El objeto en el arte. Hoy día podemos observar cómo el arte del milenio que se inicia, aún se limita a continuar desarrollando las muchas novedades aportadas por el siglo XX. Es que los cien años recién pasados mostraron una inquietud dinámica y una creatividad radicalmente nuevas en la historia del arte. Tanto, que esa voluntad de cambio llegó hasta a tocar dos extremos contrapuestos. Por un lado alcanzó, a través de las distintas vías de la abstracción, el abandono de toda forma reconocible. Y al mismo tiempo, ubicándose en las antípodas del proceso anterior, hizo del objeto físico protagonista artístico y expresión de la más cruda realidad cotidiana. La apertura hacia tan vastos y novedosos horizontes se realizó, además, ya durante los hoy remotos años diez del siglo pasado. Mirados desde la perspectiva actual, aparecen ambos cambios como anuncios transfiguradores de la violencia, del nihilismo que muy pronto introducirían en el mundo las dos grandes guerras y la revolución rusa. Pero, más que la posición abstracta, son los variados modos de manejo del objeto los que resultan el mayor atentado contra la integridad de las bellas artes. Y en su totalidad, los autores de ese ataque se han mostrado capaces de originar, hasta nuestros tiempos, un arte nuevo, genuino, fecundo en sus diferentes manifestaciones. Duchamp, los dadá, alguna fase del surrealismo, el pop art, los nuevos realistas, el arte conceptual, el arte ecológico, forman las diversas estaciones de la flamante vía creadora. Desde las épocas más primitivas y para defenderse de enemigos que lo asediaban -la naturaleza hostil, animales feroces, otros hombres, la amenaza de supuestas potencias ocultas-, el hombre creó objetos. Estaban destinados a funciones precisas. Mucho más adelante, el florecimiento de las civilizaciones del pasado trajo una especialización del objeto. Los hubo de curiosidad, por ejemplo, un camafeo para mirar con lupa o la primera caja de fósforos- y de arte, desde una lamparilla griega de bronce hasta las copias del “Moisés” de Miguel Angel. Muy por el contrario, los múltiples objetos funcionales producidos por la industria moderna jamás habían interesado desde un punto de vista estético. Pero el siglo XX introdujo el cambio. Todo comenzó con Marcel Duchamp (1887-1968) y el objeto encontrado (ready-made u objet trouvé). Para este pintor francés proveniente del cubismo, el solo hecho de que un objeto cualquiera sea escogido por un artista, lo convierte en obra de arte. Con eso se relativiza la originalidad, se suprime la exclusividad de la pieza única, se niega la posibilidad del placer estético, del buen o mal gusto. La imagen ilusoria de lo real desaparece, y es reemplazada por la realidad misma. La desmitificación del arte está, entonces, conseguida. De ese modo, la voluntad del autor hace de su producto, como decía Leonardo da Vinci, una “pura cosa mental”. Como podía esperarse de audacia tan sorprendente, de indiferencia tan irónica, de absurdo tan corrosivo, sus repercusiones han sido múltiples. Se dejan oír hasta ahora. Emerge, así, una nueva lógica: la del objeto producido en serie, multiplicado en toda su mecánica desnudez, ajeno a cualquier exclusividad. Al emplearlo Duchamp sin alteración física ninguna, sólo la descontextualización desde sus funciones habituales y el cambio de significado que ello provoca serían su mayor sello de originalidad. Ninguno de los artistas o corrientes derivados del creador galo, o influidos por él, a lo largo del siglo XX se ha atrevido a llegar tan lejos. Tampoco era posible avanzar más allá. Por otro lado, el responsable de “Rueda de bicicleta”, de “Urinario”, nos proporciona más anticipaciones todavía. Por ejemplo, una realización temprana de 1920, “Ventana”, ostenta todo el misterio que sabrá exhalar de sus propuestas el futuro surrealismo. Y en “El gran vidrio” debemos reconocer la imaginería fundamental de nuestro Roberto Matta. Si examinamos, además, los títulos de muchas de sus construcciones, vemos que en alguna medida se adelantan al predominio de la palabra, de la actitud, propias del arte conceptual, más de medio siglo posterior. El movimiento dadá resulta el seguidor más inmediato de Duchamp. Frente a su paradigma,
no obstante, podríamos decir que los dadaístas dan un paso atrás. En efecto, dejan de lado la autonomía feroz del objeto y pasan a intervenirlo, a someterlo a combinaciones variadas. Pese a lo anterior, mediante esa misma actitud abren también capacidades formales y expresivas insospechadas en el material. Las tendencias posteriores en similar dirección siguen desarrollando y ampliando, de una u otra manera, los postulados dadá. Los miembros más importantes de esta tendencia de nombre escogido al azar, en plena Primera Guerra Mundial, son el estadounidense Man Ray, los alemanes Max Ernst y Kurt Sch witters. Si Ray, entre muchos otros trabajos suyos, añade a una plancha doméstica, con humor, una hilera de clavos, el segundo de los anotados recoge, nada más que por su valor iconográfico, restos de objetos desde la basura y arma con ellos dinámicos collages en tres dimensiones. Ernst, por su parte, se convierte acaso en el primer surrealista. Y el surrealismo constituye el continuador lógico de la propuesta dadá. No obstante, sus cultores plásticos se reclutan, ante todo, entre los pintores. Algunos de ellos nos sorprenden con obras ejecutadas a partir de objetos. Tenemos al propio español Joan Miró, en una vertiente ejecutora suya menos conocida; al líder del movimiento, el galo André Breton; al neoyorquino Joseph Cornell. El americano, con la poesía asociativa de objetos y materiales heterogéneos, los organiza y encierra en cajas, adelantándose durante los años treinta al pop art. Y, específicamente con sus espacios divididos en celdas, anuncia las series de imágenes de su compatriota Warhol. Los procedimientos empleados hasta aquel momento establecen ya los principales manejos a que es sometido el objeto en la construcción de la obra de arte. Si parten éstos con el objeto como protagonista único y sin alteraciones en su integridad física -el verismo intransigente de Duchamp-, a continuación los autores dadá lo intervienen y, a la vez, ensamblan varios objetos dentro de una misma composición. Después viene el pop art o neodadá. Éste hace del ready-made, desde mediados de la década de los cincuenta, trivial imagen desechada, consumida por las masas integrantes de una sociedad urbana y tecnológica. Dentro de los creadores pop, Andy Warhol (19281987) insiste en la misma frialdad feroz de Duchamp: su protagonista intocado resulta multiplicado y dispuesto en un ordenamiento serial. Pero su reproducción consiste, ante todo, en la imagen serigráfica coloreada artificialmente. Otro artista capital de la tendencia nacida en USA es Robert Rauschenberg. Su obra se caracteriza por la acumulación suntuosa de elementos obtenidos del basurero de la metrópoli opulenta. Con ellos construye un brillante escenario monumental donde se reparten equivalentes puntos de interés, que provocan en el espectador una asociación de imágenes de rango documental. Una visión más monolítica y rememorativa demuestra, en cambio, la producción de su colega Jasper Johns. Cercano a Warhol, sus trabajos más famosos se relacionan con la bandera patria. En cuanto a Jim Dine y a Claes Oldenburg, el primero opera sobreponiendo objetos —prendas de vestir o herramientas caseras— a sencillos lienzos pintados que les sirven de complemento. Entretanto, Oldenburg, el escultor sueco, emprende la magnificación del objeto cotidiano o de alimentos de gusto masivo, otorgándoles dimensiones gigantescas. De gran tamaño, pues, ornan hoy paseos públicos. En general, la adición, la acumulación de objetos y su puesta en orden conducen a la fragmentación de cada obra artística. Los aspectos constructivos, entonces, adquieren una particular autonomía. Toda esa complejidad va definiendo relaciones formales y asociaciones expresivas capaces de abrirse a posibilidades muy variadas. Ofrécese al observador un vasto repertorio de lecturas, de interpretaciones. El pop art también halla eco en Europa durante los años sesenta. Los nuevos realistas resultan sus cultores. Una diferencia esencial los separa, eso sí, de la neutralidad ideológica de los estadounidenses. Es que los artistas del Viejo Mundo, por intermedio de sus propuestas, toman partido frente a la sociedad y los acontecimientos de su época. En
los franceses Fernández Arman y Cesar, en el suizo Tinguely, en el rumano Spoerri, en el búlgaro Christo y sus enigmáticos envoltorios menores, tenemos a representantes suyos destacados. Precisamente los nuevos realistas, con su eventual carga política, han constituido la vertiente pop asimilada en Chile. El movimiento internacional Fluxus, de la década de los cincuenta e inicios de los sesenta, emprendió la tarea de inventar conexiones nuevas entre artes visuales y poesía, danza, música, teatro, promoviendo una interpretación abierta del hecho artístico. De ahí emergen ciertas manifestaciones tan importantes como la acción de arte, el happening, el mail art, el arte conceptual. A este último movimiento ha conducido la evolución posterior de algunos artistas de Fluxus. Y no pocos de ellos tienen al objeto en la mira de sus objetivos. En primerísima línea, el alemán Joseph Beuys (1921-1987). Nadie como éste ha impregnado de calor humano, de sentido trascendente, a sus protagónicos objetos y materias primas relacionados con la propia experiencia vital. Así, por su intermedio, se logra redimir con mirada universal la angustia existencial del hombre contemporáneo. Además de ensamblajes -desde pequeños frascos intervenidos hasta pianos envueltos en fieltro-, a fines de los sesenta empieza a crear instalaciones o ambientaciones cuyo espacio puede penetrar el público. En ambas clases de trabajos, un testimonio palpitante de vida impregna cada uno de los diversos utensilios vulgares, insignificantes, que con sencillez los componen. Debe admitirse que la posición artística de Beuys se ubica en las antípodas de su contemporáneo Warhol. La profunda seriedad del germano ante el arte, su compromiso con el tiempo en que le tocó vivir, nada tienen que ver con el escepticismo, implacable e irónico, del norteamericano. Mientras el primero propone como su lema “Pensar es cultura”, “Todo es hermoso” corresponde al del segundo. En Rebecca Horn y Wolff Vostell hallamos a dos autores alemanes que, en alguna medida, también se aproximan a los postulados de Beuys. Si Vostell, en una acción de arte, ha rodeado de panes la Ópera de Frankfurt, los ingeniosos mecanismos de Horn ocupan objetos comunes como actores fundamentales. Por su parte, el escultor estadounidense Duane Hanson nos entrega, sin mayor trámite, objetos reproducidos en material plástico. Éstos, junto con imitar a la perfección la realidad vulgar del original, se encuentran agrupados en las disposiciones normales que determina el diario vivir. Dentro de la pronta relativización y luego pérdida del carácter lineal y objetivo del arte, dentro de la permeabilidad global que demuestra gran parte de las orientaciones estéticas durante el siglo XX, el hecho artístico termina acumulando infinidad de sistemas culturales. Por eso tampoco falta, hacia finales de la centuria recién concluida, aquella mirada que dirige sus intereses al entorno natural, a la naturaleza. Y el triunfante gusto por la ecología ha rendido frutos dentro del ámbito de las artes visuales. De esa manera advertimos que, respecto al objeto encontrado, también cabe considerar como tal al proveniente del mundo natural: hojas, ramajes, semillas, piedrecillas, conchitas, etc. Vemos aparecer semejantes ingredientes en ciertas instalaciones y, por cierto, en ensamblajes. Artistas chilenos del objeto En el caso puntual de Chile, desde comienzos de la década de los años setenta, la apropiación artística del objeto ha contado con cultores variados, y siempre genuinos. Tenemos, por ejemplo, las creaciones inaugurales de Martínez y Brugnoli, luego de Muñoz y Errázuriz, las ejecuciones chilenas de Balmes. Más tarde a Barrios y, ya dentro de una generación más joven, los trabajos de Montes de Oca, Ramírez, Cavieres, Marín, Bravo, y de los juveniles Ríos, Vio, Aninat y Swinburn. Precisamente, a todos ellos ha logrado reunir la presente exposición de Fundación Telefónica. Así, tenemos los testimonios del porteño Juan Luis Martínez (1942-1993). Ya desde mediados de la década del 60, desarrolla sus collages con gracia delicada y simple, con
apasionamiento conceptual, con una lucidez visual donde convergen soplos de raigambre literaria. A través de su fantasía paradójica, la renovación de los dadá y surrealistas corre por cuenta de vivencias rememorativas, propias de una experiencia rebelde. Cosa curiosa, al igual que la artista más joven del actual conjunto, las cajas de este recolector de menudencias recogen ecos de Cornell. Francisco Brugnoli despliega una nueva etapa de su obra, en continuo hacerse, “Los trabajos y los días n”. En el ataque a las torres neoyorquinas y en el rompimiento cultural que ello significó debe hallarse el punto de partida. Una vez más se trata de la ironía del monumento absurdo, del peculiar monumento cuya seductora condición no busca más que la materialización del deseo, extranjerizante y kitsch, de nuestro hombre común. Salvo la nobleza de la humilde madera del plinto que lo compone, en su “Niño del ganso” producido en serie el plateado disfraza al yeso, en tanto que el color amarillo opera en sus barras de ampolletas baratas, presunta publicidad luminosa. No falta, sin embargo, poesía a este sueño de enamorarse de la existencia precaria de algo inútil y vacío. Un díptico fotográfico intervenido, en negro y blanco, y al que completan cajitas con objetos simbólicos, nos introduce en “Del ropero de María Félix”. Mediante él, Ernesto Muñoz despliega su imaginería alrededor del mestizaje. Se nos muestra desde las plantas alucinógenas mexicanas, que florecen sobre la cabellera de la actriz famosa como signo de su propia evasión, hasta emblemas europeos, culturales y religiosos. Sin contravenir la indispensable cohesión conceptual, los pequeños recintos tridimensionales dejan ver el cruce entre ramitos de flores violáceas, amarillentos boletos de museos del mundo desarrollado, testimonios de las “Mañanitas” y de Zurbarán, medallita y rosario, una vista del jardín azteca y botellas en miniatura de Coca-Cola. La concurrencia de algún varón ario cumple, acaso, el rol de contrapunto de los siempre morenos esposos que tuvo la estrella. A un ámbito por completo diferente de la realización anterior nos conduce Virginia Errázuriz con su “Tía Rosita”. El elegante sillón de estilo, sobre una alfombra de la calidad correspondiente, arma la situación. Por su parte, la línea demarcatoria del conjunto se convierte en huella gestual, en firma de la autora. Al mismo tiempo, un tercer y miniaturesco objeto completa la puesta en escena. Se concreta, así, una idea original: poner en circulación, como forma de arte, la propia identidad encarnada en el cotidiano material hallado. Además, este mobiliario nostálgico resulta capaz de reflejar un circuito social más amplio. La privacidad de Errázuriz no tiene, pues, inconveniente en asumir el riesgo de exponerse a la luz, en plena sala de la Fundación Telefónica. Su voluntad de evitar la separación entre obra de arte y la propia vivencia diaria se impone, siempre audaz. Signo de viaje, de traslado, de inestabilidad al menos momentánea, la caja de embalaje en manos de José Balmes se convierte en testigo de su historia personal. Maltratada por el uso, con señales de identificación y pintada de rojo, corre el peligro de transfigurarse ante nuestros ojos, quizá en envoltorio de un contenido misterioso. Es que cabe a la gran caja encerrar el fruto de un hecho delictivo o, definitivamente, encontrarse vacía y con su presunto ocupante desaparecido. Respecto al color aplicado, la asociación gratuita del rojo con la sangre resulta inevitable. Y esa violencia imaginaria puede tanto provenir de un desplazamiento físico obligado, como del dolor anímico de un futuro aciago. Un lirismo silencioso, púdico, pero de especial fuerza expresiva emana de “Ventana blanca”. Aquí Gracia Barrios opera con simplicidad exquisita el vestigio arquitectónico recobrado. La finura de signos como graffiti diseñado por el tiempo, de sugestivas palabras entrecortadas y de breves toques con aspecto de huella humana, transfigura la ventana descubierta en el desolado barrio antiguo de Santiago. A través del amor con que Barrios trata su objeto nos hace partícipes de su reencuentro con la propia infancia. Y, a la vez, nos trae el hálito de vidas mínimas que, tras el pequeño ventanal entornado y bajo luces débiles, ocultan la decadencia extrema de viejas opulencias. Asimismo, los miembros de una generación de edad menor obtienen del objeto
interpretaciones artísticas novedosas. Está Carlos Montes de Oca y su radical opción de entregarnos, sin intervención alguna, en toda su desnudez, el objeto escogido. Corresponde éste a uno de los utensilios más populares del obrero y del estudiante, la mochila. No obstante seguir la línea expresiva de sus anteriores carpas, ahora el protagonista recién rescatado de la fábrica alcanza una sobredimensión. Pero esa amplitud ya a nadie extraña. En todo caso, se ensancha su capacidad de guardar, de soportar aquellas mayores cargas que exigen sudor en la frente al transportarlas. Tampoco se libra de desempeñar tareas de ocultamiento. Es que más de una persona cabe en ella. Sólo su coloración la dispensa, nada más que en parte, de las asociaciones trágicas que pudimos emprender frente al envoltorio rígido de Balmes. El bosque, el campo, la playa parecen constituir los escenarios donde Zinnia Ramírez lleva a cabo sus descubrimientos. Son ellos ya restos marinos y vegetales, ya oxidados recipientes de fierro, ya desvencijadas partes de un telar o un mortero mapuches. Así, desde la connatural cultura recolectora de la mujer, trata de manejar la energía propia de cada material ínfimo. La interpretación de estas llamadas de la autora hacia el respeto por la naturaleza y por nuestra cultura ancestral, dependerá del individual punto de vista de cada espectador. El ilusionismo visual constituye el fundamento de los respectivos aportes de dos artistas del todo distintas entre sí. Una es Pamela Cavieres. Su objeto encontrado resulta bastante insólito: cierta pintura del conocido neoclásico nacional José Gil de Castro -el doble y bien identificado retrato de un padre y de su hijo. El cuadro, no obstante, se somete a una fragmentación en más de mil cubos rojos. Con eso se simula el volumen virtual del lienzo plano. La elección del cubo responde a que constituir éste la simplificación máxima de las tres dimensiones. De las figuras protagónicas se privilegia algunos trozos que parecen más significativos. Entre ellos, la sorprendente cajita con el mono frente al espejo, la cual nos muestra el niño con bastante ironía. Desde lejos, el efecto ilusorio de esta obra hace que no veamos más que un amplio cubo; sólo acercándose distinguimos sus personajes figurativos. Como rescate de una identidad perdida, Livia Marín nos propone tapas usadas de botellas y reproducidas en material plástico oscuro. Con millares de ellas construye lo que, desde la distancia, semeja nada más que una línea negra sobre una de sus características repisas en el muro. Esa ilusión desaparece, no obstante, cuando el espectador se halla muy próximo a estos desechos que, aunque deleznables, conservan siempre en su cuerpo el gesto humano de abrir una bebida refrescante. En este guiño minimalista de Marín a lo doméstico, uno se encuentra con una acumulación de pequeños objetos que casi desbordan el soporte. La textura, el color, el brillo de cada una tienden a seducir al observador. Aunque están a su alcance, se genera un distanciamiento, una barrera psicológica que lo obliga a preguntarse: ¿se tocan? Primera realización de una serie denominada “El sitio del horror”, la propuesta de Víctor Hugo Bravo se concreta en un inocente carro de ventas callejeras, con toldo y de la más pura filiación kitsch. El camuflaje, con su habitual cubierta de uso militar, lo cubre todo. Tres actores insólitos destacan sobre el protagonista móvil: un gran perro de feria popular como el niño de Brugnoli, esconde su material de origen-, una negra plancha de dientes postizos que, acá por excepción, no se oculta y sirve de manilla a una tapa con nuestro escudo, el tercero de los personajes, símbolo del doble poder de madre y patria, que aparenta ser la puerta de acceso hacia algo misterioso. La paráfrasis de una frase publicitaria de producto masivo luce escrita en ambos costados del carrito. Mediante una vigorosa voluntad expresiva, Bravo logra violentar la neutralidad de los objetos cotidianos y materializar su mensaje ambiguo. Una acumulación de miniaturas, a menudo barroca, conforma las cajas intimistas, misteriosas, de María José Ríos. Mucho poseen ellas de escenario propio, de santuario personal, donde la artista parece volcar tan sólo para un único espectador, que es ella
misma, experiencias, inquietudes, anhelos y sentires anímicos. Y lo lleva a cabo a través de esos objetos diminutos que va arrancando, como valores perdurables, de la vida cotidiana. Si a primera vista parecen abigarrados, un mayor detenimiento nos convence de su composición equilibrada y de las coherentes relaciones de significados entre sus figuras. Pero también, como Errázuriz, en su caja “La dramaturgia del enigma” osa hacer pública la intimidad del propio rostro, mediante la multiplicación agitada de su imagen de carnet de identidad. Como de costumbre en Andrés Vio, el papel de periódicos releídos resulta el exclusivo objeto que utiliza en sus sólidas construcciones. Otra vez su materia prima se redime de la basura, haciendo valer el poder latente de información que, a diferencia del papel no usado, encierra para la posteridad. En la presente ocasión, ese material, gris y provisto sólo de toques azarosos de color, emerge acumulado en montones, en condiciones tanto de integridad como trozado. El flamante bloque conseguido, “Hoyo diario”, además puede intervenirse sutilmente, armándolo o desarmándolo. Pero más importante que eso, el embudo que lo centra determina un vacío que, en fuerte contraste con el restante volumen cerrado, crea una figura novedosa, capaz de funciones inesperadas que al espectador cabe interpretar. A una sola voz Teresa Aninat y Catalina Swinburn hacen del artificio de un objeto memoria de lo que fue. En la actual etapa de su obra abierta, un par de maletas transparentes encarna el memorial de una casa desaparecida para siempre. La representan nada más que vestigios mínimos: escombros fragmentados de suelo y cielo del territorio habitacional del hombre. Estos desechos ruinosos subsisten protegidos, encapsulados dentro de las cajas de acrílicos transportables. Puede así perdurar y emprender viaje, liberándose del fatal olvido. Una vez más, la existencia perdida haya cobijo en el regazo del recuerdo recobrado. De acuerdo con lo anotado y con lo que la misma exposición nos muestra, vemos que los trece expositores en las salas de Fundación Telefónica, del simple objeto consiguen una vasta gama de posibilidades expresivas y formales. La seriedad creativa de sus propuestas nos entrega, asimismo, un rico panorama de las distintas tendencias que fundamentan las artes visuales de Chile durante el siglo que recién comienza. Queda al público la provechosa tarea de contemplarlas y, en consecuencia, la más fructífera todavía de interpretarlas.
24 de julio de 2009
''Hoyo diario'', 2003, 80 x 65 x 50 cm. De las muchas posibilidades de arrumbar ordenadamente papel de periódicos, aquí se nos propone una. Irónico resulta, esta vez, el cambio de funciones a que se somete a un material que fue, en esencia, informativo.
''Objeto'', 2003 Austeridad y minimalismo del objeto recién producido por la industria y sin retoque alguno. Pero ello no impide que su capacidad de guarda, de conservación, de encierro pueda provocarnos sospechas acerca de la legalidad de su posible contenido.
''El ropero de María Félix'', 2003. Fotografías de una actriz famosa y los objetos que la rodean nos traen un testimonio actual del mestizaje entre Europa y América autóctona, que aún no se da por terminado.
''Los trabajos y los días n'', 2003, 206 x 42 x 42 cm. La precariedad de sus materiales, la inutilidad evidente de su existencia no impiden que este monumento alcance a seducir al gusto popular y colme sus particulares anhelos de belleza.
''Ventana blanca'', 2000, 162 x 192 cm. Vieja ventana herida por los signos que deja el tiempo. Todavía hoy es capaz de sugerirnos algún eco de las vidas que tras ella transcurrieron. Acaso cabría escuchar, si ponemos oído, susurros de conversaciones idas
''Operación Albania (obra nº 6)'', 2002, 56 x 86 x 165 cm.
''Juan XXIII'', 1965, 34 x 24 x 6 cm. Encuentro en apariencia fortuito, y dentro de un escenario hermético, de los objetos más disímiles. Se impregna de poesía su capacidad de despertar en nosotros asociaciones con personajes, con ideas que no esperábamos.
''Sin título'', 2003, 4 x 300 x 8 cm. Poderes de la ilusión óptica. Desde lejos resulta un negro y geométrico trazo horizontal. Cuando nos acercamos, la acumulación de oscuras tapitas de botella, junto con revelarnos su identidad, proclaman el uso al que fueron antes sometidas.
''Casa de significado'', 2002, 18 x 13 x 37 cm. El rescate de una intimidad individual, poco adicta a mostrarse a la luz pública, constituyen estas miniaturas del entorno cotidiano. El encierro en pequeñas cajas demuestra su necesidad imperiosa de protejerse, de esconderse ante la mirada extraña
''tanto suspira, el alma'', 2003, 1,10 m3. Un cuadro famoso de un pintor célebre nuestro pasa del plano a las tres dimensiones. Para ello se utiliza el cubo, simplificación máxima de un objeto, y el rojo, como verdadero arquetipo del color.
''Me moria en tránsito'', 2002, 45 x 50 x 61 cm.> Símbolo de viaje son las maletas. Pero, además, las presentes se convierten en portadoras transparentes de una memoria: los restos fragmentados de una casa añorada y, para siempre, desaparecida
'El sitio del horror', 2003 Enjaezado carro de feria que establece una relación absurda entre objetos dispares. Sin embargo, bajo su camuflaje de apariencias cotidianas algo inquietante nos esconde.
'Tía Rosita. Lote 82, serie comentario circular n° 1', 2003, 180 x 120 x 92 cm. Símbolo de las glorias de un ayer lejano, el mobiliario extranjero y de buen gusto puede poner, también, en circulación pública la propia intimidad personal. Así la vivencia cotidiana se torna obra de arte.
''Viaje de la mujer con su naturaleza'', 1993, 60 x 42 x 15 cm. La recolección de materiales y objetos encontrados en medio de una naturaleza todavía poco contaminada, además de exaltar nuestras culturas ancestrales, emprende un llamado a la conciencia ecológica