Ferran Requejo. 1990-2020

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SÁBADO, 1 NOVIEMBRE 2008

LA VANGUARDIA 23

OP I NI ÓN

Bruno Delaye

Crisis internacional y la necesidad de Europa

S

e decía que Europa estaba enferma, enmarañada en reglas de funcionamiento inadaptadas a sus nuevas dimensiones, que era incomprensible para sus ciudadanos y, sobre todo, incapaz de implicarlos en un proyecto común. La crisis histórica que hoy padece, como el resto del mundo, parece haber disipado estas dudas y estas torpezas. Pero aún queda mucho por hacer. Después de la cumbre extraordinaria de los países de la eurozona el 12 de octubre, por la que España abogó desde el inicio, los dirigentes europeos lograron en Washington que se aceptara organizar una primera primera cumbre internacional sobre la crisis financiera el 15 de noviembre. En unas semanas, la Unión Europea ha sabido convencer de que era indispensable (como demuestra la nueva atracción que ejerce el euro en países que lamentan no haberlo adoptado), reactiva y capaz de mostrar un liderazgo internacional del que el “enano político” europeo parecía carecer genéticamente. Las insuficiencias de la gobernanza internacional financiera, pero también económica, se han desvelado brutalmente y han mundializado un debate ya antiguo en Europa. Es cierto que la Unión no ha zanjado todavía este debate sobre la necesidad de un auténtico gobierno económico, como evidencian las vivas reacciones que aún suscita en los estados miembros. Pero en esta orilla del Atlántico, la discusión ya ha alcanzado una madurez tal que Europa goza de una incuestionable capacidad de propuesta. La propuesta, que la presidencia francesa formulará en nombre de la Unión Europea el 15 de noviembre en Washington, B. DELAYE, embajador de Francia en España

consiste en ampliar a escala mundial los principios de regulación, coordinación y solidaridad, que han sido los pilares de la construcción europea. No se tratará solamente de principios, sino también de decisiones inmediatas y concretas. Regulación. La crisis actual no es sólo una crisis clásica, sino una crisis de regulación del capitalismo financiero. Hoy en día, la regulación financiera internacional es una especie de labor a remiendos, disparatada y a veces deshilachada: la supervisión de ciertos actores importantes (agencias de calificación, fondos de inversión) es incompleta; la coherencia entre las normas (contables, prudenciales) y las instituciones que las definen es insuficiente, tan insuficiente como la lucha contra los paraísos fiscales no cooperantes. En este campo, la Unión Europea aún tiene mucho que hacer, pero parte con algo de ventaja gracias a la hoja de ruta sobre estabilidad financiera que adoptó en octubre del 2007. Coordinación. Se constata lo mismo en materia de análisis de riesgos: los innumerables centinelas internacionales no comunican o comunican poco entre ellos, dificultando la identificación de riesgos globales. Se deben organizar en redes y así poder alertar a los dirigentes de manera precoz. Asimismo, conviene integrar la vigilancia macroeconómica y la de los sectores financieros (los programas de evaluación del sector financiero del FMI podrían ser obligatorios para todos los miembros) y anali-

zar con detenimiento el impacto potencial de las innovaciones financieras. Si no se refuerza la gobernanza financiera mundial, la regulación y la coordinación no serán eficaces. El FMI tiene que desempeñar un papel esencial. Al igual que la Unión Europea se dotó de un Ecofin y de un Eurogrupo, el Comité Monetario y Financiero Internacional del FMI debería convertirse en un auténtico consejo ministerial con poderes estatutarios. Se debería implicar mucho más a los países emergentes: la decisión de organizar la

JAVIER AGUILAR

cumbre del 15 de noviembre con formato de G-20 ampliado es un primer paso importante en este sentido. El FMI, relegitimado, también deberá disponer de instrumentos adaptados a su nueva misión, de medidas de garantía, incluso de un nuevo instrumento de liquidez. Solidaridad. Además de la recesión, uno de los grandes peligros de la crisis actual es que oculte desafíos con un alcance mucho mayor, ya que está en juego el porvenir de las generaciones futuras: cambio climático y subdesarrollo. Europa es el primer contribuyente de ayuda al desarrollo; se está fijando objetivos tan difíciles como ejemplares en materia de inversiones medioambientales. Eso le da una fuerte legitimidad para lanzar el debate en Washington y proponer una conferencia internacional para mejorar la gobernanza económica mundial sobre estas bases. A condición, empero, de que los proyectos a corto plazo no se antepongan a la visión estratégica en la Unión. El resultado de las negociaciones en curso sobre el paquete energía-clima será determinante en este ámbito. Cuando la crisis, como recuerda la historia, podría justificar todo repliegue y egoísmo, Europa precisa todas sus fuerzas para convencer. Por su lugar en la economía mundial y su papel impulsor en la construcción europea, España tiene que desempeñar un papel capital en esta misión de refundación. Por tanto, Francia desea que España esté presente en la próxima cumbre del G-20 ampliado.c

Ferran Requejo

C

1990-2020: cambio de escenario

omo es sabido, el siglo XX ha sido un periodo de grandes contrastes. Por un lado, es el siglo de la extensión de la democracia, de los estados de bienestar, de la formación de la Unión Europea, de un gran desarrollo científico y tecnológico, del inicio de la emancipación de las mujeres y de algunas minorías... Por otro lado, es el siglo de los sistemas totalitarios –nazismo, fascismo y comunismo–, de dos atroces guerras mundiales, además del periodo que ha visto la eclosión de nuevas enfermedades, una importante degradación medioambiental, la internacionalización a gran escala del crimen organizado... El colapso de los estados socialistas del Este europeo a finales de siglo propició una percepción “optimista” sobre el futuro de las relaciones internacionales por parte de los países occidentales. Tras el periodo de la guerra fría tendió a pensarse mayoritariamente que el establecimiento de unas relaciones pacíficas resultaba no sólo un fenómeno conveniente sino algo muy probable. Los años noventa parecían confirmar esta situación. De la política de bloques se había pasado en pocos años a un mundo con una superpotencia americana hegemónica, en el que los antiguos estados comunistas, incluida una Rusia debilitada, iniciaban transiciones hacia sistemas políticos liberal-democráticos y hacia economías de mercado. China seguía siendo co-

F. REQUEJO, catedrático de Ciencia Política en la UPF. [email protected]

munista, pero también había iniciado su transición hacia el capitalismo y era, además, un país atrasado. Al igual que hacían buena parte de los ilustrados del siglo XVIII (Montesquieu, Condorcet) se entendía: 1) que el desarrollo traería la democracia, y 2) que la imbricación económica entre los estados conllevaría unas relaciones internacionales más consensuales. La economía pacificaría la política. Los distintos países, se decía, irían adoptando el modelo occidental. Algunos autores incluso se atrevían a manifestar que con el triunfo del capitalismo y de las democracias liberales la historia había terminado. Las etapas percibidas como optimistas son proclives al economicismo. Pero es sa-

La tendencia de las potencias occidentales es presentarse en los conflictos a la vez como parte y como juez bido que los conflictos entre potencias no se basan siempre en motivos económicos. Intervienen también factores relacionados con la seguridad, el prestigio y la hegemonía en términos de poder. Nada menos que desde los tiempos del neolítico sabemos que esto es así. Tucídides, Hobbes y Hegel lo dijeron de distintas maneras y de forma inequívoca cuando analizaron las guerras entre estados. El progreso casi nunca es lineal. La geoestrategia y el esta-

tus cuentan. Pero muchos optimistas tienden a olvidarlo. Bastantes homo sapiens son en esto bastante tontos. El siglo XXI nos ha traído un panorama distinto al de los optimistas. De hecho estamos entrando en un nuevo estadio de las relaciones internacionales, en una nueva fase de redistribución del poder. Rusia, de la mano de Putin, parece decidida a recobrar parte de su anterior hegemonía internacional, convirtiéndose en un importante poder “regional” a través de una involución interna, de un renovado nacionalismo de Estado y de una recentralización de los procesos de decisión. China ha venido consolidando un crecimiento económico sin precedentes y un eficaz desarrollo tecnológico que le otorga un creciente papel en el tablero de Asia oriental y central. Además, su influencia se está expandiendo por África con rapidez. La Unión Europea ha consolidado parte de sus aspiraciones (paz interna, integración económica), pero no ha resuelto su falta de consistencia y de energía como actor político global. También han aparecido un conjunto de “potencias emergentes” (Brasil, India...), con las que casi no se contaba hace pocos años, que buscan su sitio y sus propias estrategias en el concierto mundial. La imagen final es la de un mundo con una superpotencia americana –que sin embargo ya no puede actuar como líder global como a veces pretende–, junto a un conjunto de poderes regionales dotados de sus propios valores, objetivos, estrategias e identidades. Básicamente, Rusia, China, la Unión Europea, India,

Oriente Medio, Indonesia y Brasil, que encabezan un complicado puzzle de interrelaciones unas veces conflictivas y otras cooperativas irreducible a cualquier ensoñación sobre el “final de la historia”. Este cambio de panorama modifica las expectativas. La política de Estados Unidos y de la Unión Europea no puede ser la misma, por ejemplo, si Rusia quiere o no “integrarse” en las estructuras occidentales. Rusia sigue siendo una muy importante potencia militar y energética. Si sus prioridades, como parece, se dirigen a establecerse como potencia regional –como mínimo respecto al Cáucaso y al Asia central–, situar las fronteras de la OTAN junto a Rusia no podrá ser leído más que como una agresión al statu quo (léase Georgia). La Unión Europea se juega aquí cosas básicas. Existen ya puntos claros de posibles conflictos entre las potencias hegemónicas: Taiwán (China-EE.UU./Japón); Cáucaso-Ucrania-Balcanes (UE/EE.UU.-Rusia); Pakistán y Birmania (India-China); Oriente Medio; Irán... Muchas veces la tendencia de las potencias occidentales es presentarse en los conflictos a la vez como parte y como juez. Una actitud poco recomendable cuando la labor de juez resulta simplemente autootorgada frente a países que no pueden reconocérselo por mera dignidad propia, y que controlan fuentes de energía, tecnología punta y armas nucleares. El reforzamiento de las instituciones y procesos internacionales (horizonte 2020) debe partir de cómo el mundo es, no de cómo quisiéramos que fuera.c

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