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Diez pasajeros Dormía, como quien oye llover. Aunque el rumor arrullador no era de la garúa sobre el techo de cinc, sino de las turbinas del pequeño reactor que nos llevaba a París. Traté de sumergirme en el dulce sueño del que me resistía a ser arrancado por algo molesto e indefinido. ¿Qué era lo que producía esa sensación de dolorosa realidad y que –ahora recordaba y dentro de dos segundos olvidaría—en el espacio onírico era una punta de espada de duelo, clavándoseme en el costado izquierdo? Despidiéndome de los ojos de la dama de las camelias que sollozaba junto al campo del honor, abrí cauta y enojosamente mi ojo derecho y lo dirigí a mi costado, explorando la causa de la molestia que me traía a la vigilia. Un punzante codo enfundado en un casimir de cuadros, perteneciente a mi vecino de butaca, atravesaba el espacio de su territorio y avanzaba sin ninguna decencia sobre el mío, infundiéndome la desagradable agresión. Con la prudencia propia del durmiente recién amanecido, moví delicadamente mi cuerpo hacia los recónditos extremos de la amplia butaca y estudié la situación. Mi vecino dormía en una posición grotesca de la que sobresalía su egregio apéndice óseo, mientras el resto del cuerpo volteaba hacia mí su espalda, detenido a la mitad de un intento de adoptar una posición casi fetal. Intento paradójico, por tratarse de un venerable anciano, de barbas blancas y aspecto excéntrico. Ello no desmerecía, sin embargo, su condición de brillante físico de partículas, descubridor de una revolucionaria forma de prodigar nueva energía al mundo, desde la materia oscura del universo. Con nosotros viajaban dos guardaespaldas del servicio secreto estadounidense, la contraparte soviética del genio, un ucraniano de aspecto cerril y mirada huraña, que había recibido el Nobel por su teoría de las cuerdas cuánticas, sus custodios de la nueva KGB, un simpático iraquí que había resuelto por carambola la fusión en frío, más prisionero que cuidado, por dos barbudos guardias de la revolución. Y yo, el único periodista científico invitado del mundo, que cubriría la prodigiosa conferencia a la que nos dirigíamos, y en donde, sospechaba, se trastocaría el destino energético y político del siglo XXI. A la derecha del Gulfstream que nos albergaba, dos cazas de la OTAN, nos escoltaban y vigilaban a dos Mig rusos que, apropiadamente cubrían el flanco izquierdo de la nave. Diez hombres que cambiarían el mundo, tal como era concebido hoy.
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Fue en ese momento, cuando terminaba de despertar y me ubicaba en el escenario que el destino me había deparado como cumbre de mi carrera, cuando uno de los custodios de mi vecino que regresaba del WC, clavó su mirada en la extraña pose de su protegido. Algo debió intrigarlo, pues ignorándome, se acercó de dos zancadas felinas y lo examinó de cerca, como una madre afanosa a su bebé dormido. Su rostro no pudo disimular una mueca de horror y sorpresa al descubrir sobre la pechera de la contrahecha figura una gran mancha carmesí. ¡Fue el pandemonium! Mientras alertaba a su compañero con secos ladridos de mando y voces en clave, me arrojó hacia el otro lado del pasillo, mientras se llevaba, más por reflejo que por otra cosa, su diestra al arma que portaba en la cintura, supuse para apuntarme como su más cercano sospechoso. El gesto fue mal interpretado por los rusos, quienes se arrojaron sobre su pupilo y apuntaron a los americanos con sus pesadas Makarov. La clásica escena de duelo del Far West, quizás se hubiera congelado, si los viejos rivales hubieran encarado en solitaria dualidad el evento, pero los iraníes… Los Guardias de la Revolución desconfiaban por genética y formación de ambas potencias y de sus esbirros y su naturaleza estaba más en los combates abiertos de Beirut o Gaza, que en las sutiles formas de la guerra fría o las detentes de la Destrucción Mutua Asegurada, así que abrieron fuego con sus automáticas, barriendo a rusos y yanquis, perforando el fuselaje de la nave, que sufrió una descompresión brusca y explosiva. Final (dos variantes) 1. Dinámica: Soy mudo testigo de nuestro pequeño Apocalipsis. Veo como la puerta del avión es devorada por la noche estrellada que ruge, herida por un disparo que atravesó el acero. Tras ella, por el negro abismo, salen en alocado carrusel rusos, americanos y el futuro de la ciencia. Mientras el avión cae con un alarido estruendoso y mi cuerpo es atraído por el infinito aullante, veo a mi vecino de butaca despertar de su profundo sueño y contemplar asombrado la mancha de ketchup de su hamburguesa, decorando su impoluta camisa. 2. Literaria: (Debo decir que soy feliz de poder ver y contar porque ese fue mi sino vital, aunque todo lo que veo sea un desastre y una tragedia, un final. Me voy siendo periodista.) Veo como la escotilla del avión es reclamada por la noche cerrada que ruge, herida por los disparos que atravesaron el
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acero de la popa. Tras ella, que parte desgoznada de cuajo, hacia el negro abismo salen, volando en carrusel, rusos, americanos, iraníes y el futuro de la ciencia. Mientras el resto de la nave cae en un aquelarre de alaridos y mi cuerpo es arrancado al infinito por las parcas aullantes, veo el rostro de mi vecino de butaca, despertar de su hipnótico coma y contemplar asombrado la mancha de salsa de tomate que decora su impoluta camisa. (Lo último que graba mi retina es la mirada de sus ojos y la conciencia del absurdo universal.)