese a liberarme; mordía los barrotes de hierro y, cuando venía el campesino a traerme el pan, caía de rodillas llorando y le rogaba que me llevase con él. Pero no se conmovió nunca; antes de encerrarme le había expuesto claramente las condiciones y sabía que, si me hubiese liberado, habría perdido el salario y tal vez la vida.

IV Así transcurrieron más de veinte años en mi prisión lejana y solitaria, sin que ningún acontecimiento viniese a cambiar mi vida. Una vez o dos, el campesino permaneció dos días seguidos sin venir porque se hallaba enfermo —las voces de las pastoras cambiaron cada tres o cuatro años—; una vez oí voces de hombres bajo mi torre; una noche mi habitación se vio alumbrada por el fuego que se había declarado en un bosque vecino; éstos, para mí, fueron los hechos importantes de todo aquel tiempo. Había llegado casi a los cincuenta años y ya no sabía cómo llenar mi vida. Conocía, átomo por átomo, todo lo que me rodeaba —había pensado, imaginado, soñado y llorado durante años enteros—. Me hallaba aburrido de los compañeros invisibles que, con demasiada frecuencia, me tomaban como un juguete y me trataban como a un muchacho. Los tres años que siguieron a los primeros veinte fueron los más singulares de mi vida. Pasaba casi todo el tiempo tendido en la cama, sumido en un sopor perpetuo que no era ni vigilia, ni sueño, ni

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ensueño. Durante el día no discernía nada; me parecía únicamente que una luz intensa, blanca, cegadora cubría como una niebla luminosa todo lo que existía. Cuando llegaba el campesino, tenía que coger a tientas el pan que me ofrecía y, apenas había comido, apoyaba la pesada cabeza sobre la almohada, y mi boca estaba amarga y seca como al día siguiente de una sucia borrachera. Por la noche desaparecía la luz, pero era peor; experimentaba la sensación de hallarme absolutamente solo, no solamente solo en mi habitación, sino solo en el Universo, en medio de la nada. Me parecía que las paredes, los campos, las ciudades habían desaparecido para siempre; que toda la tierra se disolvía, que el Sol y las estrellas se apagaban, que callaba todo rumor, y que yo únicamente, tranquilo y eterno, permanecía solo, literalmente único en medio del vacío infinito. Luego, poco a poco, el mundo se iba rehaciendo, reconstituyendo, en torno mío —primero la habitación, luego el campo; luego el Sol, luego la tierra—; pero apenas despuntaba el día sentíame de nuevo sumido en una luz ardiente, más allá de la cual imaginaba el mundo atroz, duro, peligroso. Esta terrible existencia cesó, no por mi culpa, al comienzo del vigésimo cuarto año de mi prisión. El campesino no compareció durante dos días seguidos; pero, como no era la primera vez, no hice caso. Tenía siempre, por lo demás, fruta en conserva suficiente para no morirme de hambre. Por la mañana del tercer día, oí abrir la puerta del exterior y subir la escalera, pero me di inmediatamente cuenta de que no era el paso acostumbrado. Cuando la puerta de mi habitación se abrió, después de muchas tentativas, me vi ante una pobre mujer de unos cuarenta años que me miraba con espanto y no sabía qué decirme. ¡Era el segundo rostro humano que veía después de veintitrés años! La enorme novedad del acontecimiento me devolvió un poco de lucidez y pregunté a la mujer quién era y qué quería. Después de grandes esfuerzos conseguí comprender que era la mujer del campesino carcelero, y que éste se había vuelto loco casi repentinamente, y que había recomendado repetidas veces, antes de ser recluido, que fueran a liberarme, porque él era la causa de todo y había un hombre que sufría por su culpa. Había dado minuciosas noticias sobre el lugar donde me hallaba y sobre mi extraña vida, pero nadie quiso creerle. Finalmente, la mujer, un poco por curiosidad y un poco por descargar su conciencia, había ido a ver y me había encontrado. La libertad se ofrecía a mí, después de tantos años, sin que yo la hubiese buscado. Por otra parte, ¿qué hacer? Ahora el secreto ya estaba descubierto y no me hubiesen dejado tranquilo. Tal vez la justicia hubiese querido ocuparse de mí, y era preferible huir antes de que llegasen los curiosos. Rogué a la mujer que hiciese venir un coche hasta la torre; al día siguiente me hice llevar a la ciudad más cercana y desde allí me dirigí a mi patria. Y ahora, desde hace más de un año, estoy aquí en la ciudad que me vio nacer y de la que me marché todavía joven para enterrarme hasta la vejez. Todo lo que veo me cansa; no reconozco muchas cosas; otras son completamente nuevas para mí. Me parece que amo a los hombres como un niño ama a la madre que ha vuelto a encontrar y, sin embargo, nadie me quiere a su lado. Mi aspecto singular, mi ignorancia de la vida presente, la torpeza inexplicable de mis

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movimientos, la lentitud de mis ideas, la imposibilidad de encontrar a esta edad nuevos amigos me hace vivir solo en medio de millones de hombres, como en mi torre. He intentado, alguna vez, parar en la calle a algún joven para contarle mi historia, pero todos sienten repugnancia hacia mí y me juzgan un enfermo fastidioso salido de repente de lo desconocido. Mi casa ha sido destruida para hacer sitio a una calle más ancha; mi nombre ha desaparecido de los registros de la ciudad y de la memoria de los hombres. Ya no soy nada para los demás y casi nada para mí. Desde que he vuelto entre los demás, no puedo respirar bien, mi pecho está oprimido por un aire pesado; todo lo que me rodea parece lleno de polvo. No consigo apasionarme, y recuerdo únicamente, casi con deseos, los balidos desgarrados y tristes de las ovejas lejanas.

No sé cuánto tiempo permaneceré aquí, no sé dónde iré. La muerte está próxima, pero no deseo morir. Tengo miedo de volver a encontrar a "mis" muertos, y tener que volver a empezar con ellos, una vez más, mi vida.

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El mendigo de almas Había gastado en un café, a primeras horas de la noche, los últimos céntimos que me quedaban sin que la acostumbrada bebida me hubiese dado la inspiración que buscaba y de la que tenía inmediata necesidad. En esos tiempos pasaba casi siempre hambre, hambre de pan y de gloria, y no tenía padres ni hermanos en el mundo. El director de una revista —un hombrecillo pálido y taciturno— aceptaba mis cuentos cuando no tenía nada mejor para publicar, y me daba cada vez cincuenta liras, ni más ni menos, fuera el que fuese el valor y la extensión de lo que le llevaba. En aquella noche de enero el aire estaba saturado de viento y de campanadas —de viento nervioso y chirriante y de campanas horriblemente monótonas—. Había entrado en el gran café (luz blanca, rostros soñolientos) y había vaciado lentamente mi taza, esforzándome en despertar en mi cerebro alguna reminiscencia de curiosas aventuras, obstinándome en aguijonear mi imaginación para que crease cualquier historia que me permitiese vivir por algunos días. Tenía necesidad, aquella misma noche, de escribir un cuento para ir por la mañana a ver al acostumbrado director, el cual me habría anticipado lo suficiente para poder comer hasta la saciedad. Estaba, por eso, dolorosamente atento al río de mis pensamientos, dispuesto a lanzarme sobre la primera visión que se prestase a llenar el montoncito de hojas blancas ya numeradas, dispuestas delante de mí. Pasaron así cuatro horas y cuarto de inútil espera. Mi alma estaba vacía, mi espíritu tardo y mi cerebro cansado. Renuncié, puse sobre la mesa los últimos céntimos y salí. Apenas me hallé fuera, una frase, al azar, se apoderó de mi espíritu, una frase que había oído repetir muchas veces y cuyo autor no recordaba. "Si un hombre cualquiera, incluso vulgar, supiese narrar su propia vida, escribiría una de las más grandes novelas que se hayan escrito jamás." Durante unos diez minutos, esta frase se apoderó de mí y dominó mi mente sin que yo fuese capaz de sacar ninguna consecuencia. Pero cuando me hallé cerca de mi casa, me detuve y me pregunté: "¿Por qué no he de hacer eso? ¿Por qué no contar la vida de algún hombre, de algún hombre de verdad, del primer hombre vulgar que me venga delante? Yo no soy un hombre vulgar y, por otra parte, me he contado tantas veces en mis cuentos que no sabría ya qué decir. Es preciso que encuentre ahora, en seguida, un hombre cualquiera, un hombre que no conozca, un hombre ordinario, y que le obligue a decirme quién es y qué hace. ¡Esta noche tengo absoluta necesidad de una vida humana! Yo no quiero pedir a nadie limosna en dinero pero exigiré y pediré a la fuerza limosna en biografía." Este proyecto era tan sencillo y singular que decidí seguirlo inmediatamente. Di la vuelta y me dirigí al centro de la ciudad, donde a aquella hora avanzada podría encontrar todavía algunos hombres. Y así me convertí en nuevo y extraño mendigo en busca de la víctima. Marché rápidamente, mirando hacia delante, clavando los ojos en el rostro de los transeúntes; procurando elegir bien el que debía saciar mi hambre. Como un ladrón nocturno o un atracador, me puse al acecho en el hueco de una puerta y esperé que pasase un hombre

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cualquiera, el hombre vulgar de quien implorar la caridad de una confesión. El primero que pasó bajo el farol —iba solo y me pareció de mediana edad— no quise detenerlo porque su rostro, surcado de extrañas arrugas, era demasiado interesante, y yo quería realizar la prueba en las condiciones menos favorables. Pasó luego un jovencito embozado en una capa, pero sus cabellos desgreñados y sus ojos de gustador de haxix me retuvieron porque adiviné en él a un fantaseador, un alma no suficientemente usual y común. El tercero que pasó, viejo y completamente desbarbado, iba canturreando, con triste cadencia, un motivo popular español, que debía de recordarle toda una vida llena de sol y de amor, una vida dorada, báquica, meridional. Tampoco me convenía y no le detuve. Yo mismo no sé recordar con exactitud la rabia que sentía en aquel momento. Imaginaos a ese singular ladrón mendigo, hambriento, excitado, que espera en una esquina a un hombre que no conoce, que desea oír una vida que no sabe, que arde en deseos de lanzarse sobre una presa ignorada. Y por una absurda y molesta casualidad, los hombres que pasan no son los que busca; son hombres que llevan en el rostro la marca de su distinción y de su vida nada ordinaria. ¡Lo que habría dado en aquel momento por ver ante mí a uno de esos innumerables filisteos, con la cara roja y tranquila como la de los cerdos jóvenes, que me habían dado asco y divertido tantas veces! En aquellos tiempos era obstinado y valiente, y esperé todavía bajo el farol, que unos momentos palidecía y otros resplandecía, según las rachas de viento. Las calles estaban ya desiertas a aquella hora y el viento había dispersado a los noctámbulos. Únicamente algunas sombras apresuradas animaban la ciudad. Una de esas sombras pasó, finalmente, bajo el farol donde me hallaba operando y vi, de pronto, que me convenía. Era un hombre ni joven ni viejo, ni demasiado bello ni desagradable de cara, con los ojos tranquilos, dos bigotes bien rizados, envuelto en un pesado abrigo, en buen estado. Apenas me hubo rebasado algunos pasos, le seguí y le detuve. El hombre retrocedió a causa del susto y alzó un brazo para defenderse, pero inmediatamente le tranquilicé. —No tema nada señor —le dije con mi voz más melodiosa—; no soy ni un asesino ni un ladrón, y ni siquiera un mendigo. Un mendigo, verdaderamente, sí, pero no pido dinero. No he de pedirle más que una sola cosa, y una cosa que no le cuesta nada: el relato de su vida. El hombre abrió mucho los ojos y nuevamente se hizo atrás. Me di cuenta de que creía que yo estaba loco, y por eso continué con la mayor calma: —No soy lo que usted se cree, señor; no soy un loco. Soy únicamente algo semejante: soy un escritor. Debo escribir para mañana un cuento y este cuento me salvará del hambre, y quiero que me diga quién es usted y cuál ha sido su vida, a fin de que pueda hacer el argumento de mi cuento. Tengo necesidad absoluta de usted, de su confesión, de su vida. No me niegue este favor; no rehuse a un miserable esta ayuda. ¡Usted es el que yo buscaba, y con la materia que me proporcionará escribiré, tal vez, mi obra maestra!

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Al oír estas palabras, el hombre pareció conmoverse y ya no me miró con terror, sino más bien con piedad. —Si mi vida le es tan necesaria —dijo— no tengo ningún inconveniente en contársela, tanto más que ella es de una perfecta sencillez. Nací hace treinta y cinco años, de padres acomodados, honrados y cuerdos. Mi padre era empleado, mi madre tenía una pequeña renta. Fui el único hijo, y a los seis años comencé a ir a la escuela. A los once años acabé los estudios elementales sin que hubiese estudiado mucho ni poco. A los once años entré en el gimnasio, a los dieciséis en el Liceo, a los diecinueve en la Universidad. A los veinticuatro obtuve el título, sin haber dado nunca muestras de una inteligencia muy brillante ni de una estupidez irremediable. Cuando hube obtenido el título, mi madre me procuró un empleo en ferrocarriles y me presentó a mi novia. Mi empleo me ocupa ocho horas del día y no requiere más que un poco de memoria y de paciencia. Cada seis años mí sueldo aumenta automáticamente en doscientas liras. Sé que a los sesenta y cuatro años obtendré una pensión de tres mil cuatrocientas cincuenta y tres liras y sesenta y dos céntimos. Mi novia me convenía y me casé con ella al año. No ha habido nunca entre nosotros inútiles sentimentalismos. Iba a visitarla tres veces a la semana, y dos veces al año —por su santo y por Navidad— le llevé dos regalos y le di dos besos. He tenido de ella dos hijos, un varón y una hembra. El varón tiene diez años y estudia para ingeniero; la mujer tiene nueve años y será maestra. Yo vivo tranquilo, sin zozobras ni deseos. Me levanto todas las mañanas a las ocho, y a las nueve de la noche voy a un café, donde hablo de la lluvia y de la nieve de la guerra y del Ministerio con cuatro colegas del oficio. Y ahora que ya le he contado lo que quería, déjeme marchar, porque han pasado ya diez minutos de la hora en que debo volver a casa. Y dicho todo esto con gran tranquilidad, el hombre se dispuso a marcharse. Permanecí un momento como agobiado por el terror. Aquella vida monótona, común, regular, prevista, medida, vacía me llenó de una tristeza tan aguda, de un espanto tan intenso que estuve a punto de echarme a llorar y huir. Sin embargo, pude dominarme. "He aquí —me dije— el famoso hombre normal y vulgar en nombre del cual los médicos austeros nos desprecian y condenan como dementes y degenerados. He aquí el hombre modelo, el hombre tipo, el verdadero héroe de nuestros días, la pequeña rueda de la gran máquina, la pequeña piedra de la gran muralla; el hombre que no se nutre de sueños malsanos y de locas fantasías. Este hombre, que yo creía imposible, inexistente, imaginario, está ante mí, pavoroso y terrible en la inconciencia de su incolora felicidad." Sin embargo, el hombre no esperó el final de mis pensamientos y se dispuso a marcharse. Aterrorizado todavía, pero obstinado, me puse delante de él y le pregunté: —¿Verdaderamente no ha habido nada más en su vida? ¿No le ha pasado nunca nada? ¿Nadie ha intentado matarle? ¿No le ha engañado su mujer? ¿No le han perseguido sus superiores? —Nada de todo eso me ha ocurrido —contestó con una cortesía un poco molesta—; nada de todo lo que me dice. Mí vida ha transcurrido

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tranquila, igual, regular, sin muchas alegrías, sin grandes dolores, sin aventuras... —¿Ninguna aventura, señor —le interrumpí—, ninguna? Procure recordar bien, busque por su memoria; no puedo creer que no le haya ocurrido nunca nada, ni una sola vez. ¡Su vida sería demasiado horrible! —Le aseguro que no he tenido ninguna aventura —contestó el Hombre Vulgar haciendo un gran esfuerzo de amabilidad—; al menos hasta esta noche. El encuentro con usted, señor novelista, ha sido mi primera aventura. Si le conviene, puede contarla. Y sin darme tiempo para contestarle se marchó, tocándose ligeramente el ala del sombrero. Yo permanecí aún algunos momentos parado en el mismo sitio, como bajo la impresión de una cosa terrible. Llegué por la mañana a mi cuarto y no escribí el cuento.

Desde aquella noche ya no me atrevo a reirme de los hombres vulgares.

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El que no pudo amar Desde que Don Juan se ha casado es casi imposible encontrarlo fuera de su casa, sobre todo por la noche. Los cabellos ralos y grises, los hombros un poco curvados y también —¿por qué no decirlo?— un catarro obstinado, ya crónico, le tienen apartado del mundo y de sus pompas. Sin embargo, una noche, a mediados de marzo, vi a Don Juan Tenorio hablando en un lugar público con Juan Buttadeo, llamado el Judío Errante. En medio de la ridícula majestad de una gran cervecería de tipo germánico, bajo la claridad esfumada de una redonda lámpara eléctrica, los dos hombres hablaban, meneando sus grises cabezas, sin mirar a las mujeres de labios rojos y a los jovencitos escuálidos que se hallaban ganduleando y beborroteando en torno de ellas. Las dos legendarias apariciones habían bebido su café y no parecía que se diesen cuenta de que se hallaban en el mundo de los estudiosos del "folclor" y de los profesores de poesía comparada. Vivían y hablaban como vosotros y como yo, y sus palabras me llegaron distintas y comprensibles apenas me acerqué a la mesita de hierro junto a la que se hallaban sentados. Había una silla vacía cerca de ellos y me senté en ella. Los dos viejos no interrumpieron su conversación y me miraron con una fugitiva sonrisa, como si hubiese sido un amigo de la infancia que acabasen de dejar pocos momentos antes. —No es fácil; no, no es fácil —afirmaba enérgicamente Don Juan— dar una explicación de mi historia, y tal vez me moriré antes de que se descubra el secreto de mi vida. He ido algunas veces al teatro donde representaban mis gestas y me he reído mucho más que los otros al ver aquella ingenua parodia que hace de mí un insaciable libertino, amasijo de lujuria y de vanidad, arrastrado finalmente al infierno por la venganza del Comendador y de Dios. "¡Dulcísima cosa no ser comprendido por esos reyes de la platea! Ni siquiera Moliére, quien, sin embargo, era cortesano y comediante, pudo comprender quién era yo. Bajo mi justillo azul marino, bajo mi sombrero de solitaria pluma negra, nadie ha sabido verme. Seducciones, besos, raptos nocturnos, escaleras secretas, citas insidiosas, celadas, mascaradas y banquetes, y el blanco monumento, y la última fiesta, todo eso era exterior, convencional, ficción; los escritores de tragicomedias y poemas han visto todo eso y nada más. Un pintoresco seductor, un caprichoso caballero, un voluble enamorado; eso es lo que soy para todos ésos y para los que los leen. ¡Y ninguno de estos grandes reveladores del corazón humano han descubierto la razón desesperada de mis aventuras, ni siquiera uno ha adivinado que fui libertino contra mi voluntad y voluble contra mi deseo! "Podría volver a evocar las noches de mi primera adolescencia, cuando antes de dormirme intentaba imaginar y decidir cuál iba a ser mi vida. No ha habido ningún muchacho más apacible y puro que yo. Pensaba en el amor como en una cosa sagrada y en la mujer como en un proemio misterioso que me esperaba en el umbral de la juventud. Y la juventud llegó, y vino la primavera, y temblaron las estrellas y reverdecieron los árboles, y las mujeres se envolvieron en sus bellos

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vestidos claros. Pero el amor no vino. El amor fue para mí una palabra. No sentí ninguna de aquellas palpitaciones que hacen poner pálidos de repente los rostros de los hombres. No tuve sobresaltos ni estremecimientos a la vista de un querido rostro, al sonido de una voz clara. Mis sentidos se despertaron, pero mi corazón permaneció tranquilo, pausado, como antes. Tenía el deseo del amor, pero no la capacidad de amar. Comprendía que no amaría nunca, que no podría conocer nunca los extravíos y los perfumes de la pasión. Comprendía que podría disfrutar de las mujeres, que podría hacerme amar por ellas, pero que no conseguiría agitar por un solo momento mi corazón o turbar mi alma. No quise creer en los primeros tiempos en esa imposibilidad de amar y busqué todos los caminos para desmentir mis primeras experiencias, ya que creía en la belleza y en la grandeza del amor, y no quería que las mujeres fuesen para mí únicamente un juego y un pasatiempo. Traté, pues, de hacer nacer en mí, por todos los medios, esa pasión de la que me sentía espontáneamente incapaz; probé todos los métodos para que se desarrollara en mí, aunque no fuese más que por una sola vez, la loca llama del amor. "Pensé que lo conseguiría obrando 'como si' estuviese enamorado, esperando que, a fuerza de repetir ciertas palabras y de realizar ciertos actos, nacería también en mí el sentimiento que los demás expresaban con esos actos y palabras. Por eso fingí perfectamente amar e imité todos los gestos, las sonrisas, las miradas, las palabras, las expresiones que usan los enamorados. Repetí mil, diez mil veces las más tiernas imágenes, las más ardientes confidencias y los más apasionados suspiros de lírica apasionada; besé, acaricié, suspiré, pasé largas horas bajo una ventana; esperé noches enteras envuelto en mi capa, la aparición de una luz conocida; escribí cartas desatinadas, me esforcé en verter lágrimas de emoción y conseguí perfectamente comprometerme a los ojos de todos, jurándome solemnemente prometido a una jovencita que mi comedia amorosa había turbado. Pero todo fue vano. De nada valió mi diligente ficción, estudiada con arreglo a los modelos más perfectos y los libros más célebres. Continuaba siendo incapaz del verdadero y único amor; tenía que reconocer siempre mi radical imposibilidad de amar. "Entonces comenzó mi vida legendaria, aquella que ha hecho de mí el tipo del inconstante libertino. Hasta aquel tiempo había sido puro de cuerpo y había buscado con toda el alma aquel afecto potente y terrible de que todos los hombres son presa, al menos una vez. Pero ante mi impotencia pasional no tuve valor para resignarme. Quise aún, y por toda la vida, tentar la suerte. Esperaba que, tal vez, repentinamente, el amor surgiría a oleadas de mi corazón, más intenso e impetuoso a causa de la larga espera. Creía que hasta aquel momento no había nacido en mí porque no había encontrado todavía la mujer que debía hacer brotar y bullir mi interna fuente de pasión. Y comencé a buscar desesperadamente a esa mujer; recorrí todos los países, todas las ciudades del mundo, toda la Tierra, seduciendo muchachas, atrayendo vírgenes, conquistando viudas y esposas; siempre inquieto, incansable, descontento, no satisfecho; siempre al acecho de esa mujer única, de esa liberadora desconocida que debía existir en alguna parte, que debía encontrar, que debía hacerme conocer el amor inmortal. Y hubo mujeres que huyeron conmigo, y mujeres que lloraron por mí, y mujeres que murieron por mí, y nunca tuve la alegría y la sorpresa de encontrar aquella que debía hacer estremecer mi corazón y confundir mi espíritu. Disfruté los cuerpos de

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innumerables mujeres, sentí latir sobre mi pecho innumerables corazones de amantes, y, sin embargo, ni por un momento fui capaz de fundir mi alma con la de la que amaba. Me hallaba a su lado con el espíritu frío, insensible, lúcido: interesado únicamente en las formas de sus miembros y en la graciosa curiosidad de sus pequeñas almas ardientes. Las miraba a los ojos —ojos negros, ojos azules, ojos grises, ojos de espasmo y de pasión— y veía en ellos reflejarse mi rostro, y veía brillar la alegría de ellas al sentirme a su lado, y, sin embargo, mis ojos no se velaron ni por un instante, y cuando las había poseído, las dejaba sin remordimientos. "Se dijo entonces que yo era un vil lujurioso que buscaba el placer del cuerpo y despreciaba el amor, ¡cuando yo iba de mujer en mujer, de aventura en aventura, para buscar precisamente el único amor, y mi volubilidad nacía de la constancia en quererlo encontrar, y mi capricho nacía de la desesperación de no encontrarlo! Creían que yo me divertía, cuando estaba triste por mi vana persecución; dijeron que era cruel, cuando la suerte era cruel conmigo. Buscaba mil mujeres porque no conseguía amar a una sola para siempre, y se imaginaban que yo quería burlarme de todas. No vieron bajo la aparente ligereza del voluble caballero toda la rabiosa tristeza del 'amante no correspondido por el amor'. Muchos corazones de mujeres sufrieron por mi culpa, pero ninguna conoció, ni en las lágrimas ni en los sollozos del abandono, toda la acerba desesperación de mi alma no satisfecha de la mórbida carne ni de las veloces fortunas. Bajo la máscara de mi leyenda se halla la amarga sonrisa del que fue amado demasiado y no consiguió amar." Calló el viejo seductor en este momento, y el otro viejo comenzó a hablar con voz lejana: —Lo que has dicho es tal vez verdad y ciertamente terrible. Pero no has dicho más que la causa interna, la prehistoria de tu leyenda, y no has ofrecido ninguna nueva interpretación, no has añadido ningún nuevo sentido. Yo, que hace siglos y siglos recorro el mundo y he aprendido a meditar en la soledad; yo, que he llegado a ser como el errante Edipo, descifrador de enigmas y filósofo trágico, comprendo perfectamente la moraleja que se desprende de tu lamentable historia. Aquello que los hombres han querido condenar y matar en ti es "el amor a la diversidad, el amor al cambio". Ante tu ir de mujer en mujer, ante la continua movilidad de tus gustos y de tus deseos ellos han levantado la blanca y rígida estatua del Comendador, el verdadero símbolo, diría un lógico, del inmóvil concepto ante la continua variedad de la intuición. ¡Y por eso, oh Don Juan, eres mi hermano! También en mí los hombres han expresado su odio y su miedo al cambio. "Me han condenado a ser un eterno vagabundo, imaginándose que el cambiar continuamente de lugar, ver siempre cosas nuevas, no tener morada fija, un rincón estable del nacimiento a la muerte, constituye la más grande maldición para el alma de un hombre. En cambio, yo he convertido en alegría su condena; me he hecho un alma magnífica, de pasajero, de explorador, de peregrino, de caballero errante, de globetrotter aficionado, y así vivo, en el continuo diverso y en el perpetuo cambio, una vida bastante más rica que la de mis jueces y mis verdugos. Yo y tú, Don Juan, somos los héroes de la diversidad y de la mutabilidad, y los esclavos de la casa única y de la mujer única

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nos han querido escupir con desprecio. Pero nosotros corremos, ¡oh Don Juan!, nosotros corremos más de prisa que ellos y ellos irán pronto bajo tierra a incubar su económica felicidad." Pero Don Juan no escuchaba al sentencioso viajero, y apenas éste hubo callado, continuó hablando: —Bajo la máscara de mi leyenda hay tal vez una sonrisa, una amarga sonrisa, pero dentro de mi corazón no hay más que angustia, siempre renovada por mis desilusiones. Ahora ya soy viejo, y no sabré nunca que cosa es el amor. La mujer que buscaba no me ha salido al encuentro por ningún camino, y cuando ha llegado la vejez y he tenido necesidad del reposo y de cuidados, no he encontrado más que una pobre criada que haya querido cuidarme.

El Judío Errante iba a sacar alguna consecuencia filosófica de las palabras de Don Juan, cuando un hombrecillo muy cumplido, vestido de negro y con un lunar sobre el bigote izquierdo, vino a anunciar que la cervecería se cerraba. Don Juan sacó de su bolsa una moneda de oro, pero el hombrecillo la miró y la rechazó. Era un doblón español de 1662. Juan Buttadeo, más práctico, sacó del bolsillo una moneda de plata, la hizo sonar sobre la mesa y los tres salimos juntos a la plaza desierta, riéndonos estrepitosamente sin razón ninguna.

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La última visita del Caballero Enfermo

Nadie supo nunca el verdadero nombre de aquel a quien todos llamaban el Caballero Enfermo. No ha quedado de él, después de su inesperada aparición, más que el recuerdo de sus inolvidables sonrisas y un retrato de Sebastiano del Piombo, quien le representa envuelto en la sombra mórbida de una pelliza, con una mano enguantada que cae blandamente como la de un ser dormido. Algunos de los que más le amaron —y yo me hallé entre esos pocos— recuerdan también su singular cutis de un pálido amarillo, transparente, la ligereza casi femenina de sus pasos y la languidez habitual de sus ojos. Le gustaba hablar mucho, pero nadie comprendía lo que quería decir, y sé de algunos que "no querían comprenderle, porque las cosas que decía eran demasiado horribles". Era, verdaderamente, "un sembrador de espanto". Su presencia daba un color fantástico a las cosas más sencillas; cuando su mano tocaba algún objeto, parecía que éste entrase a formar parte del mundo de los sueños. Sus ojos no reflejaban las cosas presentes, sino las cosas desconocidas y lejanas, que los que se hallaban con él no veían. Nadie le preguntó nunca cuál era su enfermedad y por qué no se cuidaba. Vivía andando siempre, sin detenerse, día y noche. Nadie supo nunca dónde se hallaba su casa, nadie le conoció padres o hermanos. Apareció un día en la ciudad y, después de algunos años, otro día desapareció. La víspera de este día, a primera hora de la mañana, cuando apenas el cielo comenzaba a iluminarse, vino a despertarme a mi cuarto. Sentí la suave caricia de su guante sobre mi frente y le vi ante mí, envuelto en la pelliza, con la boca que parecía eternamente el recuerdo de una sonrisa, y sus ojos más extraviados que de costumbre. Me di cuenta, a causa del enrojecimiento de los párpados, de que había pasado toda la noche velando y de que debía de haber esperado la aurora con gran ansia, porque sus manos temblaban y todo su cuerpo parecía presa de fiebre. —¿Qué le pasa? —le pregunté—. ¿Su enfermedad le hace sufrir mas que otros días? —¿Mi enfermedad? —respondió—. ¿Mi enfermedad? ¿Usted cree, pues, como todos, que yo "tengo" una enfermedad? ¿Que se trata de una enfermedad "mía"? ¿Porque no decir que yo "soy una enfermedad"? No hay nada que sea mío, ¿comprende? ¡Nada me pertenece! ¡Pero yo soy de alguien y hay alguien a quien pertenezco! Estaba acostumbrado a sus extraños discursos, y por eso no le contesté. Continué mirándole, y mi mirada debía de ser muy dulce, porque él se acercó a mí y me tocó otra vez la frente. —No tiene usted ningún rastro de fiebre —continuó diciéndome—; está usted perfectamente sano y tranquilo. Su sangre circula con tranquilidad por sus venas. Puedo, pues, decirle algo que tal vez le espantará; puedo decirle quién soy yo. Escúcheme con atención, se lo

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ruego, porque tal vez no podré repetirle dos veces las mismas cosas, y es, sin embargo, necesario que las diga al menos una vez. Al decir esto se tumbó en un sillón morado, junto a mi cama, y continuó con voz más alta: —Yo no soy un hombre real. No soy un hombre como los otros, un hombre con huesos y músculos, un hombre generado por hombres. No he nacido como vuestros compañeros; nadie me ha mecido ni vigilado mi crecimiento; no he conocido ni la inquieta adolescencia ni la dulzura de los lazos de la sangre. Yo no soy —y quiero decirlo a pesar de que tal vez no quiera creerme—, yo no soy más que la "figura de un sueño". Una imagen de Guillermo Shakespeare es, con respecto a mí, literal y trágicamente exacta: ¡yo "soy de la misma sustancia de que están hechos vuestros sueños"! Existo porque hay "uno" que me sueña, hay "uno" que duerme y sueña, y me ve obrar, y vivir, y moverme, y en este momento sueña que yo digo todo esto. Cuando ese "uno" comenzó a soñarme, yo comencé a existir; cuando se despierte, cesaré de existir. Yo soy una imaginación, una creación, un huésped de sus largas fantasías nocturnas. El sueño de este "uno" es de tal modo consistente e intenso, que me he hecho visible incluso a los hombres que están despiertos. Pero el mundo de la vigilia, el mundo de la realidad concreta, no es el mío. ¡Me siento tan poco adaptado a la vulgar solidaridad de vuestra existencia! Mi verdadera vida es la que discurre lentamente en el alma de mi durmiente creador... "No se figure que hablo con enigmas o por medio de símbolos. Lo que le digo es la verdad, toda la sencilla y tremenda verdad. ¡Cese, pues, de dilatar sus pupilas a causa del estupor! "Ser el actor de un sueño no es lo que más me atormenta. Hay poetas que han dicho que la vida de los hombres es la sombra de un sueño, y hay filósofos que han sugerido que la realidad es toda alucinación. En cambio, yo me siento preocupado por otra idea: '¿quién es el que me sueña?' ¿Quién es ese 'uno', ese ser ignoto que no conozco y del que soy propiedad, que me ha hecho surgir de repente de la negrura de su cerebro cansado y que al despertarse me borrará de golpe, como una llama muere de un soplo? ¡Cuántas veces pienso en ese dueño mío que duerme, en ese creador mío ocupado en el curso de mi efímera vida! Seguramente debe de ser grande y potente, un ser para el cual nuestros años son minutos, y que puede vivir toda la vida de un hombre en una de sus horas, y la historia de la Humanidad en una de sus noches. Sus sueños deben ser tan vivos, fuertes y profundos que pueden proyectar fuera de él sus imágenes, hasta el punto de que aparezcan como cosas reales. Tal vez el mundo entero no es más que el producto perpetuamente variable de un entrecruzarse de sueños de seres semejantes a él. Pero no quiero generalizar demasiado; ¡dejemos la metafísica a los imprudentes! "¿Quién es éste? Ésta es la pregunta que me agita desde hace mucho tiempo, desde que descubrí la materia de que estoy hecho. Usted comprende perfectamente la importancia que tiene para mí este problema. De la respuesta que pudiese darme dependería para mí todo mi destino. Los personajes de los sueños disfrutan de una libertad bastante amplia, y por eso mi vida no se ve determinada del todo por mi origen, sino en mucha parte por mi albedrío. Era

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necesario, sin embargo, que supiese quién era mi soñador para dilucidar el sentido de mi vida. En los primeros tiempos me espantaba al pensar que pudiese bastar la más pequeña cosa para despertarlo, esto es, para aniquilarme. Un grito, un rumor, un soplo podía de pronto precipitarme en la nada. Amaba entonces la vida, y por eso me torturaba vanamente para adivinar cuáles fuesen los gustos y las pasiones de mi ignoto poseedor; para dar a mi existencia aquellas actitudes y aquellas formas que pudiesen serle gratas. Temblaba a cada momento ante la idea de realizar algo que pudiese ofenderle, asustarle, y, por lo tanto, despertarle. Imaginé durante algún tiempo que era una especie de paterna divinidad evangélica, y por eso procuré llevar la más virtuosa y santa vida del mundo. Otras veces pensaba que podría ser algún héroe pagano, y entonces me coronaba con pámpanos, cantaba himnos báquicos y bailaba con las frescas ninfas en los claros de la selva. Creí, finalmente, una vez, que formaba parte del sueño de algún sublime y eterno sabio, que había conseguido llegar a vivir en un sublime mundo espiritual, y pasé largas noches velando inclinado sobre los números de las estrellas, y las medidas del mundo, y la composición de los vivos. "Pero finalmente me sentí cansado y humillado al pensar que debía servir de espectáculo a ese dueño desconocido e incognoscible. Me di cuenta de que esa ficción de vida no valía tanta bajeza ni tanta aduladora vileza. Deseé entonces ardientemente lo que antes me causaba horror, esto es, que se despertara. Me esforcé en llenar mi vida con espectáculos tan hórridos que se despertase a causa del espanto. Lo he intentado todo para conseguir el reposo del aniquilamiento; todo lo he puesto en obra para interrumpir esta triste comedia de mi vida aparente, para destruir esta ridícula larva de vida que me hace semejante a los hombres. "No dejé de cometer ningún delito, ninguna cosa mala me fue ignorada, ningún terror me hizo retroceder. Asesiné con refinada tortura a viejos inocentes, envenené las aguas de toda una ciudad, incendié en un mismo instante las cabelleras de multitud de mujeres, desgarré con mis dientes, que se habían hecho salvajes a causa de mi voluntad de aniquilamiento, a todos los muchachos que encontré en mi camino. Por la noche busqué la compañía de monstruos gigantescos, negros, silbantes, que los hombres ya no conocen; tomé parte en increíbles empresas de gnomos, de íncubos, de vestigios, de fantasmas; me precipité desde lo alto de un monte a un valle desnudo y revuelto, rodeado de cavernas llenas de blancos huesos, y las hechiceras me enseñaron aullidos de fieras desoladas que hacen temblar en la noche a los más fuertes. Me parece que aquel que me sueña no se espanta de lo que hace temblar a los demás hombres. O disfruta con la visión de lo más horrible, o no le da importancia y no se asusta. Hasta hoy no he conseguido despertarle y debo todavía arrastrar esta innoble vida, servil e irreal. "¿Quién me librará, pues, de mi soñador? ¿Cuándo despuntará el alba que le llamará a su trabajo? ¿Cuándo sonará la campana, cuándo cantará el gallo, cuándo gritará la voz que debe despertarle? ¡Espero hace tiempo mi liberación! ¡Espero con tanto deseo el fin de este chocante sueño, del que soy una parte tan monótona! "Lo que hago en este momento es la última tentativa. Yo digo a mi soñador que soy un sueño; quiero que él sueñe que sueña. Esto pasa

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también a los hombres, ¿no es verdad? ¿Y ocurre que se despiertan cuando se dan cuenta de que sueñan? Por esto he venido a verle, y por esto le he dicho todo esto, y desearía que el que me ha creado se diera cuenta en este momento de que yo no existo como hombre real, y que en el instante mismo dejaré de existir, incluso como imagen irreal. ¿Cree que lo conseguiré? ¿Cree que a fuerza de repetirlo y de gritarlo despertaré sobresaltado a mi invisible propietario?" Y al pronunciar esta palabra el Caballero Enfermo se agitaba en el sillón, se quitaba y se ponía el guante de la mano izquierda, y me miraba con ojos cada vez más extrañados. Parecía esperar de un momento a otro algo maravilloso y espantoso. Su rostro adquiría expresiones de agonizante. Se contemplaba de cuando en cuando su propio cuerpo, como si esperase ver cómo se disolvía, y se acariciaba nerviosamente la húmeda frente. —¿No cree usted que todo esto es verdad? —dijo—. ¿Cree que miento? ¿Por qué no puedo desaparecer, por qué no tengo libertad para acabar? ¿Soy, tal vez, parte de un sueño que no acabará nunca? ¿El sueño de un eterno durmiente, de un eterno soñador? ¡Quíteme esta idea espantosa! Consuéleme un poco; sugiérame alguna estratagema, alguna intriga, algún fraude que me suprima. Se lo pido con toda el alma. ¿No tiene, pues, piedad de este aburrido espectro?

Y como yo continuaba callado, él me miro y se puso en pie. Me pareció entonces mucho más alto que antes, y observé que su piel era un poco diáfana. Se comprendía que sufría enormemente. Su cuerpo se agitaba; parecía un animal que intentaba escurrirse de alguna red. La dulce mano enguantada estrechó la mía y fue la última vez. Murmurando algo en voz baja, salió de mi cuarto, y sólo "uno" le ha podido ver desde aquel momento.

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El espejo que huye En una apacible mañana de invierno, en una estación muy conocida, un hombre que no conozco —con gabán, dos violetas en el ojal— quería demostrarme que los hombres son felices, que la vida es grande, que el mundo es bello. Yo le escuchaba con interés, haciendo caer a cada momento la ceniza de mi cigarrillo, que se consumía al viento sin que me lo llevase una sola vez a los labios. Le escuchaba y sonreía, y el Hombre que no conozco se acaloraba cada vez más; del humour pasaba al sentimentalismo, del entusiasmo al delirio. Un momento su voz dijo: —Piense, señor, piense en la grandeza del progreso que se ha realizado ante nuestros ojos; el progreso que lleva a los hombres del pasado al futuro, de lo que ya no existe a lo que todavía ha de existir, de lo que se recuerda a lo que se espera. Los salvajes no prevén el futuro, no piensan en el porvenir; no prevén y no se preparan. Pero nosotros los hombres civilizados, nosotros los hombres nuevos, vivimos para el futuro y gracias al futuro. Toda nuestra vida se dirige hacia el porvenir; está construida con miras a lo que ha de ocurrir. Nuestros hombres consagran hoy al mañana; siempre el hoy, el hoy que pasa, al mañana que pasará. "Este enorme progreso del espíritu profético es lo que hace que se desvanezcan los peligros, lo que nos da la fuerza, lo que hace descubrir nuevas posibilidades, lo que nos hace dueños de la tierra, del mar y del cielo, y de una cosa que vale más que todo eso, oh señor: ¡de nosotros mismos!" Pero en aquel momento un tren expreso llegó a la estación. Su estrépito solemne en el cruce de las vías, su silbido breve, decidido, irritado interrumpió el discurso del Hombre que no conozco. Cuando el tren se detuvo y no se oyeron más que los sordos resoplidos de la máquina, y los viajeros huyeron, el Hombre quería continuar hablando, pero yo se lo impedí: —Señor Hombre —le dije—, este tren que acaba de llegar, ¿no le ha dicho nada referente a nuestro asunto? ¿No ha oído su contestación? ¿Quiere que yo se lo repita, yo, humilde traductor, puesto que sé traducir la lengua de los trenes y de muchas otras cosas? Hasta hace pocos minutos este tren corría a una velocidad media de ochenta kilómetros por hora —pequeño mundo apresurado e iluminado, a través de la campiña solitaria y brumosa—. Y he aquí que de pronto se ha parado, y los habitantes de la pequeña ciudad en fuga han desaparecido, y el maquinista se seca la frente con aire poco satisfecho. Las ruedas se han parado tristemente sobre los rieles, y los vagones vacíos y oscuros encuentran a faltar las charlas de los viajeros y las abigarradas maletas. Así termina una fuga cuando se viaja sobre ruedas. Pero dejemos el tren y volvamos a los hombres. En este momento estoy pensando una cosa absurda y voy a decírsela a usted, señor Hombre, y se la digo, ya que aquí no hay una multitud que pueda oírme. Si estuviesen aquí todos los que deseo, diría:

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"Imaginad, hombres, una cosa imposible, una cosa absurda, loca, increíble y terrible. Imaginad que todo el mundo se parase de golpe, en un determinado instante, y que todas las cosas permaneciesen en aquel punto en que estaban, y que todos los hombres se quedasen inmóviles, como estatuas, en la postura en que se hallaban en aquel momento, en aquel acto que se hallaban realizando. Si esto ocurriese, y a pesar de todo eso continuase en los hombres el pensamiento, y pudieran recordar y juzgar lo que hicieron y lo que estaban haciendo, y pudiesen considerar todo lo que realizaron desde su nacimiento, y volver a pensar sobre lo que querían realizar antes de morir, ¡cuánta desesperación palpitaría bajo el trágico silencio de este mundo detenido repentinamente! "He aquí al hombre sorprendido en el pesado sueño con la boca entreabierta como un cadáver borracho; he aquí el hombre en el acto del amor, tendido como una bestia anhelosa sobre la mujer de los ojos cerrados; he aquí al hombre que robaba en las tinieblas con sus ojos falsos y la lámpara que ya no se apagará; he aquí al juez vestido de negro que distribuye el infierno y la sangre desde su alto asiento; he aquí al miserable que se arrastra por el fango de la ciudad buscando un hueso y un céntimo; he aquí a la mujer que sonríe lascivamente con el rostro empolvado, un poco inclinado; he aquí al mercader de las manos huesudas que gesticula para tener diez céntimos más; he aquí al campesino afanado, aguijando los inmóviles bueyes; he aquí al elegante orador que se ha detenido a la mitad de una sonrisa y de un cumplido; y al soldado que estaba con la bayoneta calada delante de una puerta cerrada; y al homicida que estaba preparando sus venenos en una buhardilla; y al obrero soñoliento inclinado sobre las enormes máquinas untuosas, inmóviles y siniestras; y al hombre de ciencia que no puede apartar el ojo cansado del microscopio, donde han interrumpido su danza los monstruos invisibles. "Imaginamos ahora, si no os falta el valor, los pensamientos de todos estos hombres condenados en un instante mismo a la conciencia de su muerte. ¿Creéis que habrá un solo hombre —uno solo— que esté alegre y satisfecho de aquel momento en el cual el destino le ha dejado inmóvil? ¿Creéis que para uno solo de estos hombres haya sido éste el momento de Fausto, el momento bello que desearíamos detener, fijar, conservar para toda la eternidad? "El señor Hombre —ese que está presente ante mí— ha dicho una grande y tremenda verdad. Los hombres piensan en el futuro, viven para el porvenir, consagran perpetuamente todos sus hoy y sus mañana a los mañana que deben venir. Todo hombre no vive más que por lo que espera. Toda su vida está hecha de manera que, en cada instante, tiene valor en cuanto sabe que este instante prepara un instante sucesivo, cada hora una hora que vendrá, cada día un día que seguirá. Toda su vida está hecha de sueños, de ideales, de proyectos, de esperas; todo su presente está hecho de pensamientos en torno al futuro. Todo aquello que es, que es en el presente, le parece oscuro, mezquino, insuficiente, inferior, y nos consolamos únicamente pensando que todo este presente no es más que un prefacio, un largo y enojoso prefacio de la bella novela del porvenir. Todos los hombres, lo sepan o no, viven con esta fe. Si en un momento se les dijese que deben morir todos dentro de una hora, todo lo que hacen y han hecho no tendría para ellos ningún gusto,

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ningún sabor, ningún valor. Sin el espejo del futuro, la realidad actual parecería torpe, vacía, insignificante. Sin el mañana que hace esperar en el desquite, en las victorias, en las ascensiones, en las promociones y en los aumentos, en las conquistas y en los olvidos, los hombres ya no desearían vivir. "Pensad, pues, en estos hombres detenidos de repente que ya no pueden actuar pero que todavía piensan. Pensad en estos hombres aprisionados en un eterno hoy, sin la liberación de la conciencia. ¿Qué deben pensar esos hombres? ¿Qué llaga debe roer sus vísceras y crispar sus nervios? Inmóviles en sus posturas vergonzosas o delictivas, tristes e idiotas, sin la posibilidad de esperanza, sin luz de sueños, sin dulzura de proyectos, con las alas cortadas, las piernas atadas, las manos encadenadas, como una multitud de prisioneros estrujados en los lazos de su mezquina vida, melancólica y repugnante; en los vínculos de esa vida que ellos soportaban únicamente con la esperanza y la espera de vidas más bellas y más grandes; ellos, esos perpetuos condenados a la inacción, reconocerán con infinita rabia toda la absurda estupidez de su vida anterior. "Ellos pensarán que 'todo el presente era sacrificado por ellos a un futuro que, a su vez, se habría convertido en presente y sacrificado, a su vez, a otro futuro, y así hasta el último presente, hasta la muerte'. Todo el valor de hoy estaba en el mañana, y el mañana valía únicamente por otro mañana, y se llegaba así hasta el último hoy, el hoy definitivo, y de este modo toda la vida habría transcurrido para preparar de día en día, de hora en hora, de momento en momento, lo que no viene nunca. Y ellos descubrirían esta tremenda cosa: que el 'futuro no existe como futuro', que el futuro no es más que una creación y una parte del presente, y que el soportar la vida inquieta, la vida triste, la vida doliente, para ese futuro que de día huye y se aleja, es la más dolorosa tontería de esta tonta vida. "Hombres, nosotros perdemos la vida por la muerte, nosotros consumimos lo real por lo imaginario, nosotros valoramos los días solamente porque nos conducen a días que no tendrán otro valor que el de llevarnos a otros días semejantes a ellos..." Otro tren expreso gritando y tronando, entro en la estación, y una vez más los viajeros huyeron y el maquinista se enjugo la frente con aire poco satisfecho. El hombre que no conozco continuaba delante de mí —con gabán, dos violetas en el ojal— a pesar de que yo me había olvidado completamente de él. —He aquí —le dije— mis ideas sobre el progreso, sobre el porvenir y sobre la vida. Usted no está seguramente de acuerdo conmigo, pero yo estoy de acuerdo con alguien, por ejemplo, con la niebla que intenta cubrir el mundo y esconder el hombre al hombre, la miseria al desprecio, la violencia a la melancolía. Y yo amo muchísimo, señor Hombre, los trenes que se detienen después de inútiles fugas, y la niebla que vela lo que no se puede destruir. El Hombre que no conozco se había puesto nervioso y todo su entusiasmo había desaparecido como un jirón de humo. En vez de contestarme, se quitó del ojal una de sus violetas y me la ofreció. Yo la tome con una inclinación, la acerqué a mi nariz y su leve olor me gustó.

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