El soldado de mi niñez Que los libros de historia expliquen las cosas a su modo, yo lo cuento como lo viví. Ni revisionistas ni apologistas ni detractores pueden hacerme olvidar mis percepciones. Como todos los pibes yo miraba Flash Gordon, Jhonny Quest y la Dimensión Desconocida. Cuando se acababa la transmisión seguía con historietas, que son como una forma primitiva de televisión. Me compraban El Tony y Nippur. Habrá sido por tener la cabeza tan llena de historias de aventuras y fantasía que cuando escuché a mi viejo decir que la cosa se había puesto muy fea y que ya nadie estaba seguro en ningún lado pensé que al mundo lo estaba invadiendo una monarquía extraterrestre o que remotos pueblos guerreros se disponían a atacarnos. ¿Cómo se habría visto Buenos Aires asaltada por jenízaros o incendiada por los salvajes hunos? La ignorancia de las distancias históricas permite a los niños urdir divertidas combinaciones con los hechos pasados. De un día para otro abandonamos todo y nos subimos a un tren con un par de valijas a cuestas. No alcancé a despedirme de ninguno de mis amigos de la escuela ni de mi maestra. Recuerdo que por entonces me burlaba de dos compañeros coreanos que habían llegado con el circo, porque estaban dos meses en una escuela y después tenían que cambiarse a otra. Eso me hacía gracia. Me burlaba de ellos y ahora estaba en la misma. Fue el primero de muchos castigos irónicos que me dio la vida. Hacía a mis padres culpables de la situación y estaba enojado con ellos. Además no me explicaban nada, ni de qué escapábamos ni cuál era el peligro. A nuestro alrededor todo se veía normal. El viaje en tren fue terrible. El sonido de los vagones pasando sobre los rieles se grabó a presión en mi memoria. Al cabo de unas horas ese ritmo monótono me recordó la tortura a la que fue sometido uno de mis héroes de historieta, cuando en la lejana China un mandarín ordenó que lo ataran a una silla y lo dejaran bajo una gotera incesante: las gotas acabarían por taladrar su razón y volverlo loco. Estaban además los malos olores y el mareo. A cada rato mi madre me guiaba al baño a vomitar. Mi padre, que por precaución viajaba separado de nosotros, se acercaba de a ratos para ver cómo estaba yo de mi descompostura y para preguntarme qué pasaría conmigo si me llevaban en un viaje en barco. Cuando el tren entró en el túnel de la noche me sentí peor. Me propuse no dormir. Yo era un niño sonámbulo y cualquiera puede imaginar el miedo de un sonámbulo a dormirse en un tren y terminar después cayendo a las vías a causa de un inconsciente paseo nocturno. La primera luz del amanecer hizo arder mis ojos resecos. Recuerdo las salpicaduras de la primera orina del día en el baño inquieto, metálico y claustrofóbico, el tremendo dolor de cabeza, el desayuno en miniatura en el vagón comedor. Todo construido según la lógica de las pesadillas. Pero lo peor era la sensación de absurdo. Seguía ignorando de qué escapábamos y mis padres seguían sin decirme nada. Éramos los únicos que parecíamos sentirnos en riesgo. No me quedaba más que conformarme con pensar que mis padres, por ser periodistas, se enteraban de cosas antes que los demás. Pero me afirmaba en mi enojo y descontento. Llegamos a Córdoba capital un sábado a la mañana. Me alentaba en secreto la promesa que hizo mi padre a mi silencio ofendido de llevarme a las tiendas de
usados del centro a comprar historietas viejas. Fuimos a casa de tía Angélica, la madrina de mi padre. “¡Arturito!”, le dijo al verlo, y se le colgó del cuello. Nunca había escuchado a nadie dirigirse a mi padre con el diminutivo de su nombre. De algún modo eso me hizo verlo más vulnerable. A mí en cambio me dijo Arturo, como si hubiera confundido las identidades, y se abrazó a mi cabeza. Estuvimos algunos días en su casa de vieja sola, llena de fotos de juventud de gente ya muerta, con rajaduras en las paredes y olor a encierro. Una noche el teléfono despertó a mi padre. Después de colgar corrió a sacarnos de la cama a mí y a mi madre. Escapamos con lo puesto por el fondo de la casa, saltando una tapia. No escuché ningún ruido ni vi nada. ¿Huíamos de una fuerza invisible, de un poder mágico? Deambulamos un rato y nos metimos en un edificio abandonado. Ahí terminamos la noche. Al otro día mi padre no quiso que saliéramos. El lugar le había parecido un buen escondite. Subimos al tercer piso y nos instalamos en una pieza polvorienta en la que había un par de colchones inmundos. Conseguimos un par de cajones para sentarnos y mi padre trajo un balde con agua. Después salió a la calle. Mi madre ya estaba resignada y no decía nada. El último día yo estaba sentado en el pasillo. Atardecía. Me sentía de mal humor, como durante toda aquella aventura. Miraba por el hueco de la escalera, como queriendo vislumbrar en la penumbra de abajo cuál era la amenaza que nos había cercado en aquel triste lugar. Por aburrimiento, por el gusto extraño de hacer más grande mi pesar, arrojé a esa oscuridad mi último juguete, un soldado que logré rescatar de casa de tía Angélica porque dormía todas las noches conmigo. No tenía idea de que ese acto absurdo iba a darme la revelación. La caída de mi soldado perturbó el edificio mudo con un estrépito inverosímil, seguido por el ruido de vidrios que estallan y maderas que se quiebran. Escuché un retumbar de golpes en los pisos de abajo y pasos que subían por la escalera. Con la respiración cortada vi a un soldado de verdad aparecer frente a mí, en el rellano de la escalera. No necesité más que un instante para entender por fin que la magia de la que huíamos y que había entrado en el edificio tenía el poder de dar vida y realidad a los juguetes, y que los ruidos que había escuchado eran producto de esa maravillosa metamorfosis. Me quedé mirando con fascinación a mi soldado vivo, que pasó junto a mí y entró a la pieza que habitábamos. Yo no sabía que un juguete pudiese hacer las cosas que él hizo. Pateó a mis padres fuera de la pieza y los empujó escaleras abajo. Bajé arrastrado por ellos, confundido y agitado. Pensaba que mi juguete, al que le contaba todos mis sentimientos, me estaba vengando por lo que mis padres me habían hecho pasar. Abajo había más soldados, que vociferaban y nos cegaban con sus linternas. Después fue el viaje en un camión del ejército, el llanto, la oscuridad y el frío de una noche que se prolongó más que ninguna otra en mi vida. Mis padres fueron atrapados por la rueda de la historia, para usar una frase que gusta a los historiadores. Yo pude librarme de ser aplastado por esa rueda. Desde entonces perdí el gusto por los relatos fantásticos de las historietas y me ganaron los hechos de la historia, no menos sorprendentes e increíbles.