ESTACIÓN NINGUNA P.J. RUIZ
Soledad. Una gran, blanca y sempiterna soledad en cualquiera de las mil direcciones en torno a su cuerpo. Kilómetros de nieve por un lado, millas de hielo por el otro… la nada absoluta y fría en la expresión más colosal que el ser humano pueda soportar. Eso era cuanto Sara había conseguido tras su constante marcha hacia el norte, despreciando cualquier clase de peligro y muy lejos de la seguridad del refugio. Ahora, en algún lugar donde la brújula, machacada y congelada, ya no obedecía, estaba estancada, fatigada, deshidratada y hambrienta, demasiado débil como para enfrentarse a los elementos.
Por no sentir, ya no sentía ni angustia.
Entregada, con la espalda en una gran roca quemada primero y helada después, se dejó caer estirando las piernas y permitiendo que el sopor la raptase. Sabía que la hipotermia la raptaría poco a poco, con mimo, llevándose cada ápice de energía suavemente, sin dolor alguno, en una desconexión paulatina no carente de angustia. Allí, azotada por un viento que aullaba inmisericorde a lo largo de la planicie y que batía las montañas levantando nubes de polvo helado que dificultaban respirar, pasó por su mente lo ocurrido como una sucesión de fotogramas que caminan regulares a veinticuatro imágenes por segundo, del mismo modo como había sucedido cada día, cada noche desde que los buenos tiempos acabaron por el puñetazo de algún dios iracundo sobre la mesa del juicio final. No hacía mucho de eso.
Recordó el momento exacto en que todo empezó, y no derramó ni una lágrima porque ya todas se gastaron hacía mucho, y a fin de cuentas ¿para qué otra gotita de hielo en la mejilla? La vida es muy dura a veces, pero la ausencia de todo te obliga a replantearte el modo de seguir viviéndola. Adaptación.
Había ocurrido en medio de un sábado tan apacible como cualquier otro, y la atmósfera estaba tranquila, luminosa ese día, sólo empañada n poco por la fuerza del Sol, inusualmente activo en aquellas fechas. En la sierra de Huelva hacía una jornada preciosa, tan cargada de azules y verdes que
nada hacía presagiar cuanto venía en camino. La luz picaba y extraía hermosos colores de las arboledas mientras los amantes del senderismo cubrían etapas entre montañas y risas, unos en bici y otros a pie. Éstos últimos gustaban de acompañarse de bastones puntiagudos que siempre habían hecho sonreír a los habitantes de los pequeños pueblos, que lo interpretaban como un signo de modernidad fuera de lugar, un emblema mal disimulado de cierto tipo de catetismo propio de los habitantes de la urbe, tan equivocados la mayoría de las veces sobre quién es quién en la naturaleza.
Estaba en su casa de la calle Sueños, una vieja restauración en piedra hecha años atrás con exquisito gusto y poco dinero, a la que solía ir para pasar los fines de semana nada más terminar su jornada laboral del viernes. Con ella se encontraban Marina, su hija de once años, y Nicolás, el pequeñajo de ocho ¡Qué lindos eran! Siempre se sentían tranquilos en aquel sitio donde no había peligros y el tiempo pasaba de manera agradable para todos, aportando una paz a la vida rutinaria que despejaba totalmente los horizontes. Aquellos muros constituían sin duda la mejor inversión de su vida.
A medio día, Marina, muy diligente en su aprendizaje de las tareas hogareñas, la había estado ayudando a cocinar un exquisito arroz con marisco, pero no hubo demasiada suerte y se pasó un poquito al final, lo cual no fue óbice para que sentase al trío de maravilla. El peque se tomó su CocaCola a pesar de que ello no era muy del gusto de mamá Sara, pero se la conchababa con eso de un día es un día y regalándole un par de muecas lindas que ella no podía resistir, pese a la hermanita, siempre pinchándolo para hacerlo rabiar. Cosas de críos.
A eso de las cuatro de la tarde, mientras Nicolás estaba viendo la televisión bien estirado en el sofá, como era su costumbre, ella intentaba dormir algo en la planta de arriba, donde la niña repasaba revistas con aire de mayor. La emisión se cortó bruscamente para dar paso a un informativo especial de última hora. Esas cosas nunca obedecían a buenas noticias, y ello alertó a Sara, que sin bajar levantó un poco la cabeza para tener mejor audición.
El locutor, algo tenso, titubeaba sorprendentemente haciéndose eco de un comunicado oficial dirigido a las poblaciones costeras conminándolas a alejarse rápidamente de las playas, porque se anunciaba la más que posible caída de algo que denominaron como un cuerpo celeste sobre el centro del Atlántico ¡Algo muy grande y desde el cielo nada menos! Aunque se trataba sin duda de un fenómeno muy raro y que sólo sucedía, según aclaraban, una vez cada mil años, el día parecía haber llegado. Se habían calculado sus efectos y se temían reacciones naturales no explicadas pero de un vigor extremo, por lo que se sugería al pueblo el aprovisionamiento de víveres y la utilización de medios todo terreno para evadir las carreteras principales y evitar los previsibles atascos derivados de lo que debía ser algo así como una evacuación masiva.
¡Medios todo terreno!
Sara recordaba aquella expresión y reía mucho después con tristeza en su agonía entre nieve y piedras cuando pensaba en la clase de dirigentes que habían tenido en el país para decir algo tan ridículo a una población que se suponía que estaría confusa y preocupada después de semejante aviso extrañísimo y sin duda tardío ¡Medios todo terreno…! ¿Y el que no los tuviese, qué? Todo había sido mal llevado desde el principio, pero eso sólo lo supo mucho más adelante, cuando ya fueron tristemente evidentes los resultados de la que a la postre fue una inútil advertencia.
Lo cierto es que aquel comunicado fue corto y conciso, y para nada lo suficientemente premonitorio. Quizás demasiado rápido, pues no daba detalles tan importantes hipotéticamente como el lapso del que se disponía para la evacuación. Pensó que tal vez porque eso en realidad carecía ya de importancia, lo cual era algo muy preocupante, pero de eso no se dio cuenta aquel día. Aunque en principio llegó a pensar en una broma macabra, el zappeo pertinente le demostró que la alerta era real, aunque las demás cadenas no daban muchos más datos que los exiguos que ya tenía. Algunas incluso habían cerrado totalmente la emisión, lo cual sí que la preocupó aún más. No conocía nada de esas cosas que caían del cielo, pero estaba segura de que apenas quedaba tiempo para actuar ¿No fue algo
así lo que acabó con los dinosaurios en aquella peli de dibujos animados? Tuvo un escalofrío que se intensificó cuando cogió el teléfono móvil para llamar a la familia y cerciorarse de lo que en otros lugares se había recibido y se dio cuenta de que no había línea. No es que no hubiese cobertura, no, es que por no haber no había ni ruido de fondo, como si las comunicaciones estuviesen colapsadas. ¡O como si hubiesen sido cortadas de repente! ¿Era eso posible? Difícil saberlo era.
Lo que sucedió después fue mucho, muchísimo peor que lo que se había advertido en aquellos comunicados escuetos que ya no dejaron de emitir las cadenas gubernamentales en un bucle continuo dentro de un espacio radioeléctrico por el que solo se movían las frecuencias controladas desde el poder. Alguien no quería interferencias ni caídas masivas de comunicaciones aquel día, alguien poderoso y capacitado para filtrar la información del modo más tendencioso y beneficioso para sus fines. El fuerte gana y el pobre pierde. Curioso juego practicado desde el inicio de los tiempos, pero el día no era propicio para ganadores. ¡Imaginad para los perdedores!
De haber tenido televisión por satélite la mujer se habría dado cuenta de que mensajes equivalentes sonaban al mismo tiempo en el mundo entero, y que en ninguna de esas emisiones se extendían en detalles. Todo era un lacónico “cuidado, iros de ahí” sin más explicaciones. En Estados Unidos algunas emisoras de corte religioso comenzaron a emitir plegarias y a llamar a los creyentes al Apocalipsis, en un gesto muy acorde con el extraño puritanismo que tanto satisfacía a las masas en condiciones duras. En los países islámicos ni siquiera se hizo comunicado oficial, al igual que en la mayoría del tercer mundo. Los chinos y los rusos decretaron un estado de excepción con toque de queda, al igual que sucedió en Inglaterra. Pero nada de eso fue conocido por aquella madre en un pequeño pueblo de la Sierra de Huelva, sencillamente porque su tele no tenía parabólica. El palneta entero esperaba un rendez-vous inevitable con su destino ¿o era la civilización en masa la que tenía cita?
Sara evaluó la situación y tomó determinaciones con suma rapidez, llegando a la conclusión de que estaba en un lugar bastante privilegiado, a casi setecientos metros de altura, y teóricamente, por tanto, muy alejado de los problemas que pudiese tener la costa, pero algo le decía en sus adentros que fuese prudente. Por ello se apresuró, y en unos minutos ella y los niños salieron montaña arriba con mochilas cargadas de comida, agua, mantas y un saco de dos plazas donde podrían dormir los tres bien acurrucados. Solo la niña se percató de que algo no iba bien, pero no pareció dar excesiva importancia al hecho.
Conocían bien la cumbre que había detrás del pueblo, que reposaba plácidamente en un pequeño valle entre montes de viejos y retorcidos castaños. Solían subir allí con sus visitas para mostrarles el bello paisaje de la sierra con el mar al fondo, y la mujer pensaba que sus novecientos metros serían más que suficientes para resistir a cualquier fenómeno natural del tipo que fuese. Además había una mina abandonada en la falda posterior en la que podrían guarecerse si era necesario. No sentía miedo, pero sí una Profunda preocupación por lo inusual de los hechos.
No encontró a nadie subiendo por el sendero, y el ambiente en el pueblo al cruzarlo había sido de relativa calma para su sorpresa. Una de dos, o ella era una alarmista, o los mensajes no habían sabido transmitir preocupación a toda esa gente. No se entretuvo en evaluarlo, consciente de que pronto sabría la respuesta para bien o para mal. Esperaba que todo quedase en que se había precipitado en exceso al salir de su casa, en un susto y nada más que traería de cabeza a los informativos durante la siguiente semana, algo parecido a la alerta de Orson Wells con sus compatriotas americanos cuando gritó por la radio ¡los marcianos, los marcianos! De ser así, lo único que ocurriría en su pequeña familia sería que ella y los niños pasarían una agradable tarde en la montaña entre risas contagiosas y nada más. ¡No estaría mal eso!
También era cierto que la alerta decía claramente que estaba dirigida a todos los habitantes de las costas, y puede que eso estuviese conteniendo la histeria en el interior. En aquel momento pensó que en
verdad sí que se estaba excediendo, pero siguió adelante porque un cierto instinto la seguía empujando a no arriesgarse gratuitamente, sobre todo por sus nenes.
Cuando media hora más tarde llegaron jadeantes a la cumbre, se sentaron mirando en dirección suroeste, divisando el mar que brillaba como un cristal a distancia considerable. Se dio cuenta de que se había dejado los prismáticos en casa, y aquello la fastidió, pero aún así la vista era asombrosa, con un cielo más despejado que de costumbre.
Intentaba razonar mientras oteaba la distancia, y se dio cuenta de que había leído cosas y visto programas y documentales sobre el cambio climático, la subida del nivel de las costas y esos asuntos que sonaban siempre tan lejanos e improbables, pero desconocía qué consecuencias tendría la caída de un astro en medio del océano y si en verdad algo así podía desestabilizar algo tan grande como el mar. No sería para tanto, esperaba, aunque más con el corazón que con la cabeza, puesto que si era así, ¿qué sentido tenía tanta alarma? Volvió a probar el teléfono móvil. Nada.
Allí arriba, sentada y recogida entre sus rodillas, recordaba cuando era pequeña y tiraba piedrecitas a los charcos nada más parar la lluvia, quién no lo ha hecho alguna vez. Después llegaba chorreando a casa, salpicada de agua y barro, y aunque su madre la reprendía, ella no podía evitarlo porque sencillamente le encantaba hacerlo. Gustaba de ver como se elevaba aquella columna de agua que se abría antes de desplomarse, observar el modo en que las ondas llegaban a la orilla una y otra vez, entrando más allá de los límites originales, en ocasiones hasta sus pies, y volviendo atrás modificando el contorno. A veces creaban pequeños riachuelos que retornaban a su lugar de origen mientras todo el charco se enturbiaba a consecuencia del barro.
Había un momento, si la piedra era tirada con fuerza, en que se veía una parte del fondo. ¡Completamente vacío! Ésta se apartaba en un círculo tremendo que en una fracción de segundo se
desplomaba, ocupando de nuevo su lugar, pero durante ese momento en que la piedra se incrustaba en el fango el agua simplemente se apartaba.
Sara se dio cuenta de que las piedras que ella usaba cuando era niña siempre eran mucho más pequeñas que el efecto a escala que provocaban, y ese pensamiento la puso nerviosa. Una piedra pequeñita, una salpicadura enorme, ondas abundantes… ¿Qué sucedería cuando esa roca del espacio cayera a enorme velocidad en un lugar como el Atlántico, con varios kilómetros de profundidad? ¿Y si se trataba de algo grande… o más bien… enorme?
Con el deseo íntimo de que todo fuese una falsa alarma de su intelecto, y con ánimo de aparentar seguridad ante sus hijos, preparó unos bocadillos que le sirvieron de camino para entretenerse, abrió un par de latas de refresco, algo calientes ya, y guardó silencio con la vista puesta en el horizonte. Se preguntó de nuevo qué iba a suceder, y se sintió metida en una extraña pesadilla que parecía no tener fin, como los bucles informativos de las televisiones que seguían bombardeando al mundo de información mínima. A su lado los niños se entretenían haciéndose travesuras, ajenos a la realidad, y jugando con el móvil, encendido pero inútil. Pensó que igual todo se quedaba en un acontecimiento menor, porque si fuese a ocurrir algo tan grave comparativamente como lo que ella provocaba de pequeña en aquellos charcos de agua de lluvia, los gobernantes hubiesen puesto mayor énfasis en avisar, ¿no? Sí, sería lo esperable.
Posiblemente se oirían helicópteros volando, sirenas, tal vez aparecerían unidades del ejército en misión de evacuación… Algo así como se ve en las películas. Pero por el contrario no había nada que alterara la extraña quietud de aquel estado de alerta tan peculiarmente calmado. Era un contrasentido, un despropósito. ¿Quizás alguien se había levantado esa mañana con deseos de bromear con seis mil millones de personas? Era algo tan improbable que comenzaron a asaltarla dudas y mensajes oscuros. ¿Y si no aparecían tropas, ambulancias o helicópteros porque sencillamente no había nada que nadie pudiese hacer? ¿Puede llegar el fin de esa manera rápida y silenciosa? ¿Qué interés tendrían los
dirigentes de los países en informar a la población con antelación de algo sobre lo que ellos sabían que resultaba marcadamente imparable? ¿Acaso el miedo al caos no los haría extender un injusto velo de silencio? ¿Acaso no se verían en el “deber moral” de proteger a sus pueblos de la caída del sistema hasta el último momento? ¿Hasta ver lo que el destino tiene guardado?
Eran pensamientos
preocupantes, pero desde pequeñita, cuando la guerra fría parecía a punto de calentarse en cualquier momento, no recordaba haber sentido en su mente tan cercana posibilidad de vivir un gran punto y aparte en el mundo. Aquellas bombas y misiles se fueron del horizonte del terror, pero quizás no había tenido en cuenta lo pequeña que es nuestra casa común volando por el universo, y ahora, sin advertencia, algo se acercaba. Finalmente llegó a la conclusión de que cualquier parecido con un fin del mundo no podía ser verdad, porque en el fondo ¿qué ser humano va a creer semejante tontería?
Entonces reparó en que no se veía un sólo pájaro en el cielo, a pesar de la gran porción de espacio libre que divisaba. “¡Qué raro!”, pensó.
Tampoco había nadie más que hubiese subido a la montaña aquella tarde, ni una voz lejana.
¡Sacándola de sus reflexiones, Nicolás dio un grito y tiró el teléfono bruscamente contra una roca! Mientras su hermana lo reprendía tachándolo de descuidado, Sara miró sorprendida el aparato entre las piedras, y vio que estaba chisporroteando y emitiendo un humo denso. ¡Se estaba quemando! No comprendió ni tuvo tiempo para ello, ni siquiera para preguntarse si el peque había sufrido daño, pero de haber estado al corriente de lo que acababa de suceder sabría que se había tratado de un pulso electro magnético provocado por una intrusión atmosférica a gran altitud. Algo acababa de llegar, y su primer signo había sido dejar en un segundo toda la electrónica humana relegada a chatarra. Si, máquinas y ordenadores, circuitos electrónicos y cableados quedaron inutilizados en todo el planeta, pero eso ella no lo supo nunca, porque no comprobó las televisiones estallando o las radios ardiendo en lo que era el fin abrupto de los comunicados en bucle. La gran bestia envolvió el mundo de silencio y aislamiento,
dispuesta a dar un gran bocado, y para ello no había precisado de la noche, a pesar de venir de la negrura más fría.
Algo ocurrió, el segundo acto de la obra. Los tres escucharon, e instintivamente miraron a las alturas. Había sido un ruido parecido a un portazo distante acompañado de un flash rapidísimo cuyo calor habían sentido, como se de una gran cámara fotográfica se tratara. A eso lo siguió otro estruendo similar al de un avión al aterrizar, pero mucho más grueso y grave, tan gordo que casi se palpaba. No se podría emitir sonido por encima de aquello, ni grito ni plegaria. La mujer en la montaña tuvo la certeza de que innegablemente algo se precipitaba, y lo hacía desde una gran distancia. Se percató finalmente de que todo era decididamente real y que iba a acontecer un suceso fuera de lo común, mucho más terrorífico de lo que había imaginado.
A partir de ahí los hechos se sucedieron, y lo hicieron con la rapidez de una saeta y el ímpetu de un martillo.
Sara sintió que sus dudas se habían despejado en segundos en la peor de las direcciones, pero antes estaba sintiendo como se le erizaban todos los pelos de la nuca por la estática que se generó en la atmósfera, que se llenó se rayos brillantes, densos, espectaculares al descargar toda la energía que aquello había inyectado de repente. El cielo era claro, pero en un instante, coincidiendo con el fin del estruendo, todo el horizonte hacia el Atlántico central se convirtió en una antorcha humeante precedida de un resplandor que nunca habían visto. Fue tal la violencia de aquella luz que percibió la quemazón en la carne mientras todo alrededor se llenaba de una luz siniestra hasta hacer desaparecer totalmente el
color de las cosas. Se abalanzó instintivamente sobre sus hijos para protegerlos y gritaron unos sobre otros mientras aquel blanco horrible parecía destruir toda esperanza en un mundo de repente relegado no sólo a la incomunicación, sino también al monocromo. ¿Qué era lo siguiente que quitaría?
Sintió que la luz quemaba e incendiaba su ropa, y justo a tiempo tiró de los niños hacia el otro lado de las piedras, donde rodaron a cubierto de aquel haz caliente. Los árboles, al hervir la savia, estallaron sonoramente en llamas al instante igual que bombas de gas, pero los tres improvisados fugitivos estaban de momento a salvo en medio de las detonaciones y el crepitar de la naturaleza incendiada por la exposición directa a aquella radiación delirante y aparentemente fuera de lugar.
Pese a la luz y el calor no dejó de mirar por un resquicio entre dos grandes peñascos, aunque evitando hacerlo directamente al epicentro del fenómeno, lugar de donde procedía el terrible calor. Desde la cumbre siempre se había visto el mar, pero ahora parecía un espejo que reflejaba colores rojos agresivos que no anunciaban nada bueno, mientras notaba en el paladar un regusto cobrizo. Sangre.
En el fondo más lejano de la escena, detrás de la curvatura de la Tierra, acompañado de una vibración que movía masas de aire y que sonaba de nuevo como la turbina de un jet, una bola de fuego se elevaba despacio y parecía romper el cielo, convirtiéndose poco a poco en una columna descomunal que ensombrecía al sol. ¡La cosa había tocado océano con mucha violencia! A su alrededor densísimas nubes negras se expandían como las alas del ángel de la muerte convocado por un dios fiero y cruel al canto final. Nunca había sido creyente, pero la escena evocada la llevó a desear desesperadamente que hubiese finalmente un Dios que la ayudase a soportar lo que estaba en camino. Tenía muchísimo miedo y no hallaba más que desamparo en aquellos riscos.
Instintivamente tiró más de sus hijos hacia sí mientras se sentía agobiada por aquel golpe de calor que hacía el aire irrespirable. Se daba cuenta de todo lo que estaba sucediendo con una lógica que la obligaba a llorar, pero se sobrepuso con el valor que confieren las causas perdidas y buscó un plan al
que aferrarse, feliz en el fondo de haber percibido algo en las emisiones de advertencia que la habían llevado a un lugar donde poder luchar. ¿Qué sería de la gente del pueblo, aquellos que no parecían haber hecho mucho caso de los informativos? Prefirió no pensar en su terror.
Por su mente pasaban fugaces las imágenes de los charcos de cuando era niña, aquellas ondas concéntricas, su forma de crecer... Sabía que algo más iba a suceder muy pronto, y si permanecían allí no sobrevivirían. Así de sencillo fue su razonamiento aquella tarde, y el que la impelió a buscar mejor refugio. Aquello había tocado mar, y eso…
Hizo acopio de fuerzas sin reparar en el dolor de la piel quemada o el miedo y los tres corrieron hacía la mina, oculta a unos doscientos metros entre árboles que ahora parecían blanquecinos y llameantes sometidos a la agresión que venía desde algún foco en la distancia. Eran doscientos metros larguísimos en el corazón de un infierno que laceraba, crepitaba, detonaba. Gritaban y lloraban con el pelo electrizado, caían entre las calientes piedras cortantes y sangraban, pero no se detuvieron. Mamá Sara tiraba con furia rogando inconscientemente para que nadie se torciera un tobillo antes de llegar a cubierto, aunque tenía la determinación de no detenerse pasara lo que pasara. Si era necesario arrastraría a sus hijos sin dudarlo, los descarnaría y quebraría sus huesos, pero los llevaría a lugar seguro ¡Ya habría tiempo de sanar mientras siguiesen vivos!
Estaba en esos pensamientos cargados de férreas intenciones cuando algo los empujó con fuerza coincidiendo con la llegada de un estruendo parecido al tronar de mil tormentas precedido de polvo y pequeñas piedras. Fue como un tren de mercancías que los arrollase y lanzase hacia adelante varios metros entre nubes de escombros, mientras se oía un nuevo portazo, esta vez enorme, en el cielo. Rodaron, y Sara vió entre vuelta y vuelta como las escasas nubes de arriba eran dispersadas instantáneamente. Nada más incorporarse sin prestar atención al dolor tocó a sus hijos y descartó lo peor. Se dio cuenta de que estaban golpeados, al borde de la inconsciencia pero vivos, y de que aún tenían mucha suerte. Había visto volar sobre ellos árboles enteros provenientes del otro lado de la
montaña, el que se hallaba expuesto al frente de los acontecimientos, y ahora los veía hechos astillas por fuerzas que no comprendía. Allí el impacto de lo que no podía ser otra cosa que la onda expansiva que los había empujado había sido mucho más potente, y el escudo que había hecho la cima del monte los había salvado de recibir directamente aquella fuerza bruta que les habría desecho los huesos. Sin tiempo para pensar cogió de nuevo las manos de los niños, se levantó y se dispuso a seguir tirando de ellos hacia la mina, porque seguía pensando en los charcos, los charcos….
Si hubiese tenido la mirada puesta en el océano hubiese visto como se elevaba hasta una altura descomunal, negro y terrible, avanzando mucho más rápido que el sonido, y amenazando con engullir la tierra con la furia de Poseidón. En las costas de Huelva la playa adquirió de repente kilómetros de extensión al reducirse el nivel marino como por arte de magia, dejando al descubierto toda la vida marina de la zona, los bajíos y corales. Ese sueño onírico precedía la llegada de un muro de agua que se elevaba y elevaba inmisericorde, acopiando todo el líquido costero para arrollar cuanto encontrase a su paso. El pavor invadió hasta las piedras por el advenimiento de aquello en un silencio que sobrecogía.
En la montaña, mientras el ambiente cargado de humo irrespirable fruto de la combustión masiva de los robledales y castañares se llenaba con un nuevo bramido muy profundo y proveniente de todas direcciones, la sierra tembló desde los cimientos con fuerza insólita, y los tres perdieron el equilibrio de nuevo entre roquedales que rodaban ladera abajo. Estaban muy heridos, especialmente el pequeño, que sangraba abundantemente por la cabeza y los oídos, pero la mujer sabía que no era el momento de ocuparse de eso. No, aún no. Había que ponerse a salvo cuanto antes y ya habría tiempo de lamentarse y llorar. El Sol se había oscurecido totalmente cuando, para su sorpresa, una falla crujió bajo sus pies sonando como una cremallera que se abría. Fue cuando dejó de sentir las manos de los niños y se sintió súbita y aterradoramente ingrávida en un momento de desolación que ya nunca olvidaría.
Enseguida supo que estaba cayendo.
Y lo peor no era caer, no. Lo peor era la sensación de que Marina y Nicolás habían quedado solos e indefensos arriba de donde fuese que se estuviese precipitando, posiblemente tirados en el suelo o rodando montaña abajo junto a montones de piedras y rocas de todos los tamaños que seguirían golpeándolos y machacándoles. Si era así, corrían mucho peligro, y si no era así también, porque al fin y al cabo estaban totalmente abandonados en un maremágnum de destrucción. Estaba segura de que iba a morir.
Duró un par de segundos el descenso hasta golpearse, pero pudo mirar en un último impulso a la luz en la boca del agujero que se la tragaba y gritar con todas sus fuerzas un “corred” que resonó entre rocas y chorros de agua desconocidos de las abiertas profundidades calizas de aquella montaña hasta entonces sólida y de una pieza. Aquel mensaje tenía escasas posibilidades de haber sido oído por alguien allá arriba, pero fue gritado con todas las energías de su irritada garganta.
Fue ese el instante en el que vio con el rabillo del ojo un siniestro penacho de espuma pasar sobre la grieta, y comprendió con total claridad por qué temblaba el suelo con esa violencia. El rumor profundo y creciente precedía al océano desbordado, que unos segundos más tarde iba a barrer la Sierra de Huelva sin misericordia en aquel atardecer triste para el mundo entero. Después de todo, los novecientos metros en que tanto había confiado no habían servido finalmente para nada.
El charco, esta vez el más grande, se había desbordado como cuando era niña y tiraba aquellas pequeñas piedrecillas, y desde su pre-inconsciencia casi veía la escena desde arriba a cámara lenta. Sólo una palabra contenía en su integridad el perfume del momento: terror.
En un instante de benevolencia al fin perdió el conocimiento, y eso quizás la salvó de la locura.
Sara nunca supo cuanto estuvo inconsciente, ni pudo observar la terrible negrura del lugar donde la milagrosa burbuja de aire atrapada por los remolinos la salvó del arrollamiento de la masa de agua
que pasaba sobre la cumbre haciendo temblar todo el macizo y descarnando el que había sido un hermoso paisaje, ahora cargado de cenizas chorreantes. Nada en la superficie pudo sobrevivir a aquella agresión que se había desplazado a la velocidad del ciclón repartiendo fuego, ondas de choque y muros de agua.
Si hubiese estado a distancia segura de cuanto sucedía, en una cómoda posición de observador, habría anotado en su hipotético cuaderno que el Atlántico, elevado hasta los mil doscientos metros de altura en forma del tsunami más grande conocido desde el diluvio de Noé, penetró hasta los llanos de la Mancha y más allá sin dar una mínima posibilidad de vida a nada ni nadie que pudiese habitar la superficie. Bosques, pueblos, ciudades y cada obra natural y humana, aplastados previamente por la onda expansiva, fueron barridas de la faz de la tierra con infinita facilidad, arrastrando montañas de escombros en la cresta del muro de agua que llevó la muerte a todos los niveles del sistema. Junto a los escombros viajaban miles, millones de cuerpos marinos o terrestres que fueron depositados en zonas altísimas, a centenares de kilómetros de sus puntos de origen, dando lugar a futuros yacimientos de carbón, crudo y fósiles.
Daba la impresión de que aquel día había sido finalmente el seleccionado por gaia para reiniciar su ciclo, como si fuese una enorme maquinaria que había llegado a su colapso y a la que había que dar vida mediante un borrado masivo, una limpieza natural. Un reset final.
Pero a pesar de la magnitud de la devastación aún se vio magnificada un poco más tarde, cuando llegó la tormenta de fuego provocada por el inesperado segundo impacto, que cayó en tierra esta vez, en el mismísimo centro del desierto del Sahara, apenas a doscientos kilómetros de la muy turística zona de Tassili. Aquel se incrustó en seco, y su efecto duplicó la devastación del anterior al emitir en todas direcciones una pared de magma ardiente que cambió la fisonomía del estrecho de Gibraltar, soldando a fuego África y Europa. Irónicamente el calor generado sopló una burbuja de vacío de miles de kilómetros de anchura que ascendió con rapidez y lanzó sobre el suelo corrientes de aire de la
troposfera a casi doscientos cincuenta grados bajo cero que congelaron instantáneamente cuanto había en superficie, llevando el hielo a lugares donde se estaba desatando el mismo infierno un segundo antes. Las crestas de las grandes tsunamis se convirtieron súbitamente en montañas de hielo, que cabalgaron hasta estrellarse con estrépito contra formaciones graníticas a las que agredieron y despedazaron, dejando millones de trozos de roca liberados para ser arrastrados posteriormente en el retorno de las aguas al mar, y desperdigando regueros mastodónticos de morrenas que no lo son a lo largo de media Europa, contribuyendo al misterioso cuadro de la distribución anómala del granito y sus formas redondeadas.
Era una remodelación natural en medio de lo que había sido el fin de la civilización. Si no quedaban supervivientes haría falta mucho tiempo y conocimiento para esclarecer las huellas de lo que había sucedido, porque todo iba a ser borrado.
Quizás hubo quien lo predijera, pero fue tratado de estúpido. Ni siquiera los discursos tenidos previamente por apocalípticos de hombres como El Ciego, grandes gurús del fin de los viejos tiempos, habían logrado hacer mella en la opinión pública, inerte en su complacencia y alejada de creencias espirituales, insana en una vida de consumo cada vez más perfeccionada.
Lo que la mujer nunca supo es que aunque las autoridades de los países más importantes e influyentes del planeta conocían con perfección la llegada del evento, no pusieron en conocimiento de sus pueblos ni del resto de naciones más pobres lo que iba a suceder, y aquello fue demoledor para la masa. Cuando los extenuados supervivientes al primer cometa comenzaban a levantarse y salir de sus escondites en zonas altas de la península ibérica, exhaustos por el ímpetu de las olas y la noche repentina más negra que el hombre haya conocido, aquella segunda bola de fuego desató una radiación luminosa que volatilizó bosques y animales hasta los Pirineos, propagando un auténtico golpe de guadaña que cauterizó la superficie de los continentes mientras montañas de cenizas, provenientes del fondo oceánico, seguían aumentando el oscurecimiento del suelo.
Los metales en las montañas se fundieron y chorrearon ladera abajo como ríos brillantes y espesos que reubicaron los yacimientos, desprendiendo humos tóxicos que ya no tenían la menor importancia. Las masas biológicas cercanas se volatilizaron, y los ríos se emponzoñaron con abundante ácido nítrico, que tiñó los cursos de agua tras la tragedia de un color parecido al de la sangre muerta, cambiando los mares a un color rojo sucio y llenándolos de peces en putrefacción que esparcieron enfermedades. Por todos lados cuerpos de hombres y animales iniciaron un rápido proceso de fosilización en superficie, quedando sus cadáveres agrupados en tumbas colectivas cubiertas de barro y sedimentos. Otras masas se convirtieron en hidrocarburos, dependiendo de su ubicación durante la crisis, y solo unos pocos bosques se salvaron por determinados motivos, pero eran muy escasos.
Después llegaron otros dos cometas más que completaron el escenario final para la extinción de la sociedad humana y la naturaleza de la que se creía dueña y señora, pero cuando eso sucedió quedaba ya poco en pie que pudiese resentirse. El martillazo había sido brutal, y el grado de aniquilación casi completo en un fenómeno que quedó marcado en la historia humana con el sonoro nombre de “El Gran Golpe”. ¿Quién resiste algo así? ¿Qué ocurre con la mente del superviviente? ¿Cómo se puede volver a pensar que hay futuro? Quizás en el pasado, cuando fuimos sometidos a grandes catástrofes, fuimos así y eso permanezca en nuestros genes, dispuesto para sorprendernos con un primario instinto que se impone en los más duros momentos, quién sabe. El ser humano es así de sorprendente.
En los tres días siguientes la luz del sol quedó obstruida de manera casi absoluta por un manto de nubes negras densas que flotaban pesadamente sobre el aire enrarecido, descargando todo tipo de sustancias tóxicas entre descargas electrostáticas sin precedentes y vientos huracanados. En seis meses esa lluvia ácida acabó con la escasa vegetación que había sobrevivido, sometida a una ausencia total de luz que evitó la fotosíntesis sin la menor esperanza para la flora, cuyas esporas y semillas tendrían que esperar mucho tiempo a cubierto. Esta situación se mantuvo invariablemente por tres años, durante los cuales se extendió una glaciación galopante que acababa de encontrar paso libre para caer por el norte
de Europa y Asia, enterrando en hielo las capas sucesivas de destrucción y muerte. De repente el orden natural había sido abolido de la superficie, llevando todo a sus orígenes sin misericordia, y un amplísimo tablero quedaba expuesto y libre para la llegada de nuevos dueños que lo colonizasen. ¿Ratas? ¿Cucarachas?... Eso sería mucho después.
Mientras tanto, la nada.
La mujer, una casual superviviente, permaneció en el fondo de la grieta salvadora inmersa en una burbuja, un hueco tan mojado como un viejo pozo. Estuvo en un estado latente de sopor que duró días, justo al borde del coma o la hibernación letárgica, con las constantes fuertemente reducidas por los traumatismos y la temperatura del pestilente lugar, donde las maderas acumuladas de los árboles que se habían precipitado comenzaban a descomponerse. Sólo fue consciente de que se había despertado con dolores por todo el cuerpo, y nunca supo como ascendió de aquel embarrado, frío y negro agujero donde había caído, pero sus uñas, casi arrancadas, daban fe de lo descarnada de su voluntad de sobrevivir. La cabeza le dolía muchísimo, pero lo notable es que su cuerpo hubiese resistido al incremento desmesurado de presión, dando testimonio de que algunas personas se benefician de momentos milagrosos de un modo que no se puede entender, como si fuesen piezas de las que el destino no quiere prescindir. Se encaramó sobre troncos y rocas hasta llegar arriba, con la convicción segura de que iba a encontrar un paisaje desolado, pero ni siquiera en su imaginación más severa podía imaginar lo que sus ojos, súbitamente adaptados a la oscuridad, iban a ver. Le costaba mucho respirar, pero una férrea voluntad le confirió esperanza para luchar un segundo más en cada segundo, sacando oro de sus íntimas reservas de fuerzas y rentabilizando su masa muscular. Caos.
Tras encaramarse con un postrero esfuerzo, caminó dando tumbos por sus piernas doloridas por la ladera donde había dejado a sus hijos, pero no había el menor rastro de ellos entre aquella penumbrosa ciénaga. De hecho, no había el menor rastro de árboles, pájaros o cualquier otra cosa que aportase algo
a la lápida negruzca en que se había convertido todo aquel nicho embarrado que se extendía kilómetros ante sí, aunque era imposible divisar tanto.
Cuanto miraba estaba muerto, abrasado, golpeado, ahogado, desmenuzado… Y el viento soplaba muy frío ladera arriba, arrebatándole cada aliento cálido en una burla demoníaca que pretendió olvidar a golpes de espasmo. ¡Y esa penumbrosa soledad…!
Estuvo horas deambulando por la cima, buscando inexistentes caminos en la oscuridad mientras menguaba su ánimo, asimilando la realidad de que todo cuanto tuvo le había sido arrebatado sin el menor aviso. Como un cuerpo que camina sin alma descendió hacia el poblado, hacia su casa luchando contra roca y fango, y gritando los nombres de los niños con la mínima esperanza de que se hubiesen guarecido en lo que fue su hogar, pero, como era de esperar, no había nadie allí. Nadie ni nada. El desastre era total, y sólo los muros pétreos de algunas de las construcciones más viejas y sólidas se levantaban levemente sobre el barro depositado en el valle. La brusquedad de las olas había deformado el terreno, que ahora presentaba multitud de áreas escarpadas y erosionadas con violencia, hasta el punto de que parte del panorama resultaba irreconocible, pero pese a todo ella sabía perfectamente donde estaba. Aquello había sido su pueblo, uno de los lugares más queridos en el mundo.
Todo era un lodo negro y pegajoso que le llegaba a las caderas, haciendo insoportable el esfuerzo de moverse, y aumentando su dolor de cabeza. Comenzaba a apestar de un modo que no era agradable en absoluto, posiblemente por la abundante sustancia orgánica en descomposición que alojaba entre tanta inmundicia, lo cual le erizaba los pelos de la nuca por lo que podía implicar. Sin embargo, la ausencia de insectos era absoluta, porque hasta las larvas habían sido exterminadas en su totalidad por las ondas cauterizantes de las que ella se había salvado. Había mucho silencio, solo recortado por rachas de viento helado.
Sara gritó y gritó, pero sus llamadas desesperadas no encontraron más que eco burlón, testigo de la soledad que ahora presidía lo que antes había sido un lugar idílico. Comenzaba a ser consciente de su infinita tristeza, de lo absurdo de cuanto estaba ocurriendo, y se encontró muy desamparada. Entonces se giró a la montaña donde se había cobijado fortuitamente de tanta destrucción y lo que vió en las tinieblas que ya comenzaba a penetrar la confundió aún más, si cabe. Se restregó los ojos llorosos, muy abiertos ahora, y se aseguró de que no estaba alucinando. Tenía mucha sed, pero ya habría tiempo de beber, o al menos eso esperaba.
Arriba, justo en los riscos donde recordaba perfectamente haber estado con sus hijos apostados en espera del futuro, yacía el casco inconfundible de un gran navío de forma fálica.
Superada la sorpresa inicial, por lo que ella sabía se trataba de un submarino, del que se divisaba claramente la popa y parte del cuerpo tubular negruzco, las aletas posteriores, los timones y dos enormes hélices, todo tremendamente arañado y abollado, en una escena sin duda surrealista y extraída de los cauces del necrófago río de la locura.
¡Un magnífico y ultramoderno navío de guerra arrancado al mar y varado a casi un kilómetro de altura y varias docenas tierra adentro! No era raro que todo se hubiese acabado, después de ver semejante testigo de la furia.
Aunque resultaba muy extraño y desconcertante, no pasó para ella desapercibido entre tanta tristeza el hecho fundamental de que, si el casco había resistido, era el lugar ideal para encontrar víveres no contaminados y medicinas en buen uso. No se detuvo en preguntarse el por qué de aquella aberración, sino que se dispuso a iniciar su asalto, dejándose llevar por un instinto de conservación que tiraba de ella con energía renovada. No tenía ya nada que perder y se encaminó hacia los restos. La sed aumentaba.
Lo que ella no sabía es que aquel buque había sido atrapado por las olas gigantes en alta mar cuando viajaba en una inmersión de trescientos cincuenta metros, incapaz de llegar a puerto debido a una avería de la que no había conseguido reponerse a tiempo. Fue abandonado a su suerte, y el comandante decidió que el lugar más seguro sería la profundidad, pero no tuvo suerte. La ola lo mordió con fuerza. Tras un momento de confusión e ingravidez entre la tripulación, seguido de golpes y giros violentos, fue elevado como un juguete y transportado a velocidades tremendas hasta ser estrellado en su lugar de destino final, el último puerto, a novecientos metros sobre el nivel del medio natural en el que hasta entonces había navegado. Aunque su casco exterior era de titanio y eso lo hizo resistir la furia de la mega tempestad, la violencia del choque había sido tan sensacional que toda la proa estaba deshecha, plegada como un acordeón, y el interior se había convertido en un sarcófago lleno de cadáveres de lo que un día fueron marineros, fallecidos en la triste realidad de la impotencia.
En su ascenso, la mujer observó que el cielo estaba cada vez más negro a pesar de que adivinaba que era de día por el leve resplandor que se abría paso a través de la cobertura. La luz era la equivalente a la de los estertores del crepúsculo, pero a pesar de la fatiga no dudó en subir de nuevo la montaña que a saltos y resbalones había bajado. Se dio cuenta de que horas antes había pasado al lado de la mole colgante de acero, pero en su lucha por llegar al poblado y a lo que fue su casa no había reparado en nada, también en parte muy confundida por tanta oscuridad inesperada.
Mientras ascendía recapituló y se dio cuenta a ojo de que no había quedado nada, ni siquiera en las planicies y montañas desoladas a lo largo de todo el horizonte a la redonda, en las que las aguas habían dejado promontorios de barro, escombros, peces muertos… y seguramente cadáveres de todos los tipos y edades, eso era inevitable. Había visto muchos restos entre el lodo próximo, brazos que salían a superficie, cabezas casi irreconocibles, pero su cerebro omitió deliberadamente detenerse en ello para ahorrar algo de espanto a la máquina del intelecto. Sabía que pronto el hedor a descomposición sería terrible y muy tóxico, pero lo importante ahora era sobrevivir. Nunca había sentido tanta fuerza para seguir adelante, y eso la sorprendía en medio de aquella muerte desatada en la
que ni tan siquiera podía detenerse a pensar en la ausencia de los niños que habían sido sus hijos. ¿Por qué había sobrevivido? ¿Cómo?
¡Sus hijos! Ya encontraría el momento para llorar, pensó. Su cerebro la estaba compensando con un sutil velo de endorfinas, evitando que se desplomase del todo antes de poner el cuerpo a salvo.
Lo primordial, lo vital ahora, era acceder al casco del submarino. Si conseguía entrar en la nave estaba segura de que encontraría los alimentos y el agua que tanto necesitaba. ¡También quizás alguien que la ayudara a buscar a sus hijos, quien sabe! Pero era pronto para pensar en eso, y excesivamente optimista viendo lo ocurrido. Mientras triscaba sudaba, y eso no era bueno, porque le faltaba agua y la sensación de sed subía, pero el esfuerzo era tan necesario como inevitablemente agotador.
Muy cansada, débil y cubierta de un pegajoso barro que curiosamente la aislaba en parte del frío llegó junto al insólito ocupante de la cresta, un extraño capricho humano hecho para los fondos marinos que orgullosamente había paseado por el mundo sus habilidades para portar muerte en completo silencio. Era imponente y estaba muy deteriorado, como si a pesar de su tamaño hubiese rodado violentamente, pero sólo presentaba síntomas de colisión grave en la proa, aplastada y muy arrugada, igual que un coche enorme que hubiese chocado frontalmente. Aquella nave había sido lanzada muchos kilómetros tierra adentro con la misma facilidad que una pluma, pasando sobre llanos y montañas hasta acabar encallando muy lejos de su lugar de origen. Si quedaba alguien con vida en su interior sin duda habría estado expuesto a golpes, cabeceos y tumbos demoledores que habrían deshecho sus huesos, y por tanto era más que posible que después de su visita siguiese sola. Sabía que iba a encontrase con la muerte cara a cara, pero no tenía opción.
Toda la anterior arrogancia de navío grande y poderoso había quedado reventada en un instante, pasando a ser un mero cascarón de metal noble colgado de un lugar para el que no había sido concebido.
Pudo acceder al interior por un enorme boquete que se abría en la zona donde el morro había sido destruido, y lo primero que vió es que el barro había anegado los compartimentos delanteros. Estaba muy oscuro, cómo no, pero la providencia y alguna luz de emergencia aún activa la hizo encontrar pronto varias linternas en una de las paredes. Funcionaban perfectamente, y su luz blanca le pareció maravillosa. Observó que las inscripciones por todos lados eran en cirílico, de lo que dedujo que la nave tenía procedencia rusa, posiblemente un remanente de los viejos tiempos en que compitieron por la supremacía de los mares con los navíos yanquis.
Se movió entre hierros retorcidos con mucho cuidado de no cortarse con los abundantes filos y anduvo en ligera pendiente ascendente, intentando no pisar nada peligroso o insano. Así fue pasando una tras otra las diferentes escotillas, hasta llegar a un sitio donde la compuerta estaba bien cerrada con una de esas llaves giratorias parecidas a ruedas de timón, tan corrientes en los barcos. Olía muy mal, y pretendía olvidar por qué, aunque su inconsciente se lo gritaba una y otra vez haciendo que se le retorciera el estómago. Todo resultaba inmundo. Golpeó con un tubo que encontró en el suelo la puerta, como había visto hacer en alguna película, por si alguien contestaba al otro lado, pero no halló respuesta alguna, así que giró la rueda. Estaba muy dura pero cedió de manera más o menos fácil, y después tiró del último pestillo confiadamente.
¡Entonces cayó de espaldas cuando el tapón de metal se abrió con estrépito bajo la presión de toneladas de agua que fluyeron casco abajo hacia la proa, aprovechando la pendiente! Lo peor fue que con el agua iban cuerpos humanos muy hinchados, que quedaron aprisionados en el habitáculo donde Sara estaba en esos instantes, apilándose en una deforme masa amoratada al fondo de la estancia. Apestaba a superficies estancadas e insalubres, y comprendió que aquellos desgraciados habían intentado guarecerse obturando las compuertas, pero que inesperadas filtraciones los habían sorprendido en el otro lado sin darles tiempo a salir. Eran muy jóvenes por lo que aún podía ver, y sintió una enorme pena que la embargaba.
¿Y sus hijos? ¿No eran jóvenes sus hijos? No, aún no era el momento.
Contuvo su grito tan sólo porque sabía que no serviría de nada, y aguantando la respiración entró valientemente en el lugar donde habían perecido todos los desgraciados ocupantes intentando darse la mayor prisa en buscar lo que le interesaba. Aquello estaba lleno de más cadáveres amontonados y cacharros de todos los tipos que se mostraban bajo los rayos de luz que proyectaba la linterna. Parecía tratarse del comedor, y en un lateral encontró lo que podría ser un almacén de provisiones, por lo que se felicitó ya que era la primera vez en todo el día que sentía el auxilio de la suerte. Aunque estaba revuelto, encontró latas de conservas y botellas de agua mineral, una de las cuales bebió con rabia agradeciendo su frescura. Ni siquiera el olor la hacía detenerse mientras rehacía su organismo exhausto, y fue reuniendo cuanto material podía necesitar mientras un horrible picor le asaltaba la nariz y los ojos, un picor que sabía a qué tipo de repelencias era debido.
Encontró una especie de saco de campaña con asas cargado de patatas, y aguantando el asco que sentía por el insoportable hedor a cadáver lo vació y llenó de viandas hasta donde fue capaz, ponderando su peso. También se armó de valor y en previsión de un futuro incierto cogió una pistola con munición de la cintura de quien pudo haber sido un oficial, además de una navaja-brújula, baterías, mecheros, una manta térmica y algunas cosas más que metió precipitadamente en el saco. Todo estaba empapado, pero sabía que iba a ser un tiempo duro y fuera el ambiente no podía ser más hostil. Necesitaría cada una de aquellas cosas.
Después, arrastrando el saco, salió precipitadamente enganchándose por todos lados como quien lleva el diablo y no miró atrás, ni siquiera cuando se dio cuenta de que ese tipo de navíos solían estar activados por energía nuclear, y que si el reactor tenía alguna fuga... Se alejó varios cientos de metros como perseguida por el diablo, y entonces, respirando ya más calmada, fue cuando volvió a ver en toda
su amplitud el panorama desolado que se extendía entre falsas tinieblas alrededor de la montaña, y lloró tan amargamente como nunca en su vida lo había hecho.
Ese fue el momento en que recordó a los chicos con un aire tierno, de una densidad dulce entre tanta destrucción. Suspiraba, pero le faltaba aire para llenar sus cansados pulmones, y sin embargo algo tiraba de ella para que siguiese adelante, para que no desfalleciera. Pocas veces alguien ha estado más triste entre tanta soledad, y ese era un peso que dolía hasta la extenuación, demasiado como para permitirle salir de la encrucijada diabólica en que de repente se había visto inmersa.
Lloró amargamente, de manera profunda, dejando salir toda la desesperación en cada lágrima y aliviando el alma. Fue tremendo.
Decidió que para poder sobrevivir aquella sería la última vez en mucho tiempo que lo haría por sus hijos, y su cerebro, en un ejercicio de auto-protección, aparcó su recuerdo hasta que pudiese asumirlo. No era frialdad, sino necesidad impulsada por la desesperación. Sara estaba terminando su duelo en un tiempo récord, tan sólo porque los más ocultos instintos se apoderaban de ella para darle una esperanza.
Hacía muchísimo frío y tenía que pensar, trazar un plan…
Si hubiese visto el planeta desde la órbita estaría perpleja observando como en el centro del atlántico, bajo la capa de hollín estratosférico, aún permanecía al rojo vivo una gran porción de las nuevas tierras emergidas alrededor del punto de impacto principal. También el Sahara refulgía, y ese calor permanecería durante meses, mientras el magma de superficie se iba enfriando en la cuenca. Poco a poco la capa negra voladora que cegaba el sol acabaría engullendo el resplandor hasta caer en forma de nutrientes sobre el suelo, alimentando a una incipiente nueva naturaleza, pero faltaba mucho para eso.
La mujer solitaria resolvió inconscientemente que caminaría hacia el norte, siempre hacia el norte (¿dónde estaba el norte?). Pensaba que hacia el sur aun había estrecho de Gibraltar, y eso la condicionó, afortunadamente, porque si hubiese tomado esa ruta se hubiese encontrado con nuevas e infranqueables cordilleras, seguidas de mares de magma. Disponía de una brújula militar para ello, así que ya aprendería a usarla, aunque nunca se enteraría de que el norte ahora, tras los impactos, se había desplazado casi nueve grados de su posición inicial. Eso no cambiaba nada. Pensó que se alimentaría de los avituallamientos que pudiese encontrar por el camino, y aprovecharía cuanto la fortuna le suministrase, pero no se detendría, porque presentía que si alguien había sobrevivido sería muy lejos de aquella zona ahora terrible y mustia, quizás en el lugar donde las grandes olas se hubiesen detenido, en las montañas más distantes. Desconocía que esos lugares se habían convertido en zonas de incineración tras el segundo impacto, inmensos crematorios donde hasta el hierro se había fundido.
Y así lo hizo. Durante meses que parecieron años se movió con entereza entre unas tierras solitarias que olían a la descomposición de millones de cuerpos de toda clase de seres y a la putrefacción de peces y plantas, aprendió los efectos de la lluvia ácida y sus picaduras como escorpiones en su misma piel, sobrevivió al frío y a la falta de alimentos, a la diarrea, a las aguas negras y en una ocasión incluso encontró un vehículo todo terreno en buen estado y a salvo de escombros que le sirvió hasta que se quedó sin combustible.
¡Había
encontrado
un
todo
terreno! ¡Qué ironía! ¿no?
No había carreteras ya, bien ocultas bajo el estrato de barro que estaba solidificándose a medida que el agua se evaporaba y que suprimía
los rastros de la civilización humana hasta lo increíble. Era como si nunca hubiese existido nada más que desolación debajo de aquel impenetrable cielo penumbroso eternamente oscurecido en el que de vez en cuando encontraba algún providencial resto de humanidad, aunque ello era algo que escaso consuelo podía dar ya. Desde las cimas, los valles se veían negros como bocas de lobo, solo ocupados por metros y más metros de lodo emponzoñado.
En una ocasión halló los restos de una muñeca de plástico que seguramente había flotado sobre las olas asesinas, y se preguntó de donde habría venido y quien la habría acariciado en vida Quiso saber el por qué de tanta tristeza, y no supo qué responderse, porque todo era gris opaco, feo. Con ella en brazos Sara caminaba sin descanso, cruzando campos y valles con la ropa hecha jirones en una estampa de locura dentro de un mundo aséptico e incinerado. Seguía dejando sus pisadas en una tierra vieja reconvertida en nueva, en una corteza invertida que escondía la volatilidad de la vida entre sus capas de cebolla, y de ese modo se fue admirando de su insospechada fortaleza.
Se alimentaba de conservas bien racionadas y ocasionalmente de cuanto encontraba en su ruta, pero siempre que se tratase de sustancias enlatadas (habían quedado muchas en la superficie), porque todo lo que el terreno brindaba era venenoso y ocre.
Solía dormir al amparo de cualquier roca o tronco ya semi-petrificado, encantada de que las especies depredadoras también hubiesen desaparecido, y acurrucada entre telas malolientes recogidas del lodo seco que la aislaban del incipiente frío. Había visto en ese tiempo intentos de musgos y líquenes por surgir de tanta miseria, pero la ausencia de luz y la escarcha acababan con ellos en breve. Sin duda la naturaleza seguía agonizando después del golpe tremendo a un ritmo despiadadamente tortuoso, pero se adivinaba su fuerza, y eso la consolaba en parte, porque sabía que algún día volvería el verdor en medio de un Sol que yacía escondido tras el manto de hollín suspendido en las alturas. Su misma piel estaba blanqueándose lentamente de tanta oscuridad, y comenzaba a sentir que el cuerpo se le debilitaba, pero continuó racionando la escasa agua de que disponía mientras una enfermiza delgadez
se hacía evidente a la vez que sus dientes perdían el esmalte y entraban en un proceso decadente que nunca hubiese imaginado tiempo atrás.
Entonces la vio en el siempre negro horizonte, y al principio creyó que era una especie de relámpago o algún fenómeno natural, pero después ambos ojos y el cerebro coincidieron a trío en que no era así. Se trataba de una luz, un rayo fino y brillante de color rojo que ascendía desde la distancia y se perdía en las densas nubes. Su diseño era rectilíneo, orgulloso, y se alzaba como si fuese el único haz controlado en un millón de kilómetros. Sara se sintió estremecer, porque aquello sólo podía significar una cosa: tenía que haber energía detrás de aquel fenómeno, y si esto era así, seguramente vida. No tenía ni idea de donde se encontraba, pero era igual ¡Había que llegar allí y averiguar cuanto fuese posible!
Intentó calcular la distancia, pero no pudo. La zona donde se encontraba era muy llana, y resultaba difícil precisar ese detalle. Además, no había tenido hasta entonces prisa alguna y no iba a correr ahora por una urgencia que no sabía ni si obedecía a causa razonable. Disponía de alimentos que consumía con prudencia, y su situación no recomendaba alterarse en exceso, así que se limitó a caminar con una buena dosis de calma. Había comenzado a nevar con fuerza esa tarde, por lo que se apretó inconscientemente la manta térmica a su ropaje multi-miseria y continuó la ruta. A pesar de todo sentía un nudo peculiar en el estómago, y eso no pudo acallarlo, sabedora de que no era hambre todo lo que había detrás del incómodo lazo. Se anudó bien las telas de los pies y volvió a sentir el frío hielo penetrándolas.
Por el camino estuvo conjeturando sobre quien podría ser el que estuviese más allá de ese fenómeno evidentemente artificial, e imaginó a personas solitarias, a grupos organizados, a mala gente, a buena gente, a científicos, a militares… estuvo dándole vueltas y llegó a la conclusión de que en verdad le daba igual llegar a un sitio donde no fuese bienvenida, pero que le encantaría volver a ver
seres humanos aunque sólo fuese para estar con ellos un momento. Sería espléndido saberse de nuevo acompañada, mirar unos ojos, sonreír...
Pero mientras más se acercaba más difícil le resultaba saber qué era aquello y si detrás había alguien. En principio se trataba de un edificio perfectamente cilíndrico de unos doce o trece metros de diámetro, aunque desde lejos le había parecido mucho más alto y estilizado. La luz que la había atraído salía de su parte superior, a unos cinco metros de altura, y ahora había cambiado su tonalidad del rojo al verde, aunque apenas se veía en el cielo muy enrojecido. Era perfectamente vertical y concentrada en un haz de aspecto capilar estrecho que se mantenía así hasta las alturas.
Era como un faro, si, un faro en la inmensa soledad del post-mundo, pero ¿para qué? En un momento determinado algo muy dentro le dijo que se fuera de allí, pero esa voz quedó ahogada por la necesidad apremiante del refugio y descanso que aquello comenzaba a prometer. Quería entrar, y no estaba dispuesta a oír advertencias no fundamentadas más que en el miedo y la ignorancia. El exceso de soledad eliminaba las llamadas de la prudencia, y de ese modo la mujer siguió acercándose al sitio.
Llegó.
Sara se situó despacio hasta poner su mano sobre la estructura. Era fría y de tacto similar al cemento, muy fina y totalmente blanca, aunque el color aparecía muy castigado por la catástrofe, indicando que ya estaba allí antes de que todo sucediese ¡Qué tontería, pensó, cómo no iba a estar! Al principio creyó sentir algo en el edificio y apartó el brazo, pero después lo puso de nuevo con determinación sobreponiéndose a su instinto. Era como un pulso, una vibración regular… No le dio importancia, porque pensó que dentro debía haber algún tipo de maquinaria en funcionamiento, quizás la que alimentaba la luz de arriba ¿Un generador? ¿Eso sería todo?
Al dar la vuelta a lo largo del perímetro vió que había una puerta con uno de esos sensores dactilares luminosos imposibles de falsificar aún en funcionamiento. Sin duda el acceso estaba bien protegido. A sus pies surgía una escalera con barandilla que, contorneando la estructura, se internaba en el suelo duro, lo cual indicaba que aquello era la parte alta de lo que podía haber sido una construcción cilíndrica de mayor altura, ahora muy enterrada después de depositarse los sedimentos.
No sabía que podía haber sido aquello, pero pensó que se trataba de una especie de torre de vigilancia o algo así. Imaginó los alrededores cuajados de bosques, y no le pareció una mala opción, pero desde luego era imposible saber qué era lo que en el pasado cercano rodeaba al enclave, porque todo estaba tan devastado y resquebrajado como cuanto había visto con anterioridad.
Le hubiese gustado entrar, pero en aquellos momentos estaba casi segura de que allí acababa su investigación, pues no imaginaba el modo de poder acceder a una puerta de seguridad protegida por sensores táctiles. Gritó llamando desesperadamente a quien quiera que hubiese dentro, pero no obtuvo respuesta. Iba a alejarse ya cuando en un último impulso colocó el pulgar sobre la pequeña placa metálica, y para su sorprendida alegría la puerta se abrió ante ella con un ruido sordo y ligero. Fue muy extraño, porque no entendía el motivo por el cual alguien se había tomado la molestia de instalar aquello y no introducir un código o algo similar. Pensó que igual se trataba de algún tipo de refugio
totalmente abierto para quien fuese que llegase a él, y aislado de ese modo tecnológico para evitar el acceso de animales y demás (¿animales y demás? ¿Qué era “demás”?). Decidió que no iba a rechazar el bienestar que se le brindaba después de tanto vagar por campos muertos.
No podía perder nada más que la vida, a fin de cuentas.
Había abundante luz en el interior, eso fue lo primero que la asaltó. Una claridad blanca que deslumbró a unos ojos que hacía meses que habían dejado de percibir la radiación cotidiana del maravilloso sol perdido. Provenía de unos haces situados en el techo, y brillaban de tal modo que tuvo que retirar la mirada y esperar unos minutos para soportarlo mientras sus ojos iban adaptándose a lo que parecía una agresión. Una vez dentro resultaba diferente, porque la luz pareció adaptarse a sus condiciones visuales con un suave y calculado balanceo que le permitió mirar alrededor sin problema. Alguien había tenido en cuenta ese pequeño detalle, y lo agradeció.
Todo estaba vacío, impoluto, salvo una gran pantalla de plasma situada a la izquierda, y era discernible cada metro de la pared desprovista de esquinas que ceñía el perímetro. Observó al cruzar el marco que el espesor de esta pared era muy estrecho, así como el de la puerta automática, y se preguntó como había sobrevivido al embate de los elementos desatados cuando ninguna estructura quedó en pie en todo el trayecto que había recorrido, incluyendo desde grandes muros de piedra a construcciones modernas de cemento armado. Resultaba raro, porque lo que veía se adivinaba frágil. ¿Acaso ella no lo era y había pasado también la prueba? Se calmó su pensamiento.
¡Y esa altura que suponía enterrada más abajo, justo bajo sus pies…! Había sido barrida sin duda como todo lo demás, pero había resistido al aluvión de barro con total entereza en un gesto impredecible de chulería arquitectónica. Sí, era muy raro, pero a fin de cuentas, era real, y lo demás no importaba.
Observó que en el centro una escalera de caracol descendía hacia lo que debía ser una lógica planta inferior, y al fondo unos peldaños incrustados en la pared llevaban a una trampilla, también automatizada mediante un sensor, que subía al techo del que partía la luz verde.
Al dar unos pasos hacia el interior una imagen de mujer apareció repentinamente en la pantalla, que tomó vida en un movimiento programado por alguien. Era el primer plano de un rostro neutro, agradable y sereno, sin ningún carácter racial discernible. Se veía en su cuello una marca oscura similar a un tatuaje, y aquello chocó a Sara porque parecía fuera de lugar, como el producto de un mal guionista de series de ciencia ficción. Demasiado tópico, simplemente. Entonces se oyó una voz en tono suave emitida desde aquellos labios:
Bienvenido a Estación Ninguna. Si se halla usted dentro es porque ha sobrevivido a una crisis de gran trascendencia. Felicidades. Seguro que estará muy confundido y cansado, pero aquí tendrá cuanto necesita para garantizar su seguridad durante un periodo largo de tiempo. En la planta baja encontrará habitaciones para alojarse, aseos para sus tareas personales, un departamento médico si lo necesita y abundante cantidad de provisiones. Este sistema no está capacitado para decirle si hay actualmente más personas alojadas en la estación, pero estamos seguros de que logrará adaptarse y conservar las dependencias hasta que aparezcan los equipos de ayuda. Mientras tanto, sepa convivir y aguardar con paciencia. Encontrará unas normas internas básicas en cuanto baje a la zona de supervivencia, así como instrucciones para usar los medios de comunicación no automatizados de los que dispone la estación. Le rogamos cumpla rigurosamente con cuanto se le pide. Todas las funciones de control están programadas en el ordenador, activado tras la detección de la crisis, con circuito cerrado de alimentación que no le es accesible, por lo que no debe preocuparse por el mantenimiento de los sistemas. Sobre el edificio se ha encendido el faro láser que seguramente ya habrá visto y se emite una señal
de socorro en múltiples bandas a fin de reunir a más supervivientes como usted, por lo que no debe de extrañarse de su llegada, sino más bien ayudar a su adaptación, si es que esto ocurre. Por último, le recordamos que la higiene del conjunto es necesaria para la correcta convivencia entre los alojados, por lo que le sugerimos que establezca los turnos pertinentes de limpieza y ordenación del espacio, si es que aún no los hay. Gracias y feliz estancia.
La imagen de la mujer desapareció y en su lugar quedó un marco negro. Sara sonrió. ¡Finalmente se trataba de un refugio! De repente estaba muy sorprendida por el giro que había tomado el asunto, pero se sintió aliviada ante la posibilidad de poder darse una ducha como las de antes, con agua limpia y transparente, en un lugar, a fin de cuentas, preparado para grandes desastres. Además, estaba claro que la instalación había sido diseñada por alguien interesado en el bien de sus ocupantes, por lo que sus temores y reticencias se fueron rápidamente.
Dedujo que Estación Ninguna (¡qué curioso nombre!) había sido levantado por el gobierno, protección civil o quienquiera que fuese que se encargase de esas cosas hacía tiempo. ¿Quién si no? Desde luego no era militar, eso estaba claro desde el primer momento, porque dedujo que nunca hubiese sido tan fácil acceder al interior. Miró alrededor y se preguntó una vez más si estaba sola.
Caminó al fondo hacia la escalera mientras la puerta exterior se cerraba tras ella de modo automático. Se asomó al hueco gritando unos tímidos “hola, ¿hay alguien ahí?”, pero nadie contestó. El descenso era por una espiral de caracol bastante cómoda para su anchura, y aunque no supo cuanto profundizó, si era un tramo considerable, iluminado esta vez por una luz azulada. Al fondo, tras un descansillo, otra puerta automática aislaba lo que parecían ser las instalaciones habitables de Estación Ninguna.
El lugar se hallaba vacío definitivamente, además de pulcramente impoluto. Flanqueando un amplio pasillo vio muchas habitaciones equipadas, pero nadie había estado allí, eso se notaba. Cada una tenía su cama, juegos de sábanas y mantas, ropas de varias tallas, útiles de aseo, calzado variado… Todo lo necesario para una estancia en un ambiente espartano, pero suficiente. Las cosas aparecían algo desordenadas debido a los temblores de tierra, pero se notaba la presencia del caos y no de la mano humana en ese desorden. Todo estaba casi perfecto, y prometía ser mejor.
Al fondo del pasillo se abrían varios aseos con ducha perfectamente equipados. El agua corría prometedoramente sin problemas a una temperatura agradable, y Sara no tardaría en recordar sus beneficios mientras la costra horrible que tapaba su piel se deshacía con cada gota. Sería cuando terminase de inspeccionar.
Unos de los pasillos laterales iba directamente al gran comedor con mesas cuadradas y sillas caídas, que a su vez comunicaba con la cocina, amplia y bien equipada. Se podía hacer comida en abundancia para muchas personas en aquel lugar, sin duda.
A su izquierda se entraba a uno de los almacenes de alimentos, donde habían montones de latas de conservas de todos los tipos, comida deshidratada, arroces, pastas, así como bebidas no alcohólicas. Al fondo se accedía a la cámara frigorífica, donde permanecían ultracongeladas abundantes provisiones de carne y pescado a una temperatura perfecta. Contra todo pronóstico, parecía el paraíso de un buen cocinero, lo cual resultaba ciertamente extraño. Ella lo había sido antes, cuando el mundo resultaba seguro, pero no estaba ya convencida de recordar aquellas recetas ni de tener ganas de cocinarlas. Eso también se había derrumbado.
Y tampoco había nadie a quien ofrecer una buena cena.
¿Los niños, sus hijos? Más tarde, más tarde… aún no. Sabio cerebro.
En el otro pasillo lateral se repartían una sala de comunicaciones sin señal alguna que recibir, una sala de juegos y de televisión con muchos DVD, y una biblioteca perfectamente surtida.
Para completar el entramado, el complejo disponía de una sala médica dotada de abundante material y medicamentos.
Todo lo que se podía necesitar para resistir a una crisis de larga duración y mantener la mente ocupada.
Después de centenares de gélidas noches a la intemperie, el confort que encontró entre aquellas paredes le resultó extremadamente agradable, suficiente para rehacerse de la debacle humana en que estaba sumida. Tras ducharse y desprender la inmundicia acumulada en la piel consiguió descansar sin escuchar ese frío viento de la llanura ni sentir el frío que helaba los huesos. Ser rozada por el tacto agradable de ropa fresca y limpia fue todo un placer que agradeció con un sueño excepcionalmente intenso que se prolongó muchas horas. No sabía que estaba tan cansada.
Puestas así las cosas, pasó largo el tiempo y Sara se sentaba con frecuencia arriba, muy abrigada y con un buen libro, a la luz del haz láser que tocaba inmóvil el cielo. Miraba al horizonte ansiando el momento en que apareciera el primer rayo de sol, pero ese día no llegaba. Se sucedieron lluvias ácidas, nevadas enormes y vientos huracanados, pero nadie más llegó al reclamo de aquel lugar luminoso en medio de la esterilidad solitaria y mortal. Nadie, pero al menos sus condiciones de vida eran estables, y a juzgar por las existencias que se acumulaban en la despensa podría prolongar su estancia muchísimo tiempo.
Un día se le ocurrió intentar sembrar semillas (había un herbolario) en el entorno, pero pronto desistió porque el suelo estaba muy duro y rocoso. Necesitaba algún tipo de herramienta, pero no había
en la instalación algo que se le asemejase, así que sin importarle lo más mínimo olvidó la idea y se fue a la sala de ocio. No estaba para romanticismos, así que se puso un par de películas, que era el único modo de recordar como era el trato humano en su mente solitaria. A veces pensaba que parecía como si nada hubiese ocurrido, como si tras intentar arreglar las flores de su casa se estuviera peleando con el sofá para no dormirse mientras la peli avanzaba. Sí, era como si de repente se hallase trasladada al pasado, a un tiempo casi cercano donde todo era diferente y justo.
Se quedó dormida con sensaciones plácidas mientras en los altavoces sonaba “with or without you”, de U2.
Y entonces vinieron ellos.
Al principio pensó que eran formas imaginadas por una mente que ya llevaba excesivo tiempo alimentándose de soledades y recuerdos, pero la persistencia de la visión la convirtió en realidad, y ya no pudo negarse más a lo que sus sentidos le decían.
Aleteaban en la distancia, y observó que parecían moverse en parejas. Sara pensaba que podía tratarse de alguna especie de gran pájaro que hubiese sobrevivido al cataclismo, quizás algún carroñero, pero la verdad es que le parecían desde lejos mucho más grandes que aquellos que ya conoció en el turbio pasado. Sin embargo la lejanía a la que se movían no la dejaban ver más detalles que pudiesen revelarle de qué tipo de animal se trataba, y eso le creaba cierto desasosiego. Eran ágiles y rápidos.
A veces pasaban jornadas sin que apareciesen, pero un amanecer que no se distinguía de las demás partes del día excepto por rematar las noches más oscuras que se puedan imaginar, dos de aquellas criaturas se posaron esplendorosamente a escasos cincuenta metros de la estación, y Sara no salía de un asombro que hasta aquel entonces creyó indesbordable. Llevaba largo rato en el techo, leyendo un libro de Tonia Cornwood a la luz enrojecida, pero cuando percibió cuanto ocurría se levantó
con prudencia, sin alejarse de la escotilla que llevaba abajo, por si precisaba repentinamente de la seguridad del refugio. Abrió sus ojos hasta casi salírseles de las órbitas, porque lo que estaba viendo no le resultaba entendible.
Eran un macho y una hembra. No supo por qué, pero estaba segura de eso desde el principio. Tenían cuatro poderosas patas terminadas en garras negras largas y muy amenazantes, que restallaban cuando entraban en contacto con el suelo. Las extremidades delanteras poseían, por lo que podía observar, ciertas habilidades para prensar objetos, pudiendo apoyar todo el cuerpo sobre las traseras para moverse erguidos, no carentes de torpeza, eso sí, pues estaba claro que eran cuadrúpedos, aunque dotados de dos extremidades adicionales que eran las alas.
El tramo comprendido entre pecho y cadera se notaba grande y robusto, muy musculado, de un color verde fuerte pero moteado en otros colores vivos que iban desde el rojo al anaranjado, terminando en un largo cuello sobre el que una cabeza grande soportaba las amplias mandíbulas y dos ojos muy penetrantes e inexpresivos, similares a los de los reptiles.
Por detrás, tenían una cola larga terminada en punta que parecía equilibrar el peso del cuello. Sus alas resultaban finas y de una envergadura extraordinaria, parecidas en geometría a las de los murciélagos. Unos doce metros aproximadamente, según los apresurados cálculos que pudo hacer mentalmente con las escasas referencias de que disponía en aquella nada perfecta.
¡Y el colorido! Era extraordinario, sin duda. Ni la más bella mariposa podría rivalizar con la apoteosis de colores vivos que llenaban a ambos animales: azules intensos, rojos brillantes, verdes fosforescentes, amarillos perfectos, y un sin fin de degradados capaces de seducir a la madre creación pese a la devoradora oscuridad impuesta para abolir la belleza. Además, no había coincidencia entre macho y hembra. Era como si cada uno tuviese su firma particular, su propio esquema de piel, y
aquello los hacía aún más hermosos, personalizados y únicos. Parecían emitir luz propia, alguna especie de energía que enfatizaba sus colores en el negro ambiente.
Cuando tras horas de dar vueltas en las cercanías levantaban el vuelo y planeaban casi suspendidos en el aire con las alas totalmente desplegadas resultaba imposible dejar de mirar, mientras se oía nítidamente su pausado batir potente cortando el viento. Casi levitaban. Debían tener unos sacos aéreos enormes para poder mantener en vuelo todo ese peso con tanta soltura y elegancia, pensó la mujer. No sabía que clase a animal era ese, pero todo le decía que no se trataba de una criatura común en la naturaleza que acababa de extinguirse, que más bien parecía un híbrido, una mutación o algo así, y eso la asustaba, aunque el magnetismo del encantamiento no la dejaba guarecerse.
Se movían a diario constantemente alrededor del edificio cada vez más confiados y hurgaban en el suelo con sus garras y colmillos, hundiendo las mandíbulas como excavadoras y levantando columnas de polvo que obstaculizaban a veces la espléndida visión. De vez en cuando elevaban la cabeza y comían algo, que Sara en principio pensó horrorizada que podían ser restos de animales o personas que aún estuviesen suficientemente aptos para servir de carroña, pero después comprendió felizmente que no se trataba de eso. Era otra cosa lo que devoraban.
Aquellos animales, contra todo pronóstico, estaban comiendo ceniza, y lo hacían en grandes cantidades. Hurgaban en el suelo buscándola, la sacaban en forma de terrones y piedras, y la masticaban con estrépito, dejando el suelo removido y con un matiz rojizo que le recordaba a los campos arcillosos y gentiles que tanto había visto en el pasado sin darles la menor importancia. ¡Como cambia el orden de las cosas según nuestros intereses personales!
Ambas criaturas estuvieron así durante días, y Sara, intentando aclararse, hurgó en la biblioteca para intentar averiguar algo sobre aquella especie extraña en los libros de historia natural, pero no halló nada ni tan siquiera parecido. Ni en los tratados serios sobre animales mitológicos, como dragones y
quimeras, pudo encontrar nada similar a lo que allí fuera escarbaba y resoplaba, aunque pensó que tal vez si hubiese algo que se le asemejaba lejanamente. Era fascinantemente loca la posibilidad, porque por un lado podría tratarse de un dragón chino, caracterizado por su cuerpo serpenteante y por tener cuatro patas, pero por otro lado estaba dotado de dos alas, como el posterior dragón europeo. En cualquier caso ¡un dragón! A esa anomalía habría que sumarle el colorido exacerbado de la especie, no referenciado en ninguno de los estudios sobre estos míticos seres, con lo cual podría tratarse de un híbrido peculiar, pero carente en principio de características notables, como la capacidad de generar fuego en la boca. O al menos eso esperaba.
En definitiva, aunque había semejanzas, aquello felizmente para su cordura, resultó que no era un dragón, y eso era plenamente lógico, porque, al menos que ella supiese, los dragones nunca habían existido.
Pero… ¿Y por qué surgieron sus leyendas en múltiples lugares del mundo sin conexión cultural entre ellos y trascendiendo las épocas? Sara dejó un sencillo espacio equivalente a al silencio que corrió sobre la pregunta, pero ciertamente era difícil pensar que la fantasía humana hubiese divagado tanto como para imaginar esos seres al unísono en medio mundo sin tener un tronco común, un detonador. Quizás alguien en el pasado remoto había visto algo parecido a lo que ella observaba desde el techo de Estación Ninguna, y eso había dejado la base para la leyenda, quien sabe. A fin de cuentas, con el paso de los eones, ¿qué no es leyenda?
Subió una vez más, con la sensación de que se trataba de un animal nuevo, una mutación, una especie recién aparecida o que quizás había estado oculta de la mirada del hombre, pero que desde luego no había sido referenciada en ningún libro científico o profano ¿De donde podía venir?
Se sentó con las piernas colgando en el filo del techo, y siguió mirando a aquella pareja de bestias maravillosas con mucho menos miedo que antes mientras removían el suelo con fuerza y masticaban
montones de ceniza que parecían engullir encantados en una extraña y poco digestiva transformación. Hubo un momento en que uno de los animales le puso los ojos encima, y Sara, pillada in fraganti, sintió todo el peso de una curiosidad profunda y reconfortante, una mirada que parecía decirle de algún modo que no debía preocuparse por nada, que no tenía que temer. Le pareció precioso, y se preguntó como serían aquellas alas fuera de la oscuridad que envolvía al mundo y volando bajo los rayos amables del sol. ¡Ojalá pudiese verlas alguna vez! ¿Estarían hechas también para la luz? Imposible saberlo.
Aquella noche, mientras fuera caía una nevada extraordinaria, soñó por vez primera con sus hijos desde que los perdiera un jueves terrible de muchos meses atrás, y se sintió bien con la imagen y el trato que la mente hacía de su recuerdo. Hacía tiempo que había omitido pensar en ellos, en un intento por contener un dolor que la destrozaba por dentro y que no podía permitirse, pero ahora, de repente, fue capaz de asumir el realismo descarnado con entereza y comprensión, entendiendo que quizás había llegado el momento de madurar dentro de la debacle y sobreponerse al horror. Aunque lloró intensamente, era otro tipo de llanto el que de ella surgía, y supo que algo en su interior había cambiado, posiblemente por la llegada de aquellos animales, aunque no entendía por qué.
Si sus hijos hubiesen sobrevivido también habrían gozado muchísimo con su presencia eso seguro, pero ¿quién no? ¡Eran tan fantásticos…!
Al día siguiente, para su sorpresa, vinieron tres más, y los cinco estuvieron horas devorando la negrura del suelo a pesar de la nieve acumulada durante la noche. Cada cierto tiempo liberaban un buen montón de excrementos humeantes, algo parecido a tierra, y los esparcían con su hocico largo y ancho. Sara observó que ninguna otra criatura pisaba ya ese lugar después, como si quedara marcado para siempre. Había observado algo parecido el día anterior, pero no le había dado más importancia que la anécdota, pero ahora sabía que formaba parte de algún tipo de fin o ritual que desconocía y que le resultaba muy curioso.
La escena se repitió casi una semana, tiempo en el que cada vez fueron más las coloridas criaturas que se movieron espléndidamente alrededor de Estación Ninguna cambiando el suelo de ceniciento a terroso. Un amanecer, en un acto de osadía bien calculado, Sara bajó al nivel de entrada, abrió la puerta segura de sí misma y salió a campo abierto con el mismo paso cadencioso de quien se acerca a una fiera salvaje, pero muy segura, en el fondo, de que aquellos seres no tenían la menor intención de hacerle daño alguno. Quería estar entre ellos, tocarlos, sentir su magia, pero no deseaba en modo alguno alterar sus evoluciones o parecerles molesta. ¡Y por supuesto, tampoco comestible!
La dejaron acercarse tal como esperaba, casi ignorándola, e incluso, para su sorpresa, le permitieron tocarlos mientras masticaban la ceniza con un ronroneo felino más característico de los gatos. Sin duda gozaban con su extraño banquete. La mujer estuvo caminando alrededor de los seres divinos tragándose el polvo que levantaban, pero no le importó lo más mínimo mientras estiraba los brazos a uno y otro lado entre sonrisas, consciente de que parecía estar en un sueño incrustado dentro de una pesadilla.
Los tocó.
El tacto de sus cuerpos era cálido y rugoso, muy duro, como si aquella piel fuese una gran coraza, a pesar de la aparente flexibilidad con que se comportaba. Sin embargo, no expresaban amenaza alguna ni parecían necesitados de defensa en su aparente grandeza. Era un contacto agradable, sin duda. Las alas, preciosas incluso plegadas, eran como una fina tela recorrida por aquellas impresiones de color extraordinario, muy agradables bajo los dedos, asemejándose a una seda suavísima.
No parecían para nada reparar en ella ni dar importancia a su paseo extraordinario, aunque tenían mucho cuidado en no golpearla con sus colas, por lo que demostraban saber perfectamente dónde estaba en cada momento. Entonces, sin que lo hubiese visto llegar, uno de aquellos seres la miró desde la espalda y una especie de voz que sólo sonaba en su cerebro habló a la mujer con una claridad que
desconocía sin que le pareciese raro en absoluto, a pesar de lo inusual de la situación. Era pura telepatía:
Hola, Sara. No tengas miedo, porque no hay nada que temer en nosotros. Somos Um-Quai, una expresión que a tu lengua se podría traducir como Seres de Leyenda. Ahora estoy llegando a tí a través de la mente, y voy a despejar tus dudas a fin de que te prepares para la verdad, porque la hay, Sara.
Te preguntarás qué somos y de donde hemos venido. Eso es lógico. Los Um-Quai vivimos flotando en el espacio que hay entre las estrellas y nos desplazamos de una punta a otra del universo a través de los agujeros de gusano que alguien construyó al principio del tiempo. Aunque puedes tocarnos estamos formados de materia que se escapa a la comprensión de lo que fueron los científicos de tu civilización, una a la que ellos llamaron oscura, sólo porque no supieron verla o encasillarla. Los que estamos aquí somos una pequeñísima fracción de los que ahora habemos en tu mundo, que a su vez somos otra pequeñísima fracción de los que poblamos tu sistema estelar, y así sucesivamente.
Nuestra cuantía es innombrable en tu idioma, pero baste decirte que es muy grande, y que forma parte de lo que da cohesión a cuanto ves.
Nosotros somos cuidadores de la vida, y como tal protegemos su existencia y la expandimos constantemente. Aunque no tenemos muy claro cual fue nuestro origen, los antiguos gurús dejaron escrito en nuestros más remotos libros sagrados que posiblemente fueron los Grandes Constructores los que nos crearon, con el fin de preservar el futuro de su obra y darle continuidad. Ellos desaparecieron al inicio de los tiempos, después de dejar distribuida la materia, y desde entonces los buscamos sin éxito, aunque lo intentamos tener todo preparado por si algún día deciden volver.
Ya hicimos esta reconstrucción con anterioridad en este planeta muchas veces, porque son varias las destrucciones globales que ha sufrido, y no hace mucho de la última. Ésta te resultará conocida, porque está íntimamente asociada con ciertas tradiciones, aunque vuestro orgullo omitió las pruebas de su existencia hace tiempo porque, en el fondo, fuisteis siempre incapaces de creer en las cosas sin encontrar antes cualquier vestigio que consideraseis una prueba fehaciente. Ese siempre fue un error de tu especie, porque sin daros cuenta, un día, perdisteis totalmente dos fuerzas tan importantes como la fe y la fantasía, que en sí mismas son suficientes para hallar el entendimiento de la maquinaria sin necesidad de conocer tantos números.
Tu humanidad, Sara, esa que hace meses de tu tiempo desapareció como el grano arrastrado por la marea, nunca hubiese creído lo que tu estás viendo ahora. Nunca. Te hubiesen tachado de loca, mentirosa o mil cosas diferentes antes de pensar que, sencillamente, decías la verdad. Para ellos siempre resultó más fácil no creer, y lo hicieron hasta el final, porque puedo decirte que nunca tus gobernantes dieron crédito a que pudiese suceder lo que finalmente sucedió. El fenómeno, perfectamente ubicado temporalmente desde hacía milenios, fue desechado porque estaba escrito en piedra por antepasados a los que considerabais ignorantes, y hasta que no fue demasiado tarde no os disteis cuenta de que todo lo escrito estaba en lo cierto. Faltaron la fe y la fantasía, Sara. Si hubiesen estado presentes, posiblemente se habría salvado muchísima más gente, pero nadie dio crédito a la posibilidad de que el pasado se repitiese de un modo cíclico.
Pero entonces no seríais tan humanos. Ese defecto forma parte de tu raza, y nada se puede hacer al respecto salvo ayudaros una y otra vez.
Cuando la naturaleza es arrasada y los mundos quedan vacíos, los Um-Quai aparecemos en gran número, y sembramos de nuevo el suelo, a fin de que el orden natural se restablezca con prontitud. En este planeta, Sara, lo ocurrido ha sido extraordinariamente poderoso. Tú has sufrido en tu carne la violencia directa de los pájaros asesinos que han barrido el ecuador a lo largo de todo su perímetro, y eso es mucho. Mientras milagrosamente estabas inconsciente, toda la superficie fue borrada con el mismo ímpetu de un niño que despeja de tiza la pizarra hasta llevarla de nuevo al negro. Ahora no queda nada. Lo que ves a tu alrededor es una copia fiel de cuanto ha sucedido en todas partes, sin excepción, pero nosotros haremos que en no más de unos cientos de años, cuando la glaciación se estabilice, todo resplandezca de nuevo, sano e impetuoso.
No te consideres desgraciada por haber conocido el dolor de tu gran pérdida, pues el destino ha puesto en tus manos el poder de generar futuro para tu raza. Cuando terminemos de sembrar de semilla el suelo y el sol se abra paso entre las nubes un verdor extraordinario surgirá que será el manto sobre el cual se extenderá el paso de las nuevas especies animales.
Ahora piensa lo que te he revelado y siéntete en calma, que un nuevo futuro te espera… aunque de eso yo no sé nada.
Dicho eso, la criatura se dio la vuelta y siguió devorando ceniza con los demás como si no hubiese acontecido el monólogo. De ese modo extraño fue como Sara supo quienes eran aquellos UmQuai, y admiró la elegancia con que el universo repuebla de vida los planetas tras cada cataclismo. Algo sencillamente fabuloso.
Siguieron pasando los días, pero mientras los animales voladores continuaban con su tarea algo comenzó a ir mal en la estación y la electricidad empezó a fallar, con lo que la temperatura dejó de regularse del modo adecuado y Sara volvió a conocer el frío mientras dormía.
Entonces fue cuando se preguntó por vez primera de donde venía la energía que la instalación consumía. No había visto nada en el interior que pudiese parecer un generador o algo así, y en el exterior era imposible que hubiese tendido alguno activo después de la tragedia. Además, no se veía un sólo enchufe o cable por las paredes, ni tan siquiera un interruptor de luz, y sin embargo todo funcionaba sin ningún problema. Aquello la intrigó tanto que estuvo buscando por si algo se le había pasado en alguna de las habitaciones, pero lo único que halló fue una escotilla misteriosa bajo una de las camas que no había forma de abrir. Estaba soldada o cerrada por dentro.
¿Pero por dentro de dónde?
Supuso que sería el acceso a la zona donde la energía era procesada, así como el agua, porque tampoco había visto la presencia de depósito alguno ni de ordenadores o similares. Decidió no dar más vueltas al asunto y limitarse a sobrevivir hasta que el sol volviera a salir, aún a costa del desconocimiento absoluto. Sólo quería que el tiempo pasara.
Pero los días siguieron sucediéndose, y a pesar del bajón interno de temperaturas, era mucho más gentil Estación Ninguna que la desolación externa, así que Sara siguió su vida ya cotidiana y los ascensos al techo para pasar las horas mientras las hermosas criaturas terminaban su trabajo. Entonces lo vio en la distancia, tambaleándose como un árbol azotado por los vientos, y supo enseguida que se trataba de una figura conocida.
¡Un humano! ¡Un superviviente!
Bajó a saltos, abrió la puerta con impaciencia y corrió hacia él con rapidez. Lo encontró casi desmayado, pero tuvo tiempo de ver aquellos ojos marrones cansados y suplicantes antes de que se cerrasen. Tenía muy mal aspecto, barba larguísima y apestaba terriblemente, pero aquello no le importó en absoluto. Lo cogió por los hombros y lo hizo caminar hacia el refugio, donde, con mucho esfuerzo, lo acomodó en la sala médica, no sin antes darle un par de buenos golpes involuntariamente en la escalera de caracol. Su extrema delgadez era notoria, y eso permitió a la mujer poder acarrearlo sin ayuda. Era milagroso que aún hubiese alguien vivo después de tanto tiempo.
Lo hidrató siguiendo las instrucciones de primeros auxilios elementales, y le dio unos compuestos vitamínicos básicos antes de desnudarlo y meterlo entre las mantas. Rehusó usar jeringas, porque aparte de que no sabía de eso le repelían las agujas, pero hizo cuanto pudo.
El hombre estuvo durmiendo casi dos días, en los que lo aseó y afeitó con mucho cuidado. Aparentaba unos treinta y cinco años, era moreno y poco atractivo, al menos ahora que estaba demacrado por el agresivo medio. Buscó en sus ropas, amontonadas en un rincón, por ver si tenía algún tipo de identificación, pero nada había allí que pudiese decirle algo de aquel recién llegado. Sólo unas cerillas, migajas de pan, una navaja y una petaca vacía que había alojado agua, así como una pequeña cadena de oro al cuello con una imagen religiosa.
Pasó el tiempo, y la mujer se asomaba con frecuencia a la habitación del hombre para ver si seguía bien. Cuando finalmente despertó tras haberse recuperado lo suficiente miró a Sara con ojos llenos de lágrimas, y una sola palabra salió de su boca: “gracias”. Sonó muy sincero.
Ella sabía que estaba mal, posiblemente con lesiones internas, porque tenía abundantes hematomas muy amoratados en el costado y la espalda, como si se hubiese dado un gran golpe recientemente. Podía tener rotas algunas costillas, pero no podía estar segura. La mujer hizo cuanto
pudo por ayudar a aquel hombre, aunque muchas veces pensó que en verdad no estaba capacitada para algo así, pero ¿quién diablos lo está?
Lo estuvo alimentando para que recobrara las fuerzas, esperanzada en poder encontrar compañía en aquel extraño sitio que se había convertido en lo más agradable que resistía en la superficie. Aunque sexualmente no tenía la menor apetencia, no podía negar que un poco de calor le haría mucho bien, y seguro que también a él. Eso la hizo sonreír con picardía por vez primera en mucho tiempo, aunque no tenía un gran impulso, la verdad.
A veces, cuando ella se movía por la estancia, notaba su mirada cálida recorriéndola, y aquello la hizo sentirse en unos momentos más mujer de lo que lo había sido en muchos meses. Se descubrió a si misma arreglándose el pelo y se rió para sus adentros. ¡Coqueta en aquella situación! Y pensó que por qué no.
Cuando el individuo pudo recuperar la capacidad de hablar, se incorporó y explicó a Sara con detalle su procedencia mientras iba comiendo cucharadas de un plato de lentejas bien calientes que le estaban sabiendo a gloria. Ella escuchó con atención, sin interrumpir.
- Me llamo Alberto Orellana, y soy coronel del ejército de tierra. No se de tí más que tu nombre, ni conozco tu historia, pero te contaré la mía, y después si quieres me cuentas tú. El día del desastre estaba de guardia en un búnker de Estado Mayor. Es un sitio lejano, a muchos kilómetros de aquí. Bajo mi mando tenía un contingente pequeño de técnicos de mantenimiento, todos militares naturalmente. Las instalaciones estaban en perfecto estado para aguantar los embates más poderosos en situación de conflicto, requerían de continuos cuidados, y para eso estábamos nosotros.
A lo largo del día habíamos tenido problemas de comunicación, interferencias y similares, cosa muy rara en un sistema tan sofisticado. Sobre las tres de la tarde vimos a través de los monitores llegar
a las inmediaciones de la zona militar un convoy de helicópteros muy escoltado que no nos había sido notificado, y salí personalmente a recibirlo junto con una escolta armada como mandan las ordenanzas después de cruzar las preceptivas contraseñas con las aeronaves. Me sorprendí muchísimo cuando de aquellos pájaros comenzaron a salir uno a uno todos los componentes del gobierno del país junto con lo que parecían ser miembros de sus familias, y advertí que por el cielo llegaban muchos más. Un general de división del Estado Mayor se dirigió a mí y me relevó del mando directamente sin mediar la más mínima duda, algo anómalo, pero que tuve que aceptar. Todos mis intentos de réplica fueron ineficaces, y quedé a su servicio directo del modo reglamentario. Aquellos hombres, mujeres y niños corrían hacia la gran puerta blindada del búnker dirigidos por mis hombres, y eran muchos más de cuantos deberían entrar.
La realidad del asunto es que éste sólo estaba acondicionado para recibir por un largo periodo a cincuenta personas, pero allí había muchas más, cosa que no fue tenida en cuenta por mis superiores alegando que no había tiempo para reubicar a los excedentes. En el ejército no se hacen preguntas, Sara, pero yo me quedé tan helado ante aquella respuesta que inocentemente cuestioné a mis jefes sobre qué estaba sucediendo tan crítico como para desatar aquella vorágine de personalidades ilustres que corrían a guarecerse bajo tierra en un lugar que se quedaba pequeño, y uno de los generales que componían el séquito me dijo abiertamente poniendo su mano en mi hombro y con mirada sincera y apenada “sucede el fin, coronel, el fin de todo”. No supe qué decir.
Consternado, hice aquello para lo que había sido entrenado sin pensar en nada, sin pensar en mis hijos y mi esposa, que no tendrían la más mínima oportunidad de sobrevivir si iba a ocurrir algo tan terrible. Estaba disciplinadamente enrabietado, pero fui fiel a mi código de honor y organicé todo del modo debido. Ahora no entiendo por qué no intenté reunirme con ellos, pero lo cierto es que entonces no lo veía así, y ahora lo lamento. Todo mi esfuerzo no sirvió para nada, y los míos murieron ahí fuera en soledad. Uno nunca piensa que vaya a ocurrir algo así, pese a trabajar en asuntos tan delicados ¡Es una locura!
Cuando el último helicóptero dejó su carga de refugiados de élite y se elevó en el cielo, me introduje en el búnker con el personal de control y seguridad y lo aseguramos convenientemente, quedando desde ese momento aislados del exterior, pero con un contacto perfecto a través de múltiples sistemas de comunicaciones con los órganos militares que estaban activos en la superficie y que no parecían estar en plenitud de coherencia. Aquella construcción, Sara, podía resistir el embate de una guerra nuclear o biológica con garantías para sus ocupantes, que se fueron repartiendo lo que de repente se había convertido, por la mala planificación de alguien, en un espacio insuficiente, pero desde mi nueva percepción vi claramente que no era mala idea salvar la mayor cantidad de vidas posible.
Supe que en otras instalaciones habían sido acomodadas más personalidades, así como la familia real, a la que se había destinado la mayor de las instalaciones, infrautilizando su uso en una maniobra ruin y poco acertada en semejante crisis. ¡Cosas del mando! Aun pienso en que se dejaron a personas inocentes fuera para perpetuar lo peor del mundo. Un horror.
Sobre las cinco sentimos un sonido que atravesaba el suelo acompañado de una vibración sísmica intensa. Aquello, fuera lo que fuese, había comenzado. Al principio creí que se trataba de una explosión nuclear, pero alguien me dijo que no, que era muchísimo peor, aunque manteniendo un absurdo secreto. ¿Peor que un arma atómica? Imagina mi confusión, pero no tenía tiempo para pensar mientras intentaba mantener el orden entre tantas personas con rango superior al mío que no querían decirme lo que estaba ocurriendo. Se notaba que el secretismo les había cerrado la boca para siempre. El tiempo corría muy rápido, eso sí.
Las luces de emergencia se activaron, indicando que ya éramos autosuficientes al habernos desconectado de la red exterior, y todo el mundo gritaba en un lugar donde la disciplina era imperantemente necesaria. Hubo brotes de ego y de histeria, invasión de la sala de control, conatos de abuso de poder y de posición privilegiada, pero todo se acalló cuando los sensores exteriores dejaron de
funcionar y nos quedamos aislados entre muros de hormigón que comenzaban a ronronear porque algo se acercaba desde el suroeste a gran velocidad haciendo temblar todo.
Ese algo era muy poderoso, y nos pasó por encima con estrépito. Aunque no fuimos conscientes de que era agua oceánica, sí notamos que la presión del conjunto de pasadizos se acentuaba bajo un gran peso, notando como se nos entumecían los oídos. Todo crujía y aparecieron grietas, pero la instalación no cedió ni un ápice a pesar de los temblores que hacían imposible permanecer erguidos y aquel rugido que nunca olvidaré.
Fue terrible comprobar como el ser humano deja de ser esa criatura casi amable y hermosa cuando se encuentra en los extremos que preceden a la muerte en masa. Yo estuve en los conflictos de los Balcanes, también en Afganistán y vi esas cosas muchas veces. Te preparan para ello, pero lo que nunca te dicen es que algún día los tuyos pueden estar muriendo a menos de treinta kilómetros sin que tu puedas hacer nada por ellos, ya que estás protegiendo a un grupo de personas que no conoces de nada pero a los que debes obediencia hasta la muerte. Personas que no saben estar a la altura de las circunstancias y que se desproveen súbitamente de todo ese aire de personalidades del que se sirven para encumbrarse y ahogar al débil con leyes y derechos. Aquel grupo humano me recordaba entonces a las ratas huyendo a su agujero. Las ratas que acababan de abandonar el barco de fuera y que habían llegado a mi madriguera.
Vi al presidente del país pidiendo explicaciones y solicitando favores de los mandos militares, ministros histéricos repartiendo órdenes contradictorias a soldados que no sabían como actuar, al líder de la oposición reunido con los suyos intentando convencer a los militares para asaltar el extraño poder, y a generales que pensaban poco a poco en la posibilidad de desestabilizar el sistema ahora que todos estaban allí y hacerse con el control. ¿Es que nadie se había dado cuenta de que ya no había ningún sistema que gobernar? Ahora veo que no. Esos pobres desgraciados nunca se dieron cuenta de que su tiempo de poder y gloria ya había pasado.
Queriendo acabar de una vez con aquel cúmulo de complots encubiertos, me apresuré en anunciar a todos a voz en grito que las comunicaciones habían caído, y aquello, teniendo en cuenta su fiabilidad, sólo podía significar que un acontecimiento de gran magnitud había acabado con los demás enlaces en el exterior. No quedaba nada allí fuera, así que sugerí que de una puñetera vez alguien me contase lo que estaba pasando. Cuando un científico se dignó por fin en explicármelo me senté en un rincón y comprendí que ya nada tenía la menor importancia, y que toda aquella gente, con galones o sin ellos, no eran ahora más que refugiados sin mayor valor, porque no quedaba ejército, país ni estructuras. Fin de todo, como alguien dijo.
Entonces fue cuando el pulso electromagnético llegó al búnker, y en un instante todo fueron chispas y explosiones alrededor de los refugiados. Nos quedamos sin medios electrónicos, igual como sucede en una explosión nuclear, y cada circuito, cada chip quedó convertido en basura. Ahora sólo disponíamos del alumbrado de emergencia, y fuimos conscientes de que acabábamos de retornar a la edad de piedra con infinita celeridad. Ya no teníamos tecnología a la que acudir. Ni transmisiones, ni tele, ni ordenadores, ni playstation. Nada de nada. Supe por los técnicos que ya había habido antes un pulso que fue eliminado por los circuitos duplicados, minutos antes de la gran ola, pero este segundo había encontrado el camino expedito y nada se le había resistido.
Con el paso de los días, y entre tensiones crecientes, conseguí saber que aquellos que estaban allí habían sido los responsables de mantener la información a salvo del pueblo al que dirigían, y poco a poco adquirí conciencia de que, lo que en verdad había sucedido, es que habían consentido su sacrificio en la ignorancia, atendiendo a criterios de mantenimiento del orden que no tenían razón de ser. Fue una decisión consensuada entre los gobiernos de los países ricos, que pactaron entre si ponerse a salvo en instalaciones subterráneas para preservarse junto con sus familias. El pueblo nunca supo nada porque el secretismo fue absoluto. Estaba asqueado, Sara, pero hice de tripas corazón y mantuve mi integridad en
silencio hasta que abrí las puertas al exterior. Pensaba respirar aire puro, pero lo que me encontré me sobresaltó.
Las aguas habían pasado y no había rastros de la densa arboleda que rodeaba al lugar. Todo era ya barro y tierra quemada. Pero mientras estaba fuera algo falló, y el sistema de compuertas se cerró repentinamente con las últimas energías de las baterías reparadas. Tan sólo quedé yo, y no había suficiente fuerza para volver a abrir el cierre.
Sólo quedaba la posibilidad de que intentara encontrar ayuda. Y así, feliz por alejarme de aquel lugar lleno de hipocresía, caminé y caminé sin hallar nada, consciente de que posiblemente sólo fuese al final una gran tumba colectiva. Buscaba otras instalaciones militares, pero tuve claro que no habían tenido tanta suerte, y por ello vagué sin rumbo, muy desorientado y sólo, alimentándome de lo que encontraba y bebiendo a veces aguas infectas que me hacían vomitar.
El golpe del costado me lo di al caer por una ladera que pretendía escalar. Perdí pie y me precipité. Debo tener rotas un par de costillas al menos.
Entonces, cuando ya comenzaba a darlo todo por perdido, vi en la distancia la luz de este lugar subiendo hasta las nubes. ¡Fue increíble!
Por cierto, Sara, ¿Qué es este sitio? ¿Lo has averiguado? Bueno, da igual. Lo único que puedo decir es que ha sido agradable encontrarlo, sea lo que sea y que tú estuvieses dentro más aún, pero… ¡qué sitio tan raro! ¿Cómo es posible que haya resistido el impacto del pulso electromagnético? No lo entiendo, pero la verdad es que tendría que estar achicharrado, sin electricidad… Esas cosas no perdonan. Son fenómenos físicos que no hacen distinciones, ¿entiendes? En fin…
Cuando alcancé a verlo por primera vez surgiendo del suelo sentí un escalofrío. No se por qué, pero me dio… ¡me dio miedo! No se como explicarlo. Antes de perder el conocimiento tenía la sensación de que estaba entrando en un sitio prohibido, un lugar privado y que no estaba hecho para mi. No se… supongo que deliraba. Además, ahora me siento bien y estoy dentro, ¿no?
¡Ah! Y desde lejos recuerdo que parecía mucho más alto. Eso lo recuerdo perfectamente.
Bueno, ahora que conoces mi triste aventura sólo me queda pedirte que me ayudes a sacar a aquella gente de allí. Llevan meses encerrados, y no deben quedarles muchas provisiones. ¿Qué me dices? Sé como llegar y tengo una idea para abrir las puertas. He pensado que…
-
¿Sólo tú sabes donde están? – Dijo Sara interrumpiendo por vez primera.
-
Si
-
¿Seguro?
-
Si. Sólo yo. ¿Por qué?
Entonces la mujer, con decisión y valentía, hizo algo sorprendente: realizó un movimiento inesperado y le golpeó la cabeza varias veces con una gran barra de hierro que había estado asiendo poco a poco. El cráneo se partió con un crujido siniestro, y la masa cerebral cayó literalmente al suelo de la estancia junto con el plato de lentejas y la cuchara. La mujer quedó salpicada totalmente de aquel líquido caliente con sabor a cobre, y le dijo al cadáver mirándolo fijamente:
-
Esa gente no saldrá de allí porque muchos de ellos son los responsables de que no haya sobrevivido nadie más. Aunque haya inocentes, eso no quita que mi venganza se cebe y sacie. Por mis hijos, por tu familia, por todos… Esos no saldrán jamás de allí. Siento haberte hecho esto, pero no podía consentir que siguieses intentándolo, y se que nunca lo hubiese comprendido porque tu sentido del deber era profundo, tal como demuestra el
hecho de que dejases perecer a tu familia sin intentar para nada salvarlos. Lo siento mucho, porque parecías buen hombre. Lo siento.
Sara enterró al militar cerca de la estación, entre tierras rojizas ahora muy reblandecidas, y siguió subiendo al techo. Al día siguiente los animales se fueron y ya nunca volvió a verlos. Ahora el suelo había dejado de ser negro, tornándose marrón y arcilloso, lo suficientemente removido como para alojar semillas y la tumba solitaria de Alberto Orellana. Pero el clima se recrudecía, y el faro, encendido un día como otro y como el anterior, se apagó definitivamente por motivos que nunca sabría. Simplemente una vez salió y ya su luz no tocaba las nubes.
Sara volvió entonces a la oscuridad, y de nuevo la presencia de los frentes nubosos perpetuos la agobió hasta el punto de tambalear su razón. Comenzó a nevar muchísimo, casi como si hubiese estado esperando la ida de las aves, y pronto el horizonte amaneció blanco y gélido.
Haber matado a aquel hombre sincero y justo no había sido lo mejor que había hecho en su vida desde luego, pero no tuvo remordimientos. Al hacerlo había liberado, a su modo de entender, las almas de todos los inocentes sacrificados para que unos cuantos hallaran refugio. Pero una cosa se le quedó impresa en la memoria, algo en lo que no había reparado.
Ese cadáver que ahora yacía en el suelo removido había dicho en vida sentir miedo al ver la estación. ¡Y ella también!
¿Qué era exactamente Estación Ninguna? ¿Quién la había construido? Aquel militar debía conocer todas las
instalaciones
gubernamentales dada su condición, y por tanto era descartable su origen como refugio del ejército. Se preguntó dónde había estado viviendo todo ese tiempo, y se dio cuenta de que, a pesar de que llevaba allí meses, nunca había encontrado la menor referencia a los constructores del lugar, nada. Ni un cartel o una nota perdida en un libro. Nada de nada. No tenía, de hecho, la menor idea de lo que era exactamente el complejo, ni de dónde extraía su energía. Eran cosas que había dado por tan hechas que ni siquiera les había prestado atención.
Además, en ninguno de los mapas que había escrutado se veía el menor indicio de la presencia del extraño lugar. Era como si alguien se hubiese tomado muchas molestias para no delatar su origen, y no entendía por qué, pero le molestaba.
La suma de las dudas, y los últimos acontecimientos cambiaron totalmente la percepción que tenía de las cosas, y empezó a escucharse a si misma. Hacia el norte, hacia el norte… La voz en su interior le decía que marchara, que abandonara aquel lugar ya oscuro en el que había estado bien pero que moría y se adentraba en las sombras. Dejándose llevar por sentimientos que no entendía se desnudó y anduvo en silencio hasta caer rendida en los escalones. Pasó frío, y fue como purificarse y abrir un nuevo capítulo en el extraño relato del post-holocausto.
Y atendiendo a la petición de nuevo partió. Estaba cansada incluso antes de salir, pero quería tentar a su destino una vez más, alcanzarlo y mirarlo de frente. Decidió que vivir así no era vivir, que era un engaño solitario, y se marchó. Cruzó los llanos en varias jornadas y llegó a las montañas lejanas. Observó que todo estaba desprovisto ya de cenizas, y fue consciente de que tan pronto como el sol surgiese se verían los resultados del paso de las aves a lo largo del mundo.
Pero el sol dador de vida seguía muy bien oculto entre nubes negrísimas.
Subió a las cumbres y miró a la distancia que la esperaba al otro lado. Se dio cuenta de que todo estaba muy lejos, inalcanzable y lloró como hacía tiempo que no lo hacía. Entonces fue consciente de lo que la esperaba, quiso volver, pero ya no pudo. Había perdido el rastro de la estación, la nieve había borrado sus pasos, y se encontraba muy debilitada.
Ahora, mientras lo recordaba todo con la espalda en aquella roca y notando la vida que se le apagaba, veía formas que la rodeaban, miles de sombras alargadas verticales con aspecto humano mirándola. Las reconocía a todas, o al menos eso pensaba, pero no consiguió articular palabra. Allí estaban sus amigos de infancia, los vecinos del pueblo, lo marineros del submarino… sus hijos adorados. Entonces una de ellas se acercó, su padre, le tendió el brazo, y Sara lo aferró con ambas manos para incorporarse. En la inocencia que precede a la gran partida, se atrevió a preguntarle con su último aliento qué era Estación Ninguna, y como un soplo de brisa en medio de un infierno a su mente llegó la ansiada respuesta:
- Sara, tu espíritu angustiado ha viajado por ninguna parte desde que moriste al caer a aquella mina. Nosotros somos los que te hemos buscado, pero estabas en un lugar más allá de nuestro alcance, porque en todo este tiempo no te hemos sentido. Ahora te llega el turno de descansar. Ven con nosotros y no temas más al frío ni recuerdes lugares que no forman parte de lo bueno que hay bajo el cielo.
Y Sara cerró los ojos. Fue justo en el instante en que volvía a nevar copiosamente.
Años después, cuando el Sol tocó aquellos campos destrozados, de cada sitio sembrado por las maravillosas aves surgió una planta, un árbol, una mata de hierba… Nada quedaba de la civilización humana, enterrada bajo metros de escombros y lodo. Las escasas estructuras que hubiesen sobrevivido serían engullidas por el nuevo auge natural en algunos cientos de años, y nadie sabría ya de su existencia.
Con el paso del tiempo, al volver los escasos supervivientes a vivir en cavernas y perder poco a poco su herencia cultural, el recuerdo de su pasado pasaría a formar parte de leyendas que en el futuro serían tenidas como tal, y cuando alguien de la nueva civilización tecnológica por venir encontrase en un estrato antiguo algo tan terrible para sus dogmas como un encendedor o un juego de herramientas no sabría ubicarlos en la historia, que seguramente tejerán sin contar para nada con que alguna vez existimos. Así funciona la máquina del olvido, y es inapelable.
Pero lo importante de esta historia es el modo sorprendente en que los Um-Quai sembraron la vida en una tierra yerma y deshecha mientras una madre y un militar luchaban por la supervivencia en ninguna parte alrededor de aquella luz extraña que tocaba el cielo.