El hombre que obra milagros (Valeria Rovira)
“Yo adivino el parpadeo de las luces que a lo lejos van marcando mi retorno... Son las mismas que alumbraron con sus pálidos reflejos hondas horas de dolor... Y aunque no quise el regreso (…)”
El tango “Volver” resuena en su mente incansablemente cada vez que El Onda se acerca a Olavarría, la ciudad que la albergó durante tantos años, la ciudad en la que estuvo en las puertas del infierno. Cuenta la historia que durante muchos años fue feliz, años en que ni siquiera imaginaba que existiera el dolor. Hubo una época en que el hombre que obra milagros, poseedor de unas manos que curan, no era más que “El Pelado” para ella, ese hombre de sonrisa bonachona, de corazón generoso. De niña se sentía orgullosa de él, era una especie de Dios para ella. Cuando creció ella intentó ser la persona que él le había enseñado que tenía que ser. Él es el hombre que la salvó de la muerte. Ese que la hizo vivir dos veces. Ese, cuyo rostro recuerda a su lado cuando piensa en los días en que estaba en el infierno. ¿Puede explicarse en palabras sencillas aquello que no tiene explicación? El dolor no puede contarse ni describirse. El dolor es algo que se siente. Por eso sólo aquellos que han sufrido pueden entender el dolor ajeno. El desgarramiento de la piel, ese ardor constante, la sensación de que a cada segundo se estaba muriendo, ¿fue justo?. Cuentan en la ciudad que estuvo postrada por tres meses, que gritaba, que lloraba. Cuentan en la ciudad que sin embargo, aguantó, que se aferraba a la vida. En aquellos instantes no existía ni el pasado, ni el futuro, solamente existía el presente. Pasaba sus días tirada en la cama, siempre en la misma posición, de costado, leyendo, mirando películas, armando rompecabezas. En cuántas de esas horas deseó volver a camina y sentir los rayos del sol en su cara, deseó saltar, ser libre, no estar atada a aquel dolor que paralizaba no sólo su cuerpo sino también su alma.
Por ese entonces dependía de él. No pensaba que podía curarse pero él logró lo imposible. Curó cada uno de los pedacitos de su piel destruida, como si fuera un artista, con infinita paciencia, aguantando sus llantos, sus gritos, sus insultos. Cada vez que El onda se acercaba a Olavarria, recuerda sus chistes, su cara. Recuerda que cuando llegaba la hora del baño, él decía: “acá viene el torturador” y se frotaba las manos y ponía cara de broma y por un momento lograba hacerla sonreír. Ese era un instante únicamente de ellos, un momento mágico, donde no hacían faltas las palabras. Él la ayudaba a levantarse, a desvestirse, a entrar en la bañera. Ella se agarraba de la jabonera, de la mampara, mordía lo que tuviera a mano y le decía: “Hacé lo que tengas que hacer, yo aguanto”. Él sin piedad alguna hacia su trabajo, a pesar de todo, a pesar de que ella no soportara el dolor. Ambos entendían que era la única manera de curarse. Luego la secaba con sumo cuidado y efectuaba las curaciones que correspondían. Ella entró una sola vez al quirófano. Tenía mucho miedo porque era algo nuevo a lo que se enfrentaba. Su mayor temor era no despertar de la anestesia, quedarse allí para siempre, pasar de la vida a muerte sin darse cuenta. Pero allí estaba el hombre que obra milagros, vestido con la ropa de quirófano. Allí estaba el hombre que obra milagros y se reía, hablaba con las enfermeras, le contaba chistes. Parecía un payaso. Ella se durmió sin darse cuenta. Después se despertó… “¿ya está?, si yo no sentí nada”. Más tarde le contaron que aún anestesiada se quejaba cuando le retiraban de su cuerpo los objetos que estaban aferrados a su carne. Ella poco a poco fue recuperando su movilidad. Aún recuerda el primer día que volvió a ir en remís al centro, fue uno de los más felices de su vida. Era un desastre, toda vendada, pero contenta. Ella sobrevivió, se curó y volvió a sonreír pese a que las marcas del infierno no se borrarían de su cuerpo. Cada vez que El Onda se acerca a Olavarría recuerda aquellas horas trágicas de dolor. Sólo vuelve a verlo a él. Cuenta la historia que durante muchos años fue feliz, años en que ni siquiera imaginaba que existiera el dolor. Hubo una época en que el hombre que obra milagros, poseedor de unas manos que curan, no era más que “El Pelado” para ella.