Cuentos-para-leer-corregido-9dic.pdf

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Dirección General de Cultura y Educación Dirección de Educación de Adultos

CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

PRÓLOGO Queridos directores y maestros, Nos da mucha alegría poder compartir con Uds. la presente antología, una selección de cuentos para leer con jóvenes y adultos, que confiamos pueda acompañar la tarea insustituible que realizan en las escuelas. Desde la Dirección de Educación de Adultos, de modo permanente, intentamos articular esfuerzos y recursos para que los maestros y los jóvenes y adultos que transitan sus aulas, dispongan de más y mejores oportunidades de aprendizaje. Esta serie de cuentos y biografías se suma a la tarea de capacitación que venimos desarrollando a lo largo de la Pcia de Buenos Aires, convencidos que leer es la mejor experiencia, pero que ella requiere desarrollar capacidades fundamentales para transitarla. Sabemos, en este sentido, que no siempre el libro es un objeto disponible para todos y que muchas veces nos interrogamos respecto de qué lecturas son las más adecuadas para nuestros estudiantes. Por esta razón esperamos que esta selección se constituya en un recurso útil, capaz de alentar nuevos y diversos espacios de aprendizaje, convencidos que la mayor capacidad de un libro reside en generar lecturas diferentes sin ser consumido nunca por completo. Prof. Ing. Pedro Schiuma Director de Educación de Adultos

INTRODUCCIÓN La Dirección de Educación de Adultos pone a disposición de directivos, maestros y profesores, una serie de veintiocho cuentos para promocionar la lectura en las aulas. Estos cuentos son una oportunidad para que, jóvenes y adultos, con la mediación del docente, recorran distintas tradiciones literarias partiendo de sus saberes previos. Los posibles sentidos del cuento aguardan a un lector para cobrar vida. Un cuento que no se lee es un mundo que no se explora y muchas veces la escuela es su último refugio. Estos textos nos esperan para repensar juntos las figuraciones del mundo, para interrogarnos acerca de lo que nos acontece, para entendernos como sujetos partícipes de una comunidad de derecho. Son una invitación a adentrarnos en la diversidad de miradas que configuran la identidad humana. A modo de marco y presentación se incluyen las biografías de los escritores; biografías que en muchos casos, al igual que sus historias, traslucen algo más que datos del autor y nos hablan a su vez de nosotros mismos, del mundo en que vivimos.

ÍNDICE “El billete de un millón de libras”, Mark Twain

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“Los tres soles”, Francisco Urondo

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“El sofá”, Enrique Anderson Imbert

23

“El etnógrafo”, Jorge Luis Borges

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“Nunca fue uno de los nuestros”, Patricia Highsmith

29

“Las fotos del hijo”, Selva Almada

39

“Un hombre sin suerte”, Samanta Schweblin

43

“Alegría”, Antón Chéjov

49

“La tercera orilla”, João Guimarães Rosa

52

“El olor de la gasolina”, Juan José Millás

57

“Los Mensu”, Horacio Quiroga

60

“Un ardid”, Guy de Maupassant

67

“Torito”, Julio Cortázar

72

“Algo muy grave va a suceder en este pueblo”, Gabriel García Márquez

78

“Felicidad Clandestina”, Clarice Lispector

82

“Cielos de claraboya”, Silvina Ocampo

85

“Todo el verano en un día”, Ray Bradbury

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CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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“La fiesta ajena”, Liliana Heker

93

“A la deriva”, Horacio Quiroga

98

“Mecánica Popular”, Carver Raymond

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“Conchabo”, Mariano Dubín

105

“Los hombres fieras”, Roberto Arlt

107

“La honda”, Ricardo Piglia

113

“La Señora muerta”, David Viñas

116

“Esa mujer”, Rodolfo Walsh

122

“La Balada del álamo carolina”, Haroldo Conti

129

“El marica”, Abelardo Castillo

134

“Sesión de tomas”, Ana María Shua

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CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

BIOGRAFÍA

Mark Twain

(Nació en 1835 en Florida y murió en Connecticut en 1910) Mark Twain, un aventurero incansable, Creció en Hannibal, pequeño pueblo ribereño del Mississippi y encontró en su propia vida la inspiración para sus obras literarias. A los doce años quedó huérfano de padre, abandonó los estudios y entró como aprendiz de tipógrafo en una editorial y a la vez, comenzó a escribir sus primeros artículos periodísticos; ya en 1851 publicaba notas en el periódico de su hermano. En 1862 comenzó a trabajar como periodista en el Territorial Enterprise de Virginia City (Nevada) y al año siguiente, comenzó a firmar con el seudónimo Mark Twain (voz utilizada por los esclavos remeros para calificar las condiciones de calado necesarias para navegar, en sus “cantos de trabajo”). Samuel Langhorn Clemens fue su verdadero nombre. Tomó parte en la Guerra de Secesión: que entre 1861 y 1865 enfrentó a los algodoneros esclavistas confederados del sur con los abolicionistas del norte . En 1867, dos años después de terminada la guerra civil, publicó en el semanario neoyorkino “The Saturday press” su primer relato, “La rana saltarina del condado de Calaberas”. A través del realismo literario, Twain, revela con humor, amargura y espontaneidad un profundo conocimiento y caracterización de la sociedad norteamericana del siglo XIX. Sus visión crítica en contra de la esclavitud y el imperialismo fueron evolucionando hasta convertirse desde 1900 hasta su muerte en vicepresidente de la “Liga anti imperialista norteamericana”. Fue reconocido mundialmente durante los últimos años de su vida, y recibió el doctorado Honoris Causa por la Universidad de Oxford (Inglaterra), en 1907. William Faulkner lo consideró el padre de la literatura norteamericana.

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“El billete de un millón de libras”, Mark Twain Cuando tenía veintisiete años, trabajaba como oficinista de un agente de minas en San Francisco, y era experto en todos los detalles del mercado bursátil. Me encontraba solo en el mundo, sin nada que me respaldara salvo mi ingenio y una reputación inmaculada; pero estas cualidades me estaban llevando por el buen camino para labrarme una fortuna, y yo me sentía feliz ante esta perspectiva. Era completamente dueño de mi tiempo después de la junta del sábado por la tarde, y tenía la costumbre de salir a navegar con un pequeño velero por la bahía. En cierta ocasión me aventuré demasiado lejos de la costa, y fui arrastrado mar adentro. Cuando empezaba a hacerse de noche y casi había perdido la esperanza, me recogió un pequeño bergantín que se dirigía rumbo a Londres. La travesía fue larga y tempestuosa, y a cambio de mi pasaje me hicieron trabajar como un marinero raso, sin paga. Cuando desembarqué en Londres, mis ropas estaban raídas y hechas girones, y no llevaba más que un dólar en el bolsillo. Aquel dinero me alimentó y albergó durante veinticuatro horas. Las siguientes veinticuatro las pasé sin comida ni cobijo. Hacia las diez de la mañana siguiente, andrajoso y hambriento, me arrastraba a duras penas por Portland Place cuando un niño que pasaba, a remolque de su niñera, tiró a la alcantarilla una pera grande y apetitosa, a la que solo le faltaba un bocado. Por supuesto, me paré en seco y clavé mi anhelante mirada en aquel tesoro embarrado. La boca se me hacía agua, mi estómago lo ansiaba, todo mi ser lo reclamaba. Pero cada vez que hacía algún amago de ir a cogerlo, la mirada de algún transeúnte me disuadía de mi propósito, y entonces, claro, me incorporaba y adoptaba un aire indiferente, simulando no haber ni siquiera reparado en la fruta. Esto se repitió una y otra vez, sin que pudiera llegar a coger la pera. Mi desesperación iba en aumento, y estaba ya dispuesto a superar toda vergüenza para hacerme con ella, cuando detrás de mí se abrió una ventana, se asomó un caballero y me dijo:—Entre, por favor. Me abrió la puerta un lacayo de vistosa librea y me condujo a una suntuosa habitación, donde estaban sentados dos ancianos caballeros. El criado se retiró y me pidieron que tomara asiento. Acababan de desayunar, y la visión de los restos del ágape casi me hace perder el tino. A duras penas conseguí contenerme en presencia de aquellos manjares, pero, al no ser invitado a probarlos, tuve que soportar mi sufrimiento lo mejor que supe. Pues bien, poco antes había sucedido allí algo de lo que yo no sabría nada hasta muchos días después, pero que voy a contaros ya. Un par de días antes, los dos viejos hermanos habían sostenido una controversia muy acalorada, y habían acordado zanjarla mediante una apuesta, que es la manera inglesa de resolverlo todo. Recordaréis que en cierta ocasión el Banco de Inglaterra emitió dos billetes de un millón de libras esterlinas cada uno, con el propósito especial de ser empleados en alguna transacción pública con un país extranjero. Por un motivo u otro, uno de ellos había hecho servicio y había sido canjeado y anulado; el otro permanecía todavía en los subterráneos del banco. Bien, pues se dio el caso que los hermanos, charlando de ello, llegaron a preguntarse cuál sería la suerte de un extranjero cabalmente honrado e inteligente que anduviese abandonado por Londres sin amigo alguno, sin más dinero que aquel billete 4

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de un millón de libras y sin manera de poder explicar cómo había ido a parar a sus manos. El hermano A dijo que acabaría muriéndose de hambre; el hermano B dijo que no sería así. El hermano A dijo que no podría presentar el billete en un banco, ni en ninguna otra parte, sin ser arrestado en el acto. Continuaron discutiendo hasta que el hermano B dijo que apostaba veinte mil libras a que el hombre viviría treinta días, fuera como fuese, a costa de aquel billete y sin que lo encarcelaran. El hermano A aceptó la apuesta. El hermano B fue al Banco y compró aquel billete. Se portó como un perfecto inglés, como podéis ver: todo agallas, directo al grano. Luego dictó una carta, que uno de sus escribientes copió con hermosa letra redondilla, y los dos hermanos se sentaron junto a la ventana durante todo un día, al acecho del hombre apropiado para entregárselo. Vieron pasar muchas caras honradas que no eran lo bastante inteligentes; muchas que eran inteligentes, pero que no eran lo bastante honradas; muchas que poseían ambas cualidades, pero que no eran lo suficientemente pobres o que, si lo eran, no eran extranjeras. Siempre había algún defecto, hasta que pasé yo. Entonces estuvieron de acuerdo en que yo era el hombre perfecto; así que fui elegido por unanimidad, y por esa razón estaba yo allí esperando, sin saber el motivo por el que había sido invitado a entrar. Empezaron a hacerme preguntas sobre mi persona, y pronto estuvieron al tanto de mi historia. Finalmente me dijeron que yo era el hombre que cumplía todos los requisitos. Dije que me alegraba de ello muy sinceramente, y pregunté de qué se trataba. Entonces uno de ellos me entregó un sobre, y me dijo que hallaría la explicación en su interior. Me disponía a abrirlo, pero me dijo que no lo hiciera, que me lo llevara a donde me alojara y que allí lo estudiara muy detenidamente, con prudencia y sin precipitarme. Yo estaba totalmente desconcertado y quise saber algo más del asunto, pero se negaron; así que me marché, sintiéndome herido y humillado por haber sido convertido en el blanco de alguna broma de mal gusto, y por otra parte obligado a soportarla, porque no estaba en condiciones de mostrarme agraviado ante las afrentas de gente rica y poderosa. En aquel momento habría cogido la pera y me la habría comido allí mismo, delante de todo el mundo, pero ya no estaba: era lo que había perdido en aquel infortunado negocio, y la idea no ayudó a suavizar mis sentimientos hacia aquellos hombres. Cuando me alejé lo bastante para no ser visto desde la casa, abrí el sobre y… ¡contenía dinero! Huelga decir cómo cambió mi opinión sobre aquella gente. No perdí un solo momento y, embutiéndome la nota y el dinero en el bolsillo de mi chaleco, entré en la primera casa de comidas baratas que encontré. ¡Dios mío, cómo comí! Al final, cuando ya no podía más, tomé mi billete y lo desdoblé, le eché un vistazo y por poco me desmayo. ¡Cinco millones de dólares! ¡Oh, la cabeza me daba vueltas! Debí de permanecer anonadado y guiñando los ojos ante aquel billete durante más de un minuto antes de poder reponerme. Lo primero que vi entonces fue al dueño del local. Sus ojos permanecían fijos sobre el billete y parecía como petrificado. Su actitud era de veneración, con todo su cuerpo y su alma, pero daba la impresión de no poder mover ni manos ni pies. Al momento reaccioné e hice la única cosa racional que podía hacer en una situación así. Le tendí el billete y dije con aire despreocupado: —Tráigame el cambio, por favor. Entonces el hombre recuperó su estado normal y me ofreció mil excusas por no poder darme cambio de aquel billete, y ni siquiera pude conseguir que lo tocara. Sentía la necesidad imperiosa de CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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mirarlo, no podía apartar la vista de él; era como si no pudiera saciar la sed de mirar de sus ojos, pero se abstuvo de tocarlo, como si fuera algo demasiado sagrado para que la pobre arcilla mortal pudiese manejarlo. —Lo siento si hay algún inconveniente —le dije—, pero debo insistir. Cámbielo, por favor; no tengo nada más. Pero él dijo que no importaba; estaba más que dispuesto a aplazar el cobro de aquella minucia para mejor ocasión. Dije que seguramente no volvería por allí durante una buena temporada, pero él dijo que no tenía importancia, que podía esperar, y que además podía pedir cualquier cosa que necesitara, siempre que quisiera, y que podría saldar la cuenta cuando se me antojara. Dijo que esperaba no haber mostrado excesivas confianzas ante un caballero tan rico, tan solo por parecer yo tan alegremente despreocupado y porque me gustara bromear ante la gente con mi forma de vestir. Mientras estábamos hablando entró otro cliente, y el propietario me indicó por señas que me guardara aquella monstruosidad; luego me acompañó hasta la puerta con toda suerte de reverencias, y me encaminé rápidamente hacia la casa de aquellos hermanos, a fin de corregir la equivocación cometida antes de que me cogiera la policía y me lo exigiera a la fuerza. Estaba muy nervioso; de hecho, estaba terriblemente asustado, aunque, por supuesto, sabía que estaba libre de toda culpa; pero conocía demasiado bien a los hombres para saber que, cuando descubren que han dado a un vagabundo un billete de un millón de libras esterlinas creyendo que era de una, montan en cólera contra él, en vez de culpar a su propia miopía, lo cual sería lo más pertinente. A medida que me acercaba a la casa iba calmándose mi exaltación, porque allí todo permanecía tranquilo, lo cual me daba la seguridad de que la equivocación todavía no había sido descubierta. Llamé a la puerta. Apareció el mismo criado. Pregunté por aquellos caballeros. —Se han marchado. —Fue la respuesta que me dio en el frío y altivo estilo de su tribu. —¿Se han ido? ¿Adónde? —De viaje. —Pero ¿adónde? —Al continente, creo. —¿Al continente? —Sí, señor. —¿Hacia dónde? ¿Qué ruta han seguido? —No sabría decírselo, señor. —¿Cuándo regresarán? —Dentro de un mes, han dicho. —¡Un mes! ¡Oh, esto es terrible! Deme alguna idea para poder comunicarme con ellos. Es de suma importancia. —No puedo, en serio. No tengo ni idea de dónde han ido, señor. —Entonces tengo que ver a algún miembro de la familia. —La familia también está fuera; hace meses que están por el extranjero…, en Egipto y en la India, creo. —Verá, es que se ha cometido una inmensa equivocación. No hay duda de que antes de la noche estarán de regreso. ¿Querrá decirles que he pasado por aquí y que seguiré pasando hasta que todo quede arreglado, y que no tienen motivo alguno para alarmarse? —Se lo comunicaré, en caso de que regresen; pero no creo que lo hagan. Dijeron que usted volvería a pasar de nuevo por aquí al cabo de una hora para hacer averiguaciones, pero que yo debía decirle a usted que todo estaba bien, que volverían a tiempo y le estarían esperando. 6

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Así que desistí y me marché. ¿Qué clase de enigma encerraba todo aquello? Estaba a punto de perder la cabeza. Estarían de regreso «a tiempo». ¿Qué quería decir aquello? Ah, tal vez la nota lo explicara. Me había olvidado de la nota; la saqué y la leí. Esto es lo que decía: Es usted un hombre honrado e inteligente, como puede verse por su cara. Nos figuramos asimismo que es pobre y extranjero. Aquí encontrará una cantidad de dinero. Se le concede en préstamo durante treinta días, sin intereses. Preséntese en esta casa al finalizar el plazo. He hecho una apuesta sobre usted. Si la gano, obtendrá usted cualquier puesto que esté a mi alcance; cualquiera, claro está, con el que pueda demostrar que está familiarizado y para el que sea competente. No había firma, ni dirección, ni fecha. ¡En qué situación me hallaba metido! Vosotros ya estáis al tanto de lo que había pasado antes de esto, pero yo no sabía nada. Para mí aquello era un misterio profundo y tenebroso. No tenía la más mínima idea de qué clase de apuesta se trataba, ni de si podía redundar en beneficio o en perjuicio mío. Entré en un parque y me senté a reflexionar sobre el asunto, a fin de considerar qué era lo que debía hacer. Al cabo de una hora, mis razonamientos habían cristalizado en el siguiente veredicto: Tal vez esos hombres piensan beneficiarme, tal vez perjudicarme: no hay manera de dilucidarlo; mejor no pensar en ello. Tienen entre manos un juego, un plan, un experimento de alguna clase: no hay manera de dilucidarlo; mejor no pensar en ello. Han hecho una apuesta sobre mí: no hay manera de dilucidar cuál; mejor no pensar en ello. Todo esto son valores indeterminables; en cambio, el resto de la cuestión es tangible, sólida, y puede ser clasificada y etiquetada con certeza. Si pido al Banco de Inglaterra que ponga este billete al crédito del hombre al que pertenece, lo harán, porque lo conocen, aunque yo ignore su identidad; pero entonces me preguntarán cómo es que estoy en posesión del mismo, y si les digo la verdad me encerrarán en el manicomio, sin duda, y si miento, acabaré con mis huesos en prisión. Lo mismo ocurriría si lo depositara en cualquier banco o pidiera dinero prestado a cuenta de él. No me queda otra que acarrear con esta inmensa carga hasta que vuelvan esos hombres, tanto si quiero como si no. Es algo completamente inútil para mí, tan inútil como un puñado de cenizas, y aun así debo cuidarlo y vigilarlo mientras mendigo para poder vivir. No puedo desprenderme de él, aunque lo intentara, porque ningún ciudadano honrado ni ningún maleante lo aceptaría ni se mezclaría en algo así a ningún precio. Aquellos hermanos se habían guardado bien las espaldas. Incluso si perdiera el billete, o lo quemara, seguirían estando a salvo, porque podrían suspender el pago y el banco se haría cargo de todo; pero, entretanto, yo tengo que sufrir esta carga durante todo un mes, sin sueldo ni provecho, a menos que ayude a que se gane la apuesta, sea cual sea, y obtenga el puesto que se me ha prometido. Eso es algo que me gustaría conseguir: esa clase de hombres siempre tienen a su disposición empleos que merecen realmente la pena. Empecé a darle vueltas y más vueltas a aquel posible puesto laboral. Mis expectativas iban aumentando cada vez más. Sin duda, el sueldo sería elevado. Empezaría dentro de un mes, y después todo marcharía bien. Al poco rato, ya me sentía persona de importancia. Comencé a vagar de nuevo por las calles. La vista de una sastrería despertó en mí un vivo deseo de tirar mis harapos y volver a vestir decentemente. ¿Podía permitírmelo? No; no tenía nada en este mundo salvo un millón de libras. Así que me obligué a pasar de largo. Pero CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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al momento ya estaba volviendo sobre mis pasos. La tentación me acosaba cruelmente. Debí de pasar unas seis veces adelante y atrás frente al escaparate de aquella tienda, sosteniendo en mi interior una viril lucha. Finalmente sucumbí: tenía que hacerlo. Pregunté si no tendrían algún terno de saldo que hubiese sido rechazado por estar mal cortado u otro motivo. El dependiente al que me dirigí señaló con un movimiento de cabeza a otro, sin contestarme. Fui hacia este, quien a su vez me señaló a otro dependiente, también sacudiendo la cabeza y sin proferir palabra. Cuando me acerqué a este último, me dijo: —Enseguida le atiendo. Aguardé hasta que terminó lo que estaba haciendo; luego me condujo a una trastienda y desplegó ante mí un montón de ternos rechazados, y escogió para mí el más deslucido. Me lo puse. No me sentaba bien ni era en modo alguno elegante, pero era nuevo y estaba ansioso por tenerlo; así que no le puse ningún defecto, y dije, con cierto apocamiento: —Me iría muy bien si pudiera esperar unos días a cobrar el importe. No llevo cambio pequeño encima. El rostro del dependiente adoptó una expresión de lo más sarcástica, y dijo: —¡Oh!, ¿no lleva…? Claro, cómo iba a esperarme algo así… Los caballeros como usted solo suelen llevar encima billetes grandes. Me sentí ofendido, y dije: —Amigo, no debería juzgar siempre a los desconocidos por la ropa que gastan. Puedo pagar perfectamente este terno. Tan solo deseaba evitarle la molestia de cambiar un billete grande. Al oír estas palabras cambió un poco su actitud, y dijo, todavía con ciertos humos: —No era mi intención ofenderle, pero, ya puestos a hacer reproches, podría decirle que se precipita usted al concluir que no dispondremos de cambio para cualquier billete que lleve usted encima. No dude de que podremos. Le entregué el billete y dije: —Oh, muy bien. Perdone usted. Recibió el billete con una sonrisa, una de esas amplias sonrisas que parecen dar la vuelta a la cara, con pliegues, arrugas y espirales, y recuerdan a un pequeño estanque donde se ha arrojado una piedra; y luego, en cuanto echó un vistazo al billete, la sonrisa quedó súbitamente congelada, y se tornó amarillenta, y recordaba a aquellas franjas de lava ondulantes y retorcidas que se acumulan en los niveles inferiores de las faldas del Vesubio. Nunca antes había visto una sonrisa tan rápidamente petrificada y que se perpetuara tanto como aquella. El hombre permaneció allí plantado con el billete en la mano, blanco como el papel, y el propietario de la sastrería se acercó presuroso para averiguar lo que ocurría, diciendo bruscamente: —Bien, ¿qué pasa? ¿Cuál es el problema? ¿Falta algo? —No hay ningún problema —dije —. Estoy esperando el cambio. —Venga, vamos… Dale el cambio, Tod, dale el cambio. Tod replicó: —¡Darle el cambio…! Es muy fácil de decir, señor, pero mire usted el billete. El propietario le echó un vistazo, lanzó un discreto pero elocuente silbido, y luego empezó a rebuscar entre el montón de trajes rechazados, sacando frenéticamente unos por aquí y otros por allá, sin parar de hablar excitadamente como para sí mismo: 8

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—¡Vender a un millonario excéntrico un terno tan impresentable como este! Este Tod es tonto…, tonto de nacimiento. Siempre está haciendo cosas así. Siempre consigue que ningún hombre rico vuelva por aquí, porque no sabe distinguir a un millonario de un vagabundo, nunca ha sabido. ¡Ah! Aquí está lo que buscaba. Por favor, señor, quítese todo eso y tiradlo al fuego. Hágame el favor de ponerse esta camisa y este traje. Eso es…, este le sienta de maravilla: sencillo, discreto, modesto, y al mismo tiempo con una elegancia propia de un duque; fue confeccionado por encargo para un príncipe extranjero; tal vez lo conozca, señor, Su Serenísima Alteza el hospodar de Halifax; tuvo que dejarlo y quedarse con un traje de luto porque su madre estaba a punto de morir…, aunque al final no murió. Pero qué se le va a hacer: las cosas no siempre pueden salir de la forma que a nosotros…, que a nuestros clientes… ¡Eso es! Los pantalones le quedan estupendamente, señor, de maravilla. Y ahora el chaleco. ¡Ajá, espléndido también! Ahora la levita… ¡Dios mío! Pero ¡mírese…! El conjunto… ¡perfecto! En toda mi carrera profesional jamás he visto un triunfo tan espectacular como este. Expresé mi satisfacción. —Muy bien, señor, bastante bien; me atrevería a decir que, de momento, cumplirá con su cometido. Pero espere a ver lo que haremos para usted después de tomarle las medidas. Tod, trae libreta y pluma. Vamos a ver. Largo de pierna, treinta y dos… Y así siguió. Antes de permitirme decir una sola palabra, ya me había tomado las medidas y estaba dando órdenes para confeccionar fracs, trajes de calle, camisas, y toda suerte de piezas de vestir. En cuanto tuve oportunidad, dije: —Pero, señor mío, no puedo encargar todo eso, a menos que pueda esperar indefinidamente o me cambie el billete. —¡Indefinidamente! Qué palabra tan inapropiada, señor, nada apropiada. Eternamente…, esa es la palabra, señor. Tod, despacha todo esto rápidamente y envíalo a la dirección del señor sin pérdida de tiempo. Los clientes menores que aguarden. Anota la dirección del caballero y… —Estoy cambiando de residencia. Me pasaré por aquí y le daré la nueva dirección. —Bien, señor, muy bien. Un momento… Permítame que le acompañe hasta la puerta, señor. Por aquí… Buenos días, señor, buenos días. En fin, ¿podéis suponer a qué me condujo todo aquello? Pues, naturalmente, a comprar cuanto me hiciera falta, y luego pedir el cambio. Al cabo de una semana me había provisto suntuosamente con todas las comodidades y lujos necesarios, y había tomado unas dependencias privadas en un hotel carísimo de Hannover Square. Allí era donde almorzaba y cenaba, pero seguí acudiendo a desayunar a la humilde casa de comidas de Harris, donde comí por primera vez a cambio de mi billete de un millón de libras. Harris había sido mi creador. Se había corrido la voz de que el excéntrico extranjero que llevaba billetes de un millón en el bolsillo de su chaleco era el gran cliente benefactor del lugar. Con eso hubo suficiente. De ser un pobre y humilde establecimiento que subsistía a duras penas, se había convertido en un célebre local atestado de clientes. Harris estaba tan agradecido que me obligaba a tomar dinero prestado, y de ninguna manera aceptaría una negativa; así que, pese a que yo continuaba siendo pobre de solemnidad, disponía de dinero para gastar y vivir como los ricos y los poderosos. No dejaba de pensar que en CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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cualquier momento me daría el gran batacazo, pero ya me había lanzado al agua y ahora debía continuar nadando o ahogarme. Como ya sabéis, se cernía sobre mí ese elemento de desastre inminente que confería un aspecto serio, grave e incluso trágico a una situación que, de otra forma, habría resultado puramente ridícula. Durante la noche, en la oscuridad, la parte trágica se imponía con toda su fuerza, siempre advirtiéndome, siempre amenazante; y eso me inquietaba y me angustiaba, haciéndome difícil conciliar el sueño. Pero a la alegre luz del día, el elemento trágico se desvanecía y desaparecía, y yo volvía a caminar como si flotara, y me sentía feliz en mi vértigo, en mi embriaguez, por decirlo así. Y era natural, porque me había convertido en una de las celebridades de la mayor metrópoli del mundo, y eso hacía que la cabeza me diera vueltas de forma cuando menos vertiginosa. No podía coger un periódico, inglés, escocés o irlandés, sin encontrar en él una o más referencias al «millonario del bolsillo de chaleco» y a sus últimas acciones y palabras. Al principio, cuando me mentaban, mi nombre aparecía siempre al final de la columna de cotilleos de sociedad; luego me pusieron por encima de los caballeros; luego, por encima de los baronets; luego, por encima de los barones, y así sucesivamente, ascendiendo de una manera constante a medida que aumentaba mi notoriedad, hasta alcanzar la cota más elevada, y allí permanecí, más encumbrado que todos los duques de sangre no real y que todos los eclesiásticos, a excepción del primado de toda Inglaterra. Pero, cuidado, aquello no era la fama: hasta entonces solo había conseguido notoriedad. Y por fin llegó el golpe de gracia, el espaldarazo que me armaba caballero, por decirlo así, y que de una vez transmutó la escoria perecedera de la notoriedad en el oro perdurable de la fama: ¡el Punch me hizo una caricatura! Sí, ya era un hombre realizado: mi fama había quedado asegurada. Podían hacer bromas sobre mi persona, pero de forma reverente, sin hilaridad, sin grosería; en adelante podía ser objeto de sonrisas, no de risas. Ese tiempo ya había pasado. El Punch me caricaturizó todo agitado, vestido con mis harapos y regateando con un beefeater la compra de la torre de Londres. Bueno, ya os podéis imaginar cómo debía de sentirse un joven en quien antes nadie había reparado y que ahora, de repente, no podía decir una sola palabra sin que fuese recogida y repetida en todas partes; que no podía ir a ningún sitio sin oír los velados comentarios que saltaban de boca en boca: «Por ahí va, ¡es él!»; que no podía tomar su desayuno sin que una multitud a su alrededor le contemplara; que no podía aparecer en el palco de la ópera sin que el fuego de un millar de gemelos se concentrara sobre su persona. En fin, que estaba inmerso en una situación de gloria continua: ni más ni menos. ¿Sabéis?, yo había conservado mi viejo y harapiento traje, y de vez en cuando salía vestido con él a fin de disfrutar del antiguo placer de comprar bagatelas y ser agraviado, para luego escarnecer al ofensor con el billete de un millón de libras. Pero no pude mantener mucho tiempo esa costumbre: las publicaciones ilustradas hicieron tan familiar el atavío, que cuando salía con él era reconocido inmediatamente y me seguía toda una muchedumbre, y si intentaba comprar algo el tendero me habría ofrecido a crédito toda su tienda antes de poder mostrarle mi billete. Hacia el décimo día de mi fama, fui a cumplir con mi deber para con la bandera, presentando mis respetos al ministro americano. Me recibió con el entusiasmo que merecía mi persona, echándome en cara el haber demorado tanto el cumplimiento de mis deberes, y me dijo que solo había una manera de 10

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conseguir su perdón, y era aceptando el lugar en la recepción de aquella noche que había quedado vacante por la enfermedad de uno de los invitados. Dije que asistiría encantado, y nos pusimos a charlar. Resultó que él y mi padre habían sido compañeros de colegio en la infancia, más tarde habían estudiado juntos en Yale, y siempre habían sido íntimos amigos hasta la muerte de mi padre. Así que me pidió que acudiera a su casa siempre que dispusiera de tiempo libre, y yo le dije que, naturalmente, lo haría con mucho gusto. De hecho, era algo que no solo me complacía, sino que me alegraba. Cuando se produjera el desastre, él podría de alguna manera salvarme de la destrucción total; no sabía cómo podría hacerlo, pero tal vez se le ocurriría algo. A aquellas alturas, no podía arriesgarme a descubrirle mi secreto, algo que debería haber hecho mucho antes, al principio de mi impresionante carrera en Londres. Pero ahora ya no podía correr ese riesgo; estaba demasiado metido en ello, hasta el fondo, como para arriesgarme a hacer tales revelaciones a un amigo tan reciente. Sin embargo, según mis cálculos, no me había metido hasta un fondo tan profundo que estuviera más allá de mis posibilidades. Porque, ¿sabéis?, a pesar de todos los préstamos recibidos, me estaba manteniendo cuidadosamente dentro de lo que permitían mis medios…, esto es, dentro de mi sueldo. Naturalmente, yo no podía saber cuál iba a ser mi sueldo, pero sí tenía una base suficiente para hacer la siguiente estimación: si ganaba la apuesta, podría elegir el puesto que quisiera, tal como me había ofrecido aquel acaudalado anciano, siempre que demostrara mi competencia; y en cuanto a eso, no tenía ninguna duda. Y con respecto a la apuesta, no me preocupaba en absoluto: siempre he sido un hombre afortunado. Pues bien, yo calculaba que mi sueldo sería de seiscientas a mil libras al año; es decir, seiscientos el primer año, que irían aumentando año a año hasta que, por méritos propios, alcanzase la cifra del millar. Hasta ese momento, solo debía el sueldo de mi primer año. Todo el mundo había intentado prestarme dinero, pero yo había rechazado a la mayoría con un pretexto u otro; así que mi deuda ascendía solo a trescientas libras en préstamos, y dedicaría las trescientas restantes a mi manutención y las compras necesarias. Estaba convencido de que el sueldo de mi segundo año cubriría las deudas en préstamos que pudiera acumular hasta el final de ese mes, siempre que continuara siendo prudente y evitara despilfarros, lo cual me proponía hacer con toda rectitud. Una vez finalizado el mes, cuando mi futuro patrón regresara de su viaje, las cosas volverían a la normalidad, porque asignaría inmediatamente la parte correspondiente del sueldo de los dos primeros años a mis acreedores, por traspaso bancario, y me aplicaría seriamente a mi trabajo. Fuimos catorce los comensales en aquella encantadora recepción: el duque y la duquesa de Shoreditch y su hija, lady Anne-Grace-Eleanor-Celeste y tal y cual de Bohun, el conde y la condesa de Newgate; el vizconde Cheapside, lord y lady Blatherskite, algunos hombres y mujeres sin título, el ministro, su esposa y su hija, y una amiga invitada de esta, una muchacha inglesa de veintidós años llamada Portia Langham, de quien me enamoré a los dos minutos, y quien también se enamoró de mí…, no necesitaba lentes para verlo. Hubo también un convidado más, un americano…, pero me estoy adelantando un poco a mi historia. Mientras la gente se encontraba todavía en el salón, abriendo boca para la cena y observando fríamente a los últimos recién llegados, el criado anunció: CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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—El señor Lloyd Hastings. Una vez terminadas las cortesías de rigor, Hastings se percató de mi presencia y vino hacia mí con la mano cordialmente tendida; en el momento en que iba a estrechar la mía, se detuvo en seco y dijo con expresión azorada: —Perdone, señor, creí que le conocía. —¡Oh! Y me conoce, viejo camarada. —No. ¿No es usted el…, el…? —¿El monstruo del bolsillo de chaleco? Sí, lo soy. No tenga miedo de llamarme por mi apodo; ya estoy acostumbrado a ello. —Bueno, bueno, bueno…, ¡qué sorpresa! Una o dos veces he visto su nombre junto al apodo, pero jamás se me ocurrió que usted podría ser el Henry Adams al que hacían referencia. Vaya…, no hace ni seis meses que estaba usted trabajando como empleado a sueldo de Blake Hopkins, en San Francisco, haciendo horas extra por las noches para ganar algo más de dinero ayudándome a ajustar y comprobar las cuentas y estadísticas de la Gould and Curry Extension. ¡Y ahora está usted en Londres, convertido en un gran millonario y en una celebridad colosal! ¡Oh, vamos, parece algo salido de Las mil y una noches! Hombre, entiéndalo, cuesta mucho de asimilar; deme algo de tiempo para que este torbellino se calme dentro de mi cabeza. —Lo cierto, Lloyd, es que tampoco yo estoy mucho mejor que usted. También a mí me cuesta mucho comprenderlo. —¡Oh, Dios, es algo tan asombroso!, ¿verdad? Vaya, si precisamente hoy hace tres meses que fuimos al restaurante Miners… —No, al What Cheer. —Cierto, el What Cheer; fuimos allí a las dos de la madrugada y tomamos una chuleta y café después de haber trabajado durante seis largas y duras horas en aquellos papeles de la Extensión; e hice cuanto pude para convencerle de que se viniese conmigo a Londres, y me ofrecí a conseguirle un permiso de excedencia y a correr con todos sus gastos, y además a darle una gratificación si conseguía realizar la venta que me proponía; y usted no quiso tomarlo en consideración, y me dijo que no tendría éxito en la venta, y que no podía permitirse dejar así como así la agencia, y que al regresar le faltaría tiempo para volver a encarrilar los asuntos del negocio. Y, sin embargo, aquí está usted. ¡Qué extraño es todo esto! ¿Cómo es que al final ha venido, y qué le ha llevado a alcanzar tan extraordinaria posición? —¡Oh!, ha sido una casualidad. Es una larga historia…, como una novela, podría decirse. Ya se lo explicaré todo, pero ahora no. —¿Cuándo? —Cuando acabe este mes. —Pero ¡si faltan más de quince días! No se puede excitar de esta forma la curiosidad de un hombre. Dejémoslo en una semana. —No puedo. Más adelante sabrá el porqué, poco a poco. Y bien, ¿cómo marcha el negocio? Su alegría se desvaneció como un soplo, y dijo con un suspiro: —Fue usted un verdadero profeta, Hal, un verdadero profeta. Ojalá no hubiese venido. Es mejor que no hablemos de ello. —Pero debe hacerlo. Esta noche, cuando salgamos de aquí, vendrá conmigo y aceptará mi hospitalidad, y entonces me lo contará todo. —¡Oh!, ¿de veras? ¿Lo dice en serio? —preguntó con los ojos humedecidos. 12

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—Sí, quiero escuchar toda la historia, palabra por palabra. —¡Cuánto se lo agradezco! Encontrar de nuevo el interés de un ser humano, una voz, una mirada dirigidas a mí y a mis asuntos, después de todo por lo que he tenido que pasar… ¡Oh, Dios, podría arrodillarme a sus pies! Estrechó fuertemente mi mano, manteniéndola largo rato entre las suyas, y luego se mostró risueño y animado a la espera del ágape… que no llegó a producirse. No, pasó lo que siempre acostumbra a pasar con este malsano y exasperante sistema inglés: no pudo establecerse la cuestión protocolaria de las precedencias, y no hubo comida. Los ingleses siempre cenan antes de asistir a este tipo de recepciones, porque son conscientes de los peligros que corren; pero nadie advierte al extranjero, que por lo general cae cándidamente en la trampa. Por fortuna, en aquella ocasión nadie sufrió las consecuencias, ya que todos habíamos cenando previamente, pues no había ningún bisoño entre nosotros a excepción de Hastings, y cuando este había sido invitado el ministro le había informado de que, por deferencia a la costumbre inglesa, no había ordenado ninguna comida. Cada caballero ofreció el brazo a una dama y nos dirigimos en procesión al comedor, porque es habitual proceder a realizar todo el ritual; pero allí empezó la disputa. El duque de Shoreditch quería tener la precedencia y sentarse a la cabecera de la mesa, sosteniendo que él era superior a un ministro que representaba únicamente a una nación y no a un monarca; pero yo defendí mis derechos, y me negué a ceder. En las columnas de sociedad yo estaba por encima de todos los duques que no fueran de sangre real, y así lo manifesté, y por esta razón reclamé para mí la precedencia. No pudo resolverse la cuestión, claro está, en una lucha que se libraba de forma encarnizada por ambas partes; al final, y de forma poco juiciosa, el duque intentó hacer valer las cartas de su nacimiento y antigüedad, y yo «vi» a su Guillermo el Conquistador y «elevé la apuesta» con Adán, de quien yo era directo sucesor, como demostraba mi nombre, mientras que él pertenecía a una rama colateral, como indicaban su nombre y su más reciente origen normando; así que de nuevo volvimos todos en procesión al salón, donde nos fue ofrecido un tentempié perpendicular: un plato con sardinas y una fresa; entonces todos se agrupan por parejas, y se plantan uno frente a otro para comer. En este acto, la religión de la precedencia no es tan estricta: las dos personas de mayor rango lanzan al aire un chelín; el ganador se come la fresa y el perdedor se queda con el chelín. Los dos siguientes tiran la moneda, luego otros dos, y así sucesivamente. Tras el refrigerio, se dispusieron varias mesas y todos jugamos a cribbage, a seis peniques la partida. El inglés nunca juega por diversión. Si no puede ganar o perder algo, tanto da una cosa como otra, no jugará. Pasamos un rato delicioso; sin duda, lo fue para dos de nosotros: la señorita Langham y yo. Yo estaba totalmente embelesado por ella y no podía contar mi mano de cartas si había más de una doble secuencia; y cuando tenía una buena puntuación nunca me enteraba y volvía a levantar todas las cartas, y sin duda habría perdido todas las partidas de no ser porque a ella le ocurría exactamente lo mismo, ya que se encontraba en mi misma situación, ¿comprendéis? Y por tanto ninguno de los dos conseguíamos ganar una partida, ni tampoco nos extrañaba que así fuera; tan solo sabíamos que éramos felices y no queríamos saber nada más, y tampoco que nadie nos interrumpiera. Y yo le dije…, sí, lo CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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hice…, le dije que la amaba; y ella…, bueno, ella se sonrojó hasta la punta del cabello, pero le gustó; sí, dijo que le gustaba. ¡Oh, nunca ha habido una velada tan maravillosa como aquella! Cada vez que sacaba una combinación puntuable, hacía una anotación; cada vez que ella lo hacía, acusaba recibo, contando las manos igualmente. En fin, que ni siquiera podía decir yo: «¡Dos puntos por sus talones!», sin añadir: «Oh, qué dulce es mirarla», y entonces ella decía: «Quince dos, quince cuatro, quince seis, y una pareja dan ocho, y ocho dan dieciséis…, ¿no le parece?», mirando de reojo por debajo de sus pestañas, ¿sabéis?, tan dulce y picaruela. ¡Oh, fue algo que no puede explicarse! Bueno, al final me comporté con ella con total honestidad e integridad; le dije que no tenía un triste céntimo, sino tan solo el billete de un millón de libras, del que ella tanto había oído hablar; y le confesé que ni siquiera me pertenecía, lo cual despertó su curiosidad. Entonces, en voz muy baja, le conté toda la historia desde el principio, y ella por poco se muere de risa. Yo no acertaba a comprender qué era lo que podía causarle tanta hilaridad, pero lo cierto es que así fue: a cada nuevo detalle que le explicaba, ella se desternillaba de tal modo, con una risa tan estrepitosa, que yo me veía obligado a detenerme al menos durante minuto y medio para darle tiempo a recobrar el aliento. Sí, se rió hasta que ya no le quedaban fuerzas, como nunca había visto reír. Cuando menos, nunca antes había visto que escuchar una historia tan desgraciada, la historia de las penas, tribulaciones y miedos de una persona, pudiese producir aquel efecto. Así que aún la amé más por aquello, viendo que alguien podía mostrarse tan alegre cuando no había ningún motivo para ello; porque pronto necesitaría a una mujer así, ¿comprendéis?, dado el rumbo que iban a tomar las cosas. Por supuesto, le dije que tendríamos que esperar un par de años, hasta que yo pudiera percibir mi sueldo; pero a ella no pareció importarle, tan solo esperaba que pusiera el mayor cuidado posible en materia de gastos y que no permitiera que la deuda aumentara poniendo en peligro el sueldo del tercer año. Luego empezó a mostrar cierta preocupación, y me preguntó si no estaría incurriendo en algún error de cálculo al establecer la retribución del primer año en una cifra más elevada de la que en realidad percibiría. Su observación tenía mucho sentido, y me hizo sentir algo menos confiado de lo que había estado hasta entonces; pero aquello me dio una buena idea para negociar, y se la expuse abiertamente. —Portia, querida, ¿le importaría acompañarme el día en que tenga que encontrarme con esos ancianos caballeros? Ella pareció amilanarse un poco, pero dijo: —No…, si mi presencia puede ayudarle a infundirle valor. Pero… ¿cree usted que será pertinente? —No, no lo sé… De hecho, me temo que no lo sea. Pero, verá, hay tantas cosas que dependen de esa visita que… —Entonces iré, pase lo que pase, sea o no pertinente —exclamó ella, con dulce y generoso entusiasmo—. ¡Oh, seré tan feliz pensando en que le estoy ayudando! —¿Ayudarme, querida? Pero ¡si usted lo hará todo! Es tan hermosa, tan adorable, tan radiante de triunfo, que con usted allí podré hacer que nuestro sueldo aumente hasta arruinar a esa buena y anciana gente, sin que ellos tengan valor para oponer resistencia. ¡Ah, deberías haber visto cómo la sangre inundó aquel rostro ruborizado, y 14

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cómo sus ojos resplandecieron de felicidad! —¡Adulador perverso…! No hay una sola palabra de verdad en cuanto dice, pero aun así le acompañaré. Tal vez eso le enseñará a no esperar que los demás vean las cosas con los mismos ojos que usted. ¿Se disiparon mis dudas? ¿Recuperé la confianza? Podréis juzgarlo a raíz de este hecho: en ese momento, para mis adentros, elevé el sueldo del primer año a mil doscientas libras. Pero no se lo dije a ella: me lo reservé para darle una sorpresa. Durante todo el camino de regreso, estuve en las nubes. Hastings hablaba, pero yo no escuchaba una palabra de cuanto decía. Cuando entramos en el salón de mis aposentos, él me devolvió a la realidad con sus exultantes apreciaciones de mis numerosos lujos y comodidades. —Déjeme contemplar un momento todo esto hasta saciarme. ¡Por Dios! ¡Es un palacio! ¡Un auténtico palacio! Y en él hay todo cuanto se pueda desear, incluyendo un agradable fuego de carbón y un delicioso refrigerio aguardándonos. Henry, todo esto no solo me hace darme cuenta de lo rico que es usted, sino que me hace darme cuenta hasta lo más profundo de mi ser, hasta la médula, de lo pobre que soy yo… ¡Ah, qué pobre, miserable, derrotado, hundido, destruido! ¡Maldita sea mi estampa! Aquel lenguaje me dio escalofríos. Me asustó terriblemente, y me hizo comprender que me encontraba sobre una finísima superficie de apenas media pulgada, y que debajo de mí se abría un inmenso cráter. Yo no sabía que había estado soñando…, mejor dicho, me había dejado llevar por mis ensoñaciones durante un buen rato; pero, ahora…, ¡oh, Dios! Profundamente endeudado, sin un miserable céntimo, con la felicidad o la desgracia de una hermosa doncella en mis manos, y sin nada en perspectiva salvo un sueldo que tal vez nunca…, ¡oh, nunca!, llegaría a materializarse. ¡Ahhh, ahhh! ¡Estaba perdido irremisiblemente! ¡Nada podría salvarme! —Henry, los réditos más miserables de sus ingresos diarios podrían… —¡Oh, mis ingresos diarios! ¡Venga, probemos este whisky y alegremos el alma! Ah, no… Tiene hambre. Tome asiento y… —No, no podría probar bocado; no me entra. Llevo unos días en que no puedo comer nada; pero beberé con usted hasta caer al suelo. ¡Adelante! —¡Barril tras barril, estoy con usted! ¿Preparado? ¡Vamos allá! Y ahora, Lloyd, empiece a desgranar su historia mientras yo voy sirviendo las bebidas. —¿Desgranar? ¿Cómo? ¿Otra vez? —¿Otra vez? ¿Qué quiere decir? —Pues que si quiere volver a escucharla de nuevo. —¿Escucharla de nuevo? ¡Esto no hay quien lo entienda! Espere, no tome ni una gota más de ese líquido. No lo necesita. —Mire usted, Henry, me está alarmando. ¿Acaso no le he contado ya toda la historia de camino hacia aquí? —¿Usted? —Sí, yo. —Que me aspen si he escuchado una sola palabra. —Henry, esto es algo muy serio. Empieza a preocuparme. ¿Qué ha tomado en casa del señor ministro? En ese momento un fogonazo iluminó mi entendimiento, y tuve que reconocer CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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mi culpa como un hombre. —He tomado a la muchacha más encantadora del mundo… ¡como prisionera! Entonces vino corriendo hacia mí, y me estrechó las manos, una y otra vez, hasta que nos dolieron; y no me reprochó el no haber escuchado ni una sola palabra de una historia que se prolongó durante tres millas de camino. Se limitó a sentarse frente a mí, como la buena y paciente persona que era, y volvió a contármelo todo una vez más. En resumidas cuentas, se reducía a lo siguiente: Hastings había llegado a Inglaterra con lo que había creído que era una gran oportunidad; presentar una «opción» de venta de las acciones de la Gould and Curry Extension a favor de los «concesionarios» de la mina, quedando para él todo el dinero que pudiera sacar a partir del millón de dólares exigido. Había trabajado muy duro, había tirado de todos los hilos posibles, había probado todos los recursos honrados, había gastado casi todo el dinero que poseía en este mundo, y no había encontrado a un solo capitalista interesado en la compra, y su opción caducaba a fin de mes. En una palabra, estaba arruinado. Entonces se levantó de repente y exclamó: —¡Henry, usted puede salvarme! Usted puede salvarme, y es el único hombre en el mundo que puede hacerlo. ¿Lo hará? ¿Verdad que lo hará? —Dígame cómo. Explíquese, amigo. —¡Entrégueme un millón y el pasaje a mi país a cambio de mi «opción»! ¡Oh, no rehúse, no rechace mi oferta! Pasé una verdadera agonía. Estuve a punto de dejar escapar las fatales palabras: «Lloyd, yo también soy pobre de solemnidad; sin un miserable penique, y además totalmente endeudado». Pero de pronto una idea fulgurante cruzó llameando por mi mente, y apreté las mandíbulas, y me tranquilicé hasta adoptar una expresión tan fría como la de un capitalista. Luego dije, en un tono profesional lleno de aplomo: —Le salvaré, Lloyd… —Entonces, ¡estoy salvado! ¡Dios le bendiga eternamente! Si alguna vez yo… —Déjeme terminar, Lloyd. Le salvaré, pero no de esa manera; porque eso no sería justo para usted, después del duro trabajo que ha realizado y de todos los riesgos que ha corrido. Yo no necesito comprar minas; en un centro comercial como Londres, no tengo necesidad de ello para mantener mi capital en movimiento, que es a lo que me dedico todo el tiempo. Pero le diré lo que vamos a hacer. Naturalmente, yo sé todo lo que hay que saber de esa mina, conozco su inmenso valor, y puedo jurarlo ante cualquiera que así lo desee. Usted venderá la mina en un plazo de quince días por tres millones de dólares usando libremente mi nombre, y compartiremos a medias en las ganancias. ¿Y sabéis lo que pasó? Pues que en su delirante ataque de alegría, en su frenética danza jubilosa, podría haber destrozado todos los muebles y objetos de la estancia si no se lo hubiera impedido sujetándolo con firmeza. Así que por fin se sentó, totalmente feliz, y dijo: —¡Puedo utilizar su nombre! Imagínese… ¡su nombre! Oh, Dios, esos ricachones londinenses acudirán a mí en manada, se pelearán por comprar esas acciones. ¡Vuelvo a ser un hombre, un hombre cabal para siempre, y nunca podré olvidarle mientras viva! 16

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En menos de veinticuatro horas se había corrido la voz por todo Londres. Día tras día, no hacía otra cosa que permanecer sentado en casa y asegurar a cuantos venían: —Sí; yo le dije que me remitiera a quien pidiera referencias. Conozco al hombre y conozco la mina. Él es de una honradez irreprochable, y la mina vale mucho más de lo que pide por ella. Entretanto, pasaba todas las veladas en casa del ministro con Portia. No le conté nada acerca de la mina: me lo reservaba para darle una sorpresa. Hablábamos del sueldo; de nada más que del sueldo y del amor; a veces del uno, a veces del otro, a veces del sueldo y el amor juntos. Y, ¡válgame Dios!, el interés que la mujer y la hija del ministro se tomaron por nuestro pequeño idilio, y los infinitos e inocentes pretextos que idearon para evitarnos cualquier interrupción y mantener al ministro en la inopia, sin sospechar nada… en fin, fue algo realmente encantador por su parte. Cuando el mes llegó a su fin, yo tenía un millón de dólares a mi nombre en el London and County Bank, y también Hastings se encontraba en esa misma situación financiera. Ataviado con mis mejores galas, tomé un coche y pasé por delante de la casa de Portland Place, donde todo indicaba que mis pájaros ya habían vuelto al nido, y luego me dirigí a la residencia del ministro, donde recogí a mi adorada y pusimos de nuevo rumbo a la casa de los ancianos caballeros, sin parar de hablar muy excitados del sueldo. Ella estaba tan emocionada y angustiada, que eso la hacía intolerablemente hermosa. Le dije: —Querida, con el aspecto que luces sería un crimen conseguir un sueldo inferior en un solo penique a tres mil libras al año. —¡Henry, Henry, nos arruinarás! —No tengas miedo. Tú solo mantén ese maravilloso aspecto y confía en mí. Todo irá bien. Así las cosas, me pasé todo el camino intentando reafirmar su ánimo y su valor. Ella continuaba suplicándome, diciendo: —¡Oh, por favor!, recuerda que si pedimos demasiado podemos quedarnos sin sueldo, y entonces, ¿qué será de nosotros sin ningún medio en el mundo de ganarnos la vida? Nos abrió la puerta aquel mismo criado, y allí estaban los ancianos caballeros. Naturalmente, se quedaron muy sorprendidos al ver a mi lado a aquella prodigiosa criatura, pero les dije:— No se preocupen, caballeros. Es mi futuro sostén y compañera. Y se la presenté, y les llame a ellos por su nombre. No parecieron sorprendidos: sabían perfectamente que yo no habría dudado en consultar el directorio. Nos ofrecieron asiento, y fueron muy corteses conmigo y muy solícitos con ella, procurando aliviar su turbación haciéndola sentir muy a gusto en todo momento. Entonces dije: —Caballeros, estoy dispuesto a rendir cuentas. —Nos complace oírlo —dijo el que era mi hombre—, porque ahora podremos decidir sobre la apuesta que hicimos mi hermano Abel y yo. Si ha logrado que yo la gane, obtendrá usted cualquier puesto que esté a mi alcance. ¿Tiene el billete de un millón de libras? —Aquí está, señor. Y se lo entregué. CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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—¡He ganado! —exclamó, palmeando alegremente la espalda de Abel—. Vamos, hermano, ¿qué me dices ahora? —Digo que él ha sobrevivido, y que yo he perdido veinte mil libras. Nunca lo hubiera creído. —Tengo además que informarles de algo —dije—, y por extenso. Me gustaría que me permitieran volver pronto, a fin de poder detallarles la historia de todo lo que me ha ocurrido este mes; les prometo que vale la pena escucharla. Entretanto, miren esto. —Pero… ¡válgame Dios! ¿Un certificado de depósito por valor de doscientas mil libras? ¿Es suyo? —Mío. Lo he ganado en treinta días de juicioso uso de este pequeño préstamo que me hicieron. Y tan solo lo utilicé para comprar minucias y ofrecer siempre el billete para que me lo cambiasen. —¡Vamos, hombre…! ¡Eso es asombroso! ¡Increíble! —No importa, se lo demostraré. No tienen por qué dar crédito a mis palabras sin las pruebas suficientes. Pero ahora fue Portia la que se quedó atónita. Sus ojos se abrieron desmesuradamente, y dijo: —Henry, ¿es realmente tuyo este dinero? ¿Me has mentido? —Lo he hecho, querida. Pero me lo perdonarás, lo sé. Ella esbozó un mohín de enfado y dijo:— No estés tan seguro de ello. ¡Ha sido muy desagradable por tu parte engañarme de ese modo! —Ah, ya se te pasará, cariño, ya se te pasará. Solo lo hice para divertirnos un poco. Venga…, vámonos. —Pero… ¡esperen, esperen! Su empleo, ya sabe… Quiero ofrecerle un empleo —dijo mi hombre. —Bueno —repuse—, le quedo profundamente agradecido; pero en realidad no necesito ninguno. —Pero podría elegir el mejor puesto que esté a mi alcance. —De nuevo le doy las gracias, de todo corazón, pero ni siquiera ese necesito. —Henry, me avergüenzo de ti. No demuestras ni la mitad del agradecimiento que merecería este buen caballero. ¿Puedo hacerlo en tu nombre? —Claro, querida, si crees que puedes mejorarlo. Veamos cómo lo haces. Ella se dirigió hacia mi hombre, se sentó en su regazo, le rodeó el cuello con el brazo y le plantó un beso en la misma boca. Entonces los dos ancianos caballeros estallaron en grandes carcajadas, pero yo me quedé anonadado, como petrificado. Portia dijo:— Papá, ha dicho que no hay ningún empleo a tu disposición que él pueda aceptar; y eso me duele tanto como si… —¡Querida mía!, ¿este señor es tu padre? —Sí; es mi padrastro, y el más querido que jamás haya existido. ¿Comprendes ahora por qué me reí tanto en casa del ministro cuando, sin conocer mi parentesco, me contaste cuántos problemas y preocupaciones te estaba causando el plan urdido por papá y tío Abel? Por supuesto, en ese momento decidí tomar la palabra; me puse muy serio y fui directamente al grano: —Oh, mi muy querido señor, me gustaría retirar lo que acabo de decir. Tiene usted un puesto vacante que sí quiero. —Dígame cuál. —El de yerno. 18

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—¡Bueno, bueno, bueno…! Pero ¿sabe?, si nunca ha ejercido en calidad de tal, sin duda no podrá proporcionarme las recomendaciones de rigor que satisfagan las condiciones del contrato, y entonces… —Póngame a prueba… ¡Oh, hágalo, se lo ruego! Solo póngame a prueba durante treinta o cuarenta años, y si… —Oh, de acuerdo, muy bien. No pide mucho, así que puede llevársela. ¿Que si fuimos felices? No existen palabras en el diccionario más voluminoso para describirlo. Y cuando, uno o dos días más tarde, Londres se enteró de la historia completa de mis aventuras con el billete durante aquel mes, ¿fue la comidilla de toda la ciudad y nos divertimos mucho con ello? Pues sí. El papá de mi querida Portia devolvió aquel billete, que brindaba tantas amistades y abría tantas puertas, al Banco de Inglaterra, donde fue ingresado en caja; entonces el Banco lo canceló y se lo obsequió al caballero, quien nos lo entregó como regalo de boda, y desde entonces siempre ha colgado debidamente enmarcado en el lugar más sagrado de nuestra casa. Porque él me dio a mi Portia. De no ser por él, no me habría quedado en Londres, no habría acudido a la recepción del ministro y nunca la habría encontrado. Y por eso siempre digo: «Sí, como puede ver, es de un millón de libras; pero no hizo más que una sola compra en su vida, y con ella consiguió el artículo por solo una décima parte de su valor». 1893__

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BIOGRAFÍA

Francisco Urondo

(Nació en 1930 en la ciudad de Santa Fe y murió en una celada policial en 1976 en Mendoza.) Además de su extensa y conocida obra poética, Francisco Urondo escribió la novela “Los pasos previos”, guiones televisivos y cinematográficos, piezas teatrales, textos testimoniales, ensayos literarios, artículos periodísticos y dos volúmenes de cuentos: “Todo eso” de 1966 y “Al tacto” de 1967. Nos quedan de él dieciocho relatos breves que muestran con crudeza una época y un imaginario situado en los años sesenta, pero que sobrepasan esos parámetros en tanto recorren temas permanentes y universales. Con sutileza y precisión Urondo explora voces narrativas y encuadres poco convencionales construyendo imágenes logradas y certeras. Explora distintas formas de diálogo, no por mero afán experimental o de originalidad sino buscando la forma de ingresar al lector a esa geografía mesopotámica y al sentimiento brutal y tremendamente humano de hombres y mujeres olvidados de la razón o excluidos del sistema. Durante mucho tiempo se creyó que Paco Urondo había ingerido una pastilla de cianuro al ser interceptado por un móvil policial, pero lo que se supo, durante el juicio que condenó a los homicidas que lo ultimaron de dos tiros en la cabeza, fue que simuló tomarla para convencer a su compañera junto con su hija de dos años de escapar solas del auto, quedando el como blanco fácil para permitir su huida.

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“Los tres soles”, Francisco Urondo Seguían sentadas a la mesa. Hacía mucho calor y ninguna de las tres mujeres se decidía a moverse; eran como esas moscas haraganas hurgueteando entre los restos de la sandía. La madre era la única que se había levantado y ya estaba frente al tacho, fregando los cuatro platos. Catalina, con indolente suficiencia, se puso a comentar los amores de la viuda con alguien que no era de por allí. Por primera vez a esa mujer se le conocían amores, siempre guarecida por la sombra del finado y la de ese tala enorme que cubría su almacén, junto al camino, en plena curva. No hubo interés en ningún detalle del relato; Micaela se acarició el vientre. La atención de sus dos hermanas fue cayendo sobre la memoria de cada una de ellas, como un chico que se tira sobre una parva, quedándose allí, con pereza, con incontrolada voluntad, con indecisión, con imaginable perversidad infantil. La atención era un niño sobre la paja crujiente, hasta que Micaela, interrumpiendo esos juegos, deja de acariciar su vientre y, mirándola a Catalina le dice: «Siempre hablando porquerías». El chico se ha incorporado de un salto; es inquieto, se lastima en la paja. La paja es seca, es dura y quebradiza; se quema y vuela. Se hunde en los ojos, igual que la memoria. «¿Y esto?», se defiende Catalina palpando el vientre abultado de Micaela. Sin escuchar los insultos de sus hermanas —que ya se han trenzado—, Margarita se levanta con todo el verano encima preservándola de las discusiones, del frío, del odio. No había pronunciado una sola palabra durante toda la comida. Prefirió no intervenir en los comentarios, porque siempre terminaban siendo motivo para alguna pelea, y ella quería seguir arrinconada en el fondo de su cuerpo creciente, atenta a esos cambios que la halagaban y la entristecían. Sol. Al llegar al ceibo inclinado sobre la orilla, ya no escuchaba las voces agresivas. Sentía la siesta y el sol que le apretaban los hombros. Cuando sentía el sol sobre los hombros, su corazón aleteaba confusamente; solía entonces tirarse al agua. El Colastiné era un río ancho y fuerte, pero sin peligros para ella que estaba acostumbrada, siempre viviendo sobre esas orillas. Más que arriesgarla, ese río la protegía y con alivio podía sentir el agua que refrescaba su cuerpo ardido. Su piel tenía casi el mismo color de la tierra, pero la tierra podía enfriarse, en cambio su piel siempre era tibia, hasta en los días más crudos. Podía abrigarse con ella. «Margarita es una mocosa», pensaba con cariño Micaela. En cambio a Catalina, no quería ni verla, ni acordarse. Cuando la tenía delante, la miraba como si fuera alguna de esas fotografías que decoraban el rancho, sin suscitar recuerdos ni melancolías de tan amarillas e impersonales que se iban poniendo con el tiempo. Cualquier indicio que animara la imagen de Catalina, cualquier efímera evidencia que transformara en realidad esa imagen, convertía a Micaela en una ráfaga; sus ojos se nublaban como si mirara el sol —como la luz brumosa de esas siestas—, y el rencor le trepaba por la garganta. Catalina era la mayor, creció antes y hubo motivos de miedo primero y de rabia después. Ella no tenía conciencia de suscitar estos sentimientos, estos terrores: bañarse con chicos de su edad, perderse con alguno por allí; tener ganas, vivir de eso. «No sé qué tenés que andar espiando», le había dicho a Micaela que se puso a llorar, no porque le diera asco, como suele ocurrir con las señoritas, sino porque aquella tarde tan lejana, ya estaba augurando el desamparo. Sol. Recién al tiempo confirmaría

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sus presagios, relacionaría su destino con el de sus hermanas. Hace muy poco en realidad —ya esperaba ese chico— que no tiene dudas; cuando vio que la policía tiraba y él caía dejando huérfano a ese hijo que todavía estaba por nacer. Entendió claramente que de esta manera sus presentimientos iban tomando forma. Ya no discuten, se han quedado en silencio, como esperando quién sabe qué milagro imposible. Margarita sigue en el agua y la madre friega los platos, aunque ya está a punto de terminar: está secando; enseguida va a tirar el agua jabonosa del tacho y, seguramente, se irá a dormir una siestita. Catalina canta ahora una canción estridente. Canta sin escucharse, sin sentir la presión del sol. Sin alegría, en el exilio, detrás de su vestido rojo y de su piel demasiado vulnerable; Micaela se levanta y se mete en el rancho. Sentada en el catre, acariciará su vientre. La garganta le arde, piensa en Margarita, en alguna salvación que pudiera tocarle por lo menos a ella y a su hijo. Pero no quiere seguir haciéndose ilusiones. Sin poder aguantar su decisión, sale afuera y se arrima a la orilla. Allí está Margarita y, al verla, Micaela mira hacia arriba, por costumbre, pero sin esperar absolutamente nada. Sol. Margarita seguirá bañándose, tocando el agua, jugando con sus reflejos, sin pensar en esa noche en que arderá con su porvenir, con las mujeres y con el rancho, iluminando la oscuridad de la costa.

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BIOGRAFÍA

Enrique Anderson Imbert

(Nació en Córdoba en 1919 y murió en Buenos Aires en el año 2000) Narrador y crítico literario argentino, autor de un ensayo fundamental, “Historia de la literatura hispanoamericana”, (1954) y de cuentos breves reunidos en diversas antologías. Anderson Imbert estudió Letras en la Universidad Nacional de Buenos Aires y fue discípulo de Amado Alonso, Pedro Henríquez Ureña y Alejandro Korn. Era editor de la sección literaria del periódico socialista “La Vanguardia” de Buenos Aires. Inició tempranamente su labor narrativa con Vigilia (1934), que sería reeditada con su novela “Fuga” en 1963. Ejerció la docencia en las universidades estadounidenses de Harvard y Michigan como profesor de literatura hispanoamericana y se destacó por sus ensayos y críticas. En 1967 ingresó en la Academia Americana de Artes y Ciencias y en 1978 fue nombrado miembro de la Academia Argentina de las Letras, de la que ejerció la vicepresidencia entre 1980 y 1986. En 1994 fue finalista del premio Cervantes. Durante toda su vida reivindicó su adhesión al socialismo. Sus narraciones están escritas en un estilo claro y sencillo, son fruto de una imaginación frondosa; Un mínimo de realidad sirve de marco para la construcción de historias fantásticas. “El sofá” es un claro ejemplo en ese sentido.

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“El sofá”, Enrique Anderson Imbert El gerente del Astoria Hotel encargó al ebanista Sergio un sofá especial: tenía que caber exactamente en el hueco de cierta pared. Fue al hotel para tomar las medidas y se enteró de que el sofá decoraría la habitación reservada para una pareja ejemplar. —Seré curioso: ¿quiénes son? —Dos artistas de los nuestros, que han triunfado en Norteamérica — le informó el gerente—. Vienen el viernes 27 para el festival de cine. Bobby Weston y Linda Croce. Sergio se puso pálido. Cinco años atrás Linda, su antigua mujer, se había escapado con Bobby, un amigo de los tiempos del colegio. Cuando quiso alcanzarlos se interpuso el taller: tuvo que quedarse en Buenos Aires, atendiendo su oficio manual, mientras ellos, los románticos, huían a Hollywood. Ahora volvían famosos, en una visita fugaz como un relámpago de oro. ¡Y él, burlado y fracasado, debía adornarles el nido! Aceptó su fiero destino. Le dieron la llave y lo dejaron solo. Subió a la lujosa cámara y tomó las medidas. Cosa de minutos, pero se demoró meditando. Premeditando, más bien. Imprimió sobre un trozo de masilla el perfil de la llave, se familiarizó con las entradas y salidas del hotel y se retiró con un plan perfecto para asesinar a los traidores. Al construir el sofá dejó, debajo del asiento, una cavidad donde él pudiera acomodarse. A fin de que los cargadores, en el momento de transportar el mueble con él adentro, no reparasen en el exceso de peso, seleccionó maderas y metales livianos para el armazón y gomapluma para los rellenos. A un costado disimuló una mirilla. Se tocaba un resorte, se abría un escotillón y él se deslizaba fuera del sofá. Lo demás sería fácil. Esperaría a que estuvieran dormidos, asestaría una puñalada en cada corazón y, con la llave que se había mandado hacer, tranquilamente se marcharía. El jueves 26 llamó al aprendiz y le dijo: —Esta tarde vendrán los changadores a llevarse el sofá. Yo no estaré, así que usted se va en el camión con ellos y coloca el sofá donde ya sabe. Ahora váyase a comer. A la tarde se llevaron el sofá, con Sergio adentro, y lo encajaron en el huevo de la pared. Por la noche, a través de la mirilla, Sergio vio entrar a Linda y a Bobby, radiantes 24

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de felicidad. Al oírlos en la cama comprendió que nunca antes había padecido, que sólo en ese momento empezaba a padecer. Aguardó hasta que cayeron dormidos. ¡Ahora, por fin, la venganza! Tocó el resorte pero ¡maldición! No funcionó. ¡Cómo podía ser, si innumerables veces lo había probado, siempre con éxito! Inútil, inútil. Se sintió atrapado en el sofá como un cataléptico que despierta en un ataúd. Oscuridad, silencio, quietud… Al rato movió un brazo. El espacio le pareció más holgado. Después advirtió que podía recoger las rodillas, cambiar de posición. Cada vez se veía más. El acero del puñal clareaba a lo lejos como un horizonte en el alba. Ahora descubrió la arquitectura interior del sillón. Se arrastró boca abajo. El espacio seguía expandiéndose. Viajó por grutas, puentes, castillos. Conoció la ciudad de los elásticos y por una arandela de aluminio desembocó en un campo de forros y entretelas. De pronto se encendió la luz. Por una rendija vio que Linda, descalza, iba al baño. Sergio se dejó caer por la rendija y con toda la velocidad que sus patitas le permitían corrió sobre la alfombra. Linda lanzó un grito de asco: —¡Una cucaracha! Bobby se estiró desde la cama y de un zapatazo lo aplastó.

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BIOGRAFÍA

Jorge Luis Borges

(Nació el 24 de Agosto de 1899 en Buenos Aires y murió en Ginebra el 14 de junio de 1986) Hijo de un profesor de psicología, estudió en Ginebra y vivió durante una breve temporada en Europa relacionándose con los escritores ultraístas de la vanguardia española. En 1921 regresó a Argentina, donde participó en la fundación de varias publicaciones literarias como la revista mural “Prisma” (1921-1922) y la revista “Proa” (1922-1926), también colaboró con la revista “Martín Fierro”. Por aquellos años frecuentó en amistad a Macedonio Fernandez, Scalabrini Ortiz y Arturo Jaureche y era afín a las ideas de Nación y Pueblo del yrigoyenismo. En la década del 20´ escribió poesía de versos libres con el sello de las Vanguardias, caminando por los barrios y las orillas para captar en un instante único el pulso poético de las calles, las casas y los patios del arrabal porteño, aunque también con poemas de carácter fundacional y de tema histórico. En la década del 30´ trabajó en la Biblioteca Nacional (1938-1947) y tras el golpe de 1955 llegó a convertirse en su director. Conoció a Adolfo Bioy Casares y publicó con él y con Silvina Ocampo una “Antología de la literatura fantástica” que es un modelo del género. A partir de 1955 también fue profesor de Literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires. Aunque el reconocimiento internacional le llegó a través de sus libros de cuentos “Ficciones” y “El Aleph” de 1944 y 1949 respectivamente, Borges se había iniciado en la escritura con ensayos filosóficos y literarios de corte criollista como “El tamaño de mí esperanza” y “El idioma de los argentinos”, y con los libros de poesía “Fervor de Buenos Aires”, “Luna de enfrente” y “Cuaderno de San Martín”. En la década del 60´se convirtió en el autor de cabecera de los principales escritores, filósofos e intelectuales de occidente. Baste citar a M. Foucault quien se inspiró en un cuento suyo para la elaboración de “Las palabras y las cosas”. En 1961 comparte el Premio Formentor con Samuel Beckett, y en 1980 el Cervantes con Gerardo Diego. Sus posturas políticas evolucionaron desde el izquierdismo juvenil al nacionalismo y populismo y después a un liberalismo escéptico desde el que se opuso al fascismo y al peronismo. Fue censurado por permanecer en Argentina durante las dictaduras militares de la década de 1970, aunque jamás apoyó a la Junta militar. Consultado en una entrevista luego del regreso de la democracia en 1983, Borges ironizó con que había cometido la imprudencia de nacer en Buenos Aires en 1899. Y dijo -Luego de siete años de desgobierno va a ser muy difícil levantar el país, pero si cada uno intenta ser un hombre ético habremos salvado a la patria. A lo largo de toda su producción, Borges creó un mundo fantástico, metafísico y totalmente subjetivo. Su obra, exigente con el lector, es resistida por algunos y de difícil comprensión para los que buscan encontrar en sus cuentos una lógica repetida. La simbología personal del autor ha despertado la admiración de numerosos escritores y críticos literarios. En cierta oportunidad Borges dijo: “No soy ni un pensador ni un moralista, sino sencillamente un hombre de letras que refleja en sus escritos su propia confusión y el respetado sistema de confusiones que llamamos filosofía, en forma de literatura”. Y en otra ocasión expresó “La literatura no es otra cosa que un sueño dirigido”.

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“El etnógrafo”, Jorge Luis Borges El caso me lo refirieron en Texas, pero había acontenido en otro estado. Cuenta con un solo protagonista, salvo que en toda historia los protagonistas son miles, visibles e invisibles, vivos y muertos. Se llamaba, creo, Fred Murdock. Era alto a la manera americana, ni rubio ni moreno, de perfil de hacha, de muy pocas palabras. Nada singular había en él, ni siquiera esa fingida singularidad que es propia de los jóvenes. Naturalmente respetuoso, no descreía de los libros ni de quienes escriben los libros. Era suya esa edad en que el hombre no sabe aún quién es y está listo para entregarse a lo que le propone el azar: la mística del persa o el desconocido origen del húngaro, la aventuras de la guerra o del álgebra, el puritanismo o la orgía. En la universidad le aconsejaron el estudio de las lenguas indígenas. Hay ritos esotéricos que perduran en ciertas tribus del oeste; su profesor, un hombre entrado en años, le propuso que hiciera su habitación en una toldería, que observara los ritos y que descubriera el secreto que los brujos revelan al iniciado. A su vuelta, redactaría una tesis que las autoridades del instituto darían a la imprenta. Murdock aceptó con alacridad. Uno de sus mayores había muerto en las guerras de la frontera; esa antigua discordia de sus estirpes era un vínculo ahora. Previó, sin duda, las dificultades que lo aguardaban; tenía que lograr que los hombres rojos lo aceptaran como a uno de los suyos. Emprendió la larga aventura. Más de dos años habitó en la pradera, bajo toldos de cuero o a la intemperie. Se levantaba antes del alba, se acostaba al anochecer, llegó a soñar en un idioma que no era el de sus padres. Acostumbró su paladar a sabores ásperos, se cubrió con ropas extrañas, olvidó los amigos y la ciudad, llegó a pensar de una manera que su lógica rechazaba. Durante los primeros meses de aprendizaje tomaba notas sigilosas, que rompería después, acaso para no despertar la suspicacia de los otros, acaso porque ya no las precisaba. Al término de un plazo prefijado por ciertos ejercicios, de índole moral y de índole física, el sacerdote le ordenó que fuera recordando sus sueños y que se los confiara al clarear el día. Comprobó que en las noches de luna llena soñaba con bisontes. Confió estos sueños repetidos a su maestro; éste acabó por revelarle su doctrina secreta. Una mañana, sin haberse despedido de nadie, Murdock se fue. En la ciudad, sintió la nostalgia de aquellas tardes iniciales de la pradera en que había sentido, hace tiempo, la nostalgia de la ciudad. Se encaminó al despacho del profesor y le dijo que sabía el secreto y que había resuelto no publicarlo. -- ¿Lo ata su juramento? -- preguntó el otro. -- No es ésa mi razón -- dijo Murdock --. En esas lejanías aprendí algo que no puedo decir. -- ¿Acaso el idioma inglés es insuficiente? -- observaría el otro. -- Nada de eso, señor. Ahora que poseo el secreto, podría enunciarlo de cien modos distintos y aun contradictorios. No sé muy bien cómo decirle que el secreto es precioso y que ahora la ciencia, nuestra ciencia, me parece una mera frivolidad. Agregó al cabo de una pausa: -- El secreto, por lo demás, no vale lo que valen los caminos que me condujeron a él. Esos caminos hay que andarlos.

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El profesor le dijo con frialdad: -- Comunicaré su decisión al Concejo. ¿Usted piensa vivir entre los indios? Murdock le contestó: -- No. Tal vez no vuelva a la pradera. Lo que me enseñaron sus hombres vale para cualquier lugar y para cualquier circunstancia. Tal fue, en esencia, el diálogo. Fred se casó, se divorció y es ahora uno de los bibliotecarios de Yale.

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BIOGRAFÍA

Patricia Highsmith

(Nació en Texas 1921 y murió en Locarno, Suiza en 1995) Hija de Mary y Jay Bernard Plangman, separados antes de su nacimiento; fue criada por su abuelo. El apellido Highsmith proviene del segundo marido de su madre, quien también participó activamente en su crianza. A su padre biológico recién lo conoció a los doce años. De muy joven se trasladó a New York, sus escritos tempranos recibieron la influencia del maestro del cuento contemporáneo Edgar Allan Poe y de Joseph Conrad. Sus obras no tuvieron demasiado éxito en EE.UU pero si en Europa. En 1963 se trasladó a Inglaterra y más tarde a Francia y Suiza. De carácter introvertido, firmó con seudónimo su novela “Carol” de 1952, para no ser encasillada como una “escritora lesbiana” en una época en que los homosexuales eran confinados a un espacio de oscuridad y marginación. En 1974 escribió “Pequeños cuentos misóginos” que despertaron pasiones encontradas entre las feministas, por mostrar los distintos estereotipos de género en que son atrapadas las protagonistas de esos diecisiete cuentos breves. Más allá del debate acerca si es o no feminista, Patricia Highsmith abrió las puertas a la mujer, en la década del 50´, a un género literario tradicionalmente masculino como la “novela negra”. Varias de sus novelas fueron llevadas al cine, destacándose “Extraños en un tren”, dirigida por Alfred Hitchcock, en una de sus versiones. También produjo series para televisión. Tom Ripley fue el personaje más conocido de varias de sus novelas, un antihéroe psicópata y amante de la buena vida” llevado también al cine. Autora de relatos cortos y ensayos, fue fundamentalmente conocida por sus novelas policiales y de suspenso.

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“Nunca fue uno de los nuestros”, Patricia Highsmith Nunca fue uno de los nuestros No era solo porque había dejado de fumar y apenas bebía que Edmund Quasthoff parecía distinto, un poco como un santito y, por consiguiente, resultaba algo desagradable. Había otra cosa. Pero ¿qué? De eso hablaban en el apartamento de Lucienne Gauss, en el East Side a la altura de la calle Ochenta, un día a las siete de la tarde, la hora de los aperitivos. Julian Markus, el abogado, estaba allí con su esposa, Frieda, como también Peter Tomlin, un periodista de veintiocho años, que era el más joven del grupo. El grupo contaba con siete u ocho personas que conocían bien a Edmund, lo que en la mayoría de los casos quería decir desde hacía unos ocho años. También estaban presentes el sociólogo Tom Strathmore, el editor Charles Forbes y su mujer, y Anita Ketchum, bibliotecaria del New York Art Museum. Se reunían más a menudo en el apartamento de Lucienne que en ningún otro, porque a Lucienne le gustaba recibirlos y, siendo una pintora que trabajaba por cuenta propia, tenía horarios flexibles. Lucienne tenía treinta y tres años, no estaba casada y era muy atractiva, de sedoso cabello rojizo, piel blanca y suave, y una boca delicada e inteligente. Le gustaba la ropa cara, iba a menudo a la peluquería y tenía estilo. El resto del grupo la llamaba, a sus espaldas, la dama, cuidándose mucho de no usar la palabra ni siquiera entre ellos (Tom el sociólogo la había usado), porque era una palabra anticuada o quizás esnob. Edmund Quasthoff, contable en un bufete de abogados, se había divorciado hacía un año, porque su mujer lo había dejado por otro y, en consecuencia, él le había pedido el divorcio. Edmund tenía cuarenta años, era alto, de cabello castaño y modales serenos, ni apuesto ni feo, pero tampoco dueño de esa chispa que a veces convierte a una persona bastante fea en atractiva. Lucienne y el grupo habían dicho después del divorcio: —No es para sorprenderse. Edmund es bastante aburrido. Aquella tarde en casa de Lucienne, alguien dijo de repente: —Antes Edmund no era tan aburrido, ¿no? —Me temo que sí. ¡Sí! —gritó Lucienne desde la cocina, porque en ese momento había abierto el grifo para liberar los cubitos de una cubitera de metal. Había oído una risa. Lucienne regresó al salón con el cubo de hielo. Edmund estaba a punto de llegar. Lucienne se dio cuenta de que quería excluir a Edmund del círculo, de que no lo soportaba. —Sí, ¿qué le pica a Edmund? — preguntó Charles Forbes sonriéndole con picardía a Lucienne. Charles era regordete, la delantera de la camisa le tiraba en los botones, se le veía una franja de piel entre los calcetines y el pantalón cuando estaba sentado, pero todos lo querían mucho por su amabilidad, su inteligencia y su capacidad de beber como un cosaco sin que se le notara—. Quizás le tenemos envidia porque él dejó de fumar —dijo Charles, mientras apagaba su cigarrillo y sacaba otro. —Yo confieso que le tengo envidia —dijo Peter Tomlin con una amplia sonrisa—. Sé que tendría que dejar de fumar, pero no hay manera. Lo he intentado dos veces. De un año a esta parte. Los pormenores del esfuerzo de Peter no le interesaron a nadie. Pronto Edmund llegaría con su nueva mujer, y todos hablaban mientras podían. —¡A lo mejor el problema es su mujer! —susurró Anita Ketchum con entusiasmo, previendo que los demás se reirían y harían más comentarios. Tal como hicieron. —¡Mucho peor que la primera! — admitió Charles. —Claro, ¡Lillian, al lado 30

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de ella, era un encanto! Estoy de acuerdo —dijo Lucienne, que seguía de pie y le pasaba a Peter la botella de Vat 69 para que se sirviera él mismo a gusto—. Es cierto que Margaret no ayuda. Que… — Lucienne estuvo a punto de decir algo muy cruel sobre la expresión miedosa y al mismo tiempo distante que aparecía a veces en el rostro de Margaret. —Ah, eso de casarse por despecho —dijo Tom Strathmore, con aire reflexivo. —No cabe duda de que fue así — dijo Frieda Markus—. Quizás tengamos que perdonárselo. ¿Sabíais que los hombres, según dicen, sufren más que las mujeres cuando los abandona su cónyuge? El ego, dicen, se les resiente mucho más. —El mío se resentiría con Magda, en realidad —dijo Tom. Anita soltó una risa. —¡Y qué nombre, Magda! Me hace pensar en un modelo de lámpara o algo así. Sonó el timbre. —Debe de ser Edmund —Lucienne fue a apretar el botón del portero electrónico. Había invitado a Edmund y Magda a cenar, pero como iban al teatro no podían quedarse. Solo tres personas lo harían: los Markus y Peter Tomlin. —Tiene un trabajo nuevo, no os olvidéis —decía Peter cuando Lucienne regresó a la sala—. Nadie lo obliga a ser tan callado o, para ser exactos, reservado. Pero no es eso… Como los demás, Peter buscó la palabra, la frase adecuada para describir lo poco agradable que era Edmund Quasthoff. —Es un estirado — dijo Anita Ketchum con un mohín de fastidio. A continuación se hizo silencio por unos segundos. El timbre del apartamento iba a sonar en cualquier momento. —¿Creéis que es feliz? —preguntó Charles en un susurro. Lo cual fue suficiente para que todos se echaran a reír al mismo tiempo. La idea de que ahora Edmund irradiara felicidad, incluso dos meses después de haberse casado, era risible. —Pero, por otra parte, puede que nunca haya sido feliz —dijo Lucienne, justo cuando sonó el timbre, y debió ir a abrir la puerta. —Lucienne, querida, espero no haber llegado tarde —dijo Edmund al entrar, inclinándose para besarla en la mejilla y sin llegar a tocarla por varios centímetros. —No, para nada. A mí me sobra el tiempo, pero a vosotros no. ¿Y cómo estás, Magda? —preguntó Lucienne con deliberado entusiasmo, como si de verdad le importara cómo estaba Magda. —Muy bien, gracias, ¿y tú? — Magda de nuevo iba de marrón, con un vestido beis y marrón oscuro de algodón y una bufanda de satén marrón al cuello. Los dos se veían marrones y aburridos, pensó Lucienne mientras los guiaba hacia la sala. Hubo saludos cálidos y simpáticos. —No, agua tónica sola, por favor… Bueno, una gotita de ginebra —le dijo Edmund a Charles, que hacía los honores—. Rodaja de limón, sí, gracias. Edmund, como siempre, daba la impresión de estar sentado al borde del sillón. Anita, diligentemente, le daba conversación a Magda en el sofá. —¿Y cómo te va en el nuevo trabajo, Edmund? —preguntó Lucienne. Edmund había trabajado en el departamento de contabilidad de las Naciones Unidas varios años, pero en el nuevo puesto le pagaban mejor y se sentía menos encerrado, dado que había comidas de negocios casi a diario, según tenía entendido Lucienne. —Y… —empezó Edmund—, os digo una cosa, es otra gente —trató de sonreír. Las sonrisas de Edmund parecían esfuerzos—. Esas comidas con tanto alcohol… —Edmund movió la cabeza—. Creo que hasta les molesta que yo no fume. Quieren que uno sea como ellos, ¿sabéis? —¿Quiénes son «ellos»? —preguntó Charles Forbes. —Clientes de la agencia y muchas veces sus contables —contestó Edmund —. Prefieren hablar de negocios durante la comida que hacerlo en mi oficina. Es curioso —Edmund se pasó el índice por la aleta de su nariz aguileña—. Tengo que beber una o dos copas con ellos (el restaurante al que voy sabe prepararlas suaves), porque si no, los clientes pueden pensar que soy CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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el Infernal Departamento de Hacienda en persona, que privilegia la honestidad sobre la conveniencia o algo por el estilo —la cara de Edmund volvió a torcerse en una sonrisa que no duró mucho. «Qué pena», pensó Lucienne y por poco lo dijo. Raro pensar en esa palabra, porque no sentía pena por Edmund. Lucienne cruzó miradas con Charles y después con Tom Strathmore, que esbozó una sonrisita irónica. —Además me llaman a cualquier hora de la noche. En California no se dan cuenta de la diferencia horaria… —Deja el teléfono descolgado por la noche —terció Ellen, la mujer de Charles. —Ah, no puedo darme el lujo — contestó Edmund—. Estos clientes y sus preocupaciones son como vacas sagradas. A veces me hacen preguntas que podrían resolverse con una calculadora. Pero Babock y Holt, como empresa, les debe cierta cortesía, así que duermo poco… No, gracias, Peter —dijo cuando Peter intentó servirle más alcohol. Edmund también alejó un cenicero casi lleno cuyo olor parecía molestarle. Normalmente Lucienne habría retirado el cenicero, pero ahora no lo hizo. ¿Y Magda? Cuando Lucienne la miró, Magda echaba un vistazo a su reloj mientras hablaba con Charles, que estaba a su izquierda. Veintisiete años tenía, sin duda era envidiablemente joven, pero ¡qué sosa! Mal cutis. No era sorprendente que no se hubiera casado antes. Seguía trabajando, había dicho Edmund; hacía algo relacionado con ordenadores. Tejía bien, sus padres eran mormones, aunque Magda no lo era. ¿No?, se preguntaba Lucienne. Un momento después, tras rechazar los ofrecimientos incluso de zumo de naranja o de tomate, Magda le dijo suavemente a su marido: —Amor… —y dio unos golpecitos sobre su reloj pulsera. Edmund dejó su vaso sobre la mesita al instante, y sus anticuados zapatos de vestir marrones se levantaron del suelo un poco antes de que él se incorporara. Edmund ya tenía cara de cansado, aunque apenas eran las ocho. —Ah, sí, el teatro. Gracias, Lucienne. Un placer, como siempre. —¡Pero tan poco tiempo! —dijo Lucienne. Después de que Edmund y Magda se fueran, hubo un «uf» generalizado y algunas risotadas contenidas, que sonaban no tan indulgentes como ácidamente divertidas. —No me gustaría nada estar casado con alguien así —dijo Peter Tomlin, que no estaba casado—. Honestamente — agregó. Peter conocía a Edmund desde que él, Peter, tenía veintidós años; los había presentado Charles Forbes, en cuya editorial Peter se había presentado a un puesto sin éxito. A Charles, que era un poco mayor, Peter le había caído bien, y lo había presentado a algunos de sus amigos, entre ellos Lucienne y Edmund. Peter recordó que Edmund Quasthoff le había causado una primera impresión favorable —la de un hombre serio y honrado—, pero las virtudes que Peter había visto en Edmund entonces se habían desvanecido con el tiempo, como si aquella primera impresión hubiera sido un error por parte de Peter. Edmund, por alguna razón, no había estado a la altura de la vida. Había en él algo forzado, y Magda parecía ser lo forzado en persona. ¿O era que a Edmund en realidad no le caían bien ellos? —Quizás se merece a Magda —dijo Anita, y los otros se rieron. —Quizás nosotros tampoco le caemos bien —dijo Peter. —Pero sí —dijo Lucienne—. ¿Te acuerdas, Charles, de lo contento que se puso cuando… cuando lo aceptamos… la primera vez que los invité a él y a Lillian a cenar aquí en casa? Una de mis cenas de cumpleaños, si mal no recuerdo. Edmund y Lillian no paraban de sonreír porque se los había admitido en nuestro círculo de elegidos —la risa de Lucienne despreciaba al círculo y también a Edmund. —Sí, Edmund hizo el intento —dijo Charles. —Hasta la ropa que se pone es aburrida —dijo Anita. —Cierto. ¿No podría alguno de vosotros deslizar una indirecta? Tú, por 32

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ejemplo, Julian —Lucienne echó un vistazo al impecable traje de algodón de Julian—. Siempre vas tan elegante… —¿Yo? —Julian se acomodó la chaqueta sobre los hombros—. Sinceramente, creo que los hombres prestan más atención a lo que dicen las mujeres. ¿Por qué habría de decirle algo yo? —Magda me contó que Edmund quiere comprarse un coche —dijo Ellen. —¿Sabe conducir? —preguntó Peter. —¿Me permites, Lucienne? —Tom Strathmore se inclinó hacia la botella de whisky que había sobre una bandeja—. Quizás lo que le hace falta a Edmund es una buena borrachera una noche de estas. A lo mejor Magda hasta va y lo deja. —Acabamos de invitar a los Quasthoff a cenar en casa el viernes por la noche —anunció Charles—. Quizás Edmund llegue a emborracharse. ¿Quién más quiere venir? ¿Lucienne? Previendo aburrirse, Lucienne dudó. Pero quizás no se aburriría. —¿Por qué no? Gracias, Charles. Y Ellen. Peter Tomlin no podía, porque tenía que entregar un encargo el viernes por la noche. Anita dijo que le encantaría ir. Tom Strathmore estaba libre, pero no así los Markus, porque era el cumpleaños de la madre de Julian. Fue una velada memorable en la amplia cocina-comedor de los Forbes. Magda no había estado nunca en el ático. Contempló educadamente la colección de dibujos enmarcados de artistas contemporáneos, pero pareció darle miedo hacer comentarios. Magda se portó mejor que nunca, mientras los demás, como por acuerdo tácito, estuvieron inusualmente distendidos y contentos. En parte, se dio cuenta Lucienne, lo hacían para dejar a Magda fuera del jovial círculo de amigos y burlarse de su exagerado decoro, aunque de hecho todos se esforzaban por que Edmund y Magda se divirtieran. Una de las formas de hacerlo, observó Lucienne, era la de Charles, que servía ginebra en el vaso de tónica de Edmund con mano muy generosa. A la mesa, Ellen hizo lo propio con el vino. Era un vino muy bueno, un margaux añejo que iba muy bien con los trozos de carne que todos sumergían en el aceite caliente de una olla ubicada en el centro de la mesa redonda. Había pan caliente con mantequilla y ajo, y servilletas de papel en las que limpiarse los dedos grasientos. —Vamos, mañana no tienes que trabajar —dijo Tom con afabilidad, volviendo a llenar el vaso de vino de Edmund. —No, sí, mañana trabajo —contestó Edmund, con una sonrisa—. Siempre lo hago. Los sábados hay que hacerlo. Magda miraba fijamente a Edmund, aunque él no lo notara, porque sus ojos no se dirigían hacia ese lado. Después de cenar, pasaron al largo salón que daba a la terraza. Con el café se sirvió Drambuie, Bénédictine o brandy a elección. A Edmund le gustaba lo dulce, como bien sabía Lucienne, y ella notó que a Charles no le costó persuadirlo de que aceptara un traguito de Drambuie. Después jugaron a los dardos. —Los dardos es el mayor ejercicio físico que me permito —dijo Charles, preparándose. Su primer tiro dio justo en el centro. Los demás fueron turnándose; Ellen anotaba la puntuación. Edmund se preparó con torpeza, haciéndose el gracioso, como todos sabían, aunque tratando de apuntar bien. Edmund tenía cualquier cosa menos agilidad y coordinación. Su primer tiro dio en la pared a un metro del blanco, y, como la golpeó de lado, el dardo no se clavó sino que cayó al suelo. Lo mismo hizo Edmund, tras girar por algún motivo sobre el pie izquierdo y perder el equilibrio. Gritos de «¡bravo!» y risas alegres. Peter alargó una mano y levantó a Edmund. —¿Te has hecho daño? Edmund pareció muy sorprendido y no sonrió al ponerse en pie. Se arregló el traje. —No creo que… La verdad me siento como… —sus ojos miraron alrededor, como desenfocados, mientras los demás esperaban, escuchando—. Tengo la sensación de que no se me aprecia en esta casa… así que… —¡Ay, CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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Edmund! —dijo Lucienne. —¿De qué hablas, Edmund? — preguntó Ellen. Le pusieron a Edmund otro Drambuie en la mano, pese a que Magda trató de impedirlo. Edmund se calmó, pero no mucho. La partida de dardos continuó. Edmund estaba lo suficientemente sobrio para darse cuenta de que haría el ridículo yéndose enfadado en ese momento, pero lo suficientemente ebrio como para revelar la corazonada, por muy vaga que fuera, de que la gente que estaba a su alrededor ya no eran verdaderos amigos suyos, que en realidad él no les caía bien. Magda lo convenció de que tomara más café. Los Quasthoff se fueron unos quince minutos después. Sobrevino una inmediata sensación de alivio. —Ella es la muerte, seamos sinceros —dijo Anita, y arrojó un dardo. —Bueno, lo emborrachamos —dijo Tom Strathmore—. O sea que es posible. De alguna manera todos habían probado el sabor de la victoria al ver a Edmund despatarrado en el suelo. Esa noche, Lucienne, que había bebido más que de costumbre —dos coñacs después de la cena—, llamó a Edmund a las cuatro de la mañana para preguntarle cómo se encontraba. Sabía también que lo llamaba para estropearle el sueño. El teléfono sonó cinco veces y Edmund respondió con voz soñolienta; Lucienne descubrió que no podía decir nada. —¿Hola? ¿Hola? Habla Qu… Quasthoff. Cuando Lucienne se despertó a la mañana siguiente, el mundo se veía un poco diferente, más nítido y excitante. No se trataba de la leve sensación de nervios que hubiera podido causarle la resaca. De hecho, se sintió muy bien después de su desayuno habitual de zumo de naranja, té inglés y tostadas, y pintó a gusto durante dos horas. Se dio cuenta de que tenía la mente ocupada detestando a Edmund Quasthoff. Ridículo, pero así era. ¿Cuántos de sus amigos se sentían de la misma manera ese día? El teléfono sonó justo después de mediodía, y era Anita Ketchum. —Espero no interrumpirte en medio de una pincelada maestra. —No, no. ¿Qué pasa? — Bueno, Ellen me llamó esta mañana para decirme que se canceló la fiesta de cumpleaños de Edmund. —Ni sabía que había una fiesta. Anita se lo contó. La noche anterior, Magda había invitado a Charles y Ellen a una cena para festejar el cumpleaños de Edmund dentro de nueve días, y había dicho que, como servirían un bufet con los invitados de pie, invitaría a «todo el mundo», incluidos algunos amigos de ella que aún no todos conocían. Pero resultaba que a la mañana siguiente, sin mediar una explicación del tipo de que Edmund o ella estaban enfermos de algo grave, Magda había dicho que había «reconsiderado» lo de la fiesta, que lo sentía. —A lo mejor le da miedo que Edmund se emborrache de nuevo —dijo Lucienne, pero sabía que eso era solo parte de la respuesta. —Estoy segura de que piensa que ni ella ni Edmund nos caen bien, lo que por desgracia es cierto. —¿Qué vamos a hacer? —dijo Lucienne, fingiendo desilusión. —Somos unos parias sociales, ¿no? Ja, ja. Ahora me tengo que ir, Lucienne, que hay alguien esperando. El pequeño revés de la fiesta cancelada le pareció a la vez hostil y tonto a Lucienne; el resto del grupo se enteró en unas veinticuatro horas, aunque no todos habían llegado a recibir la invitación. —Nosotros también podemos invitar y desinvitar —le dijo riendo Julian Markus por teléfono a Lucienne—. Qué chiquillada; ni siquiera dieron la excusa de un viaje de negocios o algo así. —No hay excusa, no. En fin, ya pensaré en algo divertido, Julian de mi corazón. —¿A qué te refieres? —Una pequeña revancha. ¿No crees que se la merecen? —Claro, querida mía. La primera idea de Lucienne fue sencilla. Ella y Tom Strathmore invitarían a Edmund a comer el día de su cumpleaños, y lo emborracharían de tal manera que no estaría en condiciones de regresar a su oficina esa misma 34

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tarde. Tom se mostró entusiasta. Y Edmund sonó agradecido cuando Lucienne lo llamó para invitarlo, sin mencionar el nombre de Magda. Lucienne reservó mesa en un restaurante francés bastante caro cerca de la calle 60 en el East Side. Ella, Tom y tres martinis ya estaban esperando cuando Edmund llegó, sonriendo tímidamente, pero a todas luces contento de ver a sus viejos amigos de nuevo en torno a una pequeña mesa. Conversaron afablemente. Lucienne se las arregló para pronunciar algunos elogios con respecto a Magda. —Tiene cierta dignidad —dijo Lucienne. —Ojalá no fuera tan tímida — replicó Edmund al instante—. Yo trato de que se suelte. Otra ronda de copas. Lucienne pospuso el momento de pedir al ir a hacer una llamada telefónica, mientras que Tom pidió una tercera ronda para pasar el tiempo hasta que Lucienne volviera. Después pidieron la comida, con vino blanco seguido de tinto. Con la primera copa de blanco, Tom y Lucienne le cantaron bajito el «Feliz cumpleaños» a Edmund mientras levantaban los vasos. Lucienne había llamado a Anita, que trabajaba a solo tres manzanas, y Anita se les unió cuando la comida estaba terminando, justo después de las tres, y le pidieron un Drambuie a Edmund, aunque Lucienne y Tom se abstuvieron. Edmund murmuraba algo sobre un compromiso a las tres en punto, al que quizás le conviniera no ir, porque en realidad no era un compromiso de los más importantes. Anita y los demás le dijeron que sin duda se lo perdonarían en su cumpleaños. —Tengo solo media hora —dijo Anita cuando salieron juntos del restaurante, donde Anita no había bebido nada—. Pero tenía ganas de verte en tu día, mi querido Edmund. Te invito a beber una copa o una cerveza. Insisto. Los otros besaron a Edmund en la mejilla y partieron, y Anita cruzó la calle con Edmund hacia el bar de la esquina, cuya exuberante decoración intentaba emular a la de un antiguo pub irlandés. Edmund cayó sobre su silla, tras resbalarse en el serrín del suelo. Costaba creer que le servirían algo, pensó Anita, pero ella estaba sobria, y les sirvieron. Desde el bar, Anita llamó a Peter Tomlin y le explicó la situación, que a Peter le causó gracia, y Peter prometió aparecer y tomar el relevo. Llegó Peter. Edmund bebió una segunda cerveza e insistió en tomar café, que fue pedido, pero la combinación pareció descomponerlo. Anita se había ido hacía unos minutos. Peter esperó con paciencia, hablando de cualquier tontería con Edmund, preguntándose si Edmund vomitaría o se desplomaría al pie de la mesa. —Mag invitó a gente a las seis — farfulló Edmund—. Tengo que estar en casa… antes… que si no —intentó en vano enfocar el reloj con la mirada. —¿La llamas Mag? Termínate la cerveza, compañero —Peter levantó su primer vaso de cerveza, que estaba casi vacío—. Hasta el fondo y ¡que cumplas muchos más! Vaciaron sus vasos. Peter dejó a Edmund en la puerta de su apartamento a las 18:25 y se marchó. Por el murmullo de las voces que se oían detrás de la puerta, Peter se había dado cuenta de que, en casa de Magda y Edmund, los invitados estaban en pleno aperitivo. Edmund había dicho que «su jefe» estaría presente, así como un par de clientes importantes. Peter se sonrió en el ascensor. Regresó a su casa, le pasó un informe completo a Lucienne, se preparó café instantáneo y volvió a sentarse frente a la máquina de escribir. ¿Cómico? ¡Claro! ¡Pobre Edmund! Pero era Magda quien más divertía a Peter. Magda era la estirada, el verdadero blanco, pensó Peter. Peter cambiaría de opinión en menos de una semana. Vio con sorpresa y cada vez mayor inquietud que la ofensiva, liderada por Lucienne y Anita, se concentraba en Edmund. Diez días después de la borrachera, Peter pasó un día por el apartamento de los Markus — solo para devolver un par de libros que le habían CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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prestado— y los encontró a los dos saboreando la última desgracia de Edmund. Edmund había perdido su empleo en Babcock y Holt y ahora estaba en el hospital Payne-White haciéndose una cura de desintoxicación. —¿Cómo? — dijo Peter—. ¡No sabía nada! —Nos enteramos hoy —dijo Frieda — Me llamó Lucienne. Dijo que quiso contactar con Edmund en su oficina hoy por la mañana, y le dijeron que estaba de permiso, pero ella insistió en saber dónde estaba con el pretexto de que se trataba de una emergencia familiar, y ya sabes lo buena que es para ese tipo de cosas. Así que le dijeron que Edmund estaba en el Payne-White, y ella llamó y habló con él en persona. Para colmo, según contó él mismo, Edmund había tenido un accidente con su coche, aunque por suerte no había resultado herido ni había herido a nadie. —Santo Dios —dijo Peter. —Siempre tuvo debilidad por la botella —dijo Julian— y por desgracia muy poca tolerancia al alcohol. Tuvo que dejar de beber por completo hace cinco o seis años, ¿no, Frieda? Quizás tú no lo conocías en aquella época, Peter. En fin, se mantuvo sobrio, pero no duró mucho. Las cosas empeoraron cuando Lillian lo abandonó. Pero ahora, este trabajo… Frieda Markus dejó escapar una risita. —¡Este trabajo! Lucienne no ayudó y lo sabes bien. Invitó a Edmund un par de veces a su casa y le soltó la lengua con alcohol. Lo hizo hablar de sus problemas con Magda. Problemas. Peter sintió una punzada de antipatía hacia Edmund por haber hablado de sus «problemas» tras solo unos tres meses de matrimonio. ¿No tenía problemas todo el mundo? ¿Había que aburrir a los amigos con ellos? —Quizás se lo merecía —murmuró Peter. —En un sentido, sí —dijo Julian con autoridad y sacó un cigarrillo. La agresividad de Julian daba a entender que la campaña anti Edmund aún no había terminado—. Es débil —agregó. Peter le agradeció a Julian el préstamo de los dos libros y se marchó. Una vez más tenía trabajo que hacer por la noche, así que no podía quedarse a tomar una copa. Ya en casa, Peter dudó entre llamar a Lucienne o a Anita; se decidió por Lucienne, pero como no contestaba probó con Anita. Anita estaba en casa, con Lucienne. Las dos hablaron con Peter, y a ambas se las oía alegres. Peter le preguntó a Lucienne por Edmund. —Se habrá recuperado en una semana más o algo así, me dijo. Pero no será el mismo de antes, no creo, cuando salga. —¿Por qué? —Bueno, perdió su trabajo y todo este asunto no le hará fácil conseguir otro. Puede que haya perdido también a Magda, porque Edmund me dijo que ella lo iba a dejar si no se iban de Nueva York. —Así que a lo mejor se mudan — dijo Peter—. ¿Te dijo si la pérdida del trabajo era definitiva? —Sí, sí. En la oficina se habló de un permiso, pero Edmund sabe que no van a readmitirlo —Lucienne soltó una risa breve y estridente—. Les convendría irse de Nueva York. Magda nos odia. Y, sinceramente, Edmund nunca fue uno de nosotros, así que se entiende. ¿Se entendía?, se preguntó Peter mientras se abocaba a su propio trabajo. Había algo malicioso en todo aquello, y él se había comportado maliciosamente al servirle cerveza tras cerveza a Edmund. Lo curioso era que Peter no sentía ni pizca de compasión por Edmund. Se habría pensado que el grupo dejaría a Edmund tranquilo, como poco, o incluso haría un esfuerzo para levantarle la moral (sin copas) cuando saliera del Payne-Whitney, pero ocurrió exactamente lo contrario, observó Peter. Anita Ketchum invitó a Edmund a cenar en su apartamento y también le pidió a Peter que fuese. Anita no alentó a Edmund a beber, pero por voluntad propia él bebió al menos tres cócteles. A Edmund se lo veía decaído, y no se puso de mejor humor cuando Anita empezó a criticar a Magda. Anita dijo con imparcialidad que Edmund se merecía una mujer 36

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mejor, y debería buscarla lo antes posible. Peter estaba de acuerdo. —No parecía hacerte muy feliz, Ed —comentó Peter de hombre a hombre—, y ahora dicen que quiere que te vayas de Nueva York. —Es cierto —dijo Edmund— y no sé en qué otra parte conseguiría un trabajo decente. Conversaron hasta tarde, en el fondo sin llegar a nada. Peter se fue antes que Edmund. Descubrió que la imagen de Edmund lo deprimía: una figura alta, encorvada, con ropa amplia, que miraba el suelo mientras daba vueltas por el salón de Anita con una copa en la mano. Lucienne estaba en su casa leyendo cuando el teléfono sonó a la una de la mañana. Era Edmund, diciéndole que iba a divorciarse de Mag. —Acaba de irse, hace un minuto — dijo Edmund en un tono alegre pero que sonaba un poco ebrio—. Dijo que pasaría la noche en un hotel. Ni siquiera sé dónde. Lucienne se dio cuenta de que quería que lo elogiara, o que lo felicitara. —Bueno, Edmund querido, puede que sea lo mejor. Espero que lleguéis a un arreglo sin problemas. Después de todo, no has estado casado mucho tiempo. —No, creo que hago, quiero decir, que ella hace, lo correcto —dijo Edmund con pesadez. Lucienne le aseguró que ella pensaba lo mismo. Ahora Edmund se dedicaría a buscar un nuevo trabajo. Creía que Mag no pondría dificultades, financieras o de otra índole, en cuanto al divorcio. —Es una mujer joven que valora su privacidad. Es sorprendentemente… independiente, ¿sabes? —hipó Edmund. Lucienne sonrió, pensando que cualquier mujer querría ser independiente de Edmund. —Todos te deseamos suerte, Edmund. Y hazme saber si crees que podemos mover hilos en alguna parte. Charles Forbes y Julian Markus, le dijo más tarde Charles a Lucienne, fueron al apartamento de Edmund una tarde para hablar de negocios, porque a Charles se le había ocurrido que Edmund podía trabajar como contable autónomo y de hecho la editorial donde trabajaba Charles necesitaba a alguien así. Ellos dos no bebieron casi nada, según Charles, pero se quedaron hasta bastante tarde. Edmund estaba con el ánimo por los suelos, y para cuando se hicieron las doce ya había tomado varios dedos de whisky. Aquello fue un jueves por la noche, y, para el martes por la mañana, Edmund estaba muerto. La mujer de la limpieza entró con su llave y lo encontró durmiendo en su cama, según pensó, a las nueve de la mañana. No se dio cuenta hasta las doce y entonces llamó a la policía. La policía no pudo dar con Magda, y el proceso de avisar a alguien se retrasó mucho, de manera que nadie del grupo supo nada antes del miércoles por la noche: Peter Tomlin vio la noticia en el periódico y llamó a Lucienne. —Una combinación de pastillas para dormir y alcohol, pero no hay sospechas de suicidio —dijo Peter. Tampoco Lucienne sospechaba que hubiera sido un suicidio. —Qué final —dijo con un suspiro —. ¿Y ahora qué pasará? No estaba conmovida, sino que pensaba vagamente que los otros miembros del círculo estarían oyendo las noticias o leyéndolas en aquel momento. —Bueno, el funeral es mañana en una funeraria de Long Island, según lo que dice aquí. Peter y Lucienne decidieron ir. Los amigos, Lucienne Gauss, Peter Tomlin, los Markus, los Forbes, Tom Strathmore, Anita Ketchum, acudieron todos; formaban al menos la mitad de la pequeña concurrencia. Quizás unos pocos parientes de Edmund habían venido, pero el grupo no estaba seguro: la familia de Edmund vivía en el área de Chicago, y el grupo no había conocido a ninguno de sus integrantes. Magda estaba presente, vestida de gris con un fino velo negro. Se quedó a un lado, y apenas saludó con un asentimiento de cabeza a Lucienne y a los demás. Fue una ceremonia no confesional; Lucienne no prestó atención y dudó que sus amigos lo hicieran, CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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salvo para reconocer las palabras como una cantinela vacía y cerrar los oídos. Después Lucienne y Charles dijeron que no se sentían con ánimo de seguir el ataúd hasta la tumba, y tampoco los demás lo hicieron. La boca de Anita parecía de piedra, aunque se había congelado en una leve sonrisa pensativa. Había taxis a la espera, y los coches se acercaron hacia ellos. Tom Strathmore caminaba con la cabeza gacha. Charles Forbes miró el cielo de verano. Charles caminaba entre su mujer, Ellen, y Lucienne, y de repente le dijo a esta: —¿Sabes? Un par de veces llamé a Edmund de madrugada, solo para molestarlo. Lo confieso. Ellen lo sabe. —Ah, ¿sí? —dijo Lucienne con calma. Tom, detrás de ellos, lo había oído. —Yo hice algo peor —dijo con una mueca sonriente—. Le dije a Edmund que podía perder su empleo si invitaba a Magda a ir con él a sus comidas de negocios. Ellen se rio. —Oh, eso no es serio, Tom, eso es… —pero no terminó la frase. «Lo matamos», pensó Lucienne. Todos pensaban lo mismo, y ninguno tenía el valor de decirlo. Cualquiera de ellos hubiera podido decir: «Lo matamos, ¿sabéis?», pero nadie lo hizo. —Lo vamos a echar de menos — dijo Lucienne finalmente, como si de verdad sintiera eso. —Sí —respondió alguien con igual seriedad. Subieron a tres taxis, prometiendo verse pronto

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BIOGRAFÍA

Selva Almada

(Nació en Entre Ríos en 1973) Forma parte de una nueva generación de escritoras argentinas. Sus novelas han sido traducidas al francés, el italiano, el portugués y el Holandés. Almada propone a lo largo de toda su obra una literatura regional pero no costumbrista, opuesta a las literaturas globalizadas. Su estilo es entre poético y realista pero extraño. En su fraseo, sonido y sentido van de la mano. En sus cuentos y novelas aparece la experiencia de los pueblos de provincia narrada con precisión. Habla de las reglas que rigen las relaciones humanas (familiares, laborales y conyugales) a partir de las costumbres. Confiesa que es muy tímida, y desordenada para escribir. Publicó entre otros “Mal de muñecas” en el año 2003, “Niños” en el año 2005, “una chica de provincia” en 2007, “El viento que arrasa” en 2012, “Ladrilleros” en 2013, “Chicas muertas” donde visibilizó el femicidio de tres chicas de provincia en la década del 80 y “ El desapego es una manera de querernos” en 2015. Codirige el ciclo de lecturas “Carne Argentina”.

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“Las fotos del hijo”, Selva Almada Es invierno y es de noche aunque apenas dieron las seis y cuarto. La vieja entró hace un momento, se quitó el abrigo sacudiéndolo para limpiarlo de las finísimas agujas de hielo, el abrigo mismo pareció sacudirse como el lomo de un enorme perro negro mojado, y el viejo, sentado frente al fuego, hizo con la mano un gesto de fastidio, gruñendo como si él también fuese un perro, pero viejo, de pocas pulgas. Si el hijo no se hubiese marchado. La anciana no puede pensar en otra cosa desde hace años, desde el mismo día en que el muchacho se fue, desde ese mismo día unas pocas horas después de la partida. O si su hijo hubiese vuelto. O si los otros hijos no se le hubiesen muerto adentro de la panza. O si hubiesen traído y criado como suyo al hijo de alguna de las hijas solteras de sus vecinos o al hijo de cualquier otra muchacha. O si. Pero los hijos tarde o temprano se marchan, así piensa el viejo y debe tener razón. Mientras él mira el fuego como si no hubiese nada más que ver a su alrededor y fuma un cigarrillo armando otro y tose y carraspea y escupe entre las cenizas del borde, ella se mete en la pieza y saca del ropero una caja de zapatos y se sienta en la cama y la abre y toma una pila de polaroids. En las fotos está su muchacho sonriente, con el cabello un poco largo hacia la nuca como le gusta usarlo, más rubio, del color de la paja por las largas jornadas al sol de Formosa. Hay un río detrás suyo y más atrás una costra verde. En una de sus cartas le explicó que esa línea oscura es Paraguay, Alberdi precisamente. Un pueblo de contrabandistas, decía y a ella el corazón le había dado un vuelco adentro del pecho. ¿Y si su hijo anduviese en algo raro? Pero no. Su hijo se había ido a trabajar con Guiffre, a trabajar los campos que Guiffre tenía allá. Cuando su hijo vivía acá también era empleado suyo. Al principio, Guiffre pasaba a visitarlos y traer noticias de Formosa, cartas y dinero. Ya iban para tres años sin que se diera una vuelta. Ella había escuchado por ahí que se había mudado allá con su familia. En otra foto, el chico aparecía abrazado a dos muchachas muy jóvenes, casi niñas. Había una mesa sin mantel, con restos de comida en los platos y botellas de vino. Ellos tres sostenían vasos llenos de vino, apuntando hacia la cámara, como en un brindis. Era un día luminoso, el hijo estaba en cueros y las mujeres con vestidos livianos, cubriéndoles apenas los pechos. Son mis novias, bromeaba en la carta, porque acá está permitido tener más de una y nadie se ofende. A ella le había causado gracia y se lo había comentado al marido –que nunca leía las cartas- y él había dicho con rabia tu hijo no pierde las mañas se ve y ella, también con rabia, le contestó que qué culpa tenía el muchacho si todas se le ofrecían. Y con más rabia pensó que con qué derecho hablaba así de su niño, que si creía que por vieja se le había olvidado el asunto aquel con la madre de Guiffre. Tanto calor en Formosa y tanto frío acá, pensó con un temblor. Tenía los pies húmedos de rocío y el viento aullaba entre los paraísos del patio como un animal en época de celo. Cuando se quitó los zapatos vio que había pisado 40

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mierda en los corrales mientras encerraba las vacas. El marido andaba mal de los pulmones y en invierno tenía que quedarse adentro, junto al fuego. Si el hijo. Arriba del massey ferguson naranja, el hijo, con un sombrero de tela y ala ancha que le ensombrecía el rostro, descansaba el brazo desnudo sobre el volante y tenía un cigarrillo en la mano. No sonreía. La cámara lo había captado desprevenido. Al costado, fuera de foco, dos muchachos posaban abrazados. Cuando Guiffre vaya para allá, contaba en una carta, les voy a mandar una máquina de estas que sacan la foto y la podés ver enseguida, se maneja fácil, Guiffre te va a explicar, apuntás, disparás y la foto sale por abajo, la sacudís un ratito y ya podés verla. (A ella le costaba creer que algo así se hubiese inventado.) Así vos y el viejo se sacan fotos, decía, y me las mandan y puedo verlos. A esto también se lo había comentado al marido y él no le contestó nada. Pero la máquina no llegó nunca. Vino Guiffre y trajo un acordeón a piano, nuevo, verde niquelado. Desplegado al sol parecía una serpiente de esas grandes, de agua, que el hijo le contó había por allá pero que no se preocupara que no eran venenosas. Cuanto más chica es la víbora más dañina, le explicó. Para que el viejo toque chamamé, decía la tarjetita. A ella le había mandado dos frascos de agua de colonia. Unos meses después –ahora que lo pensaba, la última vez- pasó Guiffre y le pidió el acordeón. Dijo que el muchacho lo necesitaba. También dijo que no traía carta porque había viajado de golpe y no había tenido tiempo de escribirles, pero que estaba bien y mandaba saludos. No quiso sentarse ni esperar al viejo para tomar una marcela con él como siempre. A ella le parecía que el marido lo quería más a Guiffre que a su propio hijo. La enfurecía oírlo hablar con orgullo de Guiffre como si fuese de su familia. Como si Guiffre. Le entregó el acordeón que el viejo nunca había tocado ni sacado del estuche aunque más no fuera por curiosidad. Le dio lástima que se lo llevara, pero también le daba lástima que estuviese guardado sin que nadie le sacara un poco de música. Otra foto le devolvió al chico con barba, una camisa floreada, las manos en los bolsillos del jean y un loro en el hombro. Estaba parado en una calle barrosa y el día estaba nublado como si recién acabase de llover o estuviera por empezar. Llovía mucho, contaba la carta, y peligraba la cosecha. No decía nada del acordeón. Poco después oyó decir que a Guiffre lo había fundido la inundación y que para colmo la mujer se había escapado con otro y le había dejado los hijos. Escuchó al marido llamarla desde la cocina. Le dijo que tenía hambre y preguntó si quedaba vino. Ella puso la olla arriba del fuego colgándola de un gancho que estaba para eso y le agregó un poco de agua antes de taparla. Desde que estaban los dos solos, cocinaba bastante al mediodía y después cenaban las sobras. En verano no se podía porque la comida se echaba a perder. Después le sirvió el vino y le avisó que era el último jarro, que le hiciera acordar al otro día que comprara otra damajuana, y volvió a la pieza. En la última foto su hijo abrazaba a una mujer de cabello largo, acurrucada contra su pecho. Aparentemente había viento pues el pelo de ella le cubría CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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casi todo el rostro. De nuevo, el río de fondo aunque muchísimo más ancho y oscuro, como desbordado. En la carta le decía que estaba en Paraguay y que pensaba casarse allá con la chica de la foto, que un día de estos los dos iban a ir a visitarla. De Guiffre no decía nada, pero si era verdad que estaba fundido ya no trabajaría para él. Era también la última carta fechada dos años atrás. Ella y el viejo comieron en silencio, junto al fuego, con los platos sobre la falda. Estaban terminando cuando escuchó golpes en la puerta. En su apuro por abrir, pateó el vaso con vino que el marido había dejado en el piso. Antes de tirar del picaporte, tomó aliento y pensó si no se vería demasiado vieja, si no tendría que arreglarse un poco, y enseguida pensó que de todos modos estaba oscuro, que ya tendría tiempo mañana, que tenía que abrir porque afuera hacía demasiado frío y ellos estarían cansados por el viaje. Entonces abrió la puerta y se topó con la noche espesa, helada y solitaria. Una rama desguasada por el viento rodaba en el patio.

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BIOGRAFÍA

Samanta Schweblin

(Nació en Buenos Aires en 1978) Samanta Schweblin egresada de la carrera de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires desde 2012 vive en Berlín. Su libro de cuentos El núcleo del disturbio (2002) ganó el primer premio del Fondo Nacional de las Artes 2001. Obtiene el primer premio del Concurso Nacional Haroldo Conti por su cuento “Hacia la alegre civilización de la capital”. Participó en antologías publicadas por la Editorial Siruela, “Cuentos argentinos” (España, 2004); la Editorial Norma, “La joven guardia” (Argentina, 2005) y “Una terraza propia” (Argentina, 2006). Algunos de sus cuentos ya se encuentran traducidos al inglés, el francés, el alemán y el sueco. Su segundo libro de cuentos, Pájaros en la boca (2009), obtuvo el Premio Casa de las Américas 2008. En 2010 publicó “La pesada valija de Benavides” en la editorial uruguaya La Propia Cartonera y fue elegida por la revista británica Granta entre los 22 mejores escritores en español menor de 35 años. En 2012 ganó el Premio Juan Rulfo por el cuento “Un hombre sin suerte”. Recibió el Premio Konex Diploma al Mérito y en 2015 gana el IV Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero con su libro Siete casas vacías.

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“Un hombre sin suerte”, Samanta Schweblin El día que cumplí ocho años, mi hermana –que no soportaba que dejaran de mirarla un solo segundo–, se tomó de un saque una taza entera de lavandina. Abi tenía tres años. Primero sonrió, quizá por el mismo asco, después arrugó la cara en un asustado gesto de dolor. Cuando mamá vio la taza vacía colgando de la mano de Abi se puso más blanca todavía que Abi. –Abi-mi-dios –eso fue todo lo que dijo mamá–. Abi-mi-dios –y todavía tardó unos segundos más en ponerse en movimiento. La sacudió por los hombros, pero Abi no respondió. Le gritó, pero Abi tampoco respondió. Corrió hasta el teléfono y llamó a papá, y cuando volvió corriendo Abi todavía seguía de pie, con la taza colgándole de la mano. Mamá le sacó la taza y la tiró en la pileta. Abrió la heladera, sacó la leche y la sirvió en un vaso. Se quedó mirando el vaso, luego a Abi, luego el vaso, y finalmente tiró también el vaso a la pileta. Papá, que trabajaba muy cerca de casa, llegó casi de inmediato, pero todavía le dio tiempo a mamá a hacer todo el show del vaso de leche una vez más, antes de que él empezara a tocar la bocina y a gritar. Cuando me asomé al living vi que la puerta de entrada, la reja y las puertas del coche ya estaban abiertas. Papá volvió a tocar bocina y mamá pasó como un rayo cargando a Abi contra su pecho. Sonaron más bocinas y mamá, que ya estaba sentada en el auto, empezó a llorar. Papá tuvo que gritarme dos veces para que yo entendiera que era a mí a quien le tocaba cerrar. Hicimos las diez primeras cuadras en menos tiempo de lo que me llevó cerrar la puerta del coche y ponerme el cinturón. Pero cuando llegamos a la avenida el tráfico estaba prácticamente parado. Papá tocaba bocina y gritaba ¡Voy al hospital! ¡Voy al hospital! Los coches que nos rodeaban maniobraban un rato y milagrosamente lograban dejarnos pasar, pero entonces, un par de autos más adelante, todo empezaba de nuevo. Papá frenó detrás de otro coche, dejó de tocar bocina y se golpeó la cabeza contra el volante. Nunca lo vi hacer una cosa así. Hubo un momento de silencio y entonces se incorporó y me miró por el espejo retrovisor. Se dio vuelta y me dijo: –Sacate la bombacha. Tenía puesto mi Jumper del colegio. Todas mis bombachas eran blancas pero eso era algo en lo que yo no estaba pensando en ese momento y no podía entender el pedido de papá. Apoyé las manos sobre el asiento para sostenerme mejor. Miré a mamá y entonces ella gritó: –¡Sacate la puta bombacha! Y yo me la saqué. Papá me la quitó de las manos. Bajó la ventanilla, volvió a tocar bocina y sacó afuera mi bombacha. La levantó bien alto mientras gritaba y tocaba bocina, y toda la avenida se dio vuelta para mirarla. La bombacha era chica, pero también era muy blanca. Una cuadra más atrás una ambulancia encendió las sirenas, nos alcanzó rápidamente y nos escoltó, pero papá siguió sacudiendo la bombacha hasta que llegamos al hospital. Dejaron el coche junto a las ambulancias y se bajaron de inmediato. Sin mirar atrás mamá corrió con Abi y entró en el hospital. Yo dudaba si debía o no bajarme: estaba sin bombacha y quería ver dónde la había dejado papá, pero no la encontré ni en los asientos delanteros ni en su mano, que ya cerraba 44

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ahora de afuera su puerta. –Vamos, vamos –dijo papá. Abrió mi puerta y me ayudó a bajar. Cerró el coche. Me dio unas palmadas en el hombro cuando entramos al hall central. Mamá salió de una habitación del fondo y nos hizo una seña. Me alivió ver que volvía a hablar, daba explicaciones a las enfermeras. –Quedate acá –me dijo papá, y me señaló unas sillas naranjas al otro lado del pasillo. Me senté. Papá entró al consultorio con mamá y yo esperé un buen rato. No sé cuánto, pero fue un buen rato. Junté las rodillas, bien pegadas, y pensé en todo lo que había pasado en tan pocos minutos, y en la posibilidad de que alguno de los chicos del colegio hubiera visto el espectáculo de mi bombacha. Cuando me puse derecha el jumper se estiró y mi cola tocó parte del plástico de la silla. A veces la enfermera entraba o salía del consultorio y se escuchaba a mis padres discutir y, una vez que me estiré un poquito, llegué a ver a Abi moverse inquieta en una de las camillas, y supe que al menos ese día no iba a morirse. Y todavía esperé un rato más. Entonces un hombre vino y se sentó al lado mío. No sé de dónde salió, no lo había visto antes. –¿Qué tal? –preguntó. Pensé en decir muy bien, que es lo que siempre contesta mamá si alguien le pregunta, aunque acabe de decir que la estamos volviendo loca. –Bien –dije. –¿Estás esperando a alguien? Lo pensé. Y me di cuenta de que no estaba esperando a nadie, o al menos, que no es lo que quería estar haciendo en ese momento. Así que negué y él dijo: –¿Y por qué estás sentada en la sala de espera? No sabía que estaba sentada en una sala de espera y me di cuenta de que era una gran contradicción. El abrió un pequeño bolso que tenía sobre las rodillas. Revolvió un poco, sin apuro. Después sacó de una billetera un papelito rosado. –Acá está –dijo–, sabía que lo tenía en algún lado. El papelito tenía el número 92. –Vale por un helado, yo te invito –dijo. Dije que no. No hay que aceptar cosas de extraños. –Pero es gratis –dijo él–, me lo gané. –No. Miré al frente y nos quedamos en silencio. –Como quieras –dijo él al final, sin enojarse. Sacó del bolso una revista y se puso a llenar un crucigrama. La puerta del consultorio volvió a abrirse y escuché a papá decir “no voy acceder a semejante estupidez”. Me acuerdo porque ése es el punto final de papá para casi cualquier discusión, pero el hombre no pareció escucharlos. –Es mi cumpleaños –dije. “Es mi cumpleaños” repetí para mí misma, “¿qué debería hacer?”. El dejó el lápiz marcando un casillero y me miró con sorpresa. Asentí sin mirarlo, consciente de tener otra vez su atención. –Pero... –dijo y cerró la revista–, es que a veces me cuesta mucho entender a las mujeres. Si es tu cumpleaños, ¿por qué estás en una sala de espera? Era un hombre observador. Me enderecé otra vez en mi asiento y vi que, aun así, apenas le llegaba a los hombros. El sonrió y yo me acomodé el pelo. Y entonces dije: CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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–No tengo bombacha. No sé por qué lo dije. Es que era mi cumpleaños y yo estaba sin bombacha, y era algo en lo que no podía dejar de pensar. El todavía estaba mirándome. Quizá se había asustado, u ofendido, y me di cuenta de que, aunque no era mi intención, había algo grosero en lo que acababa de decir. –Pero es tu cumpleaños –dijo él. Asentí. –No es justo. Uno no puede andar sin bombacha el día de su cumpleaños. –Ya sé –dije, y lo dije con mucha seguridad, porque acababa de descubrir la injusticia a la que todo el show de Abi me había llevado. El se quedó un momento sin decir nada. Luego miró hacia los ventanales que daban al estacionamiento. –Yo sé dónde conseguir una bombacha –dijo. –¿Dónde? –Problema solucionado –guardó sus cosas y se incorporó. Dudé en levantarme. Justamente por no tener bombacha, pero también porque no sabía si él estaba diciendo la verdad. Miró hacia la mesa de entrada y saludó. con una mano a las asistentes. –Ya mismo volvemos –dijo, y me señaló–, es su cumpleaños –y yo pensé “por dios y la virgen María, que no diga nada de la bombacha”, pero no lo dijo: abrió la puerta, me guiñó un ojo, y yo supe que podía confiar en él. Salimos al estacionamiento. De pie yo apenas pasaba su cintura. El coche de papá seguía junto a las ambulancias, un policía le daba vueltas alrededor, molesto. Me quedé mirándolo y él nos vio alejarnos. El aire me envolvió las piernas y subió acampanando mi Jumper, tuve que caminar sosteniéndolo, con las piernas bien juntas. –Mi dios y la virgen María –dijo él cuando se volvió para ver si lo seguía y me vio luchando con mi uniforme–, es mejor que vayamos rodeando la pared. –No digas “mi dios y la virgen María” –dije, porque eso era algo de mamá, y no me gustó cómo lo dijo él. –Ok, darling –dijo. –Quiero saber a dónde vamos. –Te estás poniendo muy quisquillosa. Y no dijimos nada más. Cruzamos la avenida y entramos a un shopping. Era un shopping bastante feo, no creo que mamá lo conociera. Caminamos hasta el fondo, hacia una gran tienda de ropa, una realmente gigante que tampoco creo que mamá conociera. Antes de entrar él dijo “no te pierdas” y me dio la mano, que era fría pero muy suave. Saludó a las cajeras con el mismo gesto que hizo a las asistentes a la salida del hospital, pero no vi que nadie le respondiera. Avanzamos entre los pasillos de ropa. Además de vestidos, pantalones y remeras había también ropa de trabajo. Cascos, jardineros amarillos como los de los basureros, guardapolvos de señoras de limpieza, botas de plástico y hasta algunas herramientas. Me pregunté si él compraría su ropa acá y si usaría alguna de esas cosas y entonces también me pregunté cómo se llamaría. –Es acá –dijo. Estábamos rodeados de mesadas de ropa interior masculina y femenina. Si estiraba la mano podía tocar un gran contenedor de bombachas gigantes, más grandes de las que yo podría haber visto alguna vez, y a solo tres pesos cada una. Con una de esas bombachas podían hacerse tres para alguien de mi tamaño. –Esas no –dijo él–, acá –y me llevó un poco más allá, a una sección de 46

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bombachas más pequeñas–. Mira todas las bombachas que hay. ¿Cuál será la elegida my lady? Miré un poco. Casi todas eran rosas o blancas. Señalé una blanca, una de las pocas que había sin moño. –Esta –dije–. Pero no tengo dinero. Se acercó un poco y me dijo al oído: –Eso no hace falta. –¿Sos el dueño de la tienda? –No. Es tu cumpleaños. Sonreí. –Pero hay que buscar mejor. Estar seguros. –Ok Darling –dije. –No digas “Ok Darling” –dijo él– que me pongo quisquilloso –y me imitó sosteniéndome la pollera en la playa de estacionamiento. Me hizo reír. Y cuando terminó de hacerse el gracioso dejó frente a mí sus dos puños cerrados y así se quedó hasta que entendí y toqué el derecho. Lo abrió y estaba vacío. –Todavía podés elegir el otro. Toqué el otro. Tardé en entender que era una bombacha porque nunca había visto una negra. Y era para chicas, porque tenía corazones blancos, tan chiquitos que parecían lunares, y la cara de Kitty al frente, en donde suele estar ese moño que ni a mamá ni a mí nos gusta. –Hay que probarla –dijo. Apoyé la bombacha en mi pecho. El me dio otra vez la mano y fuimos hasta los probadores femeninos, que parecían estar vacíos. Nos asomamos. El dijo que no sabía si podría entrar. Que tendría que hacerlo sola. Me di cuenta de que era lógico porque, a no ser que sea alguien muy conocido, no está bien que te vean en bombacha. Pero me daba miedo entrar sola al probador, entrar sola o algo peor: salir y no encontrar a nadie. –¿Cómo te llamás? –pregunté. –Eso no puedo decírtelo. –¿Por qué? El se agachó. Así quedaba casi a mi altura, quizá yo unos centímetros más alta. –Porque estoy ojeado. –¿Ojeado? ¿Qué es estar ojeado? –Una mujer que me odia dijo que la próxima vez que yo diga mi nombre me voy a morir. Pensé que podía ser otra broma, pero lo dijo todo muy serio. –Podrías escribírmelo. –¿Escribirlo? –Si lo escribieras no sería decirlo, sería escribirlo. Y si sé tu nombre puedo llamarte y no me daría tanto miedo entrar sola al probador. –Pero no estamos seguros. ¿Y si para esa mujer escribir es también decir? ¿Si con decir ella se refirió a dar a entender, a informar mi nombre del modo que sea? –¿Y cómo se enteraría? –La gente no confía en mí y soy el hombre con menos suerte del mundo. –Eso no es verdad, eso no hay manera de saberlo. –Yo sé lo que te digo. Miramos juntos la bombacha, en mis manos. Pensé en que mis padres podrían CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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estar terminando. –Pero es mi cumpleaños –dije. Y quizá si lo hice a propósito, pero así lo sentí en ese momento: los ojos se me llenaron de lágrimas. Entonces él me abrazó, fue un movimiento muy rápido, cruzó sus brazos a mis espaldas y me apretó tan fuerte que mi cara quedó un momento hundida en su pecho. Después me soltó, sacó su revista y su lápiz, escribió algo en el margen derecho de la tapa, lo arrancó y lo dobló tres veces antes de dármelo. –No lo leas –dijo, se incorporó y me empujó suavemente hacia los cambiadores. Dejé pasar cuatro vestidores vacíos, siguiendo el pasillo, y antes de juntar valor y meterme en el quinto guardé el papel en el bolsillo de mi jumper, me volví para verlo y nos sonreímos. Me probé la bombacha. Era perfecta. Me levanté el jumper para ver bien cómo me quedaba. Era tan pero tan perfecta. Me quedaba increíblemente bien, papá nunca me la pediría para revolearla detrás de las ambulancias e incluso si lo hiciera, no me daría tanta vergüenza que mis compañeros la vieran. Mirá qué bombacha tiene esta piba, pensarían, qué bombacha tan perfecta. Me di cuenta de que ya no podía sacármela. Y me di cuenta de algo más, y es que la prenda no tenía alarma. Tenía una pequeña marquita en el lugar donde suelen ir las alarmas, pero no tenía ninguna alarma. Me quedé un momento más mirándome al espejo, y después no aguanté más y saqué el papelito, lo abrí y lo leí. Cuando salí del probador él no estaba donde nos habíamos despedido, pero sí un poco más allá, junto a los trajes de baño. Me miró, y cuando vio que no tenía la bombacha a la vista me guiñó un ojo y fui yo la que lo tomé de la mano. Esta vez me sostuvo más fuerte, a mí me pareció bien y caminamos hacia la salida. Confiaba en que él sabía lo que hacía. En que un hombre ojeado y con la peor suerte del mundo sabía cómo hacer esas cosas. Cruzamos la línea de cajas por la entrada principal. Uno de los guardias de seguridad nos miró acomodándose el cinto. Para él mi hombre sin nombre sería papá, y me sentí orgullosa. Pasamos los sensores de la salida, hacia el shopping, y seguimos avanzando en silencio, todo el pasillo, hasta la avenida. Entonces vi a Abi, sola, en medio del estacionamiento. Y vi a mamá más cerca, de este lado de la avenida, mirando hacia todos lados. Papá también venía hacia acá desde el estacionamiento. Seguía a paso rápido al policía que antes miraba su coche y en cambio ahora señalaba hacia nosotros. Pasó todo muy rápido. Cuando papá nos vio gritó mi nombre y unos segundos después el policía y dos más que no sé de dónde salieron ya estaban sobre nosotros. El me soltó pero dejé unos segundos mi mano suspendida hacia él. Lo rodearon y lo empujaron de mala manera. Le preguntaron qué estaba haciendo, le preguntaron su nombre, pero él no respondió. Mamá me abrazó y me revisó de arriba a abajo. Tenía mi bombacha blanca enganchada en la mano derecha. Entonces, quizá tanteándome, se dio cuenta de que llevaba otra bombacha. Me levantó el Jumper en un solo movimiento: fue algo tan brusco y grosero, delante de todos, que yo tuve que dar unos pasos hacia atrás para no caerme. El me miró, yo lo miré. Cuando mamá vio la bombacha negra gritó “hijo de puta, hijo de puta”, y papá se tiró sobre él y trató de golpearlo. Mientras los guardias los separaban yo busqué el papel en mi Jumper, me lo puse en la boca y, mientras me lo tragaba, repetí en silencio su nombre, varias veces, para no olvidármelo nunca.

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BIOGRAFÍA

Antón Chéjov

(Nació en Taganrog en 1860 y murió en Badenweiler en 1904) Hijo de un comerciante que había nacido siervo, Chéjov vio la luz el 29 de enero de 1860 en Taganrog (Ucrania) y estudió Medicina en la Universidad Estatal de Moscú. Cuando aún no había terminado sus estudios universitarios, ya comenzaba a publicar relatos y algunas descripciones humorísticas en revistas. Su fama rápida como escritor y su delicada salud (padeció de tuberculosis, enfermedad incurable en esos tiempos, que finalmente lo llevó a la tumba a los 44 años) hicieron que ejerciera muy poco su profesión de médico. La primera colección de sus escritos humorísticos, “Relatos de Motley”, apareció en 1886. Desde niño había sentido inclinación por el teatro, pero se dedicó a escribir para este género recién a los 30 años. Entre sus dramas se destacan “Ivanov”, “El Oso” y “La Petición de Mano”. Algunos de sus cuentos son “Tristeza”, “Al Anochecer”, “El Cazador”, “Relatos”, “Cuentos de Melpómene”. En 1890 visitó la colonia penitenciaria de la isla de Sajalín, en la costa de Siberia, para escapar de las inquietudes de la vida intelectual urbana, y posteriormente escribió La isla de Sajalín (18911893). Varios fueron sus dramas en un acto y sus obras más significativas se representaron en el Teatro de Arte de Moscú, dirigidas por su amigo Konstantín Stanislavski, “El tío Vania”, “Las Tres Hermanas”, “La gaviota” y” El Jardín de los Cerezos”. En 1901 se casó con la actriz Olga Knipper, que había actuado en muchas de sus obras. Durante su vida inició campañas contra el hambre y el abandono social. Creó escuelas y centros agrícolas en los que se acogieron niños de escasos recursos a los cuales quiso inculcar ideales de formación y proporcionarles alimentación y vivienda. Antón Pavlovich Chéjov murió de tuberculosis en el balneario alemán de Badweiler la madrugada del 15 de julio de 1904. La crítica moderna considera a Chéjov uno de los maestros del cuento. En gran medida, a él se debe el relato moderno en el que el efecto depende más del estado de ánimo y del simbolismo que del argumento. Sus narraciones, más que tener un clímax y una resolución, son una disposición temática de impresiones e ideas. Ha influido a varias generaciones de escritores de distintas latitudes, son tributarios confesos de su arte Raymond Carver y Alice Munro.

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“Alegría”, Antón Chéjov Eran las doce de la noche. Totalmente excitado y despeinado entró volando Mitia Kuldarov en el piso habitado por sus padres, corriendo rápidamente de uno a otro aposento. Los padres se disponían a dormir; la hermana, ya en la cama, terminaba la última página de una novela, y los hermanos colegiales dormían. —¿Dé dónde vienes? —se asombraron los padres—. ¿Qué te pasa? ¡Ah!… ¡No me pregunten!… ¡Esto no lo esperaba de ningún modo!… ¡No! … ¡De ningún modo lo esperaba!… ¡Si es hasta inverosímil!… Y Mitia, echándose a reír y sin fuerzas de tenerse en pie de pura felicidad, se sentó en una butaca. ¡Es inverosímil!… ¡No pueden ustedes ni imaginárselo!… ¡Miren! La hermana saltó de la cama y, echándose encima la manta, se acercó al hermano. Los colegiales se despertaron. —Pero ¿qué te pasa?… ¿Por qué pones esa cara? —¡Es la alegría, mamaíta!… ¡Ahora toda Rusia me conoce!… ¡Toda!… Antes sólo ustedes sabían que existía en el mundo el escribiente colegiado Dmitri Kuldarov; pero ahora ¡lo sabe ya toda Rusia!… ¡Mamaíta!… ¡Oh Dios mío!… Levantándose de un salto, Mitia se puso a recorrer las habitaciones; luego se volvió a sentar. —Pero ¿qué ha ocurrido?… ¡Habla sensatamente! ¡Ustedes aquí viven como las fieras! … ¡No leen los periódicos! ¡No prestan la menor atención a la cuestión pública! … Y, sin embargo, ¡hay tanto notable en los periódicos!… ¡Todo cuanto ocurre se sabe enseguida!… ¡Nada queda oculto! ¡Oh, qué feliz soy!… ¡Oh Dios mío!… ¡Pensar que sólo de las celebridades se escribe en los periódicos y que, sin embargo, éstos han hablado de mí!… —¿Qué dices? ¿Dónde? Papaíto se puso pálido, mamaíta alzó los ojos hasta la imagen y se santiguó, los colegiales se levantaron de un salto y, tal como estaban, vestidos solamente con un camisón cortito, se acercaron a su hermano mayor. —¡Sí, señores!… ¡Los periódicos han hablado de mí!… ¡Rusia entera me conoce ahora!… ¡Usted, mamaíta, guarde este número como recuerdo…! ¡Lo leeremos de cuando en cuando!… ¡Miren! Y Mitia, sacando de su bolsillo un número de periódico y señalando con el dedo un pasaje acotado con lápiz azul, se lo tendió a su padre. —¡Lea! El padre se caló los lentes. —¡Vamos, lea! Mamaíta alzó los ojos a la imagen y se santiguó. Papaíto se aclaró la voz y empezó a leer. —«El veintinueve de diciembre, a las once de la noche, Dimitri Kuldarov, escribiente colegiado…». —¡Lo ven! ¡Lo ven!… ¡Siga! —«… escribiente colegiado…, saliendo de la cervecería sita en la calle Malaia Brosnaia, en la casa Kosijin, y encontrándose en estado de embriaguez…». —¡Éramos Simion Petrovich y yo!… ¡Todo se describe!… ¡Hasta los más ligeros detalles!… ¡Continúe! ¡Siga! ¡Escuchen!… —«… encontrándose en estado de embriaguez: resbaló, yendo a caer bajo el caballo del isvoschik Iván Durotov, vecino de la aldea Durikina, allí detenido. El caballo, encabritado, después de pasar sobre Kuldarov, arrastrándole por encima del trineo en que se encontraba el comerciante de Moscú, de segundo grado, Stepan Lukov, voló calle abajo, teniendo que ser sujetado por los porteros. Kuldarov, hallándose en el primer momento sin sentido, fue llevado a la Comisaría del distrito, siendo allí reconocido por el médico… El golpe… recibido en la nuca…». —¡Me dio la lanza del trineo, papaíto!… ¡Siga! ¡Siga leyendo! —«… recibido en la nuca se considera de pronóstico leve. Ha sido levantada acta del suceso. 50

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La víctima recibió asistencia facultativa…». —¡Me mandaron poner agua fría en la nuca!… ¿Estás leyendo?… ¿Eh?… ¡Así es como fue!… ¡Y ahora por toda Rusia ha corrido la noticia!… ¡Dadme el periódico! Mitia cogió el periódico, lo dobló y se lo metió en el bolsillo. —¡Coito a enseñárselo a los Makarov!… ¡Me falta todavía enseñárselo a los Ivanitzki, a Natalia Ivanovna, a Ansim Vasilich!… ¡Me voy a escape! ¡Adiós! Y Mitia, calándose el gorro de la escarapela, triunfante y alegre, sale corriendo a la calle.

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BIOGRAFÍA

João Guimarães Rosa

(Nació en 1908 en Minas Gerais y murió en Río de Janeiro en 1968) Cuentista, novelista y diplomático brasileño. Una de las figuras más importantes de la literatura de su país por obras como Gran Sertón: Veredas (1956). Estudió medicina en Belo Horizonte y trabajó en ciudades del interior de Minas Gerais, donde tomó contacto con el pueblo y la naturaleza de la región tan presentes en su obra literaria. Participó como voluntario en la revolución de 1932. Se desempeñó como diplomático en distintos países y ayudó a muchos judíos a escapar de la persecución del régimen de Hitler, por lo que en 1942 fue hecho prisionero de las autoridades alemanas durante algunos meses. Desde su primera publicación, el volumen de cuentos Sagarana (1946), comienza a perfilarse su estilo, que se propone transformar y renovar el uso de la lengua portuguesa mediante un gran número de profundas innovaciones lingüísticas. Así, crea palabras nuevas, emplea términos prácticamente en desuso y vocablos de lenguas extranjeras, recurre al uso de onomatopeyas y aliteraciones y establece relaciones sintácticas inéditas. El material de origen regional es usado para una interpretación mítica y psicológica de la realidad; en la obra de Guimarães Rosa el personaje no es simplemente un hombre de la región de Minas Gerais, es el propio ser humano que se enfrenta a sus problemas existenciales: Dios, el diablo, el destino, la lucha entre el bien y el mal, la muerte, el amor.

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“La tercera orilla”, João Guimarães Rosa Nuestro padre era hombre cumplidor, de orden, positivo; y así había sido desde muy joven y aún de niño, según me testimoniaron diversas personas sensatas, cuando les pedí información. De lo que yo mismo me acuerdo, él no parecía más raro ni más triste que otros conocidos nuestros. Sólo tranquilo. Nuestra madre era quien gobernaba y peleaba a diario con nosotros -mi hermana, mi hermano y yo. Pero sucedió que, cierto día, nuestro padre mandó hacerse una canoa. Iba en serio. Encargó una canoa especial, de madera de viñátigo, pequeña, sólo con la tablilla de popa, como para caber justo el remero. Pero tuvo que fabricarse toda con una madera escogida, fuerte y arqueada en seco, apropiada para que durara en el agua unos veinte o treinta años. Nuestra madre maldijo la idea. ¿Sería posible que él, que no andaba en esas artes, se fuera a dedicar ahora a pescatas y cacerías? Nuestro padre no decía nada. Nuestra casa, por entonces, aún estaba más cerca del río, ni a un cuarto de legua: el río por allí se extendía grande, profundo, navegable como siempre. Ancho, que no podía divisarse la otra ribera. Y no puedo olvidarme del día en que la canoa estuvo lista. Sin pena ni alegría, nuestro padre se caló el sombrero y nos dirigió un adiós a todos. No dijo otras palabras, no tomó fardel ni ropa, no hizo ninguna recomendación. Nuestra madre, nosotros pensamos que iba a bramar, pero permaneció blanca de tan pálida, se mordió los labios y gritó: “Se vaya usted o usted se quede, no vuelva usted nunca”. Nuestro padre no respondió. Me miró tranquilo, invitándome a seguirle unos pasos. Temí la ira de nuestra madre, pero obedecí en seguida de buena gana. El rumbo de aquello me animaba, tuve una idea y pregunté: “Padre, ¿me lleva con usted en su canoa?”. Él sólo se volvió a mirarme, y me dio su bendición, con gesto de mandarme a regresar. Hice como que me iba, pero aún volví, a la gruta del matorral, para enterarme. Nuestro padre entró en la canoa y desamarró, para remar. Y la canoa comenzó a irse -su sombra igual como un yacaré, completamente alargada. Nuestro padre no volvió. No se había ido a ninguna parte. Sólo realizaba la idea de permanecer en aquellos espacios del río, de medio en medio, siempre dentro de la canoa, para no salir de ella, nunca más. Lo extraño de esa verdad nos espantó del todo a todos. Lo que no existía ocurría. Parientes, vecinos y conocidos nuestros se reunieron en consejo. Nuestra madre, avergonzada, se comportó con mucha cordura; por eso, todos habían pensado de nuestro padre lo que no querían decir: locura. Sólo algunos creían, no obstante, que podría ser también el cumplimiento de una promesa; o que nuestro padre, quién sabe, por vergüenza de padecer alguna fea dolencia, como es la lepra, se retiraba a otro modo de vida, cerca y lejos de su familia. Las voces de las noticias que daban ciertas personas -caminantes, habitantes de las riberas, hasta de lo más apartado de la otra orilla- decían que nuestro padre nunca se disponía a tomar tierra, ni aquí ni allá, ni de día ni de noche, de modo que navegaba por el río, libre y solitario. Entonces, pues, nuestra madre

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y nuestros parientes habían establecido que el alimento que tuviera, oculto en la canoa, se acabaría; y él, o desembarcaba y se marchaba, para siempre, lo que se consideraba más probable, o se arrepentía, por fin, y volvía a casa. Se engañaban. Yo mismo trataba de llevarle, cada día, un poco de comida robada: la idea la tuve, después de la primera noche, cuando nuestra gente encendió hogueras en la ribera del río, en tanto que, a la luz de ellas, se rezaba y se le llamaba. Después, al día siguiente, aparecí, con dulce de caña, pan de maíz, penca de bananas. Espié a nuestro padre, durante una hora, difícil de soportar: solo así, él a lo lejos, sentado en el fondo de la canoa, detenida en la tabla del río. Me vio, no remó para acá, no hizo ninguna señal. Le mostré la comida, la dejé en el hueco de piedra del barranco, a salvo de alimaña y al resguardo de lluvia y rocío. Eso, que hice y rehice, siempre, durante mucho tiempo. Sorpresa que tuve más tarde: que nuestra madre sabía de ese mi afán, sólo que simulando no saberlo; ella misma dejaba, a la mano, sobras de comida, a mi alcance. Nuestra madre no era muy expresiva. Mandó venir a nuestro tío, hermano de ella, para ayudar en la hacienda y en los negocios. Mandó venir al maestro, para nosotros, los niños. Le pidió al cura que un día se revistiera, en la playa de la orilla, para conjurar y gritarle a nuestro padre el deber de desistir de la loca idea. En otra ocasión, por decisión de ella, vinieron dos soldados. Todo lo cual no sirvió de nada. Nuestro padre pasaba de largo, a la vista o escondido, cruzando en la canoa, sin dejar que nadie se acercara a agarrarlo o a hablarle. Incluso cuando fueron, no hace mucho, dos periodistas, que habían traído la lancha y trataban de sacarle una foto, no habían podido: nuestro padre desaparecía hacia la otra banda, guiaba la canoa al brezal, de muchas leguas, el que hay, por entre juncos y matorrales, y sólo él lo conocía, palmo a palmo, en la oscuridad, por entonces. Tuvimos que acostumbrarnos a aquello. Apenas, porque a aquello, en sí, nunca nos acostumbramos, de verdad. Lo digo por mí que, cuando quería y cuando no, sólo en nuestro padre pensaba: era el asunto que andaba tras de mis pensamientos. Lo difícil era, que no se entendía de ninguna manera, cómo él aguantaba. De día y de noche, con sol o aguaceros, calor, escarcha, y en los terribles fríos del invierno, sin abrigo, sólo con el sombrero viejo en la cabeza, durante todas las semanas, y meses y años -sin darse cuenta de que se le iba la vida. No atracaba en ninguna de las dos riberas, ni en las islas y bajíos del río; no pisó nunca más ni tierra ni hierba. Aunque, al menos, para dormir un poco, él amarrara la canoa en algún islote, en lo escondido. Pero no armaba una hoguerita en la playa, ni disponía de su luz ya encendida, ni nunca más rascó una cerilla. Lo que comía era un apenas; incluso de lo que dejábamos entre las raíces de la ceiba o en el hueco de la piedra del barranco, él recogía poco, nunca lo bastante. ¿No enfermaba? Y la constante fuerza de los brazos, para mantener la canoa, resistiendo, incluso en el empuje de las crecidas, al subir el río, ahí, cuando al impulso de la enorme corriente del río, todo forma remolinos peligrosos, aquellos cuerpos de bichos muertos y troncos de árbol descendiendo -de espanto el encontronazo. Y nunca más habló ni una palabra, con nadie. Tampoco nosotros hablábamos de él. Sólo se pensaba en él. No, de nuestro padre no podíamos olvidarnos; y si, en algunos momentos, hacíamos como que olvidábamos, era sólo para despertar de nuevo, de repente, con su recuerdo, al paso de otros sobresaltos. 54

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Mi hermana se casó; nuestra madre no quiso fiesta. Pensábamos en él cuando comíamos una comida más sabrosa; así como, en el abrigo de la noche, en el desamparo de esas noches de mucha lluvia, fría, fuerte, nuestro padre con sólo la mano y una calabaza para ir achicando la canoa del agua del temporal. A veces, algún conocido nuestro notaba que yo me iba pareciendo a nuestro padre. Pero yo sabía que él ahora se había vuelto greñudo, barbudo, con las uñas crecidas, débil y flaco, renegrido por el sol y la pelambre, con el aspecto de una alimaña, casi desnudo, apenas disponiendo de las ropas que, de vez en cuando, le dejábamos. Ni quería saber de nosotros, ¿no nos tenía cariño? Pero, por el cariño mismo, por respeto, siempre que, a veces, me elogiaban por alguna cosa bien hecha, yo decía: “Fue mi padre el que un día me enseñó a hacerlo así…”; lo que no era cierto, exacto, sino una mentira piadosa. Porque, si él no se acordaba más, ni quería saber de nosotros, ¿por qué, entonces, no subía o descendía por el río, hacia otros lugares, lejos, en lo no encontrable? Sólo él sabría. Pero mi hermana tuvo un niño, ella se empeñó en que quería mostrarle el nieto. Fuimos, todos, al barranco; fue un día bonito, mi hermana con un vestido blanco, que había sido el de la boda, levantaba en los brazos a la criaturita, su marido sostenía, para proteger a los dos, la sombrilla. Le llamamos, esperamos. Nuestro padre no apareció. Mi hermana lloró, todos nosotros lloramos allí, abrazados. Mi hermana se mudó, con su marido, lejos de aquí. Mi hermano se decidió y se fue, a una ciudad. Los tiempos cambiaban, en el rápido devenir de los tiempos. Nuestra madre acabó yéndose también, para siempre, a vivir con mi hermana; ya había envejecido. Yo me quedé aquí, el único. Yo nunca pude querer casarme. Yo permanecí, con las cargas de la vida. Nuestro padre necesitaba de mí, lo sé -en la navegación, en el río, en el yermo-, sin dar razón de sus hechos. O sea que, cuando quise saber e indagué en firme, me dijeron que habían dicho que constaba que nuestro padre, alguna vez, había revelado la explicación al hombre que le había preparado la canoa. Pero, ahora, ese hombre ya había muerto; nadie sabría, aunque hiciera memoria, nada más. Sólo en las charlas vanas, sin sentido, ocasionales, al comienzo, en la venida de las primeras crecidas del río, con lluvias que no escampaban, todos habían temido el fin del mundo, decían que nuestro padre había sido elegido, como Noé, que, por tanto, la canoa él la había anticipado; pues ahora medio lo recuerdo. Mi padre, yo no podía maldecirlo. Y ya me apuntaban las primeras canas. Soy hombre de tristes palabras. ¿De qué era de lo que yo tenía tanta, tanta culpa? Si mi padre siempre estaba ausente; y el río-río-río, el río – perpetuo pesar. Yo sufría ya el comienzo de la vejez -esta vida era sólo su demora. Ya tenía achaques, ansias, por aquí dentro, cansancios, molestias del reumatismo. ¿Y él? ¿Por qué? Debía padecer demasiado. De tan viejo, no habría, día más día menos, de flaquear su vigor, dejar que la canoa volcara o que vagara a la deriva, en la crecida del río, para despeñarse horas después, con estruendo en la caída de la cascada, brava, con hervor y muerte. Me apretaba el corazón. Él estaba allá, sin mi tranquilidad. Soy el culpable de lo que ni sé, de un abierto dolor, dentro de mí. Lo sabría -si las cosas fueran otras. Y fui madurando una idea. Sin mirar atrás. ¿Estoy loco? No. En nuestra casa, la palabra loco no se decía, nunca más se dijo, en todos aquellos años, no se condenaba a nadie por loco. Nadie CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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está loco. O, entonces, todos. Lo único que hice fue ir allá. Con un pañuelo, para hacerle señas. Yo estaba totalmente en mis cabales. Esperé. Por fin, apareció, ahí y allá, el rostro. Estaba allí, sentado en la popa. Estaba allí, a un grito. Le llamé, unas cuantas veces. Y hablé, lo que me urgía, lo que había jurado y declarado, tuve que levantar la voz: “Padre, usted es viejo, ya cumplió lo suyo… Ahora, vuelva, no ha de hacer más… Usted regrese, y yo, ahora mismo, cuando ambos lo acordemos, yo tomo su lugar, el de usted, en la canoa…”. Y, al decir esto, mi corazón latió al compás de lo más cierto. Él me oyó. Se puso en pie. Movió el remo en el agua, puso proa para acá, asintiendo. Y yo temblé, con fuerza, de repente: porque, antes, él había levantado el brazo y hecho un gesto de saludo -¡el primero, después de tantos años transcurridos! Y yo no podía… De miedo, erizados los cabellos, corrí, huí, me alejé de allí, de un modo desatinado. Porque me pareció que él venía del Más Allá. Y estoy pidiendo, pidiendo, pidiendo perdón. Sufrí el hondo frío del miedo, enfermé. Sé que nadie supo más de él. ¿Soy un hombre, después de esa traición? Soy el que no fue, el que va a quedarse callado. Sé que ahora es tarde y temo perder la vida en los caminos del mundo. Pero, entonces, por lo menos, que, en el momento de la muerte, me agarren y me depositen también en una canoíta de nada, en esa agua que no para, de anchas orillas; y yo, río abajo, río afuera, río adentro -el río.

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BIOGRAFÍA

Juan José Millás

(Nació en Valencia en 1946) Su obra narrativa ha sido traducida a veintitrés idiomas. A los seis años se trasladó con su familia a Madrid, fue un mal estudiante y cursó sus estudios en escuela nocturna mientras trabajaba en una caja de ahorro. Estudió la carrera de letras hasta el tercer año y la abandonó. Entró a trabajar como administrativo en la firma Iberia hasta poder armar su profesión como escritor y articulista de distintos periódicos. Comenzó a escribir novelas en la década del 70 pero recién hizo pie en el año 1983 con un trabajo por encargo para una editorial de literatura juvenil “Papel mojado”. Dos características son invariables en la obra narrativa de Millás: su imaginación inagotable y su compromiso con los desfavorecidos. En sus cuentos y novelas cualquier hecho cotidiano se puede convertir en un suceso fantástico. Millás ha creado el género” anticuento” en el que una historia cotidiana se transforma por obra de la fantasía en un punto de vista para mirar la realidad de forma crítica.

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“El olor de la gasolina”, Juan José Millás De pequeño había oído hablar muchas veces de la Sierra de Madrid. Algunos de mis compañeros la conocían, y la gente con dinero presumía de tener una casa en Cercedilla. Yo guardaba frente a estos comentarios la perplejidad muda de los niños cuando no entienden una cosa. Una sierra era una herramienta de trabajo. En casa había dos, una para la madera y otra para el hierro. Aprendí a serrar pronto, pues en aquella época hacíamos mucho bricolaje, aunque entonces no se llamaba así. No se llamaba de ningún modo. Si había que arreglar una puerta, cogías la sierra, cortabas por lo sano y punto. Un día mi padre se compró una Vespa. Yo no tardé en descubrirle el tapón del depósito de la gasolina, que se encontraba debajo del asiento. Se parecía a los tapones de las botellas de gaseosa, sólo que al abrirlo salía un olor que a mí me volvía loco. Entonces no sabía que tenía propiedades estupefacientes. Todavía no estoy seguro. En cualquier caso, conmigo operaba de ese modo. En el verano, después de comer, cuando mis padres se echaban la siesta, yo salía al patio donde estaba aparcada la Vespa y asomaba las narices al depósito. Podía estar horas absorbiendo aquellos efluvios que ponían mi imaginación a cien. No era raro que bajo sus efectos imaginara que teníamos una casa en la Sierra en lugar de dos sierras en casa. Por alguna razón que ahora no recuerdo, un día nos quedamos solos mi padre y yo. Debía de ser julio o agosto. Yo acababa de darme una dosis de gasolina y estaba en el sofá, con los ojos cerrados, presa de una ensoñación. Entonces apareció mi padre y dijo: -Nos vamos a la Sierra. -¿Qué? -Que nos vamos a la sierra tú y yo ahora mismo, a pasar la tarde. Dicho y hecho. Nos montamos en la moto y después de una hora o así el paisaje dio un brusco cambio y se convirtió en un decorado. Mi padre me paseó por aquel escenario gigantesco, donde había una roca terrible y lejana, llamada La mujer muerta, y me invitó a una Coca-Cola, que en España acababa de ser comercializada. Luego, cuando empezó a atardecer, iniciamos el regreso. En esto, mi padre detuvo la moto en la cuneta y me pidió que me fijara en la luz. -Fíjate en esta luz. Ahora mismo no es de día ni de noche. Éste es el momento de mayor incertidumbre del día. Puede pasar cualquier cosa. Nos quedamos quietos, en silencio, conteniendo la respiración, pero no ocurrió nada. El sol cayó unos metros más y el atardecer se convirtió en noche pura y dura. -Ya ha pasado el peligro -dijo mi padre-. Vamos. 58

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Dio una patada al pedal de arranque, rugió el motor de la Vespa y cuando ya estábamos a punto de montarnos añadió: -Dentro de muchos años, cuando tú seas una persona mayor y yo ya no esté entre vosotros, tendrás tu propio coche y pasarás por este paisaje más de una vez. Es posible que en alguna ocasión pases a esta misma hora y recuerdes este día en el que tú y yo vinimos juntos a la Sierra. Si es así, detén el automóvil un instante y permanece atento a lo que sucede en el aire: si ves pasar un pájaro negro, ese pájaro negro seré yo. Me quedé impresionado con el suceso, que en mi memoria quedó asociado a las fantasías provocadas por el olor de la gasolina. Mi padre había dicho: ‘Este es el momento de mayor incertidumbre del día’. No sé si fue la primera vez que oí esta palabra, incertidumbre, pero fue la primera vez que me estremeció. Su sabor es idéntico al de esa hora en la que la tarde no es carne ni pescado y puede sucederte cualquier cosa. Su compañera, certidumbre, no es mucho más tranquilizadora. Olvidé la historia. Pero hace poco regresaba del norte de España en coche y pasé por la Sierra justo en el momento en el que la tarde parecía dudar entre resistir o entregarse a las fuerzas de la noche. Podía, en efecto, suceder cualquier cosa. Detuve el automóvil en el arcén y salí a la carretera con los pelos de punta. Había un silencio que debía de ser el silencio que precedió a los segundos anteriores a la Creación. Entonces, algo se movió a mi izquierda y de repente un pájaro negro atravesó la carretera y se perdió en la oscuridad, que parecía avanzar desde el horizonte. Entré en el coche y lloré como no había llorado cuando murió mi padre. Esta historia es falsa del principio al fin, pero habría sido hermoso que sucediera.

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BIOGRAFÍA

Horacio Quiroga

(Nació en Salto, Uruguay en 1878 y murió en Buenos aires en 1937) Narrador uruguayo radicado en Argentina, considerado uno de los mayores cuentistas latinoamericanos de todos los tiempos, cuya obra se sitúa entre la declinación del modernismo y la emergencia de las vanguardias. Su tema central es la naturaleza en oposición al hombre en tanto agente civilizador. El hombre cree decidir y disponer pero la naturaleza le cobra esa osadía de buscar modificarla. Su vida fue marcada por la tragedia: su padre murió en un accidente de caza, y su padrastro y posteriormente su primera esposa se suicidaron; además, Quiroga mató accidentalmente de un disparo a su amigo Federico Ferrando. Estudió en Montevideo y pronto comenzó a interesarse por la literatura. Inspirado en su primera novia escribió Una estación de amor (1898), fundó en su ciudad natal la Revista de Salto (1899). Marchó a Europa y resumió sus recuerdos de esta experiencia en “Diario de viaje a París” (1900), a su regreso fundó el “Consistorio del Gay Saber”, que pese a su corta existencia presidió la vida literaria de Montevideo y las polémicas con el grupo de Julio Herrera y Reissig. Ya instalado en Buenos Aires publicó” Los arrecifes de coral”, poemas, cuentos y prosa lírica (1901). En 1903, acompañó a Leopoldo Lugones como fotógrafo a la provincia de Misiones con la posterior publicación conjunta de “Las misiones jesuíticas”, seguido de los relatos de “El crimen del otro” (1904), la novela breve “Los perseguidos” (1905), y la más extensa” Historia de un amor turbio “(1908). En 1909 se radicó precisamente en la provincia de Misiones, donde se desempeñó como juez de paz en San Ignacio, localidad famosa por sus ruinas de las reducciones jesuíticas, a la par que cultivaba yerba mate y naranjas y construía con sus manos la cabaña que más tarde habitaría junto a su malograda esposa. Nuevamente en Buenos Aires, trabajó en el consulado de Uruguay y dio a la prensa Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917), los relatos para niños “Cuentos de la selva” (1918),” El salvaje” (1920), la obra teatral “Las sacrificadas” (1920), “Anaconda” (1921), “El desierto” (1924), “La gallina degollada y otros cuentos” (1925) y quizá su mejor libro de relatos, “Los desterrados” (1926). Colaboró en diferentes medios: Caras y Caretas, Fray Mocho, La Novela Semanal y La Nación, entre otros. En 1927 contrajo segundas nupcias con una joven amiga de su hija Eglé, con quien tuvo una niña. Dos años después publicó la novela “Pasado amor”, sin mucho éxito. Sintiendo el rechazo de las nuevas generaciones literarias, regresó a Misiones para dedicarse a la floricultura. En 1935 publicó su último libro de cuentos, “Más allá”. Hospitalizado en Buenos Aires, se le descubrió un cáncer gástrico, enfermedad que parece haber sido la causa que lo impulsó al suicidio, ya que puso fin a sus días ingiriendo cianuro.

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“Los Mensu”, Horacio Quiroga Cayetano Maidana y Esteban Podeley, peones de obraje, volvían a Posadas en el _Silex_, con quince compañeros. Podeley, labrador de madera, tornaba a los nueve meses, la contrata concluída, y con pasaje gratis, por lo tanto. Cayé-mensualero--llegaba en iguales condiciones, mas al año y medio, tiempo necesario para chancelar su cuenta. Flacos, despeinados, en calzoncillos, la camisa abierta en largos tajos, descalzos como la mayoría, sucios como todos ellos, los dos mensú devoraban con los ojos la capital del bosque, Jerusalem y Gólgota de sus vidas. ¡Nueve meses allá arriba! ¡Año y medio! Pero volvían por fin, y el hachazo aún doliente de la vida del obraje, era apenas un roce de astilla ante el rotundo goce que olfateaban allí. De cien peones, sólo dos llegan a Posadas con haber. Para esa gloria de una semana a que los arrastra el río aguas abajo, cuentan con el anticipo de una nueva contrata. Como intermediario y coadyuvante, espera en la playa un grupo de muchachas alegres de carácter y de profesión, ante las cuales los mensú sedientos lanzan su ¡ahijú! de urgente locura. Cayé y Podeley bajaron tambaleantes de orgía pregustada, y rodeados de tres o cuatro amigas, se hallaron en un momento ante la cantidad suficiente de caña para colmar el hambre de eso de un mensú. Un instante después estaban borrachos, y con nueva contrata sellada. ¿En qué trabajo? ¿En dónde? Lo ignoraban, ni les importaba tampoco. Sabían, sí, que tenían cuarenta pesos en el bolsillo, y facultad para llegar a mucho más en gastos. Babeantes de descanso y dicha alcohólica, dóciles y torpes, siguieron ambos a las muchachas a vestirse. Las avisadas doncellas condujéronlos a una tienda con la que tenían relaciones especiales de un tanto por ciento, o tal vez al almacén de la casa contratista. Pero en una u otro las muchachas renovaron el lujo detonante de sus trapos, anidáronse la cabeza de peinetones, ahorcáronse de cintas--robado todo con perfecta sangre fría al hidalgo alcohol de su compañero, pues lo único que el mensú realmente posee, es un desprendimiento brutal de su dinero. Por su parte Cayé adquirió muchos más extractos y lociones y aceites de los necesarios para sahumar hasta la náusea su ropa nueva, mientras Podeley, más juicioso, insistía en un traje de paño. Posiblemente pagaron muy cara una cuenta entreoída y abonada con un montón de papeles tirados al mostrador. Pero de todos modos una hora después lanzaban a un coche descubierto sus flamantes personas, calzados de botas, poncho al hombro--y revólver 44 en el cinto, desde luego-repleta la ropa de cigarrillos que deshacían torpemente entre los dientes, dejando caer de cada bolsillo la punta de un pañuelo. Acompañábanlos dos muchachas, orgullosas de esa opulencia, cuya magnitud se acusaba en la expresión un tanto hastiada de los mensú, arrastrando consigo mañana y tarde por las calles caldeadas, una infección de tabaco negro y extracto de obraje. La noche llegaba por fin, y con ella la bailanta, donde las mismas damiselas avisadas inducían a beber a los mensú, cuya realeza en dinero de anticipo les hacía lanzar 10 pesos por una botella de cerveza, para recibir en cambio 1.40, que guardaban sin ojear siquiera. Así en constantes derroches de nuevos adelantos--necesidad irresistible de compensar con siete días de gran señor las miserias del obraje--el _Silex_ volvió

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a remontar el río. Cayé llevó compañera, y ambos, borrachos como los demás peones, se instalaron en el puente, donde ya diez mulas se hacinaban en íntimo contacto con baúles, atados, perros, mujeres y hombres. Al día siguiente, ya despejada las cabezas, Podeley y Cayé examinaron sus libretas: era la primera vez que lo hacían desde la contrata. Cayé había recibido 120 en efectivo, y 35 en gasto, y Podeley 130 y 75, respectivamente. Ambos se miraron con expresión que pudiera haber sido de espanto, si un mensú no estuviera perfectamente curado de ese malestar. No recordaban haber gastado ni la quinta parte. --¡Añá...!--murmuró Cayé--No voy a cumplir nunca... Y desde ese momento tuvo sencillamente--como justo castigo de su despilfarro-la idea de escaparse de allá. La legitimidad de su vida en Posadas era, sin embargo, tan evidente para él, que sintió celos del mayor adelanto acordado a Podeley. --Vos tenés suerte... dijo.--Grande, tu anticipo... --Vos traés compañera--objetó Podeley--eso te cuesta para tu bolsillo... Cayé miró a su mujer, y aunque la belleza y otras cualidades de orden más moral pesan muy poco en la elección de un mensú, quedó satisfecho. La muchacha deslumbraba, efectivamente, con su traje de raso, falda verde y blusa amarilla; luciendo en el cuello sucio un triple collar de perlas; zapatos Luis XV, las mejillas brutalmente pintadas, y un desdeñoso cigarro de hoja bajo los párpados entornados. Cayé consideró a la muchacha y su revólver 44: era realmente lo único que valía de cuanto llevaba con él. Y aún lo último corría el riesgo de naufragar tras el anticipo, por minúscula que fuera su tentación de tallar. A dos metros de él, sobre un baúl de punta, los mensú jugaban concienzudamente al monte cuanto tenían. Cayé observó un rato riéndose, como se ríen siempre los peones cuando están juntos, sea cual fuere el motivo, y se aproximó al baúl, colocando a una carta, y sobre ella, cinco cigarros. Modesto principio, que podía llegar a proporcionarle el dinero suficiente para pagar el adelanto en el obraje, y volverse en el mismo vapor a Posadas a derrochar un nuevo anticipo. Perdió; perdió los demás cigarros, perdió cinco pesos, el poncho, el collar de su mujer, sus propias botas, y su 44. Al día siguiente recuperó las botas, pero nada más, mientras la muchacha compensaba la desnudez de su pescuezo con incesantes cigarros despreciativos. Podeley ganó, tras infinito cambio de dueño, el collar en cuestión, y una caja de jabones de olor que halló modo de jugar contra un machete y media docena de medias, quedando así satisfecho. Habían llegado, por fin. Los peones treparon la interminable cinta roja que escalaba la barranca, desde cuya cima el “Silex” aparecía mezquino y hundido en el lúgubre río. Y con ahijús y terribles invectivas en guaraní, bien que alegres todos, despidieron al vapor, que debía ahogar, en una baldeada de tres horas, la nauseabunda atmósfera de desaseo, patchulí y mulas enfermas, que durante cuatro días remontó con él. Para Podeley, labrador de madera, cuyo diario podía subir a siete pesos, la vida de obraje no era dura. Hecho a ella, domada su aspiración de estricta justicia en el cubicaje de la madera, compensando las rapiñas rutinarias con ciertos privilegios de buen peón, su nueva etapa comenzó al día siguiente, una vez demarcada su zona de bosque. Construyó con hojas de palmera su cobertizo--techo y pared sur-dió nombre de cama a ocho varas horizontales, nada más; y de un horcón colgó 62

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la provista semanal. Recomenzó, automáticamente, sus días de obraje: silenciosos mates al levantarse, de noche aún, que se sucedían sin desprender la mano de la pava; la exploración en descubierta de madera; el desayuno a las ocho, harina, charque y grasa; el hacha luego, a busto descubierto, cuyo sudor arrastraba tábanos, barigüís y mosquitos; después el almuerzo, esta vez porotos y maíz flotando en la inevitable grasa, para concluir de noche, tras nueva lucha con las piezas de 8 por 30, con el yopará del mediodía. Fuera de algún incidente con sus colegas labradores, que invadían su jurisdicción; del hastío de los días de lluvia que lo relegaban en cuclillas frente a la pava, la tarea proseguía hasta el sábado de tarde. Lavaba entonces su ropa, y el domingo iba al almacén a proveerse. Era éste el real momento de solaz de los mensú, olvidándolo todo entre los anatemas de la lengua natal, sobrellevando con fatalismo indígena la suba siempre creciente de la provista, que alcanzaba entonces a cinco pesos por machete, y ochenta centavos por kilo de galleta. El mismo fatalismo que aceptaba esto con un ¡añá! y una riente mirada a los demás compañeros, le dictaba, en elemental desagravio, el deber de huir del obraje en cuanto pudiera. Y si esta ambición no estaba en todos los pechos, todos los peones comprendían esa mordedura de contra-justicia, que iba, en caso de llegar, a clavar los dientes en la entraña misma del patrón. Este, por su parte, llevaba la lucha a su extremo final, vigilando día y noche a su gente, y en especial a los mensualeros. Ocupábanse entonces los mensú en la planchada, tumbando piezas entre inacabable gritería, que subía de punto cuando las mulas, impotentes para contener la alzaprima, que bajaba a todo escape, rodaban unas sobre otras dando tumbos, vigas, animales, carretas, todo bien mezclado. Raramente se lastimaban las mulas; pero la algazara era la misma. Cayé, entre risa y risa, meditaba siempre su fuga. Harto ya de revirados y yoparás, que el pregusto de la huída tornaba más indigestos, deteníase aún por falta de revólver, y ciertamente, ante el winchester del capataz. ¡Pero si tuviera un 44!... La fortuna llególe esta vez en forma bastante desviada. La compañera de Cayé, que desprovista ya de su lujoso atavío lavaba la ropa a los peones, cambió un día de domicilio. Cayé esperó dos noches, y a la tercera fué a casa de su reemplazante, donde propinó una soberbia paliza a la muchacha. Los dos mensú quedaron solos charlando, resultas de lo cual convinieron en vivir juntos, a cuyo efecto el seductor se instaló con la pareja. Esto era económico y bastante juicioso. Pero como el mensú parecía gustar realmente de la dama--cosa rara en el gremio--Cayé ofreciósela en venta por un revólver con balas, que él mismo sacaría del almacén. No obstante esta sencillez, el trato estuvo a punto de romperse, porque a última hora Cayé pidió se agregara un metro de tabaco en cuerda, lo que pareció excesivo al mensú. Concluyóse por fin el mercado, y mientras el fresco matrimonio se instalaba en su rancho, Cayé cargaba concienzudamente su 44, para dirigirse a concluir la tarde lluviosa tomando mate con aquellos. El otoño finalizaba, y el cielo, fijo en sequía con chubascos de cinco minutos, se descomponía por fin en mal tiempo constante, cuya humedad hinchaba el hombro de los mensú. Podeley, libre hasta entonces, sintióse un día con tal desgano al llegar a su viga, que se detuvo, mirando a todas partes qué podía hacer. No tenía ánimo para nada. Volvió a su cobertizo, y en el camino sintió un ligero cosquilleo en la espalda. Sabía muy bien qué eran aquel desgano y aquel hormigueo a flor de CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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estremecimiento. Sentóse filosóficamente a tomar mate, y media hora después un hondo y largo escalofrío recorrióle la espalda bajo la camisa. No había nada que hacer. Se echó en la cama, tiritando de frío, doblado en gatillo bajo el poncho, mientras los dientes, incontenibles, castañeaban a más no poder. Al día siguiente el acceso, no esperado hasta el crepúsculo, tornó a mediodía, y Podeley fué a la comisaría a pedir quinina. Tan claramente se denunciaba el chucho en el aspecto del mensú, que el dependiente bajó los paquetes sin mirar casi al enfermo, quien volcó tranquilamente sobre su lengua la terrible amargura aquella. Al volver al monte, halló al mayordomo. --Vos también--le dijo éste, mirándolo--y van cuatro. Los otros no importa... poca cosa. Vos sos cumplidor... ¿Cómo está tu cuenta? --Falta poco... pero no voy a poder trabajar... --¡Bah! Curate bien y no es nada... Hasta mañana. --Hasta mañana--se alejó Podeley apresurando el paso, porque en los talones acababa de sentir un leve cosquilleo. El tercer ataque comenzó una hora después, quedando Podeley aplomado en una profunda falta de fuerzas, y la mirada fija y opaca, como si no pudiera ir más allá de uno o dos metros. El descanso absoluto a que se entregó por tres días--bálsamoe specífico para el mensú, por lo inesperado--no hizo sino convertirleen un bulto castañeteante y arrebujado sobre un raigón. Podeley, cuya fiebre anterior había tenido honrado y periódico ritmo, no presagió nada bueno para él de esa galopada de accesos casi sin intermitencia. Hay fiebre y fiebre. Si la quinina no había cortado a ras el segundo ataque, era inútil que se quedara allá arriba, a morir hecho un ovillo en cualquier vuelta de picada. Y bajó de nuevo al almacén. --¡Otra vez vos!--lo recibió el mayordomo.--Eso no anda bien... ¿No tomaste quinina? --Tomé... No me hallo con esta fiebre... No puedo trabajar. Si querés darme para mi pasaje, te voy a cumplir en cuanto me sane... El mayordomo contempló aquella ruina, y no estimó en gran cosa la vida que quedaba allí. --¿Cómo está tu cuenta?--preguntó otra vez. --Debo veinte pesos todavía... El sábado entregué... Me hallo muy enfermo... --Sabés bien que mientras tu cuenta no esté pagada, debés quedar.Abajo... podés morirte. Curate aquí, y arreglás tu cuenta en seguida. ¿Curarse de una fiebre perniciosa, allí donde se la adquirió? No, por cierto; pero el mensú que se va puede no volver, y el mayordomo prefería hombre muerto a deudor lejano. Podeley jamás había dejado de cumplir nada, única altanería que se permite ante su patrón un mensú de talla. --¡No me importa que hayas dejado o no de cumplir!--replicó el mayordomo.-¡Pagá tu cuenta primero, y después veremos! Esta injusticia para con él creó lógica y velozmente el deseo de desquite. Fué a instalarse con Cayé, cuyo espíritu conocía bien, y ambos decidieron escaparse el próximo domingo. Pero al día siguiente, viernes, hubo en el obraje inusitado movimiento. --¡Ahí tenés!--gritó el mayordomo, tropezando con Podeley.--Anoche se han escapado tres... ¿Eso es lo que te gusta, no? ¡Esos también eran cumplidores! ¡Como vos! Pero antes vas a reventar aquí, que salir de la planchada! ¡Y mucho cuidado, vos y todos los que están oyendo! ¡Ya saben! 64

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La decisión de huir, y sus peligros, para los que el mensú necesita todas sus fuerzas, es capaz de contener algo más que una fiebre perniciosa. El domingo, por lo demás, había ya llegado; y con falsas maniobras de lavaje de ropa, simulados guitarreos en el rancho de tal o cual, la vigilancia pudo ser burlada, y Podeley y Cayé se encontraron de pronto a mil metros de la comisaría. Mientras no se sintieran perseguidos, no abandonarían la picada; Podeley caminaba mal. Y aún así... La resonancia peculiar del bosque trájoles, lejana, una voz ronca: --¡A la cabeza! ¡A los dos! Y un momento después surgían de un recodo de la picada, el capataz y tres peones corriendo. La cacería comenzaba. Cayé amartilló su revólver sin dejar de avanzar. --¡Entregáte, añá!--gritóles el capataz. --Entremos en el monte--dijo Podeley.--Yo no tengo fuerza para mi machete. --¡Volvé o te tiro!--llegó otra voz. --Cuando estén más cerca...--comenzó Cayé.--Una bala de winchester pasó silbando por la picada. --¡Entrá!--gritó Cayé a su compañero.--Y parapetándose tras un árbol, descargó hacia allá los cinco tiros de su revólver. Una gritería aguda respondióles, mientras otra bala de winchester hacía saltar la corteza del árbol. --¡Entregáte o te voy a dejar la cabeza...! --¡Andá no más!--instó Cayé a Podeley.--Yo voy a... Y tras nueva descarga, entró en el monte. Los perseguidores, detenidos un momento por las explosiones, lanzáronse rabiosos adelante, fusilando, golpe tras golpe de winchester, el derrotero probable de los fugitivos. A 100 metros de la picada, y paralelos a ella, Cayé y Podeley se alejaban, doblados hasta el suelo para evitar las lianas. Los perseguidores lo presumían; pero como dentro del monte, el que ataca tiene cien probabilidades contra una de ser detenido por una bala en mitad de la frente, el capataz se contentaba con salvas de winchester y aullidos desafiantes. Por lo demás, los tiros errados hoy habían hecho lindo blanco la noche del jueves... El peligro había pasado. Los fugitivos se sentaron, rendidos. Podeley se envolvió en el poncho, y recostado en la espalda de su compañero, sufrió con dos terribles horas de chucho, el contragolpe de aquel esfuerzo. Prosiguieron la fuga, siempre a la vista de la picada, y cuando la noche llegó, por fin, acamparon. Cayé había llevado chipas, y Podeley encendió fuego, no obstante los mil inconvenientes en un país donde, fuera de los pavones, hay otros seres que tienen debilidad por la luz, sin contar los hombres. El sol estaba muy alto ya, cuando a la mañana siguiente encontraron al riacho, primera y última esperanza de los escapados. Cayé cortó doce tacuaras sin más prolija elección, y Podeley, cuyas últimas fuerzas fueron dedicadas a cortar los isipós, tuvo apenas tiempo de hacerlo antes de enroscarse a tiritar. Cayé, pues, construyó solo la jangada--diez tacuaras atadas longitudinalmente con lianas, llevando en cada extremo una atravesada. A los diez segundos de concluída se embarcaron. Y la hangadilla, arrastrada a la deriva, entró en el Paraná. Las noches son esa época excesivamente frescas, y los dos mensú, con los pies en el agua, pasaron la noche helados, uno junto al otro. La corriente del Paraná CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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que llegaba cargado de inmensas lluvias, retorcía la jangada en el borbollón de sus remolinos, y aflojaba lentamente los nudos de isipó. En todo el día siguiente comieron dos chipas, último resto de provisión, que Podeley probó apenas. Las tacuaras taladradas por los tambús se hundían, y al caer la tarde, la jangada había descendido a una cuarta del nivel del agua. Sobre el río salvaje, encajonado en los lúgubres murallones de bosque, desierto del más remoto ¡ay!, los dos hombres, sumergidos hasta la rodilla, derivaban girando sobre sí mismos, detenidos un momento inmóviles ante un remolino, siguiendo de nuevo, sosteniéndose apenas sobre las tacuaras casi sueltas que se escapaban de sus pies, en una noche de tinta que no alcanzaban a romper sus ojos desesperados. El agua llegábales ya al pecho cuando tocaron tierra. ¿Dónde? No sabían... un pajonal. Pero en la misma orilla quedaron inmóviles, tendidos de espaldas. Ya deslumbraba el sol cuando despertaron. El pajonal se extendía veinte metros tierra adentro, sirviendo de litoral a río y bosque. A media cuadra al sur, el riacho Paranaí, que decidieron vadear cuando hubieran recuperado las fuerzas. Pero éstas no volvían tan rápidamente como era de desear, dado que los cogollos y gusanos de tacuara son tardos fortificantes. Y durante veinte horas la lluvia transformó al Paraná en aceite blanco, y al Paranaí en furiosa avenida. Todo imposible. Podeley se incorporó de pronto chorreando agua, apoyándose en el revólver para levantarse, y apuntó. Volaba de fiebre. --¡Pasá, añá!... Cayé vió que poco podía esperar de aquel delirio, y se inclinó disimuladamente para alcanzar a su compañero de un palo. Pero el otro insistió: --¡Andá al agua! ¡Vos me trajiste! ¡Bandeá el río! Los dedos lívidos temblaban sobre el gatillo. Cayé obedeció; dejóse llevar por la corriente, y desapareció tras el pajonal, al que pudo abordar con terrible esfuerzo. Desde allí, y de atrás, acechó a su compañero, recogiendo el revólver caído; pero Podeley yacía de nuevo de costado, con las rodillas recogidas hasta el pecho, bajo la lluvia incesante. Al aproximarse Cayé alzó la cabeza, y sin abrir casi los ojos, cegados por el agua, murmuró: --Cayé... caray... Frío muy grande... Llovió aún toda la noche sobre el moribundo, la lluvia blanca y sorda de los diluvios otoñales, hasta que a la madrugada Podeley quedó inmóvil para siempre en su tumba de agua. Y en el mismo pajonal, sitiado siete días por el bosque, el río y la lluvia, el mensú agotó las raíces y gusanos posible; perdió poco a poco sus fuerzas, hasta quedar sentado, muriéndose de frío y hambre, con los ojos fijos en el Paraná. El _Silex_, que pasó por allí al atardecer, recogió al mensú ya casi moribundo. Su felicidad transformóse en terror, al darse cuenta al día siguiente de que el vapor remontaba el río. --¡Por favor te pido!--lloriqueó ante el capitán--¡No me bajen en Puerto X! ¡Me van a matar!... ¡Te lo pido de veras!... El _Silex_ volvió a Posadas, llevando con él al mensú empapado aún en pesadillas nocturnas. Pero a los diez minutos de bajar a tierra, estaba ya borracho, con nueva contrata, y se encaminaba tambaleando a comprar extractos.

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BIOGRAFÍA

Guy de Maupassant

(Nació en Dieppe en 1850 y murió en París en 1893) Novelista francés. A pesar de que provenía de una familia de pequeños aristócratas librepensadores, recibió una educación religiosa; en 1868 provocó su expulsión del seminario, en el que había ingresado a los trece años, y al año siguiente inició en París sus estudios de derecho, interrumpidos por la guerra franco-prusiana y retomados en 1871. A temprana edad sus padres se separaron en términos amistosos, luego de repetidas infidelidades del esposo. El vínculo entre padre e hijo se enfrió tanto que Maupassant siempre se consideró huérfano de padre. En cambio tomó ese lugar el celebrado escritor francés Gustave Flaubert, amigo de su madre, quien más tarde lo conectaría con Emile Zolá, los hermanos Goncourt y el círculo de escritores naturalistas de París. En 1879, su padre logró que ingresara en el ministerio de Instrucción Pública, que pronto abandonó para dedicarse a la literatura. Su primer éxito, fue el célebre cuento Bola de sebo, recogido en el volumen colectivo “Las noches de Medan” (1880). El mismo año publicó su libro de poemas,” Versos”. Afectado durante toda su vida de graves trastornos nerviosos, en 1892, tras un intento de suicidio en Cannes fue ingresado en el manicomio de París, donde murió, después de dieciocho meses de agonía, de una parálisis general. Maupassant es autor de una extensa obra entre cuentos y novelas, en general de corte naturalista como “La casa Tellier” (1881); “Los cuentos de la tonta” (1883); “Al sol”,” Las hermanas Roudoli” y “La señorita Harriet” (1884); “Cuentos del día y de la noche” (1885) y “El Horla” (1887) entre otras.

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“Un ardid”, Guy de Maupassant El médico y la enferma charlaban al lado del fuego que ardía en la chimenea. La enfermedad de Julia no era grave; era una de esas ligeras molestias que aquejan frecuentemente a las mujeres bonitas: un poco de anemia, nervios y algo de esa fatiga que sienten los recién casados al fin de su primer mes de unión, cuando ambos son jóvenes, enamorados y ardientes. Estaba media acostada en su chaise-longue y decía: -No, doctor; yo no comprendo ni comprenderé jamás que una mujer engañe a su marido. ¡Admito que no le quiera, que no tenga en cuenta sus promesas, sus juramentos!… Pero, ¿cómo osar entregarse a otro hombre? ¿Cómo ocultar eso a los ojos del mundo? ¿Cómo es posible amar en la mentira y en la traición? El médico contestó sonriendo: -En cuanto a eso, es bien fácil. Crea usted que no se piensa en nada de eso; que esas reflexiones no le ocurren a la mujer que se propone engañar a su marido. Es más: estoy seguro de que una mujer no está preparada para sentir el verdadero amor sino después de haber pasado por todas las promiscuidades y todas las molestias del matrimonio que, según un ilustre pensador, no es sino un cambio de mal humor durante el día y de malos olores durante la noche. Nada más cierto. Una mujer no puede amar apasionadamente, sino después de haber estado casada. Si se pudiera comparar con una casa, diría que no es habitable hasta que un marido ha secado los muros. En cuanto a disimular, todas las mujeres lo saben hacer de sobra cuando llega la ocasión. Las menos experimentadas son maravillosas y salen del paso ingeniosamente en los momentos más difíciles. La joven enferma hizo un gesto de incredulidad y contestó: -No, doctor; no se le ocurre a una sino después, lo que debió haber hecho en las circunstancias difíciles y peligrosas; y las mujeres están siempre mucho más expuestas que los hombres a aturdirse, a perder la cabeza. El médico exclamó con acento asombrado: -¡Al contrario, señora! Nosotros somos los que tenemos la inspiración después… ¡pero ustedes!… Mire usted, voy a contarle una aventura que le sucedió a una clienta mía, a la que yo creía impecable, una verdadera virtud salvaje. El suceso ocurrió en una capital de provincia. Una noche dormía profundamente y entre sueños me parecía oír que las campanas de una iglesia próxima tocaban a fuego. De pronto me desperté; era la campanilla de la puerta de la calle que sonaba desesperadamente; como mi criado parecía no responder, agité a mi vez el cordón que pendía junto a mi cama y a los pocos momentos el ruido de puertas al abrirse y cerrarse precipitadamente y el de unos pasos en la habitación inmediata a la mía, vino a turbar el silencio de la casa. Juan entró en mi cuarto y me entregó una carta que decía: “Madame Selictre ruega con insistencia al doctor Sileón que venga inmediatamente a su casa, calle de… número…” Reflexioné unos instantes; pensaba: crisis de nervios, vapores, ¡bah… bah!… tengo mucho sueño. Y contesté: “El doctor Sileón, encontrándose enfermo, ruega a su madame Seliectre tenga la bondad de dirigirse a su colega el doctor Bonnet.” Puse la carta dentro de un sobre, se la entregué a Juan y me volví a dormir. 68

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Apenas había transcurrido media hora, cuando la campanilla de la calle sonó de nuevo y mi criado entró diciéndome: -Ahi está una persona, que no sé a punto fijo si es hombre o mujer, tan tapada viene, que desea hablar en el acto con el señor. Dice que se trata de la vida de dos personas. -Que entre quien sea -dije, sentándome en la cama. Y en aquella postura esperé. Una especie de negro fantasma apareció, y cuando Juan hubo salido se descubrió. Era madame Berta Selectri, una mujer joven, casada desde hacia tres años con un rico comerciante de la ciudad, que pasaba por haberse unido a la muchacha más bonita de la provincia. Aquella mujer estaba horriblemente pálida y tenia ese semblante crispado de las personas dominadas por el más profundo terror: sus manos temblaban; dos veces trató de hablar: ningún sonido salió de su garganta. Al fin balbuceó: -Pronto… pronto… doctor… venga usted. Mi amante acaba de morir en mi propia habitación… Medio sofocada se detuvo; después repuso: -Mi marido va… va a volver del casino… Salté de la cama sin pensar que estaba en camisa y en pocos segundos me vestí. -¿Es usted misma quien ha venido hace un rato? Ella, de pie, como una estatua, petrificada por la angustia, murmuró: -No… ha sido mi doncella… ella lo sabe… Después de un silencio, continuó: -Yo me quede a su lado… -y una especie de grito de horrible dolor salió de sus labios y rompió a llorar desconsoladamente, con sollozos y espasmos durante dos o tres minutos; de pronto sus suspiros cesaron, sus lágrimas cesaron de brotar como si las hubiera secado un fuego interior; y con un acento trágico dijo: -Vamos pronto. Yo estaba ya vestido, pero exclamé: -Demonio, no me he acordado de dar la orden de enganchar la berlina… Ella respondió: -Yo he traído coche… el suyo que esperaba a la puerta de mi casa. Berta se envolvió, ocultando la cara bajo su abrigo, y salimos. Cuando estuvo a mi lado en la oscuridad del coche, me cogió una mano, y oprimiéndola entre sus finos dedos balbuceó con sacudidas en su voz que reflejaban la angustia de su corazón destrozado: -¡Oh, amigo mio! ¡Si usted supiera cuánto sufro! Lo quería, lo adoraba con locura, como una insensata, desde hace seis meses! Yo le pregunte: -¿Están despiertos en su casa? Berta contestó: -No, nadie, excepto Rosa, que está enterada de todo. El carruaje se detuvo a la puerta de su casa; todos dormían en efecto; entramos por una puerta excusada y subimos hasta el primer piso sin hacer ruido. La doncella, azorada, estaba sentada en el piso en lo alto de la escalera, con una vela encendida y colocada sobre el suelo, no habiéndose atrevido a permanecer al lado del muerto. Penetramos en la habitación, que se encontraba en el mayor desorden, como después de una lucha. La cama estaba completamente deshecha y una de las sábanas caía sobre la alfombra; toallas mojadas que habían servido para frotar las sienes del amante, yacían en tierra al lado de un cubo y de un jarro de agua. CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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Un singular olor de vinagre mezclado a esencia de Loubin se esparcía por la atmósfera. El cadáver estaba extendido boca arriba en medio de la habitación. Me acerqué a él, lo observé, lo pulsé, abrí sus ojos, palpé sus manos; después, volviéndome hacia las dos mujeres que temblaban en un rincón del cuarto, les dije: -Ayúdenme ustedes a llevarlo hasta la cama. Lo colocamos suavemente sobre el lecho: le ausculté el corazón, coloqué un espejo junto a su boca y murmuré: -No hay nada que hacer, vistámoslo pronto. Fue aquella una escena terrible. Yo iba cogiendo uno tras otro sus miembros y los dirigía hacia los vestidos que acercaban las dos mujeres. Le pusimos las botas, los pantalones, el chaleco, después el frac, donde nos costó mucho trabajo lograr hacer entrar los brazos. Las dos mujeres se pusieron de rodillas para abrocharle los botones de las botas: yo las alumbraba con una vela, pero como los pies se habían hinchado un poco, aquella tarea se hizo horriblemente difícil. La dificultad era mayor porque no habían encontrado a mano el abrochador, las mujeres tuvieron que hacer uso de sus horquillas. Tan pronto come estuvo terminada la horrible toilette, contemplé nuestra obra y dije: -Convendría peinarlo un poco. -La doncella trajo el peine y el cepillo de su ama; pero como temblara y arrancase, con movimientos involuntarios, los cabellos largos y desordenados del cadáver, madame Selictre se apoderó violentamente del peine y alisó la cabellera con suavidad, con dulzura, como si estuviera acariciando una cabeza viva. Le sacó la raya, le cepilló la barba y retorció los bigotes con sus manos, como tenía costumbre, sin duda, de hacerlo en sus amorosas familiaridades. De pronto, arrojando lo que tenía en las manos, cogió la cabeza inerte de su amante y clavó una intensa y desesperada mirada en aquella cara inmóvil; después, dejándose caer sobre él, comenzó a abrazarlo y a besarlo furiosamente. Sus besos caían como golpes sobre su cerrada boca; sobre sus apagados ojos, sobre sus sienes y su frente… Y acercándose a su oído, como si hubiera podido escucharla, balbuceó, repitiendo diez veces seguidas con un acento desgarrador: -Adiós, amor mío; adiós, amor mío… Un reloj dio las doce. Ye sentí un estremecimiento: -¡Las doce ya!… la hora en que cierran el casino… ¡Vamos, señora, energía! Madame Selictre se puso en pie. -Llevémoslo al salón -ordené a las dos mujeres; lo trasladamos entre los tres y lo sentamos en un sillón, después encendí las luces. Apenas había terminado esta operación, cuando la puerta de la calle se abrió y se cerró pesadamente. Era el marido que volvía. -¡Rosa -grité-; traiga usted las botellas y el cubo y arregle usted un poco el cuarto de la señora; pronto, despáchese usted, que ya llega M. Selictre… Yo oía los pasos que subían, que se acercaban… Unas manos en la sombra palpaban los muros… Entonces dije en alta voz: -Por aquí, por aquí, M. Selictre; ha ocurrido un accidente desgraciado. Bajo el dintel de la puerta apareció el marido, estupefacto, con un cigarro en la boca y preguntando: -¿Qué? ¿Qué es?… ¿Que sucede?… Fui hacia él y le dije: -Querido amigo, aquí me tiene usted en un gran compromiso. He venido algo 70

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tarde con X… a charlar un rato con su mujer de usted. De pronto X… se ha desmayado, y, a pesar de nuestros cuidados, hace dos horas que permanece sin conocimiento. No he querido llamar a nadie estando yo aquí… Ayúdeme usted a bajarlo hasta el coche; voy a llevarlo a su casa y allí podré cuidarlo mejor… El marido, sorprendido, pero sin la menor desconfianza, se quitó el sombrero y tomó por debajo de los brazos a su rival, ya inofensivo. Yo lo cogí por las piernas y comenzamos a bajar la escalera alumbrados por la mujer. Cuando llegamos delante de la puerta procuré enderezar el cadáver, hablándole para engañar al cochero: -Vamos, amigo mío, esto no será nada. Se siente usted ya mejor, ¿verdad? Vamos, un poco de valor, haga usted un esfuerzo… Como yo comprendía que se iba a desplomar, como sentía que se escurría entre mis manos, le di un empujón con el hombro que lo echó hacia delante, cayendo dentro del coche; yo subí tras él. El marido, inquieto, me preguntó: -¿Cree usted que será grave? -No -contesté sonriendo para tranquilizarle y miré a su mujer. Esta había apoyado su brazo en el de su marido legítimo y tenía la mirada fija en el fondo obscuro del coche. Les dije adiós y di al cochero orden de partir. Durante todo el camino llevé apoyada sobre mi hombro la cabeza del muerto. Cuando llegamos a su casa dije que había perdido el conocimiento dentro del coche. Lo ayudé a subir a su cuarto, donde certifiqué la defunción, y allí tuve que representar otra comedia ante la familia acongojada por el dolor… Después me volví a mi casa y me metí en la cama, renegando de los enamorados.” El doctor calló, siempre sonriente. La joven, crispada, preguntó: -¿Por qué me ha contado usted esa historia tan horrible? El médico, saludando galantemente, contestó: -Para ofrecerle a usted mis servicios si llega el caso.

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BIOGRAFÍA

Julio Cortázar

(Nació en Bruselas en 1914 y murió en París en 1984) Su padre era funcionario de la embajada de Argentina en Bélgica, se desempeñaba en esa representación diplomática como agregado comercial. Hacia fines de la Primera Guerra Mundial, los Cortázar lograron pasar a Suiza gracias a la condición alemana de la abuela materna de Julio, y de allí, poco tiempo más tarde a Barcelona, donde vivieron un año y medio. A sus cuatro años volvieron a Argentina. Cortázar pasó el resto de su infancia en Banfield, en el sur del Gran Buenos Aires, junto a su madre, una tía y Ofelia, su única hermana, dado que su padre los abandonó. Realizó estudios de Letras y de Magisterio y trabajó como docente en varias ciudades del interior de la Argentina. En 1951 fijó su residencia definitiva en París trabajando entre otros oficios como traductor de la UNESCO, desde donde desarrolló una obra literaria única dentro de la lengua castellana. Algunos de sus cuentos fantásticos se encuentran entre los preferidos de los lectores del género. Su novela Rayuela conmocionó el panorama cultural de su tiempo y marcó un hito insoslayable dentro de la narrativa contemporánea. Con la Revolución cubana Cortázar entendió la importancia del rol militante del escritor. Esto lo llevó a revisar posiciones encontradas en relación con los movimientos populares en La Argentina, en particular con el Peronismo. Fue un activo militante del Mayo Francés y sus novelas y libros de misceláneas a partir de la década del 60- 70 tomaron un rumbo definitivamente político y militante. En 1983, cuando retorna la democracia en Argentina, Cortázar hizo un último viaje a su patria, donde fue recibido cálidamente por sus admiradores, que lo paraban por la calle, en contraste con la indiferencia de las autoridades nacionales. Después de visitar a varios amigos, regresa a París. Poco después François Mitterrand le otorga la nacionalidad francesa. El 12 de febrero de 1984 murió en París a causa de una leucemia. Julio Cortázar es uno de los escritores argentinos más importantes de todos los tiempos.

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“Torito”, Julio Cortázar A la memoria de don Jacinto Cúcaro, que en las clases de pedagogía del normal “Mariano Acosta”, allá por el año 30, nos contaba las peleas de Suárez.

Qué le vas a hacer, ñato, cuando estás abajo todos te fajan. Todos, che, hasta el más maula. Te sacuden contra las sogas, te encajan la biaba. Andá, andá, qué venís con consuelos vos. Te conozco, mascarita. Cada vez que pienso en eso, salí de ahí, salí. Vos te creés que yo me desespero, lo que pasa es que no doy más aquí tumbado todo el día. Pucha que son largas las noches de invierno, te acordás del pibe del almacén cómo lo cantaba. Pucha que son largas... Y es así, ñato. Más largas que esperanza’e pobre. Fijáte que yo a la noche casi no la conozco, y venir a encontrarla ahora... Siempre a la cama temprano, a las nueve o a las diez. El patrón me decía: “Pibe, andáte al sobre, mañana hay que meterle duro y parejo”. Una noche que me le escapaba era una casualidad. El patrón... Y ahora todo el tiempo así, mirando el techo. Ahí tenés otra cosa que no sé hacer, mirar p’arriba. Todos dijeron que me hubiera convenido, que hice la gran macana de levantarme a los dos segundos, cabrero como la gran flauta. Tienen razón, si me quedo hasta los ocho no me agarra tan mal el rubio. Y bueno, es así. Pa peor la tos. Después te vienen con el jarabe y los pinchazos. Pobre la hermanita, el trabajo que le doy. Ni mear solo puedo. Es buena la hermanita, me da leche caliente y me cuenta cosas. Quién te iba a decir, pibe. El patrón me llamaba siempre pibe. Dale áperca, pibe. A la cocina, pibe. Cuando pelié con el negro en Nueva York el patrón andaba preocupado. Yo lo juné en el hotel antes de salir. “Lo fajás en seis rounds, pibe”, pero fumaba como loco. El negro, cómo se llamaba el negrito, Flores o algo así. Duro de pelar, che. Un estilo lindo, me sacaba distancia vuelta a vuelta. Áperca, pibe, metele áperca. Tenía razón el trompa. Al tercero se me vino abajo como un trapo. Amarillo, el negro. Flores, creo, algo así. Mirá como uno se ensarta, al principio me pareció que el rubio iba a ser más fácil. Lo que es la confianza, ñato. Me barajó de una piña que te la debo. Me agarró en frío el maula. Pobre patrón, no quería creer. Con qué bronca me levanté. Ni sentía las piernas, me lo quería comer ahí nomás. Mala suerte, pibe. Todo el mundo cobra al final. La noche del Tani, te acordás pobre Tani, qué biaba. Se veía que el Tani estaba de vuelta. Guapo el indio, me sacudía con todo, dale que va, arriba, abajo. No me hacía nada, pobre Tani. Y eso que cuando lo fui a saludar al rincón me dolía bastante la cara, al fin y al cabo me arrimó una buena leñada. Pobre Tani, vos sabés que me miró, yo le puse el guante en la cabeza y me reía de contento, no me quería reír, te imaginás que no era de él, pobre pibe. Me miró apenas, pero me hizo no sé qué. Todos me agarraban, pibe lindo, pibe macho, ah criollo, y el Tani quieto entre los de él, más chatos que cinco e’queso. Pobre Tani. Por qué me acuerdo de él, decime un poco. A lo mejor yo lo miré así al rubio esa noche. Qué sé yo, para acordarme estaba. Qué biaba, hermano. Ahora no vas a andar disimulando. Te fajó y se acabó. Lo malo que yo no quería creer.

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Estaba acostado en el hotel, y el patrón fumaba y fumaba, casi no había luz. Me acuerdo que hacía calor. Después me pusieron hielo, fijáte un poco yo con hielo. El trompa no decía nada, lo malo que no decía nada. Te juro que tenía ganas de llorar, como cuando ella... Pero para qué te vas a hacer mala sangre. Si llego a estar solo, te juro que moqueo. “Mala pata, patrón”, le dije. Qué más le iba a decir. Él dale que dale al tabaco. Fue suerte dormirme. Como ahora, cada vez que agarro el sueño me saco la lotería. De día tenés la radio que trajo la hermanita, la radio que... Parece mentira, ñato. Bueno, te oís unos tanguitos y las transmisiones de los teatros. ¿Te gusta Canaro a vos? A mí Fresedo, che, y Pedro Maffia. Si los habré visto en el ringside, me iban a ver todas las veces. Podés pensar en eso, y se te acortan las horas. Pero a la noche qué lata, viejo. Ni la radio, ni la hermanita, y en una de esas te agarra la tos, y dale que dale, y por ahí uno de otra cama se rechifla y te pega un grito. Pensar que antes... Fijáte que ahora me cabreo más que antes. En los diarios salía que de pibe los peleaba a los carreros en la Quema. Puras macanas, che, nunca me agarré a trompadas en la calle. Una o dos veces, y no por mi culpa, te juro. Me podés creer. Cosas que pasan, estás con la barra, caen otros y en una de esas se arma. No me gustaba, pero cuando me metí la primera vez me di cuenta que era lindo. Claro, cómo no va a ser lindo si el que cobraba era el otro. De pibe yo peleaba de zurda, no sabés lo que me gustaba fajar de zurda. Mi vieja se descompuso la primera vez que me vio pelearme con uno que tenía como treinta años. Se creía que me iba a matar, pobre vieja. Cuando el tipo se vino al suelo no lo podía creer. Te voy a decir que yo tampoco, creéme que las primeras veces me parecía cosa de suerte. Hasta que el amigo del trompa me fue a ver al club y me dijo que había que seguir. Te acordás de esos tiempos, pibe. Qué pestos. Había cada pesado que te la voglio dire. “Vos metele nomás”, decía el amigo del patrón. Después hablaba de profesionales, del Parque Romano, de River. Yo qué sabía, si nunca tenía cincuenta guitas para ir a ver nada. También la noche que me dio veinte pesos, qué alegrón. Fue con Tala, o con aquel flaco zurdo, ya ni me acuerdo. Lo saqué en dos vueltas, ni me tocó. Vos sabés que siempre mezquiné la cara. Si me llego a sospechar lo del rubio... Vos creés que tenés la pera de fierro, y en eso te la hacen sonar de una piña. Qué fierro ni que ocho cuartos. Veinte pesos, pibe, imagínate un poco. Le di cinco a la vieja, te juro que de compadre, pa mostrarle. La pobre me quería poner agua de azahar en la muñeca resentida. Cosas de la vieja, pobre. Si te fijás, fue la única que tenía esas atenciones, porque la otra... Ahí tenés, apenas pienso en la otra, ya estoy de vuelta en Nueva York. De Lanús casi no me acuerdo, se me borra todo. Un vestido a cuadritos, sí, ahora veo, y el zaguán de Don Furcio, y también las mateadas. Cómo me tenían en esa casa, los pibes se juntaban a mirarme por la reja, y ella siempre pegando algún recorte de Crítica o de Última Hora en el álbum que había empezado, o me mostraba las fotos del Gráfico. ¿Vos nunca te viste en foto? Te hace impresión la primera vez, vos pensás pero ése soy yo, con esa cara. Después te das cuenta que la foto es linda, casi siempre sos vos que estás fajando, o al final con el brazo levantado. Yo venía con mi Graham Paige, imaginate, me empilchaba para ir a verla, y el barrio se alborotaba. Era lindo matear en el patio, y todos me preguntaban qué sé yo cuánta cosa. Yo a veces no podía creer que era cierto, de noche antes de dormirme me decía que estaba soñando. Cuando le compré el terreno a la vieja, qué barullo que hacían todos. El trompa era el único que se quedaba tranquilo. “Hacés bien, pibe”, decía, y dale al tabaco. Me parece estarlo viendo 74

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la primera vez, en el club de la calle Lima. No, era en Chacabuco, esperá que no me acuerdo, pero si era en Lima, infeliz, no te acordás del vestuario todo de verde, con más mugre... Esa noche el entrenador me presentó al patrón, resultaba que eran amigos, cuando me dijo el nombre casi me agarro de las sogas, apenas lo vi que me miraba yo pensé: “Vino para verme pelear”, y cuando el entrenador me lo presentó me quería morir. Él no me había dicho nunca nada, de puro rana, pero hizo bien, así yo iba subiendo despacio, sin engolosinarme. Como el pobre zurdito, que lo llevaron a River en un año, y en dos meses se vino abajo que daba miedo. En ese entonces no era macana, pibe. Te venía cada tano de Italia, cada gallego que te daba miedo, y no te digo nada de los rubios. Claro que a veces la gozabas, como la vez del príncipe. Eso fue un plato, te juro, el príncipe en el ringside y el patrón que me dice en el camarín: “ No te andés con vueltas, no te vayas a dejar vistear que para eso los yonis son una luz”, y te acordás que decían que era el campeón de Inglaterra, o qué sé yo qué cosa. Pobre rubio, lindo pibe. Me daba no sé qué cuando nos saludamos, el tipo chamuyó una cosa que andá a entendele, y parecía que te iba a salir a pelear con galera. El patrón no te vayas a creer que estaba muy tranquilo, te puedo decir que él nunca se daba cuenta de cómo yo lo palpitaba. Pobre trompa, se creía que no me daba cuenta. Che, y el príncipe ahí abajo, eso fue grande, a la primera finta que me hace el rubio le largo la derecha en gancho y se la meto justo justo. Te juro que me quedé frío cuando lo vi patas arriba. Qué manera de dormir, pobre tipo. Esa vez no me dio gusto ganar, más lindo hubiera sido una linda agarrada, cuatro o cinco vueltas como con el Tani o con el yoni aquél, Herman se llamaba, uno que venía con un auto colorado y una pinta bárbara... Cobró, pero fue lindo. Qué leñada, mama mía. No quería aflojar y tenía más mañas que... Ahora que para mañas el Brujo, che. De donde me lo fueron a sacar a ése. Era uruguayo, sabés, ya estaba acabado pero era peor que los otros, se te pegaba como sanguijuela y andá sacátelo de encima. Meta forcejeo, y el tipo con el guante por los ojos, pucha me daba una bronca. Al final lo fajé feo, me dejó un claro y le entré con una ganas... Muñeco al suelo, pibe. Muñeco al suelo fastrás... Vos sabés que me habían hecho un tango y todo. Todavía me acuerdo un cacho, de Mataderos al centro, y del centro a Nueva York... Me lo cantaban por todos lados, en los asados, por la radio... Era lindo oírse en la radio, che, la vieja me escuchaba todas las peleas. Y vos sabés que ella también me escuchaba, un día me dijo que me había conocido por la radio, porque el hermano puso la pelea con uno de los tanos... ¿Vos te acordás de los tanos? Yo no sé de dónde los iba a sacar el trompa, me los traía fresquitos de Italia, y se armaban unas leñadas en River... Hasta me hizo pelear con dos hermanos, con el primero fue colosal, al cuarto round se pone a llover, ñato, y nosotros con ganas de seguirla porque el tanito era de ley y nos fajábamos que era un contento, y en eso empezamos a refalar y dale al suelo yo, y al suelo él... Era una pantomima, hermano... La suspendieron, que macana. A la otra vez el tano cobró por las dos, y el patrón me puso con el hermano, y otro pesto... Qué tiempos, pibe, aquí sí era lindo pelear, con toda la barra que venía, te acordás de los carteles y las bocinas de auto, che, qué lío que armaban en la popular... Una vez leí que el boxeador no oye nada cuando está peleando, qué macana, pibe. Claro que oye, vos te creés que yo no oía distinto entre los gringos, menos mal que lo tenía al trompa en el rincón, áperca, pibe, dale áperca. Y en el hotel, y los cafés, qué cosa tan rara, che, no te hallabas ahí. Después el gimnasio, con esos tipos que te hablaban y no les pescabas ni medio. Meta CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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señas, pibe, como los mudos. Menos mal que estaba ella y el patrón para chamuyar, y podíamos matear en el hotel y de cuando en cuando caía un criollo y dale con los autógrafos, y a ver si me lo fajás bien a ese gringo pa que aprendan cómo somos los argentinos. No hablaban más que del campeonato, qué le vas a hacer, me tenían fe, che, y me daban unas ganas de salir atropellando y no parar hasta el campeón. Pero lo mismo pensaba todo el tiempo en Buenos Aires, y el patrón ponía los discos de Carlitos y los de Pedro Maffia, y el tango que me hicieron, yo no sé si sabés que me habían hecho un tango. Como a Legui, igualito. Y una vez me acuerdo que fuimos con ella y el patrón a una playa, todo el día en el agua, fue macanudo. No te creas que podía divertirme mucho, siempre con el entrenamiento y la comida cuidada, y nada que hacerle, el trompa no me sacaba los ojos. “Ya te vas a dar el gusto, pibe”, me decía el trompa. Me acuerdo cuando la pelea con Mocoroa, esa fue pelea. Vos sabés que dos meses antes ya lo tenía al patrón dale que esa izquierda va mal, que no dejés entrar así, y me cambiaba los sparrings y meta salto a la soga y bife jugoso... Menos mal que me dejaba matear un poco, pero siempre me quedaba con sed de verde. Y vuelta a empezar todos los días, tené cuidado con la derecha, la tirás muy abierta, mirá que el coso no es macana. Te creés que yo no lo sabía, más de una vez lo fui a ver y me gustaba el pibe, no se achicaba nunca, y un estilo, che. Vos sabés lo que es el estilo, estás ahí y cuando hay que hacer una cosa vas y la hacés sobre el pucho, no como esos que la empiezan a zapallazo limpio, dale que va, arriba abajo los tres minutos. Una vez en El Gráfico un coso escribió que yo no tenía estilo. Me dio una bronca, te juro. No te voy a decir que yo era como Rayito, eso era para ir a verlo, pibe, y Mocoroa lo mismo. Yo qué te voy a decir, al rato de empezar ya veía todo colorado y le metía nomás, pero no te vas a creer que no me daba cuenta, solamente que me salía y si me salía bien para qué te vas a afligir. Vos ves cómo fue con Rayito, está bien que no lo saqué pero lo pude. Y a Mocoroa igual, qué querés. Flor de leñada, viejo, se me agachaba hasta el suelo y de abajo me zampaba cada piña que te la debo. Y yo meta a la cara, te juro que a la mitad ya estábamos con bronca y dale nomás. Esa vez no sentí nada, el patrón me agarraba la cabeza y decía pibe no te abrás tanto, dale abajo, pibe, guarda la derecha. Yo le oía todo pero después salíamos y meta biaba los dos, y hasta el final que no podíamos más, fue algo grande. Vos sabés que esa noche después de la pelea nos juntamos en un bodegón, estaba toda la barra y fue lindo verlo al pibe que se reía, y me dijo qué fenómeno, che, cómo fajás, y yo le dije te gané pero para mí que la empatamos, y todos brindaban y era un lío que no te puedo contar... Lástima esta tos, te agarra descuidado y te dobla. Y bueno, ahora hay que cuidarse, mucha leche y estar quieto, qué le vas a hacer. Una cosa que me duele es que no te dejan levantar, a las cinco estoy despierto y meta mirar p’arriba. Pensás y pensás, y siempre lo malo, claro. Y los sueños igual, la otra noche, estaba peleando de nuevo con Peralta. Por qué justo tengo que venir a embocarla en esa pelea, pensá lo que fue, pibe, mejor no acordarse. Vos sabés lo que es toda la barra ahí, todo de nuevo como antes, no como en Nueva York, con los gringos... Y la barra del ringside, toda la hinchada, y unas ganas de ganar para que vieran que... Otra que ganar, si no me salía nada, y vos sabés cómo pegaba Víctor. Ya sé, ya sé, yo le ganaba con una mano, pero a la vuelta era distinto. No tenía ánimo, che, el patrón menos todavía, qué te vas a entrenar bien si estás triste. Y bueno, yo aquí era el campeón y él me desafió, tenía derecho. No le voy a disparar, no te parece. El patrón pensaba que le podía ganar por puntos, 76

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no te abrás mucho y no te cansés de entrada, mirá que aquél te va a boxear todo el tiempo. Y claro, se me iba para todos lados, y después que yo no estaba bien, con la barra ahí y todo te juro que tenía un cansancio en el cuerpo... Como modorra, entendés, no te puedo explicar. A la mitad de la pelea la empecé a pasar mal, después no me acuerdo mucho. Mejor no acordarse, no te parece. Son cosas que para qué. Me quisiera olvidar de todo. Mejor dormirse, total aunque soñés con las peleas a veces le acertás una linda y la gozás de nuevo. Como cuando el príncipe, qué plato. Pero mejor cuando no soñás, pibe, y estás durmiendo que es un gusto y no tosés ni nada, meta dormir nomás toda la noche dale que dale.

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BIOGRAFÍA

Gabriel García Márquez

(Nació en Aracataca en 1927 y murió en México en 2014) Gabriel García Márquez nació en Aracataca, en el departamento del Magdalena, Colombia. Hasta la edad de ocho años fue criado por sus abuelos maternos. De su abuelo, el coronel Nicolás Márquez heredó el gusto por la narración y la meticulosidad lingüística, convirtiéndose pronto en asiduo lector de diccionarios. De labios de su abuelo, a quien llamaba “Papito”, escuchó el relato de “La masacre de los bananeros” en huelga, que más tarde García Márquez llevaría a su obra. Su abuela Tranquilina, enhebraba unas historias fantásticas, salpicadas de superstición, premoniciones, augurios y signos, y serían de vital importancia para la poética del escritor, en relación a la forma que Al narrar, ella, trataba a lo extraordinario como algo de lo más natural. Cursó sus estudios secundarios en San José a partir de 1940 y finalizó su bachillerato en el Colegio Liceo de Zipaquirá, el 12 de diciembre de 1946. Se matriculó en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Bogotá el 25 de febrero de 1947, aunque sin mostrar excesivo interés por los estudios. Su amistad con el médico y escritor Manuel Zapata Olivella le permitió acceder al periodismo. Inmediatamente después del “Bogotazo” (el asesinato del dirigente liberal Jorge Eliécer Gaitán en Bogotá, las posteriores manifestaciones y la brutal represión de las mismas), comenzaron sus colaboraciones en el periódico liberal “El Universal”. García Márquez contrajo matrimonio en Barranquilla en 1958 con Mercedes Barcha, la hija de un boticario. En 1959 tuvieron a su primer hijo, Rodrigo, quien se convirtiría en cineasta; y tres años después, nació su segundo hijo, Gonzalo, actualmente diseñador gráfico en Ciudad de México. A los veintisiete años publicó su primera novela, “La hojarasca”, en la que ya apuntaba los rasgos más característicos de su obra de ficción, llena de desbordante fantasía. En junio de 1967 García Márquez publica “Cien años de soledad”, en una semana vendió 8000 copias. De allí en adelante, el éxito fue asegurado, y la novela vendió una nueva edición cada semana, pasando al medio millón de copias en tres años. Fue traducido a más de veinticuatro idiomas, y ganó cuantiosos premios internacionales. García Márquez ha recibido numerosos premios, distinciones y homenajes por sus obras; el mayor de todos ellos, el Premio Nobel de Literatura en 1982. Según la auditoria de la Academia Sueca, «por sus novelas e historias cortas, en las que lo fantástico y lo real son combinados en un tranquilo mundo de imaginación rica, reflejando la vida y los conflictos de un continente”.

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“Algo muy grave va a suceder en este pueblo”, Gabriel García Márquez Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde: -No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo. Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice: -Te apuesto un peso a que no la haces. Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla. Contesta: -Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo. Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mamá o una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice: -Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto. -¿Y por qué es un tonto? -Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo. Entonces le dice su madre: -No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen. La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero: -Véndame una libra de carne -y en el momento que se la están cortando, agrega-: Mejor véndame dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado. El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice: -Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están preparando y comprando cosas.

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Entonces la vieja responde: -Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras. Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo, en el pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice: -¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo? -¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor! (Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.) -Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor. -Pero a las dos de la tarde es cuando hay más calor. -Sí, pero no tanto calor como ahora. Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz: -Hay un pajarito en la plaza. Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito. -Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan. -Sí, pero nunca a esta hora. Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo. -Yo sí soy muy macho -grita uno-. Yo me voy. Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen: -Si este se atreve, pues nosotros también nos vamos. Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo. Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice: 80

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-Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa -y entonces la incendia y otros incendian también sus casas. Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio, clamando: -Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.

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BIOGRAFÍA

Clarice Lispector

(Nació en Chechelnik, Ucrania en 1920 y murió en Río de Janeiro en 1977) Llegó a Brasil siendo bebé de meses y la familia se instaló en Recife. Su madre era paralítica y murió cuando ella tenía diez años, sin embargo Clarice recordaba una infancia feliz en la que apenas se dio cuenta de la precariedad económica en la que se encontraban. En plena adolescencia, en 1935, se mudó a Rio de Janeiro con su padre y su hermana. Estudió Derecho y empezó a colaborar con algunos periódicos y revistas. A los veintiún años publicó “Cerca del corazón salvaje”, una novela de plena madurez, que había escrito a los diecisiete años. En la Facultad conoció al que sería su esposo, el diplomático Maury Gurgel Valente, por la profesión de este residieron en Milán, Londres, París y Berna, donde nació su hijo Paulo. De vuelta en Río, en 1949, Clarice Lispector retomó su actividad periodística, firmando con el seudónimo Tereza Quadros una columna en la revista “Comicio”. Publicó cuentos en la revista “Senhor” y firmaba una columna femenina en el diario Correio da Manhâ como Helen Palmer. Tuvo también una página femenina diaria en el “Diário da Noite”, que salía firmada por la actriz Ilka Soares. En septiembre de 1952 volvía a dejar Brasil, desplazándose con el marido a Washington, donde permanecieron ocho años. En febrero de 1953 dio la luz a su segundo hijo, Pedro. Se separó de su marido en 1959 y regresó a Rio donde volvió a sus colaboraciones en periódicos y revistas, y publicó su primer libro de cuentos” Lazos de familia”. Fue este un fecundo periodo ya que en 1961 apareció “Una manzana en la oscuridad” y en 1963 “La pasión según G.H”, su obra más emblemática. Un incendio fortuito por una colilla mal apagada en su dormitorio en 1966 le provocó quemaduras y graves secuelas y la sumió en profunda depresión. En esta época realizaba una crónica semanal para el “Jornal do Brasil” y colaboró con la revista “Manchete” realizando entrevistas con artistas e intelectuales. Murió en Río de Janeiro el 9 de diciembre de 1977 a los 56 años, víctima de un cáncer de ovarios algunos meses después de publicarse su última novela La hora de la estrella. Clarice Lispector es considerada una de las escritoras más importantes del siglo XX.

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“Felicidad Clandestina”, Clarice Lispector Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería. No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos. Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como “fecha natalicio” y “recuerdos”. Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban. Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía Las travesuras de Naricita, de Monteiro Lobato. Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría. Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro. Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez. Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me

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imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del “día siguiente” iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla. Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos. Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo! Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena, le ordenó a su hija: -Vas a prestar ahora mismo ese libro. Y a mí: -Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: “el tiempo que quieras” es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer. ¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo. Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire… había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada. A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante. 84

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BIOGRAFÍA

Silvina Ocampo

(Nació en Buenos Aires en 1903 y murió en esta misma ciudad en 1993) Escritora argentina, hermana de la escritora y fundadora de la revista Sur, Victoria Ocampo y esposa del narrador argentino Adolfo Bioy Casares. Autora deslumbrante por la calidad literaria de sus cuentos, sin embargo durante algún tiempo, a instancias de su círculo íntimo y de la crítica, fue valorada por la crueldad que imprimía a sus personajes. Nacida en el seno de una familia hondamente arraigada en los círculos culturales argentinos, su primera vocación artística la orientó hacia el cultivo de las artes plásticas; pero, tras recibir lecciones de pintura del Surrealista Giorgio de Chirico en Italia, abandonó los colores y la luz y se adentró en el mundo de las letras. Las mayores contribuciones al género de ficción las realizó Silvina Ocampo con sus cuentos breves y su labor como ensayista y compiladora. Dentro de una de las tendencias congregadas en torno a la revista Sur, y constituida por autores de la talla de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Manuel Peyrou y Enrique Anderson Imbert, Silvina Ocampo apostó por la elevación de la literatura fantástica y policíaca a la categoría de géneros de primer orden. En compañía de su esposo y de su amigo Borges, preparó una Antología de la literatura fantástica (1940) que se convirtió en una de las piezas emblemáticas de la mencionada corriente. Además, aquel mismo año los tres autores presentaron una Antología poética argentina. Posteriormente, volvió a colaborar con Bioy Casares, pero ahora en una obra de creación, la novela policíaca titulada” Los que aman, odian” (1946). A partir de entonces se dedicó a la escritura de numerosos cuentos, que fueron viendo la luz en sucesivas recopilaciones: en 1948 apareció el volumen titulado “Autobiografía de Irene”, al que siguieron los relatos de “La furia y otros cuentos” (1959), “Las invitadas” (1961), “El pecado mortal y otros cuentos” (1966), “Informe del cielo y del infierno” (1969), “Los días de la noche” (1970), “Y así sucesivamente” (1987) y “Cornelia frente al espejo”(1988). Los cuentos de todas estas recopilaciones están deformados por la extraña percepción de unos narradores incapaces de establecer cualquier pauta ética que les permita separar el bien del mal. Por medio de este recurso en la composición estructural de sus relatos Silvina Ocampo consigue dejar plasmada una corrosiva crítica de las convenciones sociales de su tiempo, ya que su exagerado distanciamiento de cualquier pauta social establecida y de la realidad circundante pone un contrapunto de desasosiego -y a veces, de explícita crueldad- que amenaza con destruir el lenguaje y las estructuras tradicionales. Además de las obras ya mencionadas, Silvina Ocampo colaboró con el dramaturgo Juan Rodolfo Wilcock en la redacción del drama titulado “Los traidores”(1956).

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“Cielos de claraboya”, Silvina Ocampo La reja del ascensor tenía flores con cáliz dorado y follajes rizados de fierro negro, donde se enganchan los ojos cuando uno está triste viendo desenvolverse, hipnotizados por las grandes serpientes, los cables del ascensor. Era la casa de mi tía más vieja adonde me llevaban los sábados de visita. Encima del hall de esa casa con cielo de claraboyas había otra casa misteriosa en donde se veía vivir a través de los vidrios una familia de pies aureolados como santos. Leves sombras subían sobre el resto de los cuerpos dueños de aquellos pies, sombras achatadas como las manos vistas a través del agua de un baño. Había dos pies chiquitos, y tres pares de pies grandes, dos con tacos altos y finos de pasos cortos. Viajaban baúles con ruido de tormenta, pero la familia no viajaba nunca y seguía sentada en el mismo cuarto desnudo, desplegando diarios con músicas que brotaban incesantes de una pianola que se atrancaba siempre en la misma nota. De tarde en tarde, había voces que rebotaban como pelotas sobre el piso de abajo y se acallaban contra la alfombra. Una noche de invierno anunciaba las nueve en un reloj muy alto de madera, que crecía como un árbol a la hora de acostarse; por entre las rendijas de las ventanas pesadas de cortinas, siempre con olor a naftalina, entraban chiflones helados que movían la sombra tropical de una planta en forma de palmera. La calle estaba llena de vendedores de diarios y de frutas, tristes como despedidas en la noche. No había nadie ese día en la casa de arriba, salvo el llanto pequeño de una chica (a quien acababan de darle un beso para que se durmiera,) que no quería dormirse, y la sombra de una pollera disfrazada de tía, como un diablo negro con los pies embotinados de institutriz perversa. Una voz de cejas fruncidas y de pelo de alambre que gritaba “¡Celestina, Celestina!”, haciendo de aquel nombre un abismo muy oscuro. Y después que el llanto disminuyó despacito… aparecieron dos piecitos desnudos saltando a la cuerda, y una risa y otra risa caían de los pies desnudos de Celestina en camisón, saltando con un caramelo guardado en la boca. Su camisón tenía forma de nube sobre los vidrios cuadriculados y verdes. La voz de los pies embotinados crecía: “¡Celestina, Celestina!”. Las risas le contestaban cada vez más claras, cada vez más altas. Los pies desnudos saltaban siempre sobre la cuerda ovalada bailando mientras cantaba una caja de música con una muñeca encima. Se oyeron pasos endemoniados de botines muy negros, atados con cordones que al desatarse provocan accesos mortales de rabia. La falda con alas de demonio volvió a revolotear sobre los vidrios; los pies desnudos dejaron de saltar; los pies corrían en rondas sin alcanzarse; la falda corría detrás de los piecitos desnudos, alargando los brazos con las garras abiertas, y un mechón de pelo quedó suspendido, prendido de las manos de la falda negra, y brotaban gritos de pelo tironeado. El cordón de un zapato negro se desató, y fue una zancadilla sobre otro pie de la falda furiosa. Y de nuevo surgió una risa de pelo suelto, y la voz negra 86

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gritó, haciendo un pozo oscuro sobre el suelo: “¡Voy a matarte!”. Y como un trueno que rompe un vidrio, se oyó el ruido de jarra de loza que se cae al suelo, volcando todo su contenido, derramándose densamente, lentamente, en silencio, un silencio profundo, como el que precede al llanto de un chico golpeado. Despacito fue dibujándose en el vidrio una cabeza partida en dos, una cabeza donde florecían rulos de sangre atados con moños. La mancha se agrandaba. De una rotura del vidrio empezaron a caer anchas y espesas gotas petrificadas como soldaditos de lluvia sobre las baldosas del patio. Había un silencio inmenso; parecía que la casa entera se había trasladado al campo; los sillones hacían ruedas de silencio alrededor de las visitas del día anterior. La falda volvió a volar en torno de la cabeza muerta: “¡Celestina, Celestina!”, y un fierro golpeaba con ritmo de saltar a la cuerda. Las puertas se abrían con largos quejidos y todos los pies que entraron se transformaron en rodillas. La claraboya era de ese verde de los frascos de colonia en donde nadaban las faldas abrazadas. Ya no se veía ningún pie y la falda negra se había vuelto santa, más arrodillada que ninguna sobre el vidrio. Celestina cantaba Les Cloches de Corneville, corriendo con Leonor detrás de los árboles de la plaza, alrededor de la estatua de San Martín. Tenía un vestido marinero y un miedo horrible de morirse al cruzar las calles.

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BIOGRAFÍA

Ray Bradbury

(Nació en Illinois en 1920 y murió en California en 2012) Ray Bradbury fue hijo de Leonard Spaulding Bradbury y de Esther Moberg, inmigrante sueca. Su familia se mudó varias veces desde su lugar de origen hasta establecerse finalmente en Los Ángeles en 1934. Bradbury fue un ávido lector en su juventud además de un escritor aficionado. Se graduó en la escuela secundaria en 1938, no pudo asistir a la universidad por razones económicas, por lo cual tuvo una formación autodidacta en base a la lectura, y se ganó la vida vendiendo periódicos. A partir de 1943 dejó el trabajo de vendedor de periódicos y se dedicó a escribir a tiempo completo, publicando en diversos medios numerosos relatos breves, hasta que en 1950, con la aparición de `Crónicas Marcianas´, comenzó su ascendente fama literaria. En sus páginas, que relatan los intentos de los terrestres por colonizar el planeta Marte, se reflejan las angustias y ansiedades que existían en la sociedad norteamericana de la década de los cincuenta, ante el peligro de una guerra nuclear. Desde 1940 a 1947 escribió en la revista cinematográfica “Script”, y también escribió guiones de televisión. Varias de sus obras han sido llevadas a radio, televisión y cine. Pero Bradbury no sólo cultivó la ciencia ficción y la literatura de corte fantástico, sino que escribió también libros realistas e incluso incursionó en el relato policial. Su obra se caracteriza por la universalidad, como si no le importara tanto perfeccionar un género sino más bien escribir acerca de la condición humana y su temática, a través de un estilo poético. Falleció a la edad de 91 años en Los Ángeles, California. Por petición suya, su lápida funeraria, en el Cementerio Westwood Village Memorial Park, lleva el epitafio: `Autor de Fahrenheit 451´

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“Todo el verano en un día”, Ray Bradbury —¿Ya? —Ya. —¿Ahora? —Enseguida. —¿Sabrán los sabios, realmente? ¿Sucederá hoy? —Mira, mira y verás. Los niños se amontonaban, se apretujaban como muchas rosas, como muchas flores silvestres, y miraban hacia afuera buscando el sol oculto. Llovía. Llovía desde hacía siete años; miles de días sobre miles de días que la lluvia había tejido de extremo a extremo, con tambores y cataratas de agua, con el estrépito de tempestades que inundaban las islas como olas de una marea. La lluvia había triturado mil bosques que habían crecido mil veces para ser triturados de nuevo. Y así era para siempre la vida en el planeta Venus, y aquella era la escuela de los hijos de los hombres y mujeres del cohete que habían venido a un mundo de lluvias, a traer la civilización y a vivir sus vidas. —¡Pará! ¡Pará! —¡Sí, sí! Margot no miraba con aquellos niños que no podían acordarse de un tiempo en que no todo era lluvia y lluvia y lluvia. Tenían todos nueve años, y si había habido un día, siete años atrás, en que había salido el sol una hora, mostrando su cara a un mundo sorprendido, no podían recordarlo. A veces, de noche, Margot oía cómo se movían en sueños, y ella sabía entonces que recordaban el oro, o un lápiz amarillo, o una moneda tan grande que con ella uno podía comprarse el mundo. Sabía que creían recordar un calor, un ardor en las mejillas, en el cuerpo, en los brazos y las piernas, en las manos temblorosas. Pero luego despertaban siempre al tamborileo trepidante, al interminable tintineo de unos collares de perlas trasparentes sobre el tejado, el sendero, los jardines, los bosques… y los sueños se desvanecían. Todo el día anterior, en clase, habían leído acerca del sol. De cómo se parecía a un limón, y de qué caliente era. Y habían escrito cuentos o ensayos o poemas a propósito del sol. El sol es una flor que sólo se abre una hora. Eso decía el poema de Margot, leído en voz baja en el aula silenciosa, mientras afuera caía la lluvia. —¡Bah! ¡No lo escribiste tú! —protestó uno de los chicos. —¡Sí! dijo Margot—. ¡Yo! —¡William! —dijo la maestra. Pero eso había sido ayer. Hoy la lluvia amainaba y los niños se apretaban contra los gruesos cristales del ventanal. —¿Dónde está la maestra? —Ya viene. —Pronto, o no veremos nada.

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Los niños eran como una rueda febril de rayos que subían y caían. Margot no se acercaba a ellos. Era una niña frágil y parecía que hubiese andado muchos años perdida en la lluvia, y que la lluvia le hubiese desteñido el color azul de los ojos, el rojo de los labios y el oro del pelo. Era como la vieja fotografía de un álbum, polvorienta, borrosa, y hablaba poco, y con una voz de fantasma. Ahora, alejada de los otros, miraba la lluvia y el turbulento mundo líquido más allá de los vidrios. —¿Qué miras? —dijo William. Margot no respondió. —Contesta cuando te hablan. William le dio un empujón. La niña no se movió; es decir, dejó que el empujón la moviera, y nada más. Siempre la apartaban así. Margot no jugaba con ellos en los túneles sonoros de la ciudad subterránea, y nunca corría con ellos y se quedaba atrás, parpadeando. Cuando la clase cantaba canciones que hablaban de la felicidad, de la vida, de los juegos, apenas movía los labios. Sólo cantaba cuando los cantos hablaban del verano y del sol, y entonces clavaba los ojos en los ventanales húmedos. Y además, por supuesto, había otro crimen, más grave. Margot había llegado de la Tierra hacía sólo cinco años y aún se acordaba del sol. Recordaba que cuando tenía cuatro años el sol aparecía en el cielo de Ohio todas las mañanas. Ellos, en cambio, habían vivido siempre en Venus, y sólo tenían dos años cuando el sol había salido por última vez, y ya se habían olvidado de su color, su tibieza, y de cómo era en realidad. Pero Margot recordaba. —Es una moneda —dijo una vez Margot, cerrando los ojos. —¡No, no! —gritaron los niños. Pero Margot recordaba, y lejos de todos, en silencio, miraba las figuras de la lluvia en los vidrios. Una vez, un mes atrás, no había querido bañarse en la ducha de la escuela, se había cubierto la cabeza con las manos, y había gritado que no quería que el agua la tocase. Luego, oscuramente, oscuramente, había comprendido: era distinta, y los otros notaban la diferencia, y se apartaban. Se decía que los padres de Margot se la llevarían de nuevo a la Tierra el año próximo, pues para ella era cuestión de vida o muerte, aun cuando la familia perdería por ese motivo varios miles de dólares. Por eso la odiaban los niños, por todas esas razones, de mucha o poca consecuencia. Odiaban aquel pálido rostro de nieve, su silencio ansioso, su delgadez, y su futuro posible. —¡Vete! —William la empujó de nuevo.— ¿Qué esperas? Entonces, y por primera vez, Margot se volvió y lo miró. Y lo que esperaba se le vio en los ojos. —Bueno, no te quedes ahí —gritó William, furioso—. No verás nada. Margot movió los labios. —¡Nada! —gritó William—. Fue todo una broma, ¿no entiendes? —Miró a los otros niños—. Hoy no pasará nada, ¿no es cierto? Todos lo miraron pestañeando, y de pronto comprendieron y se echaron a reír, sacudiendo las cabezas. —¡Nada, nada! —Oh —murmuró Margot, desconsolada—. Pero si es hoy. Los sabios lo anunciaron, y ellos saben. Hoy el sol… —Fue una broma, nada más —dijo William tomándola bruscamente del brazo—. Eh, vamos, será mejor que la encerremos en un armario antes que vuelva la maestra. —No —dijo Margot, retrocediendo. 90

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Todos se le fueron encima, y entre protestas y luego súplicas y luego llantos, la arrastraron a un túnel, a un cuarto, a un armario, cerraron la puerta, y le echaron llave. Se quedaron un rato mirando cómo la puerta temblaba con los golpes de la niña y oyendo sus gritos sofocados. Después, sonriendo, dieron media vuelta, y salieron del túnel en el momento en que llegaba la maestra. —¿Listos, niños? La maestra miró su reloj. —¡Sí! —¿Estamos todos? —¡Sí! La lluvia menguaba cada vez más. Fue entonces como si en la película cinematográfica de un alud, de un tornado, de un huracán, de una erupción volcánica, la banda de sonido se hubiera estropeado de pronto, y todos los ruidos, todas las ráfagas, todos los ecos y truenos se hubiesen apagado bruscamente, y como si en seguida hubiesen arrancado el film del aparato, que proyectaba ahora una apacible fotografía tropical que no se movía ni trepidaba. El mundo se había detenido. El silencio era tan inmenso, tan inverosímil que parecía que uno se hubiese puesto algodones en los oídos, o que uno se hubiera quedado sordo. Los chicos se llevaron las manos a los oídos. La puerta se abrió, y el olor del mundo silencioso, expectante, entró en la escuela. Salió el sol. Tenía el color del bronce fundido, y era muy grande. Alrededor, el cielo era un deslumbrante azulejo azul. El hechizo se quebró al fin, y los niños se precipitaron gritando hacia el verano. La selva ardía bajo el sol. —Bueno, no vayan muy lejos —les gritó la maestra—. Tienen sólo dos horas. Que la lluvia no los sorprenda afuera. Pero los niños corrían ya con los rostros vueltos hacia el cielo, sintiendo que el sol les quemaba las mejillas como un hierro candente, y ya se quitaban los abrigos para que el sol les dorara los brazos. —Es mejor que las lámparas de sol, ¿no es cierto? —¡Oh, mucho, mucho mejor! Dejaron de correr. Estaban en la enorme selva que cubría Venus, esa selva que nunca dejaba de crecer, tumultuosamente, que crecía mientras uno la miraba. La selva era un nido de pulpos y extendía unos tentáculos de zarzas carnosas, temblorosas, que florecían en la verde primavera. Tenía el color del caucho y de la ceniza, esta selva, luego de tantos años sin sol. Tenía el color de las piedras, del queso blanco y de la tinta. Los niños se echaban riéndose en el colchón de la selva, y oían cómo crujía y suspiraba, elástica y viva. Corrían entre los árboles, resbalaban y caían, se empujaban, jugaban; pero sobre todo miraban el sol con los ojos entornados hasta que las lágrimas les rodaban por las mejillas. Tendían las manos hacia el resplandor amarillo y el asombroso azul y respiraban el aire puro y escuchaban el silencio y descansaban en él como flotando en un mar inmóvil. Todo lo miraban, todo lo disfrutaban. Luego, impetuosamente, como animales que han escapado de sus madrigueras, corrían y corrían en círculos, gritando. Corrieron toda una hora. Y de pronto… En plena carrera, una niña gimió. Todos se quedaron quietos. De pie, en la selva, la niña extendió una mano. —Oh, miren, miren —dijo. CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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Todos se acercaron lentamente y miraron la mano abierta. En el centro de la palma, como una ventosa, una gota de lluvia. La niña se echó a llorar, mirando la gota. Todos alzaron rápidamente los ojos al cielo. —Oh, oh. Unas gotas frías les cayeron en las narices, las bocas, las mejillas. El sol se apagó tras una ráfaga de niebla. Alrededor de los niños sopló un viento frío. Todos se volvieron y echaron a caminar hacia la casa subterránea, con los brazos caídos, las sonrisas muertas. El estampido de un trueno los estremeció, y como hojas arrastradas por un viento que se levanta echaron a correr tropezando y tambaleándose. Un rayo estalló a diez kilómetros de distancia, a cinco kilómetros, a dos, a uno. Las tinieblas de la medianoche cubrieron el cielo. Se quedaron un momento en la puerta del subterráneo hasta que la lluvia arreció. Luego cerraron la puerta y escucharon el ruido de las toneladas de agua, la catarata que caía en todas partes y para siempre. —¿Otros siete años? —Sí, siete años. De pronto un niño gritó. —¡Margot! —¿Qué? —Está aún en el armario. —Margot. Los niños se quedaron como estacas clavadas en el suelo. Se miraron y apartaron los ojos. Miraron de reojo el mundo donde ahora llovía, llovía y llovía, inmutablemente. Tenían unas caras solemnes y pálidas. Cabizbajos, se miraron las manos, los pies. —Margot. —Bueno —dijo una niña. Nadie se movió. —Vamos —murmuró la niña. Lentamente, recorrieron el pasadizo bajo el ruido de la lluvia fría, entraron en la sala bajo el estrépito de la tormenta y el trueno, con unas caras azules, terribles, iluminadas por los relámpagos. Se acercaron al armario, lentamente, y esperaron. Detrás de la puerta sólo había silencio. Abrieron la puerta, más lentamente aún, y dejaron salir a Margot.

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BIOGRAFÍA

Liliana Heker

(Nació en Buenos Aires 1953) En 1959 Liliana Heker comenzó a colaboraren la revista literaria “El grillo de papel” y participó, junto a Abelardo Castillo, en la fundación de las revistas literarias “El Escarabajo de Oro” (19611974) y “El Ornitorrinco” (1977-1987). Su primer libro de cuentos ”Los que vieron la zarza”, apareció en 1966. Sus relatos han sido traducidos al inglés y también se han publicado en Alemania, Israel, Rusia, Turquía, Holanda, Canadá y Polonia. Alfaguara reúne todos sus cuentos primero en el volumen” Los bordes de lo real”, en 1991, y después en “Cuentos”, en 2004. En 1996 publica “El fin de la historia”, ambientada en los 70. Sus ensayos y artículos fueron recogidos en 1999 en el libro “Las hermanas de Shakespeare.”

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“La fiesta ajena”, Liliana Heker Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le hubiera gustado nada tener que darle la razón a su madre. ¿Monos en un cumpleaños?, le había dicho; ¡por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la chica: era por el cumpleaños. –No me gusta que vayas –le había dicho–. Es una fiesta de ricos. –Los ricos también se van al cielo–dijo la chica, que aprendía religión en el colegio. –Qué cielo ni cielo –dijo la madre–. Lo que pasa es que a usted, m’hijita, le gusta cagar más arriba del culo. A la chica no le parecía nada bien la manera de hablar de su madre: ella tenía nueve años y era una de las mejores alumnas de su grado. –Yo voy a ir porque estoy invitada –dijo–. Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga. Y se acabó. –Ah, sí, tu amiga –dijo la madre. Hizo una pausa–. Oíme, Rosaura –dijo por fin–, esa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta, nada más. Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar. –Callate –gritó–. Qué vas a saber vos lo que es ser amiga. Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes mientras su madre hacía la limpieza. Tomaban la leche en la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le gustaba enormemente todo lo que había en esa casa. Y la gente también le gustaba. –Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo. Va a venir un mago y va a traer un mono y todo. La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las caderas. –¿Monos en un cumpleaños? –dijo–. ¡Por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen. Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las personas de mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica, ¿qué?, si un día llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer tampoco a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa fiesta más que nada en el mundo. –Si no voy me muero –murmuró, casi sin mover los labios. Y no estaba muy segura de que se hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la fiesta descubrió que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a la tarde, después que le lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura se miró en el espejo, con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima. La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo: –Qué linda estás hoy, Rosaura. Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la fiesta con paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara de conspiradora; acercó su boca a la oreja de Rosaura. –Está en la cocina –le susurró en la oreja–. Pero no se lo digas a nadie 94

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porque es un secreto. Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando en su jaula. Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después, cada tanto, abandonaba a escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía permiso para entrar en la cocina, la señora Inés se lo había dicho: ‘Vos sí pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo”. Rosaura, en cambio, no rompió nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada, cuando la llevó desde la cocina al comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que la señora Inés le había dicho: “¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan grande?”. Y claro que iba a poder: no era de manteca, como otras. De manteca era la rubia del moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo: –¿Y vos quién sos? –Soy amiga de Luciana –dijo Rosaura. –No –dijo la del moño–, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y conozco a todas sus amigas. Y a vos no te conozco. –Y a mí qué me importa –dijo Rosaura–, yo vengo todas las tardes con mi mamá y hacemos los deberes juntas. –¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? –dijo la del moño, con una risita. – Yo y Luciana hacemos los deberes juntas –dijo Rosaura, muy seria. La del moño se encogió de hombros. –Eso no es ser amiga –dijo–. ¿Vas al colegio con ella? –No. –¿Y entonces, de dónde la conocés? –dijo la del moño, que empezaba a impacientarse. Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo: –Soy la hija de la empleada –dijo. Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos la hija de la empleada, y listo. También le había dicho que tenía que agregar: y a mucha honra. Pero Rosaura pensó que nunca en su vida se iba a animar a decir algo así. –Qué empleada–dijo la del moño–. ¿Vende cosas en una tienda? –No –dijo Rosaura con rabia–, mi mamá no vende nada, para que sepas. –¿Y entonces cómo es empleada? –dijo la del moño. Pero en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si no la podía ayudar a servir las salchichitas, ella que conocía la casa mejor que nadie. – Viste –le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo. Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era Luciana, con su corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la carrera de embolsados y en la mancha agachada nadie la pudo agarrar. Cuando los dividieron en equipos para jugar al delegado, todos los varones pedían a gritos que la pusieran en su equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida había sido tan feliz. Pero faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. Primero, la torta: la señora Inés le había pedido que la ayudara a servir la torta y Rosaura se divirtió muchísimo porque todos los chicos se le vinieron encima y le gritaban “a mí, a mí”. Rosaura se acordó de una historia donde había una reina que tenía derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre le había CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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gustado eso de tener derecho de vida y muerte. A Luciana y a los varones les dio los pedazos más grandes, y a la del moño una tajadita que daba lástima. Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de verdad. Desanudaba pañuelos con un solo soplo y enhebraba argollas que no estaban cortadas por ninguna parte. Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy raro el mago: al mono lo llamaba socio. “A ver, socio, dé vuelta una carta”, le decía. “No se me escape, socio, que estamos en horario de trabajo”. La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en brazos y el mago lo iba a hacer desaparecer. –¿Al chico? –gritaron todos. –¡Al mono! –gritó el mago. Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo. El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al mono. El mago lo levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí con la cabeza. –No hay que ser tan timorato, compañero –le dijo el mago al gordito. –¿Qué es timorato? –dijo el gordito. El mago giró la cabeza hacia uno y otro lado, como para comprobar que no había espías. –Cagón –dijo–. Vaya a sentarse, compañero. Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el corazón. –A ver, la de los ojos de mora –dijo el mago. Y todos vieron cómo la señalaba a ella. No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al mono, ni al final, cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de Rosaura, dijo las palabras mágicas... y el mono apareció otra vez allí, lo más contento, entre sus brazos. Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y antes de que Rosaura volviera a su asiento, el mago le dijo: –Muchas gracias, señorita condesa. Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo primero que le contó. – Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: “Muchas gracias, señorita condesa”. Fue bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba enojada con su madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: “Viste que no era mentira lo del mono”. Pero no. Estaba contenta, así que le contó lo del mago. Su madre le dio un coscorrón y le dijo: –Mírenla a la condesa. Pero se veía que también estaba contenta. Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy sonriente, había dicho: “Espérenme un momentito”. Ahí la madre pareció preocupada. –¿Qué pasa? –le preguntó a Rosaura. –Y qué va a pasar –le dijo Rosaura–. Que fue a buscar los regalos para los que nos vamos. Le señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al lado de sus madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien porque había estado observando a los que se iban antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés le regalaba una pulsera. Cuando se iba un chico, 96

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le regalaba un yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo porque tenía chispas, pero eso no se lo contó a su madre. Capaz que le decía: “Y entonces, ¿por qué no le pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?”. Era así su madre. Rosaura no tenía ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la única distinta. En cambio le dijo: –Yo fui la mejor de la fiesta. Y no habló más porque la señora Inés acababa de entrar en el hall con una bolsa celeste y una bolsa rosa. Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y el gordito se fue con su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que había sacado de la bolsa rosa, y la de trenzas se fue con su mamá. Después se acercó a donde estaban ella y su madre. Tenía una sonrisa muy grande y eso le gustó a Rosaura. La señora Inés la miró, después miró a la madre, y dijo algo que a Rosaura la llenó de orgullo. Dijo: –Qué hija que se mandó, Herminia. Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer los dos regalos: la pulsera y el yo-yo. Cuando la señora Inés inició el ademán de buscar algo, ella también inició el movimiento de adelantar el brazo. Pero no llegó a completar ese movimiento. Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa. Buscó algo en su cartera. En su mano aparecieron dos billetes. –Esto te lo ganaste en buena ley–dijo, extendiendo la mano–. Gracias por todo, querida. Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano de su madre se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el cuerpo de su madre. Nada más. Salvo su mirada. Su mirada fría, fija en la cara de la señora Inés. La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a retirarla. Como si la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio.

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BIOGRAFÍA

Horacio Quiroga

(Nació en Salto, Uruguay en 1878 y murió en Buenos aires en 1937) Narrador uruguayo radicado en Argentina, considerado uno de los mayores cuentistas latinoamericanos de todos los tiempos, cuya obra se sitúa entre la declinación del modernismo y la emergencia de las vanguardias. Su tema central es la naturaleza en oposición al hombre en tanto agente civilizador. El hombre cree decidir y disponer pero la naturaleza le cobra esa osadía de buscar modificarla. Su vida fue marcada por la tragedia: su padre murió en un accidente de caza, y su padrastro y posteriormente su primera esposa se suicidaron; además, Quiroga mató accidentalmente de un disparo a su amigo Federico Ferrando. Estudió en Montevideo y pronto comenzó a interesarse por la literatura. Inspirado en su primera novia escribió Una estación de amor (1898), fundó en su ciudad natal la Revista de Salto (1899). Marchó a Europa y resumió sus recuerdos de esta experiencia en “Diario de viaje a París” (1900), a su regreso fundó el “Consistorio del Gay Saber”, que pese a su corta existencia presidió la vida literaria de Montevideo y las polémicas con el grupo de Julio Herrera y Reissig. Ya instalado en Buenos Aires publicó” Los arrecifes de coral”, poemas, cuentos y prosa lírica (1901). En 1903, acompañó a Leopoldo Lugones como fotógrafo a la provincia de Misiones con la posterior publicación conjunta de “Las misiones jesuíticas”, seguido de los relatos de “El crimen del otro” (1904), la novela breve “Los perseguidos” (1905), y la más extensa” Historia de un amor turbio “(1908). En 1909 se radicó precisamente en la provincia de Misiones, donde se desempeñó como juez de paz en San Ignacio, localidad famosa por sus ruinas de las reducciones jesuíticas, a la par que cultivaba yerba mate y naranjas y construía con sus manos la cabaña que más tarde habitaría junto a su malograda esposa. Nuevamente en Buenos Aires, trabajó en el consulado de Uruguay y dio a la prensa Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917), los relatos para niños “Cuentos de la selva” (1918),” El salvaje” (1920), la obra teatral “Las sacrificadas” (1920), “Anaconda” (1921), “El desierto” (1924), “La gallina degollada y otros cuentos” (1925) y quizá su mejor libro de relatos, “Los desterrados” (1926). Colaboró en diferentes medios: Caras y Caretas, Fray Mocho, La Novela Semanal y La Nación, entre otros. En 1927 contrajo segundas nupcias con una joven amiga de su hija Eglé, con quien tuvo una niña. Dos años después publicó la novela “Pasado amor”, sin mucho éxito. Sintiendo el rechazo de las nuevas generaciones literarias, regresó a Misiones para dedicarse a la floricultura. En 1935 publicó su último libro de cuentos, “Más allá”. Hospitalizado en Buenos Aires, se le descubrió un cáncer gástrico, enfermedad que parece haber sido la causa que lo impulsó al suicidio, ya que puso fin a sus días ingiriendo cianuro.

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“A la deriva”, Horacio Quiroga El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento, vió una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque. El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vió la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de plano, dislocándole las vértebras. El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violeta, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho. El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento. Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba. --¡Dorotea!--alcanzó a lanzar en un estertor.--¡Dame caña! Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno. --¡Te pedí caña, no agua!--rugió de nuevo.--¡Dame caña! --¡Pero es caña, Paulino!--protestó la mujer espantada. --¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo! La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta. --Bueno; esto se pone feo--murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla. Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más,

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aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo. Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentóse en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis sillas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú. El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito--de sangre esta vez--dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte. La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente dolorido. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados. La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho. --¡Alves!--gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano. --¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor!--clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo.--En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva. El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única. El sol había caído ya cuando el hombre, semi-tendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración. El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocio para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú. El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en TacurúPucú? Acaso viera también a su ex-patrón míster Dougald, y al recibidor del obraje. 100

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¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay. Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex-patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente. De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también... Al recibidor de maderas de míster Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Deseado, un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves... El hombre estiró lentamente los dedos de la mano. --Un jueves... Y cesó de respirar.

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BIOGRAFÍA

Raymond Carver

(Nació en Oregón en 1939 y murió en Washington en 1988) Fue uno de los creadores del “Realismo sucio”, sus cuentos son lacónicos, precisos, intensos. Se inscriben al igual que los de Hemingway y Chejov (su maestro) en una línea delgada entre la literatura y la vida. Sus personajes son seres desamparados y desahuciados; desalojados y castigados por la vida, con parejas al borde del naufragio, economías a punto del colapso, incomunicación entre padres e hijos, alcohólicos en picada buscando redimirse, desempleados y desplazados del gran sueño americano que nunca se concreta y que es la otra cara de los Estados Unidos de América. Los de Carver son cuentos Concisos, turbios, divertidos y dolorosos. Escritos evitando cualquier exceso de sentimentalismo, con un estilo depurado que es deudor de los consejos (muchos dicen que también de la pluma) de su editor Gordon Lish. Raymond Carver forma pare de la galería de ilustres visitantes que conocieron la ciudad de Rosario en 1984. Ciudad a la que muchos afirman retrata en el poema “Cutlery”. Falleció en pleno reconocimiento de su carrera como narrador y poeta en el año 1988.

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“Mecánica Popular”, Raymond Carver Aquel día, temprano, el tiempo cambió y la nieve se deshizo y se volvió agua sucia. Delgados regueros de nieve derretida caían de la pequeña ventana -una ventana abierta a la altura del hombro- que daba al traspatio. Por la calle pasaban coches salpicando. Estaba oscureciendo. Pero también oscurecía dentro de la casa. Él estaba en el dormitorio metiendo ropas en una maleta cuando ella apareció en la puerta. —¡Estoy contenta de que te vayas! ¡Estoy contenta de que te vayas! —gritó—. ¿Me oyes? Él siguió metiendo sus cosas en la maleta. —¡Hijo de perra! ¡Estoy contentísima de que te vayas!—.Empezó a llorar—. Ni siquiera te atreves a mirarme a la cara, ¿no es cierto? Entonces ella vio la fotografía del niño encima de la cama, y la cogió. Él la miró; ella se secó los ojos y se quedó mirándole fijamente, y después dio la vuelta y volvió a la sala. —Trae eso aquí —le ordenó él. —Coge tus cosas y lárgate—contestó ella. Él no respondió. Cerró la maleta, se puso el abrigo, miró a su alrededor antes de apagar la luz. Luego pasó a la sala. Ella estaba en el umbral de la cocina con el niño en los brazos. —Quiero al niño —dijo él. —¿Estás loco? —No, pero quiero al niño. Mandaré a alguien a recoger sus cosas. —A este niño no lo tocas —le advirtió ella. El niño se había puesto a llorar, y ella le retiró la manta que le abrigaba la cabeza. —Oh! Oh! —exclamó ella mirando al niño. Él avanzó hacia ella. —¡Por el amor de Dios! —se lamentó ella. Retrocedió unos pasos hacia el interior de la cocina. —Quiero el niño. —¡Fuera de aquí! Ella se volvió y trató de refugiarse con el niño en un rincón, detrás de la cocina. Pero él les alcanzó. Alargó las manos por encima de la cocina y agarró al niño con fuerza. —Suéltalo —dijo. —¡Apártate! ¡Apártate! —gritó ella. El bebé, congestionado, gritaba. En la pelea tiraron una maceta que colgaba detrás de la cocina. Él la aprisionó contra la pared, tratando de que soltara al niño. Siguió agarrando con fuerza al niño y empujó con todo su peso. —Suéltalo —repitió. —No —dijo ella—. Le estás haciendo daño al niño. —No le estoy haciendo daño. Por la ventana de la cocina no entraba luz alguna. En la casi oscuridad él trató de abrir los aferrados dedos de ella con una mano, mientras con la otra agarraba al

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niño, que no paraba de chillar, por un brazo, cerca del hombro. Ella sintió que sus dedos iban a abrirse. Sintió que el bebé se le iba de las manos. —¡No! —gritó al darse cuenta que sus manos cedían. Tenía que retener a su bebé. Trató de agarrarle el otro brazo. Logró asirlo por la muñeca y se echó atrás. Pero él no lo soltaba. Él vio que el bebé se le escurría de las manos, y estiró con todas sus fuerzas. Así, la cuestión quedó zanjada.

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BIOGRAFÍA

Mariano Dubín

(Nació en La Plata en 1983) Publicó cuentos, ensayos y cuatro libros de poesía: “Con los pasos de la mala vida en 2006, “La razón de mi lima” en 2009, “Bardo” en 2011 y “Cosas de zorro” en 2016 editó el libro de ensayos “Parte de guerra. Indios, gauchos y villeros”. Es docente, poeta y narrador. Vive en Berisso.

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“Conchabo”, Mariano Dubín Le devolvió el mate, antes que ella diga eso de que le subió la fiebre y no despertó. Un poco antes de que se acercara y tocara su pollera, y entre toda esa lana las yemas de los dedos se convirtieran en agua, y fueran suaves, aunque tuviese ya las manos duras de la cosecha. Antes que chistara por la chancha porque había querido entrar, mostrando su lomo sucio entre la cortina rasgada que hacía de puerta. Un chistido suave que la chancha no obedeció, pues quedó entre la cortina; sin salir, sin entrar. Mientras su mano se desprendía de la pollera, como deshilachándose, y buscaba contar ese viaje trunco; por qué había viajado, justo ahora a la cosecha, a la provincia. El algodón siempre escaseaba y conchabarse era un preguntar todo el tiempo, arrimarse a saludar, recordar nombres de gente que ya estaba bien muerta, inventar una cara conocida y volver, tal vez, casi sin nada; hasta que cruzó la chacra de un gringo viejo, que estaba en la puerta de su rancho, bajo la sombra de un alero, más arruinado que su campo. Y lo recibió carraspeando: ayuda un poco, sí, que ando necesitando, vio. Y consiguió trabajar, como un bruto con el ruido constante de las chicharras como si fuese un silencio enfermo. Él solo con dos tobas. Uno mudo que tendría la edad misma del Chaco. El otro un desconfiado. Lo miraba feo, de reojo. Igual nunca hubo vino y nadie pudo pelearse pero el día que se iba se arrimó al galpón por sus cosas y no se aparecieron; después el viejo le dio un dinero pobre y se anduvo callado porque tampoco llegó a entender ese sentimiento amargo; guardó el jornal en el bolsillo trasero y volvió. Volvió en un camión de prestado, con otros más. Bajaba cansado, con ganas. Los huesos dolían. Por eso entró y se sentó y mateó en silencio, para volver el cuerpo en sí. Mateó hasta que luego de apretarse a la pollera, como enmarañándose entre sus dedos, preguntó por el chico, el nuevito, el que no conocía. Ahí la mujer dijo aquello de que le había subido la fiebre y no despertó: que cambio la yerba que seguimos mateando. Y la chancha, antes sin salir, sin entrar, se perfiló finalmente a la basura; a olfatearla, a masticar. Él la miraba atento; su lomo sucio, su piel rosada; pero no chistó. Le surgía un hambre antigua. Con el gringo sólo había tomado mate, y mate y mate. La mujer pudo entender pronto porque dijo, cambiando la yerba, no te preocupés, no te hagas mala sangre, que en unos días ya se vende.

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BIOGRAFÍA

Roberto Arlt

(Nació en Flores en 1900 y murió en Buenos Aires en 1942) Dramaturgo, inventor y periodista incansable e imparable, una verdadera máquina de escribir. En sus cortos 42 años se ganó la vida con su labor periodística, emergen de ella sus Aguafuertes, escritas en un lenguaje porteño, irreverente y donde aborda con su habitual humor ironía y escepticismo una variada gama de retratos ciudadanos. Pero que a su vez son documentos que nos permiten entender un poco más su críptica obra literaria. Con Roberto Arlt la literatura deja de ser un pasatiempo de ciertos jóvenes de clase acomodada. Profesionaliza la escritura, con su labor periodística obtiene el sustento para publicar sus cuentos, novelas y obras de teatro. Escribió “El juguete rabioso” de 1926, donde el joven Silvio Astier se inicia en la vida delictiva y comprende que la forma de trascender los umbrales de la clase en nuestra sociedad es a través de la delación. Escribe también las ficciones paranoicas “Los siete locos”, “Los lanzallamas”, y “Amores brujos. Su libro de cuentos “El jorobadito” de 1933, es un catálogo de la deformidad expresionista y grotesca con que impregna sus historias. Roberto Arlt compone a partir de una materia viva, que es el flujo de los lenguajes de la inmigración que se mezclan y confunden sembrando en sus páginas caos y anarquía. El libro “El criador de gorilas” es una colección de cuentos de tema oriental donde se corre de los típicos escenarios del Río de la Plata per no abandona el contenido universal de sus historias ni su sentir rioplatense. En 1940 escribió su último libro de cuentos “El crimen casi perfecto”. Fue además junto a Leónidas Barletta, creador del “Teatro del pueblo” incursionando también en el género con obras impregnadas de un carácter expresionista y onírico como “300 millones”, “ Saverio el cruel” “La isla desierta”. Es uno de los escritores fuertes de la tradición literaria argentina.

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“Los hombres fieras”, Roberto Arlt El sacerdote negro apoyó los pies en un travesaño de bambú del barandal de su bungalow, y mirando un elefante que se dirigía hacia su establo cruzando las calles de Monrovia, le dijo al joven juez Denis, un negro americano llegado hacía poco de Harlem a la Costa de Marfil: -En mi carácter de sacerdote católico de la Iglesia de Liberia debía aconsejarle a usted que no hiciera ahorcar al niño Tul; pero antes de permitirme interceder por el pequeño antropófago, le recordaré a usted lo que le sucedió a un juez que tuvimos hace algunos años, el doctor Traitering. “El doctor Traitering era americano como usted. Fue un hombre recto, aunque no se distinguió nunca por su asiduidad a la Sagrada Mesa. No. Sin embargo, trató de eliminar muchas de las bestiales costumbres de nuestros hermanos inferiores, y únicamente el señor presidente de la República y yo conocemos el misterio de su muerte. Y ahora lo conocerá usted.” El doctor Denis se inclinó ceremonioso. Era un negro que estaba dispuesto a hacer carrera. El sacerdote encendió su pipa, llenó el vaso del juez con un transparente aguardiente de palma, y prosiguió: -El señor Traitering era nativo de Florida, y, como usted, vino aquí, a Liberia, nombrado por la poderosa influencia de una gran compañía fabricante de neumáticos. Nosotros hemos conceptuado siempre un error nombrar negros nacidos en tierras extrañas para regir los destinos del país de una manera u otra, pero la baja del caucho obliga a todo… El doctor negro sonrió obsequioso, y haciendo una mueca terrible ingirió el vasito de aguardiente de palma. El sacerdote continuó: -Yo he sentido siempre que el hombre de color, extranjero en este país, está desvinculado del clima de la selva y de la tierra. Y cuando menos lo espera, se encuentra enganchado por el engranaje del misterio bestial que en todos nosotros ha puesto el demonio, siempre en acecho del alma animal de estos pobrecitos salvajes. El doctor Denis volvió a sonreír con obsequiosa máscara de chocolate, y el sacerdote, sirviéndole otro vasito de aguardiente de palma, prosiguió su relato: -Hace cosa de siete años se produjeron numerosas desapariciones, que, con toda razón, supusimos de origen criminal. Niños y doncellas, a veces hasta hombres robustos, salían de sus chozas para no regresar. Las poblaciones de Krus comenzaron a sentirse alarmadas; al caer la tarde, frente a las cabañas, las mujeres miraban impacientes los desiertos caminos, temiendo por la desaparición de los suyos. Se iniciaron investigaciones, se ofrecieron premios, y finalmente un esclavo mandinga reveló que había sido invitado a una fiesta 108

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en el bosque que está más allá del rápido de Manba. Se destacó una compañía de gendarmes, y una noche pudo detenerse a una banda compuesta de cuarenta hombres que danzaban en torno de una muchacha de la tribu de De, listos ya para sacrificarla. Algunos de los criminales estaban cubiertos de orejudas máscaras de madera; otros, embozados en pieles de fieras. Había entre ellos hombres de la tribu de los gbalín, para quienes la antropofagia es familiar, y también un niño de Kwesi, de brazos largos y piernas cortas que parecía un pequeño gorila. Todos confesaron sus delitos -habían devorado vivas a muchas personas-, pero no había uno solo de ellos que no alegara que cometía estos crímenes cuando se había metamorfoseado en una bestia… -Sugestión colectiva -murmuró el negro doctor. El sacerdote volvió su mirada hostil al pedantesco congénere, y el doctor Denis comprendió que le convenía disimular su sabiduría materialista, y para hacerse perdonar la indiscreción repuso: -La declaración del niño, ¿coincidió con la de los mayores? -Sí. El niño Gan alegó que cuando bailaba con los otros hombres en el bosque a medida que danzaba sentía que se iba metamorfoseando en una hiena. Traitering condenó a esos cuarenta criminales a la horca; su sentencia se ejecutó, y los cuarenta caníbales fueron colgados de las ramas de los árboles en los caminos que conducían a Monrovia. El único que se libró de ser ejecutado fue el niño Gan, debido a su corta edad: doce años. “Cuando el juez Traitering me expuso sus escrúpulos, yo me manifesté de acuerdo con él. No era posible ahorcar a una criatura de doce años. Pero Traitering estaba personalmente interesado en el caso. Pensaba escribir un libro sobre costumbres de nuestros negros, de modo que condenó al niño a prisión perpetua. Pronto olvidamos todos a los cuarenta ahorcados. En este país hay demasiado trabajo para disponer de tiempo para pensar en muertos, y dos meses después de aquel suceso, estando yo una tarde en este barandal, mirando como mira usted al elefante de míster Marshall, bruscamente apareció el doctor Traitering. “Creo haberle dicho a usted que el juez era un hombre alto y robusto, de ojos saltones y miembros pesados. Pero ahora, su pie, como un traje excesivamente holgado, colgaba sobre la agobiada percha de su osamenta. Me miró tristemente, como un gorila cuando se siente enfermo del pecho, y me dijo: -Padre, tengo algo muy grave que conversar con usted. “Quiero advertirle, doctor Denis, que el juez Traitering no era un hombre religioso ni mucho menos. Sin embargo, me di cuenta de que se trataba de un caso importante, y dejando de ocuparme del elefante de míster Marshall, hice sentar al juez donde está usted sentado, le ofrecí un vaso de aguardiente y me quedé callado, esperando su confidencia. “Traitering lanzó un largo suspiro, pero permaneció en silencio. Yo no abrí CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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la boca y volví a ocuparme de los chicos de míster Marshall, que jugaban en torno de las patas del elefante. Finalmente, el juez Traitering, después de lanzar otro suspiro, me dijo: “-¿Se acuerda, padre, de los cuarenta ahorcados? “Francamente, yo ya no me acordaba. Por eso le respondí un poco aturdidamente: “-¿Qué pasa? ¿Han resucitado? “Traitering sonriose débilmente: “-Ojalá hubieran resucitado! ¿Recuerda usted, padre, que me aconsejó que indultara al niño? “Efectivamente, yo no podía negar que le había aconsejado que indultara al pequeño Gan. “-Sí, sí… ¿Qué es de ese huérfano? “-Lo he asesinado ayer, padre. “Me quedé mirando atónito al juez Traitering. ¡Había asesinado al niño! “-¿Por qué ha hecho eso? -terminé por preguntarle-. ¿Por qué lo asesinó? “­Ah, padre…, padre!… -Y el juez Traitering se echó a llorar como una criatura-. No se imagina usted la calidad de monstruo que era ese niño. Si le hubiera hecho ahorcar en compañía de los otros, no estaría yo aquí. No. “A mí se me partía el alma de ver llorar a un hombrón tan recio. Traté de consolarlo, y le serví un vaso de aguardiente. (Aquí el padre aprovechó para servirse otro y llenarle el vaso al doctor Denis.) “¿Qué ha pasado? -le dije. “Finalmente, el juez Traitering comenzó a relatarme su desgracia. “­¡Santo nombre de Dios! Y después hay gente que duda de la existencia del demonio. He aquí lo que contó el infortunado: “-Un mes después que hice ahorcar a los cuarenta antropófagos del rápido de Manba recordé que en la cárcel permanecía encerrado el niño Gan, y como disponía de tiempo resolví tomar apuntes respecto al proceso en que el niño declaraba sentir que se metamorfoseaba en hiena. Una tarde le hice traer a mi oficina. Un soldado me entregó al niño, y yo quedé solo con él en mi despacho “-¿Estarás contento de haber salvado la piel? -le dije al chico en dialecto krus. “El pequeño caníbal no contestó palabra. 110

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“-¿No quisieras ahora un trozo de carne humana? -le pregunté. “Gan continuó en silencio. Yo insistí: “-Si me cuentas cómo hacías para convertirte en hiena te daré un trozo de carne de mandinga (los mandingas son recios enemigos de los kwesi) y una botella de aguardiente. “Gan no abrió la boca Continuaba mirándome fijamente, y cuanto más él me miraba más simpatía experimentaba yo hacia él. Se iba formando un lazo de amistad secreta entre nosotros. Quizá por mis venas también circulara sangre de negro kwesi, pensé. Y entonces poniéndome de pie, me acerqué a Gan e intenté pasarle la mano por la cabeza; pero Gan se retiró velozmente, y encogiendo el labio superior se quedó mostrándome los dientes como una fiera que quiere morder. ­Ah, padre! Yo no sé qué pasó en aquel momento por mí; recuerdo perfectamente que no sentí ningún desagrado por ese gesto bestial, sino que riéndome también yo fruncí los labios, mostrándole los dientes al caníbal. Entonces Gan apoyó las manos en el suelo y comenzó a andar ágilmente en cuatro pies rozándome las pantorrillas con el flanco; yo experimenté un sobresalto terrible, me precipité a la puerta, la cerré con llave, y apoyando las manos en el suelo, también me puse a caminar como una fiera. Y el niño lanzaba gruñidos y yo le imitaba y ambos parecíamos dos fieras que no se resuelven a reñir. “-¿Es posible? -interrumpí asombrado. “­Ah, padre! ­Vaya, si es posible! Lo único que recuerdo es que en aquel momento experimenté un placer vertiginoso en degradar mi dignidad humana. Además, sentía un deseo tan violento de morder, que creo que hubiera terminado por despedazar a Gan. Él gruñía sordamente como una hiena acorralada. En aquel momento alguien llamó a la puerta. Gan corriendo siempre en cuatro pies, se ocultó detrás de mi escritorio; yo despaché al soldado que había traído al muchacho. La verdad es que en aquellos momentos sólo me animaba un propósito. Después que el soldado se hubo alejado, le dije a Gan: “-Esta noche iremos al bosque. “Gan movió la cabeza asintiendo. “Entonces dejé al niño encerrado, me eché la llave al bolsillo y salí. Estaba afiebrado de impaciencia. Marché hacia el malecón, paseé por las orillas del lago; esperaba que la vista del agua y de las embarcaciones me calmarían, pero el cuadro de civilización del puerto me causó repulsión. Ansiaba vehementemente volver a la selva, convertirme en una bestia. Cuando la última luz de Krutown se hubo apagado, entré en el escritorio, tomé a Gan de una mano y lo hice subir a mi automóvil. Rápidamente dejamos atrás el cementerio de los krus, los cauchales. Finalmente llegué a un claro del bosque, oculté el automóvil bajo una cortina de lianas y dije a Gan: “-Haz la hiena. CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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“Una luna llena iluminaba el camino; Gan apoyó las manos en el suelo, y yo lo imité. A poco de iniciado este juego comenzamos a gruñir, luego nos afilamos las uñas en el tronco de los árboles, hasta que, cansados, nos echamos en el polvo del camino. Juro, padre, que en aquel momento sentí que tenía cola. No hablábamos. “Sabíamos” que esperábamos a alguien. Nada más. Pero ese alguien no llegaba. La noche estaba muy avanzada, la selva se había poblado de mil ruidos, y no llegaba nadie, cuando de pronto escuchamos el silbido de un hombre, una sombra se movió en el camino, y cuando el hombre estuvo cerca de nosotros, Gan saltó sobre él, le tiró al suelo y le desgarró la garganta de un mordisco. Fue una escena vertiginosa, casi incomprensible… Dispénseme, padre, de narrarle lo que hicimos después. Yo me sentía tigre; al amanecer me sorprendí con mi conciencia de hombre vuelta a un cuerpo completamente manchado de sangre. Gan con la cara aplastada en la hojarasca, dormía su hartazgo espantoso. “Desperté a Gan, nos lavamos en un arroyo y volvimos a Monrovia. Devolví el caníbal a la cárcel: yo estaba horrorizado de la experiencia, creía que sería la última; pero pocos días después la tentación se presentó tan enorme y dominante, que hice traer a Gan de la cárcel, aguardé la noche, y en su compañía nuevamente volví al bosque. “Desde entonces mi vida ha sido un infierno. Remordimientos y crímenes. Finalmente me resolví. Ayer, en compañía de Gan, fui al bosque, y allí lo maté de un tiro. Y ahora estoy aquí, padre, para pedirle la absolución de mis pecados y el perdón, porque me mataré. Es necesario que aproveche este intervalo de lucidez para exterminarme, antes que vuelva la horrible tentación a lanzarme al bosque en busca de víctimas…” El sacerdote negro calló, y Denis se quedó mirándolo. Luego murmuró: -¿Qué hizo usted, padre? -Comprendí que el juez Traitering tenía razón de querer matarse. Él no quería destruir el hombre que llevaba en sí, sino a la fiera despierta en él. Lo confesé, le di la absolución y le dejé marcharse. Algunas horas después, un muchacho del puerto trajo la noticia de que el juez Traitering se había ahogado. Los dos hombres callaron. Los niños de míster Marshall habían dejado de jugar en torno de las patas del elefante. El sacerdote negro bebió su quinta copa de aguardiente de palma, y le dijo al flamante juez: -Yo no le aconsejo que haga ejecutar al pequeño caníbal que usted tiene que juzgar, pero que esta historia le sirva para ponerse en guardia, que jamás bebió vino ni mordió carne.

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BIOGRAFÍA

Ricardo Piglia

(Nació en Adrogué en 1941 y murió en Buenos Aires en 2017) Estudió la carrera de Historia en la UNLP. Narrador, ensayista y profesor universitario en La Argentina y en el exterior. Fue director de la mítica colección de policiales “Serie Negra” de la editorial Jorge Álvarez que difundió a escritores como Chandler y Hammet en habla castellana. Escribió “Respiración artificial” en 1980, una novela híbrido que ensambla la historia argentina, con la novela política, el policial, la crítica y la teoría literaria. Autor también de “La ciudad ausente” donde una máquina de hacer literatura ideada por Macedonio Fernández modela una serie de cuentos que aparecen desperdigados en la novela. Autor de “Plata quemada” y de “Blanco nocturno” un triller donde se entreveran lo americano, lo chicano y lo criollo. Escribió entre otros “El camino de Ida” donde un catedrático argentino que investiga la vida de Hudson se ve envuelto en el crimen de una antigua colega que investiga la vida de Conrad. Mientras sus novelas están protagonizadas por su otro yo, Emilio Renzi, sus libros de cuentos presentan en general narradores y personajes esporádicos y autónomos y retoman en una síntesis la tradición de Roberto Arlt y Jorge Luis Borges. Realizó guiones para cine y televisión y fue un agudo ensayista cuyos temas frecuentes fueron la teoría literaria y la tradición literaria argentina, con libros como “Formas breves”, “Critica y ficción” y “El último lector”. Quedó además el registro de varias de sus conferencias, ciclos especiales para tv y reportajes en relación con la literatura argentina y la tradición. Antes de morir comenzó con la publicación de los dos primeros tomos de memorias bajo el nombre “Los diarios de Emilio Renzi” bajo el sello editorial Anagrama, que tiene en preparación el tercero de los tomos.

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“La honda”, Ricardo Piglia (La invasión, 1967) No me dejo engañar por los chicos. Sé que mienten, que siempre están poniendo cara de inocentes y por atrás se ríen de todo el mundo. Lo que pasó ese día fue que ellos no imaginaban que mi patrón y yo habíamos decidido trabajar, a pesar del domingo. Por eso cruzamos el camino de tierra hacia el depósi­to del fondo. Me acuerdo que por la calle andaba un coche de propaganda con los altoparlantes en el techo; y que yo escuché la música hasta que doblamos y el paredón apa­gó el ruido, de golpe. Entonces el viento nos arrimó las voces y las risas. Cuando los descubrimos se acurrucaron, tratando de disimularse entre los fierros, pero ya era tarde. Ninguno de los cuatro pasaba de los doce años. Se metían a robar pedazos de plomo para tirarlos con la honda. Dijeron que estaban allí porque Nacho les aseguró que era amigo del patrón y que el patrón le daba per­miso para juntar el plomo entre los desechos. Mi patrón les quitó las hondas que les colgaban del cuello y las tiró al foso de cemento en el que antes, cuan­do el taller estaba allí y no sobre la avenida, engrasaban ¡os coches desde abajo. Los pibes empezaron a barrer, como les ordenó el patrón en escarmiento. Mientras barrían les preguntó si sabían leer. Los cuatro sabían y los cuatro habían leído el cartel: PROHIBIDA LA ENTRADA Pero se metieron por culpa de Nacho que les dijo, repitieron, que era amigo del patrón. Nacho, flaco y morocho, barría en silencio. Teníamos que desarmar unas puertas de chapa para poder arreglar el techo del galpón de lavado. El más alto de los cuatro chicos me ayudaba por orden del pa­trón. Trabajaba concentrado y me trataba de “señor”. Ablandamos los clavos y los arrancamos con la ba­rreta “cocodrilo”. Después sacamos las chapas y las amon­tonamos en un costado. Cortamos los tirantes, dos lar­gos y dos cortos, y empezamos a preparar el soporte. Trabajamos la madera al borde del foso para poder serruchar hacia abajo sin peligro de tocar el suelo y mellar el serrucho. El pibe sostenía fuerte el tirante y me miraba de reojo. Al rato pareció animarse y me dijo, muy serio: —¿Señor, me deja agarrar la honda? —Yo no tengo nada que ver. Si fuera por mí estaríamos durmiendo la siesta. Preguntale al patrón, si él te la da —le contesté. Siguió ayudando, serio y concentrado. Daba risa con su cara de preocupación. Parecía el jefe de la barra y de vez en cuando miraba a los otros, como para tran­quilizarlos. Seguimos trabajando bajo el sol. Armamos el sopor­te y nos pusimos a 114

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clavar las chapas. Cada tanto levan­taba la cabeza y me miraba sin hablar, serio, con la frente brillante de sudor. Me molestaba ese modo que tenía de mirarme, como si yo tuviera la culpa y él me exigiera la honda trenzada, de horqueta de palo, que veíamos abajo, en el antiguo foso de engrase. Por fin le dije: —Cuando tire el martillo bajás a buscarlo y agarrás la honda. Sonrió y siguió sosteniendo el tirante sobre el que yo martillaba cansado. El martillo golpeó contra el piso con un ruido sordo. —Ché pibe, bajá a buscar el martillo —le grité. Bajó corriendo la escalera manchada por el sol. Des­de arriba parecía muy fuerte. Se le veían los hombros y la cabeza despeinada. Me pareció que el patrón había dejado de trabajar. El chico se agachó buscando la honda. Esperé que se la guardara, apurado, entre la camisa y el pecho; entonces me dí vuelta y le grité a mi patrón: —Patrón, el chico se escondió la honda en la camisa.

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BIOGRAFÍA

David Viñas

(Nació en Buenos aires en 1927 y murió en esa misma ciudad en 2011) Escritor y crítico literario. Escribió novelas como “Hombres de a Caballo” y “Los dueños de la tierra” y un único libro de cuentos en 1963 “Las malas costumbres.” En su labor crítica ha escrito ensayos sobre literatura y política y dirigió una colección de Historia de la Literatura argentina. Fue junto a Beatriz Sarlo el introductor de los autores del nuevo marxismo crítico como Raymond Williams. Durante la dictadura militar de 1976 estuvo exiliado en distintos países de América y Europa. Sus dos hijos engrosan la lista de los desaparecidos por el terrorismo de estado. La tristeza por aquella pérdida se marcó en su rostro hasta el final de su vida.

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“La Señora muerta”, David Viñas —No me gusta el olor de la goma quemada —fue lo primero que dijo esa mujer. Moure la miró un rato antes de contestar, pero no como la había estado observando hasta ese momento, desde que la descubrió en la cola apoyada a medias contra la pared, con un gesto resignado e insolente a la vez. “Levante”, se dijo. “Levante seguro”, y le sonrió: —No es goma lo que están quemando. —Ah, ¿no? —esa mujer lo miraba con desconfianza— ¿Qué es entonces? —Inmundicias —murmuró Moure con malestar. —¿Y de quién? —De todos... de todos los de la cola. Hace dos días que vienen haciendo lo mismo. Desde atrás, los que estaban en medio de la penumbra que flotaba sobre la calle, los empujaron para que avanzaran: ella se dio vuelta, apenas molesta de que la tocaran o de que le arrugaran el vestido, murmuró. Ya va, ya me di cuenta, qué tanto, y avanzó unos pasos ceremoniosamente. Se había apoyado contra la chapa de un hotel y se miraba en el reflejo: era un enorme cuadrado de bronce y Maure advirtió que se palpaba los labios. —¿Le duelen? —se le acercó. —No. Estoy despintada. Y esa mujer seguía mirándose aunque esa chapa la reflejase deformada, con una boca más ancha y unos ojos estirados. —Usted no tiene esa boca —señaló Moure. Ella abrió y cerró la boca varias veces, como si estuviera en un parque de diversiones, con la desconfianza de un chico o de un provinciano: —Sí, tengo una boca de muñeco —se juzgó con aire despreciativo. —No, no... —protestó Moure. —Pero me gusta tener una boca así. Unos metros más adelante se fue levantando un murmullo que aumentó la densidad y se prolongó un rato, como un moscardoneo. “No me puede fallar”, se propuso Moure. Una mujer con la cabeza cubierta con una pañoleta se le arrodilló delante, agachada la frente y parecía rezongar con una confusa irritación mientras se frotaba las manos; cuando la fila avanzó de nuevo, la mujer se fue arrastrando sobre las rodillas sin dejar de gangosear eso que decía, sin dejar de frotarse las manos. —Rezan, ¿no? —Sí —dijo Moure. —Ah... —ella se persignó y lo hizo con torpeza, velozmente; parecía alarmada y miró ese cielo bajo como si hubiera escuchado el ruido de un avión y tratara de localizarlo. Pero el cielo estaba negro y no se veía nada. Después se tranquilizó, lo miró a Moure, se sonrió a medias, agradecida de algo y apoyó la cabeza contra la chapa del hotel. —¿Está cansada? —la sostuvo Moure mientras se repetía “No me falla; no me puede fallar”. Al fin de cuentas, él había ido a la cola para eso. Pero ella balanceaba la cabeza: eso no quería decir ni que sí ni que no, solamente que no estaba segura. —¿Quiere irse? —

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—Cuando me sienta bien cansada. Moure le oprimió el brazo. —Pero mire que tenemos para rato. Ella frunció las cejas: —¿Lo dice en serio? —Yo siempre hablo en serio. —¿Y cuánto dice que falta? Moure miró hacia adelante y calculó dos cuadras, tres, una mancha larga que se estremecía en medio de la penumbra, los de atrás que volvieron a empujar con una pesadez insistente, la mujer de la pañoleta que seguía murmurando algo que no se entendía muy bien, ahí arrodillada, un soldado con una olla humeante que brilló bajo el farol: —Unas tres horas dijo. —¿Tanto? Moure presintió que a ella no le interesaba mucho lo que había preguntado, ni le interesaban las palabras que había usado, ni ninguna palabra: —Y, hay mucha gente —reflexionó. —A la gente le gusta. —¿Estar en la cola? —Sí —dijo ella con desgano—. Le gusta esperar algo, cualquier cosa... La mujer arrodillada por momentos parecía irritarse con lo que rezaba, cabeceaba y fruncía la frente. “Esta noche no puede fallarme”, seguía pensando Moure. Y toda esa fila avanzaba muy lentamente, mucho más despacio que en una procesión. Moure calculó: allá adelante estarían por cruzar un puente, se le habrían roto las ruedas a un carro o el caballo se habría muerto en medio de la calle. Algo así pasaría. “Seguro”. Y había tan poca luz con esos trapos negros que envolvían los faroles y todo era tan borroso. —¿Me permite? —ella se le apoyó bruscamente en un brazo se descalzó, primero un pie, después el otro y se los sobó con unos quejiditos de satisfacción. Pero cuando estaba en eso, volvieron a empujarla para que avanzase y ella repitió —Ya está, ya va, no ven lo que estoy haciendo. Me van a pisar, tengo los pies desnudos... La mujer de la pañoleta levantó un momento la cabeza, verificó quién había dicho eso y siguió con su rezo. —¿Un poco de sopa? —ofreció Moure. —No —ella todavía estaba con los pies desnudos y pugnaba por mantener el equilibrio y calzarse— Me aburre la sopa. —¿Ni un poco? —No. Moure señaló: —Pero mire que le están ofreciendo... Un soldado le había tendido una taza pero tuvo que recogerla; tenía una cara adormecida y se esforzaba por sonreírse: la contempló a esa mujer, intentó sonreírse con más convicción y lo único que logró fue un parpadeo, entonces la miró humildemente pero ella había hundido las manos en los bolsillos y sacudía los hombros: —Me aburre la sopa —repetía—. De chica, me la hacían tragar: de arvejas, de sémola, de verduras, era un asco. Moure sacó un cigarrillo y lo golpeó muchas veces antes de encenderlo. “Papa comida”, se felicitó. Estaban muy cerca de uno de esos montones de basura que habían quemado y que soltaban un calor denso, incómodo y un poco tembloroso; algunas personas salían de la fila, se acercaban, la cara y el pecho se les enrojecían y se quedaban un rato frotándose las manos como si estuvieran redondeando algo entre las palmas, un poco de harina o de barro. Después volvían a la fila y 118

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les susurraban a los que tenían al lado vayan, vayan; no les dicen nada. Moure la codeó a esa mujer y señaló: otro se despegaba de la fila con una carrerita parecida, casi avergonzado, casi alegre. —¿Fuma? —preguntó Moure. Ella miró a los costados, atentamente, después un poco a la mujer que seguía arrodillada y rezongando: —¿Aquí?... —y no sacó las manos de los bolsillos. Moure encendió el cigarrillo y largó unas bocanadas para que ella oliera: eso era bueno, caliente y llenaba la boca y el pecho. “Esto marcha solo”, se alegró. Ella le miraba la mano, sin indiferencia y de vez en cuando le espiaba los labios y la nariz se le hinchaba como si le costara respirar o como si todavía le molestara ese olor que había creído era de goma quemada. —¿A usted le gustaba? —dijo de pronto. Moure se sobresaltó pero largó una lenta bocanada: —¿Quién? —La Señora... ¿Quién va a ser si no? Moure tomó el cigarrillo entre las dos manos, lo acható y arrancó una hebra con la misma cautela con que se hubiera cortado una cutícula; después levantó la vista y la miró a esa mujer: era joven, tendría unos veinticinco, no mucho más. “Si me la pierdo soy un...”. Pero no se la iba a perder. Los de atrás empujaban, ésos no respetaban nada, no se dio por enterado y siguió mirándola: el cuello, ese pecho tan abierto, el vientre y la deseó bastante. Por fin dijo: —Era joven... —¿Usted cree que la podremos ver? —Y, no sé. Habrá que esperar. —Dicen que está muy linda. —¿Sí? —La embalsamaron. Por eso. Había quedado un espacio entre ellos dos y la mujer arrodillada. —Hay que correrse —dijo ella como si se tratara de algo inevitable. —Sí —advirtió Moure—. Sí. Y se quedaron mirando vagamente hacia adelante: la mujer de la pañoleta se puso de pie y estuvo un buen rato observándose y tocándose las rodillas, un chico empezó a llorar y una mujer deslizó una mancha blanca sobre su mano y ahí la sostuvo y de nuevo pasaron los soldados, ésta vez ofreciendo café, sin saltearse a nadie, desapasionadamente. Ella murmuró algo y Moure le escrutó la cara para ver qué quería. No. Me estaba acordando de algo. Nada más, dijo ella sin sacar las manos de los bolsillos; Moure advirtió que era de piel el sacón que tenía porque lo rozaba contra el dorso de la mano y pensó que le hubiera gustado acariciarlo con los dedos, con el pulgar sobre todo, pero no se animó. —¿Vio? —era ella que señalaba con el mentón desganadamente. Moure volvió la cabeza y vio a un hombre que orinaba al borde de la vereda y se sintió irritado, justamente irritado, porque ése podría haber ido a otro lugar o se hubiese aguantado o, en último caso, no se hubiera puesto en la fila, entre tantas mujeres, porque esas cosas siempre pasan y uno debe saber lo que se puede aguantar. —Está mal, ¿no? —murmuró. Pero ella se había apoyado contra una vidriera y bostezaba, olvidada de sus pies y de ese hombre que orinaba, y lo hizo varias veces, porque no fue un solo bostezo prolongado sino una serie de tres o cuatro que la obligaron a fruncir la nariz y a secarse unas lágrimas con la punta del pañuelo. —¿Tiene sueño? CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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Ella negó sin dejar de bostezar: —Hambre tengo. —¿Quiere... ? —Sí. Y fue ella misma quien lo tomó del brazo y la que dijo que subiera a un auto y fueran primero a cualquier lugar. Algo cerca, fue lo único que exigió y no perentoriamente, sino como si recordara algún requisito o alguna ventaja. Se arrinconó a su lado en el auto y contemplaba sin ningún asombro las piernas de los que iban en las plataformas de los tranvías iluminados, a uno que llevaba sandalias, a los que la miraban largamente sin atreverse a sonreírse pero con muchas ganas de hacerlo cada vez que el auto se detenía en cualquier bocacalle. Cuándo un marinero se inclinó un poco para verla mejor, ella golpeó con la mano en el vidrio. A ése lo espanté, suspiró. Y usaba un perfume de malva, un perfume de vieja o de casa con pisos de madera. ¿Y cuánto querés? Lo que vos quieras y el auto siguió corriendo. Moure se sintió agradecido, entusiasmado y le pasó el brazo sobre los hombros. Cerca, ¿no?, volvió a preguntar ella y Moure sacudió la cabeza. Esa cola, la gente que esperaba con tanta indiferencia, amontonados, pasivos, la calle en tinieblas, él había esperado demasiado. Era lento y lo sabía, pero tampoco se podía atropellar. Pero ya estaba. Y solo, esas cosas se hacen solas. Cuanto más se piensa, sale peor. Cuando el coche se detuvo por primera vez y Moure advirtió que el chofer esperaba una nueva orden mirando en el espejito, apenas dijo a otra. Pero cerca. Cuando ocurrió la segunda vez, eso de toparse con una puerta cerrada cuando alguien piensa exclusivamente, cálidamente en entrar de una vez y quedar a solas como dos chicos que se esconden dentro de un ropero para que el mundo de los adultos tan ordenado y con tanta gente que mira se desvanezca, Moure se empezó a irritar. No hay lugar —informaba el chofer—. ¿Los llevo a otro? Sí, sí. Pronto. Y anduvieron dando vueltas por unas suaves calles arboladas y ella empezó a reírse porque sentía las manos de Moure que le oprimían las piernas, pero no como para acariciarla, como si ella fuera ella, es decir, una mujer, sino como si su piel fuera un pañuelo o una baranda o la propia ropa de Moure, algo de lo que se aferraba para secarse o para no caerse. Por favor... por favor, repetía Moure y le estrujaba la carne. También estaba la mirada del chofer, que delante de esos portones cerrados soltaba el volante como para dar explicaciones porque él no tenía nada que ver con todo eso. ¿Los llevo a otro? Sí. Pronto... Pero, pronto por favor... Y toparon con otro portón, una gran tabla pintada de gris cerrada con un candado, y la risa de esa mujer aumentó mientras Moure pensaba que lo que a ella le correspondía era quedarse en silencio, tomarlo de la mano y tranquilizarlo o pasarle los dedos por las sienes para que se le desarrugara la frente, pero las mujeres se ponen nerviosas y no sirven para nada y por eso son mujeres. El coche había parado por cuarta vez o sexta y el chofer repetía ese mismo ademán de prescindencia. —¿Todo está cerrado? —gritó Moure. Los ojos del chofer apenas temblaron en ese espejito y ella se rió con una risa que le dobló la espalda. —¡No te rías más, mujer! —la sacudió Moure. Y ella sólo negó con la cabeza, sin hablar pero con más ganas de reírse, apretando los labios y no cubriéndose la boca con una mano. —¿No se puede ir a otra parte? —Moure se había tomado del respaldo del chofer. —Y, no sé... —¿Nada hay? —Más lejos... —¿Dónde? —En la provincia. 120

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—¿Seguro? —No; seguro, no. —Estaba de Dios que tenía que pasar esto —cabeceó Moure. —Hay que aguantarse —el chofer permanecía rígido, conciliador—. Es por la señora. —¿Por la muerte de?... —necesitó Moure que le precisaran. —Sí, sí. —¡Es demasiado por la yegua esa! Entonces bruscamente, esa mujer dejó de reírse y empezó a decir que no, con un gesto arisco, no, no, y a buscar la manija de la puerta. —Ah, no... Eso sí que no —murmuraba hasta que encontró la manija y abrió la puerta—. Eso sí que no se lo permito.., — y se bajó.

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BIOGRAFÍA

Rodolfo Walsh

(Nació en Río Negro en 1927 y desapareció el 25 de marzo de 1977) Acribillado a balazos y desaparecido mientras se dirigía a distribuir su “Carta abierta de un escritor a la junta militar” donde explicaba lo ocurrido en La Argentina en los doce meses anteriores a partir de la irrupción por la fuerza de los militares. De ascendencia irlandesa, su padre era mayordomo en una estancia y para 1936 (durante la década infame) el joven Rodolfo entró como interno en un colegio irlandés para huérfanos y pobres en Capilla del señor. Esa especie de reformatorio que fue el internado sería más tarde el escenario de algunos de sus cuentos.. En 1944 trabajó como corrector de pruebas en la editorial Hachette. En 1953 publico una selección de “Diez cuentos policiales argentinos” y ese mismo año dio a conocer su primer libro “Variaciones en rojo” con el detective Daniel Hernández como protagonista. Tras la rebelión peronista del general Valle en 1956 Walsh abandonó para siempre el mundo de la ficción. Decidió investigar y pedir justicia; de esa investigación por los fusilados de León Suárez surgió “Operación masacre” su primer novela de “No ficción”. Luego vendrían “¿Quién mató a Rosendo?” y “El caso Satanosky”. Wlash llegó por la literatura al periodismo y por sus investigaciones narrativas que empezaron como denuncia desembocó en la militancia. Fundador del periódico de la CGT y creador del “Semanario villero”, Walsh descubrió en la máquina de escribir su mejor arma contra el poder opresor de la clase obrera. Durante los años terribles cayeron en la lucha su hija y sus mejores amigos.

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“Esa mujer”, Rodolfo Walsh El Coronel elogia mi puntualidad. -Es puntual como los alemanes -dice. -O como los ingleses. El Coronel tiene apellido alemán. Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada. -He leído sus cosas -propone-. Lo felicito. Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común. Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del no. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido. El Coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga. Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aun no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme. Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mi, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzaran, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra. El Coronel sabe donde esta. Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Canton. Sonrfo ante el Jongkind falso, el Figari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quien fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky. El bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente. -Esos papeles -dice. Lo miro. -Esa mujer, Coronel. Sonríe. -Todo se encadena -filosofa. A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal esta rajada. El Coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba. -La pusieron en el palier, Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos. -¿Mucho daño? -pregunto. Me importa un carajo. -Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce arios -dice. El Coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento. Entra su mujer, con dos pocillos de café. -Contale vos, Negra. Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su

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desdén queda flotando como una nubecita. -La pobre quedo muy afectada -explica el Coronel-. Pero a usted no le importa esto. -¡Cómo no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia después de aquello. El Coronel se ríe. -La fantasía popular -dice-. Vea como trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen mas que repetir. Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa. -Cuénteme cualquier chiste -dice. Pienso. No se me ocurre. -Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostrare que estaba inventando hace veinte anos, cincuenta anos, un siglo. Que se uso tras la derrota de Sedan, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio. -¿Y esto? -La tumba de Tutankamon -dice el Coronel-. Lord Carnavon. Basura. El Coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda. -Pero el mayor X tuvo un accidente, mato a su mujer. -¿Que mas? -dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso. -Le pego un tiro una madrugada. -La confundió con un ladrón -sonríe el Coronel-. Esas cosas ocurren. -Pero el capitán N... -Tuvo un cheque de automóvil, que lo tiene cual-quiera, y mas el, que no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo. -¿Y usted, Coronel? -Lo mío es distinto -dice-. Me la tienen jurada. Se para, da una vuelca alrededor de la mesa. -Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted. -Me gustaría. -Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero si ante la historia, ¿comprende? -Ojalá dependa de mí, Coronel. -Anduvieron rondando. Una noche, uno se animo. Dejo la bomba en el palier y salió corriendo. Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores. -Mire. A la pastora le falta un bracito. -Derby -dice-. Doscientos años. La pastora. se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El Coronel tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida. -¿Por que creen que usted tiene la culpa? -Porque yo la saque de donde estaba, eso es cierto, y la lleve donde esta ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió. El Coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método. -Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel. -¿Que querían hacer? -Fondearla en el rió, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el 124

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inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país esta cubierto de basura, uno no sabe de donde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote. -Todos, Coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo. -Y orinarle encima. -Pero sin remordimientos, Coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! -digo levantando el vaso. No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan: azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueno. El Coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa. -Esa mujer -le oigo murmurar-. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada. El Coronel bebe. Es duro. -Desnuda -dice-. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y el gallego que la embalsamo, y no me acuerdo quien mas. Y cuando la sacamos del ataúd -el Coronel se pasa la mano por la frente-, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso... Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del Coronel es casi invisible. Solo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos. La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierro mas cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus sirvientas. Y ahora el Coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie, y regresa despacio, arrastrando la metralleta. -Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada. Se sienta, mas cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el Coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su vida. -... se le tiro encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire -el Coronel se mira los nudillos-, que lo tire contra la pared. Esta todo podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad? -No. -Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor. Vuelve a servirse un whisky. -Pero esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible contradictor-. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano. Bruscamente se ríe. -Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra. Repite varias veces “Eso le demuestra”, como un juguete mecánico, sin decir que es lo que eso me demuestra. -Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llame a unos obreros que CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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había por ahi. Figúrese como se quedaron. Para ellos era una diosa, que se yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente. -¿Pobre gente? -Si, pobre gente. -El Coronel lucha contra una escurridiza cólera interior.- Yo también soy argentino. -Yo también, Coronel, yo también. Somos todos argentinos. -Ah, bueno -dice. -¿La vieron así? -Si, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo... La voz del Coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez mas remota encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o que. Yo también me sirvo un whisky. -Para mi no es nada -dice el Coronel-. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el ‘39. Yo era agregado militar, dese cuenta. Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas mas hombres muertos, pero el resultado no me da, no me da, no me da... Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua. -A mi no me podía sorprender. Pero. ellos... -¿Se impresionaron? -Uno se desmayo. Lo desperté a bofetadas. Le dije: “Maricón, ,;esto es lo que haces cuando tenes que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo”. Después me agradeció. Miro la calle. “Coca” dice el letrero, plata sobre rojo. “Cola” dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, circulo rojo tras concéntrico circulo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. “Beba.” -Beba -dice el Coronel. Bebo. -¿Me escucha? -Lo escucho. -Le cortamos un dedo. -¿Era necesario? El Coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza. -Tantito a si’. Para identificarla. -¿No sabían quien era? Se ríe. La mano se vuelve roja. “Beba.” -Sabíamos, si. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende? -Comprendo. -La impresión digital no agarra si el dedo esta muerto. Hay que hidratarlo. Mas tarde se lo pegamos. -¿Y? -Era ella. Esa mujer era ella. -¿Muy cambiada? -No, no, usted no me entiende. Igualita. Parecía que iba a hablar, que iba a... Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R. controlo todo, hasta le saco radiografías. -¿El profesor R.? -Si. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacia falta alguien con autoridad científica, 126

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moral. En algún lugar de la casa suena, remota, entrecorta-da, una campanilla. No veo entrar a la mujer del Coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable: -(.’Enciendo? -No. -Teléfono. -Deciles que no estoy. Desaparece. -Es para patearme -explica el Coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las cinco. -Ganas de joder -digo alegremente. -Cambie tres veces el numero del teléfono. Pero siempre lo averiguan. -¿Qué le dicen? -Qué a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura. Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano. -Hice una ceremonia, los arengue. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme. El Coronel esta de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen sobre el como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata. -La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola, protegiendo-la, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tape con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban que era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad. Ya no se donde esta el Coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte. -Llueve -dice su voz extraña. Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión. -Llueve día por medio -dice el Coronel-. Día por me-dio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano. Donde, pienso, donde. -¡Esta parada! -grita el Coronel-. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho! Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lagrimas le resbalan por la cara. -No me haga caso -dice, se sienta-. Estoy borracho. Y largamente llueve en su memoria. Me paro, le toco el hombro. -¿Eh? -dice-. ¿Eh? -dice. Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido. -¿La sacaron del país? -Si. -¿La saco usted? -Si. -¿Cuantas personas saben? -Dos. CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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-¿E1 Viejo sabe? Se ríe. -Cree que sabe. -¿Dónde? No contesta. -Hay que escribirlo, publicarlo. -Si. Algún día. Parece cansado, remoto. -¡Ahora! -me exaspero-. ¿No le preocupa la historia? ;Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para siempre, Coronel! La lengua se le pega al paladar, a los dientes. -Cuando llegue el momento..., usted será el primero... -No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera. Se ríe. -¿Dónde, Coronel, donde? Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quien soy, que hago ahí. Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras se que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del Coronel me alcanza como una revelación: -Es mía -dice simplemente-. Esa mujer es mía.

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BIOGRAFÍA

Haroldo Conti

(Nació en 1925 en Chacabuco, provincia de Buenos Aires, el 4 de mayo de 1976, tras el golpe militar, fue secuestrado y desaparecido) Fue maestro primario, profesor de latín, empleado de banco, piloto civil, nadador, navegante y guionista de cine y teatro. En el año 60 gana un premio de la revista “Life” por su relato “La causa”. En 1962 gana el premio Fabril con su primera novela “Sudeste” y se convierte en una de las figuras de la llamada “generación de Contorno” junto con David Viñas. Su novela “Alrededor de la jaula” fue llevada al cine por Sergio Renan como “Crecer de golpe”. Su novela “En vida” recibió el premio Barral que tenía como jurados a García Márquez y Vargas Llosa. Colaboró con la revista “Crisis”. Haroldo Conti, al decir de Miguel Briante reunió dos tradiciones de la literatura argentina, por un lado la que viene de los cuentos de “Pago chico” de Roberto J. Payró; por el otro, la que arranca con Roberto Arlt, para mostrar a la ciudad como un zoológico sin rejas, en el que deambulan extraños personajes. Pero a diferencia de Payró, Conti no narró la pampa de los gringos que triunfaron sino la de los marginados en la geografía y en el tiempo. Y a diferencia de Arlt, ya en la ciudad, clavó la mirada de un extranjero ambulante y solitario.

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“La Balada del álamo carolina”, Haroldo Conti A mi madre, doña Petrolina Lombardi de Conti, y a la ciudad de Chacabuco, mi pueblo. Ciruelo de mi puerta, si no volviese yo, la primavera siempre volverá. Tú, florece. (Anónimo japonés)

Uno piensa que los días de un árbol son todos iguales. Sobre todo si es un árbol viejo. No. Un día de un viejo árbol es un día del mundo. Este álamo Carolina nació aquí mismo, exactamente, aunque el álamo Carolina, por lo que se sabe, viene mediante estaca y éste creció solo, asomó un día sobre esta tierra entre los pastos duros que la cubren como una pelambre, un pastito más, un miserable pastito expuesto a los vientos y al sol y a los bichos. Y él creyó, por un tiempo, que no iba a ser más que eso hasta que un día notó que sobrepasaba los pastos y cuando el sol vino más fuerte y templó la tierra se hinchó por dentro y se puso rígido y sentía una gran atracción por las alturas, por trepar en dirección al cielo, y hasta sintió que había dentro de él como un camino, aunque todavía no supiese lo que era eso, lo supo recién al año siguiente cuando los pastos quedaron todavía más abajo y detrás de los pastos vio un alambrado y detrás del alambrado vio el camino, que es una especie de árbol recostado sobre la tierra con una rama aquí y otra allá, igual de secas y rugosas en el invierno y que florecen en las puntas para el verano, pues todas rematan en un mechoncito de árboles verdaderos. Por ahí andan los hombres y el loco viento empujando nubes de polvo. También ya sabía para entonces lo que era una rama porque, después de las lluvias de agosto, sintió que su cuerpo se hinchaba en efecto aquí y allá y una parte de él se quedó ahí, no siguió más arriba, torció a un lado y creció sobre la tierra de costado igual que el camino. Ahora es un viejo álamo Carolina porque han pasado doce veranos, por lo menos, si no lleva mal la cuenta. Ahora crece más despacio, casi no crece. En primavera echa las hojas en el mismo sitio que estuvieron el otro verano y por arriba brotan unas crestitas de un verde más encarnado que al caer el sol se encienden como por dentro, pero él ahora no pretende más que eso, esa dulce luz del verano que lo recubre como un velo. Y dentro de esa luz está él, el viejo álamo, todo recuerdo. De alguna manera ya estaba así hace doce veranos cuando asomó sobre la tierra y crecer no fue nada más que como pensarse. Sólo que ahora recuerda todo eso, se piensa para atrás, y no nace otro árbol. En eso consiste la vejez. Verde memoria. Ahora es el comienzo del verano justamente y acaba de revestirse otra vez con 130

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todas sus hojas, de manera que como recién están echando el verde más fuerte (son como pequeños árboles cada una) por la tarde, cuando el sol declina y se mete entre las ramas el álamo se enciende como una lámpara verde, y entonces llegan los pájaros que se remueven bulliciosamente entre las hojas buscando dónde pasar la noche y es el momento en que el viejo álamo Carolina recuerda. A propósito de la noche, los pájaros y el verano. Recuerda, por ejemplo, a propósito de los pájaros, el primero de ellos que se posó sobre la primera rama, que ha quedado allá abajo pero entonces era el punto más alto, ya casi no da hojas y es tan gruesa como un pequeño árbol. En aquel tiempo era su parte más viva y sintió el pájaro sobre su piel, un agitado montoncito de plumas. Descansó un rato y luego reemprendió el vuelo. Recién dos veranos después, cuando divisó la primera casa de un hombre y detrás de ella la relampagueante línea del ferrocarril, una montera armó un nido en la horqueta de la última rama. Cortó y anudó ramitas pacientemente y así el álamo se convirtió en una casa, supo lo que era ser una casa, el alma que tiene una casa, como antes supo del camino y del alma del camino, ese ancho árbol florecido de sueños. El nido se columpiaba al extremo de la rama y él, aunque gustaba del loco viento de la tarde, procuraba no agitarse mucho por ese lado, le dio todo el cobijo que pudo, echó para allí más hojas que otras veces. Al final del verano los pichones saltaron del nido y los sintió desplazarse temblorosos sobre la rama con sus delgadas patitas, tomar impulso una y otra vez y por fin lanzarse y caer en el aire como una hoja. Un árbol en verano es casi un pájaro. Se recubre de crocantes plumas que agita con el viento y sube, con sólo desearlo, desde el fondo de la tierra hasta la punta más alta, salta de una rama a otra todo pajarito, ave de madera en su verde jaula de fronda. Ese verano fue el mismo del ferrocarril. Antes viene la casa. No vio la casa por completo, ni siquiera cuando, años después, trepó mucho más alto, sino lo que ve ahora mismo desde el brote más empinado, un techo de chapas que se inflama con el sol y una chimenea blanca que al atardecer lanza un penacho de humo. A veces el viento trae algunas voces. Con todo él ha llegado hasta la casa en alguna forma, a través de las hojas de otoño que arrastra el viento. Con sus viejos ojos amarillos ha visto la casa aun por dentro, ha visto al hombre, flaco y duro con la piel resquebrajada como la corteza de las primeras ramas, la mujer que huele a humo de madera, un par de chicos silenciosos con el pelo alborotado como los plumones de un pichón de montera. Con sus viejas manos amarillas ha golpeado la puerta de tablas quebradas, ha acariciado las descascaradas paredes de adobe encalado, y mano y ojo y amarillas alas de otoño ha corrido delante de la escoba de maíz de Guinea y trepado nuevamente al cielo en el humo oloroso de una fogata que anuncia el frío, el tiempo dormido del árbol y la tierra. El ferrocarril pasa por detrás de la casa pero hubo de trepar hasta el otro verano, cuando volvieron las hojas y los pájaros, para entrever el brillo furtivo de las vías cortando a trechos la tierra. Ya había sentido el ruido, ese oscuro tumulto CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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que agitaba el suelo porque el árbol crecía tanto por arriba como por debajo. Por debajo era un árbol húmedo de largas y húmedas ramas nacaradas que penetraban en la tibia noche de la tierra. Por ahí vivía y sentía el árbol principalmente, por ahí su día era un día del mundo, así de ancho y profundo, porque la tierra que palpitaba debajo de él le enviaba toda clase de señales, era un fresco cuerpo lleno de vida que respiraba dulcemente bajo las hojas y el pasto y sostenía cuanto hay en este mundo, incluso a otros árboles con los cuales el viejo álamo Carolina se comunicaba a través de aquel húmedo corazón. Al este, por donde nace el sol, había un bosque. Lo divisó una mañana con sus ojos verdes más altos y todas sus hojas temblaron con un brillo de escamas. Era un árbol más grande, el más grande y formidable de todos. Al caer la tarde, con el sol cruzado barriendo oblicuamente los pastos que parecían mansas llamitas, los ár­boles aquellos ardieron como un gran fuego. Por la noche, el álamo apuntó una de sus delgadas ramas subterráneas en aquella dirección y recibió la respuesta. No era un árbol más grande, era un bosque, es decir, un montón de ellos, tierra emplumada, alta y rumorosa hermandad. ¿Por qué no estaba él allí? ¿Por qué había nacido solitario? ¿Acaso él no era como un resumen del bosque, cada rama un árbol? Todas estas preguntas le respondió el bosque, sus herma nos, noche a noche. Esta y muchas otras porque a medida que se ponía viejo, en medio de aquella soledad, se llenaba de tantas preguntas como de pájaros a la tardecita. Los árboles no duermen propiamente, se adormecen, sobre todo en invierno cuando las altas estrellas se deslizan por sus ramas peladas como frías gotas de rocío. Es entonces cuando sienten con más fuerza todas aquellas voces y señales de la tierra. Los animales de la noche salen de sus madrigueras y roen la oscuridad, un pájaro desvela do vuela hacia la luz de una casa, un bulto negro trota por el camino, los grillos vibran entre los pastos como cuerdas de cristal, un perro aúlla en la lejanía, el hombre se da vuelta en la cama y piensa cuántas fanegas dará el cuadro de trigo. En este mismo momento, en esta noche tan quieta, la semilla está trabajando ahí abajo, el árbol la siente germinar, siente su pequeño esfuerzo, cómo se hincha y se despliega y recorre, pulgada por pulgada, el mismo camino que ha trazado el deseo del hombre, que ha vuelto a dormirse y sueña con una suave marea de espigas amarillas. Y fue por ahí, por la tierra, que el árbol tuvo noticias del ferrocarril cuando un día sintió ese tumulto que subió por sus raíces. Tiempo después, luego de divisar la morada del hombre, vio por fin aquella alocada y ruidosa casa que con chimenea y todo corría sobre la tierra, y supo por ella que además de los pájaros gran parte de cuanto vive se mueve de un lado a otro y el viejo álamo, que entonces no era tan viejo pero sí árbol completo, sintió por primera vez el dolor de su fijeza. Él sólo podía ir hacia arriba trazando un corto camino en el cielo y al comienzo del otoño volar en figura según el viento en la trama de sus hojas. En cierto 132

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momento, después de la casa, el tren se transportaba entre sus ramas y a veces el penacho de humo llegaba hasta el mismo álamo. Esto dependía del viento, del cual, por instrucción de los pájaros, el viejo álamo había aprendido a extraer otros muchos sucesos. Según soplase, él agitaba sus hojas como verdes plumas y simulaba temblorosos vuelos. El viento subía y bajaba en frescas turbonadas por dentro de aquella jaula vegetal provocando, de acuerdo a la disposición del follaje, murmullos y silbidos que complacían al árbol músico. Todo esto se aprende con los años, un verano tras otro, y luego para el árbol son materia de recuerdo en el invierno. El invierno comienza para él con la caída de la primera hoja. Un poco antes nota que se le adormecen las ramas más viejas y después el sueño avanza hacia adentro aunque nunca llega al corazón del árbol. En eso siente un tironcito y la primera hoja planea sobre el suelo. Así empieza. Después cae el resto y el viento las revuelve, las dispersa, corren y se entremezclan con las hojas de otros árboles, cuando el viejo álamo Carolina ya se ha adormecido y piensa quietamente en el luminoso verano que, de algún modo, ya está en camino a través de la tierra, por el tibio surco de su savia. La lluvia oscurece sus ramas y la escarcha las abrillanta como si fuesen de almendra. Algunas se quiebran con los vientos y el árbol se despabila por un momento, siente en todo su cuerpo esa pequeña muerte aunque él todavía se sostiene, sabe que perdurará otros veranos. Hasta que allá por septiembre memoria y suceso se juntan en el tiempo y un dulce cosquilleo sube desde la oscuridad de la tierra, reanima su piel, desentumece las ramas y el viejo álamo Carolina se brota nuevamente de verdes ampollas. El aire ahora es más tibio y el hombre, al que observa desde el brote más alto, recorre el campo y espía las crestitas verdes que acaban de aparecer sobre la tierra. Para mediados de octubre el viejo álamo está otra vez recubierto de firmes y oscuras hojas que brillan con el sol cuando la brisa las agita a la caída de la tarde. El sol para este tiempo es más firme y proyecta sobre el suelo la enorme sombra del árbol. Fue en este verano, cuando el sol estaba bien alto y la sombra era más negra, que el hombre se acercó por fin hasta el árbol. Él lo vio venir a través del campo, negro y preciso sobre el caballo sudoroso. El hombre bajó del caballo y penetró en la sombra. Se quitó el sombrero cubierto de tierra, después de mirar hacia arriba y aspirar el fresco que se descolgaba de las ramas, y se quitó el sudor de la frente con la manga de la camisa. Después el hombre, que parecía tan viejo como el viejo álamo Carolina, se sentó al pie del árbol y se recostó contra el tronco. Al rato el hombre se durmió y soñó que era un árbol.

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BIOGRAFÍA

Abelardo Castillo

(Nació en San Pedro en 1935 y murió en Buenos Aires en 2017) Fundó y dirigió las legendarias revistas “El Escarabajo de Oro” considerada por la crítica como la más prestigiosa publicación de los años sesenta, y “El Ornitorrinco” la primera y más importante revista de la resistencia cultural durante los años de la dictadura. En 1979 fue parte de las listas negras de escritores censurados y perseguidos por el Proceso. Dramaturgo y narrador, publicó entre otros títulos “El otro Judas”, “Las otras puertas” “Israfel”, “Cuentos crueles”, “El que tiene sed”, “Crónicas de un iniciado”, “Las maquinarias de la noche” y “El oficio de mentir”. Sus cuentos indagan el espacio de lo cotidiano hasta despojarlo de toda familiaridad y tornarlo ominoso. Culpa y castigo son tema de otros numerosos cuentos suyos; un hilo conductor por los arrabales, las casas, los boliches, los cuarteles, las calles de la ciudad o pequeños pueblos de provincia, donde sus personajes llegan, por lo general, a situaciones límite. No son pocas las veces que parecen concurrir a una cita para dirimir un pleito con su propio destino. La fatalidad de los sucesos hace recordar a Borges, una de sus devociones, de quien toma a veces cierta entonación criolla y distante. En otros cuentos, largos períodos apenas puntuados por la coma, aluden a la violencia, al vértigo de las imágenes, el vivir en tensión de sus criaturas.

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“El marica”, Abelardo Castillo Escuchame, César: yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me gustaría que leyeras esto. Sí. Porque hay cosas, palabras, que uno lleva mordidas adentro, y las lleva toda la vida. Pero una noche siente que debe escribirlas, decírselas a alguien porque si no las dice van a seguir ahí, doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Y entonces yo siento que tengo que decírtelo. Escuchame. Vos eras raro. Uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos les daba risa, y a mí también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada uno es como es. Y vos eras raro. Cuando entraste a primer año, venías de un colegio de curas; San Pedro debió de parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No te gustaba trepar a los árboles, ni romper faroles a cascotazos, ni correr carreras hacia abajo entre los matorrales de la barranca. Ya no recuerdo cómo fue. Cuando uno es chico, encuentra cualquier motivo para querer a la gente. Solo recuerdo que de pronto éramos amigos y que siempre andábamos juntos. Una mañana hasta me llevaste a misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez dijo con voz de flauta: “Adiós, los novios”. A vos se te puso la cara como fuego. Y yo me di vuelta, puteándolo, y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que me lastimé la mano. Después, vos me la querías vendar. Me mirabas. –Te lastimaste por mí, Abelardo. Cuando hablaste sentí frío en la espalda: yo tenía mi mano entre las tuyas y tus manos eran blancas, delgadas. No sé. Demasiado blancas, demasiado delgadas. –Soltame –dije. A lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo: tus manos y tus gestos y tu manera de moverte, de hablar. Yo ahora pienso que antes también lo entendía, y alguna vez lo dije: dije que todo eso no significaba nada, que son cuestiones de educación, de andar siempre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían y uno también, César, acaba riéndose. Acaba por reírse de macho que es. Y pasa el tiempo y una noche cualquiera es necesario recordar, decirlo todo. Fuimos inseparables. Hasta el día en que pasó aquello yo te quise de verdad. Oscura e inexplicablemente como quieren los que todavía están limpios. Me gustaba ayudarte. A la salida del colegio íbamos a tu casa y yo te enseñaba las cosas que no comprendías. Hablábamos. Entonces era fácil contarte, escuchar todo lo que a los otros se les calla. A veces me mirabas con una especie de perplejidad, con una mirada rara; la misma mirada, acaso, con la que yo no me atrevía a mirarte. Una tarde me dijiste: –Sabés, te admiro.

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No pude aguantar tus ojos; mirabas de frente, como los chicos y decías las cosas del mismo modo. Eso era. –Es un marica. –Déjense de macanas. Qué va a ser marica. –Por algo lo cuidás tanto… Y se reían. Y entonces daban ganas de decir que todos nosotros, juntos, no valíamos la mitad de lo que valía él, de lo que valías, pero en aquel tiempo la palabra era difícil, y la risa fácil. Y uno también acepta -uno también elige-, acaba por enroñarse, quiere la brutalidad de esa noche, cuando vino el negro y dijo me pasaron un dato. Me pasaron un dato, dijo, que por las quintas hay una gorda que cobra cinco pesos, vamos y de paso lo hacemos debutar al machón, al César. Y yo dije macanudo. –César, esta noche vamos a dar una vuelta con los muchachos. Quiero que vengas. –¿Con los muchachos?… –Sí. Qué tiene. –Y bueno, vamos. Porque no solo dije macanudo, sino que te llevé engañado. Y fuimos. Y vos te diste cuenta de todo cuando llegamos al rancho. La luna enorme, me acuerdo: alta entre los árboles. –Abelardo, vos lo sabías. –Callate y entrá. –¡Lo sabías! –Entrá, te digo. El marido de la gorda, grandote como la puerta, nos miraba socarronamente. Dijo que eran cinco pesos. Cinco pesos por cabeza, pibes: siete por cinco treinta y cinco. Verle la cara a Dios, había dicho el negro. De la pieza salió un chico, tendría cuatro o cinco años. Moqueando, se pasaba el revés de la mano por la boca. Nunca me voy a olvidar de aquel gesto. Sus piecitos desnudos eran del mismo color que el piso de tierra. El negro hizo punta. Yo sentía una cosa, una pelota en el estómago. No me atrevía a mirarte. Los demás hacían chistes brutales. Desacostumbradamente brutales, en voz de secreto. Estaban, todos estábamos asustados como locos. A Roberto le tembló el fósforo cuando me dio fuego. 136

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–Debe estar sucia. Después, el negro salió de la pieza y venía sonriendo. Triunfador. Abrochándose. Nos guiñó un ojo. –Pasa vos, Cacho. –No, yo no. Yo, después. Entró el colorado, después Roberto. Y cuando salían, salían distintos. Salían no sé, salían hombres. Sí, esa era la impresión que yo tenía. Después entré yo. Y cuando salí, vos no estabas. –¿Dónde está César? No recuerdo si grité, pero quise gritar. Alguien me había contestado: disparó. Y el ademán -un ademán que pudo ser idéntico al del negro- se me heló en la punta de los dedos, en la cara, me lo borró el viento del patio, porque de pronto yo estaba fuera del rancho. –Vos también te asustaste, pibe. Tomando mate contra un árbol vi al marido de la gorda; el chico jugaba entre sus piernas. –Qué me voy a asustar. Busco al otro, al que se fue. –Agarró pa ayá –con la misma mano que sostenía la pava, señaló el sitio. Y el chico sonreía. El chico también dijo pa ayá. Te alcancé frente al Matadero Viejo; quedaste arrinconado contra un cerco. Me mirabas. Siempre me mirabas. –Lo sabías. –Volvé. –No puedo, Abelardo, te juro que no puedo. –Volvé, ¡animal! –Por Dios que no puedo. –Volvé o te llevo a patadas en el culo. La luna grande, no me olvido, blanquísima luna de verano entre los árboles y tu cara de tristeza o de vergüenza, tu cara de pedirme perdón, a mí, tu hermosa cara iluminada, desfigurándose de pronto. Me ardía la mano. Pero había que golpear, CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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lastimar, ensuciarte para olvidarme de aquella cosa, como una arcada, que me estaba atragantando. –Bruto –dijiste–. Bruto de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor que los otros. Te llevaste la mano a la boca, igual que el chico cuando salía de la pieza. No te defendiste. Cuando te ibas, todavía alcancé a decir: –Maricón. Maricón de mierda. Y después lo grité. Escuchame, César. Es necesario que leas esto. Porque hay cosas que uno lleva mordidas, trampeadas en la vergüenza toda la vida, hay cosas por las que uno, a solas, se escupe la cara en el espejo. Pero de golpe, un día, necesita decirlas, confesárselas a alguien. Escuchame. Aquella noche, al salir de la pieza de la gorda, yo le pedí, por favor, que no se lo vaya a contar a los otros. Porque aquella noche yo no pude. Yo tampoco pude.

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BIOGRAFÍA

Ana María Shua

(Nació en Buenos Aires en 1951) Hizo el descubrimiento de la literatura y de su pasión por leer de la siguiente manera: «A los seis años alguien me puso en las manos un libro con un caballo en la tapa. Esa misma noche yo fui ese caballo. Al día siguiente ninguna otra cosa me interesaba. Quería mi pienso, preferiblemente con avena y un establo con heno limpio y seco. Nunca antes había escuchado las palabras pienso, avena, heno, pero sabía que como caballo necesitaba entenderlas. Durante una semana pude haber sido Black Beauty pero fui Azabache, en una traducción inteligente y libre. Fui caballo de tiro y caballo de alquiler, recibí latigazos, estuve a punto de morir, fui rescatado... y llegué a la última página. Entonces, con terrible dolor, volví a mi cuerpo y levanté la cabeza: el resto del mundo todavía estaba allí. ‘Deja eso que te va a hacer mal’, decía mi madre. ‘No se lee en la mesa’, decía mi padre. Entonces descubrí que podía volver a empezar. Y otra vez fui Azabache y otra vez y otra vez. Después descubrí que podía ser un pirata y muchos, y la ciudad de Maracaibo y ser hombre, manatí, horror o piedra. Lo que acababa de empezar en mi vida no era un hábito: era una adicción, una pasión, una locura. Comenzó a publicar a muy temprana edad gracias a un premio otorgado por el Fondo Nacional de las Artes. Ha escrito novelas, cuentos, micro-relatos y ha incursionado en la literatura juvenil como libros como “La fábrica del terror” versiones literarias de historias de distintas latitudes y tiempos en una fusión entre el humor, el terror, el mito, la leyenda y el cuento popular, con gracia, magia y con la impronta ciudadana que la literatura contemporánea imprime sobre las antiguas historias de la tradición oral.

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“Sesión de tomas”, Ana María Shua Vio aparecer las líneas desdibujadas por los errores de color, las caras pálidas, todo virado al azul triste, se maldijo a sí mismo por no haber renovado los químicos, las pasiones intensas, por no tirar a tiempo lo que parece vivo y está muerto, fingir, ahorrar, durar, y como siempre que estaba en el laboratorio, sonaron el teléfono y el timbre al mismo tiempo. Atendió el teléfono, un momento por favor, y salió a abrirle la puerta a Valentina sin preocuparse por la invasión de luz, las copias ya estaban perdidas. Por ahorrar en revelador y trabajar con productos vencidos. Si su asistente seguía llegando a cualquier hora, iba a tener que darle las llaves del estudio o echarla. Sopesó las dos posibilidades mientras atendía el teléfono, escuchando la voz filosa de Alba. –Te la tengo que dejar ahí –dijo Alba–. En un rato. No hay clases, tengo citados pacientes, no puedo suspender. Berenguer contestó con equivalente precisión. –No. Punto. Yo también tengo trabajo. Hablale a tu mamá. –Berenguer, no sos mi primera opción. ¿A mí me gusta dejarla a Paulita en tu estudio? No me gusta. Te la dejo dentro de una hora. Alba cortó y el problema quedó allí, se condensó en el aire y sin embargo el silencio, la ausencia de esa voz, provocaba tanto alivio: sobre todo, ya no estaba casado con ella y todos los demás problemas también tendrían solución. –Tenemos una chica de catálogo –le dijo a Valentina–, la manda la señora Mabel. Y en cualquier momento cae mi nena. Me la vas a tener que entretener en la oficina. Berenguer amaba a su hija con un amor torpe y temeroso. Nunca había pensado que se podía querer a alguien así, dándole poder absoluto sobre su felicidad. A Paulita le gustaba estar en el estudio. Cuando le preguntaban qué hacía su papá, usaba el verbo “fotear”. Había poco trabajo en los últimos meses. Berenguer hacía fotos para avisos publicitarios, empresas, revistas, supermercados, para actores, actrices y modelos y para personas que deseaban serlo. Desde hacía un tiempo también hacía retratos para agencias de acompañantes, que trabajaban con catálogos de varios precios. A Berenguer le gustaba hacer retratos, y lo hacía bien. A sus nuevas clientas las llamaba “chicas de catálogo”, incluso para sí mismo. Las tomas no eran diferentes de las que hacía con las modelos publicitarias. Las chicas posaban vestidas. El que quiera ver más, que pague, decía la señora Mabel, dueña de una de las agencias. Preparate porque te mando una flor de rubia, le había anunciado el día anterior: nunca se resignaba a la indiferencia de 140

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Berenguer por sus pimpollos. Valentina preparó café. La rubia de catálogo llegó puntual, acompañada por su marido. No era exactamente una chica. Usaba un traje bordó. Tenía bolsas debajo de los ojos un poco saltones, una magnífica cascada de rulos teñidos de rubio, y una distancia extraña entre la nariz y la boca. Unos cuarenta años: el ojo del fotógrafo estaba acostumbrado a calcular la edad de las mujeres y a distinguir las tetas de siliconas de las verdaderas. Las tetas de siliconas, firmes en su puesto de batalla, miraban siempre al frente, sin titubeos, netas y rígidas como una nariz. Las tetas verdaderas mantenían siempre una agradable inercia que les daba un aire independiente, un poco salvaje. El señor y la señora López Belmonte le dieron la mano al fotógrafo con entusiasmo de principiantes. Cuando la señora entró con Valeria a la sala de maquillaje, su marido sonrió confiado, pidió algo fresco para tomar y se aflojó la corbata. –Qué día –dijo–. Vinimos directamente de la sucursal. La gente está como loca. –¿Trámites? –preguntó cortésmente Berenguer. –No, somos empleados bancarios. Los dos. Lamentablemente. Pero vamos a salir de esto. La señora Mabel la alentó mucho, ¿sabe? Y nos habló muy bien de usted. Me interesa su opinión. Berenguer sabía que, cuando la señora Mabel alentaba realmente a alguien, le pagaba las fotos. En este caso, las fotos se las pagaba directamente la mujer. O el marido. –Yo no opino –dijo–. Yo hago las fotos. –Pero usted tiene experiencia. La de mujeres que habrá visto. –El señor López Belmonte emitió una risita pícara. Tenía el pelo escaso, de color negro brillante. Afuera estaba el mundo, había sol, sándwiches tostados, autos de colores. Berenguer no tenía ganas de estar encerrado en su estudio antiguo, fresco pero un poco sombrío, de techos altos, con el matrimonio López Belmonte. La señora López Belmonte, flor de rubia, emergió de la sala de maquillaje vestida con un pantalón de cuero apretado, que provocaba una oleada de grasa sobre la cintura. La blusa roja dejaba ver el comienzo de sus pechos blandos, levantados y unidos por un corpiño tipo bandeja. El señor López Belmonte la recibió con una mirada de admiración y un silbido estimulante. –¿Y, qué me decís? –le comentó al fotógrafo–. ¿No es una máquina? ¿En qué catálogo la pondrías? La señora caminó, balanceando el culo chato, hacia la tarima de la sala de tomas. Tomó la silla y se sentó en pose, con las piernas cruzadas. La ropa menos ajustada CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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podría haber disimulado, quizás, el efecto pantalón de montar en los muslos, el grosor de los tobillos. El fotógrafo y su asistente cruzaron una mirada rápida. –¿Así? –preguntó la señora López, con un mohín desacompasado. –No, esperá –dijo Berenguer–. A ver, parate. Quiero que mires para abajo y levantes la cabeza cuando yo te diga. –¿Así? –preguntó la señora López, sacudiendo su rubia cascada de rulos como un perro mojado. –Estás bien, estás re buena, Betty –decía el marido–. Vas a ver, no vas a dar abasto. –¿Vos creés? –decía Betty, tirando insinuante del escote de la blusa. –¡Imaginate si se enteran los clientes del banco! Más de uno me anda detrás. –A ver. No mires la cámara ahora, Betty –decía Berenguer–. Sentate en la silla al revés, con el mentón sobre el respaldo, así. Pero al abrir las piernas para pasarlas a cada lado del respaldo, las costuras del pantalón simplemente se negaron a seguir resistiendo la presión a que las sometía el destino y se desgarraron con un sonido sibilante. –No importa –dijo la señora López–. Abajo tengo el conjunto de lencería para las tomas que siguen. Sonó el timbre de la puerta de calle. Paulita. –Enseguida volvemos, que la señora, quiero decir, que Betty se cambie nomás. –Berenguer salió a abrir. Saludó a su ex mujer que lo despedía desde el auto. Paulita estaba parada en el umbral, todavía con el delantal del Jardín. –¿A quién estás foteando, pa? ¿Es alguien famoso de la tele? –preguntó. –Papi termina enseguida. Vení, vamos a jugar a la oficina –dijo Valentina. Se llevó a la chiquita y cerró la puerta. En la sala de tomas la señora Betty se había sacado la blusa y el pantalón. El efecto era asombroso. La tanga cubría apenas el monte de Venus dejando ver la gruesa cicatriz de una cesárea. El señor López Belmonte la estaba haciendo practicar poses, gestos y expresiones, azuzándola con voz ronca, seductora. –Vamos, mi hembra, mi potra, mi rubia, así, con esa carita de reventada que vos sabés, dale que me volvés loco, así, así. Berenguer empezó a sacar fotos al azar, ya no pretendía más que terminar el 142

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rollo y que se fueran. Pero los López Belmonte parecían haberlo olvidado y se dedicaban con alegría a su pequeño espectáculo privado. –Nosotros hicimos una terapia de vidas pretéritas. ¿Oíste hablar? –le confesó de pronto, en voz baja, el marido– ¿Betty, te parece que lo puedo contar? –Claro, se lo cuento yo –dijo Betty. Y entrecerrando los ojos lanzó al fotógrafo una mirada casi lánguida–. Nos dijeron quiénes habíamos sido antes. –Es posible que Betty haya sido la reina de Saba. Hace casi dos mil ochocientos años. No sé si se da cuenta. Eso explicaría muchas cosas –dijo él. Tratando de concentrarse en su trabajo, el fotógrafo se empeñaba en sacar el mejor partido posible de esa cara, de ese cuerpo sufrido de dos mil ochocientos años. Se trataba de golpear a las puertas de la fantasía: era insensato exhibir sin velos las maduras ofrendas de la reina de Saba. Había un montón de ropa en el perchero y le pidió a Betty que eligiera una bata. –Vas a tener que seducir a la cámara –le dijo–. Mostrar y no mostrar, hacerla entrar de a poco. –¡Divino, me encanta! –dijo ella. Eligió una bata de toalla y se la puso dejando los hombros al descubierto– ¿Qué tal?... ¿Me mojo el pelo? Y le sonrió al objetivo con la alegre dentadura que debía usar para asegurar que sí, señor, sus garantías son muestra de solvencia y el banco ha decidido otorgarle su crédito. Berenguer se lanzó a lo suyo, clic, clic, un paso al costado, la cabeza levantada, clic clic, no te muevas, clic, muy bien, vamos muy bien, otra vez esa sonrisa, clic, clic, mientras el señor López Belmonte miraba extasiado. Un ruido violento, la caída de algo grande y pesado vino de la oficina. Un instante de silencio y después el grito agudo y demasiado largo de Paulita. Berenguer corrió por el pasillo. En un rincón estaba parada Valentina, paralizada de susto. Paulita estaba sentada en el suelo con la cara ensangrentada, rodeada de libros tirados por todas partes. Se había caído un estante de la biblioteca. –Se quiso trepar... –la voz de Valentina temblaba. Mientras Berenguer corría a abrazarla, la chiquita, con la cara lívida, se derrumbó. No respiraba. La señora López Belmonte apareció de golpe, inesperada. –Es un espasmo de sollozo. Ya recupera el aliento –su voz era tranquila y segura. Se acercó a Paulita, que en efecto estaba recuperando el aliento y empezaba a CUENTOS PARA LEER CON JÓVENES Y ADULTOS

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gritar otra vez. Con manos expertas le palpó la cabeza. –Se salvó por un pelo, el estante no le golpeó la cabeza, va a estar bien. Berenguer, con Paulita en los brazos, la miró con desesperación. –Crié un par de estos bichos, no se preocupe. A ver de dónde sale la sangre. El llanto feroz de Paulita no le permitía pensar a Berenguer. La acunaba sin darse cuenta. –Ya está, ya está, ya está, ya está –decía torpemente. Betty actuaba con rapidez y eficacia. Alzó a Paulita, la llevó al baño, le lavó la cara con agua fría y se la devolvió a su padre. –Aquí y aquí –dijo–. ¿Ve? Se le partió el labio, no es nada. Y perdió un dientito de leche. ¿Cómo se llama la nena? Vos –le dijo a Valentina– traeme hielo. ¿Tienen heladera? Paula. Mirá Paulita, aquí está tu dientito: vas a ser la primera nena de la salita de cuatro sin un diente. ¡Les vas a ganar a los de preescolar! Paulita seguía llorando pero levantó la vista interesada. Hacía apenas un momento Berenguer, con la cámara en la mano, detentaba el poder, hacía que la escena se moviera al ritmo de su voluntad. Ahora Betty era la que mandaba y él se sentía simplemente agradecido, se entregaba, confiaba. El pelo rubio de la mujer, hermoso, flexible, pura luz, era como una aureola que subrayaba la gracia segura de sus rasgos. El señor López Belmonte apareció en el marco de la puerta. Valentina llegó con el hielo. –A ver, papi te va a poner el hielito en la boca y no te va a doler más –decía Betty–. Valentina, acomodá los libros en su lugar. Aquí está la otra lastimadura, ¿ves el corte?, necesito tira emplástica y una tijerita. El señor López Belmonte se acercó tímidamente. –¿Le puedo contar un cuento? –le preguntó a su mujer, que le hizo una seña afirmativa. Los gritos de Paulita parecían llenar todo el espacio de la habitación, le quitaban el aire, Berenguer apenas podía respirar. –Había una vez una señora que se llamaba doña María. Y esta señora tenía huerta lleeeena de plantitas ricas para comer. ¿Como, por ejemplo, qué puede ser? –dijo el señor López. Entonces Paulita hizo algo asombroso. Dejó de llorar por un momento y con la boca ensangrentada dijo: –Lechuga. 144

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Fue la palabra más hermosa que Berenguer había escuchado en su vida. Mientras tanto, Betty cortaba tiritas muy finas de tira emplástica y le cerraba con prolijidad la herida del brazo. –Y entonces el chivo le empezó a comer las plantitas –decía el señor López Belmonte–. Y la pobre doña María lloraba, lloraba, y se sonaba la nariz así... El señor López Belmonte apoyó la nariz sobre la manga de su saco y fingió sonarse con fuerza, haciendo ruido con la boca. Paulita se rió a carcajadas. Después la señora Betty se vistió y se fueron todos a tomar un helado. La sesión de tomas la terminaron otro día y Berenguer les regaló las copias deseándoles mucha suerte, muchos clientes, el mejor catálogo.

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