El-bardo-y-su-reflejo

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  • Words: 3,030
  • Pages: 11
El Bardo y su reflejo Miguel Ángel Mendaro Johnson

2009, Miguel Ángel Mendaro Jonson El Bardo y su reflejo

Otra vuelta de tuerca.

1

— ¿De verdad crees que <<El Bardo y su reflejo>> es…? ¿Cómo decirlo…? ¿Un título… adecuado? Liliana esperó alguna señal en los ojos de su mustio colega, editor, agente, comercial; un chupa sangre vulgar y corriente. Al comprobar que lo que decía era cierto, que no bromeaba, que la había citado en su despacho al final del día sólo para reírse del título de su nueva novela y que siquiera aún se había pronunciado sobre lo arriesgado del contenido, se acercó un poco al borde de la mesa con mirada agresiva, y desde el otro lado, espetó: — Es perfecto, cariño. Bardo; un poeta lírico. — Sé qué es un bardo, pero no, dista bastante de la perfección. ¿Quién va a leer un libro con un título tan flojo? Ni haciendo un Dalí con la portada lograrías captar la atención de algún lector; sabiendo lo difícil que está el jodido mercado editorial, ni poniendo miembros descuartizados en la portada venderías un libro…― se rascó la cabeza, visualizando una imagen dantesca―. Bueno, a lo mejor lo de los miembros puede que funcione si hay mucha sangre… ¡No! ― aporreó la mesa― luego está lo incompresible de la… ¿novela? — No necesito lectores, ni reconocimiento. Es el título de todo cuanto he vomitado en estos últimos ocho meses. Estoy podrida. — Y que lo digas. Pero todo lo vomitado apesta, más si es tuyo. Insisto. No es un buen título y sin lectores no habrá dinero― dijo cruzado de brazos―. ¿Quién te paga, Liliana, lo recuerdas? Se llama contrato, y debes cumplirlo. No eres más que un producto, actúa como tal. Además, ¿en qué coño pensabas cuando la escribiste? Es un auténtico lío… un follón atemporal; no le veo el sentido por ningún lado, cojas por donde lo cojas, carece de estructura… de lógica… — ¿Sabes, José? — ¿Qué? — Me das asco. — Y tú deliras. No das una. Por favor… ¿El bardo y su reflejo? ¡Joder! Liliana se puso de pie interrumpiéndole. Cogió el vaso de whisky que momentos antes José había servido como cortesía y, vertiéndolo en el suelo, lo dejó vacío de líquido conservando los hielos en su interior. <> debió pensar José. Después levantó su falda, bajó sus bragas hasta los tobillos y llevó el vaso entre sus piernas, posicionándolo en la cara interior y superior de sus muslos, orinando en el vaso y llenándolo hasta la mitad, sin derramar una sola gota fuera de éste, con insuperable perfección, ante la estupefacta mirada de José que tuvo que reír en defensa propia. — Jodida loca. — Esto es lo que hay. Tu whisky es una auténtica mierda. Mejor destilado que este que acabo de servirte no encontrarás otro. O lo tomas, o lo dejas. — ¡Jodida loca! — Insisto, cariño.

José intuyó, al llevar años leyendo las novelas de Liliana, que parecía estar fuera de sí. Se levantó y se dirigió hacia el perchero donde tenía colgado su abrigo. Mientras se lo ponía, Liliana avanzó con el vaso de orina hasta él, removiendo los hielos que se derretían poco a poco. Indignada, le miró. José se armó de valor para salir de aquella trifulca sin decir palabra y ella arrojó el líquido en su rostro. — ¡Bastardo cabrón! Agarró una pluma y la clavó en su pecho. La retorció. José no…

Carla se detuvo en seco, como si no se hubiera percatado del cambio a rojo del disco de un semáforo. Dejó de escribir en el ordenador, paralizada y asustada, en cierta manera, por lo que acababa de escribir: << ¿Mear en un vaso? ¡No puede ser! Demasiado atrevido y… vulgar. Y… ¿matar a José? ¡Estás loca!>> pensó riendo. De algún modo, Carla se estaba desahogando y vengando por lo que había vivido la noche anterior. Todo lo relatado en su pequeño texto, era verdad, exceptuando que ella no era Liliana y José, estaba vivo, y que bajo ningún concepto orinaría en un vaso como describió. Lo único real era su novela, su reciente fracaso: <<El Bardo y su reflejo. >> Un texto que había provocado las risas de su mustio colega José. Carla se levantó al baño. Necesitaba refrescarse, eliminar todo pensamiento malvado. Pero al mirarse en el espejo, sonrió: Liliana… qué guarra eres. Measte en el vaso. Es hora de jugar, ¿jugamos?

2

Liliana era un pretexto. Cómplice imaginaria. Un esparcimiento. Su desahogo. Carla, maestra titiritera, situada delante del ordenador, estaba dándole vida a su nuevo personaje: Dotándola de brazos y piernas, ojos y boca; aspectos triviales con los que un escritor debía satisfacer a quien quería leerle. Y con cada línea donde la describía, vestía en ella un cuerpo suntuoso. No obstante, mi Carla, mujer de hueso y algo de carne, ojos inertes y carbonizados por la luz del ordenador, quería dejar brotar ese lado perverso suyo con el que tanto se había divertido y dotó a Liliana de todo cuanto ella carecía en lo concerniente al físico y de una mente inicua y retorcida, capaz de orinar en un vaso y después, asesinar. Podía imaginarla como un ser perfecto, en un escenario iluminado por la luz de una luna llena, derramando lágrimas por su pulcra belleza mientras un defecto terrible la corroía en su interior: Al contemplar Liliana su reflejo, veía lo demoníaco e infame de su espíritu. Álter ego. . Pensó Carla. Sí; mi álter ego. Y la idea de una escritora deplorable que escribiría lo que se le antojara, sin ataduras ni reglas, lograba quitar y entorpecer su sueño. Después de todo, ella era ella y yo, ambas. Mañana, con urgencia, se reuniría con José para zanjar determinados asuntos que urgía tratar. Abrió su explorador, y fue directa a su cuenta de correo electrónico. Tecleó Valjean, su contraseña, y una vez dentro, redactó el siguiente correo: Estimado José, Disiento sobre lo tratado y acordado con mi última novela. “El Bardo y su reflejo” es una novela con un horizonte amplio y ambiguo. Sin embargo, cientos de ideas se me ocurren y me gustaría tratarlas contigo. Un nuevo libro está en camino. Mañana, si te parece bien, me pasaré por tu oficina. Un cordial saludo.

Dejó el ordenador, agotada. ¿Un cordial saludo? Hace años que conozco a ese hijo de puta. Qué asco de modales y formalidades, dijo. Fue al baño. Sentada en el retrete vio su reflejo en el espejo largo que utilizaba para ver su figura entera cuando se probaba un vestido y fantaseaba con causar impresión. Pero lo cierto es que pocos vestidos se ceñían apropiadamente en Carla. Le llevó tiempo liberar la orina y al relajar su cuerpo se le escapó una ventosidad. Rió. Miró su reflejo: ¿Te atreverás a contar esto, Liliana? ― preguntó imaginando que quien

estaba dentro del espejo era su nueva criatura―. Tu nueva novela brillará por su naturalidad. Debes despistar, enredar, y sobre todo, ensuciar… ¡ensuciar! ¡Liberté!

3 Amaneció. Una niebla espesa, fantasmagórica, se afianzaba entre las ramas de los árboles, a las farolas, en las esquinas de los edificios, durmiendo en los semáforos, consiguiendo aletargar el arranque de la Ciudad Muerta, tal y como la llamaba Carla, que se desperezaba admirándola por el ventanal de su salón. Se preparó una taza de café, de aroma intenso y amargo gusto al final con un ligero toque afrutado que podía distinguirse sólo si uno se lo imaginaba. Encendió el ordenador y fue a ver si José hubiera recibido el correo que le envió anoche y dignado a contestarla. Nada. Iré igualmente, dijo. No necesito la confirmación de ese imbécil ni su consentimiento. ¡Claro que no! Después de todo lo que se rió, después de cómo me ofendió… y humilló… pero, antes, antes empezaré a escribir sobre Liliana; lo necesito. ¡Liliana! Es… ¿Cómo describirlo? Como… es como si hubiera roto aguas… he estado con ella en mi vientre y ahora la voy a parir, de golpe. Y quiero que sea doloroso y escandalosamente sucio, que sangre tantísimo que roce y bese a la mismísima parca. Y así, Carla empezó a parir a Liliana, inspirada, como era de esperar, por el amanecer y la niebla. Todo lo que escribiría Carla durante una hora no la llevaría a ningún lado. Daba vueltas, imaginaba cosas, pero nada tomaba la forma esperada ni deseada. Defraudada, sólo dejó el comienzo: Amaneció, y lo hizo con niebla. Liliana no dejó ni una gota de sangre de José en la escena del crimen... ¡Joder! Gritó Carla. ¿Qué me pasa? ¿Por qué estoy bloqueada? Salió a la calle, rumbo a la agencia. Caminaba envuelta de niebla. No se perdería porque conocía la ciudad, no diré tan bien como la palma de su mano ya que ella sería incapaz de imaginarla, pero sí tan bien como su propia casa. Estaba bastante furiosa porque el momento para escribir fue perfecto, sin embargo, ella no estuvo a la altura de las circunstancias. Refunfuñaba en voz baja, manteniendo una conversación consigo misma. Quienes se cruzaban con ella, reían.

98 Era el número del portal de la agencia. Subió hasta el piso octavo. Tocó el timbre de la puerta B. Abrió Isabel, la secretaria y recepcionista. Sonrió con levedad a Carla, pero ella no devolvió el gesto. — Buenos días. — Hola, buenas; quiero ver a José. — ¿Ha pedido hora? — Sí. — Muy bien, ahora mismo le comunico que usted está aquí. — Gracias. Muchas gracias. Al cabo de unos minutos Isabel reapareció riendo, como si guardara un discreto chisme o secreto que habría compartido instantes antes con José. Le costaba mirar a los ojos a

Carla y cuando lo hacía soltaba una risotada. ¿Qué le habría dicho este a Isabel para que se riera de ella? ¿Estaría José también riéndose cuando ella entrara? — Señorita, me ha dicho que pase. Está al fondo, en su despacho. Donde siempre. — Muy amable, gracias. Carla entró sin vacilar, con ganas de guerra. Para hacer crecer su orgullo, caminó por el despacho y se situó enfrente del espejo, colocando algunos mechones, imaginando ver a Liliana en su interior. José no reía, y mantuvo el semblante, como si estuviera en jaque por algún motivo incógnito. Se levantó para estrechar su mano y fue después al mueble bar a servirse, a lo mejor, un vaso de whisky. — ¿Recibiste mi email? ― preguntó Carla, curiosa. — Claro que sí― contestó José, que de pronto, aguantaba la risa― ¿Quieres una copa? — Un poco temprano para el alcohol, ¿no crees, José? ¿Qué os hace tanta gracia a ti y tu secretaria, si puede saberse? — Nada, nada… es que… Bueno, a partir de las diez, ya se puede beber sin prejuicios. ¿No? — ¡No! Por favor… ¡Es demasiado temprano! — Puede, aunque siempre, y todavía más si se presentan los atenuantes adecuados, es un buen momento para mear, ¿eh?― dijo José clavando sus ojos en los de Carla, y guiñando con sensualidad depredadora uno de ellos. Después elevó la copa y vertió el contenido en el suelo, emulando e invitando a Carla a representar una escena más que familiar. A continuación, se desternilló de risa. Aterrada, como si se hubiera quedado desnuda y atada ante José, Carla salió corriendo despavorida hasta la calle, donde la niebla, de nuevo, la engulló. Respiraba entrecortadamente, le faltaba la respiración y el ritmo de su corazón se desbocó. Sólo una pregunta se repetía en su mente. ¿Cómo? Tirada en la acera de la calle, Carla aún podía escuchar las risas. ¡Guarra! ¡Qué guarra! ¡Qué cerda! La intimidad y nobleza de la niebla, cubrieron y protegieron a Carla. Poco a poco fue recuperando fuerzas. A pesar del carmín corrido, una mueca de vileza se dibujó prefecta en su rostro. Sucia y empapada, supo que el noventa y ocho iba a producirla insomnio durante meses.

4

— Estoy sorprendido― le comenté a un desconocido, en un café que moría en una esquina. Dijo llamarse Víctor después de una larga y afligida calada a su cigarrillo. Al liberar el humo con técnica, fue expandiéndose y terminó por dibujar en el aire espectros de su vida, que, sin invitación, me cercaron susurrando secretos, cantando, hasta desvanecerse por completo. Qué vida terrible la de Víctor. Las manecillas del reloj llevaban paradas cuatro horas. Marcaban las 19:46. Era un 22 de abril, casi medianoche. Llovía. Y no me apetecía escribir, más bien, estaba en sequía creativa. Fue por ello que bajé al café, a desahogarme. Sujeto a la barra, sin acabar de sentarse en el taburete, Víctor, que tampoco tenía con quien hablar, me miró y comentó con menosprecio: — Hay que joderse, nos están cercando como animales apestados. ¡Mierda! Se refirió al tabaco. No le seguí aunque le otorgué complicidad con la mirada, no quería que se fuera. El destino había juntado a dos miserables que se morían por un pedazo de conversación. — ¿No fumas, compañero? — Qué va. El tabaco no es más que un recurso pobre para un escritor sin ideas. — Un pequeño y carísimo vicio. — … — Y… ¿de qué estás tan sorprendido? — ¿Perdona? — Lo has dicho hace un rato: <<estoy sorprendido. >> Recordé. — Es verdad; lo olvidé. No tiene importancia… ¡pensaba en voz alta! — Compañero, sé cuando algo corroe a alguien y, justo cuando lo has dicho, en ése preciso instante, chasqueabas los dedos y refunfuñabas. Diría que eras un loco por tu mirada; no me gustaría encontrarte en un callejón oscuro, joder. ¡Me llamó loco sin tapujos! — Me sorprende lo que he escrito en este último año, eso es todo. Encendió otro cigarrillo mientras miraba la otra colilla morir. — Ahm… ¿Escribes?… ¿eres escritor?― al finalizar su pregunta, pude ver lo incómodo que resultaba para él manejar dichas condiciones. Y es que acababa de aludir la palabra maldita. <<Sí, escribo… motivo de burla, de miramientos, de risas, de comentarios. ¡Agotador!>> rumié en ese momento, y ni mi ceja arqueada consiguió advertirle del tremendo escozor que ello me provocaba y, con una táctica lograda en los últimos años, respondí: — El título me viene grande, Víctor. ¡Escritor! — Comprendo. No sé qué decirte chaval… entonces, entiendo que lo haces por entretenimiento. — Tampoco. — ¿Entonces?

— Una necesidad. Como comer. — O cagar… — Sí, podría decirse. Cagar, mear, follar… Le seguí la corriente para intentar hacerle sentir más cómodo, relajado, llevarle a mi campo de batalla y una vez estuviera en él, por educación, no tendría otra que seguirme la corriente. Y lo conseguí; porque en otro contexto, ya hubiéramos dado otro rumbo a la conversación. Después de todo, mereció la pena bajar al café, a renovar aires. Becaud cantaba <<Et Maintenant. >> — Voy a confesarle que me resulta extraño. Sólo he conocido a lectores, entre ellos, mi señora, pero gente que escribe… ya me entiendes, a nadie. Salvo a mi pequeña, que le ha dado por escribir un ridículo diario. — ¿Un diario? — Sí. Lo protege como un estúpido tesoro. — La entiendo. Escribir es divertido, se lo recomiendo. Rió. — Eso sí que es improbable. Camarero, perdone, otra. ¿Quieres tú también? — Por favor. — Pues eso, imposible, soy un torpe. Y… ¿qué escribes exactamente? Logré picar su curiosidad. El anzuelo había surtido efecto. — Te lo contaré si… antes accedes a una cosa. Cuando te referiste a tu hija… — ¿Qué? — Mencionaste que escribía un ridículo diario. Un estúpido tesoro. — ¿Y? — ¡Por favor, Víctor! — ¿Qué? — Te sientes mejor ridiculizando a la pobre muchacha… ¡Qué cruel y dañina es la burla! — Es un capricho de niñas. Pronto se le pasará. — Bueno, se le pase o no ― en ese momento le resté importancia, pero Víctor estaba tratando el asunto como una enfermedad y referirse a tal acto como un capricho femenino, me irritó, pero no lo manifesté― nunca te rías de ella porque escriba. — Entiendo por donde vas… ¿Tú escribes un diario… eh? — ¡Por favor, Víctor! ¡No te burles coño! — No te ofendas… ¡Quería reírme! No te preocupes, extraño compañero, nunca me he burlado de ella ante su presencia… ¿Me cuentas ya qué escribes? — Nada, en realidad. Doy vueltas sobre una idea, pero vuelvo al mismo sitio. — Comprendo. — He estado escribiendo sobre una mujer, en realidad, dos. — ¿Dos mujeres? — En efecto. — ¡Te vengas de tu esposa o ex! ¿Cuernos? ¡Qué jodio! — ¡No! ― dije riendo. — ¿Y? — Una escritora es quien aparece en mi novela. Y ella escribe sobre otra más. — Joder, qué lío macho. — Un poco enrevesado, eso es todo. ¿Quieres leerlo? Tengo aquí las primeras páginas que estaba corrigiendo antes de que llegaras. Así te haces una idea. — Veo que no tengo más remedio… ¿no? ― dijo él como súplica. — Son sólo tres páginas… ¿te animas?

Accedió. Mientras leía, cogí mi taza de café y fui hasta la ventana del café. Fuera había dejado de llover, pero los relámpagos iluminaban el cielo por todas partes. Pronto volvería a diluviar. Cada minuto que él leía fui masticando una idea, fruto de la hija de ese infeliz de Víctor. — ¡Eh! ¡Ya! ¡Ya he terminado! — ¿Y? — Pues la verdad... — ¿No te ha gustado? (Confieso que poco podría importarme su opinión.) — No soy un buen lector, eso salta a la vista; ya sabes, prefiero la televisión, pero me ha sorprendido. Esa Carla amiga de Liliana… ¿Matarán a su agente juntas? Vieja táctica: actuaba como si lo hubiera leído. Pero se había saltado párrafos fundamentales. — Creo que no lo has entendido bien. Carla es mi herramienta para poder acceder hasta Liliana… que por fin sé qué escribirá. Empezó a llover de nuevo, tal y como vaticiné. Víctor me miraba interrogante y con desgana. Acababa de tener un orgasmo mental. Por favor, le dije a mi compañero… hablemos de tu vida, que la mía precisa de la tuya para llegar al culmen… Y como cuando uno acaba de copular, le pedí a Víctor que me invitara a un cigarrillo.