ETERNITY P.J. RUIZ
No es fácil adentrarse en un túnel oscuro y desconocido por muy valiente y temerario que sea uno, no. Se piensan muchas cosas en ese momento, créanme. En la familia, en los días carentes de peligro, o simplemente en entregarse a la muy noble luz del sol, cosas así… pero en realidad, todo ello no es más que la constante perenne de esa voz interna que nos grita sin recato “no lo hagas”, probablemente porque en esos sitios siempre sabes cuando entras, pero nunca cuando sales.
En definitiva, el instinto de auto-protección se desboca y tira con fuerza de nosotros hacia atrás en un intento poderoso por evitar que demos el paso inicial hacia aquello que desconocemos, que inherentemente nos atormenta con su atracción y con una pila simultáneamente adherida de miles de complejos y prejuicios que no queremos oír, pero que están sin duda en todos nosotros.
Normalmente, en las ocasiones en que esto sucede, no pasa nada, porque el único peligro que subyacía en la acción que íbamos a emprender residía en nuestra ignorancia de cuanto más allá de ese paso había. Pero se produce un número pequeño, ridículo e inclasificable de ocasiones en las que esas advertencias obedecen a factores que algo en nosotros percibe, y que sin embargo no parecen reflejarse en el entorno, que nos engaña con una apariencia de normalidad irresistible.
Esa era exactamente la situación en que se encontraba Áurea cuando saltó desde la página ciento sesenta y uno de su excelente libro de poesía contemporánea hasta el borde de aquella puerta abierta detrás de la estantería que, de pura vejez, había caído desplomada, liberando virutas, polvo y un centenar de viejos libros herrumbrosos que yacían en el suelo.
La puerta, de la que solo quedaba el marco, era vieja, de eso no cabía duda, y por ello no quedaban de ella más que un par de maderos desvencijados. Alguien se había preocupado con habilidad de que permaneciera bien oculta tras la estantería que se había derrumbado corroída por la carcoma. Detrás de la frontera desconocida que marcaba aquella madera pútrida solo se adivinaba el fragor de las sombras y el solaz del silencio más profundo, quizás roto por un levísimo arrullo provocado por el miedo al sustraer la respiración de la joven.
Hubo algo en aquella boca abierta que le recordó a una madriguera.
Áurea miró a ambos lados, en un inocente intento por no encontrarse sola en el sótano de Casa Montaña aquella mañana, pero no pudo hallar la menor compañía que le devolviera la calma que en ella era habitual. Solo había polvo en suspensión lanzado por el choque de lo antiguo con el mundo real. Apretó los puños y se dio cuenta de que se encontraba verdaderamente tensa, y con una sensación de soledad triste y decadente que de pronto la agobiaba.
Conocía muy bien la casa de su padre, o al menos eso había creído hasta entonces, y desde luego no había constancia en su memoria de que por debajo del sótano, utilizado como bodega y por ella recientemente para almacenar parte de su gruesa colección de libros, hubiese acceso alguno a galerías más profundas. Pero eso ya no servía para nada, porque esa puerta oscura en la que se comenzaba a asentar el polvo se reía descaradamente de cuanto hasta ahora había creído saber sobre el lugar donde vivía desde la infancia.
Dio un paso grácil, bien temperado y felino… delicado. Las maderas de la rota estantería crujieron bajo sus zapatillas, vehículo de aquel temeroso cuerpo de treinta años enfundado esa tarde en gruesos tejanos de diario y una blusa blanca descuidada. Doblando algo la cintura pudo asomarse un
poco más a la entrada del misterio que la aturdía, y lo que vio parecía incitarla a seguir caminando. Allí, entre las tinieblas que parecían eternas desde hacía siglos, y que tanto habían inspirado a fantasías derruidas en la búsqueda de lo oculto, se divisaba la familiar y provocativa silueta de una escalera con grandes peldaños que descendía describiendo una curva hacia no sabía donde.
“Baja. Ven a mí” Sonaba una voz inaudible en su mente que la atraía como la sangre materna. Estaba asustada, sí, pero juraría haberla oído con claridad, aunque su raciocinio dictaminaba que la mente en ocasiones juega a crearnos ilusiones.
Entonces, mientras estaba embelesada como quien mira directamente a los ojos de una cobra elevada sobre el suelo, la familiar voz de Alfredo, el viejo mayordomo de Casa Montaña, resonó desde la planta superior, justo desde el quicio de la puerta que conducía al sótano, para decirle en su singular tono bien estudiado que los primeros invitados acababan de llegar.
¡No lo había recordado en toda la tarde! Era 20 de Julio, el día elegido por su padre para celebrar en compañía de los amigos cercanos la adquisición de aquella galería de arte en Granada, y de la que estaba tan orgulloso sin que ella entendiera muy bien por qué. A su juicio era un negocio ruinoso, y así se lo había hecho saber, pero después se había dado cuenta de que de algún modo era el método elegido por Álvaro De Gracia, hombre ilustre y prestigioso ganadero, de congraciarse a modo de mecenazgo con el mundo que tanto le había entusiasmado siempre de la pintura y la escultura.
En muchos aspectos, también era un medio para omitir la frustración artística que en esos campos siempre había sentido, pues entre sus muchos logros nunca había estado el poseer la habilidad de plasmar las cosas. Dirigir aquella galería, dotarla de vida y fomentar el arte en su más honda expresión le ayudaría a congraciarse con ese aspecto no realizado de sí mismo.
Áurea pasó rápidamente desde el ensimismamiento que le provocaba aquella recién descubierta entrada, a una carrera veloz por la rampa que llevaba al despacho de su padre, desde donde podría subir a su habitación por el pasillo trasero y arreglarse en menos que canta un gallo. Tenía que posponer sus investigaciones y no defraudarlo, porque sabía que había puesto mucha ilusión en hacer público entre sus amigos de la jet la nueva adquisición del sello De Gracia.
Mientras se duchaba presurosa con agua tibia y se vestía, como si nada hubiese ocurrido, olvidó totalmente la misteriosa puerta, y media hora más tarde bajaba las escaleras principales de la hacienda arreglada para la ocasión, rodeada de fragancias caras y dispuesta a ejercer de anfitriona, tal como le correspondía desde la muerte de su madre cinco años atrás.
Nada más llegar abajo, papá la esperaba con una sonrisa de oreja a oreja, lo cual la convenció de que la precipitada elección de su vestuario, un delicado vestido de colores vivos de la firma Prada adquirido en su reciente viaje a Italia, había sido la acertada. A partir de ese momento y durante el tiempo que duró la bien servida copa de bienvenida, Áurea saludó a viejos conocidos y también a personas de las que no recordaba nada con anterioridad, pero con las que mantuvo su exquisito tacto, bien aprendido en los mejores colegios y a las que analizaba inconscientemente con una densa suma de conocimientos aprendidos en una bien llevada carrera de psicología que nunca había ejercido, ya que tuvo que hacerse cargo nada más terminarla de la administración de Casa Montaña.
Más tarde, cuando se abrieron ceremoniosamente las puertas del salón principal y Alfredo anunció que la cena estaba servida, sintió un cierto alivio por no tener, de momento, que saludar a nadie más. Aunque entendía bien el protocolario vaivén de sociedad, le cansaba en la mayoría de las ocasiones observar tanta hipocresía y recelo juntos bajo un mismo techo. Sabía ocupar su sitio, desde
luego, pero eso no evitaba que fuese plenamente consciente de los errores sociales en que su entorno estaba inmerso. A veces su padre, hombre conservador donde los haya, la tachaba socarrona y burlonamente de anarquista republicana, y ella en sus adentros entre risas y bromas sonreía consciente de lo mucho que se le acercaba con aquellos calificativos casi pertenecientes a otra época. Pero sobre todo sabía comportarse.
Se sentó frente a papá en la gran mesa, y conversó distraídamente con los González, situados a su izquierda, un matrimonio bien conocido en la zona, muy unido al mundo de la equitación, y habituales visitantes de Casa Montaña. A su derecha estaba David Martos, un prestigioso arquitecto malagueño, vinculado últimamente al mundo de la política.
A veces los intereses de los González y los De Gracia habían coincidido comercialmente, y fruto de ello se había desarrollado una cordial amistad que era bien conocida en los círculos malagueños, especialmente en los cercanos al mundo del toro.
El primer plato, una exquisita carne de ternera confitada, fue servido tras las viandas seleccionadas para el elegante “picoteo”, y entonces, con ese instinto que todos tenemos y que nos avisa si estamos siendo observados, fue cuando percibió por vez primera que alguien, un joven de no más de veinticinco años, la miraba fijamente desde uno de los extremos de la mesa de modo singularmente intenso. Discretamente atenta, con el rabillo del ojo percibió que no parecía hablar con nadie. No recordaba que se lo hubiesen presentado, pero había algo en aquel hombre que le resultaba sutilmente provocador, y, desde luego, descarado. Aunque desconocía sus intenciones estaba más que acostumbrada a los cazafortunas de la zona, siempre dispuestos a adularla en vano sin nada interesante que ofrecer, conocedores de que era una de las solteras más apetecibles de los altos círculos sociales del país. Bella, interesante, heredera única de un pequeño imperio… El objetivo deseado de muchos, a
los cuales siempre había sabido capear del mismo modo que los toreros hacían a los magníficos animales que llevaban su apellido. Porque lo que esos hombres desconocían es que, además, era inteligente.
A pequeños vistazos con aroma de indiferencia observó que el hombre era moreno de piel, con el pelo negro rizado, rostro marcado y muy atractivo. Parecía bien vestido, pero con un aire bohemio y desenfadado que no pasaba desapercibido, algo así como el inevitable personaje diplomáticamente incorrecto dentro del cuadro de invitados de la noche más selecta en cualquier película de suspense de los años ochenta.
Sí, pensó que parecía un buen personaje de película.
Fue Paloma González quien, con picaresca mal disimulada y un atisbo de sonrisa maliciosa, le dijo al oído que el chico que no le quitaba vista se llamaba Sebastián de la Flor, un afamado pintor que había prestado su pincel, a un costo bien remunerado por supuesto, a algunas de las casas mas nobles del país para eternizar sus enormes egos en lienzos que, a la postre, resultaban extraordinarios. Al parecer había hecho una fortuna que no tenía reparo en despilfarrar, y que proporcionaba abundantes páginas a los diarios más frívolos dada su promiscuidad con las féminas y a algún que otro escándalo tras una relación con una chica de la alta sociedad barcelonesa que no le sonaba de nada.
En cuanto a su obra, lo único que Paloma sabía era que sus exposiciones causaban expectación y que había cierto aire de moda en tener uno de sus cuadros colgados en los salones ilustres, por lo que el futuro del joven era realmente sólido. Áurea pensó que en muchos aspectos tendría que ser agradable despertar interés en ese hombre, pero en cambio ella lo único que sentía era una cierta y
molesta vulneración de su discreta intimidad, porque aquella mirada penetrante la estaba turbando en exceso.
Cuando la cena terminó, mientras la orquesta deleitaba a los invitados al compás de piezas maestras de la canción contemporánea interpretadas en clave de jazz, el hombre se acercó sin dudarlo a Áurea con el mismo aire de quien cabalga sobre el viento, aprovechando un instante en que la mujer se desprendía de una pareja de invitados para tomar una copa hábilmente preparada por Fernando, el cocinero, en la más que bien servida barra americana del salón.
Se presentó con educación bien temperada, y hábilmente fue introduciendo la conversación más agradable y extrovertida que imaginó. Así fue quitando hierro al hecho de que eran dos desconocidos en medio de una fiesta de sociedad, y a Áurea le pareció que la técnica que había escogido funcionaba adecuadamente.
Le comentó con despreocupación y jovialidad que provenía de una vieja familia vitoriana, muy enraizada con el pasado de la provincia, pero con la que ya tenía poca relación, sobre todo porque siempre había tenido predilección por tío Augusto, un hombre viejo y creativo, que en lo que todos pensaron que era una apoteosis de senilidad fue capaz de encontrar secretos que solo había revelado a él, su sobrino. Aquello no había agradado a los patriarcas de los Flor, que rápidamente se interesaron por ese conocimiento que, por deseo de su difunto tío, Sebastián jamás reveló.
Aquello le supuso ser apartado de un modo particularmente notorio de una familia que hasta entonces siempre le había querido, pero no le importó lo más mínimo, porque en el fondo pensaba que, si era así, era porque no se merecían su presencia.
A partir de entonces la fortuna le sonrió, y aquello le sirvió para demostrarse que no precisaba de nada más que sus manos para salir adelante.
Le contó a la mujer que tío Augusto había sido toda su vida misionero por tierras extrañas, y que gracias a sus conocimientos en lenguas muertas consiguió acceder a obras antiguas de todos los géneros que le llevaron a estudiar en direcciones peculiares, muy apartadas del conocimiento científico que tanto se sacraliza hoy día, cuando la realidad es que seguimos anclados al planeta, las enfermedades, las guerras y el hambre. Esa afirmación categórica sonaba convincente en los labios bien delineados de aquel hombre atractivo e inteligente, y Áurea no pudo discutirlo. Estaba absorta.
Cuando tío Augusto, tras una vida de entrega a los demás, retornó a una familia que para nada le había concedido el beneplácito del cariño filial o su apoyo, contaba ya con ochenta y seis años, en los que había viajado por Etiopía, las selvas de Borneo, Zimbabwe, Perú, Camboya o India, por citar unos pocos lugares. Así, cargado de viejos baúles y muy cansado y desgastado por un sin fin de enfermedades exóticas, se alojó en la casa familiar, donde su hermano Arnaldo, padre de Sebastián, lo acogió con frialdad.
Ahí fue cuando el entonces aprendiz de pintor conectó con el viejo misionero, y durante años el lazo entre ambos creció hasta el punto de que muchos fueron los momentos en que aquel gustaba de contar a su sobrino sus extrañas vivencias obtenidas a lo largo del mundo-tiempo. Mientras, la calidad artística de los cuadros del joven de la Flor crecía de manera notable, permitiéndole exponer por vez primera en Vitoria, lo cual no fue visto con agrado por su padre, que esperaba que estudiase medicina del mismo modo que habían hecho sus antepasados desde varias generaciones atrás.
Pero el joven se apartaba y estaba cada vez más próximo a aquel viejo que le habló de su alucinante estancia con los jíbaros, de extrañas tribus de la India que vivían en tierras donde el tigre blanco acecha al ser humano como presa predilecta, de las tradiciones Tui-Pui de Oceanía, de historias perdidas en torno a los sitios sagrados de Angkor o Tiwanaku, y miles de relatos y leyendas que había cosechado por todos lados. Era un fascinante compendio de saberes antiguos.
Sebastián disfrutaba con estos conocimientos y participaba de ellos, pero sobre todas las cosas le fascinaba la leyenda nunca antes oída sobre extrañas mujeres que habitaron la Tierra desde el principio de los tiempos, mimetizadas entre las diferentes especies y alimentándose de ellas, sobreviviendo ajenas al tiempo o a la vejez, y muy anteriores al ser humano. Una locura en principio para las fuentes racionales que manan a diario.
Según las averiguaciones de su tío, estas criaturas habían sido documentadas ampliamente a lo largo de los tiempos, y aquello le encantó, no por la elevada jerarquía de esta supuesta especie dentro de la cadena trófica, sino por su antigüedad casi imposible. ¿De donde provenía la base para imaginar algo así?
Lo que el joven pensó entonces es que si su rastro estaba marcado tradicionalmente en todas partes del orbe en épocas tremendamente separadas, desde luego era evidente que se trataba de un fenómeno, como mínimo, de tipo paleo-sociológico. Parecía muy interesante y extraño, digno de la mayor atención.
Al principio se lo tomó como lo que creyó que eran, relatos hermosos y tradicionales misteriosamente extendidos, pero un día, sin que se lo esperase, su tío le enseñó algo que le hizo temblar hasta los cimientos y que cambió sus creencias bien adquiridas para siempre.
Era un fósil, una piedra plana de no más de treinta centímetros de longitud. En su cara posterior mostraba signos de tratarse de una roca metamórfica arrancada de su veta, de composición arenisca, como le explicó el viejo. Por delante, incrustada y petrificada en su totalidad, estaba la forma familiar de una hermosa mano femenina de largos dedos, conservada hasta en su carne, y que terminaba en cinco tremendas uñas que nada tenían de humanas, convirtiéndose en garras cilíndricas aguzadas. En un corte lateral practicado en la roca para dividirla en dos se veía como los tejidos internos y el hueso estaban completamente diferenciados, demostrando que aquel ser había sido sepultado y petrificado en muy poco tiempo, a raiz, posiblemente, de algún acontecimiento natural imprevisto en el que intervinieron grandes dosis de presión y calor.
Su tío le dijo que el ejemplar había sido encontrado en las inmediaciones de Mohenjo Dharo, India, y que un grupo de conocidos había pensado en él para vendérselo, sabiendo de sus estudios sobre seres y tradiciones antiguas. Mejor así, pensaba, porque de lo contrario hubiese sido relegado a alguna caja en un museo de historia natural de cualquier parte entre otros objetos que demostraban que todo lo escrito está equivocado, y apartado por tanto de la circulación académica. Tío Augusto lo había fechado por varios medios en diferentes sitios, y su edad nunca había bajado de los ciento noventa millones de años, lo cual demostraba verazmente que algo importante estaba en su poder, por lo que seguirle la pista se convirtió en prioritario.
Los que se lo vendieron le aseguraron que se trataba de la mano de un basilisco.
A su retorno a India buscó a algunos de aquellos hombres que habían encontrado la pieza, y los interrogó sobre su origen. Le marcaron un sitio en un mapa, no sin antes advertirle sobre los múltiples peligros de ir por lugares donde los salteadores campeaban a sus anchas. Eso no disuadió al misionero,
que provisto de herramientas y un todo-terreno se internó entre las montañas del valle del Indo. Estuvo días allí hasta que encontró el lugar que le habían indicado, y con infinito cuidado fue levantando estrato tras estrato de aquella roca sedimentada hacía eones, sabiendo perfectamente que si la mano había aparecido, era probable que el resto del cuerpo estuviese allí mismo, a no mucha profundidad.
El hombre solo pudo encomendarse a Dios cuando ante sus ojos comenzaron a salir a la luz los que eran sin duda los rasgos inconfundibles escritos indeleblemente en piedra de un cuerpo de mujer de estatura normal y curvas más que sinuosas contraído en una posición que hablaba de una muerte repentina. Iba vestida con un tejido extraño que le ceñía el cuerpo, imposible de ubicar históricamente, pero lo que realmente le conmocionó fue el aspecto de su cabeza. Estaba inmersa en algo que parecía pelo desaliñado, pero de un grosor capilar sorprendente, como si fuesen trenzas o algo parecido. El rostro, muy deformado, presentaba rasgos extraordinarios que no quiso precisar, pero que, de algún modo, confirmaban la existencia de una mujer de aspecto terrible en un pasado remoto, cuando aún el ser humano no estaba ni tan siquiera previsto en el supuesto camino de la evolución.
Cuidadosamente reunió todas aquellas losas y las numeró. A duras penas trató de sacarlas del país con la ayuda de sus amigos traficantes, pero en la tumultuosa frontera el baúl en el que viajaban se perdió misteriosamente mientras solucionaba los trámites, y nunca pudo ya encontrarlo, por lo que lo único que tenía como prueba de aquel hallazgo eran unas fotografías y mil sensaciones.
Tío Augusto sabía que aquel era el descubrimiento de su vida, y entró de pleno en desarrollar sus conocimientos para entender lo que había encontrado. Ingresó para ello en círculos profanos, ocultos y esotéricos, y coleccionó multitud de documentos, testimonios y leyendas respecto a esas misteriosas mujeres terribles. Identificó su presencia en ciclos larguísimos de tiempo por lugares
inconexos, y acabó llegando a la conclusión de que seguían existiendo hoy día en diversos lugares del mundo, donde actuaban en total impunidad, porque las consideraba ajenas al tiempo.
En una ocasión, después de muchos esfuerzos, se entrevistó con un tal Carl Brauner, estudioso alemán que decía tener restos de una cabeza humanoide de mujer con más de trescientos millones de años, lo cual había sido rápidamente desacreditado por los círculos tradicionales, orgullosos de mantener su inmovilismo y las cátedras bien limpias. Cuando el misionero, tras muchas conversaciones previas, accedió a aquella pieza se quedó boquiabierto, pues era en suma idéntica a la que el había desenterrado en India, y que ahora estaría en manos de algún coleccionista millonario como el que tenía enfrente. Brauner miraba a su vez las fotos y coincidía plenamente en que se trataba de dos miembros de la misma especie. Los cabellos del ejemplar que estaba ante el misionero aparecían muy definidos, mejor que en el que él había desenterrado, y parecía formado por un enjambre de finas serpientes revueltas muy bien conservadas que rodeaban a un rostro donde destacaban dos ojos muy abiertos y sorprendidos, que conservaban un aspecto negro opaco temible. Entre ambos fósiles había al menos ciento diez millones de años de diferencia, una cifra sorprendente en los márgenes evolutivos, por lo que ambos hombres concluyeron que sin duda se trataba de una especie terminada desde su origen, un ser único y terrible.
Cuando su sobrino se interesó por el tema, el viejo, feliz, le hizo saber cuanto había llegado a reunir, y éste se ofreció a seguir adelante con sus investigaciones a poco que pudiera.
Antes de morir, tío Augusto estaba estudiando unos escritos sorprendentes que había tomado prestados a un afamado contrabandista iraní de reliquias arqueológicas que le debía demasiados favores como para negarle nada. Se trataba de una versión anterior y completa del libro de Henoc, en
la que se hallaban textos que habían sido mutilados a conciencia en los códices que llegaron a nosotros después del diluvio.
Concretamente había unos párrafos en los que decía que, en el principio de los tiempos, antes de que hubiera día o noche, y de que la vida se moviera por los cielos y las aguas, una raza de otro mundo llegó para sembrar el planeta de seres específicos que en el futuro pudiesen ser recolectados a fin de obtener materias de transformación: tejidos blandos, grasas, aceites animales, y otros. Para ello modificaron el ADN de las pro-células que habitaban los océanos, llegadas en grandes cometas de hielo, introdujeron un denso programa genético en ellas y fomentaron la irradiación de las especies, que eclosionaron con fuerza hace cuatrocientos cuarenta millones de años de un modo científicamente no explicado.
A fin de garantizar la estabilidad de lo que entonces era un planeta errático de movimientos alocados, lo cual hubiese impedido la evolución de los organismos, aquella raza prodigiosa construyó alrededor de la Tierra una Luna gigantesca uniendo fragmentos orbitales de todos los tamaños sobre un armazón de metales muy avanzados, hasta darle el aspecto redondo que hoy conocemos. El proyecto, inimaginable para nuestro entendimiento, fue culminado con éxito, y la Luna fue capaz de resistir impactos impresionantes de cuerpos agresores sin deformarse o romperse. Su función, aparte de servir como observatorio en la distancia, era la de regular la rotación terrestre, propiciar las mareas y dar cabida al necesario ciclo de las estaciones.
Todo parecía dispuesto, pero antes de partir de vuelta a sus mundos originarios, aquellos seres dejaron un grupo suficiente de entes que se encargarían de controlar el devenir de la secuencia programada, garantizando su éxito en los primeros estadios. El texto, que no tenía desperdicio, acababa diciendo que estas criaturas, conocidas como las Eyai-yi, habían sido diseñadas
artificialmente por ingeniería genética, albergando en su interior un compuesto líquido que alimentaba micro-máquinas correspondientes a nuestra futura nano-tecnología y que fluían libremente por el torrente sanguíneo hacia cualquier zona dañada. Esto les permitía regenerarse tras heridas o amputaciones graves, haciéndolas a todos los efectos inmunes al envejecimiento y la muerte, así como altamente adaptables al medio más hostil y, sobre todo, muy miméticas, ya que eran capaces de reubicar cada célula de su cuerpo para tomar la apariencia de cualquier forma viva con la que tomaran contacto. No obstante, antes de atacar debían mostrar su aspecto original, a fin de poder digerir la sangre que necesitaban para extraer la abundante energía que los nano-robots requerían.
Máquinas depredadoras de características terribles, sin duda. Lo que ocurrió, según el párrafo, es que su trabajo terminó en algún momento, cuando la naturaleza ya estaba creada y dirigida, pero por un error en su programación ellas siguieron vivas y actuando durante toda la eternidad, ajenas al hecho de que ya no eran necesarias. Simplemente se limitaron a sobrevivir en las sombras, lejos de todo protagonismo, y totalmente fuera del control de sus creadores, que les habían perdido el rastro peligrosamente hacia millones y millones de años.
Cuando estos regresaron al planeta con sus naves enormes para comprobar el acierto del programa introducido pensaron que sus criaturas habían desaparecido, y no se tomaron la molestia de buscar. Así permanecieron ocultas y voraces por los tiempos de los tiempos. Al principio se alimentaron de peces y aves, después de reptiles, más tarde de dinosaurios pequeños, y finalmente de seres humanos.
Al menos uno al día.
Durante seiscientos sesenta y seis días.
Y después siete meses de sueño.
Áurea permanecía absorta ante la extraña conversación en la que estaba tomando parte, pero el apasionamiento del pintor la mantenía ensimismada. No la asustaban en modo alguno esas historias, que le resultaban tremendamente atractivas, y menos si eran contadas con la habilidad oratoria de la que hacía gala Sebastián de la Flor.
Entonces, sin apartar la mirada ni pestañear, con ojos relampagueantes y azules, el joven habló con la voz grave y pausada que con tanta habilidad la envolvía. Espontáneamente y sin dudarlo le pidió para su sorpresa, con el mayor respeto y una irreprochable educación, que le permitiese plasmar cuanta belleza tenía ante él en el que deseaba que fuese el mejor de sus cuadros. Áurea sintió que se le erizaban los pequeños vellos de la nuca, y por un instante no supo qué decir. Más que el susurro de una petición formulada con indiscutible encanto, lo que la mujer sintió fue la tremenda fuerza emotiva y viril de aquel extraño hombre, y sin poder evitarlo le llegó el inesperado y placentero morbo cálido que precede al éxtasis del orgasmo, lo cual disimuló con extremo cuidado mientras contenía su propia sorpresa y un inconveniente sonrojo.
Casi se le cayó la copa que sostenía en la mano.
Fascinada ante semejante despliegue de apabullante encanto, tardó en reaccionar, pero le fue imposible mantenerse impávida al paso de aquel tren de mercancías que todo lo arrollaba, y con un atrevimiento singular le soltó un nítido y seguro “sí, como no”, sorprendida de que su boca tomase el control de la situación antes de consultar íntimamente con su ego cuanto debía decir.
En ese instante tuvo un flash, un latigazo irreverente que no duró ni una fracción de segundo, pero que le quedó muy marcado y claro. Mientras miraba a los ojos llameantes de aquel joven, se dio cuenta de que, de algún modo, ya había visto ese fuego con anterioridad en ese día, y sin saber por qué sintió un escalofrío que recorrió su cuerpo, hasta el punto de que le costó trabajo disimularlo. Aquella mirada tremenda tenía todo el encanto de las grutas profundas y las cavernas que ahora adivinaba más allá de la recién descubierta puerta del sótano, y eso no parecía encajar para nada en el momento. Además, le resultó preocupantemente curioso haber olvidado tan pronto su descubrimiento y rememorarlo de este modo.
Cuando se recuperó de tanta sensación impactante, se percató de lo anómalo de cuanto estaba llegando a sus sentidos en aquella velada. Desde la ruptura con Marcos, su último romance, no se había interesado por ningún hombre, y desde luego no contemplaba para nada acercarse a alguien que pudiese ser mínimamente problemático, como sin duda era el atrevido pintor. Pero no podía evitar darse cuenta de que su interior se había conmovido ante aquella fuerza sincera que se desprendía del artista, y es que había algo en él que la atraía de un modo muy especial.
Mientras ella estaba en esos pensamientos que fluyeron con la velocidad del rayo, el joven se retiró alegando que tenía cierta obra que debía terminar, y sin preguntar besó su mejilla con un gesto rápido y marcadamente poderoso, no carente de sensualidad. Fue como el zarpazo de una fiera el sutil roce con aquella piel. Cuando Áurea se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo, el chico ya estaba caminando hacia la salida de la casa en compañía de Alfredo, que le abrió la puerta con decoro y una mal disimulada sonrisa que transmitió a su jefa cuando las miradas se cruzaron. Ella se quedó con la mente perdida un rato hasta que alguien la interrumpió, permitiéndole reintegrarse a los momentos finales de la tertulia tras la cena.
Una hora después, sobre la medianoche, cuando el matrimonio García-Riojano, los últimos invitados, se fueron, se sentó a debatir con su padre, que se manifestaba muy contento con el resultado del acto. Había debatido a sus anchas y promocionado sobremanera la nueva galería de arte, por lo cual sentía realizado su más íntimo deseo de lo que del elegante momento esperaba. Se contaron cosas y anécdotas, y rieron ambos mientras el hombre fumaba un grueso habano y ella bebía un martini bianco con dos terrones de hielo, algo deshechos ya.
Hábilmente, Áurea fue repasando cada invitado de la cena hasta llegar al díscolo pintor, y con sumo cuidado, como quien no quiere la cosa, interrogó a su padre. Éste le dijo que Sebastián era descendiente de un antiguo linaje norteño, pero que su vida bohemia le mantenía apartado de la familia, demasiado recta como para soportar sus abundantes excesos pese al éxito obtenido.
Para su corta edad, el tremendo arte que albergaban sus manos cuando empuñaban pincel y paleta lo habían llevado a cotizarse como uno de los talentos más singulares del momento, consiguiendo exponer en galerías de toda Europa. Las obras que su padre había conseguido ver eran descritas como coloristas y temperamentales, llenas de fuerza y un toque hipnótico de fantasía que resultaba novedoso e inconfundible dentro del encuadre sutilmente daliniano que lo albergaba.
Le había sorprendido sobre todo un cuadro llamado “la chica dorada”, en el que un paisaje con un extraño mar de oro en el horizonte, pintado a modo de semi-relieve, permitía centrar la mirada en una pequeña figura femenina que ocupaba el plano central. Le había impresionado mucho la forma de plasmar el agua en la orilla, justo por debajo de aquella enigmática mujer de largo cabello negro que paseaba mojando sus pies. El resultado era cautivador y muy novedoso.
Don Álvaro había conocido al artista mientras negociaba la adquisición de la galería de arte granadina, y desde el primer momento el joven había mostrado un respeto y sentido de la sensibilidad que le había encantado, por lo que se había ganado su confianza hasta el punto de ser invitado a una fiesta tan privada como la que acababa de finalizar.
Todo parecía marcadamente correcto y muy interesante, pero cuando Áurea le dijo que le había hecho la proposición de retratarla, el hasta entonces amable rostro de su padre se ensombreció de manera perceptible, cosa que no pasó desapercibida a la curiosidad de la hija. Se dio la vuelta para ponerse otra copa, y cambió de conversación con poco disimulado disgusto. Evidentemente algo había que su padre no le había dicho, pero no consideró conveniente profundizar más en ese instante en lo que quiera que fuese. Ya habría tiempo, pensó.
Lo que pasaba por la mente de Álvaro De Gracia era la preocupación que sentía repentinamente, sabedor de la fama de mujeriego que precedía al apuesto pintor. Quería mucho a su hija, y solo el profundo respeto que a su madurez e inteligencia tenía le privaba de sugerirle que no se acercara en exceso a Sebastián de la Flor. Tenía un mal presentimiento, y, al menos en aquel momento, lamentaba haber propiciado su aparición por Casa Montaña.
Aquella noche Áurea tuvo una mala pesadilla. Estaba en un lugar tétrico, muy húmedo y frío. No sabía dónde, pero desde luego parecía un sitio profundo bajo el suelo, donde rezumaban gotas de agua que se estrellaban con múltiples ecos y reverberaciones que engrandecían lo siniestro del conjunto.
Ella estaba desnuda y tirada en el hediondo cieno que anegaba el suelo, totalmente sucia y mojada, en tanto que un hombre desconocido encapuchado y muy alto la obligaba entre risas a hacer inimaginables actos obscenos a un niño encadenado que lloraba inconsolable. Ella no podía resistirse, porque su voluntad había sido doblegada a base de hambre y golpes que debilitaron su cuerpo y resistencia. Mientras, una misteriosa silueta permanecía en las sombras mirando la escena en total silencio. Solo emergía de ella la luz de dos profundos ojos verdes desde aquella sensual forma del color de la brea y el ébano, que brillaban con una insólita ferocidad plena de lascivo sexo prohibido y ansia de carne. Era una mujer.
Fue tan aterrador que se despertó sobresaltada y sudorosa, pero lo último que recordaba del sueño era que algo informe y decrépito, con tufo a tumbas y excrementos, se abalanzó de repente con la agilidad de un gran depredador sobre la indefensa criatura encadenada mientras ella se apartaba y gritaba al borde de la locura.
Entonces todo se llenó de un denso olor a sangre caliente, y fue tan real que despertó con él muy incrustado en las fosas nasales, ahogando un grito de espanto que se convirtió en un estertor profundo. El corazón parecía querer salirse del pecho.
Cuando pudo calmarse pensó que el largo relato de Sebastián de la Flor sobre las creencias de su tío misionero le había impactado en exceso, y con eso recuperó el hilo de la lógica. Esa noche hacía calor, y le costó volver a dormirse.
Al día siguiente, un impecable deportivo negro Aston Martin aparcó con brusquedad frente a la puerta principal de Casa Montaña, y de él bajó un apuesto y activo Sebastián, que fue inmediatamente atendido por Alfredo, siempre diligente. Áurea, muy cansada tras la noche algo agitada y sorprendida por la inesperada visita, miraba por el cristal de su ventana en el piso superior, mientras los dos hombres descargaban un buen número de cosas del maletero del coche, que debían ser, dedujo, los útiles necesarios para pintar. Estaba sorprendidísima.
Bajó, no sin antes asegurarse de estar correctamente arreglada, y se encontró con el joven en el mismo salón donde la noche anterior se había desarrollado la cena.
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Buenos días, Sebastián. No pierde usted el tiempo. No recuerdo que me anunciara su visita – le espetó con cierta agresividad.
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Buenos días, Áurea. Creo recordar que fue usted misma quien me dijo que podíamos empezar hoy. En cuanto a perder mi tiempo, nunca lo hago, señorita. Tengo en gran estima mi vida, créame. ¿Tiene usted inconveniente en que empecemos? Porque si es así podemos dejarlo para otro día – Había sonado suave y educado, cada palabra estudiada y penetrante, capaz de socavar la mayor resistencia. La mujer no pudo evitar bajar algo la guardia.
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¿He de suponer que eso que ha descargado de su coche es….
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Sí. Supone bien – El hombre dio un par de pasos y se plantó justo delante de la mujer, mirándola fijamente a los ojos de un modo que Áurea sintió muy
profundamente - Permítame, por favor, llevarme un trozo de su belleza plasmado en mi modesto lienzo. No tardaré demasiado, y así el mundo tendrá constancia de la infinita luz que mis ojos hallan en usted. – La resistencia se desmoronó como un castillo de naipes, estableciendo claramente los nombres de ganadores y perdedores. Le fascinaba aquel hombre. -
Bueno… No sé que decir… Es muy atrevido y seguro de sí mismo, Sebastián. Sin duda sabe usted como convencer a una mujer.
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Usted no es para mi una mujer corriente, Áurea. – Dijo con una voz que se tornaba apasionada por momentos - Lo que yo veo en usted, lo que me trae aquí, es algo que sé que irá surgiendo en mi cuadro a medida que se va desarrollando. Y puedo asegurarle que la sorprenderá. – Aquella afirmación había sido lanzada para resultar enigmática, y consiguió su efecto.
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Ya. Y dígame: ¿Tardará mucho en terminar su obra? – Dijo Áurea intentando contener su excitación mientras se aferraba con fuerza al pasamanos de la escalera. Comenzaba a sentir los mismos vellos de la nuca erizándose como en la noche anterior, y temió que se notase cómo la hacía sentir.
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Pues… verá. Primero debería empezar, ¿No le parece?
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Si, es cierto. Perdóneme, es que no estoy acostumbrada a sentirme halagada desde tan temprano.
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¿Temprano? Bueno, disculpe por mi atrevimiento, pero le recuerdo que son las cinco de la tarde – Ella miró su reloj. La hora dicha por Sebastián no podría ser más exacta, pero no recordaba haber dormido tanto. No quiso pensar en ello, y pidió a Alfredo que preparara algo acorde con el momento mientras buscaban el lugar ideal para el futuro retrato.
Así, tras una ligera conversación al aroma cálido de un té caliente, convinieron que el desván parecía el mejor sitio para instalar el improvisado estudio de pintura. A decir de la chica era amplio, soleado, y permanecía lo suficientemente despejado como para no resultar opresivo ni intimista. Subieron después de tomar las pastas y en él colocó el hombre su caballete sobre el que descansó un gran lienzo cuadrado de dos caras que parecía muy pesado.
Avanzó la larga tarde del 21 de Julio, y el joven pintor se debatía entre pinceles y emulsiones coloridas con una mezcla de habilidad y premura, algo casi fiero. Ella nunca había visto a un artista enfrascado en su obra, y menos actuando como modelo, por lo cual se encontraba casi como un águila desde la atalaya oteando el horizonte. Estaba muy concentrado y la miraba de un modo intensamente lleno, como si estuviese robándole pequeños trozos de realidad para soltarlos sobre el lienzo mediante un simple “cortar y pegar”, al modo de los ordenadores.
Áurea no pudo evitar recordar aquellas creencias indígenas que había visto en algún documental del National Geographic hacía tiempo. Ciertas tribus africanas y sudamericanas aún estaban convencidas de que cualquier modo en que la imagen de un ser humano fuese plasmada en otro medio, a través de una fotografía, pintura o dibujo, hacía que una parte de su alma fuese eliminada, privando al legítimo dueño de un trozo importante de sí mismo que impediría el buen tránsito, esquivando los reinos de hades al llegar al fin de sus días.
Si eso pudiese haber sido realidad alguna vez, desde luego estaba convencida de que estaba ocurriendo en aquel preciso instante en que el apuesto artista parecía arrancarle trozos de espíritu con la mirada. De nuevo sintió ese hormigueo placentero que le recorría la columna ante la evidencia de la fuerte y morbosa carga sensual del momento. Le gustaba todo cuanto acontecía desde la llegada de aquel hombre extraño.
Sin avisar, Álvaro De Gracia, al tanto de la situación por el siempre fiel Alfredo, entró en la estancia, saludando al joven cortésmente, y acercándose a su hija para darle un beso que a la chica le pareció algo más despegado de lo que en él era habitual. Conocía bien a su padre, y sabía que la escena, por algún motivo, no le gustaba y lo estaba requemando poco a poco. Tras un minuto de debate coloquial y bien avenido, el hombre se fue dejando la puerta entornada, con claras segundas intenciones. El pintor, muy reservado, no le permitió ver el lienzo, sobre el que había dejado caer un velo negro. Ya habría tiempo cuando estuviese terminado.
Sebastián de la Flor respiró hondo al ver aquella puerta entreabierta, dejó a un lado la paleta y el pincel con evidente disgusto para limpiarse la mano con un trapo, y sin preguntar nada se dirigió a ella, cerrándola sin aspavientos. Áurea no se sorprendió ante aquel descaro, y tampoco le dio importancia. Prefería algún tipo de intimidad ante aquel hombre mientras sentía cómo absorbía cada trozo de ella. Resultaba sutilmente provocativo.
Quedaron en completo silencio, y nada más se escuchaban los a veces furiosos trazos húmedamente administrados sobre el lienzo por el pincel que suponía iba reflejando su imagen sin contemplaciones. Fue muy curioso, porque mientras el hombre iba pintando, algo en su rostro se iba moviendo, provocando cambios sutiles que aumentaban su atractivo varonil. Ella no supo si eran las sombras o la luz, pero ahora, a la vez que su camisa semiabierta dejaba al aire con intención evidente parte de su vello levemente disperso por el pecho, comenzaba a sentirse verdaderamente atraída por aquel ser diferente. Acababa de entender lo que le hacía tan marcadamente sexy e irresistible, y era ese aire de inteligencia bohemia perfecta y viril que desplazaba las masas de aire a su alrededor como si se tratase de enormes olas que tras moverse por la habitación acababan batiendo contra las costas de sus
muslos cada vez mas excitados. Por un momento, en un acceso de ironía, Áurea se preguntó quién estaba retratando realmente a quién, y disimuló una sonrisa.
Pero entonces, en un momento muy determinado, pareció que en Sebastián de la Flor se operaba el efecto más oscuro al trazar sus pinceladas, y cada vez su mirada, cuando la observaba para plasmar el siguiente rasgo, era más distante y fría, hasta que, de repente, se tornó en lo que pareció un rictus agónico y aterrado, mientras en la chica crecía la sorpresa hasta cautivarla. Veía un notable aire de sufrimiento ahora en él que no esperaba ni tenía explicación alguna.
También algo en ella estaba cambiando. Se sentía distanciada, rara… etérea.
Se percató de pronto del profundo surrealismo de la situación, y su mente hiló como un libro recién abierto la secuencia de los hechos de un modo tan lúcido que nunca antes hubiese podido ni tan siquiera imaginar. Se dio cuenta de que Sebastián había llegado al atardecer, pero ella no recordaba lo que había sucedido en las muchas horas anteriores del día. Tampoco a eso, como a su hallazgo de la puerta secreta la tarde anterior, había dado la menor importancia… y forzosamente debía tenerla.
De pronto, como una tormenta que truena, su consciencia se abrió a lo olvidado mientras de algún modo parecía elevarse despegada del cuerpo y flotar por encima de la habitación. No era algo fruto de la imaginación, sino una realidad tangible que la cogió por sorpresa. Se sentía sin peso, llena de aire o formando parte de él mientras seguía pensando a gran velocidad. Lo primero que recuperó en su memoria fue la puerta oscura del sótano, esa negrura atractiva y silenciosa. Supo que esa mañana, no sabía cómo, había estado encerrada en algún lugar de más allá del límite desde muy temprano hasta casi las cuatro de la tarde, rodeada de humedad y hediondos vapores putrefactos provenientes de cienos inimaginables y perdidos.
Del mismo modo como flotaba innegablemente sobre la estancia, al parecer invisible a los ojos del hombre, su cuerpo había quedado tendido en aquel lúgubre antro, mientras la esencia de lo que realmente era Áurea De Gracia era movida con fuerza a ocupar un lugar doloroso dentro de algo que se agazapaba esperándola detrás de los muros rezumantes, deseando ocupar su espacio físico en el mundo. A partir de ahí fue como prestar su existencia a un tercero.
Ahora comprendía el motivo para el terror notado en aquel artista. Fuera lo que fuese lo que había estado ante los ojos de Sebastián de la Flor, no era ella, de eso ya estaba segura, y había acabado mostrándose en su integridad ante los trazos perfectos de aquel genio del pincel que estaba atrapando algo que residía mucho más allá de la vista.
Le vino a la mente su terrible sueño nocturno, y un escalofrío la recorrió. Tenía la seguridad repentina de que realmente no había sido una visión de su mente dormida, sino algo terrible sucedido en las profundidades, un holocausto prohibido, lascivo y sangriento. Una aberración.
Resulta verdad que en cada metro de suelo que pisamos pervive el recuerdo de una muerte ¿O no? Pero lo que ella recordaba ahora, mientras aquel artista extraño y visionario retrataba lo que había creído que era Áurea De Gracia, no era una tumba ni un lugar a ello dedicado, sino cosas mucho peores.
Recordaba haber vagado durante mucho rato a través de toscas galerías terrosas que conocía como si las hubiese excavado con sus manos. Cada rincón, cada esquina, le resultaba misteriosamente familiar. Le venían a la memoria además ruidos, casi voces… Como los gritos de un cisma en la distancia más cercana y terrible, rebotados por incontables ecos, audio reflejo de ángulos imposibles.
Y mientras ella recordaba, aquel hombre pintaba y pintaba encumbrado en la locura, demente y maquinal, incapaz de detenerse a pesar de la contemplación de lo que podría ser el mismo infierno. Ahora su pincel temblaba, y la mirada, cuando se clavaba en la mujer que ocupaba la silla, era sumisa, apabullada como la de la gacela que teme al león con hambre, contrastando con la lacerante seguridad que había exultado solo diez minutos antes en los que había hecho gala de la mayor hombría.
¡Sí, era eso!
El hombre tenía miedo, y ese miedo estaba quedando impreso, sin duda, en su obra, pero Áurea, pegada al techo de la habitación en su volatilidad, no sentía ya curiosidad alguna por verla, porque lo que la cautivaba era cuanto estaba llegando a su cerebro como el torrente de barro que baja de las montañas para sepultar todo lo que antes había sido el mundo normal.
Recordaba haber llegado a un lugar frío tras su marcha por los pasadizos descendentes, una especie de sala lúgubre, sólo alumbrada por un fulgor verdoso y antiguo que provenía de todas partes y que conservaba las reminiscencias de las obras excavadas por lo enanos antes de que el hombre conquistara el mundo y diera comienzo a su edad.
Hubo un tiempo en que enormes galerías luminosas corrieron por todo el subsuelo de continentes y océanos, comunicando entre sí reinos sumergido a mucha distancia de la superficie, y totalmente autosuficientes sin necesidad de contacto con el exterior. Veloces máquinas se desplazaban por ellos en los tiempos antiguos a modo de tuneladoras que vitrificaban las grandes galerías de gusano tras de sí, y filas interminables de raudos obreros minúsculos se colgaban de los precipicios del mundo interior dispuestos a continuar con el trazado del tendido, como si fuesen las mismísimas
legiones de César. Esas obras inmensas de ingeniería fueron inspiradas por planos bien trazados en las mesas de los divinos antiguos, y ejecutadas mediante la mano de obra de aquellos con quienes se había encontrado Tolkien en una fría mañana de invierno junto a su casa, dando lugar en su fértil imaginación al reflejo, una parte mínima, de lo que en verdad fue el lejano pasado.
Eran muchas las razas que habían colonizado el planeta antes de la llegada del hombre, una legión de especies inteligentes que extrajeron recursos y desaparecieron, dejando tras de sí escasos vestigios de cuanto fue su obra, debido al estado cambiante de la corteza. Pero en el subsuelo, lejos de la poderosa erosión, las redes de túneles se conservaban en buena medida.
En ocasiones, pocas, aquellas galerías llegaban tan cerca de la superficie que a veces un deslizamiento o un pequeño seísmo contribuían a comunicarlas con el mundo exterior, y eso era exactamente lo que había ocurrido en Casa Montaña en algún momento de su largo pasado. Quizás alguien excavando para profundizar la bodega se había encontrado con este submundo inesperado y hostil, donde las leyes de los hombres carecen de todo sentido.
Áurea no podía determinar donde había estado, pero desde luego el sitio era muy profundo, pues buena parte del recorrido se había desarrollado bajando toscas rampas con paredes vitrificadas y fosforescentemente luminosas.
Allí, en medio de una sala vacía y tenebrosa en medio de subterráneos incógnitos, recordaba haber tenido tres visiones diferentes al arrullo de un viento proveniente del abismo:
Primera visión:
Estaba muy alto, en pleno vuelo, y a todo lo largo de cuanto la mirada alcanzaba se divisaba una gran llanura al sol de arenas doradas sacudidas por el viento, que creaba remolinos y bucles al pasar sobre las dunas. El juego de luces y sombras era hermoso, y la ausencia de vida total. Se trataba de un horizonte amplio y caluroso de no sabía que época, pero que algo en su interior le decía que indudablemente antiguo.
En unos minutos pasó sobre un gran río, ancho y caudaloso, y en la distancia por una zona en la que había miles de cansadas formas humanas en pesado movimiento. Alguien elaboraba una especie de plataforma ciclópea con descomunales bloques de granito que eran llevados mediante curiosos artefactos voladores oscuros guiados por hombres desde el suelo a través de una pequeña caja unida a un cable que ascendía. Como aviones teledirigidos, pero desde luego no eran nada de eso.
Una tras otra, estas máquinas se movían en una bien organizada fila aérea, cuya danza les llevaba hasta el punto álgido de la construcción, donde depositaban su carga en plataformas que se mostraban ingrávidas y que eran empujadas hasta un lugar en donde se abrían por su centro. Al dejar caer su carga, la piedra que llevaban era finalmente depositada en su destino por multitud de hombres, y asegurada con una argamasa.
Muy alto, en la perpendicular del sitio, una gigantesca nave cilíndrica, no podía ser otra cosa, se mostraba estática y refulgente al brillo solar. Desde ella se ejercía el control de cuanto estaba sucediendo, y Áurea supo que dotaba de energía a toda la maquinaria utilizada por medio de lazos invisibles. Su presencia era motivo de un sutil y permanente miedo en los obreros, que no se atrevían ni tan siquiera a mirarla directamente, y con frecuencia desprendía cargas electrostáticas que formaban rayos y formidables truenos.
La forma del inmenso edificio de base cuadrada que construían era de pirámide truncada, pero eso era circunstancial porque aun estaba a medio terminar. Al mirar detenidamente supo sin duda alguna que se trataba de la mayor de las grandes construcciones de Gizeh, la que se llamó más tarde la Gran Pirámide de Keops. Desconocía el origen de tanto saber, pero para ella sencillamente era así.
Montones de hombres participaban en la obra, y muchos murieron para levantarla. Tantos que nadie se fijó en aquellos que, sencillamente, desaparecían para acabar formando parte de la rudimentaria estadística de bajas sin que nadie investigase lo más mínimo, en un tiempo donde la vida se cotizaba poco. Un día estaban, y al siguiente ya nadie sabía nada de ellos, nadie. Era como si se los tragase la arena, y así, entre la aquiescencia de los guardianes, un cúmulo de tenebrosos designios pareció extenderse sobre el campamento durante los años que duraron las operaciones.
En la zona donde las mujeres y los niños se dedicaban a los trabajos de apoyo a los obreros, dos ojos muy negros e inexpresivos, carentes de pupila, calculaban la escena en silencio mientras sus manos maleaban la piedra de granito en estado líquido, antes de fraguarla en su forma final dentro de los contenedores de madera preparados al efecto. La gente rehuía acercarse a la mujer que poseía estos ojos por el miedo profundo que les inspiraba aquella mirada carente de sentimientos, pero era buena trabajadora, incansable, y muy valiosa para la obra.
Entonces, la visión que Áurea sentía cambió rielando y avanzó en el tiempo, porque al disiparse la bruma pudo ver la colosal obra ya terminada. Había pasado mucho tiempo. Ahora la pirámide inmensa era digna del mejor horizonte, un espectáculo despampanante. Allí, en medio de ninguna parte, se alzaba majestuosa la forma pulida perfecta, anaranjada y brillante al sol, de la mayor estructura de la tierra. Sus caras estaban tan lisas que parecían espejos donde se reflejaba el cielo, y
muchos de los hombres que la habían visto se referían ya a ella como “la luz”, apodo que se perdió con el paso del tiempo, pero que definía muy bien lo que aquello parecía desde la distancia. Un texto corto escrito en algún idioma desconocido recorría sus cuatro lados en una gruesa línea que no sabía traducir, y muy por encima, a kilómetros de distancia, seguía aun aquella nave eterna con forma de gran cilindro destellante.
Había un gran cortejo dotado de las más fastuosas galas alrededor del monumento, porque ese era un día sin duda muy especial. Por una de las rampas de acceso, un grupo de hombres sin pelo y ricamente ataviados llevaba a hombros un gran cofre dorado mediante varas negras de madera de acacia que estaban incrustadas en sus laterales a través de cuatro argollas gruesas. El artefacto parecía ricamente adornado y todos le hacían reverencias.
Guiados por algunos de los seres de gran estatura que idearon el conjunto, los porteadores y el séquito entraron cuidadosamente a la pirámide en procesión por pasadizos internos de todos los tamaños y ubicaron su carga con gran ceremonia dentro del enorme sarcófago de granito rojo que había sido ubicado en una hermética sala principal que después fue conocida como “cámara del rey”, muy profunda en el corazón del monumento.
Nada más reposar en él, el cofre comenzó a emitir destellos e inundó la estancia con una luz pálida y espectral que hizo que todos retrocedieran con respeto ante el efluvio de su poder amenazante. Un chisporroteo eléctrico intenso se desprendía de la parte superior del objeto, acompañado de un zumbido de baja frecuencia y ruidos efervescentes ante los que el nerviosismo se hizo patente.
Solo alguien permaneció imperturbable mientras esto sucedía. Junto al sarcófago, con una máscara dorada cubriéndole el rostro, había una figura de gran estatura que parecía dirigir las
operaciones con enérgicos ademanes obedecidos por todos. Era el arquitecto divino, creador de los planos en piel de gacela que numerosos ayudantes habían estirado miles veces sobre el suelo de la zona de obras resistiendo al viento de las arenas. Su trabajo había sido perfecto, inexpugnable y estanco para asegurar el descanso de aquel cofre de oro con querubines alados en la tapa, porque en el residía el más grande de los poderes que aquellos seres gigantescos habían donado a la humanidad.
Miles de años después, cuando el reino de los humanos de la arena estaba en todo su esplendor, un hombre barbado de gran carácter, convertido en liberador de su pueblo de la opresión de los poderes de la época, extrajo subrepticiamente el peligroso objeto con sumo cuidado en compañía de un grupo de guerreros juramentados llevándoselo, junto con muchos miles de personas que nada de esto sabían, hasta las inmediaciones del golfo de Aqba, a lo que parecía ser un camino sin salida, una encerrona en la que las tropas del gobernante de turno, montadas en ricos carros con corceles de belleza sin igual, podían realizar una carnicería digna del mayor banquete de la madre muerte. Pero eso no debía pasar, porque la marcha se había realizado con consentimiento de las autoridades.
Al principio, los liberados siguieron las rutas de las caravanas que iban a Arabia atravesando los desiertos de la península del Sinaí, pero antes de llegar a la amenazante Elham, en el extremo norte del golfo, viraron estratégicamente hacia el sur, entrando en el largo valle de Wadi Watir. Nada más salir del angosto paso y llegar a las playas de Nuweiba, la muchedumbre se dirigió a su extremo sur, alejándose de la zona donde había un contingente enemigo de vigilancia fronteriza situado en la cercanísima fortaleza de Pi-Hahiroth. Estaban en una ratonera y no había más camino a donde ir.
Durante toda la larga marcha, la misma enorme nave cilíndrica había viajado sobre la multitud, proporcionando alimentos y agua mientras descargas brutales de electricidad estática la hacían resplandecer en las alturas. Al ruido de los truenos desatados, los aterrados hombres se postraban ante
el magnificente espectáculo de lo que pensaban que era la presencia divina, y seguían los designios de su “iluminado” líder sin hacer preguntas. En ocasiones, los rayos liberados llenaban el cielo con estampidos que resonaban entre las montañas como mastodónticos avatares del fin, transmitiendo la vibración al rocoso suelo y asustando a hombres y animales, que caminaban cabizbajos siguiendo los designios decididos de aquel hombre de la barba, iluminado por las palabras de los de arriba. Todos los que a él se habían opuesto desde su salida habían sido fulminados desde los cielos.
Entre la multitud que caminaba tras el hombre barbado había una mujer solitaria de negros ojos carentes de pupila, que caminaba ondulando su cuerpo de una manera curiosa, sensualmente grácil. Su cabello era largo y liso, oscuro como el cielo nocturno sin estrellas, y nunca se la veía en compañía de alguien ni hablando con nadie. Todos la tenían por una mujer extraña y ese prejuicio causaba mucho malestar a quienes se acercaban a ella, pero los mandatos del hombre barbado no daban lugar a dudas, y a regañadientes fue admitida en la marcha como una más. A fin de cuentas no había una sola prueba o tan siquiera sospecha razonable para repudiarla.
En aquellos días, todas las noches moría gente de modo misterioso en las inmediaciones del campamento, pero las condiciones del viaje eran propicias para que se produjesen todo tipo de males, y eso sirvió para ver como algo normal lo que iba sucediendo. Los escasos cadáveres que se habían hallado aparecían rígidos, desangrados, casi convertidos en piedra, pero aquellos hombres rudos pensaron que se trataba de algún tipo de enfermedad, y se limitaron a cuidar sus hábitos de vida y a encomendarse a la deidad que desde arriba los vigilaba con ojos diferentes.
Pero a cientos de kilómetros de distancia, en la tierra de origen de aquel nutrido grupo de antiguos esclavos, el gobernante que a duras penas autorizó su partida fue informado de que el cofre dorado para el que se había erigido la pirámide había sido sustraído de su interior por el hombre
barbado, y montó en cólera al verse engañado y ridiculizado ante su pueblo con esa impunidad. Se llenó de ira, y convocó a todos los generales para que preparasen la partida de sus fuerzas de élite a la captura de aquel grupo de hombres desarmados y recuperar la joya divina a cualquier precio. No habría concesiones ni piedad para los sacrílegos, que debían ser pasados todos a cuchillo por su ejército de carros. Todos excepto el hombre barbado. A ese se lo reservaba para él en persona, porque llevaba su misma sangre y había muchas cuentas que saldar entre ambos. Era su hermano.
En unos días, los espléndidos ejércitos del rey expoliado, a bordo de los carros de batalla tirados por hermosos pares de caballos bien seleccionados por su energía y colorido, cortó el paso a la masa en las playas de Nuweiba, a orillas del golfo de Aqba, donde una extensión de quince kilómetros de agua evitaban cualquier intento de huida. A su espalda solo quedaban las montañas y el angosto paso por donde habían llegado a aquellas arenas, que ahora estaba cortado por los soldados. La situación era desesperada sin duda, aunque el hombre barbado se mostraba tranquilo.
A punto para el ataque, que indudablemente debía acabar en una masacre, el jefe de los ejércitos mandó un último emisario a media tarde al hombre barbado solicitando la entrega del cofre, pero éste, para su sorpresa, no lo atendió y negó su posesión ante el sorprendido pueblo, que lo apoyó entre voces discrepantes que fueron silenciadas.
Al atardecer de ese día, mientras una tensa espera había derivado en un silencio sepulcral, el viento se levantó, junto con un incesante rugido que provenía de algún lugar sobre las densas nubes negras de aquel crepúsculo. De repente, tras una agitación en aumento en la superficie marina, las aguas del golfo se abrieron poco a poco ante los ojos de los hombres con un bramido que hizo retumbar el suelo desértico. Como el efecto de un cuchillo inimaginable, un gran corte se produjo con lentitud en la superficie convulsa, y penetró hasta el mismo fondo, dejando a cada lado una negra
pared de temible agua que amenazaba con engullir a quien se atreviese a pasar por el estrecho paso de no más de cincuenta metros de anchura, y que ahora estaba tan seco como el piso de la orilla.
El hombre barbado convocó sin dudarlo a las multitudes para entrar a toda prisa en el cañón recién abierto. La señal era clara, y no había más opción que aceptar lo ofertado por los designios divinos. Así, en menos de una hora, los miles de sitiados entraron en tropel por el gran corredor imposible, despejando precipitadamente con sus manos el camino para los pocos carros que los acompañaban, y cubriendo la distancia en setenta y cinco minutos.
En uno de aquellos carros, el más custodiado, viajaba, sin que solo unos pocos lo supieran, el motivo de su incansable persecución. El objeto ahora destellaba a pesar de estar bien cubierto por tablas engarzadas de madera que le daban camuflaje, y desprendía un chisporreteo que no podía ser disimulado pese a que se le seguían sumando capas de telas para apaciguarlo.
Mientras, los ejércitos perseguidores deliberaban, sobrecogidos por la presencia y el rugido de la nave en las alturas del golfo y por el insólito espectáculo de ver abierto el fondo marino para librar a sus enemigos de ser aniquilados. Tardaron setenta y cinco minutos en reunir valor para lanzarse al ataque, pero así lo hicieron sin tener en cuenta que los perseguidos ya habían cruzado y estaban fuera de peligro.
A golpe de látigo sobre sus hermosos caballos se tiraron hacia el paso a tumba abierta.
Cuando sus máquinas de guerra ricamente enjaezadas estaban a medio camino y a toda velocidad dentro del sendero rodeado de muros de agua, el rugido desde el cielo cesó bruscamente, y un repentino estruendo sonó parecido a una trompeta gigantesca en un tono gravísimo que hizo temblar los estómagos de todos. El viento cesó, y las montañas de agua se desplomaron sin más, cerrando el cielo.
El piso tembló cuando aquella ciclópea masa líquida ocupó en pocos segundos el espacio natural que la gravedad reservaba para ella, entrando ambos frentes en colisión y provocando remolinos y brazos de espuma que se elevaron cientos de metros en segundos arañando los pilares del cielo. En unos instantes, el magnífico y bien equipado ejército agresor quedó reducido a la nada ante las miradas de los débiles perseguidos, que cayeron postrados ante lo que consideraron un milagro fuera de toda medida. Carros, hombres y caballos quedaron aplastados por las masas de agua, y fueron muy pocos los afortunados que salvaron la vida y llegaron a las playas de Nuweiba, donde hacía poco mas de hora y media había estado apostado el campamento de los perseguidos.
La mujer morena, desde la cima de una colina en Baal-Zephom, al otro lado, observaba la escena en total calma tras ocultar el cadáver de su última presa tras las rocas. Sus largas y poderosas uñas estaban manchadas de algo rojizo que le conferían un aspecto feo e intrínsecamente maligno. Ahora sus ojos eran de un verde intenso y luminoso, brillantes en su sobrecarga de ira. A ella no le afectaba nada lo que había ocurrido, y solo le importaba que ya no tendría hambre durante el resto de la jornada.
Segunda visión:
El tiempo donde se desarrollaba esta escena se hallaba en un pasado aún más lejano, en el que grandes bestias se movían por la tierra sin control. El cielo era muy oscuro, y la luz apenas llegaba a la superficie, cuajada, además de por desechos orgánicos, por capas y capas de ceniza volcánica, producto de la violenta vida interior del planeta. La atmósfera estaba muy saturada de gases y vapor de agua, por lo que la humedad era notable, y no había propiamente noche, dado que la luz difusa se repartía de manera uniforme por todo el globo debido a fenómenos de refracción ya extintos. Esto propiciaba la presencia de enormes masas selváticas que saturaban el aire de oxígeno, lo cual incidía en el tamaño desorbitado de la mayoría de las especies animales y vegetales.
La zona donde flotaba ahora era una jungla infranqueable, solo surcada por las vías migratorias abiertas por criaturas que desgajaban los árboles en su mastodóntico deambular sin tan siquiera inmutarse por ello. Se escuchaba un bullir de vida en derredor, y nada parecía poder alterar aquella exótica y fiera paz que imponía un gran respeto y elevaba sobrevivir a la categoría de arte.
De pronto, de manera casi dolorosa, todos los animales y sonidos del bosque callaron al unísono. Fue algo repentino y muy impactante, porque en muchos casos eran ruidos que provenían de grandes distancias, y se fueron apagando hasta oírse el eco del silencio reflejado en los árboles. En cierto modo era como si se presintiese el advenimiento de algo que estuviese a punto de acontecer, y así fue lo que se desató.
Un fragor inmenso lo llenó todo, un rugido como mil truenos, y desde el cielo un torrente de llamas se expandió mientras algo grande iniciaba lo que era su aproximación final a tierra, rodeada de una pirogenia a gran escala, cuyo resplandor amenazaba con disolver los colores predominantemente verdes de la jungla hasta el blanco brillante. La cortina densísima de nubes se volatilizó ante la violenta penetración de aquel falo candente que violaba la regularidad inmaculada del medio, y las
ondas expansivas arrollaron las altas copas de los árboles, que ahora se doblegaban como juncos en direcciones concéntricas a la llegada de las violentas alteraciones.
Era como si todo, lo animado y lo inanimado, mostrasen un incontrolable miedo.
Fueron unos minutos de fuego intenso, en los que los bosques, finalmente, fueron incendiados en medio de tormentas de llamas cargadas de remolinos y aparato eléctrico, que precedían a un viento que en ocasiones elevó las cenizas con ramas y troncos hasta alturas considerables.
Pero no era un bólido ni nada parecido, no. Descendía, pero de lo hacía de un modo calculado, técnico, lleno de control. Aquello estaba dirigido por una inteligencia notable.
Cuando, fuera lo que fuese, se posó con una suavidad inesperada y los torrentes de fuego cesaron su huracanado crepitar, toda la superficie en un kilómetro a la redonda yacía quemada en un suelo en estado semi-fundente. Era pavoroso contemplar las columnas de gases elevándose, sin dejar ver nada dentro del epicentro del increíble acontecer.
Al disiparse en parte, Áurea vio que el intruso causante de toda aquella vorágine era un cuerpo metálico cónico de grandes proporciones, provisto de un trío de robustas patas con taladros que aseguraron la estructura al suelo creando agujeros profundos a modo de anclas. Aun se mostraba al rojo vivo, pero eso no parecía dañarlo. Todo estaba ahora pelado y chamuscado a sus pies. Más tarde, cuando comenzó el enfriamiento, los incendios en la distancia se reflejaron en el casco de la nave, dándole una tonalidad anaranjada bajo aquel cielo ceniciento y agredido, aún convulso y cargado de un agua que comenzó a diluviar en busca del equilibrio perdido, relajando la tensión infringida a la
naturaleza y apagando las distantes llamas poco a poco entre los escozores de las gotas convertidas instantáneamente en vapor.
Esa fue la primera vez que el cielo lloró sobre la superficie del planeta, cuya estabilidad atmosférica había resultado perenne hasta entonces.
Un día después, cuando la temperatura del suelo bajó considerablemente, dos figuras de aspecto humanoide y gran estatura descendieron por una especie de rampa iluminada, internándose en el bosque lejano, donde los árboles chorreaban aún y el barro negruzco llegábales a las rodillas. Durante los días siguientes estuvieron analizando plantas, diseccionando animales e investigando la atmósfera y el agua, acompañados de muchos otros equipados con utensilios y contenedores de muestras.
Pero entre unos matorrales había algo que se movía acechándolos, y no era ninguna alimaña propia de la fauna del momento. Sus ojos eran negros y de enorme profundidad, pero mientras en ellos crecía el impulso de cazar para alimentarse pasaban a un verde radiante. Dos manos hermosas y bien definidas de imposible ser humano, con uñas ennegrecidas que crecían hasta convertirse en puñales asesinos, apartaban las ramas para que la mirada observase todo, sin perder detalle de aquellos visitantes. Tenía alimento de sobra, pero su instinto se desbordaba con facilidad.
Terminada su investigación después de un corto periodo, la nave partió con estrépito al espacio, pero cuando lo hizo faltaban varios de sus tripulantes sin que nadie supiese lo ocurrido con ellos. Al tratarse de un entorno hostil, se dio por sentado que habían caído en las garras de grandes bestias, cosa desagradable pero posible entre los expedicionarios del espacio profundo, y se llevaron al mundo de
origen sus estudios bien detallados en los que se recomendaba la colonización del pequeño planeta debido a sus excelentes condiciones para la vida.
Basados en esos informes, cinco mil años más tarde un grupo de naves de desembarco llegó a la misma zona, en la actual Camboya, donde asentaron un gran campamento con estrictos niveles de seguridad. Era una operación de gran importancia, destinada a extraer recursos del subsuelo.
En poco tiempo dispusieron de la máquina de movimiento de tierras ya ensamblada y operativa, por lo que procedieron a ir dando forma a la misión que los había traído a este planeta lúgubre, y que era vital para el futuro de sus intereses como civilización.
Necesitaban muchísima agua para sus procesos, por lo que la construcción de una infraestructura se tornaba necesaria. En un lugar donde no llovía y la humedad era galopante, el medio para obtenerla en grandes cantidades era traerla desde los sitios donde ésta permaneciese concentrada por condensación, por lo que comenzaron un vasto plan para este fin.
Con brillante tecnología y gran cantidad de medios, excavaron dos enormes estanques de siete kilómetros de longitud y dos de anchura, por ciento cincuenta metros de profundidad, y los conectaron a una red de canales que traían el líquido del lejanísimo norte, en ocasiones desde lugares a más de cuatro mil kilómetros de distancia. Todo fue desarrollado de acuerdo con planes metódicos, efectuados mediante cartografía elaborada desde la órbita, y en la que unos pequeños puntos amarillos, a profundidades desiguales, marcaban los objetivos a cubrir.
Aquellos estanques megalómanos fueron muchísimo más tarde la base alrededor de la cual se asentaron los templos de Angkor cuando llegaron los gobernantes de Khmer, a quienes
vergonzosamente se atribuyeron sin tener en cuenta la realidad de que nunca el hombre de ese siglo pudo llegar a hacer realidad semejante proyecto. Las canalizaciones, en cambio, fueron en gran parte borradas por el impulso vital del planeta, en constante re-formación, pero muchas de ellas dieron lugar a cauces de ríos que llegan hasta hoy, y a los entramados enterrados cerca de los Urales, solo recientemente descubiertos mediante mapas escritos en piedra que han llegado a nuestros días, como el de Dashka.
La gran cantidad de agua obtenida por estas obras fue usada para lavar metales preciosos y para refrigerar inmensos reactores de fisión, mientras tuneladoras y perforadoras horadaban el subsuelo en busca de ricos filones de bronce, plata y oro. Cuando los metales eran extraídos, vehículos de trasporte aéreo los llevaban hasta las plantas de purificación, donde eran separados de la roca por procedimientos hidráulicos y fundidos en pequeños cubos que eran almacenados hasta su envío al crucero de carga, que se encargaba de llevarlos al destino final, a mucha más distancia de la que podamos imaginar.
Fueron muchos los seres de aquella raza minera que desaparecieron en las llanuras de la zona, siempre bajo la excusa de que era un riesgo habitual que trabajos tan peligrosos acabasen en accidentes, pero lo extraño es que nunca se halló un solo cuerpo, siendo las medidas de seguridad extremas. En ocasiones, la maquinaria que usaban estaba aun en funcionamiento cuando los cuerpos de seguridad llegaban, pero jamás encontraron ni una sola pista, ni una huella que indicara lo que estaba ocurriendo.
Eso fue así durante muchos siglos.
Tercera visión:
Estas imágenes eran aún más remotas, del planeta cuando la vida aún no hollaba tierra firme excepto en su variante formada por las grandes aves, surgidas antes de los seres terrestres, en contra de lo esperado. Las especies animales eran predominantemente marinas, un mundo diabólico en las profundidades lleno por seres de aspecto que no podemos imaginar entregados al arte de la supervivencia y la depredación. Nada había en las orillas excepto algunos penachos de algas bajo un cielo permanentemente nublado y saturado de metano, gases que conferían una apariencia rojiza a todo.
Mucho más arriba de esas nubes, a extraordinaria altura y con un murmullo característico, un océano flotante de cuatro kilómetros de grosor, que un día se desplomó para no llegar a nosotros, filtraba toda la radiación ultravioleta. De composición anular debido a las diferentes densidades y velocidades de rotación, sus gotas permanecían separadas unos milímetros, viajando lateralmente a extraordinaria velocidad en masas uniformes suspendidas, a medio camino entre la atracción gravitatoria y la fuerza centrífuga. Los reflejos del sol al atravesar aquel agua producían algunos de los más bellos juegos de colores que pintaron la superficie de la Tierra.
El cielo bajo aquel líquido anillo era surcado por grandiosos pájaros depredadores que cazaban en las aguas del mar de superficie y anidaban en lugares extraños entre las rocas, mostrando el misterioso hecho de que la naturaleza había dado cabida antes a la magnificencia de su vuelo que a lo burdo de arrastrarse sobre cuatro patas con el pecho en el suelo, como hicieron después los reptiles.
Muchas de esas aves habían surgido en el sorprendente submundo del océano superior, en el que los peces primigenios habían adquirido alas a medida que evolucionaban debido a sus necesidades de adaptación. Ese hábitat había sido el primero en formarse, asumiendo los caracteres genéticos de
otros sistemas biológicos que viajaban a bordo de los enormes cometas de hielo que bombardearon la Tierra hace cuatro mil ochocientos millones de años. Cuando el agua se condensó en las alturas a gran velocidad a consecuencia de los impactos, albergó las formas macrobióticas lanzadas al espacio por cataclismos de otros mundos lejanos.
Panspermia era la palabra.
Así, de ese modo curioso e inesperado, las aves volaron antes que casi nada en los océanos superficiales alcanzase a adquirir complejidad, y algún día se descolgaron de entre las aguas de arriba para ocupar el tramo existente hasta las aguas de abajo, lleno de nubes y gases extraños. Solo las grandes aberturas en los polos evitaban que el efecto invernadero entrara en un ciclo autoalimentado que disparase las temperaturas, y el extraño ecosistema avanzaba sin obstáculo.
Resultaba increíble ver esas masas enormes de carne alada elevarse con la suavidad más sublime, gracias a la altísima densidad de la atmósfera, que casi podía cortarse a cuchillo. Sus siluetas a gran altura eran irreales y místicas, con las alas muy quietas y eficaces, un espectáculo inesperado para visitantes venidos de futuros lejanos. El lento batir de esas alas contrastaba con los graznidos agudos y poderosos, que retumbaban con un peculiar sonido gracias a las especiales condiciones del medio.
Pero algo llamó la atención de la incorpórea visitante del mundo de las visiones llamada Áurea De Gracia. Unos inesperados pasos en la orilla, totalmente fuera de lugar, salían desde el mar sangriento hacia las descarnadas dunas. En la distancia se veía una forma familiar, una que incomprensiblemente ya estaba en las otras dos visiones, y que sin duda era el centro sobre el que
giraba todo el mensaje que hubiese que extraer del ya grueso conjunto de signos que su mente le pretendía mandar.
Era una mujer desnuda de largos cabellos negros que se internaba en tierra firme con caminar tranquilo. Miraba en todas direcciones con curiosidad, llenando de sensaciones sus ojos negros sin pupila como la noche del cementerio, posiblemente porque era la primera vez que pisaba el suelo tras deambular por quien sabe qué mundos allende los mares. Tenía algo aferrado con sus manos cerca de la cabeza, y no era nada hermoso. Se trataba de los restos de un extraño pez semi-devorado con fiereza, en el que aun colgaban jirones sanguinolentos de tejido.
Necesitaba su carne, y la devoraba con una boca dotada de grandes caninos que chorreaban fluidos por las comisuras hasta los pechos, aun mojados de océano. Su mirada se iba tornando verde.
La mujer se sentó plácidamente a degustar su presa mientras el pelo comenzaba a secarse con el viento. Entonces sonó una especie de trompeta lejana muy grave, y alzó la mirada. Tras la cobertura acuática, que ahora se estiraba como efecto de la recién aparecida marea, se comenzaba a divisar ya el tamizado reflejo blanquecino de la imponente figura luminosa de la Luna, aún en construcción trescientos mil kilómetros más arriba.
Casi oculta entre las nube rojizas y justo bajo el inicio del océano superior, una gran nave cilíndrica evolucionaba descargando estática en forma de rayos. Todo estaba en orden.
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Mientras las tres visiones se mezclaban en el confuso cerebro de Áurea para disparar conjeturas extrañas, Sebastián de la Flor pintaba y pintaba ajeno al mundo exterior, y en su lienzo comenzaba a aparecer lo que sin duda era una mujer que nada se parecía a la que posaba ante su pincel, pero que era exactamente la que él veía cuando miraba. La otra realidad.
Sus ojos eran totalmente negros y muy turbadores, llenando de misterio una cara en semipenumbra alrededor de la cual caía un pelo liso negro que cubría los hombros. La imagen aparecía en primer plano pero decantada hacia un lado del lienzo. Detrás se veía una playa lejana en la que estaban marcados unos pasos con un pez muerto en el suelo. El cielo era rojizo, y el aspecto general era de un mundo hostil y lejano, sobre el cual se elevaba un objeto extraño y fuera de lugar, una especie de cilindro metálico que parecía suspendido a gran distancia entre las nubes y que para nada se correspondía con algo imaginable por una persona cuerda para fondo de un retrato.
El pintor sabía que aquella mujer que estaba plasmando, aquella fuerza natural, era muy, muy vieja, posiblemente la criatura primigenia, donada al mundo cuando éste era joven para sobrevivir a costa de la vida. Tenía la certeza de que había llegado desde otros lugares del universo a bordo de un vehículo extraterreno, con el fin de regular la obra natural inscrita artificialmente en los códigos ADN de las especies. Desconocía el número de seres que fueron liberados, pero estaba en torno a unos doscientos según los antiguos escritos hallados por tío Augusto en su incansable búsqueda por medio mundo. Su presencia y acción regularía el esquema de la vida hacia fines bien delimitados para los intereses de los entes que sembraron los mares de células eucariotas y que permitieron el vuelo de las aves antes de que la tierra firme fuese poblada. Era su fin, su objetivo.
Lo que estaba ante Sebastián era, en definitiva, un súper-depredador, un Eyai-yi, una especie causante de terribles extinciones selectivas durante eones, un mecanismo de control preciso dotado de características míticas.
Podía matar por su olor, por un cruce de miradas, por las picaduras de su cabellera, o por sus habilidades físicas, y era prácticamente invulnerable a menos que se le cortase la cabeza de un solo tajo, como hizo Perseo con aquella a la que se llamó Medusa. Además, su mimetismo le permitía tomar la apariencia de diversas especies y pasar desapercibida hasta que llegaba el momento de actuar, en el cual debía inevitablemente mostrar su forma real. Si la situación lo requería y estaba convenientemente alimentada, tenía además la facultad de desplegar un gran par de alas y levantar el vuelo, poseyendo por si fuera poco habilidades hipnóticas con la mirada y con la voz.
Cuando estaba hambrienta sus ojos eran negros sin alma, pero ante la evidencia del alimento brillaban con un verdor sublimizado y diabólico.
Había visto sus representaciones, documentadas por tío Augusto, en cada cultura del mundo, y siempre fue consciente, gracias a las infinitas lecciones aprendidas en el curso de sus charlas, de que sabría llegar hasta ella mediante la única forma humana que la había destapado tal como era: la pintura. Aquella cosa, fuese lo que fuese, se revelaba sorprendentemente en su forma real al ser plasmada con colores, cosa que no era entendible sin entrar a fondo en la desconocida manera de pensar de un depredador que vivía desde que el mundo era joven, un depredador hermoso y orgulloso de su encanto, algo a lo que gustaba de mirarse en los espejos…
Su punto débil era la vanidad.
A veces el destino juega fuerte, y encontramos lo que buscamos donde y cuando menos lo esperamos, y eso era lo que a él le había sucedido. Sintió sorprendentemente la energía de aquel ser cuando entró en el salón donde la noche anterior estaba Áurea De Gracia, y había permanecido toda la velada intentando identificar su procedencia. El sexto sentido que había desarrollado con las enseñanzas del viejo, fino y perspicaz, no le engañaba nunca, y ahora le decía que estaba muy próximo a uno de aquellos entes de pesadilla. No consiguió encontrar al Eyai-yi a lo largo de la noche, pero sintió que la mujer, de algún modo, estaba enlazada con ese mal. Tenía la intención de aislarlo y arriesgar su propia existencia para ver lo que muy pocos habían mirado en el curso de los milenios sin sucumbir.
Antiguamente fue representada en todas las tradiciones desde que el hombre dormía en las cavernas y se dedicaba a la cacería. En aquellos tiempos pintaron en las paredes con barro, sangre o cinabrio, sus logros, sus gestas, y también sus terrores. La imagen fue repetidamente plasmada y descrita, una y otra vez renombrada a lo largo de las eras, en ocasiones como basilisco, otras como gorgona, quimera, vampiro, arpía, dragón o mil tipos de criaturas que intentaron acercar lo inexplicable de su existencia a la estrecha mentalidad humana, pero ninguna de esas descripciones se había aproximado jamás a la realidad, aunque sirvieron para tejer la conjetura humana de lo maligno y ayudar a nuestra especie a crear sus demonios misteriosamente pluralizados y repartidos por todo el globo.
A las imágenes se sumaron leyendas, tradiciones orales, escritos en piedra, en papiro, todo tipo de legajos que, lejos de
aclarar el misterio y de alertar al mundo, solo crearon confusión y un hilarante axioma de verdades a medias que se tiñeron de fantasía y descrédito, dejando a los habitantes del planeta indefensos ante la mayor amenaza individual que se movía por su superficie. Mientras unos pocos intentaban dar verosimilitud a lo que el hombre no estaba dispuesto a admitir, el depredador supremo seguía adelante impunemente en su ejercicio de sobrevivir a costa de la carne y la sangre de los seres calientes, hibernando y sobreviviendo en largos ciclos de siete meses de sueño, al término de los cuales surgía desde las profundas galerías de los enanos para buscar su alimento en la superficie durante seiscientos sesenta y seis días. Durante ese periodo sembraba la muerte allí donde aparecía, pero siempre de un modo discretamente estudiado, producto de su hondo conocimiento del arte de la caza. Jamás fallaba, nunca su presa sobrevivía, y en la mayoría de las ocasiones todo rastro era borrado.
Encontramos sus representaciones en los grabados más antiguos de Súmer o Asiria, en los frescos de los palacios griegos, en indescifrables jeroglíficos egipcios, y en bajorrelieves preincaicos. No importa donde ni cuando busquemos, porque nos encontramos este ser de frente en todo el mundo y todas las épocas, en un gesto omnipresente de poderío que llega hasta nuestros días, con incesantes apariciones de monstruos pesadillescos que siguen sembrando confusión basándose en la absurda mentalidad humana, que omite lo que no entiende tachándolo de asumibles fantasías y locuras. Tenemos actualmente las banshees aladas de Vietnam, al mismísimo chupacabras que nadie logra ver, el morloth de Madagascar, la brinfa de los países nórdicos, y así sucesivamente,
todos
posibles
evidencias
de
la
actividad de esta especie visceral que ronda a sus presas desde mucho antes de que el hombre estuviese en la recámara de la naturaleza.
Ahora, ante el pintor, la figura que había parecido ser Áurea De Gracia estaba cambiando lentamente mientras la mirada inocente y sorprendida de la mujer se perdía y nacía una más negra y poderosa, cargada de la maldad anciana del mundo. La pupila había desaparecido contraída y transformada en un par de puntos negros como botones. Su cabello se movía a pesar de la ausencia de viento, y en las puntas el pintor pudo ver cien cabezas, mil cabezas de diminutas y largas serpientes negras de roja boca cargadas de voraz vida propia. Mostraban lenguas bífidas que exhalaban finos silbidos cargados de azufre y vahos tóxicos que rodeaban al Eyai-yi con un sutil veneno. Su hedor aturdía a las víctimas osadas que se acercasen para dejarlas expuestas a la mordedura final que tantas leyendas vampíricas habían creado alrededor del mundo.
- ¿Querías verme, hombrecillo? – Aquella pregunta irónica sonó desde una garganta que había conocido el mundo cuando era joven, y lo hizo con el nada melódico tono del reptar, de la putridez y el vómito. A Sebastián le pareció tosca y paralizante, propia de las llanuras del infierno imaginado, pero llena con la sabiduría de la suma final del tiempo.
Sus manos albergaban ahora uñas largas, gruesas y muy duras, capaces de desgarrar de un tajo cualquier carne inoculando un veneno letárgico de acción neuronal inmediata. El cuerpo que había sido Áurea se había convertido en el de una hermosa hembra de piel morena cuya figura sobrecogía por la perfección de las curvas y que, sin embargo, causaba sensaciones muy lejanas a la lascivia o el deseo sexual. Todo en ella tenía un matiz singular, algo que dejaba en el aire la sensación de que no se podía escapar con bien de su presencia. La belleza del depredador a punto de matar.
¡Y aquel siseo perenne…!
Admiró a Perseo por haber tenido valor de matar a una de aquellas criaturas, y se encomendó a su recuerdo para intentar sobrevivir a la que con desgraciada pero perseguida fortuna había encontrado en un lugar tranquilo de la mejor Andalucía. Ya no cabía el paso atrás.
-¡Mírame! Soy lo que buscabas, pintor - Los ojos se habían tornado verdes, y emitían una luz cargada de maldad que manchaba más que alumbraba.
Su voz era terrible, y la invitación irresistible. Pero lo que más aterró a Sebastián de la Flor no fue la seguridad de que estaba a un paso morir, sino algo que era lo último que faltaba por plasmar en su brillante cuadro. Lo que más le aterró fue aquella sonrisa perfecta y maliciosa que había adivinado sin mirar directamente a los ojos del Eyai-yi, liberada desde las criptas profundas de Casa Montaña en forma de un torrente de vientos helados que había ocupado el cuerpo que anteriormente fuese el hogar para el alma de Áurea De Gracia, a la que había acabado desalojando a la perfección, física y espiritualmente.
Era una sonrisa maliciosa, simétrica, cuajada de proporciones magníficas en las que se adivinaban colmillos sensacionales, pero a la vez carente del latido feliz de la vida humana a la que imitaba. Era la sonrisa perfecta para retratar, eso desde luego, pero su efecto cautivador comenzaba a hacer mella en el joven artista, que comenzaba a sentir el hipnotismo exacerbado de la presencia más oculta y poderosa, dejándose llevar por el sueño previo a la mordedura letal. Sebastián de la Flor tembló consciente de que estaba cediendo a la criatura, y comenzaba a hacerlo cargado de deseo y gozo.
-¡¡¡Mírame!!!
Hizo un considerable esfuerzo por no claudicar finalmente y volver su mirada a los ojos de aquel ser que ahora le atraía con tanta fuerza. Pensó en su tío, en mujeres, en coches, en buen vino bebido entre amigos… Todo con tal de alejar su necesidad de entregar su cuello.
Mientras su cuerpo, en lucha con su mente, se relajaba de manera inevitable a los encantos del Eyai-yi, escuchó algo conocido y peculiar, incuestionable. Había sido el clásico chasquido, el crujido de la madera seca cuando es liberada de la presión, y eso solo podía deberse a una cosa: la criatura se estaba levantando de la elegante silla y caminaría en breve hacia él, hacia su sangre caliente y apetecible que ahora quería beber mientras el verde radiante de los malditos ojos comenzaba a ser insoportable.
Pero el pintor era un hombre muy inteligente y precavido, y aquella mañana había hecho muy bien sus deberes. Con un movimiento ágil y casi mecánico, sin mirar a la criatura que ahora lanzaba bufidos terribles acompañando a los silbidos nauseabundos de las mil cabezas que exhalaban gases desde su cuero cabelludo, se abalanzó sobre uno de los laterales del lienzo en el que colgaba una pequeña guita de cáñamo hábilmente trenzada a modo de pasador, y tiró hacia fuera con fuerza manteniendo los ojos tan cerrados que sentía dolor.
El pesado y engañoso bastidor reveló entonces estar compuesto de dos capas separadas de tela grapadas al marco, en el centro de las cuales había un gran espejo a modo de sándwich, que quedó al descubierto ante la mirada iracunda de aquel ser capaz ahora de matar solo con su efluvio visual. Aquello resultó demoledor, y así, del mismo modo que en los desiertos de arabia fueron cazadas algunas de sus hermanas hacía más de quinientos años, la terrible criatura inició su inesperado descenso hacia la muerte, tal como le había pronosticado tío Augusto leyendo la hazaña de Abd-ElKber. Fue un tuareg loco que había matado una de esas mujeres y llevó su presa como tesoro a un
mercado árabe en 1470, hecho que pasó de generación en generación por todo el Sahara hasta que fue recopilado fortuitamente en uno de los asaltos del viejo misionero a Tánger.
Lo que ocurrió a continuación no es totalmente descriptible, pero hubo un grito inmenso del ente al visionarse reflejado, un rugido profundo y gutural que estremeció la casa con su fuerza, a la vez que se liberaban efluvios del olor malvado de carne maldita en rápida descomposición. El pintor se esforzó por no mirar, por mantenerse ausente de lo que estaba sucediendo a escasos centímetros y que tanto le incitaba a abrir los ojos. Sabía que podía ser fatal, y por ello resistió mientras el aire se impregnaba de sustancias irrespirables que lo hicieron volver la cabeza y aguantar cuanto pudo con los pulmones cerrados. Aquel ser demoníaco estaba ahora mirándole con sorpresa, sentía su energía atravesándolo, casi tocándolo. La cosa en su malignidad estaba muy cerca de la extinción pero sabiendo que aun tenía una gran capacidad para robar vidas. En lo oscuro de quien no ve, Sebastián esperaba recibir en cualquier momento el contacto de una mano poderosa sujetándole los hombros y clavando sus zarpas agudas, o incluso el terrible tufo que precede al feroz bocado de la muerte en el cuello… Quizás, después de todo, el relato del tuareg loco era falso y el truco del espejo no había conseguido fijar la atención del ser y encaminarlo a su propia destrucción…
¡Pero no!
Un minuto después, solo un miserable minuto en la vida de un prodigio que existía desde hacía más de cuatrocientos cincuenta millones de años, los estertores de la criatura parecieron terminar entre muebles rotos, huesos que se quiebran y olores desagradables con reminiscencias a amoníaco vertido en exceso. El hombre caído junto al lienzo que milagrosamente se mantenía intacto, roto y extenuado por la angustia, perdió el conocimiento mientras el suelo temblaba y el planeta se liberaba de una de las últimas expresiones del auténtico horror antiguo.
La cosa venida de otros mundos yació muerta a un par de metros del hombre. Una de sus manos estaba a pocos centímetros de este, delatando lo que había sido un último intento por segarle la vida.
Sebastián quedó en el suelo, inconsciente y sin signos de violencia.
La habitación presentaba síntomas de gran destrucción en la zona donde había estado la silla preparada para Áurea, incluso a nivel de techo y suelo. Una especie de quemaduras habían corroído las superficies, y alrededor del cadáver un líquido viscoso de color ocre impregnaba de olores desagradables el aire. Trozos de astilla estaban diseminados por doquier, así como cristales rotos, telas arrancadas y algo parecido a vómitos sanguinolentos que nunca desaparecieron de las maderas.
Cuando Alfredo y don Álvaro, alertados por el estrépito y lo que no pudieron calificar ante las autoridades de otro modo que “gritos espeluznantes”, subieron, lo que encontraron fue terrible, pero lo que más les sobrecogió, antes de horrorizarse con el cuerpo sin vida de la criatura, fue la escena que aparecía en el cuadro pintado por Sebastián de la Flor.
La chica que estaba en primer plano era Áurea, sin duda alguna, y tan hermosa que solo el pincel de alguien con un talento infinito podría plasmarlo de ese modo. Se hallaba de pie, fresca y primaveral, con una luz que irradiaba desde la sonrisa que era difícil describir. Vestía un traje blanco largo, y hollaba la arena con los pies desnudos, tratados con una perfección extrema por el pincel. La escena estaba representada en una playa rojiza en la que se veía otra figura más atrás, una mujer desnuda de larga melena y proporciones magníficas que se adentraba en las aguas. Era un segundo plano enigmático que resultaba difícil de comprender, pero igualmente perfecto en su ejecución. La
obra era solemne, espléndida, y produjo en ambos hombres una sensación de paz que no encajaba con lo que allí había pasado mientras era pintada.
Mucho más abajo, profundamente perdida en una cripta enterrada bajo Casa Montaña, Áurea De Gracia despertaba confusa con su cuerpo desnudo cubierto de barro y otras secreciones que prefería no calificar. Había una humedad pegajosa en medio de aquel hedor y tenía frío mientras comenzaba a ascender vacilante el camino de retorno a casa. Caía una y otra vez y sangraba por las rodillas, pero se levantaba y seguía adelante, mientras recordaba haber estado siendo pintada en la buhardilla, lo recordaba todo…Sebastián, las visiones, la sensación de ingravidez… pero no cómo había llegado a aquel pasaje lúgubre teñido de luz verde.
Y…
¿Quién era esa mujer a la que desde el techo de la buhardilla, había visto pintada en el lienzo al abandonar su cuerpo? ¿Qué era aquel pelo horrible cargado de reptiles amenazadores que se estiraban y retorcían en todas direcciones? ¿Por qué había sido representada con caninos terribles, capaces de seccionar cualquier carne? Estaba terriblemente confusa mientras gemía en su infinito ascenso por corredores de aire enrarecido, llenos de ese fulgor verdoso que la asustaba.
Revivió muchas pesadillas hasta que llegó al despacho dando tumbos y su padre, gozoso al verla, la cubrió apresuradamente, con ayuda de un asustado Alfredo, usando un tapiz de pared que le evitó la embarazosa e insana desnudez. Luego, cuando la casa se llenó de gente presurosa dispuesta a escucharla, pudo contar a todos su historia, que no parecía ser acogida de un modo totalmente positivo por aquellos que se consideraban sabedores de todas las verdades, poniendo sobre el tapete su magna ignorancia sobre cuanto no se ve.
Mientras la guardia civil y el juez hacían mil y una preguntas, removían cada rincón de la escena del presunto crimen, y mandaban a sus expertos a internarse en el túnel, los ojos enrojecidos de la mujer se cruzaron con los del reanimado y cuestionado Sebastián de la Flor, al que dos mechones de canas a ambos lados de su cabello rizado conferían ahora un aire aún más carismático de como lo había conocido solo una noche atrás. ¡Cómo habían corrido los acontecimientos! Eran ojos cómplices que decían y preguntaban, pero que necesitarían tiempo para digerir lo sucedido. Mucho tiempo.
El médico del 061, aparte de las intrascendentes heridas de rodillas y manos de Áurea, no halló nada preocupante en ninguno de los dos implicados en la tragedia, salvando el evidente estado de ansiedad, por lo que recetó algunos calmantes que ella rechazó sin demasiada cortesía. Tenía aun muchas preguntas que plantearse y no deseaba entregarse al sueño.
Más tarde, los espeleólogos de la guardia civil revelaron que el pasaje se había derrumbado de manera total a escasos metros de la entrada sin causar víctimas y por motivos naturales. Sería necesario trabajar mucho para reabrirlo, y no parecía que el caso lo precisara vista la declaración de la mujer. Un informe técnico posterior dictaminó que Casa Montaña estaba en perfecto estado y totalmente segura pese a los movimientos del subsuelo, por lo que no fue necesario más que tapiar la entrada y olvidarla si era posible.
Muchos meses después, Álvaro De Gracia hizo colgar un gran crucifijo bendecido en el sitio donde había estado la terrible puerta, y a su lado situó el cuadro pintado aquella tarde negra por Sebastián, una vez que le fue devuelto por la justicia.
En cuanto al extraño cuerpo encontrado en la alcoba, el forense nunca emitió un dictamen comprensible antes de que, misteriosamente, desapareciese del depósito sin dejar rastro junto con todas las fotografías y discos duros de los ordenadores. Nunca se supo más de su paradero, y nadie quiso hacer conjeturas sobre lo que realmente podría haber sido, aunque en círculos internos de las autoridades se rumoreaba que todo se trató de un montaje macabro y chapucero.
Obviamente, la identificación había sido negativa, y contra algunos pareceres, gracias a la pericia de muy buenos abogados, Sebastián de la Flor quedó libre de la acusación de asesinato y pudo proseguir una vida aparentemente normal en la que las drogas comenzaron a hacer acto de presencia cada vez con mayor asiduidad. Rehusó explicar a nadie su versión de los hechos.
Su obra se cotizó como el oro, pero ya no pintó más.
Unos meses después recibió una inesperada carta en su casa de Madrid, que se había convertido en un antro lujurioso y desordenado donde los medios del corazón extraían abundante basura para decorar sus páginas y programas con las perversiones de la alta sociedad. Estaba escrita de puño y letra por Áurea, lo cual le hizo abandonar bruscamente la cama en la que aun dormía la chica elegida para aquella noche. En el interior, con elegantes trazos de color malva, solo aparecía una pequeña y definida palabra, una que resumía cuanto la mujer había sido capaz de sintetizar de la corta y terrible experiencia que había vivido. Esa palabra era “gracias”
Ella, a pesar del paso del tiempo, que ocupó en múltiples viajes a lo largo del mundo, nunca supo qué había ocurrido en esos dos días desde que descubrió el pasadizo, y en su casa no volvió a recordarse el suceso nunca más. Años después se enteró por pura coincidencia que el genial pintor que tan misteriosamente la había sacado de las garras de la muerte había sido dado por desaparecido en el
centro del Sahara mientras intentaba averiguar de las tribus tuareg el paradero de un traficante de esclavos que decía saber de una misteriosa criatura.
No quiso averiguar más. Para ella el tema estaba cerrado.