El Reloj De Estambul

  • June 2020
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El reloj de Estambul Intentábamos ajustar el hilo de aire fresco (acondicionado, le llaman) para que nos diera un respiro mientras esperábamos que el resto de pasajeros se acoplara en sus asientos, con tanta dificultad como el estrecho pasillo del avión permitía, cargado de turistas de vuelta a la parte más europea de Europa, de regreso desde su parte más asiática. Fue entonces cuando Sebastián levantó el brazo sobre mi cabeza cuando descubrí su muñeca zurda completamente desnuda. -“¿Dónde has dejado el reloj?”- le pregunté, y dando un respingo en el asiento, se asió incrédulo la articulación y, para mi pasmo y el de los tres pasajeros vecinos, exclamó estremecido -“¡Mi reloj!”. Como una cascada indómita, la mente se le inundó de escenas e imágenes recién almacenadas en la memoria, de hacía apenas veinte minutos, cuando íbamos de un control de seguridad a otro, traspasando todas las dificultades que las autoridades turcas, emulando a los estadounidenses en el JKF, te imponen para abandonar volando su territorio. Habíamos contado hasta tres controles donde hubimos de despojarnos sistemáticamente de todos nuestros objetos metálicos, al tiempo que intentábamos no perder de vista las bolsas con los regalos del duty-free, el siempre excesivo equipaje de mano y algún que otro papel imprescindible para embarcar. Repasando febrilmente cada una de esas escenas, donde se reconocía poniéndose, quitándose y poniéndose el cinturón, sacando y metiendo las monedas del bolsillo, poniéndose, quitándose y ¿poniéndose? el reloj, él ya había concluido: “¡He perdido el reloj!”. Aquella afirmación me provocó un vuelco en la boca del estómago y pude sentir también cómo un escalofrío recorrió su espalda en el momento de pronunciarla. El reloj de caballero marca Lotus con esfera blanca y dos semiesferas azules, cronómetro y día incorporados era el reloj que él recibió de mi familia cuando, entre todos, celebramos que uniríamos nuestros destinos. Sería ese el reloj que marcaría nuestro tiempo, el tiempo de estar juntos, querernos, amarnos y respetarnos, tanto en la salud como en la enfermedad, en la riqueza como en la pobreza, hasta que la maldita e inevitable muerte nos separe. Las azafatas instaban a los pasajeros a que terminaran de ubicarse y atarse el cinturón, el comandante daba la bienvenida a bordo con su metálica e incomprensible voz deformada por la megafonía de la cabina, y el avión comenzaba a moverse marcha atrás, alejándose de la terminal y buscando la ruta para emprender el vuelo. En ese instante, él notó cómo el nudo que le apretaba en la garganta casi le asfixiaba mientras se debatía entre la necesidad de salir corriendo y detener la marcha del aparato para alcanzar la última bandeja donde adivinaba que se pudo quedar su reloj abandonado, o la opción más sensata de la amarga y dura resignación. Yo le observaba incrédula y pretendía darle ánimos pidiéndole un voto de confianza a las actitudes mecánicas que, a veces, nos impiden recordar que hemos hecho según qué cosas. –“No te preocupes, seguro que lo has guardado sin darte cuenta en la cremallera del bolso de mano. Cuando podamos desabrocharnos el cinturón, te levantas y lo compruebas. ¡Ya verás cómo está 1

ahí!”. Intentaba poner el máximo énfasis en mis palabras para que mi boca no delatara a mi mirada que seguro reflejaba la misma angustia que veía en sus ojos. Para nuestra desesperación, el vuelo fue lo suficientemente ajetreado como para que no hubiera ocasión de desabrocharse y maniobrar con los bultos encima de nuestras cabezas, de manera que optamos por tranquilizarnos hasta aterrizar en París, donde haríamos escala para regresar a nuestra casa en Madrid. En esta turbadora espera, en un duermevela constante, mi parte más racional y la más obstinadamente irracional comenzaron una vigorosa cruzada. Se pusieron a trabajar al mismo tiempo mis fuerzas, pensamientos y energías tratando de visualizar el reloj dentro de la cremallera del bolso de mano, con el absoluto convencimiento de que la traslación de la materia estaba ya resuelta y que habíamos llegado a ese punto en que los antiguos milagros habían conseguido, por fin, su explicación científica. Intentaba que el poder mi mente trasladara, de manera científicamente imposible, el reloj desde la bandeja del último control a la cremallera exterior del bolso de mano. Lo deseaba con tanta fuerza como aquella vez en que suspiraba tropezarme con “el macizo”, el chaval por el que se me movían las entretelas durante el bachiller y por cuyo barrio pasaba circunstancialmente cuando me topeté con él doblando una esquina (fue tal mi estupefacción que no hice más que acrecentar mi imagen de pánfila cuando “el macizo” intentó saludarme y yo salí pitando en dirección contraria, ante semejante aparición) Si una vez funcionó ¿por qué no ahora? En esta tensa batalla de imágenes y esfuerzos mentales por ejercer la telequinesia, me vino a la mente la cara de Mohammed. Seguramente se llamaría Isklab o Ekrem, cualquier otro nombre turco de difícil asimilación para las hordas de turistas que, año tras año, desembarcamos en Estambul. Mohammed había cumplido estrictamente con sus funciones de facilitador de la agencia de viajes y casual y oportunamente había llamado a mi móvil para informarnos de un retraso en el minibus que nos llevaría al aeropuerto. Enseguida recordé esa llamada que se quedó grabada en mi teléfono. En cuanto aterrizamos en París y comprobamos el vacío en la cremallera exterior del bolso de mano, mientras recorríamos los largos pasillos del transbordo espacial, me puse en contacto con el muchacho. –“Mohammed, soy Irene, una de las turistas del grupo español que nos hemos ido hoy desde el hotel Marmara Palace ¿me recuerdas?” – le espeté. –“Eh, sí claro” – mintió Mohammed, al que se le adivinaba el dibujo de una gran interrogación en su rostro, más allá de la línea telefónica. – “Mohammed, necesito que nos ayudes. Mi marido ha dejado olvidado su reloj en una de los controles del aeropuerto, hace apenas tres horas. ¿Crees que habría alguna posibilidad de localizarlo?” – le suplicaba. Su español era suficiente para hacer traslados de viajeros desde el aeropuerto a los hoteles, desde la Mezquita Azul al espectáculo de los místicos derviches, desde la Torre Gálata a Santa Sofía o para guiar al viajero en otro de los inevitables ritos turísticos, cruzando el Bósforo para pisar el continente asiático. Sin embargo, recibir una llamada a su móvil, con la apresurada verborrea de quien siente la necesidad de una respuesta urgentemente reconfortante, ponía a 2

prueba su capacidad de comprensión y dominio de la lengua de aquél que perdió la mano izquierda en la batalla contra sus antepasados. Mohammed necesitó tiempo y un par de súplicas para que yo frenara mi ritmo parlanchín y repitiera mi mensaje despacito, despacito para que él pudiera asimilarlo. Por los altavoces del Charles de Gaulle se anunciaba nuestro vuelo y yo seguía intentando que Mohammed se comprometiera a hacer lo imposible por recuperar el reloj. Subimos al avión con dirección a Madrid y nos acoplamos en los asientos con una frustrante sensación de conformismo o fatalidad, en el convencimiento de que nada más podríamos haber hecho para que el reloj volviera a la muñeca vacía de Sebastián, que me miraba triste, abatido, sintiéndose culpable y con la larga lista de autorreproches resonándole en la cabeza y en el corazón. Yo seguía intentando calmarle y transmitirle mi fingida tranquilidad en las gestiones que seguro Mohammed estaría haciendo justo en ese momento para hacernos llegar nuestro reloj. Llegamos a Madrid, deshicimos las maletas, acumulamos compras, recuerdos, postales y guías manoseadas, junto con un montón de ropa sucia, y mientras Sebastián dejaba el llavero, las monedas y la cartera en su mesilla notó la gran ausencia del reloj, que siempre dormía junto al manojo de llaves. Al día siguiente, recibí una llamada de un teléfono con muchos números y enseguida se puso a saltar el corazón: era Mohammed. Me decía, en su esforzado español, que ¡había localizado el reloj! No podía creer lo que me contaba. “¿De verdad?” – le gritaba incrédula. – “Sí, sí. El reloj está en oficina de aeropuerto. Yo vi el reloj esta mañana. Era en puerta control C7. Los agentes piden saber cómo es tu reloj y pruebas que tú conoces mi. Yo doy fax y tú mandas cómo es el reloj. También tú escribe que yo puedo recogerlo por ti. Mi nombre completo es Mohammed Özdemir” (entonces, ¿Mohammed se llamaba Mohammed?... sí, se llamaba Mohammed) ¡Habíamos localizado el reloj! Ni Sebastián ni yo dábamos crédito. El reloj estaba a salvo en una oficina de objetos perdidos en la otra parte del mundo pero teníamos a Mohammed Özdemir dispuesto a ayudarnos para traerlo de vuelta. Seguí veloz las instrucciones de Mohammed y redactamos y enviamos el fax, describiendo minuciosamente todos los detalles del reloj y pidiendo, casi suplicando, en un inglés poco ortodoxo pero suficiente para la gestión, que le autorizasen a liberar a nuestro reloj de su cautiverio. Al día siguiente, recibí un SMS alentador: nuestro guía, ya cuasi-amigo, turco tenía el reloj en su poder y ahora nos preguntaba cómo podía hacérnoslo llegar. A partir de esa pregunta, y pasados los primeros momentos de euforia, comenzamos a preocuparnos por la logística. Nos pusimos en contacto con empresas de mensajería y transporte internacional con la inocente intención de encargar su recogida a costes pagados y, ante nuestra sorpresa, todas las compañías con las que hablamos nos confirmaron que no se prestaba ese servicio. No recuerdo exactamente los motivos que esgrimían pero intuyo que era algo relacionado con la seguridad. Sí nos ofrecían, sin embargo, sus servicios para que, desde sus oficinas en Estambul, alguien (en este caso, Mohammed –sí, se llamaba Mohammed-) nos remitiera el paquete después de abonarlo allí mismo. La amabilidad de Mohammed había sido ya excesiva y en ningún caso parecía posible que pudiéramos pedirle que nos pagase el envío del reloj a Madrid para que luego le hiciéramos llegar el dinero. Al fin y al cabo, su deber 3

para con los clientes y su afán de servicio y cortesía, había excedido, hacía ya varias gestiones, su límite razonable. ¿Cómo podríamos, entonces, hacer que el reloj volviera a nosotros? En las siguientes semanas fueron constantes los cruces de mensajes a los móviles donde yo me excusaba con Mohammed por no encontrar una solución y Mohammed me contestaba con textos tranquilizadores que nos seguían manteniendo en la confianza de un desenlace cercano. ¿La embajada española? ¿La agencia de viajes? ¿La Oficina de Turismo? ¿La Cámara de Comercio Hispano-Turca? ¿El Instituto Cervantes?... ¡El instituto Cervantes!... ¡eso es!... En ese preciso instante me vino a la mente la imagen de mi amiga Alicia, que trabajaba en el Instituto Cervantes de Madrid. En nuestra semana estambulita habíamos pasado en repetidas ocasiones, de vuelta al hotel, por la puerta de la sede del Instituto Cervantes en la capital turca. Si Alicia conocía a alguien allí, podría ser una solución. Rápidamente me puse en contacto con ella, le conté la historia del reloj de Sebastián y al día siguiente, después de varias llamadas y gestiones, me facilitó el correo electrónico de Leticia Gómez, una bibliotecaria que había trabajado en la sede madrileña y que hacía un año que se trasladó a Estambul. Según supe posteriormente, Leticia pasaba largamente la treintena y, después de un amargo divorcio de aquel que le prometió días de vino y rosas, decidió dejar atrás recuerdos, amigos y familia y darse una nueva oportunidad a más de dos mil setecientos kilómetros de donde había pasado la mayor parte de su vida. Aquella mañana de abril recibió en su correo mi mensaje, el de una tal Irene Valmayor, que no conocía pero que se presentaba haciendo referencia a su amistad con Alicia Sánchez Rubio, la documentalista de la sede madrileña, con la que coincidió en alguna ocasión cuando trabajaba por allí. Por su respuesta, adiviné a una Leticia incrédula y escéptica, releyendo varias veces el mensaje donde, después de ponerla en antecedentes, le pedía un comprometedor favor: encontrarse con Mohammed Özdemir para que le diera el reloj de manera que pudiera traerlo de vuelta a Madrid en su próxima visita. Yo ya le explicaba en el mensaje que entendería su negativa (de hecho, no sé cómo hubiera reaccionado yo ante semejante encargo, si, dejándome llevar por toda la filmografía de películas dramáticas o por las noticias de sucesos, le hubiera dedicado tan sólo dos minutos a reflexionar sobre la responsabilidad de cargar con un paquete que te da un desconocido en una ciudad turca… Oliver Stone podría haber adaptado el guión para que Alan Parker rodara la segunda parte de “El expreso de medianoche” veinte años después) Sin embargo, Leticia, educadamente pero no sin cierto recelo en su contestación, accedió a realizar el encargo pero ya adelantaba que no volvería a Madrid hasta pasados, al menos, ocho meses. Habían pasado ya tres semanas desde que regresamos de Estambul y estaba pendiente de enviar un nuevo mensaje a Mohammed informándole de la posibilidad de llevar el reloj a la sede del Instituto Cervantes, cuando hablando una noche con la madre de Sebastián me comentó, ingenuamente –“Ayer estuve con mi amiga Loli y está muy contenta porque su hija Noelia, que lleva seis años viviendo en Estambul, viene este verano a verla” –“¿Estambul?- grité yo –“¿que la hija de tu amiga Loli vive en Estambul? ¡Qué gran noticia!” Mi suegra no entendía el motivo de mi alegría. Para no disgustarlos, habíamos optado por no comentar a la familia la lamentable pérdida del reloj. Cuando le 4

puse al día, rápidamente se ofreció a hablar con Loli para que hiciera la gestión con su hija. Noelia, la pequeña de tres hermanos, había sido mala estudiante y desde que dejó el bachillerato había estado dando tumbos de un trabajo temporal a otro hasta que decidió que quería conocer mundo. Empezó por Londres, donde aprendió inglés y conoció a sus dos inseparables amigas con las que continuar su ruta mochilera por las ciudades más variopintas. Habían recalado en Estambul después de pasar por Edimburgo, Oslo, Heidelberg, Berlín, Utrecht y Atenas, y por esos golpes de azar que da la vida, había conseguido un puesto de trabajo para enseñar español. Lo que iba a ser una corta estancia se convirtió en un lugar cómodo donde vivir y en el que se había asegurado un más que decente acomodo y bienestar. Loli vivía esta separación con resignación y anhelaba siempre los veranos porque le permitían el reencuentro con una Noelia cada día más madura, más segura de sí misma y más satisfecha con su modo de vida. Loli habló con Noelia y le contó la historia del reloj. Noelia no tuvo ningún problema en quedar con Mohammed y así se lo hice saber. La contestación de Mohammed, en esta ocasión, era menos alentadora: cualquier gestión habría que resolverla antes de dos semanas, momento en que se incorporaría a la milicia turca: quince meses de servicio militar obligatorio que le impondría un amargo paréntesis en su cotidianeidad. Así las cosas, nos hicimos con el teléfono de Noelia y le contamos personalmente la situación. Resultó una muchacha divertida, alegre, que cogió nota del teléfono de Mohammed y nos prometió quedar con él lo antes posible, en cuanto tuviera un hueco en sus ajetreados días. Pasó el tiempo, más de dos meses desde que estuvimos en Turquía, y no recibíamos noticias ni de Noelia ni de Mohammed. Insistir parecía inoportuno, esperar se nos hacía complicado. La paciencia era el único ejercicio que nos podíamos permitir. Una tarde nos llamó María, la madre de Sebastián, y nos dijo que Noelia ya tenía el reloj. ¡Qué alegría! Sólo había que esperar un par de meses más a que llegara el verano y que Noelia volviera al reencuentro con su familia, portando consigo el reloj. Ya llevábamos entrenando mucho y el ejercicio de la paciencia nos resultaba, a estas alturas, fácilmente abordable. Así lo hicimos hasta aquella tarde calurosa de agosto cuando el reloj de Estambul volvió a lucir en la muñeca de Sebastián. Ese reloj fue el que Sebastián miraba nervioso en la puerta de la iglesia neogótica cuando esperaba la llegada de un coche impoluto y adornado del que me bajaría, vestida para la ocasión, la novia más linda jamás imaginada, camino de una ceremonia de amor participado con todos los seres queridos. Ese reloj marcaba las horas en las idas y venidas cotidianas de nuestra relación, nuestra convivencia, nuestra armonía compartida. Nos acompañó en nuestros viajes, nos informó del paso del tiempo en nuestros estresados días laborables y en nuestros exprimidos fines de semana. Fue ese mismo reloj, que estaba en las cinco y cuarto de la tarde, el que consultamos para saber la hora exacta en que supimos que íbamos a ser padres. También fue el reloj que nos indicó la hora exacta en que entraría al quirófano para zafarme del bebé que no pudo seguir viviendo en 5

mi vientre. Gracias a Mohammed y a Noelia, será el reloj que seguirá marcando nuestro tiempo de alegrías y deleites, nuestro tiempo de dolor y siempre injustos sufrimientos, el tiempo de nuestra historia de amor. Me hubiera encantado saber qué pasó en el encuentro entre Mohammed (el imposible Isklab o Ekrem) y Noelia. Me hubiera gustado contar que se conocieron gracias a nuestro reloj, que se atrajeron, se gustaron, se enamoraron y que Noelia aún sigue esperando a Mohammed a que regrese de su servicio militar para vivir su particular pasión turca. Sin embargo, lo único que puedo referir es que Mohammed recibió una sentida carta de agradecimiento de Sebastián y mía, junto con un ejemplar de “El Quijote” con un billete grande en su interior; una insignificante muestra de gratitud que Mohammed apreció enviándonos su último mensaje en el que nos deseaba todo lo mejor, como nosotros a él, sabiendo que difícilmente volveremos a coincidir pero que, de hacerlo, será cuando el reloj de Estambul marque un tiempo ya pasado para los tres, para los cuatro, para todos los que fortuita o deliberadamente coinciden en espacios y en tiempos, con resultados tan distintos, con consecuencias tan dispares y, a veces, sin querer ni pretenderlo, con secuelas tan semejantes. Irene Valmayor Madrid, Noviembre 2009

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